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Marginado, pacifista, físico, casanova, refugiado, rebelde… Si pensabas que conocías a Albert Einstein, espera a leer este original libro. Einstein es a día de hoy sinónimo de «genio», y mucho se ha dicho ya de este hombre que con rostro apacible y mirada ausente ha invadido nuestro imaginario, convertido en icono pop. Y aun con todo, su labor como científico, pensador y adalid del humanismo en tiempos de barbarie sigue desconcertando e inspirando a generaciones enteras por igual. Con esta original obra traducida a 16 lenguas, Samuel Graydon arroja luz sobre aspectos poco conocidos de la vida del físico más célebre de la historia, renunciando a la mera cronología para invitarnos a descubrir el personaje en capítulos breves en los que trata temas tan diversos como sus problemas con el FBI, sus encuentros con figuras como Charlie Chaplin, la pérdida de su hija, los chistes que le gustaba contar a su loro Bilbo o su renuncia a ser presidente de Israel, y todo ello sin obviar los grandes descubrimientos a los que dedicó una vida entera y que revolucionaron nuestra manera de entender el universo, el tiempo y el espacio. Con un estilo vivaz y un formato innovador, Samuel Graydon nos lleva de viaje en 99 etapas por las venturas y desventuras de uno de los más grandes genios de la humanidad, descubriéndonos las facetas ocultas de un personaje poliédrico.
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Derechos exclusivos de la presente edición en español
© 2024, editorial Rosamerón, sello de Utopías Literarias, S.L.
Einstein in Time and Space, 2023, John Murray
Primera edición: marzo de 2024
© 2023, Samuel Graydon
© 2024, Francesc Esparza Pagès, por la traducción
Imagen de cubierta: Albert Einstein en 1947 (imagen en dominio público)
ISBN (papel): 978-84-127383-6-0
ISBN (ebook): 978-84-127383-7-7
Diseño de la colección, cubierta, interior e ilustración de las páginas 10 y 11: J. Mauricio Restrepo
Compaginación: M. I. Maquetación, S. L.
Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista por la ley, cualquier forma de reproducción, distribución y transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio mecánico o electrónico, actual o futuro, sin contar con la autorización de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal).
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Índice
Einstein en tiempo y espacio
Introducción
Partículas 1-99
Fuentes y agradecimientos
Créditos
Citas
Nota
Ilustración de laAvenida de la Ópera, en París, en 1984, iluminada con lámparas Yáblochkov.
EN JUNIO DE 1878,SE HIZO LA LUZ. Al instante, un destello se extendió por l’Avenue de l’Opéra de París: la acción de un solo interruptor permitía iluminar aquella avenida de ampulosas aceras. Las fachadas estilo Haussmann resplandecieron, contrastando poderosamente con los pisos más altos, que permanecían en la oscuridad. La multitud reunida se quedó boquiabierta: por primera vez, una calle era ilumada por farolas eléctricas.
A finales de año, aquellas mismas farolas, conocidas como lámparas de Yáblochkov, arrojaban también su luz por el Thames Embankment de Londres, sustentadas por unos postes en cuya base se retorcían unas figuras de peces monstruosos. Pronto, aquel resplandor sobrenatural teñiría los principales bulevares y calles de París y Londres, y de las más importantes urbes de Estados Unidos.
No obstante, la prodigiosa luz de las lámparas de Yáblochkov las hacía demasiado brillantes para su uso en interiores, por lo que científicos e inventores pusieron sus miras en perfeccionar un tipo de iluminación eléctrica que resultara más adecuada para hogares, tiendas u oficinas. En enero de 1879, el químico británico Joseph Swan demostró con éxito durante una conferencia en Newcastle el funcionamiento de una novedosa lámpara, invento que, aquel mismo año, Thomas Edison se propuso perfeccionar.
Edison contaba con una fábrica de vidrio cerca de su laboratorio en Menlo Park, Nueva Jersey, lo que le garantizaba el suministro constante de bombillas que precisaba. Durante varios meses, probó más de 6.000 materiales distintos como posibles filamentos; carbonizó casi todos los tipos de planta imaginables: bambú, madera de laurel, boj, cedro, nogal, lino. Finalmente, el 22 de octubre, un trozo de hilo de algodón quemado y enrollado en el interior de una bombilla le brindó la solución: al aplicarle una corriente eléctrica, el hilo emitió una suave luz naranja, que se mantuvo viva durante más de medio día. Sus esfuerzos se habían visto por fin coronados por el éxito.
Fue este mundo nuevo y cada vez más brillante el que, el 14 de marzo de 1879, poco antes del mediodía, vio nacer a Albert Einstein.
Einstein nació en Ulm, una antigua ciudad erigida a orillas del Danubio en Suabia, en el suroeste de Alemania. Desde antiguo, Ulm presumía del lema Ulmenses sunt mathematici, «los habitantes de Ulm son matemáticos». En 1805, la ciudad había sido escenario de la derrota del ejército austriaco ante las tropas de Napoleón. En su catedral, Mozart había tocado el órgano. Cuando los Einstein residían allí, los obreros estaban coronando una de sus torres con una aguja que, una vez terminada, convertiría a la catedral de Ulm en la más alta del mundo.
Pauline Einstein, once años más joven que su esposo Hermann, provenía de una familia adinerada. Su padre, Julius Koch, dirigía un negocio de venta de cereales, que entre sus mayores logros contaba el de haberse convertido en «Proveedor de la Corte Real de Wurtemberg». Pauline gozó de una refinada educación, si bien procuraba no alardear de ella. Era versada en literatura alemana y disfrutaba tocando el piano, instrumento para el que tenía cierto talento. Sus amigos decían de ella que era una mujer práctica, eficiente y con carácter, y era conocida por su fino ingenio para el sarcasmo, con el que era capaz tanto de hacer reír como de herir a quien se convirtiera en blanco de sus agudezas.
Como su esposa, Hermann descendía de una familia de comerciantes y mercaderes judíos. A lo largo de dos siglos, los Einstein habían prosperado en la Suabia rural, y con cada generación se habían ido integrado más en la sociedad alemana, por lo que Hermann, al igual que Pauline, gustaba de considerarse tan suabo como judío. De hecho, el interés que los padres de Einstein sentían por la religión judía era más bien escaso.
El carácter de Hermann ofrecía un simpático contraste respecto al de su esposa. Era un hombre calmado, dócil incluso, y sus gustos eran notablemente más terrenales. Entre sus aficiones se contaba dar largos paseos por el monte, o detenerse en una taberna para comer salchichas con rábanos y beberse una buena cerveza. Sus fotos muestran a un hombre con bigote de morsa, de barbilla cuadrada y complexión robusta. En la escuela secundaria había demostrado cierta aptitud para las matemáticas, y aunque no pudo permitirse ir a la universidad, su educación le hizo posible acceder a una clase social más alta. Albert lo recordaría como un padre sabio y amigable; ambos, padre e hijo, fueron siempre unos optimistas contumaces, si bien a menudo las esperanzas de Hermann se veían malogradas por su falta de sentido práctico.
En el verano de 1880, cuando Albert contaba poco más de un año, Hermann fue persuadido por Jakob, su hermano menor, para que se convirtiera en socio de su empresa de ingeniería: Jakob Einstein & Cie. Para los Einstein, eso implicaba cambiar la bucólica villa de Ulm, donde aún era posible toparse con un grupo de vacas cruzando la plaza mayor, por Múnich, la bulliciosa capital de Baviera que, entre otras cosas, contaba por aquella época con 300.000 habitantes, una universidad, un palacio real y un próspero comercio de arte.
En un inicio, los hermanos se dedicaron a la construcción de instalaciones de agua, gas y calderas, pero muy rápidamente centraron su actividad en la ingeniería eléctrica. En 1882, participaron en la Exposición Internacional de Electrotecnología, celebrada en Múnich, donde mostraron a los visitantes sus dinamos, lámparas de arco, bombillas e incluso un teléfono. Tres años después, se encargaron de iluminar por primera vez con luz eléctrica la Oktoberfest de la ciudad. Desde pequeño, para Albert Einstein la luz eléctrica no fue, pues, un mero concepto abstracto, sino algo real e inmediato. Su padre y su tío le enseñaron de bien joven el funcionamiento del negocio, con lo que Albert aprendió muy pronto sobre la compleja arquitectura de los motores, sobre la electricidad y la luz, y sobre las leyes físicas que las regían.
Las importantes sumas de dinero invertidas por la familia de Pauline permitieron a la empresa prosperar, y los hermanos pronto obtuvieron nuevos contratos para iluminar las calles en otras regiones de Alemania y del norte de Italia. En su apogeo, Einstein & Cie contaba con varias patentes significativas y daba trabajo a 200 personas, por lo que competía con compañías de la talla de Siemens y AEG. Pero en 1893, siendo Albert un adolescente, la fortuna de los Einstein cambió: la empresa perdió una serie de concursos en Múnich. Si bien era la única firma en liza con sede en la ciudad, era también la única empresa judía, lo cual parece que fue motivo suficiente para quedarse sin más de una oportunidad de negocio. Finalmente, la empresa quebró, y la casa de Hermann y Pauline fue embargada. Los Einstein se vieron obligados a comenzar de nuevo en Italia, donde las perspectivas comerciales parecían algo mejores.
Einstein creció rodeado de luz eléctrica, aquella vanguardista tecnología que constituía el centro del negocio familiar. Pero si bien los científicos e ingenieros habían logrado dominar aquella luz dorada e iluminar durante horas las calles de ciudades enteras sirviéndose de filamentos de fibras vegetales, la naturaleza de la propia luz seguía siendo en buena medida un misterio. Eso iba a cambiar muy pronto.
Albert y Maja Einstein, 1885.
EINSTEIN TUVO UNA HERMANA, dos años y medio más joven que él. Maria, quien durante toda su vida prefirió que la llamaran por el diminutivo Maja, nació en Múnich el 18 de noviembre de 1881. Cuando le informaron sobre la inminente llegada de una hermanita con la que podría jugar, el pequeño Albert imaginó algo más parecido a un juguete que a la extraña y diminuta criatura que le presentaron. Al verla por primera vez, preguntó a sus padres con un gesto de decepción: «¿Dónde están las ruedas?».
Los dos niños trabaron rápidamente una estrecha relación, que mantendrían durante todas sus vidas. El vínculo con Maja fue uno de los más sólidos y afectuosos que jamás tuvo Einstein. La infancia de ambos fue feliz, cómoda, fácil y burguesa, si bien tanto Hermann como Pauline siempre procuraron que sus hijos fueran independientes, tanto de pensamiento como de actos. Por ejemplo, cuando Albert contaba apenas tres o cuatro años, sus padres decidieron ponerlo a prueba y le hicieron adentrarse solo por las concurridas calles de Múnich: le habían mostrado el camino en una ocasión y confiaban que se las arreglaría para encontrarlo de nuevo. Secretamente, los dos lo vigilaban desde una esquina cercana, listos para intervenir si algo salía mal. Albert demostró que no había razón para preocuparse: cuando llegaba a un cruce, miraba detenidamente a lado y lado y aguardaba a que pasaran los coches de caballos antes de cruzar la calle con decisión.
Por las tardes, antes de poder jugar, él y Maja debían terminar sus deberes escolares. Al pequeño Albert le gustaba pasar el tiempo resolviendo rompecabezas, jugando con bloques de construcción o tallando madera. Su actividad favorita era levantar castillos de naipes, pasatiempo para el que demostraba tener gran talento, con construcciones de hasta catorce pisos de altura.
A menudo, los primos de Einstein se reunían para jugar en el amplio jardín trasero de la familia, pero Albert rara vez se les unía. Cuando participaba, según recordaría Maja, sus primos lo consideraban una especie de autoridad: «lo elegían como árbitro en todas las disputas». Pero en general, Albert prefería estar solo: era un niño tranquilo y meticuloso, al que le gustaba tomarse su tiempo cuando se ponía con algo. De hecho, tardó bastante en aprender a hablar, por lo que sus padres, preocupados, consultaron con el médico. En particular, mostraba un rasgo muy curioso: cada vez que quería decir algo, primero pronunciaba las palabras en voz baja para sí mismo. Lo hacía siempre, sin importar lo simple que la frase fuera a ser, lo que llevó a la criada de la familia a apodarlo «el Tonto». Sus padres contrataron a una institutriz, quien acabaría por referirse al niño como el «Padre Aburrido». Finalmente, a los siete años, Albert abandonó para siempre el hábito de susurrar.
Hermano y hermana se peleaban y se hacían mutuamente burlas, o a veces cosas peores. Albert, en particular, sufría violentos berrinches, durante los cuales, como recordaba Maja, se le ponía el rostro amarillo y la punta de la nariz blanca, y perdía todo control de sí. En una ocasión, poco después de haber comenzado a recibir clases en casa, Einstein se enfureció tanto con la maestra que la golpeó con una silla. La pobre mujer huyó despavorida y jamás volvió a pisar la casa.
«En otra ocasión me lanzó una enorme bola de bolos a la cabeza», escribiría Maja cuarenta años después, al parecer sin haber perdonado a su hermano del todo. Maja relató también una vez en la que él la golpeó en la cabeza con una azada de jardín. «Prueba suficiente de que para ser la hermana de un intelectual se necesita tener un cráneo bien sólido».
CUANDO CONTABA UNOS CINCO AÑOS, Albert enfermó y tuvo que guardar cama. Su padre fue a verlo un día a su habitación y le entregó una brújula de bolsillo para que pudiera jugar con ella. Aquel pequeño aparato le causó una enorme impresión: que la aguja fuera capaz de moverse por sí sola le resultaba a la vez incomprensible y fascinante. Albert había aprendido que en el mundo real el movimiento se generaba por contacto, pero ahí estaba aquella aguja moviéndose tras su pantalla de cristal sin que nada la tocara, como si la impulsara una mano invisible.
A esa edad, Albert se había hecho ya a la idea de fenómenos como el viento o la lluvia, o del hecho de que la Luna colgara en lo alto del cielo sin caerse. Se trataba de hechos familiares, para los que desde niño se le había brindado una explicación. Pero aquella brújula, cuya aguja seguía apuntando al norte sin importar cómo moviera la caja, no dejaba de asombrarlo.
Al pequeño Albert, que nada sabía aún sobre el campo magnético terrestre, le parecía que, sin duda, algún poder misterioso debía guiar a aquella aguja. Como recordaría más de sesenta años después, aquel episodio le sirvió para darse cuenta de que «tenía que haber algo profundamente oculto detrás de las cosas», algo cuya existencia debía desentrañar.
«Aun siendo tan joven, el recuerdo de aquel episodio no me abandonaría jamás».
HERMANN EINSTEIN SE SENTÍA ORGULLOSOde que en su hogar no se practicaran los rituales judíos, que consideraba vestigios de «antiguas supersticiones». En su familia, únicamente había un tío que asistía a la sinagoga, y lo hacía solo porque, como el propio hombre solía decir, «nunca se sabe».
Por ello, cuando Albert cumplió los seis años, sus padres no dudaron en enviarlo a la Petersschule, la escuela católica local. De los setenta alumnos de su clase, él era el único judío. Recibió la educación católica habitual, aprendió partes del catecismo, historias del Antiguo y Nuevo Testamento y los sacramentos. De hecho, Albert disfrutaba de aquellas lecciones, e incluso destacaba en ellas, al punto de que en ocasiones ayudaba con las tareas de religión a sus compañeros de clase.
Einstein jamás fue discriminado por los profesores por su origen. Sin embargo, sus compañeros de clase con frecuencia lo insultaban o le agredían físicamente en el camino de regreso a casa.
Enviar a su hijo a una escuela católica era una cosa, pero tenerlo bajo la influencia exclusiva del catolicismo era otra, por lo que, como contrapeso, sus padres decidieron contratar a un pariente lejano para instruir a Albert en los valores del judaísmo. Aquello obraría en el niño un efecto muy distinto al esperado: en 1888, cuando tenía nueve años, Albert desarrolló una súbita y fervorosa atracción por la fe judía. Mientras su familia seguía con su vida secular, él se adhirió estrictamente al dogma por voluntad propia, cumpliendo con las restricciones del sabbat o comiendo según las reglas kosher. Incluso compuso sus propios himnos, que cantaba en su camino de regreso a casa desde la escuela.
Este cambio coincidió con el paso de Einstein a la escuela secundaria. El Luitpold Gymnasium, situado cerca del centro de la ciudad, además de prestar atención a las matemáticas y la ciencia, así como a materias más tradicionales como el latín y el griego, contaba con un profesor de religión para sus estudiantes judíos. Más tarde, Einstein recordaría que en aquella época encontraba una especie de «dicha paradisíaca» en el jardín que rodeaba la casa familiar. Allí, en aquella atmósfera inundada por el aroma a flores y a savia, se sentía feliz y alentado a sentir la fe y entregarse a la contemplación. También se volvió consciente de lo que más tarde definiría como «la fatuidad de las esperanzas que la mayoría de los hombres persiguen sin cesar a lo largo de sus vidas».
Aquella fase, no obstante, terminaría de forma tan repentina como había empezado. A los doce años, Einstein abandonó todo interés por la religión. Puede que en esa súbita pérdida de fe tuviera algo que ver que a esa edad le habría correspondido prepararse para su bar mitzvá y comprometerse por consiguiente de manera formal con el judaísmo. En todo caso, Einstein más tarde se aseguraría de atribuirlo a la influencia de lo que podríamos llamar pensamiento científico.
Otro hecho pudo tener relevancia en aquel cambio de actitud. Aun no ser creyentes, los Einstein mantuvieron ciertas costumbres de origen judío, si bien tenían tendencia a modificarlas a su libre albedrío. Así, la tradición según la cual se debe invitar a un estudiante religioso sin recursos para la comida del sábado se convirtió, en el caso de los Einstein, en sentar a la mesa a un estudiante de medicina los jueves.
Este tenía por nombre Max Talmud, y contaba veintiún años cuando comenzó a visitarlos. Por aquel entonces, Albert contaba diez, lo que no fue obstáculo para que ambos hicieran buenas migas. Tras descubrir el vivo interés del muchacho por la ciencia y las matemáticas, Talmud comenzó a traerle cada semana libros sobre la materia. A la semana siguiente, el niño le mostraba entusiasmado su solución a los problemas que le había entregado. Aunque al principio Talmud lo ayudaba, no pasó mucho tiempo antes de que, como suele decirse, el alumno superara al maestro.
La relación con Talmud obró un profundo efecto en el joven Einstein:
La lectura de libros científicos de divulgación me permitió muy pronto llegar a la convicción de que muchas de las historias de la Biblia no podían ser verdaderas —recordaría—. Aquel auténtico festín de librepensamiento, junto con la impresión de que la juventud estaba siendo intencionadamente engañada mediante mentiras, me causó una abrumadora impresión.
Einstein jamás se desprendería de esa impresión, y se mostraría siempre reacio a la ortodoxia religiosa y al ritual, y hostil frente a todo tipo de autoridad y dogma. Es probable que fuera este el motivo por el que, al cabo de tres años, en el momento crucial, se negara a seguir adelante con su bar mitzvá.
LA RELIGIÓN NO ERA LA ÚNICA COSA por la que el joven Einstein sentía aversión. De vez en cuando, las calles de Múnich se convertían en escenario de estruendosos desfiles militares: los soldados avanzaban al son de flautas y tambores, acompañados por el vibrar de las ventanas y por los vítores de miles de ciudadanos que se agolpaban en las calles para verlos pasar. Entre ellos se hallaban muchos niños que, jugando a ser soldados, imitaban emocionados su marcha. Cuando en una ocasión presenció una de esas exhibiciones, Albert no pudo evitar prorrumpir en llanto. «Cuando crezca —les dijo a sus padres—, no quiero ser uno de esos desgraciados».
Por aquellos años, el espíritu militar que recorría el país se hacía sentir también en el ámbito de la educación. Al igual que en la mayoría de las escuelas alemanas de la época, en el Luitpold Gymnasium se seguía una forma de enseñanza cuasi marcial, en la que la sistematización y la estricta disciplina eran la norma. El cuestionamiento se desaprobaba: los alumnos debían aprenderlo todo de memoria y luego regurgitarlo. Los maestros eran vistos como la encarnación misma del conocimiento y de la autoridad, a la que el estudiante, convertido en un mero recipiente de cuanto se explicaba en clase, debía limitarse a obedecer.
En este contexto, Einstein no tuvo problema en obtener buenas calificaciones, pero distaba mucho de ser un buen estudiante. Despreciaba abiertamente el sistema escolar, su instituto y a sus profesores, a quienes posteriormente se referiría siempre como «los tenientes».
En una ocasión, uno de sus profesores llegó a decirle que no era bienvenido en clase. Einstein se defendió diciendo que él no había hecho nada malo. «Cierto —repuso el profesor—, pero se sienta usted allí, en la última fila, siempre con esa sonrisa; su sola presencia socava el respeto de la clase hacia mí». El profesor en cuestión añadió que preferiría que Einstein abandonara la escuela por completo.
Tras el fracaso de la empresa paterna, la familia se mudó a Italia, dejando al hijo en Múnich para que pudiera completar su educación. A los quince años, Albert se quedó pues prácticamente solo en aquella ciudad, obligado a alojarse en la casa de unos parientes lejanos. Se sentía tan deprimido que persuadió al médico de la familia —un hermano mayor de Max Talmud—, para que redactara un certificado según el cual estaba sufriendo de «agotamiento nervioso» y recomendaba por ello suspender su educación. Para dar más fuerza a la solicitud, rogó asimismo a su profesor de matemáticas que declarara que había aprendido cuanto precisaba y había adquirido un conocimiento óptimo de la asignatura.
Justo antes de las vacaciones de Navidad de 1894, Albert empacaba sus pertenencias, adquiría un boleto de tren y se presentaba, sin previo aviso, en la casa de sus padres en Milán. Sorprendidos, Hermann y Pauline le reprobaron duramente su decisión, pero él estaba decidido a no regresar a Múnich.
Para calmar su enojo, Albert prometió a sus padres que se prepararía por su cuenta para el examen de ingreso al Politécnico de Zúrich, institución que había elegido para su educación superior. Con ciertos reparos, sus padres resolvieron no obstante apoyar a su hijo y hacer cuanto estuviera en sus manos para ayudarle. Como el Politécnico requería que los solicitantes tuvieran al menos dieciocho años, Hermann y Pauline pidieron a un amigo de la familia que solicitara a la institución hacer una excepción con su hijo. El amigo se tomó su cometido muy en serio e hizo llegar a las autoridades del Politécnico una recomendación personal para Albert, que a la sazón contaba dieciséis años, en el lenguaje más elogioso que supo encontrar.
Al cabo de unos días, llegaba la respuesta, en forma de carta firmada por Herr Albin Herzog, director del Politécnico:
Atendiendo a mi experiencia, no considero aconsejable apartar a un estudiante de la institución en la que ha comenzado sus estudios, incluso en aquellos casos en los que se trata de lo que viene en llamarse un «niño prodigio». No obstante, si usted o los familiares del joven en cuestión no comparten mi opinión, permitiré, bajo una dispensa excepcional de la norma de edad, que el joven sea sometido a un examen de ingreso en nuestra institución.
El examen en cuestión dio inicio el 8 de octubre de 1895 y duró varios días. Einstein no lo superó. Si bien sacó buenos resultados en matemáticas y física, le fue mal en las demás asignaturas, incluida la sección de conocimientos generales, que comprendía historia de la literatura, política y ciencias naturales. Einstein no era tan ingenuo como para no advertir que el examen no había ido bien, y era también consciente de sus evidentes carencias de conocimientos. «Mi fracaso —recordaría más tarde—, parecía completamente justificado».
No obstante, su actuación más que sobresaliente en el apartado técnico le valió el reconocimiento por parte de la institución. En concreto, el jefe del departamento de Física, Heinrich Weber, invitó a Albert a asistir como oyente a sus conferencias, algo que contravenía totalmente las reglas. Herr Herzog, por su parte, recomendó a sus padres que Einstein procurara completar su último año de educación preliminar en un instituto cercano: si obtenía el correspondiente diploma, el Politécnico, a pesar de que aún se hallara seis meses por debajo de la edad requerida, lo admitiría entre sus alumnos.
Así fue como, el 26 de octubre, Einstein se inscribió en la escuela cantonal de Aarau, una hermosa ciudad a 40 kilómetros de Zúrich. La escuela tenía reputación de institución avanzada: junto al plan de estudios tradicional, defendía la enseñanza de idiomas modernos y de asignaturas científicas, para las que contaba con un laboratorio magníficamente equipado. La escuela defendía asimismo un estilo de enseñanza en el que se evitaba el aprendizaje mecánico y la mera memorización de contenidos, y que trataba a los estudiantes como verdaderas personas. En particular, la escuela fomentaba la comprensión visual y el recurso a los experimentos mentales como herramientas para explicar los conceptos.
Como Einstein contaría más tarde, aquellos profesores, lejos de ser simples figuras autoritarias, «eran personas accesibles», con las que era posible hablar y trabar relación:
Aquella escuela dejó en mí una huella imborrable. Al compararla con los seis años que pasé en un autoritario liceo alemán, me doy cuenta de cuán superior es una educación orientada hacia la acción libre y la responsabilidad personal frente a otra que depende de la autoridad externa y la ambición. La democracia no es una simple ilusión.
Durante su época en Aarau, Albert se alojó en casa de Jost Winteler, uno de los profesores de la escuela. Para el joven Einstein, Winteler, su esposa Rosa y sus siete hijos se convirtieron en algo muy parecido a una familia, y no pasó mucho tiempo antes de que se dirigiera a Jost y a Rosa como papá y mamá. Le encantaba pasar con ellos las cenas, que discurrían entre risas y conversaciones.
De entrada, Winteler impresionaba, con su profusa y puntiaguda barba, sus espesos cabellos y sus pequeñas gafas. Filólogo de formación, además de impartir clases de latín y griego en la escuela, ejercía como periodista, poeta y ornitólogo. Era un hombre generoso con su tiempo, abierto de mente y paciente a la hora de enseñar. Winteler era además una persona íntegra y de mentalidad liberal: defensor acérrimo de la libertad de expresión, sentía un profundo desprecio por cualquier forma de nacionalismo. Einstein no tardaría en adoptar muchas de las posturas de su anfitrión, especialmente su compromiso con el internacionalismo.
La recién formada conciencia política de Einstein, así como su desdén por el militarismo alemán, lo llevaron a expresar su deseo de renunciar a su nacionalidad, proceso para el que pidió ayuda a su padre. Cabe reseñar que casi con toda certeza en aquella decisión tuvieron también su papel intereses de índole más práctica: si Albert cumplía los diecisiete siendo aún ciudadano alemán, habría sido reclutado por el ejército.
Seis semanas antes de su decimoséptimo cumpleaños, la carta del Gobierno llegó por fin: oficialmente, Einstein era declarado apátrida.
MARIE ERA LA HIJA PEQUEÑA DE LOS WINTELER. Cuando Einstein llegó para alojarse con la familia, ella vivía aún en la casa. Había finalizado hacía poco sus estudios en la escuela de formación de profesores, y se hallaba a la espera de comenzar su primer trabajo. Estaba a punto de cumplir dieciocho años; Einstein tenía dieciséis. Era una chica alegre, algo insegura y notablemente bonita, con su cabello oscuro y ondulado. Ambos amaban la música. A menudo, Einstein tocaba su violín para la familia por las tardes y Marie lo acompañaba al piano. Al cabo de unos meses, a finales de 1895, los dos se habían enamorado.
Al principio, ambos se profesaban una mutua y absoluta devoción. En esa época, Einstein, que solía quedarse despierto por la noche mirando las estrellas, se decía a sí mismo que la constelación de Orión brillaba más hermosa que nunca. En enero de 1896, Marie se mudó a un pueblo cercano para comenzar su trabajo como maestra. Aunque ella regresaba a casa con asiduidad, los dos se enviaban frecuentes cartas de amor, en las que lamentaban el tiempo que debían pasar separados: «Es hermoso soportar el sufrimiento cuando consuelas a otra persona», escribió él una vez.
Albert le enviaba canciones de Mozart, y también salchichas, en un intento de ayudarla a ganar peso, lo que él llamaba «proyecto rosquilla». A veces trataba de ponerla celosa y hacerla reír:
Adivina qué —le escribió en una carta—. Hoy he tocado con la señorita Baumann […] algo que envidiarías si conocieras a la chica. Tiene la virtud de poner sin esfuerzo toda su delicada alma en el instrumento, ya que en realidad no tiene ninguno… Creo que no puedo evitar mostrarme como un ser odioso y compulsivamente mordaz.
Los padres de Albert no podían sentirse más felices ante aquella relación. Pauline Einstein, en particular, estaba ansiosa por hacer saber a su hijo cuán dichosa se sentía. Cuando este regresó a Italia en abril de 1896, para pasar las vacaciones de primavera con su familia, ella se esforzaba por leer las cartas de su hijo a Marie. En una de las respuestas de Albert, Pauline adjuntó la siguiente nota: «¡Aun sin haber leído su carta, le envío un cordial saludo!»
Pero el romance no duró. En octubre dio inicio el curso en el Politécnico de Zúrich y Albert pronto se sumergió en la vida bohemia de estudiante. Parece que este cambio afectó casi de inmediato sus sentimientos hacia Marie, aunque al principio aún seguía enviándole su ropa sucia. A Marie aquel cambio de actitud no le pasó desapercibido. En una carta de noviembre de 1896, con una mezcla de devoción y enfado, le escribía lo siguiente:
Amor mío,
Tu cestita llegó hoy. En vano me esforcé por hallar en ella la más pequeña nota, aunque la simple visión de tu querida letra en el remitente fue suficiente para hacerme feliz… El domingo pasado crucé el bosque bajo una lluvia torrencial para llevar tu cesta a la oficina de correos. ¿Te llegó a tiempo?
Albert le había sugerido ya que debían abstenerse de volver a escribirse. «Amor mío —fue la respuesta de ella—, creo que hay un pasaje de tu carta que no acabo de entender del todo. Me dices que no quieres seguir manteniendo correspondencia conmigo. Pero ¿por qué no, cariño?». Marie le mandó una tetera como regalo. Él recibió el regalo con una notable falta de gracia, y le mandó una carta en la que le decía que no debería haberse molestado. «Mi amor —respondió Marie—, el hecho de que te haya enviado una ridícula tetera no tiene por qué complacerte en absoluto, salvo cuando vayas a prepararte un buen té en ella. […] Ahora, intenta disfrutar y deja de poner esa cara enojada que me mira desde todos los rincones del papel».
Albert dejó de escribirle y ella comenzó a cuestionarse su relación, si bien de un modo que le era muy propio: dirigiendo gran parte de su enojo hacia ella misma. Se preguntó si no era suficiente para él; se sabía intelectualmente inferior a Einstein y estaba convencida de que si él seguía con ella era debido a algún lamentable sentido del deber. Albert, por su parte, no albergaba deseos de herir a Marie. Se sentía culpable y en cierto modo todavía la quería, así que en lugar de admitir sus verdaderos sentimientos procuraba calmar las inquietudes de ella, y de ese modo librarse de sus remordimientos.
Finalmente, en mayo de 1897, Albert decidió poner fin a la relación. Envió una nota en la que pedía a Marie que no se culpara a sí misma, antes de continuar: «Te ruego que al menos no me juzgues por lo que yo, tras superar las peores luchas, he arrebatado de la naturaleza miserable y débil. Nada he hecho que merezca tu odio… solo tu desprecio».
Como tenía previsto visitar poco después a la familia, se vio en la obligación de escribir también a Rosa Winteler, o su «querida mamá», como a menudo se dirigía a ella: