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Publicado por primera vez en 1958, y de nuevo en 1960 con la añadidura del relato «El antimonio», Los tíos de Sicilia es la obra en la que Sciascia alcanza su plena madurez como escritor y en la que su talento de tejedor de historias brilla en su estado más puro. Con una voz a la vez tenue y firme, el escritor siciliano define en estas cuatro magistrales nouvelles los elementos esenciales de su narrativa: la atención a los detalles, la perenne confrontación entre Sicilia y el mundo, la pérdida de la inocencia, la denuncia de los poderosos y la lucidez para captar las paradojas, los engaños y las burlas de la historia con su inconfundible humor negro. No es casualidad, de hecho, que precisamente las palabras de uno de los personajes más memorables de este libro puedan servir como epígrafe para toda la obra de Sciascia: «Y me sentía como un acróbata que camina sobre la sirga: mira el mundo con la alegría del vuelo y luego le da la vuelta, se da la vuelta, y ve bajo de sí la muerte (…). En una palabra: sentí el furor de ver las cosas desde dentro, como si las personas, las cosas fuesen como un libro que se abre y se lee. También el libro es una cosa, lo puedes poner encima de la mesa y mirarlo apenas, incluso para apuntalar una mesa coja lo puedes usar, o para tirárselo a la cabeza a alguien, pero si lo abres y lo lees se convierte en todo un mundo. Por eso, ¿por qué las cosas no han de abrirse y ser leídas como si fueran un mundo?». «Yo creo en los sicilianos que hablan poco, en los pobres que nos saludan con gesto cansado, como desde una lejanía de siglos… Este pueblo necesita ser conocido y amado por lo que calla, por las palabras que guarda en el corazón y no pronuncia». EXTRACTO
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Filippo silbó a las tres de la tarde. Me asomé a la ventana. Desde la calle chilló «¡ya están aquí!». Bajé deprisa las escaleras, mi madre me gritó algo a mis espaldas.
Por la calle, bajo un sol cegador, no iban ni los perros. Filippo estaba medio escondido en el portón de la casa de enfrente. Me contó que en la plaza estaban el podestá, el arcipreste y el maresciallo, y que esperaban a los americanos, que un campesino había dado la noticia: estaban en el puente del Canalotto.
En la plaza, en cambio, había dos alemanes. Habían desplegado en el suelo un mapa y uno de ellos marcaba una carretera con un lápiz, pronunciaba un nombre y levantaba la vista hacia el maresciallo, que decía «sí, de acuerdo». Luego, plegaron el mapa y fueron hacia la iglesia. Bajo el pórtico había un coche cubierto con ramas de almendro. Sacaron un pan, algo de jamón. Pidieron vino. El maresciallo mandó que un carabiniere trajera una garrafa de casa del arcipreste. Los tenían sobre ascuas aquellos dos alemanes que comían tranquilos, tenían miedo y estaban impacientes, tanto que el arcipreste consintió en deshacerse de una garrafa de vino. Los alemanes comieron, se acabaron el vino y encendieron los puros. Se fueron sin ni siquiera despedirse. El maresciallo reparó entonces en nosotros, nos gritó que desapareciéramos de allí y amenazó con patearnos el culo.
De americanos, nada de nada. Eran alemanes, quién sabía cuándo iban a llegar los americanos. Para consolarnos, fuimos al cementerio, que estaba en alto y desde allí se veían los aviones de doble cola caer en picado sobre la carretera de Montedoro y ascender de nuevo mientras en la carretera aparecían nubes negras; luego, se oía un ruido como el que hacen los botijos cuando se rompen. Quedaban los camiones negros en la carretera, se hacía el silencio, y los de la doble cola volvían y ametrallaban. Era bonito ver cómo se lanzaban en picado y luego, de repente, verlos otra vez en el cielo. A veces nos pasaban cerca, y saludábamos con la mano al americano que creíamos que nos miraba. Pero aquella tarde trajeron al pueblo a un carretero despanzurrado y a un niño de nuestra edad herido en una pierna, había saludado con la mano, pero el de la doble cola venga a ametrallar. Los de la doble cola hacían tiro al blanco, disparaban a las gavillas de trigo, a los bueyes que pastaban en los rastrojos. Al día siguiente, por la mañana, Filippo y yo fuimos al campo en el que hirieron al carretero, encontramos por todas partes casquillos gordos como los del calibre doce que usa mi padre. Nos llenamos los bolsillos. Todo el campo para nosotros, silencioso y resplandeciente. Los campesinos no podían salir del pueblo, los militares bloqueaban los caminos. Nosotros cogíamos un camino de cabras que nos llevaba a una cantera y luego a campo abierto. En los árboles había almendras con la piel aún verde y áspera, dentro blancas como la leche: las llaman almendrucos; y las ciruelas de mayo que se pegan al paladar, agrias, todavía verdes. Cogíamos todas las que podíamos acarrear y las comerciábamos luego con los soldados, que a cambio nos daban cigarrillos Milit. Los Milit eran nuestra riqueza, durante un año fueron un gran recurso. Los hombres fumaban todo lo que pillaban en aquel tiempo. Mi tío probó con las hojas de parra mojadas en vino y secadas en el horno, con las hojas de berenjena salpicadas con vino y miel y luego secadas al sol, con hojas de alcachofa maceradas al vino y luego horneadas, por eso por un Milit pagaba hasta media lira. Yo ponía primero el precio, pedía un anticipo, luego me hacía con los dos o tres cigarrillos de la jornada. Por la noche intentaban volver a agenciarse el dinero o buscaban más cigarrillos. Yo fingía dormir y veía que sacudían las ropas, hurgaban en los bolsillos. No encontraban nunca nada, intentaba gastar siempre hasta el último céntimo antes de volver a casa, y si me quedaban cigarrillos los escondía en la entrada, en el paragüero. Nadie quería enfadarse conmigo por razón de los cigarrillos que le procuraba a mi tío. Cuando mi padre se enfadaba conmigo porque me comportaba como un usurero, el tío lo tranquilizaba por miedo a que el comercio se acabase. Mi tío daba vueltas por la casa y decía siempre «si no fumo me muero», me miraba con odio y luego, dulcemente, me preguntaba si no tenía un Milit. Una vez, un soldado que vino de Zara a buscar dos huevos que yo había robado en casa me dio un paquete con veinte Serraglio; mi tío me dio doce liras. Por la noche no me quedaba un céntimo, mi padre casi me mata, pero mi tío me protegía, estaba obligado a hacerlo porque, si no, al día siguiente no iba a ver el cigarrillo ni siquiera después del café de malta, que era el momento en el que la necesidad de tabaco lo volvía loco. Desde que sonaron las campanas a rebato, y desde que en la calle llegaban gritos de que los americanos estaban en Gela, mi tío hacía locuras, y los Milit los subí a una lira. Al tercer día de emergencia, el bedel de la escuela, al pasar, le gritó a mi tío, que estaba asomado a la ventana, «¡los hemos detenido! En Favarotta, los alemanes han atacado, una masacre», y mi tío entró en casa a los gritos de «¡entre la arena y mar, lo decía el Duce, entre la arena y el mar!», y declaró que no iba a pagar más de media lira por un cigarrillo. La noticia era falsa, y aquella noche se restableció el precio de una lira.
Filippo le vendía los cigarrillos a su hermano, y al camarero del círculo de los nobles, que luego se los vendía a algún noble, y aún ganaba algo. El dinero nos lo jugábamos con otros chavales a raya, o a cara o cruz, comprábamos unas gachas de algarrobo, y había cine todas las tardes. Filippo tenía una habilidad particular para acertarle con un escupitajo a una moneda puesta a diez pasos, al hocico de un gato al sol, a la pipa de los viejos que charlaban ante el círculo del Mutuo Soccorso. Yo fallaba en el blanco por más de un palmo, pero en el cine ya iba bien así, no te podías equivocar. Era un teatro viejo, e íbamos siempre al gallinero. Desde allí arriba, a oscuras, pasábamos dos horas escupiendo a la platea, en oleadas, con algunos minutos de intervalo entre un ataque y otro. La voz de los atacados se alzaba violenta entre el silencio con el «tu puta madre». Se hacía el silencio, el tapón de una botella de gaseosa y luego, otra vez, «tu puta…» y la voz del guardia urbano subía amenazante desde aquel pozo oscuro: «Si voy yo os muelo a palos, como hay Dios», pero nosotros sabíamos que no iba a subir al gallinero. Cuando en la película había escenas de amor empezábamos a jadear bien fuerte, como poseídos por un deseo incontenible, y hacíamos el ruido que se hace al chupar caracoles, que quería ser el sonido de los besos; era algo que, en el gallinero, hasta los mayores hacían. Y también eso provocaba las quejas de la platea, pero con cierta indulgencia y compasión, «¿qué les pasa, se mueren? No han visto una mujer en su vida, estos hijos de puta», sin sospechar que buena parte del jaleo lo hacíamos nosotros, que las escenas de amor de las películas nos daban ánimos para escupir a aquellos merluzos que miraban con ojos de lechuza.
Pero en los días de emergencia el cine estaba cerrado. No se podía ir por las calles sin el permiso por escrito del maresciallo. Mi padre lo tenía para ir al despacho; en las calles desiertas solo se veían carabinieri y soldados. En las escuelas, los soldados estaban acostados en los catres, jugaban a morra, se cagaban en todo y pasaban hambre. El mayor con la perilla blanca que mandaba no se dejaba ver, tampoco el capitán ni el teniente. Había un sargento mayor que iba de aquí para allá aburrido, cuando no tocaba la corneta como un condenado. Cuando había cine, ninguno de ellos tenía ganas de ir, pues aquí había solo cine mudo, y a ellos les parecía cosa de risa. Ahora ni tan siquiera había cine. Al alba del 10 de julio tocaron a rebato las campanas y el pueblo se quedó vacío como una caracola. La vida tenía un sonido vacío e indescifrable, como el que hace una caracola cuando la acercas a la oreja: la gente encerrada en casa, las tiendas con la persiana bajada como cuando pasa un cortejo fúnebre, y un murmullo de espera, de ansiedad. Nosotros caminábamos pegados a las paredes, de portón en portón para evitar que nos vieran los carabinieri. Era estupendo aquel pueblo vacío y lleno de sol, jamás habíamos oído el ruido de las fuentes tan fresco y agradable, y los aviones relucientes que vibraban en el cielo, que también nos parecía vacío y lejano. Teníamos la impresión de que los americanos no quisieran venir a este pueblo tan silencioso, tan muerto, que prefirieran cercarlo y dejarlo así, con el ansia de la espera, como si les bastara con mirarlo desde lo alto, blanco y silencioso como un cementerio.
El padre de Filippo era carpintero. Había sido socialista, lo llamaban a menudo al cuartel y allí se lo tenían unos días. Cuando veía a los militares, Filippo decía siempre «cornudos» y, cuando podía, les condecoraba la espalda con escupitajos. Por eso esperaba a los americanos, su padre quería darse el gusto de ver cómo iban a irles las cosas a esos cornudos que lo encerraban en el cuartelillo. Aunque mi padre nunca habló mal de los fascistas, yo estaba con Filippo, con su padre que tenía un taller que olía a madera y barniz y, fuera, el tarro con la cola que humeaba sobre el hornillo, un humo dulzón que me dejaba buen sabor de boca. Yo también esperaba a los americanos. Mi madre contaba cosas de América, tenía allí una hermana rica y con un estore grande, y cuatro hijos, y uno ya mayor que podía estar entre los soldados que esperábamos. Y América era para mí el estore grande de mi tía, una tienda como la piazza del Castello y llena de cosas buenas, y el hijo militar de mi tía que nos traía también cosas buenas, y que era sin duda bueno con el fait, y sabía contar cosas del estore y cascarles fait a los cornudos que le señalara el padre de Filippo.
Pero los americanos no acababan de llegar. Quizá se quedaron en el pueblo de al lado, se estaban en los catres y jugaban como nuestros soldados, que gritaban números y sacaban dedos fuera del puño cerrado, blasfemaban y decían que iban a acabar prisioneros. Un día nos pidieron ropas viejas, pues querían vestirse de civiles para no acabar presos. Se lo dije a mi madre, y me dio toda la ropa vieja de mi padre y de mi tío; también Filippo llevó algo. Los soldados se alegraron, los que se quedaron sin ropa se pusieron a buscarla. Me gustaba, quería decir que los americanos estaban al llegar, de verdad.
El día que dijeron que los americanos estaban a las puertas y, en cambio, eran dos alemanes de paso, se difundió la noticia misteriosamente por el pueblo: mi padre y mi tío se lanzaron a quemar carnets fascistas, retratos de Mussolini, folletos sobre el Mediterráneo y el Imperio, los distintivos y las jarreteras de los uniformes los tiraron al tejado de la casa de enfrente. Pero, a la mañana siguiente, igual de misteriosamente se difundió el rumor de que los alemanes, esta vez iba en serio, devolvían al agua a los americanos, entre Gela y Licata. El secretario político, que hacía días que prudentemente se estaba en casa, volvió a salir. Lanzaba miradas que, según mi padre, iban dirigidas al ojal con la insignia del escarabajo y, si no veía el escarabajo, te miraba a la cara con reprobación y gélido desprecio, como si avisara de que se iba a acordar, implacablemente, de todos los cobardes que habían tirado las insignias al tejado del vecino. Mi padre no creía que los alemanes fuesen a arrojar de verdad al mar a los americanos, pero las miradas del secretario político le molestaban. Nos propuso a Filippo y a mí que recuperáramos los distintivos que había en el tejado, y nos prometió dos liras. No era difícil, pero mi madre tenía mucho miedo, e imprecaba contra el fascismo y las insignias. Podía permitir que Filippo, que según ella era más ágil y fuerte, subiera al tejado, pero no su hijo, que tenía las piernas como palillos y tomaba pastillas de calcio. Filippo se sentía halagado, pero no las tenía todas consigo; a mí me apetecía subir al tejado. Pedí el pago por adelantado, mi padre me pagó entre insultos. Cogimos la escalera de palo y subimos al tejado. Mi padre guiaba la caza desde la ventana de casa, «¿sois ciegos o qué, no veis esa que reluce?, a la derecha, detrás de ti, delante de los ojos la tenéis; no, más a la izquierda».
Paseábamos descalzos por el tejado, y allí nos estuvimos una vez encontradas las insignias.
Para mi padre supuso una pérdida neta de dos liras: en aquel momento entraron los americanos y tuvo que hacerlas desaparecer, pero esta vez se las dejó más a mano, las enterró en la maceta del perejil.
Paseábamos por los tejados cuando nos sorprendió un vocerío, como una radio encendida de repente cuando retransmiten los partidos de fútbol en el momento en el que están a punto de marcar un gol. La maravilla que era que en el pueblo silencioso explotase aquel griterío nos dejó de piedra, pero enseguida entendimos el porqué. Bajamos a toda prisa por la escalera, metimos los pies en las alpargatas que habíamos dejado en la calle y, pisando con el talón para ver si entraban (siempre nos daban alpargatas pequeñas), nos vimos al final de la calle mientras mi madre gritaba que nos quería en casa, que podían disparar, que nos iban a raptar, que había negros, que vete a saber dónde se nos iban a llevar.
Una muchedumbre, en la plaza, gritaba y aplaudía, pero entre todas las voces se oía la del abogado Dagnino, un hombre alto y robusto que yo admiraba por cómo lanzaba los viejos «¡eia!», que ahora gritaba «¡viva la república de las barras y estrellas!» y aplaudía. Carreteles de vino iban de mano en mano sobrevolando el gentío: seguimos el camino y nos encontramos con los americanos, eran cinco, llevaban gafas de sol y fusiles de cañón largo. El párroco de San Rocco, en pantalones y sin alzacuellos, hablaba con ellos (pálido y sudado) y repetía «plis, plis», pero los americanos no le prestaban atención, parecían borrachos, miraban alrededor y fumaban nerviosamente. Se ofrecieron con dulce violencia a los soldados vasos de vino, y los rechazaron. El abogado Dagnino estaba de pie sobre una de las sillas del círculo y no dejaba de proclamar «¡viva la república de las barras y estrellas!», y el padre de Filippo vino a buscarnos entre la gente y se nos llevó, y nos decía por el camino «venid a casa, ya veis cómo grita ese cornudo, han salido de sus madrigueras todas las carroñas». A mí me parecía que estaba bien que incluso el abogado Dagnino se pusiera a gritar, contento, «¡viva la república de las barras y estrellas!» como tiempo atrás, desde el balcón de la estación, gritó «¡Duce, por ti daremos la vida!». El abogado Dagnino, siempre que eran días de fiesta, gritaba. No entendía yo por qué el padre de Filippo, que tanto esperó a los americanos, no les hacía fiestas y nos sacaba de allí, y tenía la cara pálida y huraña, la mano —que notaba temblar— apoyada en el hombro.
Llegados a la carpintería dije «me voy a casa», y me fui. No quería perderme nada de la fiesta. Vi que, en la plaza, los americanos habían conseguido que los dejaran en paz. Llevaban los fusiles inclinados como cuando mi padre, por el monte, esperaba el paso de las calandrias. La gente se arremolinó debajo de la Casa del Fascio y, con palos, querían tirar las insignias, pero estaban enganchadas a las rejas del balcón. Ayudaron a uno para que se subiera hasta allí, apenas alcanzó el balcón aplaudieron. Las insignias cayeron con estrépito, las pisotearon, las patearon y las arrastraron por la plaza. Los americanos miraban, hablaban entre ellos y no le hacían caso al cura que decía «plis, plis», y el abogado Dagnino (que había dejado de gritar) se acercó a la patrulla y le decía algo al oído a aquel que llevaba las franjas negras en la manga, que quizá era el cabo. Luego, apareció el brigadier con cuatro carabinieri, los fusiles de los soldados los apuntaron. Cuando estuvieron cerca, un americano se les acercó por detrás a los carabinieri y les quitó las pistolas con destreza. Y un nuevo aplauso. «¡Viva la libertad!», gritó el abogado Dagnino. De repente, una bandera americana se izó entre la gente, la ondeaba con fuerza el bedel de la escuela elemental, un hombre que todos los sábados por la tarde se paseaba por el pueblo con el uniforme fascista y que lucía la insignia roja de los escuadrones violentos; un tipo que, cuando se enfadaba, la emprendía a patadas con los chavales en el patio de la escuela y de quien el director decía a los padres de familia que iban a protestar: «Qué queréis que haga, este buen hombre es intratable, un día me pone la mano encima a mí: estuvo en la marcha del 22, el Duce hasta le ha regalado una radio». Ahora, ondeaba la bandera americana y gritaba «¡viva América!». Pero los americanos ni fijarse en la procesión que se montó tras la bandera. Hablaron con el cura y el cura le dijo al brigadier «quieren que usted vaya con ellos». El brigadier dijo que sí y se fue con la patrulla. Si hubiese estado allí Filippo los hubiéramos seguido, pero yo solo no me atreví. Me quedé a mirar el gentío, al lado de los cuatro carabinieri desarmados, que no sabían a dónde mirar; parecían perros apaleados.
Luego, aparecieron por todas partes blindados y camionetas. La multitud les dejó paso entre aplausos. Los soldados lanzaban cigarrillos al gentío, alguno hacía fotografías.
No sé cómo, de improviso, vi que de dentro me nacía un torrente de llanto, quizá por los carabinieri, por la bandera que ondeaba la gente, por Filippo y su padre que se quedaron solos en el taller, por mi madre. Me asaltó de repente, como si no fuera a encontrarla como la dejé, la angustia por mi casa. Corrí por la calle llena de un griterío festivo y, cuando cerré la puerta a mis espaldas, me sentí como si estuviera en un sueño, que alguien lo soñase y que yo viviese en ese sueño; subí cansado las escaleras y un amasijo de llanto me tenía el corazón en un puño.
Mi padre hablaba de Badoglio. Mi tío, tan abatido que parecía un saco de serrín, se animó al verme entrar, sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos, Raleigh, con un hombre barbudo, y con tono impostado, con voz de hipócrita dulzura, me preguntó «¿cuánto me cobrarías por un paquete así?».
Me eché a llorar. «Llora —dijo—, que se te ha acabado el juego, aunque me condenen a muerte, estos no le niegan a nadie el tabaco».
—Déjalo en paz —dijo mi madre.
Pegaron carteles en la plaza. Uno decía «I, Harold Alexander…», y mi padre dijo que reclamaban las escopetas, las pistolas, hasta los sables. Otro cartel decía que los soldados tenían que mantener las distancias con el pueblo, pero los soldados (evidentemente) no hacían caso. Al atardecer, la plaza estaba llena de jeeps, los soldados iban en busca de mujeres, las llevaban a los bares y bebían, sacaban de los bolsillos puñados de billetes, los tiraban encima de la mesa y bebían a morro. Se sentaban a las mujeres en las rodillas y bebían. Eran mujeres feas y sucias, de desconcertante fealdad. Había una a la que en el pueblo llamaban «Bicicleta», que andaba como si uno pedalease en subida, y a mí me parecía más bien un cangrejo. Y aquellos se la sentaban sobre las rodillas, iba de un soldado a otro, le metían la botella en la boca y ella oscilaba ebria, hablaba palabras obscenas. Los soldados se reían; luego, como si fuera un saco, la echaban en el jeep y se la llevaban. Muchos soldados hablaban en dialecto siciliano. Al principio creíamos que no entendían el dialecto, quizá los primeros que vinieron, que eran de una división que se llamaba Texas; quizá estos no nos entendían. Pero sucedió luego que un americano pidió en un bar una botella, señaló con un dedo la que quería e hizo el gesto de pagar. Un joven que estaba en el café le dijo al dueño «pídele diez dólares», y el americano se volvió enfadado: «Pídele diez dólares al cornudo de tu padre», y lo dijo en dialecto.
Alimentada con los dólares con el sello amarillo y de Amlire, la rufianería local estaba en su salsa. Algunos procuraban a los soldados encuentros con mujeres más «discretas», las que nunca irían a los cafés, que temían el ojo alcahuete de la gente y, especialmente, el de por sí desconfiado de las suegras; eran mujeres que tenían al marido fuera del pueblo. Para ver a estas mujeres, los americanos venían avanzada la noche y, para vaciar el pueblo y que no se supiese que en algunas casas se recibían hombres, a esas horas, los soldados se montaban un tiroteo espantoso. Esta buena idea se les ocurrió a los chulos, y era tan buena que luego la utilizaron los del estraperlo para aprovechar y cargar y descargar los camiones sin ser vistos. A la hora del tiroteo se metían todos en casa, ni siquiera se asomaban al balcón a tomar la fresca, pero mi tío se obstinaba en sentarse en el balcón, creo que lo hacía por curiosidad, él decía que lo hacía porque se ahogaba de calor, hasta que oyó silbar una bala cerca de la oreja, que se metió dentro de golpe mientras repartía juramentos. Pero esta precaución de los americanos para preservar el honor de las mujeres «discretas» no servía de mucho: se sabía igualmente qué mujeres abrían la puerta y bastaba con una discusión en la fuente, una de esas discusiones en las que para coger agua se hace una violenta declaración de preferencia, para que acusaciones bien detalladas (día, hora y nombre del macarra) explotaran en el pueblo. Nosotros dos estábamos informadísimos: Filippo conocía las de su barrio, yo las del mío. Lo que las mujeres hacían con los americanos, lo que un hombre podía hacer con una mujer, quedaba para nosotros en una fantasía nebulosa. Que las mujeres se desnudaban lo sabíamos. Íbamos a menudo a Mattuzzo, a la fuente de los chorros, a mirar escondidos tras unas zarzas las piernas de las lavanderas. Cuando se daban cuenta de que espiábamos nos mandaban a mirar a nuestras madres o a nuestras hermanas. Quizá los americanos pagaban para mirar sin que los echaran de allí y, como en el cinematógrafo, para poder besarlas. Rousseau diría que estábamos en esa edad en que en la mente tenemos más palabras que cosas, y realmente teníamos muchas palabras, incluso para las cosas que no conocíamos y que no conseguíamos imaginar, palabras de lo más sucias y atroces. Un chaval de nuestra edad que nos traía cajas de «raciones K», que eran caramelos y terrones de azúcar, un queso rosa y galletas, acababa llorando a fuerza de repetirle nosotros «¿quién te da todo esto?, ¿te las da el americano?, ¿has visto lo que tu madre hace con el americano?», y con gestos imaginados acompañábamos las palabras más prohibidas. El chaval decía que no, que el americano era un pariente, que su madre no hacía estas cosas, y se echaba a llorar, y nos íbamos. Pero a la mañana siguiente venía a buscarnos de nuevo, llevaba la «ración K» y decía que «el americano es mi tío, y no debéis decir esas cosas», pero siempre acababa de la misma manera.
Los americanos querían, pues, las escopetas; decían que nos las devolverían más adelante. Mi padre hizo grabar su nombre en la culata, era un fusil belga de buena calidad; él decía que no había otro igual, se creía que se lo iban a devolver y por eso grabó el nombre. Luego sacó un par de pistolas que yo no había visto nunca, una era de esas grandes como el brazo y se cargaba por la boca; también un sable oxidado y romo, pero vete a saber si los americanos no causarían problemas si lo encontraban. El día de la entrega de las armas quise ir yo también: había un soldado americano acompañado por el brigadier de los carabinieri. El brigadier escribía en un registro, y apuntó lo nuestro: un fusil dos pistolas un sable. Mi padre dijo que debería anotar también la matrícula y la marca, pero el brigadier se molestó, ahora estaba mucho mejor que antes, iba de mujeres con los americanos y tenía (decían) una habitación llena de cajas y de cajetillas de tabaco. Le dijo a mi padre «deje todo aquí que yo me encargo», molesto, era evidente. Había una pila de armas, mi padre apoyó suavemente la escopeta. Creo que en aquel momento comprendió que no había esperanzas y que la había perdido, y estuvo enfadado todo el día, y el día siguiente, y siempre que se habló de escopetas. Le devolvieron más adelante una escopeta, dos pistolas y un sable, pero bueno era solo el sable; la escopeta y las pistolas se podían vender como chatarra.
Filippo hacía un buen rato que disfrutaba en el cuartel de la entrega de las armas. Mi padre se fue y yo me quedé también a mirar, era como una procesión, apenas entregadas las armas, los campesinos se deshacían en juramentos: «Los ladrones ahora tienen las metralletas y las personas honradas ni siquiera el pistolón con baqueta», decían. Y era verdad, el campo estaba lleno de ladrones y a dos que pillaron con mosquetón y pasamontañas los absolvió paternalmente el mayor americano, un hombre lechoso y estirado, que decían que en su país era profesor de filosofía; quizá decían eso porque aquí, todo lo que es estrafalario, dicen que nace de la filosofía. El mayor perdonó a dos ladrones, les pidió que llevaran vida pacífica y honrada, que encontraran un buen trabajo; el intérprete traducía con una cara que significaba «yo no entiendo nada, hay que ver qué imbéciles que son los americanos» y luego, el abogado defensor, que no había conseguido decir una palabra, imprecó hasta contra Cristóbal Colón, pues era difícil hacer que dos absueltos de esta manera le pagaran unos cientos de liras. A nosotros nos gustaba el mayor americano, íbamos tras él por las salas del ayuntamiento y ni una sola vez nos echó de allí; de vez en cuando nos miraba y decía, que casi no se le entendía, «pequeños sicilianos». Debía de ser un buen hombre, quizá tuviera hijos en América, en su casa. El soldado que se encargaba de la entrega de las armas también tenía cara de bueno, masticaba chicle y sonreía, le decía algo al brigadier y luego volvía a masticar y a sonreír. Quizá pensaba en su casa, en la América llena de casas altas y de coches, en su madre que miraba desde una ventana alta. No parecía que reparase en nosotros. Cuando se acercó para darnos chicles pensaba que venía a echarnos de allí, en cambio nos dio un paquete y dijo «son buenos, no es menta»; sin duda a él la menta no le gustaba, a mí tampoco. Dije «gracias», y también Filippo, con los desconocidos conseguíamos parecer chicos bien educados, y sabíamos hacer hasta el sanluisgonzaga, pero estos modales los dejábamos para la hora de doctrina cristiana. El americano nos miraba sonriente. Dije «tengo una tía en América», me parecía que era cosa debida establecer amistad. El americano dijo:
—¡Oh, en América!
—Sí —dije—, en Brúkilin.
—Yo también vivo en Brúkilin —dijo el americano—, es muy grande Brúkilin.
—¿Es tan grande —pregunté— como este pueblo?
Yo sabía muy bien que era grande como este pueblo y Canicattì y Girgenti juntos, y quizá más, y que solo era un barrio de Nueva York, pero no quería que la conversación decayera. Dijo él:
—Más grande, más grande.
—Es grande como Palermo —dijo Filippo—, yo lo sé, mi padre ha estado en América.
—Como Palermo, sí —dijo el soldado.
—En Palermo —dije yo— hay mar, y también en Porto Empedocle hay mar, yo fui a Porto Empedocle antes de la guerra, solo me acuerdo de las barcas. ¿Hay mar en Brúkilin?
—Está cerca del mar —dijo el soldado—, cogemos el coche y vamos al mar.
—¿Es bonito Brúkilin? —preguntó Filippo, aunque yo hubiera querido hablar de coches.
—No —respondió—, esto es bonito.
—¿Y la guerra? —dije—, ¿te gusta la guerra?
El soldado sonrió y dijo:
—También la guerra es fea, también mueren niños como vosotros, pero esto es bonito.
En el patio, el cielo era azul como el agua cuando se disuelve el azulete para hacer la colada, había nubes como la espuma, y el campanario de piedra arenisca de la iglesia de San Giuseppe parecía de oro. «¿Me acompañas?», dijo el brigadier. El soldado se fue sin despedirse.
Volvimos al patio del cuartel a la mañana siguiente. El soldado estaba sentado en el mismo sitio, leía un libro y mascaba. Cuando nos vio dijo «aló» y volvió a leer. Poco después cerró el libro, sacó el paquete de chicles y nos ofreció. «Cheuingam —dijo—, se dice así».
—¿Y cómo se dice «caramelo»? —preguntó Filippo.
—Se dice quendi, hay quendis de todas clases en América.
—Aquí —dije yo— no hay quendis.
—No hay ni patatas —dijo Filippo—, ya he olvidado a qué saben las patatas, cuando era pequeño comía siempre patatas.
—Patatas —dije yo—, hay un guardia municipal que las vende a escondidas; las vende caras y mi padre dice que sale más a cuenta comprar carne.
—Sí —dijo Filippo—, no hay pan y quieres encontrar carne.
—¿Por qué no traéis el trigo? —pregunté al americano—, mi padre dice que el trigo lo tiráis al mar.
—No es verdad que tiremos el trigo al mar —dijo—, no tenemos barcos para traerlo; cuando acabe la guerra traeremos trigo.
—¿Acabará pronto la guerra? —pregunté—. Cuando acabe la guerra vendrá mi tía.
—De Brúkilin —dijo él—, viene de Brúkilin, pero la guerra es larga, nadie sabe cuándo acabará.
—Mi tía tiene un estore en Brúkilin —dije—, un estore grande, antes de la guerra nos mandaba paquetes, y en las cartas metía dólares, en Navidad me mandaba un dólar a mí también.
—Su tía es rica —dijo Filippo al soldado.
—Tiene dos coches —dije yo—, y uno es grande, reluciente, he visto una foto.
—Acaba la guerra —dijo el americano— y tu tía viene con el hermoso cochazo, vengo yo también con el coche, esto es bonito.
—¿Tienes coche? —pregunté—, ¿qué coche tienes?
—En América tenemos coche todos, este es el mío.
Sacó una billetera del bolsillo, de la billetera una fotografía. Era un coche grande y reluciente, y él apoyaba una mano en la portezuela, había una mujer gorda con un vestido de flores y dos niños con jersey, y árboles detrás.
—No está tu padre —dije.
—No, no está —dijo—, mi padre murió.
—Yo vi una vez un muerto —dijo Filippo—, era un alemán, lo sacaron muerto del aparato, cayó aquí al lado. Por la noche soñé, parecía vivo, ya no me gusta ver muertos.
—¿Qué quieres que te hagan los muertos? —dije, sin haberlos visto y sin querer jamás verlos—, los muertos, cuando mueren, ya no están. Me hubiera gustado ver al alemán muerto. ¿Tú has visto alemanes muertos? —le pregunté al soldado.
—Sí —respondió—, he visto muchos; y americanos muertos, e ingleses, franceses, australianos.
—Los alemanes son malos —dijo Filippo—, mejor que mueran los alemanes.
—Ahora estamos en guerra y es bueno que mueran —dijo el americano—, los alemanes mueren y nosotros ganamos la guerra.
—También ganan los rusos —dijo Filippo.
—¡Oh, Rusia! —dijo el soldado.
—Rusia no es como América —dije.
—Sí —dijo el soldado—, Rusia es otra cosa.
Mi tío se pasaba el día en casa enganchado a la radio. «Hijos de puta —decía—, ¿quién sabe dónde se lo han llevado?».
—¡Basta! —saltaba a veces mi padre—, ¿aún tienes ganas de vestirte de payaso, no tienes suficiente con todo lo que ha hecho?
—¿Qué ha hecho? —decía mi tío—, Italia era respetada, temida, vivíamos bien, había orden. Y tú también te vestías de payaso, y decías que era un gran hombre. ¿Qué te ha hecho ahora, te ha dado un puñetazo en el ojo?
—¿La guerra en la que nos ha metido te parece poco? —respondía mi padre—, claro que para ti es nada, razón tienes, hay quien la sufre, a ti no te da ni frío ni calor…
Una tarde habló Orlando por la radio, dijo que los cañonazos que desde Sicilia llegaban a Calabria eran como un anillo que unía Sicilia a Italia, la imagen se me quedó grabada.
Mi padre decía «Orlando es un gran hombre». Mi tío se enfurruñaba y decía «sí, este viejo medio lelo salvará Italia».
—Sí —respondía mi padre levantando la voz—, este viejo tiene la cabeza en su sitio, tu Duce, en cambio, está loco, y de manicomio, lo decía hasta Bocchini, una vez se lo dijo en confianza a Ciccio Cardella, que es un pez gordo en el Ministerio.
—Uy, Bocchini —decía mi tío—, Bocchini dices, una carretada de traidores, eso eran.
—Lo traicionaban todos —mi padre levantaba cada vez más la voz—, solo tú no lo traicionabas, cómo ibas a hacerlo con el culo clavado en esta poltrona, que lo levantabas solo para gritar «¡Duce, Duce!» en las fiestas de rigor.
—No grites —decía mi tío—, que te oyen los de fuera, con el cargo que tenía vienen a buscarme y me llevan directo a Orán, si llego, capaces de tirarme al mar durante el viaje son.
Mi tío empezaba a hacer una enfermedad de todo eso, y yo me aprovechaba de su estado, me divertía. Me ponía a cantar «Duce, Duce, por ti queremos morir» y él subía enseguida, porque yo me ponía a cantar en el solanar, y me decía «desgraciado, ¿no ves que me pones en peligro, que a Orán se me llevan?». Yo me echaba a reír y él adoptaba solemne didactismo: «Italia llora y tú ríes, intenta comprenderlo, el enemigo en casa tenemos…».
El soldado americano se llamaba Toni, había nacido en Calabria, se fue a América cuando tenía un año. Esperaba un permiso para ir a Calabria, tenía tíos y primos en un pueblo de Calabria. Los americanos ya habían llegado a Calabria, el anillo de los cañonazos se había cerrado.
Yo le preguntaba si quería a los tíos y a los primos que tenía en Calabria, quería saber si mi tía y sus hijos podían querernos a mi madre y a mí. Toni dijo «son pobres».
Pregunté «¿pobres cuánto?, ¿los de aquí somos pobres?».
—Más pobres que vosotros son —dijo Toni—, duermen con las ovejas, los niños van descalzos.
—Pues tú les mandas dinero desde América —dijo Filippo— y ellos se compran zapatos.
—Sí, a veces —dijo Toni.
—Ahora se acaba la guerra —dije con intención diplomática, como si todo dependiese de las decisiones de Toni— y los americanos nos traen zapatos para todos, los zapatos y el trigo, barcos llenos nos traen.
—Los americanos trabajan —dijo Toni—, trabajan y tienen zapatos, tienen también buenos vestidos, casas bonitas y coches, los italianos no quieren trabajar.
—Yo quiero trabajar —dijo Filippo—, y mi padre trabaja; son los ricos, dice mi padre, los que nos quitan el pan.
—Tú tienes que trabajar para hacerte rico —dijo Toni—, en América todos trabajan y se hacen ricos.
—Mi padre tiene un tío que no trabaja —dije— y es rico.
—Aquí nadie trabaja —dijo el americano—, ni los ricos ni los pobres, para quien es rico esto está bien, mejor que América es.
—A mí me gustaría ir a América —dije—, hago fortuna y luego vuelvo, me compro un coche y vuelvo.
—Yo no —dijo Filippo—, cuando se acabe la guerra ya no habrá ricos.
—Más que antes habrá —dijo Toni—, y los que ya eran ricos lo serán aún más, y todavía nadie tendrá ganas de trabajar.
—Pero ¿no nos libraréis de los fascistas? —preguntó Filippo—. Si los echáis vendrá el socialismo.
—Nosotros luchamos y luego vosotros metéis el socialismo —dijo Toni—, menudo beneficio sacamos, vete a decírselo a aquel.
—¿A quién? —pregunté.
—A uno que esté en América —dijo.
Tocaron las campanas, ya tarde. Mi madre pensó que era por incendio o por peligro; en cambio, gritaron por las calles que habían firmado el armisticio, mi madre empezó a rezar en agradecimiento porque así muchos hijos de buenas madres se libraban de lo peor. Mi tío paseaba nervioso y decía «a ver qué hacen ahora los alemanes, solo nos faltaba esta vergüenza, si los alemanes piensan como yo, al mariscal Badoglio de mis… quiero ver yo, y a ese otro quiero ver, ese medio cartucho lleno de traición».
Mi padre decía «¿y qué querías que hiciera? Tú deberías ir a continuar la guerra, cosa de opereta me parece: el honor, la alianza, la amistad, ve tú con la espada Durandarte a poner en orden las cosas».
Aprovechando la discusión, que se animaba cada vez más, salí de casa. En la plaza, había un gentío frente a la iglesia de Sant’Anna, la única iglesia que no había participado en el concierto de campanas, la gente quería que el cura las tocase, y el párroco, asomado a la ventana de la casa parroquial, decía «¿acaso es fiesta, no comprendéis que hemos perdido?, inconscientes sois», hasta que a alguno se le acabó la paciencia y disparó a las campanas, una manera como otra de hacerlas cantar, el cura dijo «delincuentes sois» y cerró a cal y canto la ventana.
Mi tío, luego, dijo que en el pueblo solo había dos hombres: él y el párroco de Sant’Anna.
Toni era alto y rubio. Mi padre no quería creerse que era hijo de calabreses, todos los calabreses que conocía eran pequeños y oscuros, mi tío decía que los calabreses tienen la cabeza dura; Italia era una gran nación, pero los calabreses eran tozudos, los sardos traicioneros, los romanos maleducados, mendicantes los napolitanos…
Toni iba a misa los domingos, y cuando llegaba la elevación se veía que nadie era tan alto como él. Después de la misa, él comulgaba, lo acompañábamos al café. Le preguntábamos si había iglesias en América. Había iglesias y la gente era más religiosa que aquí. Y le preguntábamos cómo era el domingo en América. De lo que decía intuimos que eran domingos melancólicos y que los domingos eran, para nosotros, la plaza llena de gente, los puestos callejeros y las voces de los vendedores; por el contrario, ellos buscaban soledad y silencio, cazar, pescar.
—¿Y qué hacen los chavales? —le preguntaba.
—Juegan —respondía—, juegan mucho.
—Mi tía —dije— una vez me mandó unos patines, ¿y qué hago yo con unos patines? Probé una vez y casi me rompo la crisma.
—Aquí no van bien los patines —dijo—, las calles son malas.
—¿Y cómo son las calles en América?
—Son grandes y llanas —dijo—, no hay polvo, caben diez coches a lo ancho.
—En América —dijo Filippo—, los trenes andan bajo tierra, y por el aire; me gustaría ir, bajo tierra no, por el aire me gustaría.
—Qué dices, no son aviones los trenes —dije yo—, no he oído nunca que los trenes vuelen.
—No —dijo Toni—, no vuelan, hay puentes altos, de hierro, y los trenes van por allí; son puentes elevados, y los trenes van por encima de la ciudad.
—¿Va por encima de las casas, el tren? —pregunté—, ¿y si se cae?
—¿Cómo quieres que se caiga? —dijo Filippo—, el puente de hierro es; apuesto a que te daría miedo.
—Tengo miedo por las casas que hay debajo, yo; vivir en una casa bajo el puente me daría miedo.
—Yo de nada tengo miedo —dijo Filippo.
—Pero los muertos te dan miedo —dije yo—, ves un muerto y por la noche tienes miedo.
—Los muertos no tienen nada que ver —dijo Filippo—, ¿verdad que los muertos no tienen nada que ver? —preguntó a Toni.
—Es lo mismo —dijo Toni—, a uno le dan miedo los muertos porque tiene miedo de morir.
—Yo no me quiero morir —dije.
—Entonces te dan miedo los muertos —dijo triunfal Filippo—, nadie quiere morir y a todos nos dan miedo los muertos.
—Los soldados quieren morir —dije yo.
—Los soldados deben acabar con los fascistas y quieren morir —dijo Filippo—, mi padre quería ir a la cárcel y los soldados quieren morir, eso es otra cosa.
—¿Qué hacían los fascistas? —preguntó Toni.
—Nada hacían —dije—, mi tío era fascista y no hacía nada, nunca nada hizo.
—Quizá no hacían nada —dijo Filippo—, mi padre en la cárcel quería acabar, mi madre dice eso.
Mi primo estaba en Italia, vino a la guerra aquí, con la carta que mandó no conseguimos saber dónde estaba. Decía que si le daban permiso vendría a vernos. Con la carta venía otra de mi tía, y cinco o seis billetes de mil liras.
«Querida hermana —decía mi tía—, igual llevan a mi hijo a Italia, y por eso te escribo la presente esperando estés bien y con salud, como nosotros estamos, gracias a Dios. Llevo clavada esta espina de mi hijo Charlie que va al frente, y espero que la Virgen Santísima lo proteja. Las cosas nos van bien, mi hija Grace se ha casado con un yiud, pero que es un joven bueno y muy trabajador, y tiene un shop de barberos cerca de nuestro estore, pero también él ha ido a la guerra, la Virgen Santísima lo proteja. Esta guerra es mala cosa, pero el Señor no permitirá que entre la desventura en mi casa, yo le he prometido a la Virgen patrona del pueblo el anillo con brillantes que llevo en el dedo, cuando acabe la guerra lo llevaré yo personalmente, acabará pronto, América es fuerte y gana…».
Mi madre lloraba de alegría al leerla. Las noticias más importantes se las repetía a mi padre, «Grazia se ha casado, mi hermana le ha prometido un anillo a la Virgen del Prado», y mi tío, cuando oyó lo de que América era fuerte y lo de la victoria, empezó a hacer como el gato cuando ronronea, «la guerra la gana América, ¿eh?, bellacos, se han olvidado todos, cómo nos respetaban, que antes de él nos escupían, el fascismo hizo que los extranjeros nos respetaran, y ahora se nos mearán encima otra vez, ya veremos cuando acabe esta barahúnda». No hablaba en voz alta para que no lo oyera mi madre; además, no era el momento; sí, como un gato que ronronea se enfadaba y bufaba.
Le dije a Toni:
—Ha escrito mi tía, dice que ganan los americanos.
—Ganamos a los fascistas —dijo Filippo, que tenía aquella fijación—, a los fascistas y a los alemanes.
—La guerra la ganamos —dijo Toni—, la ganamos y vuelvo a América.
—A Brúkilin —dije yo—, y luego coges el coche y vuelves aquí.
—Sí —dijo—, vuelvo cuando no tenga ganas de trabajar, es bonito esto sin trabajar.