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La distinguida bióloga evolutiva Joan Roughgarden desafía la sabiduría establecida sobre la identidad de género y la orientación sexual. Cuestionando varios conceptos científicos y médicos, la Biblia, las ciencias sociales e incluso al propio Darwin, Roughgarden conduce al lector a través de una fascinante discusión sobre la diversidad de género y sexualidad entre peces, reptiles, anfibios, aves y mamíferos. Explica cómo esta diversidad se desarrolla a partir de la acción de genes y hormonas y cómo las personas llegan a diferir entre sí en todos los aspectos del cuerpo y el comportamiento. Roughgarden reconstruye la ciencia primaria a la luz de las críticas feministas, homosexuales y transgénero y redefine nuestra comprensión del sexo, el género y la sexualidad. Ingenioso y atrevido, El arcoíris de la evolución revolucionará nuestra comprensión de la sexualidad. Desafía a las ciencias sociales a respetar la racionalidad de las personas diversas; muestra que muchas culturas en todo el mundo y a lo largo de la historia se adaptan a personas que hoy etiquetamos como lesbianas, gais y transexuales; y pide a la religión cristiana que reconozca los muchos pasajes de la Biblia que respaldan la diversidad de género y sexualidad.
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Prefacio a la
edición de 2013
Diez años después, El arcoíris de la evolución sigue ofreciendo una revisión valiosa sobre la diversidad de la sexualidad y la expresión de género en los animales y en las personas. Su valor ha persistido en parte por haber conseguido reunir en un solo lugar la magnitud de esta diversidad.
Otra de sus virtudes es que su enfoque es biológico, mientras que la mayor parte de los libros sobre género y sexualidad provienen de las humanidades o la medicina. Mi enfoque es el que adoptaría un marciano biólogo que viniera de expedición a la Tierra. Un marciano recién llegado observaría a su alrededor y se percataría de la diversidad que existe entre los animales, incluidos los humanos. Cuando lea este libro, imagine que es usted un joven Darwin, no el Darwin mayor, pensativo y barbudo de la mayoría de las fotografías, sino el joven que intentaba descubrir lo que había «allí afuera»: el Darwin que desembarcó en las islas Galápagos y quedó maravillado con las extrañas y sorprendentes criaturas con las que se fue topando. Al desembarcar en el campo de la sexualidad y el género, también usted descubrirá infinidad de hechos asombrosos. El objetivo es desentrañar qué hay en esta diversidad; no explicarla, sino aceptarla y ponerla sobre la mesa para futuras discusiones. Escribí este libro con la mentalidad de una bióloga exploradora, como la de aquellos expedicionarios de los años 1800 o como un marciano que visitara la Tierra hoy. Era consciente de que los estereotipos existentes sobre la conducta de los machos y las hembras no se ajustaban a lo que vemos en los animales, y sospechaba que tampoco eran acertados en el caso de las personas. Por tanto, este texto es una expedición para descubrir qué hay ahí fuera.
El libro también se centra en las equivocaciones de la ciencia actual a la hora de explicar la diversidad en el género y la sexualidad. Hoy en día, los científicos dicen estar interesados en investigaciones «transformadoras», y las principales entidades de financiación científica del Gobierno de Estados Unidos, así como de algunas fundaciones privadas, afirman buscar proyectos que cumplan este objetivo. Sin embargo, existen dos tipos de conocimientos transformadores: el extensivo y el desestabilizador. Es fácil entusiasmarse con investigaciones extensivas, y, aunque suelen ser arriesgadas, cuando funcionan, ¡guau!, se convierten en la respuesta a todo tipo de cuestiones. A menudo llevan consigo el desarrollo de nuevas tecnologías y su aplicación a problemas empíricos sin resolver. Los conocimientos desestabilizadores pueden ser igual de transformadores que los extensivos, pero en lugar de entusiasmo siempre provocan actitudes defensivas y hostiles. A nadie le gusta ver sus preciadas teorías aplastadas y convertidas en un montón de ideas deshilachadas. El arcoíris de la evolución es tanto transformador como desestabilizador. La herramienta principal para desestabilizar un determinado conocimiento es el criticismo. La transformación, por descontado, solo es completa si después de la desestabilización tiene lugar una reconstrucción. Mis esfuerzos de reconstrucción se publicaron en la secuela de este libro, The Genial Gene (El gen genial).[1] De alguna manera, El arcoíris de la evolución prepara el terreno para la reconstrucción que está empezando a ocurrir actualmente.
Este texto critica la respetada versión de los roles de género «universales» de machos y hembras, sobre los que Darwin escribió hacia 1871 bajo el título de «selección sexual».[2] Puede que esta versión le resulte familiar gracias a los medios y a los programas de naturaleza que retratan a los machos siempre como promiscuos y a las hembras como quisquillosas y tímidas. Se presupone que estos rasgos de los machos y las hembras explican, por ejemplo, por qué el pavo real tiene una preciosa cola: los machos promiscuos suelen ser los que muestran su cola a las hembras, que eligen como compañeros solo a los que tienen colas más vistosas. Este libro demuestra lo absurdo de estos estereotipos al enfrentarnos con hechos reales de la vida. En respuesta a mis críticas, muchos biólogos están redefiniendo la selección sexual de forma que, al hacer referencia a los roles sociales, no se mencione a machos promiscuos y hembras tímidas. Se ha redefinido la selección sexual para que sea más general, tratando únicamente con rasgos que hayan evolucionado al competir por conseguir pareja, sin atribuir ninguna característica genérica a machos o hembras.[3] Esta definición revisada es mucho mejor que la anterior versión de los roles sexuales que critica este libro. La considero una reconstrucción positiva de la selección sexual, inspirada tanto por este libro como por mis artículos posteriores. Por supuesto, esta versión podría seguir siendo incorrecta si los rasgos que se pensaba que habían evolucionado como respuesta a la competitividad entre machos lo hubieran hecho en respuesta a alguna otra forma de selección natural, como la que implica la cooperación entre machos y hembras, tal y como se describe en The Genial Gene. La potencial aplicación de la versión revisada de la selección sexual es actualmente un tema abierto en biología.
Han aparecido traducciones de El arcoíris de la evolución en portugués y coreano, y The Genial Gene se ha traducido al francés. Además, un talentoso artista, Gwen Seemel, ha escrito e ilustrado un libro bellísimo, Crime against Nature, que presenta a muchas de las especies animales mencionadas aquí y que ha sido adaptado para niños.[4] Espero que usted se una a los muchos lectores que ya han disfrutado y se han beneficiado de leer El arcoíris de la evolución.
JOAN ROUGHGARDEN
Kapa, Hawái
17 de abril de 2013
[1]J. Roughgarden, The Genial Gene, University of California Press, 2009.
[2]C. Darwin, The Descent of Man and Selection in Relation to Sex, John Murray, 1871 [trad. cast.: El origen del hombre y la selección en relación al sexo, Los Libros de la Catarata, 2019].
[3]D. M. Shuker, «Sexual selection: Endless forms or tangled bank?», Anim. Behav. 79, 2010, pp. E11-E17.
[4]G. Seemel, Crime against Nature: A More Accurate Telling of What’s Natural, autopublicación, 2012.
Prefacio a
esta edición
Los editores me han pedido algunos comentarios sobre la controversia surgida a raíz de la conquista de los derechos de los trans en España y su consiguiente rechazo. No me corresponde a mí, como extranjera, comentar acerca de cuestiones políticas españolas. Sin embargo, este libro puede arrojar algo de luz y consuelo a aquellos que luchan por saber si un compromiso con la inclusión puede extenderse lo suficiente como para abarcar a las personas transgénero. Respeto la urgencia que sienten las personas trans en su deseo de salir de la nada y participar en todos los aspectos de la vida social y religiosa como lo que son. También respeto la ansiedad que provocan estas nuevas incorporaciones al escenario social y religioso: ¿pondrán en peligro las personas trans las mismas instituciones a las que desean unirse abiertamente? Este libro ofrece consuelo y aliento tanto a las personas trans como a los que están preocupados por la perspectiva de ver sus propias experiencias eclipsadas de algún modo por estos recién llegados. Por supuesto, los precedentes sirven de guía: después de todo, la llegada del matrimonio homosexual fortaleció la institución del matrimonio en lugar de debilitarla. Es de suponer que la inclusión plena de los trans en nuestras instituciones sociales y religiosas también las fortalecerá. Este libro proporciona una base para ese optimismo, más allá de la mera fe en los precedentes. Muestra cómo la naturaleza ofrece una asombrosa cornucopia de diversidad sexual y de género, y revela que la diversidad sexual y de género en el ser humano resulta más bien anodina cuando se compara con lo que la naturaleza ya ha construido. En él también reviso cómo muchas culturas humanas a lo largo de la historia y en todo el mundo han integrado la diversidad de género y sexual dentro de sus formas sociales e institucionales. Espero que este libro resulte sorprendente y estimulante para el lector.
JOAN ROUGHGARDEN
11 de agosto de 2021
Prólogo
Alana S. Portero
I. Una anécdota personal sobre frenología moderna
Nunca había tenido ningún problema con el aspecto de mis brazos hasta ese día. Terminaba septiembre de 2016, no recuerdo la fecha exacta, tampoco es relevante.
Había empezado mi transición clínica y legal un año antes. Me encontraba en medio de la fase de evaluación psicológica. Las consultas con el especialista en salud mental de la unidad de género del hospital consistían en una tediosa hora en la que yo rellenaba interminables y humillantes test en los que, al parecer, se evaluaba la autenticidad de mi mujeridad. A veces manteníamos conversaciones en las que el especialista me hablaba desde un paternalismo enternecedor sobre lo bien que lo estaba haciendo en mi proceso y sobre la de «tiempo de evaluación que nos íbamos a ahorrar gracias a mis habilidades con el maquillaje».
Decía que parte de su trabajo consistía en «enseñar a ser mujer» a las pobres desdichadas que pasaban la evaluación y eran diagnosticadas pero iban mal educadas en el correcto desempeño de la feminidad. «Para que no hagan el ridículo», remataba con benevolencia de fraile. Yo me imaginaba las clases de este señor como aquellos balnearios del siglo XIX que escondían psiquiátricos en su interior, lugares a los que se enviaba a las hijas díscolas de la aristocracia y la burguesía a tratarse de sus histerias.
Durante aquella consulta concreta tuve que lidiar con uno de los cuestionarios más aberrantes de todos los que hice durante los dos años de evaluación diagnóstica. En él se me preguntaba el grado de disconformidad con mi cuerpo, desglosándolo por partes y puntuando el autodesprecio por cada una de ellas del 1 al 5, siendo 1 ninguna disconformidad y 5 odio absoluto. Esas memeces se contestan con la colección de tópicos sobre la feminidad que se espera de nosotras —y al parecer, de cualquier mujer—, pero ese día me dio por ser sincera. La naturaleza de mi disforia es intensa, así que valoré mi cuerpo desde una perspectiva muy poco amable. Normalmente entregaba el test y me iba. Si había alguna respuesta incorrecta o alejada del camino de la mujer decente, lo comentábamos en la siguiente consulta. Si todo estaba bien y Venus me había susurrado las respuestas correctas, se daba por superado y pasábamos al cuestionario siguiente sin comentario alguno. Esta vez terminé muy pronto, y quedaba casi media hora de consulta que rellenar. Me propuso repasar el cuestionario en ese momento y discutir los posibles problemas. Me pareció bien.
De aquel día, dos cosas se me quedaron grabadas a fuego. La primera, lo contentísimo que se puso aquel hombre de ciencia con toda la vergüenza que destilaban mis respuestas. Ya lo sospechaba, pero ese día entendí, más allá de toda duda razonable, que la clave clínica para obtener el diagnóstico de la «buena transexual» era —y sigue siendo— padecer o demostrar un sufrimiento indecible. Hasta entonces jugábamos a que él era Freud y yo una frágil muchacha que pestañeaba delicada como esperando a que su alférez se decidiese a invitarla a bailar. Su mal disimulada satisfacción me reveló la verdadera naturaleza del paso a dos que estábamos ejecutando mi examinador del género y yo. Ser diagnosticada como mujer trans no solo pasaba por cumplir a rajatabla con comportamientos sexuales literalmente preestablecidos por Darwin, en los que las hembras somos sumisas, tímidas y desapasionadas. Además, la naturaleza de nuestra disconformidad con el género asignado debía ir acompañada de una urgencia lacerante por desempeñar en público y en privado el arquetipo que la ciencia y la cultura patriarcal han diseñado históricamente sobre cómo debe ser una mujer. Una hembra.
La segunda cosa que recuerdo es que fue el día exacto en el que empecé a odiar mis brazos, que eran de las pocas partes de mi cuerpo que escapaban a la disforia. En el test los puntué con benevolencia. Cuando llegamos a esa pregunta en el repaso, el evaluador levantó la vista, me miró por encima de los papeles y me preguntó con sorpresa si no me avergonzaba de ellos. Le dije que no y respondió: «Pues deberías». Ante mi perplejidad sobrevino una avalancha de razones por las que me estaba equivocando y un curso rápido sobre el sexado de extremidades. Con la seguridad que demostraría un primatólogo recogiendo un Nobel, me explicó que hay brazos de hombre y brazos de mujer, y que dan una primera impresión muy potente. No importa lo que hagas con el resto del cuerpo ni los procedimientos estéticos a los que accedas, con esos brazos de hombre olvídate de ser percibida como una mujer. Mejor cubrirlos.
Yo solía tratar al profesional y a la evaluación desde la distancia que se pone ante algo tedioso, potencialmente doloroso pero imprescindible para seguir adelante. Tratando de no escuchar las barbaridades que allí se proponían, con una coraza emocional e intelectual. Pero, al final, la transición es un proceso en el que la fragilidad está latiéndote debajo de la piel, y ciertas cosas acaban por atravesar cualquier protección, por fuerte que sea. Así, de una forma ridícula, la mala ciencia, la ciencia vieja, la ciencia aburrida, consiguió condicionarme la vida hasta hoy mismo y hacerme dudar también sobre la pertinencia de la forma de mis brazos, que rara vez llevo al descubierto.
Sus herramientas, estrechas y definidas desde sesgos muy concretos, muy blancos y muy conservadores, no solo no cumplieron los propósitos para los que se estaban aplicando —que eran, además de diagnosticar la disforia, acompañarla y aliviar su peso—, sino que añadieron dudas y sufrimiento extra incluso a alguien que se estaba sometiendo a sus disecciones sin rebelarse.
La ciencia que no se revisa acaba por ser paraciencia y es inútil.
II. Buscar nuevas vidas, nuevas civilizaciones. Llegar donde nadie ha llegado antes: un viaje en el USS Rainbow a las órdenes de la capitana Roughgarden
Tienes que ver Star Trek. La temporada que quieras. Si nunca te has acercado a la serie te recomiendo empezar por «The Next generation» o «Voyager». Necesitas escuchar a Patrick Stewart recitar la introducción completa antes de cada capítulo poniendo voz al capitán Picard. Si vas a leer El arcoíris de la evolución o lo estás hojeando y buscas en este prólogo algo que te convenza, aguanta un poco y déjame que te ponga en situación. Te menciono Star Trek porque ninguna otra producción audiovisual ha tratado con tanto acierto, tanta belleza y tanta inteligencia el impulso humano por explorar la maravilla. Sin prejuicios, sin animadversiones culturales y sin miedo a lo desconocido. Y es justo lo que te vas a encontrar en este viaje evolutivo y antropológico junto a Joan Roughgarden.
Hoy, en los planes de estudio ordinarios, seguimos aprendiendo una teoría de la evolución y la selección sexual basada en las observaciones de un solo hombre hace doscientos años. Un hombre al que también hay que entender en su contexto imperialista, colonialista y de formación anglicana devenida en un respetuoso agnosticismo no exento de fe. La importancia de las aportaciones de Darwin es innegable, y suya es la piedra fundacional que ha servido de cimentación al trabajo de los naturalistas contemporáneos. Dicho esto, pretender que la observación de un solo hombre con los medios de hace dos siglos permanezca inalterable como fuente de conocimientos futuros no solo es acientífico, es muy aburrido.
La anécdota que abre este prólogo, aparte de una confesión personal, sirve para dibujar los contornos de esa ciencia hegemónica que se resiste a la revisión y que no es hija de su tiempo. Es una digresión que creo que la autora de este libro entendería perfectamente si leyera el fragmento. Verse atrapada en una dinámica coercitiva que te reduce a un ser estrecho y predecible es, además de doloroso, insultante para cualquier ser humano e indigno de una disciplina que se basa en la observación desprejuiciada y metódica.
¿No es frustrante pensar que solo somos machos dominantes o hembras sumisas? ¿Qué dice de nosotros aceptar tal afirmación sin rechistar porque lo dice la ciencia? ¿Está nuestro destino como individuos escrito de una forma tan plana?
Me niego a que, como contaba al principio, mi condición de mujer, la condición de cualquiera en realidad, se defina a partir de colores, gestos y sumisiones que unos hombres escribieron para dibujar nuestros contornos. Y esa es la premisa que Joan Roughgarden hace estallar por los aires en este libro: toda esa política de definiciones científicas relativas al sexo, el género, su selección, evolución y desarrollo no está escrita por la ciencia, sino por los científicos, que es muy diferente.
Darwin, en su impagable labor como observador, aplicó a lo que veía el sesgo de un hombre de principios del siglo XIX, la época de la palidez y la celebración estética de la consunción. La época de los nacionalismos románticos que acabaron siendo fascismos. La época del exotismo referido a otras culturas. La época en la que el hombre blanco, europeo y colonizador afirma su supremacía y se sitúa en el centro de todas las cosas. Fue incapaz de ver más allá de la supervivencia como una guerra sin cuartel en la que los más fuertes son los únicos que sobreviven. Joan Roughgarden nos introduce en este texto maravilloso el concepto de colaboración como clave de la evolución. Y es tan hermoso, tan rico en sus matices.
El arcoíris de la evolución es una bitácora de observación científica que nos saca de las dos dimensiones de la ciencia decimonónica y nos muestra volúmenes y colores que las profanas solo intuíamos como una corazonada.
Aprendí de Star Trek que la cooperación entre individuos y especies deviene en paz, avance y prosperidad; que la diversidad es garantía de riqueza. También que si transitamos el sueño de la utopía debe ser por estos caminos ajenos a la competitividad, la homogeneización y la violencia. Con Joan Roughgarden he confirmado que esto ya se da a nuestro alrededor de formas portentosas y que la utopía está, tan solo, a un cambio de sesgos en nuestra mirada sin que la ciencia deje de ser otra cosa que ciencia misma.
Toda observación científica atenta y desprejuiciada, por tanto más cerca de la exactitud, debería buscar la impugnación de las coordenadas clásicas, los campos semánticos y las definiciones institucionales. Y si no su impugnación completa —me disculpo por mis excesos activistas—, sí al menos confrontar todo ello sin miedo a contradecir o reformular lo que sea necesario. Esta obra no es una refutación a Darwin, es una revisión, una actualización y una suma. Un ejemplo perfecto de ese concepto de colaboración entre individuos y saberes que nos hace crecer.
Tranquiliza de algún modo saberse parte de un ecosistema de apoyos mutuos, cambios de perspectivas y permutaciones sexuales y de género constantes; de un universo que hace fluir categorías hasta ahora sagradas al servicio de la evolución. Comprobar que lo que se ha estado catalogando como rareza o anomalía no es ni una cosa ni la otra. Que la normalidad biológica es la ausencia de la misma. Que en un arrecife de coral se dan más expresiones de género, prácticas sexuales y redes de cooperación que durante la semana del Orgullo LGTBIQ+ de nuestras respectivas ciudades.
Joan Roughgarden nos ha contado en estas páginas la cautivadora historia de nuestra complejidad, nos ha descubierto que somos mucho más que entes binarios que matan, mueren o se reproducen.
Comprobar con hechos y argumentos científicos que la humanidad, observada con paciencia y desde diferentes ángulos, se parece mucho más a una colorida selva marina que a esa partida de Call of Duty que nos han descrito como evolución resulta esperanzador, hermoso y fascinante. Es una imagen que, si la pensamos con detenimiento, nos proyecta hacia futuros llenos de esperanza en lugar de a los páramos caníbales que no dejamos de imaginar una y otra vez en las ficciones. La violencia extractiva y el individualismo, a fuerza de imponerse como relatos oficiales de nuestra génesis, nos han parasitado hasta los sueños. Aceptar la ley del más fuerte como dinámica rectora es volver a la época de los kurganes, y aplicar sus lógicas a todo lo que nos rodea es un fracaso.
Las principales enseñanzas que he extraído de este viaje a bordo del Rainbow junto a la capitana Roughgarden, y que me gustaría compartir contigo a modo de epígrafes que te sirvan para sumergirte en la lectura de El arcoíris de la evolución, son estas: la crueldad es, de un modo irrevocable, el inicio de la extinción. No hay supervivencia y evolución posibles sin un sistema de colaboración, adaptación y suma. Todo lo que nos define a través de conceptos planos y cerrados pretende engañarnos.
III. Las motivaciones de la doctora Roughgarden no son las que imaginas
El germen de este libro está relacionado con la marcha del Orgullo LGTBIQ+. En concreto con la de San Francisco de 1997. La doctora Roughgarden asiste a la misma con la idea de su propia transición de género a punto de atravesar los límites entre ideación y realidad. Está de año sabático dándole vueltas a los pormenores de su salida del armario pública y observando el mundo desde ese prisma de fragilidad, incertidumbre e incipiente libertad.
Acude a la celebración del Orgullo con la idea preconcebida de quien no ha ido nunca, y lo que se encuentra es muy diferente de lo que esperaba. La mujer trans que está a punto de revelarse se siente arropada por una marea de diversidad mucho más rica de lo que los parámetros binarios de su educación pueden definir. No es solamente una fiesta de gais, lesbianas, bisexuales y personas trans, categorías que todos hemos aprendido y que dábamos por cerradas. Es mucho más. Mientras Joan, la mujer, se deja llevar por la energía de libertad y se siente un poco en casa; la científica, la doctora Roughgarden, toma el mando y observa aquella explosión de diversidad incatalogable. Hay individuos a los que, literalmente, no es capaz de incluir en las categorías queer tradicionales, tampoco en los géneros binarios. Piensa: «La ciencia dice que todas estas personas son defectuosas, pero son demasiadas, quizá es la ciencia la que tiene un problema». Y ahí nace El arcoíris de la evolución.
Que no te engañe la chispa que lo origina ni la condición trans de la autora. Esto no es una reescritura trans de la biología o la antropología. No tendría nada de malo si lo fuese, pero no es así. Es un libro científico, una bitácora de observación rigurosa, una suma de argumentos, estudios y experiencias descritos con minuciosidad. Quizá Joan estaba tratando de encontrar su lugar en el mundo, pero es la curiosidad científica, esa exploración de la maravilla de la que hemos hablado, lo que motiva este texto que ya es un clásico de la biología evolutiva.
Solo queda empezarlo. Vas a encontrar descripciones alucinantes sobre el comportamiento de los animales, vas a viajar a lugares del mundo cuyas sociedades han asimilado desde hace milenios realidades humanas que en nuestro «primer mundo» seguimos poniendo en tela de juicio, vas a revisitar la Biblia y te va a sorprender lo que vas a encontrar, vas a dejar el libro apartado varias veces para comprobar datos en internet y seguir aprendiendo sobre la inagotable variedad del mundo que te rodea y del que formas parte. Vas a reírte con algunas de las imágenes que te va a mostrar tu navegador a propósito de tus búsquedas. Y algún mensaje vas a mandar para compartir los hallazgos más insospechados.
Espero haberte ayudado a dar el paso. Tienes entre tus manos, gracias a Joan Roughgarden, a Capitán Swing y a la traductora, Patricia Teixidor, una celebración de la vida en toda su belleza y complejidad. Aprovéchalo y pásalo bien.
Madrid, 27 de julio de 2021
Introducción
Negar la diversidad
Un caluroso y soleado día de junio de 1997 asistí en San Francisco a mi primer desfile del Orgullo Gay. Me llenó de asombro la cantidad de público que había. Mientras avanzaba desde el Civic Center a Market Street para llegar a la bahía de San Francisco, una multitud formada por varias filas de espectadores nos animaba a ambos lados con sus gritos de ánimo. Sentí por primera vez la verdadera magnitud de la comunidad gay.
Esta imagen se me quedó grabada en la mente. Me preguntaba cómo la biología podía explicar esa enorme población que no encaja en el molde de lo que la ciencia suele poner como ejemplo de lo que es normal. Cuando una teoría científica dice que algo no está bien en tantas personas, puede que la que esté equivocada sea la teoría, no las personas.
Lo que más me sorprendió, sin embargo, no fue la gran cantidad de personas gais que había, sino la diversidad de expresiones presentes en el desfile. Los periódicos sacaron solo a un par de travestis, pero había muchas otras manifestaciones menos llamativas con distintas mezclas de símbolos generizados. Sentí curiosidad y decidí investigar más sobre el tema en cuanto surgiera la primera oportunidad. En los siguientes meses tenía pensado empezar la transición para convertirme en mujer transgénero.[5] No estaba segura de lo que me depararía el futuro: si perdería mi puesto de profesora de Biología, si me convertiría en camarera de un bar de noche o si seguiría siquiera con vida. No era capaz de hacer ningún plan a largo plazo.
Aun así, no podía evitar que me asaltara una pregunta tras otra: ¿cuál es la historia real de la diversidad sexual y de género? ¿Existe también esta diversidad en otras especies de vertebrados? ¿Cómo evoluciona en el reino animal? ¿Y cómo se desarrolla a medida que los individuos crecen? ¿Cuál es el papel de los genes, las hormonas y las células cerebrales? ¿Y qué hay de la diversidad en otras culturas y a lo largo de la historia, desde los tiempos bíblicos hasta nuestros días? Es más, me preguntaba dónde podríamos encontrar la diversidad en la expresión de género y de la orientación sexual en la globalidad de la diversidad humana. ¿Es este tipo de diversidad tan inofensivo como las diferencias de altura, peso, proporción corporal y aptitud? ¿O acaso la diversidad en la expresión de género y de la sexualidad invoca una alarma especial y requiere un tratamiento único?
Unos años después de la marcha gay de 1997 seguía viva y conservaba mi empleo. Me obligaron a renunciar a mis responsabilidades administrativas, pero tenía más tiempo para investigar y escribir. Pude volver a pensar en las preguntas que habían inundado mi mente mientras marchaba en el desfile ese magnífico día. Este libro es el resultado.
Descubrí una diversidad mucho mayor de la que nunca había imaginado. A pesar de dedicarme al estudio de la ecología —la diversidad es lo mío—, me quedé atónita. Una gran parte de este texto presenta el sensacional colorido de la diversidad en los vertebrados: las formas de vida de las familias animales, cómo se organizan sus sociedades, cómo cambian de sexo, cómo pueden tener más de dos géneros, cómo las especies a menudo incorporan en sus sistemas sociales el cortejo entre individuos del mismo sexo. Esta diversidad revela la estabilidad evolutiva y la importancia biológica de expresiones de género y sexualidad que van mucho más allá del tradicional binomio macho-hembra o Marte-Venus. También descubrí que, a medida que pasamos de minúsculos embriones a adultos, nuestros genes toman decisiones. Nuestra gloriosa diversidad es el resultado de la aprobación de varios acuerdos bioquímicos por parte de nuestros «comités de genes». En la democracia celular cacofónica ningún gen es el rey, ningún tipo de cuerpo domina de forma suprema ni existe ningún molde universal.
Me dediqué a estudiar la valoración que hacen algunas culturas de las personas transgénero, en qué pasajes de la Biblia aparecen personas trans, y descubrí las distintas maneras en las que personas de culturas diversas organizan las categorías identitarias. Aunque todas las culturas abarcan el mismo rango de diversidad humana, tienen sus maneras particulares de distinguir identidades gais, lesbianas y transgénero.
Todos estos descubrimientos eran nuevos para mí y todavía hoy me resultan extremadamente atractivos, dándome la posibilidad de llenar páginas y páginas de expresiones como: «¡guau!», «¡eso no lo sabía!» y «¿en serio?». Así, este libro recorre mis memorias de viaje por los intersticios académicos de la ecología y la evolución, la biología molecular, la antropología, la sociología y la teología. Mi conclusión general es que cada disciplina académica tiene su propia manera de discriminar la diversidad. Al inicio, pensé que el mensaje principal del libro sería ofrecer un catálogo de la diversidad que validara biológicamente las expresiones divergentes de género y sexualidad. Aunque este catálogo es importante, a medida que reflexionaba sobre mi viaje académico me iba preguntando por qué no conocíamos más sobre esa maravillosa diversidad sexual y de género que encontramos en la naturaleza. Empecé a ver el mensaje fundamental del libro como una crítica al mundo académico por suprimir y negar la diversidad. Ahora creo que esas disciplinas académicas deberían volver a la escuela, repasar sus datos de partida y resurgir con un concepto de diversidad reformado, ampliado y más exacto.
En el campo concreto de la ecología y la evolución, la teoría de la selección sexual de Darwin ha menospreciado la diversidad sexual y de género. Esta teoría predica que los machos y las hembras siguen unos determinados patrones universales —el macho ardiente y la hembra tímida— y que cualquier desviación de ese patrón constituye una anomalía. Sin embargo, los hechos que ocurren en la naturaleza desmienten la teoría de la selección sexual darwiniana. En la biología molecular y en la medicina, la diversidad se considera patológica: la diferencia se trata como enfermedad. Además, la ausencia de una definición científica de la misma implica que los diagnósticos sobre las enfermedades a menudo estén cargados de valoraciones que rayan en el prejuicio. En las ciencias sociales, las diferencias de género y sexualidad se consideran algo irracional, carente de autonomía personal. Se piensa que las personas no conformes con su género o sexualidad se comportan guiadas por una devoción irracional a dioses primitivos, que actúan guiadas por necesidades psicológicas inverosímiles o por convenciones sociales que les han lavado el cerebro, etc.: siempre parece haber una razón para no tomarlas en serio.
El problema fundamental radica en que nuestras disciplinas académicas están arraigadas en la cultura occidental, que es discriminatoria respecto de la diversidad, y cada una encuentra su propia justificación para esta discriminación. Este libro llama la atención sobre un patrón común denigrante existente en el mundo académico hacia cualquier variación sexual o de género y anticipa las dificultades de cada disciplina.
Aunque cualquier criticismo es valioso por derecho propio y no es responsabilidad de la persona que critica proporcionar soluciones, he propuesto mejoras cuando me ha sido posible. Ofrezco alternativas para interpretar la conducta de los animales, interpretaciones que pueden ser probadas y facilitarán en última instancia una ciencia más exacta. Sugiero nuevos enfoques sobre genética y desarrollo que pueden generar una industria biotecnológica más exitosa. Demuestro que los criterios matemáticos para explicar la rareza de una enfermedad genética tienen ciertas ventajas que posiblemente se hayan pasado por alto en genes que se han considerado defectuosos. Sugiero una lectura nueva de las historias de personas no conformes con su género en distintas culturas y llamo la atención sobre aspectos de la Biblia que han pasado desapercibidos y que apoyan la diversidad de género.
Lo que no apoyo es que, porque exista variación sexual y de género en los animales, esta variación tenga que ser también buena para los humanos. La gente podría pensar que al ser científica voy a decir algo como «lo natural es bueno». No abogo por ninguna versión de esta falacia que confunde los hechos con lo que es válido. Creo que la bondad de cualquier rasgo natural pertenece al campo de la ética, no de la ciencia. El infanticidio es algo natural en muchos animales, pero no está bien en los humanos. La diversidad de género y la homosexualidad también son naturales en los animales y muy normal en los humanos. Lo que me parece inmoral es la homofobia y la transfobia. En grado extremo, estas fobias pueden llegar a ser enfermedades que necesiten terapia, al igual que el miedo excesivo a las alturas o a las serpientes.[6]
Tampoco sugiero que se pueda comparar directamente a las personas con los animales. De hecho, incluso algunos pueblos de determinadas culturas tienen experiencias vitales que no son comparables, y comparar a la gente con los animales implica un riesgo aún mayor. Sin embargo, a veces encontramos paralelismos entre culturas. El rugby equivale al fútbol americano, pero implica una cultura del deporte distinta. Algunos aspectos del fútbol americano, como la forma de empezar a jugar dándole una patada al balón, son comparables al rugby. Del mismo modo, podemos establecer paralelismos entre la forma de comportarse de las personas y de los animales, como si estos nos ofrecieran culturas biológicas parecidas a las nuestras. Estoy más que dispuesta a antropomorfizar a los animales. No es que los animales sean realmente como las personas, pero tampoco son meras máquinas. Cometemos un error si atribuimos demasiadas cualidades humanas a los animales, pero los subestimamos si pensamos que son como robots. En esto he intentado lograr un equilibrio.
Para el título del libro he tomado prestada la palabra arcoíris y la he ido utilizando a lo largo de sus páginas. Esta palabra significa diversidad, sobre todo en cuanto a minorías raciales y culturales. El reverendo Jesse Jackson fundó la Coalición Nacional Arcoíris, con la que se presentó a candidato en las presidenciales. El arcoíris también simboliza la liberación de los gais.
Es posible que usted trabaje con personas biológicamente diversas o que las supervise. Puede que sea progenitor o pariente de un niño inusual. Puede que sea docente, jefe scout, coach, ministro, diputado, analista político, juez, agente de policía, periodista o terapeuta y se pregunte por qué sus colegas, clientes o electores son tan diferentes a lo que de niños nos adoctrinaron que estaba dentro de la norma. Puede que sea un estudiante de instituto o de colegio y que esté intentando entender a algún compañero de clase diferente. Puede que esté a punto de realizar una profunda inspiración para conseguir ser usted mismo, o que haya salido del armario hace años y quiera conectar con sus orígenes. Puede que esté estudiando Teoría del Género y se pregunte qué tiene la ciencia que decir, o que sea una científica que quiere poner su granito de arena en la teoría feminista. Puede que sea un especialista en biología de la conservación intentando que la biodiversidad adquiera más importancia en los problemas humanos. Puede que sea un estudiante de Medicina que necesita conseguir más información sobre diversidad que la que enseñan en la facultad. Puede que pertenezca a un grupo de discusión en su lugar de culto y que esté intentando entender cómo ser más inclusivo. O puede que sea un joven estudiante de doctorado en búsqueda de un tema para la tesis. En todos los casos, este libro es para usted.
En la primera parte, «Arcoíris animales», comienzo con mi propia disciplina: la ecología y la evolución. Ya he escrito con anterioridad sobre la evolución del sexo: ¿por qué los organismos han evolucionado para reproducirse sexualmente, en lugar de simplemente mediante gemación, fragmentación, partenogénesis o algún otro tipo de reproducción no sexual?[7] La reproducción que utiliza el sexo en lugar de prescindir de él es mejor porque las especies necesitan una cartera equilibrada de genes para sobrevivir a largo plazo, y el sexo reequilibra constantemente el material genético de una especie. Sin embargo, aunque este beneficio asociado a la mezcla de genes sea universal, las formas de implementar esta reproducción sexual son extraordinariamente diversas, abarcando muchos tipos de cuerpos, organizaciones familiares y patrones de emparejamiento entre sexos distintos y dentro del mismo sexo, con unos valores propios y una lógica interna única.
La primera parte repasa los patrones corporales, los géneros, las organizaciones familiares, la selección de pareja entre machos y hembras, y la sexualidad en los animales, llegando a la conclusión de que la teoría de la selección sexual de Darwin es falsa. Encuentro que se ha abusado demasiado de descripciones competitivas de la naturaleza, al estilo de «la ley del más fuerte»; defiendo que los animales desarrollan amistades de diferentes tipos, muchas condicionadas por la sexualidad, y que multitud de roles sociales se expresan a través de símbolos corporales de género. La gran diferencia existente entre el tamaño de un óvulo y el del esperma (un índice de masa de un millón a uno) no se da en el mismo grado a nivel corporal, conductual y de historia vital. Cuando existe un binario de género, la diferencia suele ser leve y algunas veces invalida los estereotipos de género. Además, a menudo existen más de dos géneros, con múltiples tipos de machos y hembras. Esta diversidad en la vida real en cuanto a la expresión sexual y de género supone un desafío a las bases de la teoría evolutiva.
Darwin es bien conocido por tres afirmaciones: que las especies se relacionan entre sí al compartir un linaje de antepasados comunes; que las especies cambian por medio de la selección natural, y que los machos y las hembras siguen patrones universales (los machos son ardientes y las hembras tímidas). Esta tercera afirmación proviene de su teoría de la selección sexual y es justo la que pongo en cuestión, no las otras dos. La imagen que proporciona Darwin en su teoría de la selección sexual para explicar la diversidad animal en el mundo real es inexacta en sus detalles e inadecuada en sus fines. La teoría de la selección sexual de Darwin es quizá válida para especies como el pavo real, en la que los machos utilizan adornos llamativos en el cortejo, pero no sirve como teoría biológica general de los roles de género. El hecho de darle la vuelta a la teoría original de Darwin para adaptarla a lo que sabemos sería una tautología. En su lugar propongo que ha llegado el momento de aceptar el valor histórico de la teoría de la selección sexual darwiniana y pasar a lo siguiente.
He sugerido una nueva teoría a la que llamo «selección social», que se ajusta a la diversidad sexual y de género. Asume que los animales intercambian ayuda a cambio de tener acceso a la reproducción, produciendo un «mercado» biológico de asistencia mutua al utilizar como moneda de cambio las oportunidades de reproducirse. La teoría propone que en los animales han evolucionado ciertos rasgos que les permiten ser incluidos en grupos que controlan recursos tales como la reproducción y los lugares más seguros para vivir y criar a la descendencia. Estos rasgos, llamados rasgos de inclusión social, los encontramos solo en hembras, en las que siguen siendo todavía inexplicables (como el pene de las hienas hembra), o solo en machos, en los que se consideran características sexuales secundarias, aunque las hembras no les den ninguna preferencia durante el cortejo.
La segunda parte del libro, «Arcoíris humanos», trata sobre las áreas de la biología que tienen que ver con el desarrollo humano. Cuento en primera persona la historia de la embriogénesis humana («cuando mi parte esperma conoció a mi parte óvulo») para enfatizar que la autonomía y la experiencia funcionan a lo largo de toda la vida, antes y después de nacer. Mi intención es desestabilizar la primacía del individualismo, resaltando el grado de cooperación que tiene lugar durante el desarrollo, desde una madre que apoya químicamente a algunos espermatozoides y no a otros igual de hábiles para que se fusionen con sus óvulos, a genes que se interconectan para producir gónadas, tejidos que se tocan y dirigen su desarrollo mutuo u hormonas de bebés vecinos en el mismo útero que influyen de forma permanente en su temperamento futuro. De este modo, aquello en lo que nos convertimos tiene más que ver con las relaciones que establecemos que con nuestros genes atómicos, al igual que un pedazo de enlace atómico de carbón difiere del de un diamante, aunque ambos estén formados únicamente de átomos de carbón.
He inventado el término «gen genial» para distinguir mi idea de la noción popular del gen egoísta, que se supone ejerce el control del desarrollo en solitario siguiendo sus propios intereses. En vez de esto, defiendo que los genes deben cooperar entre sí para que el cuerpo común que habitan no se vaya a pique como un bote salvavidas repleto de marineros bravucones. Me extiendo a gusto sobre las diferencias genéticas, fisiológicas y anatómicas entre las personas. Somos tan diferentes unos de otros bajo la piel como lo somos en la superficie. Aunque pueden encontrarse diferencias biológicas entre dos sexos o entre personas con expresiones de género distintas, existen igualmente entre dos personas cualesquiera. Por ejemplo, se ha descubierto que los músicos que se dedican a tocar instrumentos de cuerda tienen cerebros distintos a las personas que no tocan instrumentos de cuerda. En la segunda parte muestro cómo la medicina utiliza mínimas diferencias anatómicas entre las personas y sus diferentes trayectorias vitales para categorizarlas mediante un patrón artificial de normalidad y negarles sus derechos humanos al calificarlas de enfermas. Mientras tanto, en nuestra sociedad estamos abocados no solo a la persecución de personas con expresiones de género y sexualidad heterogéneas, sino también a un futuro en el que se infligirá un daño permanente a la totalidad del acervo genético de nuestra especie, perjudicándola de por vida. Esta segunda parte concluye con un resumen de los peligros inherentes a los intentos de la ingeniería genética de «erradicar» la diversidad de nuestro patrimonio genético.
En la tercera parte, «Arcoíris culturales», el libro pasa de la biología a las ciencias sociales, ofreciendo una visión general y una nueva lectura de la diversidad sexual y de género en distintas culturas y a lo largo de la historia. Muchas tribus de nativos americanos dieron cabida a la diversidad sexual y de género utilizando el término «dos espíritus» e incluyendo a estas personas en la vida social, hasta el punto de que hoy sirven de inspiración a los que son perseguidos en las sociedades modernas. En Polinesia, los mahus, comparables a los dos espíritus de los nativos americanos, están sufriendo tensiones culturales a causa de la llegada del concepto occidental de transgénero. En otro punto del globo, en la India, encontramos un gran grupo de personas transgénero, similar a una casta, a las que se llama hijras; hay más de un millón de hijras en una población total de mil millones de indios. Las hijras disfrutan de un antiguo pedigrí y constituyen el equivalente asiático de la historia europea de la diversidad de género, que se extiende desde las sacerdotisas de Cibeles, del Imperio romano, a los santos travestidos de la Edad Media, como Juana de Arco (a la que llamaré Jehanne d’Arc), un hombre transgénero. En Europa, las primeras personas transgénero eran clasificadas como eunucos, un gran grupo similar a las hijras, con las que puede que compartan un origen común. La Biblia, tanto en el testamento hebreo como en el cristiano (incluyendo un pasaje de Jesús), da su apoyo explícito al bautismo de los eunucos y a que sean miembros de pleno derecho de la comunidad religiosa. La variación de género también fue reconocida en los primeros textos islámicos.
La Grecia temprana impuso un binarismo de género para la práctica de técnicas sexuales: algunas eran consideradas como técnicas apropiadas para las relaciones entre individuos de sexos distintos y otras para la sexualidad entre individuos del mismo sexo. Las técnicas permitidas se denominaban «limpias» y las prohibidas eran «pecaminosas». La Biblia permaneció en silencio en cuanto a la sexualidad entre personas del mismo sexo, aunque durante siglos se haya creído que condenaba la homosexualidad. Sugiero que la afirmación de la Biblia respecto a la variación de género y su relativo silencio sobre las relaciones entre individuos del mismo sexo son un reflejo de que a lo largo de las épocas han existido distintas categorías identitarias de personas no conformes con su género o su sexualidad. La categoría de eunuco se extendió hasta los tiempos de Cristo y ya venía de la prehistoria, mientras que la homosexualidad como categoría de identidad personal se originó hace bastante poco en Europa, a finales de los años 1800. Por tanto, cuando se escribió la Biblia existía un lenguaje para referirse a las diferencias de género, pero no de sexualidad.
A continuación, me centro en antropólogos que trabajan en Indonesia y describen cómo llegaron a admitir, a desgana, un elemento legítimo de identidad de género masculino en la expresión lésbica, aunque al principio pensaran que la orientación sexual lesbiana no debería incluir una expresión masculina. Por el contrario, un investigador mexicano que se centraba en las vestidas (trabajadoras sexuales transgénero) no fue nunca más allá de las descripciones peyorativas. Además, se ha dado una situación interesante en la República Dominicana, donde había suficientes personas intersexuales viviendo en varios pueblos como para crear una categoría social especial llamada los güevedoces. Termino el recorrido cultural de vuelta al Estados Unidos contemporáneo para analizar las ideas políticas en torno a las personas transgénero y su creciente alianza con las organizaciones de gais y lesbianas, y concluyo con una agenda política para las personas trans. Lo que demuestra la tercera parte del libro es que nuestra especie exhibe el mismo rango de variación entre culturas y a lo largo de la historia, pero muestra mayores diferencias en la forma en que agrupamos a la gente en categorías sociales.
En la tercera parte trato sobre la defensa de la diversidad desde un punto de vista religioso. Creo que ignorar la religión, y la Biblia en concreto, supone trabajar con una visión limitada. Independientemente de lo que la ciencia diga, si la gente cree que la Biblia denigra a las lesbianas, gais y trans, peligrará su inclusión, porque muchos eligen la religión antes que la ciencia. De hecho, creo que la Biblia no habla mucho sobre la orientación sexual y que se han ignorado los pasajes sobre eunucos que apoyan a personas trans. En general, la Biblia no apoya la persecución de las diferencias sexuales o de género. Es más, la conocida historia del arca de Noé sugiere un imperativo moral para conservar toda la biodiversidad, tanto entre especies como dentro de una misma especie.
En el apéndice recomiendo una normativa concreta. Sugiero fortalecer los programas universitarios de Psicología y mejorar la educación de los estudiantes de Medicina para prepararlos a entender mejor la diversidad natural. Propongo nuevos procesos institucionales para prevenir el continuo abuso médico de la diversidad humana bajo el envoltorio del tratamiento de enfermedades. Exijo que los expertos en ingeniería genética hagan un juramento de responsabilidad profesional y que solo se les otorgue el permiso de ejercer después de pasar por un examen certificado. Por último, presento la idea de que nuestro país debería quizá construir una gran estatua y plaza, a la que llamaríamos Estatua de la Diversidad, que para la costa oeste de Estados Unidos representaría lo mismo que la Estatua de la Libertad para la costa este.
Este libro es mi primer libro «comercial», como llaman los editores a los títulos dirigidos a un público general, en oposición a los libros de texto de uso en clase (todas mis obras anteriores han sido libros de texto especializados, monografías y actas de simposios).[8] En este tipo de libro tengo libertad para expresar mis opiniones y escribir con un estilo informal. En el texto me he posicionado con total libertad. Al mostrar abiertamente mi posición, surge de forma automática la cuestión de la objetividad; he dicho lo mejor que he sabido la verdad y toda la verdad, pero es mi propia interpretación de los hechos, como si fuera un abogado de la defensa enfrentándome a los abogados de la «acusación». Ustedes, mis lectores, un jurado de vecinos y amigos, son los que decidirán. Les ruego no olviden que cualquiera que escribe sobre estos temas lo hace desde su propio punto de vista y con un interés personal. Algunos hombres se aprovechan de la excusa biológica que proporciona la teoría de la selección sexual de Darwin para justificar el hecho de ser mujeriegos. Otros disfrazan su agresividad a través de la visión del mundo darwiniana. Los hay también que disfrutan del elitismo genético que propugna la teoría de la selección sexual, sintiéndose seguros de que sus genes son superiores. Creo que el hecho de desmentir la teoría de la selección sexual inculca a la elección de pareja por parte de las hembras una responsabilidad en la toma de decisiones sobre el poder y la familia mucho más sofisticada que la concebida por Darwin, y fortalece expresiones de género y de sexualidad variadas.
En algunos momentos he disfrutado mucho escribiendo este libro; en otros, sin embargo, he tenido miedo de lo que tenía que decir. La visión que muestro aquí sobre nuestros cuerpos, sobre el género y sobre la sexualidad es radicalmente nueva. He seguido adelante porque creo que el mensaje es positivo y liberador. Espero que lo disfruten y que mejore sus vidas.
Doy las gracias al personal de la Falconer Biology Library, en la Universidad de Stanford, por su gran ayuda en mis investigaciones. Estoy profundamente agradecida a las personas que han revisado mi texto, a Blake Edgar, Patricia Gowaty, Scott Norton, Robert Sapolsky y Bonnie Spanier. Agradezco las mejoras del personal de la editorial de la Universidad de California, sobre todo a Elizabeth Berg y Sue Heinemann. He tenido la gran fortuna de contar con el cariño de mi mejor amiga, Trudy, y de mis hermanas de la Iglesia Episcopal Trinity, en Santa Barbara, especialmente de Terry.
[5]Ver C. Yoon, «Scientist at work: Joan Roughgarden, a theorist with personal experience of the divide between the sexes», New York Times, 17 de octubre de 2000, pp. D1-D2; también una entrevista de cincuenta minutos del 22 de enero de 2001 en el programa 294 de radio en internet GenderTalk, con Nancy Nangeroni y Gordene MacKenzie, disponible en: http://www.gendertalk.com/real/251/gt294.shtml.
[6]H. Adams, L. Wright y B. Lohr, «Is homophobia associated with homosexual arousal?», Psychological Review 103, 1996, pp. 320-335. Los psicólogos definen la «homofobia» como el temor a estar en espacios reducidos con personas homosexuales y sentir miedo, odio e intolerancia irracionales hacia las personas homosexuales.
[7]J. Roughgarden, «The Evolution of Sex», Amer. Natur. 138, 1991, pp. 934-953.
[8]J. Roughgarden, Primer of Ecological Theory, Prentice Hall, 1998; J. Roughgarden, Anolis Lizards of the Caribbean: Ecology, Evolution, and Plate Tectonics, Oxford University Press, 1995; J. Roughgarden, R. May y S. Levin (eds.), Perspectives in Ecological Theory, Princeton University Press, 1989; P. Ehrlich y J. Roughgarden, The Science of Ecology, Macmillan, 1987; J. Roughgarden, Theory of Population Genetics and Evolutionary Ecology: An Introduction, Macmillan, 1979.
01
Sexo y diversidad
Todas las especies sin excepción muestran diversidad genética, su arcoíris[9] biológico. Los arcoíris biológicos son universales y eternos. Sin embargo, desde los comienzos de la teoría evolucionista, han supuesto algunos problemas para los biólogos. Charles Darwin, el fundador de la biología de la evolución, describe en sus diarios publicados en El viaje del Beagle[10] su propia lucha para lidiar con la variación en el mundo natural.
A mediados del siglo XIX se pensaba que las especies vivientes eran el equivalente biológico de especies químicas como el agua o la sal. El agua es igual en todas partes. Los países no tienen agua con un color y una temperatura de ebullición únicos. En cambio, en el caso de las especies biológicas, cada país tiene su variante única. Darwin se dio cuenta de que el tamaño corporal de los pinzones era distinto en cada isla de las Galápagos. También vemos que los petirrojos de California son rechonchos en comparación con los de Nueva Inglaterra, y que las lagartijas de la parte occidental de Puerto Rico son más grises que las que habitan cerca de San Juan, de color más pardo. Darwin admitió que las propiedades que definen a las especies biológicas, al contrario de lo que ocurre con las especies físicas, no son las mismas en todos los lugares. Este nuevo y desconcertante descubrimiento de mediados del siglo XIX sigue siendo igual de sorprendente hoy en día.
En los tiempos de Darwin estaba empezando a consolidarse el sistema de clasificación de Linneo, basado en filos, géneros, especies y demás. Los naturalistas organizaban expediciones a lugares remotos para recolectar especímenes para museos y después encasillarlos en el sistema de clasificación linneano. A la vez que esto ocurría, los físicos estaban desarrollando la tabla periódica de los elementos —su sistema de clasificación para las especies físicas—, y los químicos estaban clasificando fórmulas para diversas sustancias basándose en sus enlaces químicos. Pero la clasificación biológica equivalente a la clasificación física no funcionaba muy bien. Si el petirrojo de Boston es diferente al de San Francisco y en cada gasolinera de la interestatal 80 vive una especie intermedia, ¿qué estamos clasificando? ¿Cuál es el «auténtico» petirrojo? ¿Cuál es el significado de «petirrojo»? Los nombres problemáticos siguen siendo problemáticos en zoología y botánica. Los arcoíris biológicos interfieren en cualquier intento de meter con calzador a los seres vivos en categorías estancas. La biología no cuenta con una tabla periódica para sus especies. Los organismos fluctúan entre las líneas divisorias de cualquier categoría que construyamos. En biología, la naturaleza aborrece las categorizaciones.
Aun así, obviamente un petirrojo sigue siendo diferente de un arrendajo. Si no tuviéramos nombres, ¿cómo podríamos decir si lo que vemos en un comedero es un petirrojo o un arrendajo azul? Un método alternativo es coleccionar suficientes ejemplares para cubrir el rango completo de colores en el arcoíris de la especie. Y así, los taxónomos, especialistas en clasificaciones biológicas, pueden decir algo similar a «un petirrojo es cualquier ave de entre doce y catorce centímetros con el pecho rojo anaranjado».[11] No existe ningún petirrojo que sirva de modelo de «auténtico petirrojo»; todos los petirrojos son auténticos. Cada petirrojo tiene un estatus de primera clase. Ninguno es mejor que otro como modelo de la especie.
¿Es la diversidad buena o mala?
Los arcoíris trastocan el objetivo humano de clasificar la naturaleza. Y lo que es peor: la variabilidad en una especie podría ser una señal de que algo va mal, una equivocación. En química, una variación se interpreta como una impureza, una imperfección en el diamante. ¿Acaso la variabilidad dentro de una especie no es también un signo de impureza e imperfección? La principal pregunta a la que se enfrentan los biólogos es si la variación observada dentro de una especie es buena por derecho propio o si es simplemente una colección de impurezas con la que cada especie tiene que cargar. Sobre este tema hay una división entre los biólogos evolucionistas.
Muchos se muestran positivos respecto al arcoíris. Lo ven como un reservorio de genes que pueden entrar en acción en distintos momentos y lugares para garantizar la supervivencia de la especie bajo condiciones cambiantes. El arcoíris representa los recursos genéticos de la especie.[12] Según esta visión, resulta sin duda beneficioso. Es una visión optimista respecto al potencial de la especie para responder a condiciones ambientales siempre cambiantes. Se ratifica la diversidad.
Otros biólogos evolucionistas muestran una actitud negativa respecto al arcoíris, creen que todos los acervos génicos —incluido el nuestro— están repletos de mutaciones deletéreas, o genes nocivos. Durante la década de 1950, los estudios defendían que cada persona tiene de tres a cinco genes letales recesivos que se manifestarían si sus portadores eligiesen al compañero equivocado y que provocarían la muerte de sus hijos.[13] Es una visión pesimista del futuro que sugiere que la evolución ha alcanzado su punto álgido y que toda variación es ya inútil o perjudicial.[14] Esta escuela de evolucionistas creía en una élite genética y defendía la inseminación artificial con bancos de esperma que reunirían los genes de grandes hombres. Una visión que reprime la diversidad.
El propio Darwin se mostraba ambivalente respecto al valor de los arcoíris. Para él, la selección natural era el mecanismo que hacía que las especies evolucionaran. Por un lado, como la selección natural depende de la variación, Darwin consideraba el arcoíris como un espectro de posibilidades que contenían el futuro de la especie. Una especie sin variabilidad no tiene potencial evolutivo alguno, como una marca sin nuevos productos en desarrollo. Por otro lado, Darwin veía a las hembras como compradoras que buscan parejas con genes apetecibles y rechazan a los que tienen genes de más baja calidad. Este punto de vista menosprecia la variación entre machos e implica la existencia de una jerarquía de calidades, sugiriendo que la selección de las hembras consiste en encontrar al mejor macho y no a la pareja con la que mejor encajen. Durante su carrera, Darwin reafirmó y reprimió la diversidad en varias ocasiones.
El conflicto filosófico entre reafirmar o reprimir la diversidad sigue presente en nuestros días, impregnando cada rincón, desde la manera en que los biólogos interpretan las motivaciones ocultas en la elección de una determinada pareja, al modo en que los médicos tratan a los recién nacidos en los hospitales.
Costes y beneficios del sexo
Entonces, ¿cómo vamos a decidir si los arcoíris son buenos o malos? ¿Quiénes están en lo cierto, los que realzan la diversidad o los que la reprimen? Para dar respuesta a esta importante pregunta, comparemos especies con arcoíris completos y especies con arcoíris limitados. Las especies que consiguen reproducirse sin sexo tienen arcoíris limitados. Al utilizar la palabra sexo me refiero a dos progenitores que mezclan sus genes para producir descendencia. Existen multitud de especies que se propagan sin sexo: todos los individuos son hembras y la prole surge sin que ocurra la fertilización. Además, en muchas especies la descendencia se generará con o sin fertilización según cuál sea la estación del año.
Si van a Hawái fíjense en los hermosos gecos que trepan por las paredes. Es una especie asexual en la que todos los individuos son hembras.[15] En este tipo de especies, las hembras producen óvulos que desde el principio contienen todo el material genético necesario. En especies sexuales, como los humanos, un óvulo solo contiene la mitad del material genético necesario para producir un bebé; el espermatozoide tiene la otra mitad, por lo que la combinación de ambos es lo que da lugar al material necesario. Asimismo, los óvulos de las especies que solo tienen hembras no necesitan ser fertilizados por un espermatozoide para desencadenar la división en la célula que genera un embrión. Las hembras en estas especies se clonan a sí mismas al reproducirse.
Los gecos hembra hawaianos abundan localmente y están ampliamente distribuidos por el Pacífico Sur, desde las islas de la Sociedad en la Polinesia Francesa a las islas Marianas, cerca de Nueva Guinea. Otras especies en las que solamente hay hembras viven en México, Nuevo México y Texas (son todas versiones de lagartijas cola de látigo). Estos pequeños y elegantes animales a rayas marrones corretean rápidamente por el suelo buscando comida. Las especies en las que solo hay hembras viven junto a riachuelos, mientras que otros parientes con reproducción sexual suelen vivir más arriba de los riachuelos, en bosques cercanos o en otro tipo de vegetación. Cada cuenca de un río importante del suroeste de Norteamérica es un hábitat en el que han evolucionado lagartijas cola de látigo hembra. En esta región se han encontrado más de ocho especies en las que solo hay hembras. También existen estas especies en las montañas del Cáucaso en Armenia y a lo largo del río Amazonas en Brasil. Pueden encontrarse, asimismo, peces en los que todos los individuos son hembras. De hecho, existen especies animales constituidas solo por hembras entre la mayoría de los principales grupos de vertebrados.[16]