Casado por obligación - Andie Brock - E-Book
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Casado por obligación E-Book

Andie Brock

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Beschreibung

Hasta después de la boda no supo realmente con quién se había casado… El recién coronado jeque Zayed Al Azal necesitaba ganarse la lealtad de su pueblo, lo que suponía hacer la única cosa que como inveterado playboy siempre había evitado: casarse. Sus visires le presentaron un buen surtido de candidatas, pero, cuando conoció a la exquisita Nadia Amani, inmediatamente se decidió por ella. Poco después, con el contrato de boda ya firmado y sellado, Zayed descubrió la estremecedora verdad: Nadia era la hija de su enemigo. Pero, en las noches estrelladas del desierto, el deseo de Zayed por su princesa no dejó de crecer y su furia dio paso a una sensual avidez que clamaba por ser satisfecha…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2015 Harlequin Enterprises Ulc

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Casado por obligación, n.º 2952 - septiembre 2022

Título original: The Sheikh’s Wedding Contract

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-011-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NADIA rezó para que no hubiera llegado demasiado tarde. Conforme se acercaba a las puertas del palacio, pudo ver a grupos de chicas jóvenes que ya se marchaban apresuradas, con sus esplendorosos vestidos al viento, como mariposas de colores.

En el vestíbulo abovedado se vio atropellada por aquella especie de harén a la fuga. Hasta allí habían acudido las más bellas mujeres del reino, todas emperifolladas y enjoyadas, ante la presencia del recién coronado jeque Zayed Al Afzal, únicamente para su entretenimiento y placer. Pero al parecer ninguna de ellas le había parecido conveniente. ¿Las habría despachado a todas, en el entendido de que ni una sola había estado a la altura de sus expectativas? A juzgar por la mirada compasiva de los guardas y el tacto con que las estaban guiando fuera del palacio, todo apuntaba a que la cosa había marchado mal para ellas.

Bueno, no pasaba nada por intentarlo. Se recogió las vaporosas faldas de su vestido de bailarina del vientre y, procurando pasar desapercibida, avanzó por entre las largas piernas de sus rivales. Tuvo suerte de que la mirada del gigantesco guardaespaldas estuviera ocupada con los encantos de una de ellas. Aquella era su oportunidad, así que empezó a correr como una loca pasillo abajo, con los tacones de sus sandalias resonando en los suelos de mármol. Brazaletes y pulseras, al igual que las perlas y monedas de su cinturón, tintinearon en acelerada cacofonía.

Vio una puerta abierta y hacia ella se dirigió, desesperada. Tenía que ver al jeque Zayed Al Afzal como fuera. Deteniéndose al fin, se encontró en medio de un suntuoso salón. Y allí, sentado al fondo en un dorado trono sobre un estrado, estaba el jeque Zayed.

Se miraron el uno al otro. Jadeante, Nadia se resentía de la presión del sujetador que, de paso, hacía destacar sus senos. Sus abdominales se contraían rítmicamente, además, bajo el piercing de su ombligo.

Por mucho que detestara aquella sensación de desnudez, de vulnerabilidad, de traición a sus propias convicciones, lo cierto era que había conseguido atraer su atención: podía sentir los ojos del jeque recorriendo su cuerpo semidesnudo. Aquella era su oportunidad. Pero, aun así, titubeó: porque el jeque Zayed no se parecía en nada al que había imaginado. Era alto y tremendamente guapo. Lucía un traje de corte occidental con fluida elegancia. Sus manos, observó, se cerraban con fuerza sobre las garras de león de los apoyabrazos del trono, en aparente contraste con lo relajado de su actitud.

Mantener el contacto visual: eso era lo que tenía que hacer en aquel momento. Aspirando profundo, alzó la cabeza mientras le sostenía la mirada. Lo conseguiría. Aunque aquellos ojos de color chocolate eran capaces de derretir a cualquiera…

Justo en aquel momento escuchó un jadeo a su espalda, el del vigilante que había aparecido corriendo. El hombre la agarró con fuerza de un brazo para llevársela de allí.

–Mis disculpas, señor, se nos ha escapado esta…

Cómo se atrevía a referirse a ella de aquella forma? En vano forcejeó furiosamente para liberarse.

–¡Le agradecería que me quitara sus toscas manos de encima!

El vigilante vaciló por un momento.

–Ya has oído a la dama –dijo el jeque, levantándose–. Suéltala.

–Señor… –obedeció antes de retroceder un paso con la cabeza gacha.

–Y en el futuro, espero que mis órdenes se apliquen de la manera más civilizada. Di a los demás que no toleraré trato brutal alguno.

–Majestad…

Nadia se volvió para lanzar al vigilante una mirada altiva al tiempo que se frotaba las marcas que le había dejado en el brazo.

–En cuanto a ti –Zayed concentró rápidamente su atención en ella–. ¿Cómo te llamas?

–Nadia.

–Bueno, Nadia, lamento informarte que has hecho el viaje en balde –se cruzó de brazos–. No tengo por costumbre escoger mis compañías de la manera que has visto tú misma esta noche. Te debo una disculpa.

Aquello sonaba más a reprimenda que a disculpa.

–Pero, Majestad… –batió pestañas, seductora–. Dado que ya estoy aquí, ¿no me permitiréis actuar ante vuestra presencia? –y sin esperar respuesta, empezó a contonear lentamente las caderas, de la misma manera que había visto hacer a las bailarinas que habían actuado en su propio palacio, en beneficio de su padre y de su hermano.

Las había estudiado concienzudamente desde su escondite en las sombras de palacio, para luego practicar los movimientos en la intimidad de su dormitorio. Una vez allí, solía quitarse los velos sin dejar de bailar hasta quedar en ropa interior, mirándose durante todo el tiempo en el espejo. En aquel momento solo necesitaba recordar lo que había aprendido. Alzó los brazos por encima de la cabeza, dibujando en el aire con los dedos, al tiempo que movía provocativamente las caderas en un tintineo de pulseras…

Zayed había bajado del estrado y se encontraba en aquel momento ante ella, altísimo e intimidante. Pero Nadia continuaba bailando, con sus ojos a la altura de su ancho pecho y sus brazos agitándose frenéticamente ante su rostro.

–Obviamente no me he explicado bien –de repente le agarró los brazos y se los bajó, sin dejar de contemplar su acalorado rostro. Luego, tomándola de los hombros, la obligó a girarse con suavidad pero con firmeza–. Allí tienes la puerta.

 

 

Zayed la observó alejarse pasillo abajo, escoltada por el guardia. Parecía aliviada de marcharse, caminando apresurada con su larga y negra cascada de rizos bamboleándose a su espalda… y su respingón trasero contoneándose sensualmente bajo las vaporosas faldas. Pero el resto de su postura era de una fría altivez, lo que contrastaba con su ardiente actuación de apenas unos minutos antes.

Una estupenda actuación, por cierto. No cabía duda alguna de que Nadia era toda una belleza. Si las circunstancias hubieran sido diferentes… Si se hubiera tropezado con ella en un bar, por ejemplo, se habría permitido el enorme placer de llegar a conocerla mejor, en el más amplio sentido de la palabra. Pero no allí, ni de aquella forma. Una cosa era seducir a una mujer y otra permitir que un puñado de bellezas fueran pastoreadas de aquella forma en su beneficio, como si estuvieran en una feria de ganado. Lo que no entendía era por qué una mujer como Nadia se había dejado tratar así. Aquello no parecía ir con ella.

Frunciendo el ceño, se quitó la chaqueta y se la colgó del hombro. De pie en el centro de la suntuosa habitación, miró a su alrededor. ¿Qué diablos le había sucedido a su vida? Apenas un par de meses atrás había estado ocupado expandiendo su imperio comercial, viajando por el mundo… Pero de repente todo había cambiado de la manera más dramática posible cuando su madre le anunció, para su sorpresa, que tenía que regresar a casa, al reino de Gazbiyaa. Porque él, Zayed, iba ser coronado nuevo jeque de Gazbiyaa: él y no su hermano mayor, Azeed. La decisión había sumido en la consternación a los dos hermanos. Era algo que nunca había esperado y que, ciertamente, no había querido nunca.

Pero ahora era el recién coronado jeque Zayed Al Afzal, supremo gobernante de Gazbiyaa, el reino fabulosamente rico del desierto, quien estaba contemplando en aquel momento aquel vasto salón con un gesto de amargura. Iba a tener que hacer algunos cambios en palacio, y rápido, antes de que se viera sometido a debacles como la que acababa de presenciar aquella noche. ¿Un harén en su casa? ¡Por Dios!

Ojalá hubiera podido pararles los pies a aquellas pobres mujeres antes de que llegaran. Pero el anuncio hecho por uno de sus mensajeros de que las más bellas mujeres del reino estaban esperando en palacio a que eligiera las que fueran más de su gusto, lo había tomado por sorpresa. Momentáneamente estupefacto, se había quedado contemplando pasmado cómo el salón se llenaba de despampanantes mujeres. Cuando, recuperado de su asombro, ordenó su marcha, estaba tan enfadado como indignado. En aquel momento no pudo menos que avergonzarse de la expresión de susto que había visto en los ojos de aquellas jóvenes. Pero en los ojos de aquella última, Nadia, no había visto susto ni miedo alguno.

Aspirando profundamente, se volvió para abandonar el salón. Estaba perdiendo el tiempo pensando en aquellas cosas cuando tenía asuntos mucho más importantes de los que preocuparse.

 

 

Nadia se estremeció violentamente al contacto del frío aire de la noche en su piel acalorada. ¿Y ahora? El gorila la había acompañado fuera de palacio y cerrado con fuerza la puerta. Iba a tener que idear otro plan. Una cosa era segura: no estaba dispuesta a ceder. No iba a hacerlo ahora, desde luego, cuando había conseguido llegar ante el jeque.

La mirada de disgusto que le había lanzado antes de despacharla del salón todavía le hacía encogerse por dentro. Pero, junto con la sensación de humillación, no cabía duda de que el formidable jeque le había dejado una impresión de lo más inesperada. Alto, fuerte y dominante: esa era la primera imagen que se había llevado de él. Pero había habido más: una expresión de serena inteligencia que, añadida a su aire de sofisticación y a la impresionante belleza de sus rasgos, constituía una combinación mortal.

Cruzando los brazos sobre el pecho, se frotó los hombros desnudos mientras contemplaba el vasto palacio que, en aquel momento, estaba fuera de su alcance. Era el epítome de una extravagante opulencia, recortada su enorme cúpula azul contra la noche estrellada, con sus medias lunas iluminadas, de aspecto tan irreal como una brillante nave extraterrestre que hubiera aterrizado en pleno desierto.

La vida de palacio no le era extraña a Nadia; de hecho, era la única vida que había conocido. Nacida como princesa Nadia Amani de Harith, se había pasado los veintiocho años de su vida como virtual prisionera en su palacio, confinada por las arcaicas reglas del protocolo y las igualmente arcaicas normas de su padre y de su hermano. Pero su palacio parecía casi humilde en comparación con el suntuoso edificio que tenía delante.

Tenía que encontrar una manera de volver a entrar. Estaba a punto de comenzar su búsqueda cuando una de las ventanas de la cuarta planta llamó su atención. Oculta por las sombras, vio que se abrían las puertas del balcón para dar paso a la silueta del propio Zayed, recortada contra la luz del fondo. ¿Serían aquellos los aposentos privados del jeque? Nadia contó una, dos, tres, cuatro ventanas desde el pórtico. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Estaba a punto de cometer el más valiente, el más peligroso y, posiblemente, el más estúpido acto de su vida. Pero primero tenía que encontrar una manera de entrar.

 

 

Apoyado en la barandilla del balcón de su dormitorio, Zayed aspiró el aire perfumado de la noche. Ante él se extendía el reino, su reino. Los impresionantes rascacielos de construcción reciente se alzaban al fondo. Aquel había sido el sueño de su hermano: convertir el reino de Gazbiyaa en un jugador de primer nivel, no solo en el Próximo Oriente, sino en la arena mundial. Sí, pero… ¿a qué precio? Azeed era un hombre decidido e implacable y Zayed sospechaba que, de haberse coronado jeque, no se habría detenido ante nada ni ante nadie en su proyecto de convertir a Gazbiyaa en una superpotencia.

Había sido precisamente por eso por lo que su madre había roto su voto de silencio en su lecho de muerte. Para poner fin a los cada vez más disparatados sueños de Azeed y precipitar la cadena de acontecimientos que habían llevado a Zayed a su actual tesitura.

A pesar del ruido del tráfico, Zayed pudo escuchar la llamada a la oración flotando a través de las decenas de alminares que salpicaban el paisaje urbano. Apartándose de la barandilla, se dirigió al baño a tomar una ducha. Había sido un largo día.

 

 

Fue la llamada a la oración el momento que había estado esperando Nadia. Había rodeado el perímetro del palacio hasta la parte trasera, solo para descubrir que las puertas eran tan altas como las de la fachada, cuando de repente apareció un grupo de hombres, con sus blancas chilabas destacando en el cielo del atardecer. Uno de ellos tocó el panel táctil de la puerta y entraron todos.

Nadia tuvo el tiempo justo de entrar sigilosamente tras ellos antes de que las puertas volvieran a cerrarse, sin que la vieran. Con el corazón en la garganta, se internó en el palacio en penumbra y atravesó los cuidados jardines con sus largas filas de palmeras, así como el vasto patio lleno de fuentes, hasta que se encontró cerca de las cocinas. Allí se detuvo, agachándose tras un granado mientras decidía el próximo curso de acción.

Una voz masculina la alertó: era un solitario vigilante hablando por el móvil a las puertas de la cocina… que estaban abiertas. Solo necesitaba distraerlo. Un plan empezó a cobrar forma en su cabeza. Levantándose, arrancó una granada y la sopesó en la mano. Después de quitarse pulseras y brazaletes para no traicionar su localización, la lanzó con todas sus fuerzas a los pies del vigilante, con la intención de distraerlo y poder así penetrar sigilosamente en la cocina. El resultado fue mejor de lo que había esperado. ¡Nadie se había dado cuenta y ya estaba dentro!

Miró a su alrededor: las cocinas parecían estar completamente vacías. Atravesó una habitación tras otra hasta que dio con la escalera de servicio y empezó a subirla a toda velocidad. Para cuando llegó a la cuarta planta, estaba casi agotada por el esfuerzo. Se asomó a un largo corredor. Todo parecía tranquilo y silencioso, aunque resultaba difícil de decir con el retumbar de su pulso atronando sus oídos. Intentó orientarse: cuatro ventanas a partir del pórtico de la fachada. Si seguía el pasillo hasta el final y contaba las puertas…

Tenía ya la mano en el picaporte de la cuarta puerta. Si sus cálculos no eran errados, estaba a punto de entrar en el dormitorio del jeque Zayed Al Afzal. Lenta, muy lentamente, fue girando el pesado picaporte de bronce. Ya no había vuelta atrás.

 

 

Zayed se estaba secando cuando oyó un ruido procedente de la habitación contigua. Se quedó paralizado, con la toalla en la mano. Alguien estaba allí: estaba seguro. Aguzó los oídos, pero no volvió a escuchar sonido alguno.

¿Había cerrado la puerta con llave? No, claro que no. Pese a las advertencias de su equipo de seguridad, no podía cambiar de hábitos tan fácilmente. En aquel momento se arrepintió de haber desoído su consejo. Revisó el baño en busca de un arma, cualquier cosa que pudiera utilizar para defenderse, pero no encontró nada. Tendría que enfrentarse a su agresor con las manos desnudas. Era fuerte y ágil, además de que contaba con el factor sorpresa. Después de anudarse la toalla a la cintura, se preparó para el ataque.

 

 

Nadia se asomó al dormitorio y contuvo el aliento, aterrada. Tenía ante sí una enorme cama de dosel, con las cortinas cerradas. ¿Estaría ya acostado? Acercándose sigilosamente, se atrevió a descorrer unos centímetros la cortina: la cama estaba vacía. Debía de estar en el baño. Solo entonces soltó el aliento que había estado conteniendo.

Ya estaba. Todos sus cuidadosos planes la habían llevado hasta ese momento. Descalzándose, subió a la cama sin hacer el menor ruido posible. Una vez tumbada, intentó adoptar una postura vagamente seductora y cerró los ojos con fuerza. Estaba preparada para aceptar su destino.

De repente oyó un ruido, una especie de gruñido animal. Y de inmediato se vio aplastada contra la cama por el considerable peso de un poderoso cuerpo masculino, casi desnudo y cargado de adrenalina.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

QUIÉN eres y qué quieres? –le espetó Zayed casi al oído.

No podía hablar, ni respirar siquiera, con el rostro oculto por sus largos rizos. Con las manos inmovilizadas por encima de su cabeza, ambas muñecas aprisionadas por su fuerte mano, la sorpresa y el miedo eran tan abrumadores que amenazaban con hacerle perder la conciencia.

Lenta, deliberadamente, intentó girar la cabeza, con la esperanza de que una vez que Zayed viera que era ella, Nadia, la soltara y le diera una oportunidad de explicarse. Pero la ira que descubrió en su mirada la desanimó. Parecía como si fuera a matarla…

–Soy yo, Nadia –forcejeó para intentar liberarse, pero el movimiento no hizo sino incrementar el contacto entre ellos, con lo que se detuvo bruscamente. Aquel espasmo que sintió en el bajo vientre tenía que ser miedo, ¿no?

–Sé muy bien quién eres. Lo que no sé es por qué diablos te has metido en mi cama –masculló furioso–. Quiero una respuesta. Ahora.

–Majestad… Puedo aseguraros que no pretendía haceros daño alguno. Simplemente sentí la imperiosa necesidad de volver a veros.

–Ya, claro –repuso, sarcástico–. ¿Para quién trabajas y qué es lo que quieres?

–Para nadie, yo…

–No te creo –su voz era un ronco susurro contra su piel–. ¿Has venido a distraerme? ¿Es eso? ¿A mantenerme ocupado mientras un sicario me degüella? –se apartó lo suficiente para girarse un poco, como si esperara ver a su supuesto cómplice acechando a su espalda.

Pero en seguida Nadia volvió a sentir su torso desnudo contra sus senos. Y, al cambiar de postura, lo que sintió también fue la presión de su entrepierna contra la suya…

–No, nada de eso, yo solo…

–¿O quizá mientras degüella a mi padre? ¿Es eso? Sé que él tiene muchos enemigos.

–No, tenéis que creerme. Yo no he venido a matar a nadie.

Con los brazos levantados por encima de la cabeza y los senos tensos y aplastados bajo el pétreo pecho de Zayed, no podía sentirse más expuesta y vulnerable. Y lo que era aún peor: con su cuerpo casi desnudo encima del suyo, era consciente de un ardor cada vez más intenso en su bajo vientre….

–¿Qué estás haciendo aquí entonces, Nadia? –bajó de nuevo el rostro hasta pegarlo casi al suyo–. Tienes exactamente un minuto para decirme la verdad.

–Lo haré… –se mordió el labio en un esfuerzo por controlarse–. Cuando me soltéis.

–Ni hablar. No es así cómo funciona –echó la cabeza hacia atrás para mirarla–. O me dices la verdad ahora mismo o llamo a seguridad.

–¡No!

Aquello no era ni mucho menos lo que había planeado. Se suponía que era ella la que tenía que seducirlo a él, por el amor de Dios… Tentarlo para que se prometiera a ella en matrimonio y evitar así que sus respectivos reinos entraran en guerra. Ese había sido su plan, al menos. Pero tenía que insistir. Tenía que ser fuerte.

–Antes de que te cuente nada, exijo que me soltéis.

–¿Ahora vienes con exigencias? Esta sí que es buena. Te recuerdo que no estás en posición de exigir nada. Te sugiero que abandones esa actitud altiva y me digas una buena razón por la que no deba llamar a seguridad ahora mismo. Tienes diez segundos. Empiezo a contar desde ya.

–Está bien, está bien –se humedeció los labios resecos con la punta de la lengua. Podía sentir el áspero contacto de su velludo pecho contra el suyo, la manera en que se mezclaba el sudor de sus cuerpos…–. Vine aquí sola, simplemente porque esperaba… esperaba poder haceros feliz.

–Se te ha acabado el tiempo.

–No, espera. Es la verdad –exclamó desesperada. Todo estaba saliendo de la peor manera posible.

Se había convencido a sí misma de que la dura prueba que se había impuesto merecería la pena. Si su virginidad era el precio a pagar para desactivar la amenaza de guerra entre los reinos de Harith y Gazbiyaa, lo pagaría una y cien veces. Porque amaba a su país pese a que, a veces, tenía la sensación de que su país no la amaba a ella. Por lo que había colegido de la descripciones de su padre y de su hermano, el recién coronado jeque era un brutal y lascivo hedonista, obseso de un único interés: los placeres de la carne femenina. Un hombre que no tenía ninguna consideración hacia su pueblo y hacia su país. Un hombre que carecía del talento y de los conocimientos necesarios para gobernar un reino como Gazbiyaa, razón por la cual el reino de Harith, como una hiena que rondara a un león herido, estaba presto a atacar.

Pero Nadia sabía ya que su padre y su hermano se equivocaban con Zayed Al Afzal. Lejos del extravagante golfo que habían descrito, era evidentemente un hombre inteligente, sagaz y perceptivo. Subestimar a un hombre así podría significar una catástrofe para Harith. Y para todo el mundo.

Ni siquiera, además, parecía interesado en los placeres de la carne… De la suya, al menos. Porque era su cuerpo el que estaba experimentando un ardor nada habitual en ella. Aunque… ¿quién podía culparla? La toalla que llevaba atada a la cintura presionaba contra su vientre. Podía sentir perfectamente al abultamiento de aquella masculina parte de su anatomía, imposible de ignorar. Lo cual la estaba volviendo loca de deseo…

Fue entonces cuando sintió que se apartaba un tanto, muy poco y solo por un segundo. Aprovechando la ocasión, hizo un intento por escaparse, pero el peso de Zayed volvió a aplastarla contra el colchón, con mayor fuerza. Lo que sucedió esa vez lo dejó sin aliento, porque en aquel momento podía sentir claramente su erección presionando contra su pubis, dura como el acero bajo la toalla. Para colmo, cuando lo miró, sorprendió en sus ojos un brillo de intensa lascivia, como si reflejaran su propio deseo…