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Aunque la idea de hacerse pasar por la prometida de un hombre que la intimidaba tanto le parecía una locura, Harper no tenía elección. Se veía abocada a cumplir el trato al que su hermana, que se había dado a la fuga, había llegado con el rico empresario Vieri Romano. Pronto, sin embargo, se encontraría a merced del deseo que parecían sentir el uno por el otro. La consumación de sus votos matrimoniales tuvo inesperadas consecuencias… Tendría que decidir si, además de su cuerpo, podía entregarle a Vieri también su corazón.
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Seitenzahl: 180
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Andrea Brock
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esposos para siempre, n.º 2668 - diciembre 2018
Título original: Vieri’s Convenient Vows
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-016-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
HARPER McDonald dirigió la mirada a la pista de baile abarrotada de gente. Ella no había ido allí para bailar, sino para encontrar a su hermana. Bajó las escaleras y empezó a bordear la pista. Alguien tenía que saber qué le había pasado a Leah. Sin embargo, apenas había dado unos pasos cuando algo le impidió seguir avanzando. Soltó un chillido de terror al sentir que la agarraban por ambos brazos con tal fuerza, que sintió como sus pies se levantaban unos centímetros del suelo.
–¡Suéltenme! ¡Bájenme ahora mismo!
Frenética, giró la cabeza a un lado y a otro y vio a dos gigantones trajeados, sobre cuyos rostros, anchos e impasibles, arrojaban sombras los focos de colores, dándoles un aspecto inquietante. Intentó zafarse, pero solo consiguió que la sujetaran con más fuerza y el pánico la invadió.
–¡Les digo que me suelten! –les exigió de nuevo, chillando y pataleando–. ¡Me hacen daño!
–Entonces, deja de resistirte.
Aquellas bestias se abrieron paso entre la gente que, para espanto de Harper, se apartaba sin hacer el más mínimo gesto por ayudarla. Luchó como pudo contra la histeria que se estaba apoderando de ella. Aquellos tipos no la llevaban hacia la salida, sino Dios sabía a dónde, y una ristra de aterradores escenarios cruzaron por su mente: rapto, asesinato, violación… Y entonces la asaltó el peor temor de todos: ¿sería aquello lo que le había ocurrido a Leah?
Empezó a patalear de nuevo con todas sus fuerzas.
–¡Si no me sueltan inmediatamente, chillaré hasta reventarles los tímpanos!
–No te lo aconsejo –le gruñó uno de los tipos–. Si yo fuera tú, estaría calladita. No esperarías irte de rositas después de lo que has hecho… Montar un escándalo no te servirá de nada.
¿Después de lo que había hecho? ¿Qué había hecho? ¿Podría ser que supieran que había entrado sin invitación? La verdad era que le había sorprendido lo fácil que le había resultado, teniendo en cuenta que era un club nocturno que solo permitía la entrada a socios.
Se había acercado al portero con idea de explicarle para qué había ido allí, dispuesta incluso a suplicarle de rodillas si fuera necesario, pero no había hecho falta explicación alguna. El tipo se había hecho a un lado y la había dejado pasar con un ademán, diciéndole con sorna: «¡Qué detalle por tu parte, volverte a dejar caer por aquí!».
Era evidente que la había confundido con Leah, y probablemente aquellos matones también. La última vez que había tenido noticias de su hermana gemela había sido hacía más de un mes, cuando la había llamado borracha, de madrugada, porque nunca tenía la delicadeza de pensar en la diferencia horaria entre Nueva York y Escocia. A Harper le había costado entender qué estaba diciéndole: algo de que había conocido a un hombre que iba a hacerla rica, y que ni su padre ni ellas tendrían que volver a preocuparse por el dinero.
Y luego no había vuelto a saber nada de ella. A medida que pasaban las semanas, su inquietud había ido en aumento, y no había dudado en tirar de su tarjeta de crédito para volar a Nueva York y hacer una visita a aquel club nocturno en el corazón de Manhattan, el Spectrum, donde Leah había estado trabajando de camarera desde que abandonara Escocia, seis meses atrás.
Aquellas dos bestias la metieron por una puerta oculta tras el escenario, y atravesaron un pasillo oscuro tan estrecho que tuvieron que hacerlo en fila india, uno delante de ella y otro detrás para que no pudiera escapar. Subieron un tramo de escaleras mal iluminado y llegaron a una puerta. Uno llamó con los nudillos mientras el otro la sujetaba.
–Adelante –contestó una voz.
El tipo que la agarraba la empujó dentro. Era un pequeño despacho. Sentado tras una mesa, un hombre de pelo negro tecleaba en un ordenador portátil. Detrás de él había una ventana alargada, de forma rectangular, a través de la cual se veía la pista del club, en el piso de abajo, donde la masa de gente seguía bailando.
–Gracias, muchachos –le dijo a los gorilas sin levantar la vista–. Podéis iros.
Los dos tipos salieron sin hacer ruido, cerrando tras de sí.
Harper paseó la mirada por la habitación para ver si tenía forma alguna de escapar. Debía estar insonorizada, porque había un silencio casi absoluto, y ahora, en vez de la vibración de la música, solo oía el suave ruido de las teclas y el eco de los rápidos latidos de su corazón en los oídos.
–De modo que nuestra fugitiva ha vuelto –murmuró el hombre, aún sin mirarla.
–¡No!, ha habido un malentendido… –se apresuró a explicarle Harper.
–Ahórrate las excusas –la cortó él, cerrando finalmente el portátil. Cuando se puso de pie y vio lo alto que era, Harper tragó saliva–. No me interesan.
Fue sin prisa hasta la puerta detrás de Harper, que lo oyó girar una llave en la cerradura antes de que se la guardara en el bolsillo y volviera a rodear la mesa.
–¿Qué… qué está haciendo?
–¿A ti qué te parece? –le espetó él, deteniéndose junto a su sillón–: asegurarme de que no escapes. Otra vez.
–No, se equivoca… –lo intentó Harper de nuevo–. Yo no soy…
–Siéntate –le ordenó él bruscamente, señalándole la silla frente a la mesa–. No compliques más las cosas.
Vacilante, Harper obedeció. Su captor se sentó también y, cuando por fin la miró, su glacial compostura se desvaneció: sus ojos relampagueaban y su rostro se había contraído de ira.
¿Pero qué diablos…? Furioso, Vieri Romano apretó la mandíbula. ¡Se habían equivocado de persona! Apretó los puños, lleno de frustración. La joven que tenía ante él se parecía a Leah McDonald, y hablaba como Leah McDonald, con ese cantarín acento escocés, pero era evidente que no era Leah McDonald.
Maldijo para sus adentros y se pasó una mano por el pelo mientras escrutaba su rostro. Desde luego el parecido era innegable, debían ser gemelas, pero había algunas diferencias sutiles como la nariz, un poco más larga, y también el cabello, que le caía sobre los hombros en unas suaves ondas naturales en comparación con el de Leah, que tenía unos rizos más marcados.
Pero, a pesar incluso de esas diferencias, ya solo por su actitud, debería haber sabido que no era Leah. La joven ante él tenía una expresión seria y decidida. Además, no veía en ella la confianza en sí misma que demostraba Leah, ni la coquetería a la que, sin duda, aquella habría recurrido para intentar eludir su culpa. Leah era consciente de sus encantos y sabía cómo emplearlos, mientras que a su hermana parecía incomodarla su escrutinio: tenía los brazos en torno al cuerpo, como si quisiera cubrirse y parecía estar intentando fulminarlo con la mirada. Le recordaba a un animal acorralado, pero a uno que no se dejaría apresar sin luchar.
Se frotó la barbilla pensativo, analizando aquel giro en los acontecimientos. Quizá fueran cómplices. No le extrañaría en absoluto. Quizá Leah había enviado a su hermana para que se hiciera pasar por ella. Podría ser que fueran tan tontas como para pensar que lo engañarían. Aunque «tonta» no era la palabra que usaría para describir a la joven sentada frente a él.
Había algo en ella que sugería de hecho lo contrario, que era muy inteligente. En cualquier caso, tal vez podría conducirlo hasta la traidora de su hermana.
–¿Cómo se llama? –le preguntó con aspereza.
–Harper. Harper McDonald –contestó ella, removiéndose en su asiento. Y al ver que él no decía nada, levantó la barbilla, como desafiante, y le preguntó–: ¿Y usted?
–Vieri Romano; dueño de este club nocturno.
Ella se quedó mirándolo boquiabierta, y luego frunció los labios.
–Pues en ese caso me gustaría presentar una reclamación por el modo en que me han tratado. No tiene ningún derecho a…
–¿Dónde está su hermana, señorita McDonald? –la cortó él, alzando la voz.
Ella se mordió el labio.
–No lo sé –respondió. Había pánico en su voz–. Por eso he venido, para intentar encontrarla. No sé nada de ella desde hace más de un mes.
Vieri apartó la vista de sus seductores labios y soltó un gruñido burlón.
–Vaya, pues ya somos dos.
–Entonces… ¿no está aquí? –inquirió ella, visiblemente alterada–. ¿Ha dejado su trabajo?
–Se marchó. Con nuestro gerente, Max Rodríguez.
–¿Que se marchó?
–Sí. Desaparecieron sin dejar rastro.
–¡Ay, Dios! –Harper se aferró con manos temblorosas al borde de la mesa–. ¿Y dónde han podido ir?
Vieri se encogió de hombros y la observó atentamente para ver su reacción.
–¿No tiene ni idea de dónde puede estar? –insistió ella.
–Aún no –respondió, tomando unos papeles de su mesa y colocándolos en una pila–. Pero estoy dispuesto a averiguarlo. Y, cuando la encuentre, sus problemas no habrán hecho más que empezar.
–¿Qué… qué quiere decir? –inquirió Harper, mirándolo con unos ojos como platos.
–Quiero decir que no me gusta que mis empleados se esfumen. Y menos aún llevándose quince mil dólares.
–¿Quince mil dólares? –exclamó ella, llevándose las manos a la boca–. ¿Quiere decir que Leah y ese tal Max le han robado?
–Su hermana y yo habíamos llegado a un acuerdo, o eso creía yo. Cometí el error de pagarle la primera mitad por adelantado y ha huido con el dinero.
–No puede ser… ¡Dios mío, cuánto lo siento!
Parecía aturdida por la noticia, lo bastante como para convencerlo de que no sabía nada del asunto, pero observó con curiosidad que no había hecho siquiera intención de cuestionar los hechos.
–Y ella también lo sentirá cuando la encuentre, se lo aseguro.
Aunque culpaba a Leah por su engaño, era sobre todo consigo mismo con quien estaba furioso. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido como para creerse la lacrimógena historia que le había contado y haberle pagado la mitad por adelantado? Todo eso de que necesitaba el dinero para mandárselo a su familia porque su padre estaba atravesando dificultades y podría perder su trabajo…
Había sido como una bofetada para él. No por los quince mil dólares, eso le importaba un comino, sino porque él, un reputado hombre de negocios, admirado y temido en el mundo empresarial, había sido engañado como un tonto. Por una mujer. Algo que se había jurado que jamás le volvería a pasar.
No, el problema era que Leah McDonald lo había pillado con la guardia baja porque estaba pasando por un mal momento. Y lo que entonces le había parecido una buena idea, la solución ideal, de hecho, lo había hecho salir trasquilado.
Una noche había estado allí, en el club, bebiendo, porque había sentido la necesidad, algo poco habitual en él, de ahogar las penas en alcohol tras la mala noticia que había recibido unas horas antes. Había sido Leah quien había atendido su mesa.
Y, probablemente por los efectos del alcohol, la invitó a sentarse con él y le habló de su padrino, Alfonso, el hombre que significaba más para él que cualquier otra persona en el mundo. Le contó que había recibido un e-mail de él esa mañana confirmando sus peores temores: se estaba muriendo. Era solo cuestión de tiempo.
Se encontró relatándole la última vez que lo había visitado, la conversación que habían tenido, y como este le había confiado su última voluntad: verle sentar la cabeza. Verlo casarse, formar una familia.
La respuesta de Leah no habría podido ser más pragmática: si era la última voluntad de su padrino, tenía que hacerla realidad; era su deber. Aunque tuviera que buscarse una prometida de pega, pagándole para que interpretara ese papel. Debía hacer lo imposible por hacer feliz a su padrino.
Y él, aturdido, se había encontrado preguntándose si no tendría razón. Quizá esa fuera la solución. Si había algún modo de cumplir la última voluntad de su padrino, tenía que intentarlo.
Y así fue como acabaron cerrando el trato. Leah necesitaba el dinero y él una falsa prometida. A cambio del pago de treinta mil dólares Leah fingiría durante un par de meses, o el tiempo que hiciese falta, que se habían comprometido.
Sin embargo, apenas había transferido la mitad del dinero a la cuenta de Leah, esta se había fugado. Y lo peor era que había sido cuando ya le había anunciado a su padrino que había seguido su consejo y que le presentaría muy pronto a su prometida.
Cuando sus guardias de seguridad lo alertaron de que Leah había vuelto, se había desplazado desde sus oficinas en el centro de Manhattan hasta allí, decidido a tener unas palabras con ella y obligarla a cumplir con lo pactado. Solo que la joven que estaba frente a él no era Leah McDonald, y eso suponía que estaba lejos de resolver aquella irritante situación.
¿O no? Harper McDonald había dicho que no tenía ni idea de dónde estaba su hermana, y la creía, pero quizá pudiera ayudarlo de otra manera.
–¿Y qué piensa hacer? –inquirió Harper, ansiosa, interrumpiendo sus pensamientos–. Respecto a Leah, quiero decir. ¿Lo ha denunciado a la policía?
–Aún no. Prefiero manejar este asunto a mi manera. Al menos por ahora –respondió él, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Vio a Harper tragar saliva, leyendo sin duda en ellas una amenaza solapada.
–Escuche, podría ayudarlo a encontrar a mi hermana –le dijo Harper, buscando desesperadamente la manera de aplacarlo–. Le devolveré el dinero que le pagó.
–¿Y cómo piensa hacerlo? –inquirió él–. Por lo que me dijo su hermana, su familia no cuenta con muchos recursos.
La vio sonrojarse hasta las orejas.
–Esa… –masculló–. ¡No tenía derecho a decir algo así!
–Entonces, ¿no es verdad? ¿No supondrá un problema para usted devolverme ese dinero?
–Bueno, sí, como lo sería para cualquier familia normal. Pero eso no significa que no vaya a hacerlo. Podría trabajar para usted aquí, por ejemplo. Sin cobrar, quiero decir.
–Creo que con haber tenido a una hermana McDonald en este establecimiento ha sido más que suficiente, gracias –contestó él con sarcasmo.
–Bueno, pues algún otro trabajo, entonces. Soy muy capaz y aprendo rápido. Haré lo que sea. Solo necesito un poco de tiempo y que me dé la oportunidad de intentar encontrar a Leah.
–¿Lo que sea, dice?
–Sí –respondió ella, con firme determinación.
–En ese caso quizá haya algo en lo que podría ayudarme. Podría cumplir por ella el trato al que se comprometió su hermana.
–Sí, por supuesto –respondió Harper. Parpadeó, y le preguntó–: ¿De qué se trata?
Vieri dejó que el silencio se prolongara un instante antes de contestar.
–Necesito que se convierta en mi prometida.
SU PROMETIDA?
Aquellas palabras le sonaron tan ridículas a Harper, al repetirlas, como cuando las había pronunciado él.
–Sí, eso es.
–¿Quiere que me case con usted?
–No –respondió él con una risa seca–; le aseguro que no hará falta llegar a eso.
–No comprendo.
–Su hermana y yo hicimos un trato. A cambio del pago de una generosa suma, accedió a interpretar el papel de mi prometida por un tiempo limitado. En realidad no es tan complicado.
Quizás no lo fuera para él, ni para la chalada de su hermana, pero a ella desde luego le costaba digerir aquella idea.
–Pero… ¿por qué? ¿Y a qué se refiere con eso de «por un tiempo limitado»?
–En respuesta a su primera pregunta, para satisfacer a mi padrino, Alfonso –contestó Vieri–. Y en cuanto a la segunda, será solo por unos meses a lo sumo –hizo una pausa e inspiró–. Mi padrino se está muriendo.
–Vaya… –murmuró Harper. Podía ver el dolor en sus ojos–. Cuánto lo siento…
Vieri se encogió de hombros.
–Su última voluntad es que me case y forme una familia. Y me gustaría poder hacer realidad ese deseo, aunque solo sea en parte.
–Pero… si solo va a ser una mentira… no estaría bien, ¿no?
–Yo prefiero considerarlo un engaño piadoso.
Harper frunció el ceño.
–¿Y Leah estuvo de acuerdo con eso?
No sabía ni por qué se molestaba en preguntar. Era la clase de idea disparatada a la que solo alguien como su hermana accedería.
–En realidad fue idea suya.
¡Cómo no!
–¿Y en qué consiste exactamente el trato? –le preguntó.
–Volar a Sicilia, conocer a mi padrino, actuar como una prometida complaciente… Tal vez tengamos que hacerle varias visitas y quedarnos con él unos días, o algunas semanas. Quiero pasar con él tanto tiempo como me sea posible.
–Comprendo –murmuró Harper–. Continúe.
–Eso es todo. Mi acuerdo con Leah fue un acuerdo deliberadamente flexible.
¿Deliberadamente flexible? ¿Qué diablos significaba eso?
–Bueno, obviamente antes de acceder a nada, necesito saber qué más se esperaría de mí.
–Si lo que quiere saber es si tendrá que compartir el lecho conmigo, la respuesta es no –le dijo él, mirándola divertido–. No estoy acostumbrado a pagar a ninguna mujer para que se acueste conmigo.
Harper, a quien le ardían las mejillas, se apresuró a disipar las eróticas imágenes que había conjurado su mente.
–No estaba pensando en eso. Además, sé que mi hermana jamás habría accedido a algo así. Y yo tampoco, para que lo sepa.
–Me alegra oírlo –contestó Vieri, deslizando sus ojos azules por su figura–. Entonces, ¿trato hecho?
–No lo sé –dijo ella, aún indecisa–. Si accediera… ¿qué hará con respecto a Leah?
–Dejaría el asunto correr.
–Pero… ¿y qué pasa con ese tal Rodríguez? Querrá hablar con él, ¿no? Tal vez fuera él quien le haya robado ese dinero. Puede que haya secuestrado a Leah.
–Es poco probable. ¿Por qué iba a querer secuestrar nadie a su hermana? No es la hija de una familia rica, ni una celebridad.
–Sí, pero está lo de los quince mil dólares. Ese Rodríguez podría haberla seducido para conseguir quedarse con el dinero.
–Es posible, aunque poco probable. Rodríguez llevaba bastante tiempo trabajando aquí. Manejaba grandes sumas de dinero, y jamás hemos tenido indicios de que hubiera robado. Pero tiene razón, si un miembro de mi plantilla desaparece sin avisar, independientemente de las circunstancias, creo que es mi deber investigarlo. Lo encontraré. Y si su hermana está con él, haré que la lleven de vuelta a Escocia, con su padre y con usted.
–¿Sin implicar a la policía?
–No veo razón alguna para implicar a la policía.
–Y espero que tampoco recurra a la violencia.
Vieri se levantó y rodeó la mesa para colocarse frente a ella, intimidante.
–Creo que debería aclararle unas cuantas cosas, señorita McDonald –dijo fijando sus ojos en los de ella–. Me ocuparé de este asunto como lo considere conveniente. Soy yo quien toma las decisiones y pone las reglas. Y usted, se debería considerar extremadamente afortunada de que le esté dando la oportunidad de evitarle a su hermana una posible condena de cárcel.
¿Afortunada? No era esa la palabra que ella emplearía para describirse en las presentes circunstancias.
–¿Y bien?, ¿qué me dice? –le preguntó Vieri–. ¿Está dispuesta a transigir con mi plan?
Harper apartó la mirada y apretó los puños. En ese momento lo que quería hacer era estrangular a Leah, pero era su hermana. Por supuesto que haría cualquier cosa para protegerla. Era lo que llevaba haciendo toda su vida porque era la gemela sensata, la responsable, la que siempre se ocupaba de todo y trataba de solucionar los problemas.
–Sí –musitó.
Y al levantar la vista vio en los ojos de Vieri un brillo de satisfacción. Ya no había vuelta atrás.
Harper miró por la ventanilla. Ya se avistaba la isla de Sicilia junto a la punta de la «bota» de Italia. A medida que el jet privado de Vieri empezaba a descender, observó las montañas y los ríos, los pueblos y las ciudades y, lo más impresionante de todo, el monte Etna, que, aunque cubierto de nieve, emitía nubes de humo.
Solo había viajado una vez al extranjero, unas vacaciones en la Costa del Sol en España, cuando tenía diecinueve años. Y habría sido divertido, sino hubiera acabado teniendo que andar detrás de Leah todo el tiempo para evitar que se metiera en líos.