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Puente entre la Sicilia de la época fascista y la España de la Guerra Civil, a la que Sciascia siempre prestó gran atención, El antimonio es la historia de un minero siciliano que, empujado por las necesidades económicas, se alista como voluntario en las filas del ejército de Mussolini para luchar codo con codo con las tropas franquistas. El viaje iniciático de este joven, que busca en las trincheras de un conflicto que le es ajeno la redención de la miseria y de la explotación de la mina, revelará, por un lado, las contradicciones más profundas que la guerra desencadena en el ánimo de los combatientes y, por el otro, el angustioso tormento que genera la toma de conciencia de estar luchando por una causa equivocada: es decir, contra gente de la misma condición social, con los mismos anhelos e idénticas aspiraciones. Del misticismo siciliano tan característico de la narrativa de Sciascia se desprende, en este relato vívido y potente, una mirada sincera y libre de prejuicios, capaz de ahondar en las paradojas, las vilezas y las infamias de la Guerra Civil.
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Leonardo Sciascia contaba quince años cuando estalló la Guerra Civil en España. Frecuentaba por entonces las clases de Vitaliano Brancati en el Istituto Magistrale ix Maggio, enclavado en un antiguo monasterio que los habitantes de Caltanissetta llamaban «la abadía». Allí descubrió que su maestro era escritor. Al leer sus artículos de prensa en Omnibus pensó: «Así quiero escribir». El relato El aburrimiento de 1937 solía citarlo y recordarlo. Brancati comenzaba diciendo: «Quien no conozca el aburrimiento, que se instaló en Italia en 1937, se está perdiendo una importante experiencia que tal vez no vuelva a vivir, ni él ni sus descendientes, porque es difícil que esas singulares condiciones se repitan en el mundo». Era una provocación, si se tiene en cuenta que fue el año «del Imperio y de la guerra de España», una crítica sutil, casi silenciosa.
En la abúlica cotidianeidad siciliana, la Guerra Civil fue para muchos algo más que noticias leídas en la prensa sobre un conflicto lejano y ajeno. Al principio, Sciascia no prestó atención a los sucesos que sacudían España en el verano de 1936, la censura y la propaganda no dejaban resquicios ni fisuras para dudar del papel civilizador de la Cruzada Antibolchevique, pero cuando supo que Gary Cooper se había manifestado contrario a Franco comenzó a ver de otra forma los acontecimientos, narrados como heroicos en la prensa, que a sus ojos se revelaban claramente como despreciables crímenes. Peor fue cuando Italia intervino. «Cuando pensaba en los campesinos y artesanos de mi pueblo que iban a morir por el fascismo, me sentía lleno de odio» escribió después. Tres de ellos fallecieron en combate y sus exequias en Racalmuto, con todas las autoridades marchando en los cortejos fúnebres, le impresionaron.
Sciascia no viajó a España hasta muchos años después de la Guerra Civil, cuando ya era un escritor conocido. Sin embargo, el relato que hace en Elantimonio tiene una extraordinaria verosimilitud, como si fuera algo vivido. Lo más cercano a su propia experiencia son las minas de azufre, su abuelo fue capataz de una mina y su padre contable de la misma mina. Él podía haber seguido esa línea, pero estudió para maestro (aunque luego se dedicara al periodismo) porque, como bien apreciará el lector, la minería del azufre estaba en decadencia y no ofrecía ningún futuro a quienes vivían de ella. La Sicilia del azufre era un mundo minero no exactamente industrial, las minas de Tolfa estaban abiertas desde hacía siglos, su explotación se hizo intensiva cuando la pólvora se empleó masivamente en las guerras modernas, desde el siglo XVI. Enclavadas en un mundo y una sociedad rurales, conservaban el color y el ambiente del mundo preindustrial.
Las cartas de los soldados en el frente y de los que regresaban a Racalmuto hacían circular las noticias de la guerra con rapidez en un pueblo en el que todo el mundo se conocía. Las conversaciones sueltas, los comentarios, las alusiones le dieron un conocimiento cabal de lo que sus conciudadanos hacían. El realismo de muchos detalles proviene de cosas escuchadas aquí y allí, siendo una de sus principales fuentes un abogado paisano suyo que fue voluntario en el primer momento con los camisas negras. A diferencia del protagonista de la novela, se trataba de un fascista que nunca se arrepintió de su experiencia española, fue de él de quien tomó casi literalmente el relato del encuentro entre soldados italianos fascistas y antifascistas en Guadalajara. Son las conversaciones con su paisano las que proveyeron el tono autobiográfico de la narración, si bien esas experiencias vividas las trasplantó a otro sujeto siciliano, un arquetipo conocido y familiar, que responde al perfil de uno de tantos trabajadores enrolados en el Corpo di Truppe Volontarie.
Desde 1934 Mussolini estuvo muy interesado en extender la influencia fascista sobre España, gastando importantes sumas para financiar la Falange mediante un subsidio mensual. Pese a todo, se enteró por la prensa del golpe de Estado del 18 de julio. Mortificado al saber que los alemanes habían estado al tanto de todo, envió inmediatamente una docena de aviones para colaborar en el transporte de las tropas de Marruecos a la península ibérica. A rebufo de los acontecimientos, el dictador italiano quería figurar en un papel protagonista que los españoles eran remisos a otorgarle. A juicio del conde Ciano, su yerno, este empeño por protagonizar la cruzada antibolchevique en España era demostración de su concepción infantil de la política internacional. Puro afán de protagonismo, puro exhibicionismo de un régimen que por la guerra de Etiopía afrontaba una seria crisis económica, paro e inflación y no se podía permitir el lujo de más aventuras exteriores.
El general Franco, en este momento aprendiz de dictador, no veía en el Duce un ejemplo a seguir, ni deseaba la ayuda militar italiana nada más que en su expresión más elemental, dinero y armas modernas. Pese a todo, en diciembre de 1936, Mussolini logró que se aceptase la presencia de una misión militar italiana en Sevilla. No obstante, las relaciones entre los golpistas y los fascistas italianos estuvieron a punto de romperse cuando desde Roma se sugirió a Franco que invitase a un príncipe de la Casa de Saboya para ceñirse la corona de España. La junta militar consideró que la ayuda estaba envenenada, que era un caballo de Troya del imperialismo italiano, al tiempo que les asombraba la ignorancia que en Roma se tenía del contexto español. La efímera experiencia del reinado de Amadeo de Saboya aún era recordada muy negativamente por los carlistas y la Iglesia.
Con todo, el fracaso del golpe de Estado en Madrid y la resistencia de la capital a rendirse dio paso a una cruenta guerra civil. Franco tenía que someter el país ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, casa a casa; de mala gana tuvo que aceptar la ayuda de Mussolini. El fracaso de los militares sublevados dio un inesperado protagonismo al Duce, que vio como se le franqueaba la puerta para compartir con Hitler la construcción de una nueva Europa que empezaba a construirse en España y que en el futuro alcanzaría a todo el continente, incluyendo Rusia. Es ya un lugar común decir que nuestra guerra civil fue la antesala de la Segunda Guerra Mundial. Por tal motivo, a comienzos de 1937, se cambió el nombre y el carácter de la misión militar italiana, que creó el Corpo di Truppe Volontarie, CTV, pues ya no se trataba de una ayuda indirecta de equipos, materiales y asesores militares, sino del envío de fuerzas de combate perfectamente equipadas, armadas y bajo mando exclusivamente italiano.
El CTV estaba compuesto por una mezcla de voluntarios fascistas y militares de carrera del ejército real. Estos últimos aparecen bien retratados en El antimonio. Había una notable barrera de clase; al mando, dos millares de oficiales del ejército real, de extracción social media alta, que mandaban sobre 26.000 suboficiales y la tropa de extracción popular, sin experiencia ni adiestramiento alguno. El general Guariglia en sus Ricordi describía a la tropa que mandaba en España como una escoria (feccia) a la que por razones propagandistas se les daba el nombre de voluntarios, si bien habían sido enrolados a la fuerza por una suerte de programa de asistencia social organizado por el Partido Nacional Fascista para parados y vagabundos. Tenía artilleros que nunca habían disparado un cañón, suboficiales que desconocían el reglamento y los aspectos más elementales de la instrucción y debía comandar a haraganes, labradores y artesanos que jamás habían empuñado un fusil, si acaso, escopetas de caza.
Sciascia describe perfectamente este ambiente, Guadalajara es el ejemplo más notorio del fracaso fascista, así como el que da el tono con el que los franquistas trataron la ayuda recibida, con desprecio. Entre otras cosas porque los soldados italianos, conforme se prolongaba la guerra, parecían cada vez menos fascistas. Al lector quizá le pueda parecer que el caso que se nos ofrece en la novela, el minero convertido en soldado al que se le van abriendo los ojos de la conciencia, es pura literatura, ficción, que es extraordinario pensar en un soldado consciente en medio de una multitud de soldados fascistas, que es imposible pensar en un hombre que encuadrado en una milicia de camisas negras converse y exprese sus dudas con sus compañeros. Sorprende saber que en los informes de la inteligencia militar italiana se describen casos similares y se aprecia en ellos una notable preocupación por los resultados adversos del conflicto español en la moral de las tropas italianas a efectos propagandísticos, los soldados estaban perdiendo la fe en el régimen y el adoctrinamiento político ya no les hacía efecto. El «sadismo homicida» de los bombardeos aéreos sobre Barcelona, en palabras de Denis Mack Smith, fue la respuesta que tanto Mussolini como Ciano hallaron para poner fin a las habladurías sobre la falta de determinación italiana. Pero hubo de recurrir a las máquinas y no a los hombres.
Creo que esta falta de determinación guerrera dota de verosimilitud la novela. El autor, con toda seguridad, lo captó en lo que sus conciudadanos voluntarios en el CTV le contaban en su pueblo entre café y café. De esas conversaciones deduce un imaginario que sitúa España y Sicilia, y por extensión toda la Italia meridional, en un ámbito caracterizado por paisajes, imágenes, tradiciones y tensiones sociales que solo tienen lugar allí y no en ningún otro lugar de Europa. España y Sicilia son las caras de una misma moneda, una es reflejo de la otra y viceversa. Los guiños son constantes, hermanadas por elementos que las enlazan con fuerza, siempre localiza rasgos comunes («sentados en los peldaños de aquella iglesia que era igualita a la de mi pueblo»), problemas compartidos («me encantaba mirar la labranza, olvidaba la guerra y creía estar en los campos de mi pueblo»), dificultades y obstáculos análogos para alcanzar la modernidad («una tierra en la que el feudalismo se respiraba: capataces violentos, administradores ladrones y el duque en Palermo o en Madrid a pulirse las rentas en mujeres y coches»). Pero sobre todo lo que las hermanaba era su pertenencia a la misma clase campesina, algo que se palpa en todas las páginas de El antimonio: los personajes italianos y españoles que desfilan ante nuestros ojos son campesinos arrojados a la guerra por la civilización industrial y su maquinaria destructiva.
España y Sicilia no dejaban de ser una misma cosa. En Negro sobre negro escribe Sciascia «Gracián decía que la envidia era una malignidad hispánica. Un mal español. Un mal siciliano». Lo español es por extensión lo siciliano y viceversa. El vínculo es histórico, pero a él nunca se le oirá hablar de la dominación española para referirse al pasado medieval y moderno, más bien describe una comunión, una correspondencia en la que durante cuatro siglos sicilianos y españoles compartieron un mismo destino y una misma historia: «Veníamos de un pueblo que se llamaba Maqueda y me dijeron que un antiguo duque de aquellas tierras había sido virrey de Sicilia, de ahí que la calle más bonita de Palermo se llame Maqueda». Refiere Matteo Collura, en su intensa biografía del autor, que de esto habló por extenso en una entrevista que le hicieron en televisión después de que El antimonio fuera llevada al cine en 1979. Reveló, entre otras cosas, que la herida del protagonista en la mano izquierda era una referencia siciliana a Cervantes, al escritor, al manco de Lepanto, que replica la historia del autor del Quijote, quien pasó parte de su vida en Sicilia para ir a la guerra en la que quedó malherido. Una guerra en la que tomó conciencia de la injusticia.
Se aprecia así que su visión de la Guerra Civil está muy lejos de la épica de Hemingway y de los intelectuales que de uno y otro bando tomaron posiciones. Hay una actitud de discreta simpatía por la República, realista, no exaltada. Tampoco hay entusiasmo ni exaltación de los valores del pueblo italiano, como se aprecia en el episodio de los brigadistas italianos y los soldados del CTV, un episodio también narrado por André Malraux en La esperanza, que carece del sentido épico que ofrece el escritor francés. Su percepción de la guerra no está en esa línea, más bien en la de Georges Bernanos, autor al que creo que se refiere cuando dice que en el futuro un escritor francés expresará el horror vivido con mejores palabras. La brutalidad homicida que se despliega en la contienda tiene el tono de Los grandes cementerios bajo la luna. Ahí Bernanos escribió que «el imbécil es, ante todo, un ser de costumbres y de prejuicios. Arrancado de su entorno, guarda, entre sus dos válvulas bien cerradas, el agua de la laguna que lo ha alimentado. Pero la vida moderna no solo transporta a los tontos de un lugar a otro, sino que los agita con una especie de furia». Algo de esto se percibe en la galería de personajes que desfilan ante los ojos del protagonista de El antimonio, tontos furiosos, aprovechados y asesinos que imponen su voluntad sobre la gente corriente.
El hombre corriente es depositario de la virtud. Es la forma en que Sciascia contempla al ciudadano, un hombre corriente que nunca había engañado a su mujer ni abandonado a sus amigos, que hace su trabajo cada día, que vive ajeno al «vasto e inagotable juego de doble verdad» de la política. Es la gente corriente la que no puede permitirse el lujo de ser doble porque ha de trabajar duro para seguir adelante y, en eso Sicilia, Italia, no se diferencia mucho de España. Sus palabras me recuerdan otras de Galdós quien en La segunda casaca expresó su pesimismo respecto a las oligarquías, «un conjunto tan horrible de ignorancia, de mala fe, de corrupción, de debilidad, que recelo esté el mal demasiado hondo para que lo puedan remediar los revolucionarios». Como Galdós, Sciascia no tiene fe en la revolución, pero sí en la reforma, en la Ilustración, la razón y el pensamiento crítico como únicas respuestas que ponen freno a la desmedida codicia, avaricia y amoralidad de quienes detentan el poder. Él mismo adoptó para definirse un calificativo que un crítico le puso en forma de reproche: Sciascia era un «escéptico inactivo», pero, agregaba él, con «ideas firmes» (tenace concetto).
And the Cardinal dying and Sicily over the ears
—Trouble enough without new lands to be conquered…
We signed on and we sailed by the first tide…
A. Macleish, Conquistador
Los azufreros de mi pueblo llaman «antimonio» al grisú. Es creencia común entre los azufreros que el nombre proviene de «anti-monje», pues antiguamente lo trabajaban los monjes y morían al manejarlo de manera incauta. Añádase que el antimonio se utiliza para fabricar la pólvora, los caracteres tipográficos y, en la Antigüedad, productos cosméticos. Sugestivas razones, estas, para titular el relato El antimonio.