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Unidos para toda la vida Abby Green ¿Debería contarle su secreto? Mia Forde necesitó de todo su coraje para revelar al magnate Daniel Devilliers el secreto de su hija. Si el deseo los unió, la tragedia los había separado, pero él se merecía saber que era el padre de Lexi. Por lo demás, ella no quería saber nada de Daniel… ¡y menos aún de su propuesta de matrimonio! Mia se había negado a casarse con él, por el momento, pero la verdad era que seguían unidos. Por el bien de su hija, Daniel debía superar el terror a perder a un ser querido y convertirse en un padre de verdad. Pero reavivar aquella conexión tan especial con Mia requería algo todavía más extraordinario… Cómo resistir la tentación Fiona Brand ¿Sobreviviría a la tentación? Nunca había tenido la menor dificultad en dejar a las mujeres, hasta que conoció a Allegra y, para poder recibir la herencia que le correspondía, le obligaron a vivir con la tentación. Para mantener el control de su empresa, Tobias Hunt debía aceptar las cláusulas del testamento de su abuela, lo que implicaba vivir con la otra heredera… su examante. Estaba convencido de que podría superar su intensa atracción hacia Allegra Mallory, especialmente después de que ella anunciara que estaba prometida. Pero cuando descubrió que el compromiso era falso, decidió imponer sus propias reglas.
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Seitenzahl: 373
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 285- enero 2022
I.S.B.N.: 978-84-1105-601-4
Créditos
Índice
Unidos para toda la vida
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Cómo resistir la tentación
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Si te ha gustado este libro…
DANIEL DEVILLIERS contempló la escena que se desarrollaba a sus pies, con los invitados invadiendo el gran salón de la planta baja. La icónica familia de los joyeros Devilliers, que desde el siglo xviii no se había movido de su sede en la plaza Vendôme, en una de las zonas más selectas de París, había sido totalmente remodelada durante los seis últimos meses y aquel era el gran día de la inauguración.
Desde la muerte de su padre, acaecida pocos años atrás, Daniel se había estado esforzando por adaptar la empresa al siglo xxi y sus esfuerzos finalmente habían empezado a dar fruto. Era todo un triunfo. El gran evento del año. Actores y actrices famosas se codeaban con políticos y magnates de la industria, mientras desfilaban los y las modelos más espectaculares del mundo exhibiendo tanto los últimos diseños como los más antiguos: desde el reloj de pulsera más innovador hasta la diadema de diamantes que lució Josefina Bonaparte.
Diamantes, rubíes, perlas, zafiros y esmeraldas engastadas en oro y platino refulgían en los cuerpos de las modelos, complementados con vestidos especialmente diseñados para destacar las joyas. El champán corría generosamente y los invitados eran obsequiados con deliciosos y artísticos canapés.
Adornaban las paredes fotografías enmarcadas en blanco y negro que representaban la historia de los Devilliers. El retrato al óleo de la esposa del fundador de la compañía ocupaba un lugar de privilegio, con una barroca diadema adornando su aparatoso peinado de su cabello castaño oscuro. El rostro, de una belleza altiva, poseía unos ojos de un gris singular. Los mismos aristocráticos rasgos que había terminado heredando Daniel, solo que en él estaban tallados en una implacable masculinidad. Pómulos salientes y una boca sorprendentemente sensual que contrastaba con los ojos profundamente hundidos y la mandíbula cuadrada. Pelo corto y oscuro y una alta y musculosa figura, imposible de pasar desapercibida.
De repente algo llamó su atención. Un vestido de satén negro, sin tirantes. Un relámpago de cabello leonado, recogido en lo alto. El fino dibujo de unos hombros desnudos, ligeramente dorados. Se encogió por dentro antes de que pudiera evitarlo. Quienquiera que fuera, había desaparecido detrás de una columna. No podía ser ella. El pulso le martilleaba en las venas de solo pensarlo.
Los recuerdos, vívidos y provocadores, asaltaron su mente. Una boca sensual. Ojos color verde claro. Mechones leonados en los que enredaba los dedos mientras se hundía cada vez más profundamente en ella… Y otros recuerdos, menos carnales. Un rostro lívido, enormes ojos enrojecidos por las lágrimas. Dolor. Un bloque de hielo dentro de su pecho, congelándole la sangre.
–«Probablemente haya sido mejor así. Los dos los sabemos».
–«Vete, Daniel. No quiero volver a verte en mi vida».
Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellos desagradables recuerdos. Volvió a la realidad. El rumor del gran salón. La música del cuarteto de cuerda que había mandado traer de Viena. El pasado era el pasado. El futuro lo reclamaba y, mientras bajaba la ancha escalera curva, descubrió a la despampanante mujer que lo esperaba al pie. Ella le sonrió y todo fue suficientemente explícito. Él no se conmovió lo más mínimo. Perfecto.
Mia Forde sabía que no podía esconderse toda la noche en el cubículo del servicio. Se maldijo a sí misma. ¿Cómo podía haber pensado que sería una buena idea confrontarse nuevamente con Daniel en aquella elegante fiesta?
Conocía la respuesta y se sentía patética. Había esperado erróneamente que, cargada de maquillaje y vestida con aquella ropa tan elegante, le resultaría más fácil abordarlo y soportar luego su presencia. Error.
De hecho, mientras estuvieron juntos, su relación había sido la antítesis de aquel mundo tan sofisticado. Daniel nunca se había exhibido en público con ella, no al menos como lo había hecho con sus otras amantes. Ella no lo había querido así, por múltiples razones en las que no tenía tiempo para detenerse en aquel momento.
Un vigilante jurado estaba esperando fuera, encargado de vigilar el impresionante topacio amarillo, el collar de diamantes y los pendientes a juego que llevaba, ya que había conseguido que la contrataran como una de las modelos para lucir las joyas Devilliers durante la velada. Aspiró profundo y salió del cubículo al amplio lavabo, que afortunadamente estaba desierto. Se miró en el espejo y esbozó una mueca. Todavía estaba ruborizada por la sorpresa que se había llevado al ver a Daniel, de pie en la planta superior, contemplando el salón con sus helados ojos grises.
Por eso se había refugiado en el baño, temblando como una hoja. Lo cual resultaba patético, a la luz de todo lo que había sucedido durante aquellos dos últimos años. Era una mujer fuerte, perfectamente capaz de enfrentarse de nuevo con Daniel Devilliers. Había ido allí, de hecho, con la intención de soltarle un mensaje y retirarse después, con la cabeza bien alta.
El brillo de las joyas contrastaba de manera deliciosa con la sencillez de su vestido de satén negro. Los miles de euros que llevaba encima la dejaban fría, porque sabía que no eran más que simples piedras bonitas. Muertas por dentro. Como la relación que había tenido con Daniel. Oh, bueno, su relación había sido más bien tórrida, pero había carecido de alma, de profundidad.
En realidad, Daniel era la persona más adecuada para ejercer la profesión que había heredado. Todo fuego por fuera, pero helado por dentro. Por supuesto, él no tenía la culpa de ello. Desde el principio le había dejado claro que su relación no podía ser más que física, transitoria. Y ella había levantado muros tan altos para proteger su corazón que, cuando se desmoronaron, fue demasiado tarde. Por entonces no había ya relación alguna que salvar.
En aquel instante oyó voces acercándose y cuadró los hombros. Tenía que salir de allí y enfrentarse con él. La puerta se abrió de golpe y entraron dos mujeres en medio de una nube de perfume. Mia no pudo evitar escuchar su conversación.
–¿Lo viste allí arriba? Parecía un dios.
–Es el hombre más sexy del mundo.
–Y está divorciado. Lo leí en las revistas. Disponible de nuevo…
Sintió una punzada de dolor y de celos. Había llegado casi hasta la puerta cuando vibró el móvil que llevaba en su diminuto bolso. Solo podía ser una persona.
–¿Qué pasa, Simone? ¿Todo bien?
Algo le dijo su amiga que le heló la sangre en las venas.
–No te preocupes. Voy para allá ahora mismo.
Se guardó el móvil y salió rápidamente del baño, eclipsado todo pensamiento sobre Daniel Devilliers.
Daniel estaba haciendo la ronda de saludos de rigor. Reprimió un suspiro de frustración cuando vio la larga cola de gente que se había montado. Pero tenía que pensar en la importancia del éxito del público que acababa de conseguir. ¿Por qué no limitarse a disfrutarlo?
Se recordó también que si estaba haciendo aquello no era solamente por preservar el centenario legado de su familia, sino también por su hermana. La evocó entrando en el gran salón de niña, para contemplar maravillada tantas gemas y preguntar con reverencia:
–¿De verdad poseemos nosotros todo esto?
Ahuyentó aquel pensamiento. En realidad, estaba distraído, buscando con la mirada un destello de cabello leonado. No, no podía haber sido ella. Furioso consigo mismo por obcecarse tanto con un fantasma, pensó en la cantidad de mujeres bellas y deseables que lo rodeaban en aquel momento. Pero justo entonces se le acercó un empleado de seguridad para susurrarle al oído:
–Lamento molestarle, señor, pero ha ocurrido un incidente.
–¿Sí?
–Una mujer, una de las modelos, ha intentando llevarse sus joyas.
–Si la han detenido, ¿por qué habría de implicarme yo?
–La mujer sostiene que la conoce –explicó, incómodo– y que usted puede responder por ella.
–¿Dónde está?
–En la oficina de seguridad.
Contrariado, se dirigió a la parte delantera del salón. La puerta de la oficina de seguridad estaba camuflada detrás de un espejo. Otro vigilante esperaba allí.
–Lamento molestarle, señor. Está aquí.
El hombre le hizo pasar a una habitación forrada de monitores en los que se podía ver hasta el último rincón del salón. Daniel tardó unos segundos en acostumbrarse a la penumbra de la habitación, así que no vio de inmediato a la mujer que estaba de pie en el centro. Pero era ella. No era ningún fantasma. Mia Forde. La mujer a la que había esperado no volver a ver nunca.
Seguía siendo tan bella como recordaba. Más todavía, después de dos años. Había tenido veintiuno cuando se conocieron. Solo entonces se fijó en su vestido de satén negro, sin tirantes, con un escote que resaltaba sus senos. Todavía podía verlos en su recuerdo, grandes y erguidos. Sus tentadores pezones…
–¿Qué diablos estás haciendo aquí, Mia?
Se moría de ganas de echar a correr. La expresión de Daniel habría podido resultar cómica si no hubiera sido porque no tenía ninguna gana de reírse. Había visto en su rostro reconocimiento, sorpresa, incredulidad y, en aquel momento, una ardiente furia.
Incapaz de apartar la mirada de sus ojos, se dirigió al vigilante jurado que la había arrastrado hacia allí.
–¿Lo ve? Ya le dije que lo conocía.
–¿Qué estás haciendo aquí? –repitió Daniel, cruzándose de brazos–. ¿Se trata de una especie de broma?
–¿Broma, dices? ¿Crees acaso que no tenía otra cosa mejor que hacer un sábado por la noche que venir aquí?
Daniel bajó la mirada a las joyas que estaban sobre la mesa cercana, las mismas que ella había estado luciendo antes.
–¿Pretendías robar las joyas?
–Por supuesto que no. Es solo que… recibí una llamada de urgencia… y entré en pánico. Me olvidé de que las llevaba. No soy una ladrona.
–Ya. ¿Y cómo has logrado entrar?
–Pues porque me contrataron de modelo para esta noche. Sé que las cosas no fueron demasiado bien entre nosotros, pero no sabía que figurara en alguna especie de lista negra.
Daniel soltó un suspiró irritado y se pasó una mano por el pelo.
–No quería decir eso. ¿Por qué has venido?
–Necesitaba hablar contigo. Cuando mi agente me consiguió este trabajo, pensé que sería una buena manera de… hablar contigo.
Un hombre tan rico y famoso como Daniel Devilliers era imposible de localizar, a no ser que él mismo así lo quisiera. Eso era algo que descubrió cuando se encontró con que el número de teléfono que le había dado ya no estaba operativo. Pero el pánico que la había impulsado a salir de allí a toda prisa, antes de intentar siquiera hablar con él, resurgió de golpe.
–Mira, de verdad que tengo que irme. Es una emergencia. ¿Puedo marcharme, por favor?
Para su pesar, su primera reacción cuando Mia le dijo que quería marcharse no fue de abyecto alivio. Fue más bien una confusa mezcla de muchas cosas, incluida una punzada de deseo tan intensa como incómoda.
–Dijiste que necesitabas hablar conmigo. ¿De qué?
–No puedo explicártelo ahora –repuso, pálida–. De verdad que tengo que irme.
–Te sorprendieron en el acto de marcharte cargada de joyas valoradas en cientos de miles de euros. Me debes una explicación.
–Lo sé –se retorcía las manos–. Mira, no pensé en lo que hacía. Me olvidé de que las llevaba. Tú me conoces. ¡Sabes que soy incapaz de robar!
Un recuerdo asaltó a Daniel antes de que pudiera evitarlo. Había abierto una cajita de terciopelo y ella se había quedado contemplando su contenido, una impresionante pulsera de perlas con una flor de diamantes en el centro, con la previsible expresión de maravillado asombro. La había acariciado con reverencia, diciendo:
–Es preciosa.
–Uno de nuestros últimos diseños –había comentado él.
–¿Qué es?
–Un regalo.
Ella había sacudido la cabeza, incrédula.
–Pero nuestra relación… no es de ese tipo.
Daniel se había sentido frustrado ante su reacción. La verdad era que desde la primera vez que le propuso salir con él, ella se había comportado de manera absolutamente contraria a lo esperado. Al principio, le había dicho que solo sería una cita. Luego, cuando se acostaron, que no sería más que una noche. Pero a aquella primera noche le habían seguido muchas más, porque la química que habían compartido se había revelado demasiado intensa.
Aun así, ella siempre se había ocupado de que supiera que no esperaba más. Como en aquel momento.
–¿A qué clase de relación te refieres, Mia? –le había preguntado.
–A una en la que me regales… cosas.
–¿Tienes alguna idea de lo que vale esta cosa?
–No me importa, Daniel. Es preciosa, de verdad. Pero no la quiero, me sentiría incómoda aceptándola.
Había sido la primera mujer que le había rechazado un regalo. Daniel habría podido sospechar cínicamente que se trataba de una treta, pero, a la mañana siguiente, cuando se marchaba, ella le devolvió la caja.
–No te dejes esto.
–¿De verdad que no la quieres?
–Gracias, pero no.
De repente volvió a la realidad. Mia le estaba suplicando con tono desesperado:
–Por favor, Daniel, tengo que irme.
–Si no fueras tú, ahora mismo estaría llamando a la policía.
Vio que se quedaba tan pálida que llegó a temer que fuera a desmayarse. Estiró una mano hacia ella, que retrocedió y chocó con la cadera contra la esquina de la mesa.
–Mia, maldita sea… ¿a qué has venido?
Se mordió el labio. Finalmente, explicó de manera atropellada:
–Se trata de mi hija. Tengo que volver a casa con ella. La amiga que se ha quedado esta noche de canguro me dijo que Lexi tenía fiebre y que estaba vomitando.
Daniel se quedó helado por dentro.
–¿Tienes un bebé?
Habían pasado dos años. Por supuesto que a esas alturas tendría un bebé. Lexi. Una niña.
–Sí.
Daniel sacudió la cabeza. Las palabras le salieron solas:
–¿Cómo? ¿Por qué?
Mia lo miró en silencio. Daniel fue consciente de la presencia de los dos vigilantes que habían estado asistiendo a su diálogo. Les espetó bruscamente, sin mirarlos:
–Por favor, dejadnos solos.
Los hombres se marcharon. La sensación que lo asaltó de golpe resultó desconcertante, como si el suelo se moviera bajo sus pies. No tenía ninguna necesidad de pensar que aquella niña podía ser suya…
–De verdad que no quiero hablar de esto ahora –le dijo Mia–. Tengo que ir con ella.
Un oscuro sentimiento le impulsó a replicar:
–Te dejaré marchar solo cuando me digas quién es su padre. ¿Sigues aún con él?
Mia tragó saliva. El corazón le latía como un pájaro atrapado en una jaula. Había esperado, contra toda esperanza, que Daniel hubiera perdido su atractivo desde la última vez que lo vio, que cualquier deseo que pudiera inspirarle hubiera desaparecido después de las palabras con que la despidió: «creo que es lo mejor».
Pero no. Su cuerpo seguía sintonizado con el suyo.
Había tenido un bebé. Había vivido una de las experiencias más básicas y maravillosas de la vida. Y, sin embargo, en lo único que podía pensar en aquel momento era en el hecho de que Daniel parecía todavía más esbelto y apuesto que la última vez que había posado la mirada en él. Y más implacable.
Se esforzó por concentrarse. Su prioridad era salir de allí cuanto antes.
–No, no estoy con el padre.
–¿Quién es?
El corazón de Mia se detuvo un momento para acelerarse en seguida. Anhelaba poder decirle: «no lo conoces», o «no es asunto tuyo». Pero no podía mentirle. Al fin y al cabo, era a eso a lo que había venido: a decirle la verdad. Aspiró profundo.
–Mia…
–Es tuya.
Hablaron al mismo tiempo. Daniel la miraba sin expresión. Mia hasta dudó de que la hubiera oído.
–Mira, lo siento… Fue por esto por lo que vine esta noche. Esperaba encontrar una oportunidad de hablar contigo. No quería decírtelo… así.
Se refería a la oficina de seguridad del salón Devilliers, son todo tipo de gente famosa e importante a solo unos pasos y después de que la hubieran acusado de robar unas joyas.
–Pero… ¿cómo? –inquirió al fin.
El móvil vibró de nuevo dentro de su bolsito, que estaba sobre la mesa. Lo sacó y vio que era su amiga. Contestando, escuchó por un segundo antes de replicar:
–Vale… salgo ahora mismo para allí. Me daré toda la prisa que pueda –cortó la llamada y miró a Daniel–. Lamento mucho haber tenido que decírtelo así, pero de verdad que necesito irme ahora mismo –agarró papel y lápiz de la mesa y garabateó una dirección con un número de teléfono–. Si vas a insistir en llamar a la policía, o si quieres contactar conmigo para que hablemos, aquí es donde vivo ahora.
Entregó la nota a Daniel, que la tomó todavía en estado de shock. Recogió luego su bolso y se dirigió hacia la puerta. Acababa de abrirla cuando uno de los vigilantes la detuvo con un gesto.
–¿Señor? –preguntó el hombre a Daniel.
–Deja que se vaya.
Suspiró de alivio. Vagamente oyó a Daniel decirle otra cosa al vigilante, pero en seguida se encontró en la entrada del gran salón, donde un ejército de paparazis estaba esperando. Vio que levantaban sus cámaras hacia ella para bajarlas rápidamente. Ella no era famosa. Había sido modelo, pero nunca había pertenecido a la élite. Y mientras estuvo saliendo con Daniel, se había esforzado por evitar todo tipo de publicidad.
Como resultado, no podía importarle menos que no la hubieran reconocido. Pero el problema que tenía era otro: no había un solo taxi a la vista. Se disponía a sacar su móvil para encargar uno cuando una mano grande la tomó del brazo. Un contacto familiar.
–¿Qué? –alzó la mirada.
Daniel tenía una expresión seca, sombría. Sin mirarla, la guio por un lateral del edificio sin que los fotógrafos se apercibieran de su presencia.
–Te llevo a casa.
Un elegante coche negro esperaba en la calle, con el chófer al pie de la puerta abierta. Daniel le entregó la nota con la dirección y la ayudó a subir. Él se acomodó al otro lado, lejos de ella.
Solo cuando estaban abandonando la plaza Vendôme tomó conciencia Mia de lo que estaba sucediendo. Daniel la estaba acompañando a casa. Un pánico de una clase diferente la invadió. Todavía no estaba preparada para que conociera a Lexi, para explicárselo todo…
Lo miró, oculto en las sombras del coche. Tenía un perfil duro, severo. Vio que se soltaba la corbata de lazo y se desabrochaba el primer botón de la camisa. Tenía unas manos tan masculinas… Recordaba bien su sorpresa cuando descubrió que no eran las manos suaves y finas que habría esperado en un ejecutivo, o en un multimillonario que manipulaba preciadas gemas todos los días. Para su disgusto, las llamas del deseo despertadas por aquel recuerdo la inflamaron por dentro.
–No debiste haber abandonado la fiesta. Es un evento muy importante.
–Sí que lo es. Pero la noticia de que al parecer soy padre ha logrado eclipsar la importancia del evento. Para mí, al menos.
El chófer accionó la mampara de separación.
–No me parece muy apropiado que me acompañes, la verdad. Lexi podría estar…
–Lexi. ¿Qué nombre es ese?
–El diminutivo de Alexandra.
–¿De modo que no te parece apropiado que te acompañe? ¿Pero sí te lo pareció presentarte y arruinar una de las veladas más importantes del calendario Devilliers?
–Si hubiera podido contactar contigo por un conducto normal, evidentemente no lo habría hecho. Y que conste que lo intenté. Pero el número que tenía tuyo no estaba operativo y en tu oficina se negaron a programarme una cita. Para ello habría tenido que darles detalles y eso era algo que no podía confiar a desconocidos. Habría sido más fácil concertar una entrevista con el presidente de los Estados Unidos.
–Si lo que dices es cierto y esa… esa niña es mía, algo que me cuesta creer dado que yo mismo te vi después de….
–¡Claro que es tuya! –lo interrumpió.
–Si lo es, ¿por qué no viniste a mí antes?
Un familiar nudo de dolor se apretó en sus entrañas, apagando la llama de su deseo.
–Estabas casado.
–En cualquier caso, merecía saberlo –tensó la mandíbula.
–Empecé a intentar contactar contigo en cuanto me enteré de que te habías divorciado.
–¿Y si no lo hubiera hecho?
El dolor se acentuó. En realidad, Mia nunca había contemplado un plan a largo plazo.
–Te lo habría dicho en algún momento.
Daniel soltó una exclamación de incredulidad.
–Por cierto… Lo siento –se apresuró a decirle Mia–. Lo del divorcio, quiero decir. Al margen de las circunstancias, imagino que no habrá sido fácil.
–¿Por «las circunstancias» te refieres a que fue un matrimonio concertado?
Mia y Daniel llevaban saliendo cerca de dos meses cuando los periódicos comenzaron a airear la noticia de un matrimonio de conveniencia, arreglado desde hacia tiempo, entre Daniel y una rica heredera francesa. La noticia de que estaba prometido a otra mujer la había dejado impactada, además de que le recordó una experiencia similar con su primer amante. Cuando ella se lo echó en cara, él se mostró evasivo.
–No es un compromiso real –había replicado él–. Es una especie de antigua tradición de cuando mi abuelo tuvo que pedirle dinero a la familia Valois. Para serte sincero, me había olvidado por completo.
–Bueno, pues parece que tu prometida no se ha olvidado en absoluto –había repuesto ella, furiosa–. No me extraña que no quisieras que se aireara nuestra aventura. Sabías que la noticia era inminente y lo último que querías era que lo nuestro saliera en la prensa justo en este momento.
–Fuiste tú la que dictó las condiciones de nuestra aventura. Fuiste tú la que especificaste que no querías compromiso alguno conmigo, que te conformabas con una relación discreta, informal.
Había tenido razón. Se había dado cuenta de ello en aquel momento, a pesar de todos los esfuerzos que había estado haciendo por evitar desarrollar cualquier sentimiento por aquel hombre, más allá de la atracción física. Algo en lo que había fracasado estrepitosamente.
Volvió a la realidad cuando descubrió que estaban entrando en su calle. Daniel había tenido razón aquel día. Ella, conscientemente no había deseado ni esperado nada más de él pero, en algún momento del proceso, se había olvidado de las lecciones del pasado para humillarse a sí misma de manera espectacular.
El coche se detuvo frente al alto edificio, en cuya planta superior tenía su apartamento. Se volvió hacia Daniel.
–De verdad que preferiría que escogieras otro momento para conocerla.
–Me merezco respuestas y no pienso desaparecer hasta que las consiga.
UNA VEZ ante la puerta, Mia se giró para mirarlo.
–¿No puedes esperar aquí un momento? Necesito asegurarme antes de que Lexi esté bien. Si te ve, podría asustarse.
–De acuerdo –dijo él al fin–. Cinco minutos.
Abrió la puerta y entró. Simone apareció en el umbral del dormitorio, sosteniendo en brazos a Lexi. El corazón le dio un vuelco: la pequeña parecía efectivamente una copia en miniatura del hombre que la estaba esperando en el pasillo. El pelo oscuro y rizado enmarcaba un rostro angelical con unos enormes ojos grises.
–¡Mamá! –Lexi le echó los brazos y Mia la apretó contra su pecho, murmurando palabras de consuelo.
–Lo siento mucho, Mia –dijo su amiga Simone–, probablemente haya exagerado un poco. Pero nunca antes había visto vomitar a un bebé y me he llevado un susto de muerte.
–Mejor exagerar que no hacer nada –sonrió Mia–. Esta pequeñita ya me ha dado a mí unos cuantos sustos.
La llevó al baño y le tomó la temperatura. Un par de minutos después, soltó un suspiro de alivio.
–Normal.
Su amiga hizo una carantoña al bebé.
–¡Me has tenido en vilo, amiguita!
Consciente de que Daniel estaba esperando fuera, Mia despidió a su amiga.
–Gracias, Simone. Puedes marcharte y disfrutar de lo que queda de noche…
–¿No vas a volver a la fiesta?
Justo en aquel momento llamaron a la puerta. Su amiga frunció el ceño. Mia negó con la cabeza.
–No, no voy a volver.
La acompañó hasta la puerta, con una soñolienta Lexi en los brazos. Su amiga recogió su bolso y su abrigo y la miró con expresión maliciosa.
–¿Te has traído la fiesta a casa?
Mia sonrió irónica.
–La verdad es que no.
Cuando abrió la puerta, pudo ver que Simone desorbitaba los ojos a la vista del impaciente Daniel Devilliers, al que habían estado haciendo esperar.
–Buenas noches –la saludó, siempre tan caballeroso.
Su amiga se había quedado muda, algo poco habitual en ella. Lo estaba mirando como si nunca antes hubiera visto a un hombre. Se volvió en seguida para mirar a Lexi, y luego a Mia, que se apresuró a despedirla:
–Er… gracias por hacer de canguro esta noche.
Simone se marchó por fin. Mia soltó un suspiro de alivio. Se estaba preparando nuevamente para enfrentarse con Daniel cuando lo sorprendió mirando a Lexi con una expresión tan intensa y arrebatada que se preocupó de inmediato.
–¿Qué ocurre?
Miró a la pequeña, que tenía un aspecto perfectamente normal. Estaba mirando curiosa a Daniel, con el pulgar metido en la boca. Él, en cambio se había quedado pálido.
–¿Te encuentras bien? Parece como si hubieras visto a un fantasma.
Daniel ni siquiera había oído a Mia. Lo único que podía ver era el rostro de su hermana, allí, ante él. El mismo pelo negro y rizado. Los mismos enormes ojos. La misma boca diminuta. La recordaba echándole los bracitos para que la levantara en brazos. «Danny… Danny». Aunque ya entonces había podido decir «Daniel», había seguido llamándolo por su diminutivo.
Todavía podía oír su nombre pronunciado en un chillido de pánico, como si fuera ayer, y luego el chapoteo al caer al agua…
–Daniel… ¿Daniel?
El pasado quedó atrás y se encontró con la mirada de Mia. Se sintió expuesto, vulnerable.
–Por favor, entra –se hizo a un lado.
La siguió al interior del pequeño apartamento. Sencillo pero cómodo, con muebles que demostraban su buen gusto, más bien clásico. La carita de Lexi asomó por encima de su hombro, buscándolo.
Mia se volvió entonces para mirarlo. La visión de su antigua amante con aquel vestido de noche y sosteniendo a una criatura en brazos, a su hija, resultaba paradójica, casi incomprensible.
–¿Qué te ha pasado? Hace unos instantes, quiero decir.
–Ella me ha recordado a alguien –respondió, reacio.
–¿A quién?
–A mi hermana –contestó a regañadientes.
Mia frunció el ceño.
–Nunca me dijiste que tenías una hermana.
–Murió –un nudo de dolor se apretó en su pecho.
–Oh… lo siento.
–Fue hace mucho tiempo.
–¿Pero Lexi te la ha recordado?
No pudo evitar asentir con la cabeza, mirando de nuevo a la niña. Le abrumaba pensar en ella como su hija.
–Es clavada a ella.
Mia gimió entonces por lo bajo, pálida. Pero antes de que él pudiera preguntarle por su reacción, le dijo:
–Tengo que cambiarla, darle el biberón y acostarla. Luego podremos hablar. Sírvete una copa, si quieres. Hay una máquina de café en la cocina –se detuvo para mirarlo–. Si es que sigues bebiendo tanto café como antes…
Un nuevo recuerdo estalló en la mente de Daniel. El de Mia sacudiendo la cabeza mientras le decía: «bebes demasiado café. No me extraña que luego no puedas dormir». Le había quitado la taza de la mano y se había sentado en su regazo, apartando el portátil con el que había estado trabajando. Él había alzado la mirada hacia ella, contemplando la manera en que su leonada melena se derramaba sobre sus hombros. Solo había llevado una camisa, sin abrochar del todo, con sus sensuales senos claramente visibles…
Él había apoyado las manos sobre su cintura. No llevaba ropa interior. Sus manos habían explorado la suave redondez de sus nalgas. Cuando encontró su sexo, la había hecho retorcerse de placer mientras su boca se apoderaba de un duro pezón y…
–… vuelvo en unos minutos.
Daniel parpadeó varias veces. Mia acababa de desaparecer en lo que debía de ser un dormitorio. La puerta se cerró a su espalda. Aspiró profundo y se pasó las dos manos por el pelo, todavía estremecido por aquel recuerdo y por el inequívoco hecho de que aquella niña era suya. Su hija.
Vio un carrito con bebidas en un rincón y se sirvió un generoso vaso de whisky, que apuró de un solo trago.
Mia se quedó mirando el rostro dormido de su hija durante un buen rato, consciente de que era inútil retrasar lo inevitable. Daniel llevaba esperando ya media hora. No quería ni imaginar lo muy irritado que debía de estar.
Mientras se apartaba de la cuna, cayó en la cuenta de que todavía llevaba puesto el vestido de noche. Era una ropa demasiado ceñida. Y también demasiado reveladora. Se la cambió por unos viejos vaqueros y una camisa de manga larga.
Después de deshacerse el peinado, suspiró profundo y abrió la puerta. Daniel estaba sentado en su sofá de dos plazas, que parecía como empequeñecido por su figura. Se había quitado la chaqueta y su corbata de lazo colgaba del todo suelta. Tenía un brazo apoyado a lo largo del respaldo del sofá y un tobillo apoyado en la rodilla de la otra pierna,
Parecía relajado, pero Mia podía percibir su tensión. Al verla, levantó hacia ella la copa que tenía en la mano.
–Espero que no te importe. He tenido que abrir la botella.
–No, claro que no.
Se le había secado la garganta. Se sentó en uno de los dos sillones, frente a él, sintiéndose como una invitada en su propio apartamento.
–Bien. ¿Vas a explicarme ahora cómo es posible que tenga una hija, cuando la última vez que te vi estabas en el hospital… después de haber perdido al bebé?
Mia cerró los puños con fuerza. El recuerdo de Daniel al pie de la cama de hospital, pálido y sombrío, era demasiado vívido. Y aquellas palabras: «Probablemente haya sido mejor así».
–Mia, me debes una explicación.
Mirándolo, se dio cuenta de que debía de haber pensado que nunca había tenido intención de decírselo. Se levantó, nerviosa. Demasiados recuerdos se estaban acumulando en aquel momento.
–Lo sé. Dame un segundo, ¿quieres?
Fue a la ventana, desde donde se divisaban los tejados de París. Momentos después se volvió con los brazos cruzados pero, antes de que pudiera hablar, vio que Daniel bajaba la mirada hasta su pecho. Algo relampagueó en sus ojos. Se dio cuenta de que se había abrochado mal los botones, de manera que el valle que se abría entre sus senos quedaba bien a la vista.
Maldiciendo por lo bajo, descruzó los brazos y se abrochó bien los botones. Embargada de vergüenza, esperó que no pensara que lo había hecho a propósito. Cuando volvió a mirarlo, Daniel estaba dando un trago a su copa, sin expresión alguna. Otra oleada de vergüenza: debió de haber imaginado el deseo que le había parecido vislumbrar en sus ojos. Aquel hombre había estado casado y probablemente habría disfrutado de incontables amantes desde su divorcio.
–Mia… –la miró ceñudo.
Aquello la devolvió a la realidad. Vio que dejaba la copa sobre la mesa y se inclinaba hacia delante.
–¿Me mentiste con lo del aborto?
–No, por supuesto que no –replicó, horrorizada–. ¿Cómo puedes pensar tal cosa?
Daniel se levantó al fin y señaló el dormitorio.
–¿Cómo entonces puedes explicar lo del bebé?
«El bebé», se repitió Mia, antes de replicar instintivamente:
–Se llama Lexi. Es tu hija.
–Una hija de cuya existencia no tenía ni idea hasta hace una hora.
Tenía razón, se dijo resignada. Se obligó a sostenerle la mirada.
–Tuve un aborto. Jamás te habría mentido con algo así.
–Continúa.
–El caso es que me había quedado embarazada de gemelos. Pero yo, en aquel momento, no sabía nada. Y tampoco se dieron cuenta en el hospital. Solo lo descubrí al ver que, un mes después, seguía embarazada.
–¿Por qué no me lo dijiste entonces?
Porque el día que lo descubrió había sido precisamente el de la boda de Daniel. El anuncio oficial de su compromiso había tenido lugar una semana después de su aborto. Daniel no había perdido el tiempo en seguir adelante con su vida.
–No me encontraba bien –prefirió responder–. Sufrí una infección. Estuve a punto de perder a Lexi. Por entonces ni siquiera sabía que el embarazo y el parto terminarían por desarrollarse bien.
–Ya, pero cuando superaste la infección y todo terminó bien… ¿por qué no me lo contaste entonces?
Lo miró mientras se preguntaba cómo podría explicarle un proceso que ni siquiera ella había comprendido del todo, pese a sus esfuerzos. Explicarle, por ejemplo, que su mundo se había reducido a cuidar a Lexi, en su diario esfuerzo por salir adelante en aquel nuevo escenario. Para no hablar del mortal cansancio que había sentido después del parto, o de la constante niebla que había envuelto su cerebro…
–Pensé en contactar contigo varias veces, pero París me resultaba muy lejano y temía el impacto que la noticia pudiera ejercer sobre tu matrimonio… y sobre tu esposa.
–¿No estuviste en París durante todo ese tiempo?
–No, me mudé al sur de Francia después de perder el primer bebé. Quería volver a empezar de cero. Una amiga tenía allí una pequeña agencia de modelos. Fue entonces cuando descubrí que todavía seguía embarazada de Lexi. Solo llevo unas pocas semanas en París.
Pareció como si Daniel necesitara de algún tiempo para absorber toda aquella información. Mientras se prolongaba el silencio, también lo hizo el sentimiento de culpa de Mia.
–Y además… A juzgar por tu reacción cuando el aborto del primer gemelo, imaginé que no te mostrarías mucho más receptivo cuando te dijera que había tenido al segundo.
Daniel quiso decirle que aquello no era justo, pero sabía que tenía poca defensa ante aquella afirmación. Mia se había presentado en su oficina un mes después de su ruptura, pálida y visiblemente nerviosa.
Para su disgusto, contrariamente a lo que solía ocurrirle con otras amantes, volver a ver a Mia le había provocado una violenta punzada de deseo, la misma que le había asaltado aquella noche.
Por entonces había programado una cita con Sophie Valois para tratar de la propuesta de matrimonio. Volver a ver a Mia en carne y hueso le había hecho darse cuenta de que su decisión de citarse con Sophie había tenido mucho que ver con ella. Porque sabía que habían intimado demasiado. Mia se le había metido debajo de la piel como ninguna otra mujer lo había hecho antes, recordándole, de alguna forma, que él no deseaba ningún tipo de compromiso emocional. Y que quizá un matrimonio concertado de conveniencia habría podido ser la solución perfecta para evitar tales riesgos.
Había tenido unos padres insensibles, crueles, disfuncionales, que le habían inculcado el deseo de no volver a repetir sus mismos errores ni legar su toxicidad a la generación siguiente. La pérdida de su hermanita casi lo había destruido. El sentimiento de culpabilidad por su muerte le había convencido de que, fuera justo o no, no merecía ser feliz.
Y, sin embargo, el día en que Mia leyó en la prensa el artículo sobre la noticia de su matrimonio de conveniencia, cuando él percibió el dolor en sus ojos, de repente se había resentido de toda la culpa y el sufrimiento que habían presidido su vida hasta entonces. Del deber y la responsabilidad que había cargado siempre sobre sus hombros. Una tentadora visión de otra clase de vida había relampagueado en su mente por un momento, antes de recordarse que él no pertenecía a aquella clase de personas. No era la clase de persona que podía ofrecerle a Mia una vida sin complicaciones. Ni lo deseaba tampoco, por mucho que hubiera disfrutado de su experiencia con ella.
Cuando Mia, en medio de aquella conversación, le había negado que había esperado algo más de él, Daniel había intentado convencerse de que el dolor que había vislumbrado en sus ojos había sido imaginado. De hecho, era la mujer más independiente que había conocido. Y se había marchado después de prometerse a sí mismo que nunca más volvería a intimar tanto con una mujer. Aquella vida no era para él.
Había pasado el mes siguiente intentando recuperar su capacidad de control y volviendo a sumergirse en su trabajo. En hojas de cálculo y calendarios de objetivos. En entrevistarse con innovadores diseñadores de joyas. Pero nada había funcionado. Hasta que Mia se presentó en su oficina aquel fatídico día. Con el pelo recogido en una coleta, vaqueros, un top de manga larga. Muy pálida.
Había tenido que reprimir el impulso de estrecharla en sus brazos, de delinear cada contorno de su cuerpo con las manos y la boca hasta quitarle el aliento. Pero, en lugar de ello, le había preguntado con tono cortante:
–¿Qué es lo que quieres, Mia?
–Estoy embarazada.
Se había quedado helado por dentro. «Embarazada». «Un hijo». Justo el escenario que había intentado evitar. En aquel momento solo había podido pensar en el lóbrego castillo en el que había vivido. En el furioso gesto de su madre, en la fría indiferencia de su padre. Y en lo peor de todo: su hermana flotando en la piscina del castillo, cabeza abajo.
–¿Cómo puedes estar embarazada? –le había espetado–. Tomamos precauciones cada vez que estuvimos juntos.
–Sí… –había reconocido, ruborizada–, pero las últimas veces… quizá no tuvimos tanto cuidado.
Había sentido entonces un remordimiento de conciencia, porque ella había tenido razón. Por mucho celo que hubiera puesto a la hora de protegerse, el ardor de sus encuentros había ido creciendo cada vez. Volvió de golpe a la realidad y la miró. Sabía que le debía una explicación por la frialdad de su comportamiento de aquel día. El día en que ella había acudido a informarle de su embarazo para, apenas unos momentos después, sufrir una punzada de dolor tan repentina e intensa que motivó su inmediata hospitalización y el consiguiente aborto.
Como resultado, él se había enterado de su embarazo y de su pérdida en la misma jornada, en cuestión de horas. Aquel día había intentado explicarse con ella en el hospital, pero para entonces había sido demasiado tarde. Mia no había querido escucharlo y él no había podido culparla por ello.
–Si no me mostré… receptivo a la idea de un bebé fue porque yo nunca había tenido la intención de tener hijos. De tener familia… –añadió con voz ronca, resentido por el peso de antiguos recuerdos.
–¿Pero qué pasa con tu negocio? –frunció el ceño–. Si no tienes hijos, ¿qué será de los Devilliers?
–Las cosas han cambiado. La marca persistirá, tanto si se queda en la familia como si no.
–Supongo… que no tuviste un hijo con tu esposa.
–No, no lo tuvimos. Nuestro matrimonio no tuvo nada que ver con eso –podía distinguir un brillo de curiosidad en sus ojos, pero no deseaba entrar en detalles sobre su matrimonio. Era un fait accompli, una situación que nunca había buscado pero que se había producido de todas formas.
–Mira, solo quería que supieras… que lamento no habértelo dicho antes. Debí haberme esforzado más en contactar contigo. Probablemente querrás hacerte una prueba de ADN…
–¿Por qué?
–Para convencerte de que es tuya.
–Sé que es una Devilliers.
–Bueno, no es una Devilliers –Mia se cruzó de brazos–. Es una Forde.
Un sentimiento absolutamente ajeno se apoderó de pronto de repente de él. Un sentimiento de propiedad.
–Es una Devilliers, Mia. La heredera de una vasta fortuna, tanto si te gusta como si no.
Un dedo helado le recorrió la espalda. No había esperado que Daniel aceptara con tanta rapidez que Lexi era suya. Se había preparado para enfrentarse con una reacción de horror, de consternación y, por último, de negativa. Había dado por supuesto que querría alejarse de su lado lo más rápidamente posible.
Se daba cuenta en aquel momento de que lo había subestimado completamente: a él y a su reacción. Y que había esperado que, una vez que se lo dijera, se quedaría tranquila de una vez por todas para seguir adelante con su vida. Pero no. Había sido ridículamente ingenua. Lo cual resultaba irritante, porque se suponía que hacía mucho tiempo que había dejado de serlo.
–No espero nada de ti, Daniel. Soy perfectamente capaz de mantener a Lexi yo sola. Solo quería que supieras que tenías una hija. Y, por supuesto, te lo habría dicho tarde o temprano. Yo crecí sin conocer a mi padre. Nunca habría querido lo mismo para Lexi.
–Y, sin embargo, ella lleva más de año y medio sin uno.
Se ruborizó y experimentó una punzada de pánico. No le gustaba nada su expresión.
–Acabas de reconocer que tú nunca quisiste tener una familia. Niños. Aquel día, en el hospital, me dijiste que el aborto probablemente había sido lo mejor que podía haber ocurrido.
–Porque, con la infancia que tuve –apretó la mandíbula–, nunca quise arriesgarme a darle una parecida a una criatura inocente.
La sensación de pánico de Mia se evaporó de golpe.
–Tú nunca me hablaste de tu infancia ni de tu familia. ¿Tan mala fue?
–Peor.
Siempre había tenido la impresión de que Daniel se apartaba de la gente. Ella solía burlarse diciéndole que se sentía superior a los demás, pero en aquel momento se daba cuenta de que se trataba de otra cosa. Quizá había sido ese pasado suyo el verdadero motivo de su distanciamiento.
–Mira, es tarde. Lexi podría volver a despertarse, tengo que volver con ella. Y tú deberías volver a tu fiesta.
–Esta conversación no se ha acabado, Mia. Volveré para hablar mañana.
–Pero…
–¿Pero qué? –se detuvo mientras se ponía su chaqueta.
–Está bien –sabía que era inútil discutir.
Ni siquiera después de que él se hubo marchado pudo relajarse. El cosquilleo de deseo persistía como una descarga eléctrica. Siempre se había preguntado por lo que un hombre como él había podido ver en ella. Porque ella no era como el resto de las mujeres de su mundo. Era una mujer independiente, libre de espíritu. Intelectual, nada sofisticada, con pocas habilidades sociales.
Pero, desde el momento en que se conocieron, una poderosa fuerza había surgido entre ellos. Había sido una de las diez modelos contratadas para posar para Devilliers. Se había sorprendido de haber ganado el casting, con su estética californiana y su melena rebelde: de hecho, se había tenido por la antítesis de las modelos Devilliers.
Entre tanta modelo internacional, se había sentido la rara del grupo, con su físico más atlético que delgado y sus prominentes senos. Mientras esperaba su turno para la sesión de fotos, algo aburrida, se había acercado a la mesa de exposición de las joyas Devilliers, custodiada por dos vigilantes. Aunque nunca había tenido una afición especial por las joyas, uno de los collares había llamado su atención. Era de un estilo diferente al resto, muy moderno. Acababa de ponérselo y se estaba mirando en un espejo cuando escuchó una voz profunda a su espalda:
–Te sienta bien.
Se había girado de golpe para descubrir al hombre más guapo que había visto en su vida. Llevaba un traje gris acero de tres piezas, pero fue entonces cuando reparó en sus ojos, que le recordaron el gris pizarra de las nubes de tormenta que barrían el océano Pacífico. Su corazón se había detenido por un instante antes de dispararse.
Había sonreído tímida mientras alzaba las manos para desabrocharse el collar, pero él había dado un paso adelante.
–Permíteme.
Mia se había girado de nuevo y él se había colocado detrás. Su aroma, intenso y sutil a la vez, increíblemente masculino, le había provocado una inmediata punzada de deseo.
–Levántate la melena.
Así lo había hecho y sus dedos le habían rozado la nuca, convirtiendo aquella primera sensación en todo un tsunami. Mientras le desabrochaba el collar, sus miradas se habían encontrado en el espejo. Ella era muy alta, pero él debía de pasar del uno noventa. Solo entonces se dio cuenta de que los vigilantes se habían alejado discretamente.
–Vente al set. Quiero probar algo.
Mia había señalado su ropa: unos simples vaqueros y una camisa blanca.
–La estilista todavía no me ha vestido…
–Estás perfecta tal como estás –le había dicho con un acento inequívocamente francés.
La llevó donde colgaba un gran telón negro y de repente, como si alguien hubiera dado una silenciosa orden, todo empezó a bullir de actividad. Se vio sentada en un taburete y, durante una hora, la acribillaron a fotos: con la melena suelta, recogida, con diferentes surtidos de joyas. Collares como el que se había probado y luego otros distintos, pendientes, pulseras, anillos…