El amor del príncipe - Rebecca Winters - E-Book
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El amor del príncipe E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

La mujer que eligió el príncipe El príncipe Alexius de Hellenica haría cualquier cosa para ayudar a su hija de cuatro años a aprender a hablar. Por eso, aquel hombre tan reservado se encontró abriéndose a la burbujeante logopeda infantil Dottie Richards. Dottie era como un soplo de aire fresco en palacio y la pequeña Zoe parecía florecer con ella… ¡al igual que la atracción que Alex sentía por su nueva empleada! Detrás de las alegres sonrisas, Dottie protegía a toda costa su propio corazón, pero nunca había estado tan en peligro como con aquel sereno príncipe de ojos oscuros y misteriosos.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados.

EL AMOR DEL PRÍNCIPE, N.º 2466 - junio 2012

Título original: A Bride for the Island Prince

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0188-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

EL PRÍNCIPE Alexius Kristof Rudolph Stefano Valleder Constantinides, duque de Aurum y segundo en la línea de sucesión al trono de Hellenica, llevaba toda la mañana trabajando en su despacho cuando oyó que llamaban a la puerta.

–¿Sí? –contestó.

–¿Su Alteza? ¿Puedo hablar con usted?

–¿Qué ocurre, Hector?

El devoto asistente a la Corona asomó la cabeza por el marco de la puerta. Había sido la mano derecha del padre y abuelo de Alex y llevaba perteneciendo al personal de palacio más de cincuenta años. Si molestaba al príncipe, era por algo realmente urgente.

–Estoy revisando algunos contratos muy importantes, ¿no puede esto esperar hasta la hora de comer? –añadió Alexius.

–El director de la asociación nacional de hospitales está aquí y quiere agradecerle en persona la ayuda sin precedentes que les ha dado para construir cuatro hospitales nuevos que nuestro país necesitaba tan urgentemente. ¿Sería posible que le dedicara unos minutos?

Alex no tuvo ni que pensarlo. Aquellas facilidades debían haber sido construidas hacía mucho tiempo. Creía firmemente en mejorar la calidad de los servicios sanitarios que se ofrecían.

–Sí, desde luego. Llévalo al comedor y allí me reuniré con él.

–Se pondrá muy contento. Pero ahora debo tratar otro asunto, Su Alteza.

–Entonces pasa, no te quedes ahí, Hector.

El canoso asistente entró en el despacho.

–La reina me ha pedido que le diga que la princesa Zoe ha tenido otro de sus momentos esta mañana –dijo.

En otras palabras. Una increíble rabieta.

Alex levantó la cabeza. Su hija de cuatro años significaba más para él que la vida misma. Y estaba realmente preocupado por el cambio de actitud de la pequeña, cambio que estaba convirtiéndola en alguien cada vez más difícil de tratar.

Desafortunadamente la reina no se encontraba muy bien y Alex tenía que ocuparse de las responsabilidades reales de su hermano mayor, Stasio, mientras este estaba fuera del país. Nada de aquello ayudaba a su hija.

Durante los anteriores cuatro meses, el comportamiento de la niña había empeorado mucho. Había tenido tres niñeras en tan corto espacio de tiempo y en aquel momento estaban buscando otra. Desesperado, le había pedido ayuda a la reina Desma, su autocrática abuela, que desde la muerte de su abuelo, el rey Kristof, era la mo- narca de Hellenica, un país que constaba de un grupo de islas en el mar Egeo.

La reina Desma sentía debilidad por su bisnieta y le había pedido a una de sus sirvientas personales, Sofia, que la cuidara hasta que llegara la nueva niñera. Pero lo que en realidad quería era que su nieto se casara. Por decreto real, Alex solo podía casarse con una princesa y este había decidido no volverse a casar. Un matrimonio de conveniencia había sido suficiente.

Durante los anteriores días, la pequeña Zoe había pasado la mayor parte del tiempo en los aposentos de su bisabuela, que había estado intentando preparar a la niña para una nueva madre. La reina había sido quien había concertado el matrimonio de Alex con su difunta esposa, Teresa. Ambas mujeres pertenecían a la casa de Valleder.

Pero como Teresa había fallecido, Desma había estado negociando con la casa de Helvetia para acordar un matrimonio entre la princesa Genevieve y su nieto, pero él jamás aceptaría.

–Esta mañana desayuné con ella y parecía estar bien –le comentó Alex a Hector–. ¿Qué ha ocurrido para que se altere tanto con Sofia?

–No ha sido con Sofia –aclaró el asistente–. Han ocurrido dos cosas, si puedo hablar con franqueza.

Alex se sintió frustrado y muy preocupado.

–Siempre lo haces.

–Su nuevo tutor americano, el señor Wyman, ha renunciado a su cargo, y su profesor de griego, Kyrie Costas, está amenazando con hacer lo mismo. Los dos han tenido problemas entre ambos. El señor Wyman está esperándolo en el hall. Quiere hablar con usted antes de marcharse.

Alex se levantó. Hacía tres semanas se había visto forzado a sacar a Zoe de las clases preescolares a las que había estado asistiendo tres veces por semana ya que su profesor no había logrado que participara. Temiendo que su pequeña tuviera algún problema físico, le había pedido al médico de palacio que la examinara a conciencia. Pero el doctor no había encontrado nada extraño.

Y en aquel momento su profesor de inglés había renunciado a darle clases. La difunta esposa de Alex, que había pasado muchos años de su juventud en Estados Unidos, había fallecido de una grave enfermedad cardiaca. Antes de morir, le había hecho prometer que Zoe llegaría a hablar un inglés fluido. Él había hecho todo lo que había estado en su mano para intentar cumplir el deseo de la difunta y había contratado un tutor estadounidense.

–Hazle pasar.

El profesor de inglés, de cuarenta años, había tenido unas referencias estupendas ya que había trabajado para su primo segundo, el rey Alexandre Philippe de Valleder, monarca de un principado que había junto a Suiza. Como ya no necesitaba un tutor para su hijo, el rey, que era el mejor amigo del hermano de Alex, le había recomendado al norteamericano.

–Su Alteza –dijo entonces el señor Wyman, haciendo una reverencia.

–Señor Wyman. Hector me ha comentado que ha renunciado a su puesto. ¿Es mi hija realmente tan difícil que no puede continuar dándole clases?

–Últimamente sale corriendo en cuanto me ve –contestó el hombre con sinceridad–. Creo que está asustada por algo y apenas habla. El señor Costas dice que es mi método, pero le aseguro que hay algún problema. Y yo solo soy profesor.

Desde el examen médico de Zoe, Alex se había planteado contratar un psiquiatra infantil. El señor Wyman decía que estaba asustada. Él estaba de acuerdo. Aquel comportamiento no era normal. Tal vez no tener a su madre le había acarreado a la pequeña problemas psicológicos, problemas que no habían sido reconocidos hasta aquel momento.

–Si Zoe fuera su hija, ¿qué haría?

–Bueno, creo que antes de llevarla a un psicólogo infantil intentaría descubrir si hay algún problema físico que le impida hablar tanto como debería. Si ese es el caso, quizá sea lo que está aterrorizándola.

–¿Dónde podría encontrar un médico especializado en eso? –preguntó Alex.

–En el Stillman Institute, de Nueva York. Allí se encuentran algunos de los mejores terapeutas del habla de Estados Unidos. Llevaría a mi hija allí para que la evaluaran.

–Me informaré. Gracias por su consejo y por su ayuda con la princesa Zoe. Aprecio mucho su sinceridad. Goza de mi más alta recomendación para cualquier trabajo.

–Gracias, Su Alteza. Espero que pronto se solucione el problema. Le he tomado mucho cariño a la princesa.

Una vez que el profesor se hubo marchado, Alex comprobó la hora en su reloj de muñeca. Cuando terminara de comer con el jefe de la asociación de hospitales, la clínica de Nueva York habría abierto. Iba a telefonear para hablar con el director.

Dottie Richards nunca había montado antes en helicóptero. Una vez que su avión aterrizó en Atenas, le dijeron que tardaría poco en llegar a Hellenica.

El director del Stillman Speech Institute la había elegido a ella para que se hiciera cargo de una emergencia que había surgido. Según parecía había una importante niña de cuatro años que necesitaba ser diagnosticada cuanto antes. Incluso le habían concedido una visa temporal para marcharse del país sin tener que esperar los trámites normales que se requerían para el pasaporte.

Por razones de seguridad no le habían informado de la identidad de la niña hasta que en Atenas la recibió un miembro de palacio llamado Hector. La pequeña era la princesa Zoe, hija única del príncipe Alexius Constantinides, un viudo que estaba encargándose del trono de Hellenica.

–¿Que está encargándose del trono?

–Sí, señora. El heredero al trono, el príncipe Stasio, está fuera del país. Cuando regrese, se casará con la princesa Beatriz. La boda se celebrará el cinco de julio. En ese momento, la reina Desma, la bisabuela de la princesa Zoe, renunciará al trono y el príncipe Stasio se convertirá en rey de Hellenica –explicó Hector.

Dottie escuchaba con gran atención.

–Mientras tanto… –continuó el hombre– el príncipe Alexius está encargándose de los asuntos reales. Ha sido él quien ha enviado el helicóptero para que usted pueda ver los lugares de interés mientras se dirige al palacio, que se encuentra en la isla más grande, llamada Hellenica.

Ella se dio cuenta de que aquel era un privilegio que no se les otorgaba a muchas personas.

–Es muy amable por su parte –comentó mientras subía al aparato.

Pero en cuanto el helicóptero despegó, se sintió mareada e intentó combatir la sensación.

–¿Podría decirme qué es exactamente lo que le ocurre a la princesa Zoe?

–Eso es algo que debe hablar personalmente con el príncipe.

Oh, oh…

–Desde luego.

En ese momento, Dottie se dio cuenta de que estaba entrando en el mundo de la realeza, donde el silencio era la mejor opción de discreción. Sin duda por eso Hector había sido elegido para su cargo. Admiraba su lealtad y se lo habría hecho saber, pero en aquel momento se sintió realmente mareada y le resultó imposible hablar.

Varios años antes había visto algunas fotografías de los hermanos Constantinides en las noticias televisivas. Ambos, morenos y atractivos, habían tenido reputación de playboy. No conocía nada acerca del mundo de la realeza, aparte de su exposición a la prensa. Pero perfectamente podía haber nacido princesa si el destino lo hubiera querido. Cualquier persona podía serlo. Después de todo, los miembros de la realeza eran seres humanos. Nacían, comían, dormían, se casaban y morían al igual que el resto de los mortales. Era lo que hacían, dónde lo hacían y cómo lo hacían lo que les diferenciaba de las masas.

Ella había sido criada por una tía soltera que ya había fallecido y su mundo no había incluido muchos cuentos de hadas. Aunque había habido momentos durante su infancia en los que había sentido curiosidad por saber cómo sería ser reina o princesa. Y en aquel momento le había surgido una oportunidad sin precedentes para descubrir cómo era.

Había oído demasiadas noticias sobre miembros de la realeza involucrados en escándalos y sentía cierta pena por ellos. Debía de ser muy duro estar permanentemente expuesto a los medios. Vivían en una peor situación que las personas famosas, cuya popularidad finalmente disminuía considerablemente. Pero un miembro de la realeza lo era para siempre y su vida siempre sería analizada con lupa. Una princesa o príncipe no podían ni siquiera nacer o morir sin despertar la atención de toda una muchedumbre. Pero como muy bien había aprendido ella durante una temprana etapa de su vida, los problemas de un ser humano normal eran en ocasiones tan terribles que también captaban indeseada atención de la gente.

Tal y como le había ocurrido al rey Jorge VI de Inglaterra, su severo problema de tartamudeo se había convertido en una agonía. Aunque estaba claro que ser humano y miembro de la realeza al mismo tiempo debía de ser el doble de duro.

A sus veintinueve años y habiendo superado hacía tiempo su problema de habla, a ella le encantaba su anonimato. En ese aspecto sentía compasión por la pequeña princesa que ni siquiera había conocido todavía. La pobre niña ya era examinada con lupa y lo seguiría siendo durante el resto de sus días. Si tenía un problema de habla o algo más importante, finalmente se acabaría sabiendo. Pensó que debía hacer todo lo posible para ayudar a la pequeña.

Tras un rato se sintió extremadamente mareada. No había disfrutado en absoluto de las maravillosas vistas que se divisaban desde el helicóptero. En cuanto aterrizaron y la guiaron hasta el dormitorio que iba a utilizar en palacio, vomitó y se acostó de inmediato.

¡No volvería a montar en helicóptero!

Alex miró a su viuda abuela, que todavía tenía mucha cantidad de su canoso pelo a los ochenta y cinco años. Pero había empezado a cansarse con más facilidad y permanecía mucho tiempo en sus aposentos. Sabía que estaba más que preparada para que Stasio la relevase en el trono.

Nadie esperaba con más ansias que él el regreso de Stasio. Cuando su hermano se había marchado el uno de abril, había prometido regresar a mediados de mayo, pero ya estaban a finales de dicho mes y faltaban solo cinco semanas para su boda. Él necesitaba dejar de tener que ocuparse de las responsabilidades de palacio para dedicarle tiempo a Zoe. Tenía puestas muchas esperanzas en que aquella logopeda que le habían recomendado en la clínica de Nueva York pudiera darle algunas respuestas definitivas. Sería un gran paso ya que su hija estaba cada día más infeliz.

–Gracias por el desayuno –le dijo a su abuela–. Si me disculpáis, tengo que ir a ocuparme de algunos asuntos. Pero regresaré –añadió, dándole un beso a su hija, que estaba jugueteando con la comida–. Pórtate bien con Yiayia.

Zoe asintió con la cabeza.

Tras hacer una reverencia ante su abuela, se marchó de la sala y se dirigió a su despacho, que estaba en el otro extremo de palacio. Había querido conocer a la señora Richards la noche anterior, pero Hector le había dicho que la mujer nunca había montado en helicóptero antes y que se había mareado durante el vuelo. No le había quedado más remedio que esperar a aquella mañana.

Sabía que no debía preguntarle a Hector qué aspecto tenía la mujer; le respondería que no era nadie para juzgarlo. La tendencia del asistente a no cotillear era una valiosa cualidad que él valoraba mucho… pero que en ocasiones le sacaba de quicio.

Durante años, su hermano mayor había acusado a Hector de no ser humano. Alex pensaba que el asistente irritaba tanto a Stasio porque este había crecido sabiendo que un día sería rey y Hector suponía un recordatorio permanente de su obligación con su pueblo, así como de que debía casarse con la princesa Beatriz y dar herederos a la corona.

Como la reina, que quería más bisnietos por la gloria de Hellenica, él tenía muchas ganas de que su hermano le diera primos a Zoe. A su pequeña le encantaría tener un bebé alrededor. Le había pedido una hermanita, pero todo lo que le había respondido él había sido que su tío Stasio tendría un heredero en poco tiempo.

Cuando llegó a su despacho, frunció el ceño al leer el fax que le había enviado su hermano, que todavía se encontraba en Valleder.

Lo siento, hermanito, pero los negocios me mantendrán por aquí durante otra semana. Dile a Yiayia que regresaré pronto a casa y dale a Zoe un abrazo de parte de su tío. Sigue como hasta ahora; estás haciendo un trabajo maravilloso. Stasi.

–¿Su Alteza? Le presento a la señora Richards.

Alex levantó la cabeza. Hector había entrado en el despacho sin que él se hubiera dado cuenta. Estaba carraspeando. Una mujer con un aspecto muy estadounidense lo acompañaba. Era más alta que la mayoría de mujeres y llevaba su pelo castaño claro arreglado en un moño. Pero él estaba tan decepcionado, incluso enfadado, ante las noticias que había recibido de su hermano, que había olvidado que el asistente iba a ir a verlo.

–Un mes, hermanito –había asegurado Stasio antes de marcharse–. Es todo lo que necesito para llevar acabo algunos negocios bancarios lucrativos. Philippe está ayudándome.

Pero Stasio llevaba fuera mucho más tiempo y él no estaba muy contento. Tampoco lo estaba la reina, ni el primer ministro ni el arzobispo, que estaban ansiosos por tratar con él el tema de la coronación y la boda real.

Dejando a un lado sus sentimientos, se levantó.

–Bienvenida a Hellenica, señora Richards.

Ella hizo una torpe reverencia, sin duda entrenada por Hector. Alex odió tener que admitir que la logopeda tenía un aspecto muy agradable, juvenil, incluso atractivo. Llevaba una blusa color azul pálido y una falda que le marcaba su delgada cintura. No había pretendido quedarse mirándola, pero parecía que sus ojos tenían voluntad propia y no podían dejar de disfrutar de sus femeninas curvas y de sus largas piernas.

Se forzó a mirarla a la cara y le impactó la preciosa boca que tenía y el intenso color azul de su mirada. Le re- cordaba a los acianos que crecían salvajes en Aurum, su lugar habitual de residencia.

Echaba de menos la privacidad de su palacio, donde se ocupaba de sus obligaciones reales alejado de Hellenica. La isla en la que se encontraba Hellenica atraía muchos turistas, pero Aurum no tanto. No deberían molestarle los turistas ya que suponían una de las mayores fuentes de ingresos de su país, pero debido a la angustiosa situación de su hija, todo le afectaba… sobre todo la mujer que tenía delante.

–Me han dicho que lo pasó mal durante el trayecto en helicóptero. Espero que se encuentre ya mejor.

–Mucho mejor, gracias. Las vistas eran espectaculares.

–Lo poco que vio debido a lo mareada que estaba –comentó Alex.

–Efectivamente –concedió Dottie–. Vi poco. Siento que su intento de que disfrutara del trayecto en helicóptero no resultara como había esperado –añadió con gran franqueza–. ¿Veré a su hija esta mañana?

–Sí –respondió él, mirando a Hector a continuación–. ¿Podrías pedirle a Sofia que traiga a Zoe?

El asistente hizo una breve reverencia y se marchó del despacho. Alex se acercó entonces a Dottie y la invitó a sentarse en un sillón que había en la sala.

–¿Le gustaría tomar café o té?

–No, gracias –dijo ella, sentándose–. Acabo de tomar un té. Pero, por favor, usted tome si quiere.

Si quiere… Aquella pedagoga había resultado ser toda una sorpresa. Parecía muy tranquila, lo que no siempre era el caso con los extraños que conocían al príncipe por primera vez.

–Mi jefe, el doctor Rice, me comentó que su hija está teniendo problemas para comunicarse, pero no me dio ningún detalle. ¿Cuánto hace que falleció su esposa?

–Dos años.

–Y ahora Zoe tiene cuatro años. Eso significa que no tiene ningún recuerdo de su madre salvo lo que usted le haya contado y, claro está, las fotografías. ¿El embarazo de su hija fue a término?

–No. Zoe nació seis semanas antes de que mi esposa saliera de cuentas y estuvo ingresada en el hospital durante casi un mes. Yo temí que fuéramos a perderla, pero finalmente se recuperó.

–¿Ha tenido problemas con el habla desde siempre?

–No sé lo que es normal o no. Como nunca antes había estado en contacto con niños, no tenía con quién comparar su desarrollo. Todo lo que sé es que es difícil entenderla. La reina y yo estamos acostumbrados a ella, pero durante los anteriores meses su comportamiento se ha vuelto muy rebelde y hemos perdido a sus profesores de arte, inglés y danza, así como a tres niñeras. Su profesor de griego se ha rendido y su profesora de preescolar no puede hacerse con ella.

–Normalmente son las personas que se encargan de la educación de los niños las que se dan cuenta primero de si hay algún problema. ¿Era su esposa la que se ocupaba de la niña?

–Sí, pero estuvo mucho tiempo enferma del corazón y la niñera era la que realmente se encargaba de Zoe. Yo me ocupaba de mi hija por las tardes, pero no fue hasta hace dos semanas que empecé a preocuparme por ella de verdad, cuando tuve que sacarla del colegio. Había asumido que al haber sido un bebé prematuro simplemente le costaba más mantener el ritmo de los demás.

–¿La ha examinado el pediatra?

–Sí.

–Y no tiene ningún problema de corazón, ¿verdad?

Alex negó con la cabeza.