E-Pack Bianca y Deseo noviembre 2018 - Caitlin Crews - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo noviembre 2018 E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Íntima venganzaCaitlin CrewsSu venganza no estaría completa hasta que no la tuviera como esposa… Heredera por sorpresaAndrea LaurenceIba a ser padre, pero con una mujer en quien no podía confiar.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo n.º 153 - noviembre 2018

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-256-2

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Íntima venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

 

Heredera por sorpresa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PODRÍA haber sido una tarde de martes cualquiera de una primavera británica triste y gris, pero por fin había ocurrido lo peor. No era que Lexi Haring no lo hubiera estado esperando. Todos habían estado en vilo desde que llegó la noticia. Después de muchos años y de todas las apelaciones, que los abogados de la familia Worth habían afirmado hasta casi el final que no eran más que ruido, Atlas Chariton era un hombre libre.

No solo libre. Inocente.

Lexi había visto la conferencia de prensa que él había dado delante de la prisión de los Estados Unidos en la que había estado cumpliendo cadena perpetua por un asesinato que las pruebas de ADN presentadas en su última apelación habían demostrado de manera concluyente que él no había cometido. Había sido puesto en libertad aquel mismo día.

Lexi no había podido desconectarse ni un solo instante del incesante chorreo de noticias, y no solo porque todos los canales estuvieran retransmitiendo en directo la conferencia de prensa.

–He mantenido mi inocencia desde el principio –había afirmado Atlas con su voz profunda y poderosa, que parecía atravesar la pantalla. El inglés con el que hablaba tenía una mezcla del acento británico y el griego, y resultaba tan misterioso para los oídos de Lexi como siempre. El efecto que ejercía sobre ella no había cambiado. Parecía llenar el pequeño estudio que Lexi tenía en un humilde barrio del oeste de Londres y por el que se consideraba afortunada. Tenía un largo trayecto en autobús, más diez minutos a pie a buen paso, para llegar a la finca de los Worth, en la que trabajaba gracias a la amabilidad de su tío. Aunque en ocasiones su tío no le pareciera tan buena persona, se lo guardaba para sí y trataba de no olvidar su buena fortuna.

–Estoy encantado de que se haya demostrado sin dejar lugar a dudas.

Atlas parecía mayor, tal y como era de esperar. No obstante, las canas aún no se habían atrevido a invadir el espeso cabello negro que siempre amenazaba con rizarse en cualquier momento. La ferocidad que siempre había habido en su rostro era mucho más evidente en aquellos momentos, diez años después de que fuera arrestado por primera vez. Hacía que sus ojos negros relucieran y que su cruel boca pareciera aún más dura y más brutal.

Provocando que Lexi se echara a temblar como siempre había conseguido, a pesar de estar al otro lado del Atlántico. El corazón se le había acelerado como le ocurría cada vez que él estaba cerca. Le parecía que él la estaba mirando directamente a ella, a través de las cámaras de televisión.

Al menos así se lo parecía a ella. Estaba segura. No tenía duda alguna de que él sabría perfectamente bien que ella lo estaría viendo a través de la televisión.

Recordó el modo en el que él la había mirado hacía diez años, cuando Lexi solo tenía dieciocho y, abrumada, tan solo conseguía tartamudear cada vez que su mirada se cruzaba con la de él en el agobiante juzgado de Martha’s Vineyard. Sin embargo, de alguna manera, había conseguido dar el testimonio que lo había condenado.

Aún recordaba todas y cada una de las palabras que había dicho. Podía saborearlas en la boca, duras y amargas.

Recordaba demasiadas cosas. La presión a la que la habían sometido su tío y sus primos para que testificara a pesar de que ella no había querido hacerlo, dado que estaba desesperada por creer que podría haber otra explicación. Tenía que haberla.

También recordaba el modo en el que Atlas la observaba, furioso y en silencio, cuando ella se derrumbó en el estrado y admitió que no era capaz de encontrarla.

–¿Qué va a hacer ahora? –le preguntaba un periodista.

Atlas curvó la boca, letal y fría, más peligrosa que el más mortífero de los puñales. Lexi se sintió como si se le clavara en el vientre hasta la empuñadura. Nadie podría haber considerado aquel gesto como una sonrisa.

Era la maldición de Lexi, que incluso en aquellos momentos, después de todo lo que había ocurrido, Atlas era el único hombre que podía acelerarle los latidos del corazón.

–Ahora voy a vivir mi vida –prometió Atlas–. Por fin.

Lexi comprendió lo que quería decir. Lo que iba a ocurrir con la misma seguridad de que después de la noche sale el sol. Su tío Richard había preferido ignorar el asunto, pero él también lo sabía. Sus primos, Gerard y Harry, por su parte, se habían comportado como si no estuviera ocurriendo, del mismo modo que lo habían hecho hacía diez años, cuando Philippa fue encontrada muerta en la piscina en Oyster House, la casa de verano que la familia tenía en Martha’s Vineyard. Del modo en el que se habían comportado a lo largo del juicio y de las apelaciones que se habían hecho a lo largo de los años, como si no fuera con ellos, como si todo fuera a desaparecer para dejar que volviera la normalidad y ellos pudieran fingir que nada había ocurrido.

Como si nunca hubiera existido la posibilidad de que un hombre como Atlas desapareciera sin dejar rastro, dentro o fuera de la cárcel.

Lexi siempre lo había sabido. Cuando había querido creer desesperadamente en su inocencia y cuando, de mala gana, había creído en su culpabilidad. Para ella, a pesar de todo, Atlas Chariton siempre había sido un hombre único en todo el mundo.

–La última cosa que va a querer hacer es retomarlo donde lo dejó –le decía el irascible Harry a todos los que le quisieran escuchar en la casa de la familia o en las oficinas distribuidas por la grandiosa finca familiar que era propiedad de los Worth desde hacía cientos de años y que se extendía por la zona oeste de Londres desde el siglo XVII–. Estoy seguro de que tiente tan poco interés por nosotros como nosotros por él.

Sin embargo, Lexi no era de la misma opinión. Había sido ella la que había ocupado el estrado, la que había tenido que ver el rostro de Atlas mientras testificaba en su contra, juzgándola y prometiéndole venganza.

Al principio se había convencido de que revelaba la clase de hombre que era, las señales que indicaban que era un asesino a pesar de los sentimientos secretos, mucho más tiernos, que ella había experimentado hacia él por aquel entonces.

Un amor adolescente, se había dicho que sentía para excusarse. Nada más.

Aquel día, frente al televisor, le parecía una maldición. El hecho de sentir una atracción tan desesperada y eterna por un hombre como Atlas y haber testificado en su contra… ¿De verdad había estado diciendo la verdad o se había plegado al deseo de su tío, tal y como siempre hacía? ¿O acaso era que, sencillamente, había querido sentir la atención de Atlas a cualquier precio?

No sabía qué responder o, para ser más exactos, en realidad no quería saber la respuesta.

Fuera lo que fuera lo que ella pudiera sentir, la ciencia decía la verdad. No había vuelta de hoja, por mucho que ella hubiera deseado que así fuera, desesperada por sentirse mejor por lo que había hecho. Había creído que había estado defendiendo a Philippa, haciendo lo correcto a pesar de lo mucho que le había dolido, pero en aquellos momentos…

Estaba segura de que pagaría. De eso no tenía ninguna duda.

 

 

Había tenido unas cuantas semanas entre la puesta en libertad de Atlas y su llegada a Londres para reconsiderar todo lo que pensaba sobre Atlas, para pensar en cómo la veía él. Seguramente no tenía muy buena opinión ni de la adolescente que había sido entonces ni de la mujer en la que se había convertido.

Y por fin estaba allí.

Lexi forzó una sonrisa y asintió a la secretaria que le había llevado la noticia.

–Gracias por venir hasta aquí para decírmelo –dijo, orgullosa de lo tranquila que sonaba, como si aquello le estuviera ocurriendo a otra persona.

–El señor Worth quería que se lo dijera a usted en especial –replicó la secretaria, que parecía algo nerviosa.

Lexi la comprendía perfectamente. Mantuvo la sonrisa en los labios mientras miraba por encima del hombro de la otra mujer hacia el césped y los jardines que habían dado a la antigua mansión de los Worth todo su esplendor en tiempos pasados. Aquel era otro día gris y húmedo, uno más de muchos, en el que solo el colorido de las flores de los parterres que bordeaban el camino de acceso a la casa parecían sugerir la cercanía de la tímida primavera.

Había dos vehículos aparcados en el exterior. Uno de ellos era el que la secretaria había utilizado para llegar hasta allí desde la casa principal y el otro era un Jaguar descapotable de color negro, que parecía sacado de una película de James Bond.

Lexi sintió que se le hacía un nudo en el estómago y que palidecía, pero no iba a mostrar su debilidad.

–Si se da prisa –añadió con la misma fingida tranquilidad de antes–, tal vez no le sorprenda la lluvia

La secretaria le dio las gracias y se marchó del pequeño despacho de Lexi. Por el contrario, Lexi permaneció donde estaba. Le resultaba imposible moverse.

Su despacho estaba lejos de la casa principal. Se pasaba los días en lo que había sido una cochera, separada del resto de la casa, de la familia y de los cientos de visitantes que recibía diariamente la finca a pesar de estar dentro de sus límites. Por supuesto, sus primos vivían en la finca. Gerard y su familia en una de las alas de la mansión, tal y como correspondía al heredero, y Harry en una de las casas, donde podía ir y venir y beber todo lo que quisiera. Ninguno de los dos había mostrado nunca interés alguno por dejar el hogar y explorar el mundo, aparte de los pocos años que habían pasado en la universidad.

Philippa había sido la única de la familia que había querido buscar algo diferente. Solo tenía diecinueve años cuando falleció y tenía muchos planes y sueños. Las exigencias y las tiránicas expectativas de su padre le habían resultado insoportables. Además, había sido una persona amable, divertida y leal y Lexi la echaba muchísimo de menos. Todos los días.

Lexi recordaba a Philippa cuando sentía la tentación de elaborar oscuros pensamientos sobre su tío y sus primos, algo que trataba de evitar en cuanto se le ocurría, porque le parecía que no estaba bien ser desagradecida, aunque estos pensamientos la acosaban con demasiada frecuencia. El tío Richard se había portado muy bien con ella a pesar de que ella tan solo era una sobrina a la que apenas conocía y de la que se podía haber deshecho con la misma facilidad que se había deshecho de la madre de Lexi.

Richard jamás había dado su aprobación al problemático matrimonio de su hermana Yvonne con Scott Haring y mucho menos a la vida triste y desesperada que se había visto obligada a llevar con un hombre tan débil y con tantos defectos. Sin embargo, allí había estado el día en el que los padres de Lexi habían sucumbido por fin a sus adicciones, dispuesto a acogerla y a darle una vida.

Por supuesto, ella le estaba profundamente agradecida por ello. Siempre lo estaría.

Y, en los días en los que le costaba sentirse agradecida mientras hacía el trabajo que sus primos y su tío pasaban por alto y, de nuevo, cuando se marchaba a su pequeño y desaliñado piso mientras ellos se rodeaban de lujos, la ayudaba recordarse que Philippa hubiera considerado la vida de Lexi una gran aventura. Literalmente. El estudio en un barrio en el que Lexi podía ir y venir, pasando totalmente desapercibida. Ir al trabajo en autobús y andando, como cualquier londinense normal. Para Philippa, que se había criado en una burbuja de la alta sociedad, todas aquellas pequeñas cosas eran mágicas.

«Incluso esto», pensó Lexi, cuando oyó que la puerta de la cochera se abría y cerraba con más fuerza de lo normal. Comprendió por fin quién había llegado para enfrentarse a ella, sin que nadie, ni las autoridades estadounidenses ni el tibio apoyo de su tío y sus primos pudieran protegerla.

Por fin iba a ocurrir, después de la preocupación de la última década y del pánico de las últimas semanas. Su peor pesadilla se había hecho por fin realidad.

Atlas estaba allí.

Oyó los pesados pasos al otro lado de la puerta y se preguntó si estaba hecho de piedra. ¿Se habría convertido en el monstruo que todos pensaban que era, y al que ella le había empujado a ser, después de tantos años?

No sabía qué hacer. ¿Debería ponerse de pie, permanecer sentada? ¿Esconderse tal vez en el pequeño armario y esperar que él se marchara, aunque tan solo consiguiera retrasar lo inevitable?

Lexi nunca se había escondido de las cosas desagradables que le había deparado la vida. Eso era lo que le ocurría a una chica que tenía que salir adelante en solitario ignorada por sus padres, o cuando se veía obligada a vivir con una nueva familia que la trataba bien, pero que nunca le dejaban imaginar siquiera que era uno de ellos.

Aquella actitud podría parecer desagradecida, pero no podía serlo. En ese caso, no sería mejor que su madre. Se había pasado toda la vida tratando de no parecerse en nada a Yvonne Worth Haring, la rutilante heredera con el mundo a sus pies que había muerto en la miseria como cualquier otra adicta a las drogas.

Lexi se negaba a seguir el mismo camino y se recordaba que el sendero que había conducido a su madre al infierno de las drogas estaba plagado de la ingratitud hacia el que había sido su hermano.

Por fin, los pesados pasos se detuvieron al otro lado de la puerta y ella sintió que el corazón se le detenía en seco. Se alegró de haber permanecido sentada, protegida por el enorme escritorio. Estaba segura de que las piernas no la habrían sostenido.

La puerta se abrió lentamente y entonces, él apareció. Allí estaba. Lexi permaneció inmóvil, incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarlo.

Atlas.

Allí estaba.

Ocupaba por completo la puerta que daba acceso al pequeño despacho de Lexi. Era más corpulento y fuerte de lo que recordaba. Siempre había sido un hombre de un físico esculpido y atlético, por supuesto. Esa era una de las razones por las que había sido tan adorado por toda Europa en su día. Otra razón por la que toda Europa le había adorado había sido la épica ascensión desde la nada hasta el poder que había conseguido reunir, acompañado todo ello de un atractivo físico inigualable. A Lexi le había resultado difícil pasarlo todo por alto entonces y seguía siendo así.

Recordaba todos los detalles sobre él, aunque los recuerdos los hubieran mitigado un poco. En persona, era un hombre inteligente, atractivo, inconfundible.

Su contundente nariz, junto con la beligerante barbilla y los altos pómulos, le proporcionaban un perfil aguerrido que aceleraba sin remedio el pobre corazón de Lexi. Atlas lo había tenido todo hacía diez años y lo seguía teniendo, aunque de un modo diferente. Seguía siendo muy guapo, pero su belleza era más dura, más intensa, una tormenta en vez de una obra de arte.

De repente, el pánico se apoderó de ella y se sintió como si las manos de Atlas le estuvieran apretando el cuello. No podía reaccionar, tan solo mirarlo, sintiendo que él era su infierno privado.

Atlas seguía observándola desde la puerta. Llevaba un traje oscuro que le se ceñía perfectamente al cuerpo y daba idea perfectamente de su tamaño y de su corpulencia. Siempre había sido dueño de un magnetismo imposible, que lo acompañaba por dónde iba y que hacía que el vello de Lexi se pusiera de punta cuando estaba cerca de él. Sin que pudiera evitarlo, le era imposible escapar a él y al anhelo que la cercanía de su cuerpo provocaba en ella.

Aquel anhelo le había mantenido despierta algunas noches y no había desaparecido con el tiempo, sino que se había ido transformando en pesadillas que la despertaban en su pequeño estudio y que, en ocasiones, la impedían volver a dormir.

Atlas se había convertido en un hombre mucho más imponente. Había en él algo peligroso y salvaje que el traje hecho a medida no lograba ocultar. En aquellos momentos, la estaba mirando como si se estuviera imaginando lo que sentía al hacerla pedazos con sus propias manos.

Lexi no podía culparlo. Sentía un nudo en la garganta y tenía las palmas de las manos húmedas. Sentía náuseas, pero el modo en el que él la observaba le impedía sucumbir.

–Lexi… –murmuró él–. Por fin.

–Atlas.

Lexi se sintió orgullosa del modo en el que había pronunciado su nombre. Sin dudar. Con firmeza, como si se sintiera perfectamente, aunque todo era una fachada, una mentira.

Atlas no dijo nada más. No entró en el despacho. Permaneció donde estaba, observándola. La tensión del momento era insoportable.

–¿Cuándo has llegado a Londres? –preguntó ella manteniendo la voz sosegada, aunque algo más débil.

Atlas levantó una ceja, gesto que ella sintió como un bofetón.

–¿Ahora vamos a hablar de trivialidades? –replicó él haciendo que Lexi se sintiera muy pequeña–. Llegué esta mañana, como estoy seguro de que sabes muy bien.

Por supuesto que lo sabía. Atlas había ocupado todas las noticias desde que su avión aterrizó en Heathrow aquella mañana.

Lexi no parecía ser la única que no se cansaba de saber sobre el ascenso y caída de Atlas Chariton, un hombre que se había creado a sí mismo desde la nada y que se había movido en la alta sociedad como si hubiera nacido en ella. Fue contratado como director gerente de Worth Trust muy joven y había supervisado los cambios y la reorganización que habían transformado la histórica finca para convertirla en un lugar abierto al público. Al hacerlo, había conseguido que todo el mundo fuera muy, muy rico. Él había sido el responsable de la apertura de un restaurante que contaba ya con una estrella Michelin en los jardines de la casa, había creado el hotel de cinco estrellas que había funcionado a la perfección mientras él estaba en la cárcel, había empezado los nuevos programas que habían seguido desarrollándose en su ausencia. Gracias a él, la mansión Worth y sus jardines se habían convertido en una atracción turística de primera categoría.

Y entonces, se le acusó del asesinato de Philippa y fue encarcelado. Desde aquel momento, todos habían estado viviendo de lo que él había creado.

–¿Cómo lo has encontrado todo? –le preguntó ella, sin saber qué decir.

Atlas la miró intensamente, haciendo que ella se ruborizara de nuevo y se sintiera atribulada por la vergüenza que sentía.

–El hecho de que sigáis de pie, sin haber caído en la ruina me ofende profundamente –gruñó él.

–Atlas, quiero decirte que…

–Oh, no. Creo que no –replicó él, con un gesto que no llegó a tener la calidez de las sonrisas de antaño, sino que fue una mueca cruel y terrible–. No te disculpes, Lexi. Es demasiado tarde para eso.

Lexi se puso de pie, como si no pudiera evitarlo. Se alisó la falda y esperó que su aspecto fuera el que había imaginado que tenía aquella mañana cuando se miró en el espejo. Capaz. Competente. Poco merecedora de aquel ataque malevolente.

–Sé que debes de estar muy enfadado…

Atlas soltó una carcajada. El sonido le recorrió a Lexi la espalda, apoderándose del vientre y provocándole de nuevo el viejo anhelo de antaño, encendiendo un fuego que ella comprendía muy bien.

No había escuchado nunca una risa como aquella, pero, en aquella ocasión, no transmitía alegría y era tan letal que ella solo sentía deseos de bajar la mirada para comprobar si tenía alguna herida de bala.

–No tienes ni idea de lo enfadado que estoy, jovencita –le espetó Atlas. La furia que transmitía su voz hizo que los negros ojos le relucieran aún más, mientras la miraban a ella fijamente, atravesándola sin piedad–, pero la tendrás. Créeme que la tendrás.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ATLAS estaba acostumbrado a la furia. A la rabia. Esa espiral negra que lo asfixiaba había amenazado con arrastrarlo una y otra vez durante los últimos diez años y casi había conseguido terminar con él.

Sin embargo, aquello era diferente. Ella era diferente.

La pequeña Lexi Haring, que en su momento lo había seguido por aquellos jardines como si fuera un tímido cachorrillo de enormes ojos y dulce sonrisa, era la responsable de su destrucción.

Por supuesto, sabía que ella tan solo era un peón. Atlas sabía perfectamente la poca consideración en la que la tenían sus parientes. Su presencia en aquella cochera alejada de todo dejaba muy claro su estatus dentro de la familia Worth, lejos de todos los que importaban. Más que eso, Atlas había tenido sus propios detectives indagando sobre aquella familia durante años, reuniendo todo lo que él necesitaba para que, por fin, hubiera podido quedar libre y sabía datos sobre aquella familia que dudaba que la propia Lexi conociera, datos que utilizaría contra ella sin pensárselo dos veces cuando surgiera la oportunidad.

Desde el momento de su arresto, Atlas se había negado a aceptar que nunca más estaría libre. En aquellos momentos, allí de pie en aquella antigua casa, se dio cuenta de que recordaba todos los entresijos de la familia Worth más de lo que le gustaría. Todos los recuerdos del modo en el que habían excluido a Lexi mientras fingían ayudarla, manteniéndola cerca para que estuviera agradecida, pero nunca lo suficiente para que olvidara el lugar que le correspondía ocupar.

Atlas no sentiría nunca compasión por ella. Lexi era la que se había sentado en el estrado y le había arruinado la vida.

Recordaba su testimonio demasiado bien, el modo en el que ella lo miraba, con los enormes ojos castaños llenos de lágrimas, como si le doliera acusarle de lo que estaba diciendo. Y peor aún, con miedo.

A él.

Lo peor no era lo que ella le había hecho, sino que, al contrario del canalla de su tío, había creído que él había hecho lo que estaba acusándole de haber hecho. Lexi había creído de todo corazón que él era un asesino, que había tenido una discusión con la impetuosa Philippa y que, como consecuencia de aquella discusión, él la había estrangulado. Según las afirmaciones de la acusación, él era un hombre incapaz de controlar su impulsividad y había temido que una relación con la heredera de los Worth terminara despidiéndolo. Después de estrangularla, la había arrojado a la piscina del complejo de Oyster House. Lexi la encontró a la mañana siguiente muy temprano cuando salió a buscarla.

–Si el señor Chariton temía que podría perder su puesto en la empresa a causa de la señorita Worth, ¿por qué la iba a dejar en la piscina para que alguien la encontrara en el momento en el que se despertara? –su abogado defensor le había preguntado a Lexi.

Atlas aún recordaba el modo en el que los ojos de ella se le habían llenado de lágrimas. El temblor de sus labios. La mirada que le dedicó, allí, en el tribunal, como si él turbara sus sueños todas las noches, como si además de creer que había matado a Philippa, también le hubiera roto a ella el corazón.

–No lo sé –había susurrado–. No lo sé…

Y, al responder así, le había convertido en el monstruo en el que el jurado le había convertido después de tan solo dos horas de deliberación.

El hecho de que Lexi creyera que él pudiera haber hecho algo tan terrible y lo disgustada que ella había parecido por aquella posibilidad, lo había mandado a la cárcel durante más de una década. Era casi como si ella misma le hubiera echado la llave a la celda.

–Estás más mayor –dijo él cuando resultó evidente que ella no pensaba decir ni una sola palabra.

–Tenía dieciocho años cuando te marchaste –respondió Lexi después de un instante, con las mejillas sonrojadas–. Por supuesto que me he hecho mayor.

–Cuando me marché –repitió él, tiñendo de cierta malicia sus palabras–. ¿Es así como te refieres a lo que ocurrió? ¡Qué eufemismo tan delicioso!

–No sé cómo llamarlo, Atlas. Si pudiera retirarlo…

–Pero no puedes.

Aquella frase se interpuso entre ellos, llenando el espacio del pequeño despacho, tan minúsculo y poco lujoso como vasto y grandioso era todo lo que les rodeada. Atlas comprendió perfectamente por qué su malvado y manipulador tío la había colocado allí. No quería que se imaginara en ningún momento que estaba a la misma altura que sus vagos e irresponsables hijos.

Atlas dio un paso al frente y entró en el pequeño despacho. No necesitaría más que dar un paso más para llegar al otro lado del escritorio. Lo que realmente le preocupaba era lo mucho que deseaba estar cerca de ella, no solo para incomodarla, aunque era en parte lo que quería.

También quería tocarla y no porque los últimos diez años hubieran sido particularmente amables con ella, tanto que, de hecho, había tenido que detenerse un instante en la puerta para poder manejar su reacción. Había esperado encontrarse con una muchacha aburrida y triste y Lexi se había convertido en algo completamente diferente. Sin embargo, ese hecho tan solo podía beneficiarle.

Atlas tenía un plan muy concreto del que Lexi formaba una parte integral y que implicaría mucho más que tocarla. Tendría que conseguir todo su cuerpo y hacer que ella se rindiera a su voluntad en todos los aspectos. El hecho de que ella tuviera hermosas curvas y resultara muy atractiva hacía que las perspectivas fueran mucho mejores para él.

–No sé qué decir –susurró ella mientras Atlas observaba, fascinado, cómo había entrelazado los dedos y se los había puesto sobre el vientre, como si así pudieran proporcionarle una especie de armadura.

–¿Estás retorciéndote las manos? –le preguntó él inclinando la cabeza hacia un lado para contemplar los libros que había en las estanterías. Ejemplares sobre la maldita mansión y la familia Worth–. ¿Acaso quieres que sienta compasión por ti?

–Por supuesto que no. Yo solo…

–Se trata de esto, Lexi –dijo él mientras se dirigía hacia la ventana. Había empezado de nuevo a llover–. No solo me traicionaste, sino que también te traicionaste a ti misma. Y lo peor de todo, creo que también a Philippa.

Lexi se sobresaltó al escuchar aquellas palabras.

–¿Acaso crees que no lo sé? –le preguntó ella con un hilo de voz–. Desde que te soltaron, no he hecho más que repasar mentalmente lo que ocurrió para tratar de comprender cómo me pude haber equivocado de ese modo, pero…

–Por suerte para ti, Philippa está tan muerta ahora como lo estaba hace diez años –le espetó Atlas sin la más mínima piedad al ver que ella palidecía–. Ella es la única entre nosotros que no tiene que ser testigo de lo que ha ocurrido aquí. Un error de la justicia. El encarcelamiento de un inocente. Todas las maneras en las que esta familia se vendió, traicionándose a sí misma y a mí al mismo tiempo. Y, al hacerlo, también, ha dejado sin resolver el asesinato de Philippa durante más de una década. No obstante, hay una pregunta que llevo muchos años queriéndote hacer.

Atlas esperó a que ella lo mirara. Tenía los ojos castaños llenos de una profunda emoción. «Bien», pensó. Esperaba que le doliera.

–¿Estás orgullosa de ti misma? –le preguntó, tras esperar unos segundos más.

Lexi tragó saliva. Durante un instante, él creyó que iba a echarse a llorar, pero no fue así. Eso le provocó una cierta sensación de orgullo, aunque no debería importarle que ella tuviera más control de sí misma que hacía diez años.

–No creo que nadie esté orgulloso de nada…

–No estamos hablando de eso. Te aseguro que tu tío y tus primos no sienten lo mismo y ninguno de los tres se merecen que tú te apresures en defenderlos. Estoy hablando de ti, Lexi. Estoy hablando de lo que tú hiciste.

Había esperado que ella se desmoronara, porque la antigua Lexi así lo habría hecho. Siempre había sido insustancial para él. Siempre en segundo plano. Siempre detrás de Philippa. Tan solo tenía dieciocho años entonces y era una pequeña promesa de una belleza que aún no había florecido.

Nunca había tenido duda alguna de que así sería. Había sabido incluso entonces, cuando había decidido no prestar demasiada atención a las dos jovencitas que recorrían juntas la finca de los Worth, siempre riendo y molestando.

La boca de Lexi siempre había sido demasiado grande para su rostro. Demasiado amplia, demasiado exuberante. Por supuesto, había sido entonces algunos centímetros más baja, siempre rebosante de una entusiasta energía que le hacía parecer extraña junto a su prima Philippa, tan lánguida y tan rubia.

Solo eran unas niñas, pero, sin embargo, Philippa siempre había parecido mucho mayor. No obstante, Lexi cargaba ya por entonces con un gran bagaje por las experiencias que le habían hecho vivir las adicciones de sus padres.

Atlas odiaba el afecto que había sentido en el pasado por la pariente pobre de los Worth, la pobre muchacha de la que la familia había hecho su propia versión de la Cenicienta, como si ella hubiera tenido que estar contenta conformándose con sus sobras y su condescendencia durante el resto de su vida.

Resultaba evidente que eso era precisamente lo que estaba haciendo. Se lo había tomado muy a pecho, encerrada en el rincón más lejano de la finca, donde podía hacer todo el trabajo y permanecer fuera de su vista. Tal y como su tío siempre había querido. Atlas debería sentir compasión por ella, pero no era así.

Se había convertido en una mujer muy bella, pero aquel día parecía ir vestida como la típica secretaria anodina, con una falda muy sensata y una blusa a la que era imposible ponerle pegas. Llevaba el cabello castaño recogido severamente sobre la nuca, tan tirante que debería haberle dado un buen dolor de cabeza. Parecía estar vestida para pasar desapercibida, pero, a pesar de todo, el ratón de biblioteca, la Cenicienta no se arrugó, lo que hizo que a Atlas le pareciera mucho más valiente que algunos de los hombres que había conocido en la cárcel.

–Nunca sabrás lo mucho que me arrepiento de que mi testimonio te metiera en la cárcel –dijo ella–, pero no dije ni una sola mentira. No me inventé nada. Solo dije lo que vi.

–Lo que viste –repitió él con una amarga carcajada–. Querrás decir lo que tu cerebro adolescente tergiversó para hacer que fuera…

–Fue lo que vi. Nada más y nada menos –afirmó ella–. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Que mintiera?

–Por supuesto que no –dijo Atlas mientras se colocaba directamente enfrente de ella, tan solo separados por el escritorio–. Después de todo, ¿qué puede haber más importante que tu palabra? ¿Que tu virtud? –añadió, poniendo un cierto énfasis en la última palabra que hizo que ella se echara a temblar–. Comprendo que esa es la condición para la caridad de la que gozas aquí. Tu tío siempre ha sido muy claro al respecto, ¿verdad?

Lexi volvió a sonrojarse. Atlas no debería haberse sentido fascinado por lo que vio. Se dijo que no era nada más que las consecuencias del tiempo que había pasado en prisión y que provocaban que cualquier mujer le resultara atractiva. No era nada personal. No podía serlo. Tenía demasiado trabajo que hacer.

–Mi tío siempre ha sido muy amable conmigo –afirmó ella, aunque la mirada parecía indicar que no se acababa de creer del todo sus propias palabras.

–Sé que él te pide que te lo creas.

–Comprendo que tú eres la última persona del mundo que pudiera tener buena opinión de esta familia y no te culpo por ello.

–Me imagino que debería considerarse una especie de progreso que se me permita mi propia amargura, que ya no se considere parte de mi culpabilidad, como si el remordimiento por un crimen que no cometí pudiera convertirme en un hombre mejor –dijo él mirándola duramente.

Atlas se había pasado todos aquellos años en prisión furioso, planeando, supurando…. Había descartado las ideas más alocadas. Aquello era lo que le hacía a un hombre la vida en prisión. Era terreno fértil para mantener las heridas abiertas y cuanto más profundas mejor. Sin embargo, él jamás habría creído que tenía la oportunidad de poner todo aquello que había pensado en movimiento.

–No te voy a mentir, Lexi. Esperaba que todo esto fuera más difícil.

–¿Te refieres a tu regreso?

Él observó, fascinado, cómo Lexi apretaba los labios, como si estuvieran secos o ella estuviera nerviosa. Atlas había estado sin compañía femenina más de lo que nunca hubiera creído posible antes. Pasara lo que pasara, seguía siendo un hombre. Se le ocurrían varias maneras de humedecer aquellos labios.

Sin embargo, se estaba adelantando.

–No espero que creas lo que te voy a decir –susurró ella–, pero todo el mundo se siente muy mal. Mi tío. Mis primos. Todos. Yo especialmente. Haría cualquier cosa por cambiar lo que ha ocurrido. Créeme.

–Tienes razón –murmuró él. Esperó a que se encendiera la llama de la esperanza en su mirada–. No te creo.

Lexi era demasiado sencilla. Resultaba muy fácil leerla.

–No sé por qué has venido aquí –dijo ella tras un momento–. Esperaba tu odio, Atlas. Sé que me lo he merecido.

–¿Acaso no eres la mártir perfecta? Pero no va a ser tan fácil, Lexi. Si te haces a la idea, tal vez no te resulte tan terrible la experiencia. O tal vez sí.

Ella pareció presa del pánico, pero permaneció inmóvil. Ni se desmayó ni gritó ni hizo nada de lo que Philippa habría hecho. Ni berrinches ni drama.

Lexi nunca había resultado nada teatral. Precisamente por eso, habría resultado un testigo tan eficaz para la fiscalía. Atlas no debía olvidar cómo le había clavado el cuchillo ni por un instante. No debía sentir vínculo alguno hacia ella. Tan solo era un peón, pero le irritaba tener que seguir recordándoselo.

–¿De qué estás hablando? –le preguntó ella con un hilo de voz.

–Me alegro mucho de que me lo hayas preguntado. Ven aquí.

Lexi dudó un instante y tragó saliva. Atlas se preparó para una serie de quejas o excusas, lo que fuera para tratar de escapar a lo que se le venía encima, pero ella no dijo nada. No protestó. Se estiró la blusa y rodeó el escritorio.

–Más cerca –le ordenó Atlas cuando ella se paró.

Lexi volvió a tragar saliva. Atlas sintió su miedo y su aprensión y, la verdad, era que resultaba mucho mejor de lo que había imaginado y Dios sabía que había imaginado aquel momento una y otra vez, tantas veces que le parecía que ya había ocurrido.

Ella dio un paso. Luego otro.

–Aquí –le dijo Atlas con voz ronca y cruel mientras señalaba un punto en el suelo que quedaba a pocos centímetros por delante de él.

Lexi volvió a sorprenderle. No se podía negar la intranquilidad de su mirada, de su expresión, pero, simplemente, dio un paso al frente y se colocó exactamente donde él le había indicado. Entonces, levantó el rostro y lo miró a los ojos.

–Creo que los dos estaremos de acuerdo en que estás en deuda conmigo –dijo él.

–Ojalá pudiera cambiar el pasado, pero no puedo.

–Es cierto. No puedes cambiar ni un segundo de los últimos diez años…

–Atlas…

–Tu tío me ha invitado a cenar esta noche en su casa –le dijo–. Tal vez ya lo sabes.

–Sabía que era su intención, sí.

–Tu tío cree que compartir su comida conmigo en vez de pelearnos en un tribunal hará que todo esto desaparezca, pero no es así.

–No creo que nadie lo espere.

–Maravilloso. En ese caso, nadie se sorprenderá por lo que ocurra ahora. Estoy seguro.

–Atlas, te lo ruego. Nadie quería hacerte daño. Tienes que creerlo.

–Deja que te diga yo lo que creo, Lexi. Creo que tú eras una adolescente, que viste algo que no comprendiste y a lo que le diste una interpretación que te pareció correcta. Ni siquiera te culpo por ello en cierto modo. Eras casi una niña y de todos los buitres y mentirosos de esta familia, Philippa era al menos la más auténtica. En eso, sospecho que en realidad le gustabas.

–Estás hablando de mi familia. Les gusto a todos –protestó ella.

Atlas no creyó que ni ella misma estuviera convencida de lo que acababa de decir. Torció la boca con gesto irónico.

–Créete tú esas mentiras si quieres. No puedo impedírtelo, pero no me las digas a mí.

–Tienes una imagen muy dura sobre la familia Worth. Comprendo que tienes todo el derecho, pero eso no significa que yo vaya a estar de acuerdo contigo. No los odio del modo en el que los odias tú.

Atlas se echó a reír.

–Lexi, tu tío no era ningún adolescente. Él no sentía confusión alguna. Sabía exactamente lo que estaba haciendo y tú deberías preguntarte por qué se mostraba tan ansioso de hacerlo.

–Mi tío siempre ha sido muy amable…

–Al menos, Lexi, debes preguntarte por qué, cuando tu tío sabía perfectamente que yo no podría haber matado a su hija, fingió pensar lo contrario. Tus primos, creo que los dos estaremos de acuerdo en eso, son de un grado variado de inutilidad. Creen lo que sea lo más conveniente y mejor para llenarse el bolsillo, pero tú deberías ser de otro modo. ¿Es que no quieres o no puedes?

Lexi tardó un instante en contestar.

–Si les odias tanto… si nos odias tanto… no sé qué estás haciendo aquí –le espetó apretando los puños a los lados del cuerpo–. Puedes ir a cualquier lugar del mundo, Atlas. ¿Por qué regresar a un lugar que te ha causado tanto dolor?

–Porque tengo la intención de causar dolor a cambio –repuso él mirándola con dureza y crueldad.

–Yo creo que ya ha habido demasiado dolor…

–Estarás en esa cena esta noche.

–No me han invitado.

–Lo sé. ¿Acaso no te sorprende que mientras ellos te presentaron a ti como testigo de la acusación, no les interesa tanto que asistas a mi glorioso retorno?

–No es que no les interese, es que yo no soy como ellos. No me interesa el patronato de la finca, en primer lugar.

–A pesar de que eres la única que trabaja para el patronato –le recordó Atlas–. ¿No te parece raro?

Lexi parpadeó y él sintió que por fin le había hecho abrir los ojos.

–Eso no importa. Así es como funcionan las cosas aquí y todos estamos contentos con ello a excepción, aparentemente, de ti. Insisto en que no me han pedido que vaya a esa cena.

–Pues te voy a invitar yo. Le dije a tu tío que esperaba a toda la familia y él no parece dispuesto a contrariarme, al menos no tan pronto, mientras aún me persiguen por todas partes los paparazzi.

–No sé por qué me quieres allí. Lo que tienes que hacer es hablar con el tío Richard y mis primos, para ver qué…

–Lo primero que tienes que saber, Lexi, es que yo pongo las reglas –la interrumpió él sonriendo–. Yo te diré cuándo hablar y lo que debes decir. Si no te digo nada, debes permanecer en silencio. Después de todo, los dos sabemos que eso se te da muy bien, ¿verdad?

Lexi palideció.

–No sé qué quieres decir.

–Pues yo creo que sí. Te has pasado la vida entera tratando de ser una más aquí. Solo tienes que seguir haciéndolo.

A Lexi no le gustaba, Atlas estaba seguro de ello, pero ella no contestó. Estaba convencido de que había fuego en ella, genio y pasión, pero ella nunca lo dejaba ver.

–Tanto si yo trato de ser una más como si no, ¿qué tiene eso que ver contigo?

–En esa cena, espero que tu tío me ofrezca algún tipo de compensación por los años que pasé en la cárcel. Dinero. Un trabajo. Lo que sea. No será suficiente.

–¿Acaso podría serlo alguna cosa?

–Me alegro de que lo hayas preguntado. La respuesta es no.

–En ese caso, ¿qué es lo que esperas…?

–Me he pasado años tratando de decidir lo que me vendría mejor y también lo que sería menos agradable para tu tío. Solo se me ocurrió una cosa. Por supuesto, reclamaré mi puesto. Aceptaré todo el dinero que se me debe y mucho más. Una vez más, tendré todo lo que tanto me costó conseguir antes de que me lo arrebataran, pero eso no me devolverá diez años de mi vida, ¿no te parece?

–No. Nada podría hacerlo.

–Nada. Así que, ya ves, no me queda más elección que asegurarme de que esto no me puede volver a ocurrir nunca más. No seré el objetivo de tu tío. Seré algo mucho peor. Familia –añadió con una oscura y cruel sonrisa.

Lexi no comprendió. Atlas vio la confusión en su rostro y eso le agradó. Nunca había sido un buen hombre, solo un hombre muy ambicioso. Había luchado por salir de lo más bajo sin la ayuda de nadie porque se negaba a seguir viviendo allí. Mientras que Lexi había sido alocada y tonta a los dieciocho años, él había sido un hombre determinado. Decidido. Nunca había habido otra opción.

Absorbió su primera empresa cuando apenas tenía veinte años y la transformó en un referente mundial. De eso, pasó a una cadena de tiendas de ropa que había estado al borde de la quiebra y la transformó para convertirla en el parangón del lujo. La transformación de la mansión Worth debía de haberle catapultado a la estratosfera. Sin embargo, había ido a prisión y se había pasado diez años lleno de furia.

–No sé de qué estás hablando –dijo Lexi.

–Tu tío me ofrecerá muchas cosas esta noche –afirmó Atlas.

Todo dependía de que Richard Xavier Worth se comportara tal y como se había comportado siempre. Un hombre como Atlas, que había trabajado para él, lo había estudiado a la perfección. Richard debería haber tenido más cuidado con el hombre al que envió a prisión.

–Yo las aceptaré todas –prosiguió–. Entonces, aceptaré una cosa más. Tú.

–¿Yo? –preguntó Lexi cada vez más confusa.

–¿Se te ha ocurrido preguntarte alguna vez por qué tu tío se toma tantas molestias en esconderte? Te trata como si fueras una empleada más y tú nunca te preguntas por qué, ¿verdad?

–Porque, esencialmente, eso es lo que soy y le estoy agradecida. Agradezco toda la ayuda que los Worth se dignen a darme porque es mucho más de lo que yo habría obtenido si mi tío me hubiera dejado donde me crie.

Atlas no debería haberse sorprendido de lo mucho que ella se creía aquella historia. Después de todo, hasta él había creído a Worth. ¿Cómo iba una niña a dudar de un mentiroso como Richard cuando Atlas no se había percatado de sus intenciones?

–Sí, sobre eso otra pregunta. ¿Te has parado a pensar alguna vez por qué tu tío te encontró tan rápidamente?

–No sé qué es lo que todo esto tiene que ver con lo que está ocurriendo aquí –estalló Lexi por fin–. Mi madre se marchó de aquí. Doy las gracias todos los días de que mi tío decidiera que, solo porque la desheredó a ella, no tenía que olvidarse de mí también.

–Claro, tu tío es un hombre muy sensible –dijo con desprecio, esperando que Lexi comprendiera–. La familia es lo primero, por supuesto.

Ella se sonrojó al escuchar el irónico tono de voz.

–Bueno, es un poco reservado, pero sí…

–Tu tío jamás tuvo el poder de desheredar a tu madre, Lexi. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? –le preguntó al ver que ella no reaccionaba–. Tú eres tan heredera de la familia Worth como lo era Philippa. El dinero que se le quitó a tu madre es ahora tuyo. Y con intereses.

–Eso no es posible…

–Por supuesto, como tu madre era tan desastrosa, hay una pequeña cláusula en tu fideicomiso que dice que, si tu tío no aprueba al hombre con el que te cases, jamás verás un penique de tu fortuna. Si no te casas nunca, él seguirá ocupándose de tu fortuna como le parezca, a menos que te cases en el futuro….

–Mi… Yo no tengo ninguna fortuna –dijo ella sacudiendo la cabeza.

–Claro que la tienes. Siempre la has tenido –afirmó Atlas mientras extendía la mano y le agarraba la barbilla, soltándosela antes de que se le ocurriera empezar a acariciársela.

Se dijo que la sensación que experimentó se debía a los años que había pasado en prisión, no a Lexi. Necesitaba una mujer, cualquier mujer.

–Y yo la quiero.

–¿Qué es lo que quieres?

–Te quiero a ti, Lexi –afirmó sin sentimiento romántico alguno–. Cuando tu tío me pregunte qué más puede darme, eso será lo que le diré. Que tengo la intención de casarme contigo y él me dará su entusiasta bendición o se lamentará toda su vida.

–Nada de esto… yo no… –susurró ella temblando–. No lo hará. Por muchas razones.

–Te aseguro que lo hará –le aseguró Atlas sin duda alguna–. Si no lo hace, hundiré este lugar y a esta familia hasta lo más profundo, Lexi. Y mejor aún, disfrutaré haciéndolo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

LEXI era la única que no se había vestido para la cena, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer que se sintiera como una sirvienta. Trató de armarse de valor y de ocultarlo bajo su habitual expresión de serenidad, la que había practicado en el espejo durante años cuando era más joven, pero al sentarse en el comedor familiar para la cena con sus ajadas ropas de oficina mientras a su alrededor sus primos se mostraban en todo el esplendor típico de los Worth, sintió que le escoció.

Tal vez, de repente, todo le escocía y sus ropas eran simplemente una cosa más. No tenía ni idea de dónde se había ido el resto de su tarde.