Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Este clásico del doctor Bronowski traza el desarrollo de la sociedad humana a través de nuestra comprensión de la ciencia. Publicado en 1973 junto con una innovadora serie de televisión de la BBC, es considerado una de las primeras obras de divulgación científica, que ilumina el contexto histórico y social del desarrollo científico para una generación de lectores. Bronowski analiza la invención humana desde la herramienta de pedernal a la geometría, desde la agricultura a la genética y desde la alquimia a la teoría de la relatividad, mostrando cómo todas ellas son expresiones de nuestra capacidad de comprender y controlar la naturaleza. Un viaje a través de la historia intelectual con el fin de encontrar "los grandes monumentos de la invención humana": la isla de Pascua, Machu Picchu, la biblioteca de Newton y el observatorio de Gauss, la Alhambra y las cuevas de Altamira. En cada lugar, Bronowski considera las cualidades del pensamiento y la imaginación que hicieron que el hombre, primero, analizara el mundo físico para, a continuación, explorar las leyes y estructuras invisibles por encima y por debajo de su superficie. El hombre asciende al descubrir la plenitud de sus propios dones, y lo que va creando en el camino son "monumentos" en las etapas de su comprensión de la naturaleza y de sí mismo.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 533
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Prólogo
Richard Dawkins
La expresión «el último hombre del Renacimiento» se ha convertido en todo un cliché, pero perdonamos su uso en esas raras ocasiones en las que la expresión es cierta. Es muy difícil pensar en un candidato mejor para ese elogio que Jacob Bronowski. Se podrán encontrar otros científicos que puedan exhibir un conocimiento profundo en humanidades, o —en un caso concreto— que combinen un prestigio ganado en el mundo de la ciencia con una preeminencia en historia china. Pero ¿quién mejor que Bronowski entrelaza un conocimiento profundo en historia, arte, antropología, cultura, literatura y filosofía con un exhaustivo conocimiento de la ciencia? ¿Y que además lo haga fácilmente, sin ningún esfuerzo y sin sucumbir nunca a parecer pretencioso? Bronowski usa la lengua inglesa —que no es su lengua materna, lo que es aún más extraordinario— tal como un pintor usa su pincel, con maestría tanto en la creación de grandes lienzos como de exquisitas miniaturas.
Inspirado por la Mona Lisa, esto es lo que tenía que decir al hablar sobre el primero y el más grande hombre del Renacimiento, cuyo dibujo del bebé en el útero abría la versión televisiva de El ascenso del hombre:
El hombre es único no porque hace ciencia, y es único no porque crea obras de arte, sino porque tanto la ciencia como el arte son igualmente expresiones de la maravillosa plasticidad de su mente. Y la Mona Lisa es un ejemplo muy bueno, porque después de todo, ¿qué es lo que hizo Leonardo la mayor parte de su vida? Hizo dibujos anatómicos, como el bebé en el útero de la Royal Collection en Windsor. Y es justo en el cerebro y en el bebé donde la plasticidad de la conducta humana empieza.
Bronowski enlaza con asombrosa destreza el dibujo de Leonardo con el niño de Taung: un espécimen de nuestro género ancestral Australopithecus, víctima —como sabemos ahora, algo que Bronowski desconocía cuando realizó su análisis matemático del diminuto cráneo— de un águila gigante hace dos millones de años.
Hay un aforismo digno de ser citado prácticamente en cada página de este libro, algo para guardar como un tesoro, algo para pegar en una nota en la puerta para que todo el mundo pueda verla, puede que incluso un epitafio para la lápida de un gran científico: «El conocimiento […] es una aventura sin fin en el filo de la incertidumbre». ¿Edificante? Sí. ¿Inspirador? Sin ninguna duda. Pero leído en su contexto es impactante. La tumba en la que se podría poner esa lápida resulta que pertenece a toda una tradición investigadora europea, destruida por Hitler y sus aliados prácticamente de la noche a la mañana:
Europa dejó de ser un lugar acogedor para la imaginación —y no solo la imaginación científica—. Toda una concepción de la cultura estaba en retirada: la concepción de que el conocimiento humano es personal y responsable, una aventura sin fin en el filo de la incertidumbre. Se hizo el silencio, de igual manera que después del juicio a Galileo. Los grandes hombres se vieron inmersos en un mundo amenazado. Max Born. Erwin Schrödinger. Albert Einstein. Sigmund Freud. Thomas Mann. Bertolt Brecht. Arturo Toscanini. Bruno Walter. Marc Chagall.
No es necesario pronunciar unas palabras tan poderosas a voz en grito o con lágrimas ostentosas rodando por la cara. Las palabras de Bronowski obtuvieron un gran impacto, en parte debido a su tono calmado, humano, comedido, y a esa forma encantadora de pronunciar las «erres» mientras miraba directamente a la cámara, con sus gafas parpadeando con los reflejos de la luz como faros en la oscuridad.
Pasajes oscuros como ese constituyen algo excepcional en este libro lleno de luz y de genuina y sincera inspiración en la mayoría de sus páginas. Casi se puede oír la peculiar voz de Bronowski a lo largo y ancho de este libro, y ver asimismo su expresiva mano cortando de arriba abajo la complejidad para de repente decir algo importante. Permanece de pie enfrente de una gran escultura, el Filo de cuchillo de Henry Moore, para decirnos,
La mano es el borde cortante de la mente. La civilización no consiste en un conjunto de artefactos acabados, es la elaboración de los procedimientos que llevaron a su fabricación. Al fin y al cabo, la marcha del hombre es la sofisticación de su mano en acción. El estímulo más poderoso que ha impulsado el ascenso del hombre es el placer que siente con cada ejercicio de sus habilidades. Ama lo que hace bien, y una vez lo ha hecho bien, ama hacerlo todavía mejor. Ese espíritu se puede ver en su ciencia. Se puede ver en la magnificencia con la que talla y construye, en su cuidado amoroso, su regocijo, su descaro. Se supone que los monumentos fueron construidos para homenajear a reyes y a religiones, a héroes y dogmas, pero, al fin y al cabo, al hombre al que homenajea es al constructor de dicha obra.
Bronowski era un racionalista y un iconoclasta. No se conformaba con disfrutar de los logros a los que había llegado la ciencia, sino que pretendía provocar, estimular, pinchar.
Esa es la esencia de la ciencia: haz una pregunta impertinente, y estarás en camino hacia una respuesta pertinente.
Eso no se aplica únicamente a la ciencia, sino a todo modo de aprendizaje, lo cual, según Bronowski, estaba encarnado por una de las universidades más grandes y más antiguas del mundo, casualmente en Alemania:
La universidad es como la Meca a la cual acuden los estudiantes con poco más que una fe inquebrantable. Es importante que los estudiantes aporten cierta picardía, una irreverencia virginal hacia sus estudios; no están aquí para venerar lo conocido, sino para cuestionarlo.
Bronowski se refería a las especulaciones mágicas del hombre primitivo con simpatía y comprensión, pero al final:
La magia es solo una palabra, no una respuesta. La magia, en sí misma, es una palabra que no explica nada.
Hay magia —la clase correcta de magia— en la ciencia. También hay poesía, y poesía mágica en cada página de este libro. La ciencia es la poesía de la realidad. Si Bronowski no dijo eso, es la clase de afirmación que habría hecho este polifacético, elocuente, discreto erudito, cuya sabiduría e inteligencia simbolizan lo mejor que hay en el ascenso del hombre.
Introducción
El primer borrador de El ascenso del hombre fue escrito en julio de 1969 y la última secuencia de la serie fue rodada en diciembre de 1972. Un proyecto tan enorme como este, aunque sea maravillosamente estimulante, no puede llevarse a cabo a la ligera. Requiere un vigor físico e intelectual infatigable, una absoluta inmersión en el proyecto de la que se ha de estar absolutamente seguro, que será llevada a cabo y mantenida durante todo el proceso con gusto; por ejemplo, tuve que dejar de lado investigaciones que ya había empezado; y me veo obligado a dar las explicaciones oportunas de los motivos que me impulsaron a hacer algo así.
El talante de la ciencia había sufrido un cambio profundo en los últimos veinte años: el foco de su atención había cambiado. De las ciencias físicas había pasado a las ciencias de la vida. Como resultado de dicho cambio, la ciencia se vio atraída cada vez más hacia el estudio de la individualidad. Pero el espectador interesado apenas se da cuenta de lo lejos que llega el efecto de cambiar la imagen del hombre que la ciencia va moldeando. Como matemático entrenado en el campo de la física, a mí también me habría pasado desapercibido dicho cambio si no se hubieran dado una serie de acontecimientos casuales que me introdujeron en el mundo de las ciencias de la vida a mi mediana edad. Tengo una deuda de gratitud por la suerte que he tenido al poder dedicarme a dos ramas fundamentales de la ciencia durante mi vida; y dado que no sé a quién le debo esa deuda, concebí El ascenso del hombre como agradecimiento para compensarla.
La invitación que me hizo la British Broadcasting Corporation era para presentar el desarrollo de la ciencia en una serie de programas de televisión al estilo de los que hizo lord Clark en la serie Civilisation. La televisión es un medio excelente para poder exponer cualquier tema por diversas razones: su visualización es poderosa e inmediata, es capaz de hacer que el espectador se sienta transportado a los lugares y los hechos que se están describiendo, y resulta lo suficientemente familiar para que sienta que lo que está presenciando no son solo hechos descritos, sino el resultado de la acción de la gente. De todos estos méritos, el último es el que me resulta más convincente, y es el que más peso tuvo a la hora de aceptar presentar una biografía de ideas en formato de ensayos para la televisión. El asunto es que el conocimiento en general y la ciencia en particular no consisten en ideas abstractas, sino en ideas artificiales, fabricadas por el hombre, desde sus comienzos hasta los modelos más modernos e idiosincrásicos. Por lo tanto, el conocimiento de los conceptos subyacentes que encierra la naturaleza debe de haber aparecido pronto, en las culturas humanas más simples y a partir de sus facultades más básicas y específicas. Y el desarrollo de la ciencia que une todos esos conceptos en combinaciones cada vez más complejas parece ser un atributo igualmente humano: los descubrimientos los hacen los hombres, no gracias únicamente a sus mentes, ya que se trata de seres vivos dotados de individualidad. Si la televisión no se usa para expresar estos pensamientos de forma concreta, se desperdiciará su uso.
En cualquier caso, desentrañar ideas es una empresa íntima y personal, y eso nos lleva al espacio común que comparten la televisión y los libros impresos. A diferencia de una conferencia o de una película de cine, la televisión no va dirigida a un público masivo. Está dirigida a dos o tres personas sentadas en una habitación, como una conversación cara a cara entre dos personas —una conversación en la que habla solo una persona, de la misma manera en que lo es un libro, sin embargo más familiar y socrática—. Para mí, absorbido por el trasfondo filosófico que subyace al conocimiento, este es el regalo más atractivo que ofrece la televisión, mediante el cual puede llegar a ser una fuerza tan persuasiva e intelectual como el libro.
El libro impreso posee una libertad añadida: no está despiadadamente unido al sentido direccional del tiempo, de la forma en la que sí lo está un discurso hablado. El lector puede hacer lo que ni el espectador ni el oyente pueden hacer, que es hacer una pausa en su lectura y reflexionar, volver hacia atrás en las páginas y en el argumento, comparar un hecho con otro y, de forma general, apreciar los detalles de las pruebas presentadas sin distraerse por el modo en que se le presentan. He procurado usar la ventaja que supone esta forma más pausada de razonar siempre que he podido, poniendo por escrito lo que ya había dicho en el programa televisivo. Lo que se dijo en esos programas requirió un gran volumen de investigaciones, que me llevaron a descubrir muchos vínculos y curiosidades inesperados, y habría sido una pena no capturar parte de esa riqueza en este libro. De hecho, me habría gustado haber hecho mucho más, e intercalar el texto con el material y las citas originales en las que se fundamenta. Pero eso habría cambiado el destinatario de este libro, en lugar de al lector general debería haber sido dirigido a estudiantes.
Al transcribir el texto usado en el programa de televisión, he procurado seguir el texto al pie de la letra, básicamente por dos razones. Primero, a la hora de hacer cualquier discurso quería preservar la espontaneidad del pensamiento, algo en lo que me esforcé allí donde fui. (Por la misma razón, intenté ir a lugares que fueran tan estimulantes para mí como para el espectador). Segundo, y más importante, quería preservar de igual forma la espontaneidad del argumento. Un argumento verbal es informal y heurístico; identifica el centro mismo de la materia tratada y muestra de qué forma es crucial y nuevo; y al mismo tiempo, proporciona la dirección que nos lleva a la solución, de modo que, hasta en su forma simplificada, su lógica siga siendo correcta. Para mí, este modo filosófico de argumentación es el fundamento de la ciencia, y no se debería permitir que nada lo oscureciera.
El contenido de estos ensayos abarca, de hecho, mucho más que el campo de la ciencia, y no lo habría titulado El ascenso del hombre si no hubiera tenido también en mente otros pasos que se han dado en nuestra evolución cultural. Mi ambición ha sido aquí la misma que con mis otros libros, tanto de literatura como de ciencia: crear una filosofía para el siglo XX que fuera una filosofía unificada. De la misma forma, esta serie habla más de filosofía que de historia, y de una filosofía de la naturaleza más que de ciencia. El tema de esta obra es una versión contemporánea de lo que se solía llamar filosofía natural. A mi modo de ver, estamos en la actualidad mejor preparados intelectualmente para concebir la filosofía natural que en los últimos trescientos años. Y eso se debe a que los recientes descubrimientos en biología humana han dado una nueva dirección al pensamiento científico, lo han desplazado de lo general a lo individual, por primera vez desde que el Renacimiento abrió las puertas del mundo natural.
No puede existir una filosofía, ni siquiera una ciencia decente, sin humanidad. Deseo que el sentido pleno de esa afirmación sea palpable a lo largo y ancho de este libro. Para mí, la comprensión de la naturaleza tiene como finalidad la comprensión de la naturaleza humana, y de la condición humana dentro de la naturaleza.
Presentar una visión de la naturaleza a la escala a la que se hace en esta serie es tanto un experimento como una aventura, y estoy muy agradecido a aquellos que hicieron ambas cosas posibles. Mi primera deuda es con el Instituto Salk de Estudios Biológicos, que ha apoyado mi trabajo sobre la especificidad humana durante tanto tiempo, y que además me concedió un año sabático para poder realizar la serie de televisión. También estoy en deuda con la British Broadcasting Corporation y con sus asociados, y de manera muy particular con Aubrey Singer que ideó este enorme proyecto y que estuvo durante dos años animándome a que me hiciera cargo de él hasta que me convenció.
La lista de todos aquellos que ayudaron en la elaboración de los capítulos de la serie es tan enorme que debo usar una página para ellos solos, así les puedo dar las gracias a todo el equipo conjuntamente; fue un auténtico placer trabajar con todos ellos. Sin embargo, no puedo pasar por alto los nombres de los productores que encabezan esa lista, y particularmente Adrian Malone y Dick Gilling, cuyas imaginativas ideas lograron dar vida a las palabras.
Dos personas trabajaron conmigo en este libro, Josephine Gladstone y Sylvia Fitzgerald, e hicieron mucho más que eso, me alegra poder darles las gracias aquí por su gran trabajo. Josephine Gladstone se encargó de todas las investigaciones necesarias para la serie de televisión desde 1969, y Sylvia Fitzgerald me ayudó a planificar y preparar cada uno de los guiones. No habría podido tener unos colegas más estimulantes.
J.B.
La Jolla, California
Agosto de 1973
01
Entre animal y ángel
El hombre es una criatura singular. Tiene toda una gama de cualidades que lo convierten en único entre todos los animales; por lo tanto, a diferencia de ellos, no es una mera figura del paisaje: es un modelador del paisaje. En cuerpo y en alma es el auténtico explorador de la naturaleza, el animal ubicuo, que no encontró, sino que hizo su hogar en cada continente.
Se ha documentado que cuando los españoles atravesaron el continente americano y llegaron al océano Pacífico en 1769, los indios nativos de California decían que cuando había luna llena los peces llegaban a sus playas y bailaban en ellas. Y es cierto que existe una variedad local de pez, el pejerrey californiano, que sale del agua y deposita sus huevos por encima de la línea de marea alta. La hembra deposita los huevos enterrando primero la cola, hasta que apenas asoma la cabeza, mientras el macho da vueltas alrededor y los va fertilizando a medida que la hembra los va depositando. Que haya luna llena es muy importante, ya que proporciona el tiempo necesario para que los huevos fertilizados permanezcan húmedos en la arena sin ser perturbados, nueve o diez días, el espacio que hay entre un periodo de marea alta y el siguiente, durante el cual los peces recién nacidos podrán retornar al mar.
Cada paisaje del mundo está lleno de estas adaptaciones tan bellas y exactas, gracias a las cuales los animales encajan a la perfección en su medio ambiente como una rueda dentada en otra. El erizo hiberna hasta que llega la primavera, momento en el cual su metabolismo se vuelve a poner en marcha. El colibrí bate sus alas en el aire y mete su finísimo pico en el interior de las flores. Las mariposas se mimetizan con hojas e incluso con criaturas nocivas para engañar a sus depredadores. El topo atraviesa el suelo lentamente como si hubiera sido diseñado como una perforadora mecánica.
Así es como millones de años de evolución moldearon al pejerrey californiano para que desempeñara su función acorde al movimiento de las mareas. Pero la naturaleza —en otras palabras, la evolución biológica— no ha moldeado al hombre para que encaje en ningún medio ambiente en concreto. Por otro lado, comparándolo con el pejerrey tiene un equipamiento para la supervivencia bastante tosco; y aun así —esta es la paradoja de la condición humana— es uno que le capacita para encajar en cualquier medio ambiente. Entre la multitud de animales que corren a toda velocidad, vuelan, excavan o nadan a nuestro alrededor, el hombre es el único que no está encadenado a su medio ambiente. Su imaginación, su razón, su sutil emotividad y su tenacidad hacen que no tenga por qué aceptar su medio ambiente, sino que lo capacita para cambiarlo. Y toda la serie de inventos e invenciones, mediante los cuales época tras época el hombre ha cambiado su medio ambiente, conforman una clase diferente de evolución —una que no es biológica, sino que se trata de una evolución cultural—. Llamo a esa brillante secuencia de cumbres culturales alcanzadas el ascenso del hombre.
Utilizo la palabra ascenso con un significado muy concreto. El hombre se distingue del resto de animales por sus capacidades imaginativas. Traza planes, elabora inventos, hace nuevos descubrimientos, todo ello aunando diferentes talentos; y sus descubrimientos se vuelven cada vez más sutiles e influyentes, a medida que consigue combinar sus talentos de formas cada vez más complejas y profundas. Por lo tanto, los grandes descubrimientos de las diferentes épocas y de las diferentes culturas, en tecnología, en ciencia, o en arte, expresan en su progresión una conjunción más rica e intrincada de las facultades humanas, una escalera ascendente de sus cualidades.
Sin duda resulta tentador —muy tentador especialmente para un científico— que las proezas más originales alcanzadas por la mente humana sean las más recientes. De hecho nos sentimos muy orgullosos de algunos logros modernos. Piense en el descubrimiento del código de la herencia hallado en la espiral de ADN; o los últimos hallazgos sobre las facultades especiales del cerebro humano. Piense en las connotaciones filosóficas que trajeron consigo la teoría de la relatividad o el comportamiento minucioso de la materia a escala atómica.
Pero si admiramos nuestros éxitos como si estos no tuvieran un pasado y una historia detrás, y damos por sentado un futuro a expensas de esos logros, estamos haciendo una caricatura de lo que es el auténtico conocimiento. Y es que los logros humanos, y en especial los científicos, no constituyen un museo con todas y cada una de sus salas finalizadas. Siempre está progresando, mejorando, creciendo, y hay incluso un lugar para los primeros experimentos de los alquimistas, y para la sofisticada aritmética que los astrónomos mayas de Centroamérica inventaron por sí mismos, independientemente del Viejo Mundo. La ciudad de piedra del Machu Picchu en los Andes y la geometría de la Alhambra en la España musulmana nos parecen, cinco siglos después, trabajos de una exquisitez asombrosa en el arte decorativo. Pero si nuestra valoración y admiración acaba ahí, nos perderemos la originalidad que supusieron esas dos culturas que construyeron esas maravillas. En su tiempo, fueron construcciones tan llamativas e importantes para sus pueblos como resulta la arquitectura del ADN para nosotros.
En cada época hay un punto de inflexión, una nueva forma de ver y reivindicar la coherencia del mundo. Está en las estatuas de la isla de Pascua que marcaron el fin de una era —y en los relojes medievales de Europa, que una vez también pareció que decían la última palabra sobre los cielos—. Cada cultura intenta congelar su momento visionario en el tiempo, cuando es transformado por una nueva concepción o de la naturaleza o del hombre. Pero retrospectivamente, lo que llama poderosamente nuestra atención son las continuidades: pensamientos que aparecen o reaparecen de una civilización a otra. No hay nada más inesperado en la química moderna que conseguir aleaciones con propiedades nuevas; y eso fue descubierto poco después de la época del nacimiento de Cristo, en Sudamérica, y mucho antes en Asia. El hecho de separar y juntar átomos deriva, conceptualmente, de un descubrimiento hecho en la prehistoria: que la piedra y toda la materia tienen una estructura tal que puede romperse y volver a juntarse de formas nuevas y diversas. Y el hombre también logró innovaciones biológicas casi por la misma época: la agricultura —por ejemplo, el cultivo del trigo silvestre— y la improbable idea de domar y posteriormente montar un caballo.
A la hora de seguir los puntos de inflexión y las continuidades de la cultura, procuraré seguir un estricto orden cronológico, porque lo que me interesa es la historia de la mente humana como un despliegue de todos sus diferentes talentos. Contaré la historia de sus ideas, en especial sus ideas científicas, desde los orígenes de esos dones con los que la naturaleza dotó al hombre, y con los que lo hizo ser único. Lo que relataré, lo que me ha fascinado durante muchos años, es la forma en que las ideas del hombre expresan lo que hay de esencialmente humano en su naturaleza.
Por lo tanto, estos programas o ensayos constituyen un viaje a través de la historia intelectual, un viaje personal hacia los puntos álgidos de los logros humanos. El hombre asciende a medida que va descubriendo la plenitud de sus dones (sus talentos o facultades) y lo que va creando mientras asciende son monumentos de cada una de las etapas en su comprensión de la naturaleza y de sí mismo; aquello que el poeta W.B. Yeats llamó «monumentos de un intelecto que no envejece».
¿Dónde debería empezar? Con la creación —concretamente con la creación del hombre—. Charles Darwin señaló el camino con El origen de las especies en 1859, y posteriormente con su libro de 1871, El origen del hombre. Se da por sentado que el hombre apareció por primera vez en África cerca del ecuador. Su evolución empezó en la zona de la sabana africana que se extiende a lo largo del norte de Kenia y el suroeste de Etiopía, cerca del lago Turkana. El lago cubre una franja en dirección norte-sur a lo largo del Gran Valle del Rift, confinado durante más de cuatro millones de años por sedimentos que se depositaron en el fondo de lo que en sus orígenes fue un lago mucho más extenso. La mayor parte de su agua proviene del lento y tortuoso río Omo. Este es probablemente el lugar donde situar el origen del hombre: el valle del río Omo en Etiopía, cerca del lago Turkana.
Los antiguos relatos situaban la creación del hombre en una época dorada y en un paraje idílico, hermoso y legendario. Si estuviera relatando la historia del Génesis, debería estar en el jardín del Edén. Pero no estoy allí, estoy en el ombligo del mundo, el lugar del nacimiento del hombre: en el Gran Valle del Rift en África oriental, cerca del ecuador. Los desniveles de la cuenca del río Omo, sus acantilados, su delta desértico, guardan el registro del pasado histórico del hombre. Y si esto en alguna época fue el Jardín del Edén, se marchitó hace millones de años.
La cabeza es el resorte que impulsa la evolución cultural.
Gráfico que muestra las etapas en la evolución de la cabeza.
He escogido este lugar porque tiene una estructura única. En este valle se fueron depositando capa tras capa de ceniza volcánica durante los últimos cuatro millones de años, interestratificadas con anchas bandas de pizarras y lutitas. Ese depósito profundo se formó en épocas diferentes, un estrato sobre otro estrato, separados visiblemente según su edad: el de hace cuatro millones de años, el de hace tres millones de años y luego el de algo más de dos millones y el de algo menos de dos. Posteriormente, el Gran Valle del Rift lo retorció y lo mantuvo casi en posición vertical, gracias a lo cual ahora constituye un mapa de un tiempo pasado, ya que lo que vemos a lo largo de su longitud es su historia en el tiempo. Vemos un auténtico registro temporal a lo largo de sus estratos. Algo que suele ocurrir en capas enterradas bajo tierra, aquí está a plena vista en los acantilados que flanquean el río Omo, y se extiende a lo largo de sus paredes como las varillas de un abanico.
Estos acantilados hacen visibles los estratos: en primer plano, el nivel más profundo, el de hace cuatro millones de años; luego viene otro menos profundo, con algo más de tres millones de años. Los restos de una criatura parecida al hombre aparecen un poco más abajo, junto a los restos de los animales que vivieron en su misma época.
Los animales son sorprendentes, porque resulta que han cambiado muy poco a lo largo del tiempo. Cuando encontramos en el lodo de hace dos millones de años los fósiles de la criatura que se iba a convertir en el hombre, nos quedamos impresionados por las diferencias que existen entre su esqueleto y el nuestro; por ejemplo, el desarrollo del cráneo. Por lo tanto, es lógico que esperemos que los animales de la sabana hayan cambiado en igual grado.
Pero resulta que el registro fósil de África demuestra que eso no es así. Fijémonos en la siguiente escena: un cazador está observando a un topi de la actualidad. El antepasado del hombre que cazó a su antepasado de hace dos millones de años reconocería inmediatamente al topi de hoy. Pero, en cambio, no reconocería al cazador, ya fuera blanco o negro, como su propio descendiente.
Sin embargo, no es la caza, o cualquier otra actividad concreta, la que ha hecho que cambie el hombre, ya que encontramos que, entre los animales, el cazador ha cambiado tan poco como el cazado. El serval sigue siendo muy veloz a la hora de perseguir a su presa, y el órix u órice sigue siendo igualmente rápido para huir; ambos han perpetuado la misma relación entre sus dos especies de la misma forma en que lo hacían mucho tiempo atrás. La evolución humana empezó cuando el clima africano cambió debido a una gran sequía: los lagos redujeron paulatinamente sus niveles, y los bosques fueron disminuyendo y transformándose en sabanas. Evidentemente fue una fortuna que el antepasado del hombre no se hubiera adaptado a aquellas condiciones que de repente estaban desapareciendo. Y es que el medio ambiente exige un precio por la supervivencia de los más aptos; los convierte en rehenes. Cuando animales como la cebra de Grévy se adaptaron a la sabana árida, dicha adaptación se convirtió en una trampa tanto en el espacio como en el tiempo; se quedaron allí donde estaban, y apenas han cambiado. El animal que se adaptó con más elegancia es la gacela de Grant; sin embargo, su grácil salto nunca la llevó más allá de la sabana.
Los animales son sorprendentes, porque resulta que han cambiado muy poco a lo largo del tiempo.
Cuernos modernos y fósiles del antílope africano encontrados en el Omo. Los cuernos fósiles tienen más de dos millones de años de antigüedad.
En un paisaje tan seco como es el Omo fue donde el hombre puso por primera vez su pie en tierra. Parece una forma un poco pedestre de empezar el ascenso del hombre, y aun así resulta crucial. Hace dos millones de años, el primer antepasado indiscutible del hombre caminó sobre estos paisajes pisando con un pie que es prácticamente indistinguible del pie del hombre moderno. El hecho es que cuando puso el pie en tierra y caminó erguido, el hombre adquirió un compromiso con una nueva forma de integrarse en la vida y, por lo tanto, una nueva forma de usar sus extremidades.
El órgano en el que nos vamos a concentrar es, por supuesto, la cabeza, porque de todos los órganos humanos es el que ha experimentado los cambios más trascendentales y estructurales. Afortunadamente, la cabeza deja un fósil duradero (a diferencia de los órganos blandos), y aunque nos da mucha menos información acerca del cerebro de la que desearíamos, al menos nos da una medida aproximada de su tamaño. En los últimos cincuenta años se han encontrado un buen número de cráneos fósiles en el África meridional, con los cuales hemos podido establecer una estructura característica de la cabeza en los primeros homínidos. La imagen de la página siguiente ilustra cómo debió ser una cabeza hace dos millones de años. Es una cabeza histórica, que no se encontró en Omo, sino al sur del ecuador, en un lugar llamado Taung, por un anatomista llamado Raymond Dart. Es de un niño, de 5 o 6 años de edad y, aunque la cara está prácticamente completa, por desgracia nos falta una parte del cráneo. En 1924 fue un descubrimiento bastante desconcertante, el primero de ese tipo, y se trató con mucha cautela incluso después del trabajo pionero de Dart sobre él.
Sin embargo, Dart reconoció inmediatamente dos características extraordinarias. Una es que el foramen magnum (es decir, el orificio que hay en el cráneo a través del cual la médula espinal sale del cerebro) está en un plano paralelo al suelo: eso implica que este era un niño que mantenía erguida su cabeza. Esa es una característica humana: tanto en los monos como en los simios, la cabeza se articula con la columna vertebral en un plano oblicuo, y no se sitúa justo encima de ella. La otra característica que llamó su atención fue la dentadura. Los dientes son siempre reveladores. En este caso son pequeños, cuadrados —todavía se trata de los dientes de leche de un niño—; no son los dientes grandes, caninos prestos a morder que los simios poseen. Eso implica que se trata de una criatura que obtenía su comida con las manos y no con la boca. De esos dientes también podemos deducir que probablemente ese niño comía carne, carne cruda; y de igual forma es casi seguro que esa criatura habría usado sus manos también para fabricar herramientas a partir de guijarros, cuchillas de piedra, con las que cortar y cazar.
No sé cómo empezó la vida del niño de Taung, pero a mí me sigue pareciendo el niño primordial, a partir del cual empezó toda la aventura del hombre.
Cráneo del niño de Taung.
El antecesor del hombre tenía un pulgar corto y, por lo tanto, no podía manipular las cosas con mucha delicadeza.
Hallazgos de los huesos de algunos dedos y del pulgar del Australopithecus de los lechos inferiores de la garganta de Olduvai, superpuestos sobre los huesos de una mano moderna.
Dart llamó a esta criatura Australopithecus. No es un nombre que me entusiasme; simplemente significa «simio meridional», pero es un nombre bastante confuso para una criatura africana que por primera vez en su historia no era un simio. Sospecho que Dart, natural de Australia, fue un poco pícaro a la hora de escoger el nombre.
Pasaron diez años hasta que se encontraron otros cráneos —en este caso, cráneos adultos— y no fue hasta el final de la década de los cincuenta cuando la historia del Australopithecus pudo ensamblarse coherentemente a partir de todos los descubrimientos previos.
Empezó en Sudáfrica, luego emigró en dirección norte hacia la garganta de Olduvai en Tanzania, y los hallazgos más recientes de fósiles y herramientas han aparecido en la cuenca del lago Turkana. Esta historia es una de las maravillas científicas del siglo. Es de cabo a rabo tan excitante como los descubrimientos hechos en física antes de 1940, y los hechos en biología desde 1950; y supone una recompensa tan grande como las aportadas por esas ciencias por el hecho de arrojar luz sobre la historia de nuestra naturaleza como seres humanos.
Para mí, este pequeñín Australopithecus tiene una historia particular. En 1950, cuando no se había aceptado su humanidad en absoluto, se me pidió que hiciera un ensayo matemático. ¿Podría establecer una relación matemática entre el tamaño de la dentadura del niño de Taung con su forma, para así poder demostrar que no se correspondía con la dentadura de los simios? Nunca había sostenido entre mis manos un cráneo fósil, y de ningún modo era un experto en dientes. Pero funcionó bastante bien, y me transmitió una sensación de emoción de la que me acuerdo hasta hoy. Yo, cumplidos ya los cuarenta, y habiendo pasado la mayor parte de mi vida trabajando con matemáticas abstractas sobre las formas de las cosas, de repente veía cómo mi conocimiento se dedicaba a algo de hace cuatro millones de años e intentaba proyectar algo de luz sobre la historia de la humanidad. Era algo fenomenal.
Y desde ese mismo momento me vi obligado a pensar sobre qué es lo que hace que el hombre sea lo que es: en el trabajo científico que he hecho desde entonces, en la literatura que he escrito, y en esta serie de programas de televisión. ¿Cómo se había transformado un homínido en la clase de hombre que es en la actualidad con los atributos que admiro: hábil, observador, atento, apasionado, capaz de manipular con su mente la simbología tanto del lenguaje como de las matemáticas, el aspecto visual del arte, la geometría, la poesía y la ciencia? ¿Cómo logró el ascenso del hombre conducirlo desde esos orígenes animales hasta esa creciente curiosidad sobre el funcionamiento de la naturaleza, esa pasión por el conocimiento, de todo lo cual estos ensayos son una expresión? No sé cómo empezó la vida del niño de Taung, pero a mí me sigue pareciendo el niño primordial, a partir del cual empezó toda la aventura del hombre.
El bebé humano, el ser humano, es un mosaico de animal y de ángel. Por ejemplo, el reflejo que hace que el bebé dé una patada ya existe cuando está en el útero —todas las madres conocen esa sensación— y está presente en todos los vertebrados. El reflejo es autónomo, pero prepara el camino para poder realizar movimientos más elaborados, que tendrán que practicarse antes de que se transformen en automáticos. A los once meses impulsa al bebé a que gatee. Eso tendrá como consecuencia nuevos movimientos, que se irán asentando e irán consolidando así las rutas cerebrales necesarias (específicamente en el cerebelo, donde se integran la acción muscular y el equilibrio), lo que conllevará un nuevo repertorio de movimientos sutiles, complejos, que se convertirán en instintivos. Ahora el cerebelo está al mando. Todo lo que tiene que hacer la mente consciente es dar una orden. Y a los catorce meses esa orden es: «¡Levántate!». El niño ha adquirido el compromiso humano de caminar erguido.
Cada acción humana tiene su origen en algún lugar de nuestro pasado animal; seríamos criaturas frías y solitarias si nos hubiéramos salido de la corriente de la vida. Sin embargo, es justo hacer una distinción: ¿cuáles son las cualidades físicas que el hombre comparte con los animales, y cuáles son las que lo convierten en alguien diferente? Considere cualquier ejemplo, cuanto más directo, mejor; como la acción simple que ejecuta un atleta cuando corre o salta. Cuando oye el pistoletazo de salida, la respuesta inicial del corredor es exactamente la misma respuesta que la de la gacela cuando sale huyendo a toda velocidad. Parece un animal en plena acción. El latido del corazón se incrementa; cuando esprinta a toda velocidad, el corazón está bombeando cinco veces más sangre de lo normal, y el 90% está destinada a los músculos. Necesita 75 litros de aire por minuto para gasificar su sangre con el oxígeno que debe llevar a sus músculos.
Ese flujo sanguíneo y esa inspiración de aire tan violentos se pueden hacer visibles a través de detectores de calor que dejan constancia de esa radiación. (Las zonas azules o claras son las más calientes; las rojas u oscuras, las más frías). El rubor que apreciamos en el atleta y que la cámara infrarroja capta, es una consecuencia secundaria que señala que la acción muscular está al límite. Y es que la acción química más importante es conseguir energía para los músculos quemando azúcar; pero tres cuartas partes se pierden en forma de calor. Y hay otro límite, tanto para el corredor como para la gacela, y este es mucho más serio. A una velocidad alta, el proceso químico de quemar el azúcar es demasiado rápido para que pueda completarse. Los productos de desecho de esa combustión incompleta, principalmente, contaminan la sangre. Eso es lo que causa la fatiga, y bloquea los músculos hasta que la sangre se pueda limpiar con oxígeno fresco.
Hasta ahora, no hay nada que distinga al atleta de la gacela; todo lo visto hasta ahora, de una u otra forma, constituye el funcionamiento normal del metabolismo de cualquier animal a la hora de salir huyendo a toda velocidad. Pero hay una diferencia crucial: el atleta no estaba huyendo. El disparo que le hizo salir corriendo a toda velocidad era el del juez de salida, y lo que estaba experimentando, deliberadamente, no era miedo, sino excitación. El corredor es como un niño que está jugando; sus acciones son una aventura deliberada, y el único propósito de poner a todo ritmo su química es el de explorar los límites de su propia fortaleza.
Evidentemente, hay diferencias físicas entre el hombre y el resto de animales, incluso entre el hombre y los simios. El atleta sujeta su pértiga con el agarre necesario, cosa que ningún simio puede ni siquiera igualar. Además, esas diferencias son secundarias a la hora de compararlas con la diferencia más importante, que es que el atleta es un adulto cuya conducta no está impulsada ni condicionada por su medio ambiente más cercano, cosa que sí ocurre en el caso de las acciones de los animales. Por sí mismas, esas acciones no tienen ningún sentido en absoluto; son un ejercicio que no está dirigido al presente. La mente del atleta va por delante de él, ejecutando mentalmente su habilidad; y salta en su imaginación en el futuro.
A punto para saltar, el saltador de pértiga es un conjunto de habilidades humanas: el agarre de la mano, el arco del pie, los músculos del hombro y de la pelvis; la pértiga en sí misma, en la cual se almacena la energía y se libera de igual manera que un arco dispara una flecha. De todos los protagonistas que intervienen en este proceso, la característica más radical es el sentido de previsión, es decir, la habilidad de fijar un objetivo delante, y de mantener rigurosamente la atención fijada en él. La ejecución del salto del atleta revela la existencia de un plan continuado, desde un extremo hasta el otro, desde la invención de la pértiga hasta la concentración de la mente en el momento previo al salto, y es ese plan desarrollado el que confiere al proceso el sello de humanidad.
La cabeza es algo más que una imagen simbólica del hombre; es el lugar que aloja nuestra distintiva capacidad previsora y, en ese aspecto, es el resorte que impulsa la evolución cultural. Por lo tanto, si he de empezar el ascenso del hombre desde sus comienzos en el mundo animal, hay que seguir el rastro de la evolución de la cabeza y del cráneo. Desgraciadamente, de los aproximadamente cincuenta millones de años de los que estamos hablando, solo hay seis o siete cráneos esencialmente distintos que podemos identificar como etapas claras en esa evolución. Enterrados en el registro fósil deben existir muchos más ejemplares que sean pasos intermedios, algunos serán descubiertos en el futuro; pero ahora, básicamente, lo que debemos hacer es conjeturar sobre qué es lo que pasó aproximadamente, haciendo una interpolación entre los cráneos que conocemos. La mejor forma de calcular esas transiciones geométricas de cráneo a cráneo es con ordenadores; por lo tanto, a la hora de trazar esa continuidad, he elaborado un gráfico que muestra esas etapas de la evolución de la cabeza.
Este es probablemente el lugar donde situar el origen del hombre.
Disposición de los estratos a lo largo del lecho del río Omo: el nivel inferior tiene cuatro millones de años de antigüedad. En estratos que superan con creces los dos millones de años de edad se encontraron restos de los primeros homínidos.
Empieza hace cincuenta millones de años con una pequeña criatura arborícola, un lémur; el nombre, apropiadamente, es el de los fantasmas o espíritus de la muerte en la mitología romana. El cráneo fósil pertenece a un lémur de la familia Adapis, y se encontró en depósitos calcáreos en las afueras de París. Cuando se le da la vuelta al cráneo, se puede apreciar el foramen magnum en la parte trasera; se trata de una criatura en la que el cráneo está en un plano oblicuo respecto a la columna vertebral y no situado sobre ella. Es muy probable que se alimentara tanto de insectos como de frutas, y posee más dientes que las treinta y dos piezas características de los humanos y la mayoría de los primates.
El fósil del lémur posee algunos rasgos característicos de los primates, es decir, la familia que engloba a los monos, simios y al hombre. De los restos conservados de su esqueleto completo sabemos, por ejemplo, que tiene dedos con uñas, no con garras. Tiene un pulgar oponible, al menos en parte. Y en su cráneo hay dos características que señalan indudablemente el camino hacia el inicio del hombre. El hocico es corto; los ojos son grandes y muy separados. Todo ello significa que la selección ha operado desfavoreciendo el sentido del olfato y favoreciendo el sentido de la vista. Las cuencas de los ojos están todavía en una posición bastante lateral del cráneo, a cada lado del hocico; pero si lo comparamos con los ojos de anteriores animales insectívoros, en el lémur los ojos han empezado a desplazarse hacia la parte frontal para conferirle una visión estereoscópica. Se trata de pequeños signos de un desarrollo evolutivo que conduce hacia la estructura sofisticada que es una cara humana; y en efecto, desde ese momento, el hombre empieza su camino.
Eso ocurría hace unos cincuenta millones de años. En los siguientes veinte millones de años, la rama evolutiva que llevaría hasta los monos se separó de aquella que conduciría hasta los simios y el hombre. La siguiente criatura en la línea evolutiva que estamos siguiendo, hace unos treinta millones de años, es el cráneo fósil que se encontró en El Fayum en Egipto, y recibió el nombre de Aegyptopithecus. Tenía el hocico más corto que el lémur, la dentadura parecida a la de los simios, y era de un tamaño mayor —a pesar de lo cual seguía viviendo en los árboles—. Pero de aquí en adelante, los ancestros de los simios y del hombre ya pasaban una parte de su tiempo en el suelo.
Pasaron diez millones de años más y nos situamos hace unos veinte millones de años, cuando nos encontramos con lo que se podría llamar simios antropoides, en el este de África, Europa y Asia. A un descubrimiento muy famoso de Louis Leakey se le dio el solemne nombre de Proconsul, y había como mínimo otro género muy extendido, el Dryopithecus. (El nombre Proconsul es un ejemplo de humor antropológico; se le bautizó así para sugerir que era un ancestro de un chimpancé muy famoso del zoo de Londres en 1931, al que se había bautizado con el nombre de Cónsul). El cerebro es marcadamente más grande, los ojos ya están completamente situados en la parte frontal, dotándole de visión estereoscópica. Estas características nos muestran hacia dónde iba la principal línea evolutiva de simios y hombres. Es posible que ya se hubiera ramificado otra vez, y en ese caso, esta criatura pertenecería a la rama evolutiva de los simios. La dentadura es una prueba de que se trata de un simio, ya que la forma en la que la mandíbula queda cerrada por los grandes caninos no es como lo hace la de un hombre.
La señal de que la rama que conduce hasta el hombre se ha separado de la de los simios la veremos en la dentadura. El primer herbívoro que vemos es el Ramapithecus, que se encontró en Kenia y en la India. Esta criatura tiene unos catorce millones de años de antigüedad, y solo disponemos de fragmentos de su mandíbula. Pero es evidente que los dientes tienen características más humanoides. Han desaparecido los grandes caninos típicos de los simios antropoides, la cara es mucho más plana, y está claro que nos estamos acercando a la separación de una rama del árbol evolutivo; algunos antropólogos osados situarían al Ramapithecus entre los homínidos.
Nos encontramos ahora con un vacío en el registro fósil que abarca de cinco a diez millones de años. Inevitablemente, ese vacío esconde la parte más fascinante de esta historia, el momento en que la rama de los homínidos se separó definitivamente de la de los simios modernos. Pero aún no hemos encontrado pruebas inequívocas de ello. Cuando lo hagamos, puede que entonces, en el registro de hace unos cinco millones de años, nos encontremos a los parientes del hombre.
Un primo del hombre, que no se halla en la línea evolutiva directa que conduce hasta nosotros, es un corpulento Australopithecus, que resultó ser vegetariano. El Australopithecus robustus tiene aspecto humanoide, pero su línea evolutiva no conduce a ninguna parte; simplemente se extinguió. La prueba palpable de que se alimentaba de plantas está de nuevo en su dentadura, y es bastante clara: los dientes que han sobrevivido al paso del tiempo están picados a causa de las piedrecitas que había en las raíces que luego se comían.
El primo que sí pertenece a la misma rama evolutiva que el hombre es mucho más ligero —se puede apreciar incluso observando la mandíbula— y probablemente se trate de un carnívoro. Es el ejemplar más cercano que tenemos al que podríamos denominar el «eslabón perdido»: Australopithecus africanus, uno de los muchos cráneos fósiles encontrados en Sterkfontein en el Transvaal y en otros lugares de África, una hembra adulta completamente formada. El niño de Taung, con el que empecé este relato, se habría parecido a ese esqueleto una vez hubiera crecido; caminando completamente erecto, y con un cerebro más grande, con un peso que oscilaba entre los 450 y los 700 gramos. Ese es justamente el tamaño del cerebro de un simio en la actualidad; pero sin duda alguna, se trataba de una criatura pequeña que erguida medía solo unos 130 centímetros. De hecho, descubrimientos recientes llevados a cabo por Richard Leakey sugieren que hace dos millones de años el cerebro era aún más grande de lo que creemos.
Gracias a ese cerebro más grande, los antepasados del hombre hicieron dos inventos principales; de uno de ellos tenemos pruebas visibles y del otro solo pruebas inferidas. Vayamos primero con el invento del que tenemos pruebas visibles. Hace dos millones de años el Australopithecus fabricó herramientas de piedra rudimentarias, que consistían simplemente en guijarros afilados gracias a un simple golpe. Y durante los siguientes millones de años, el hombre en su posterior evolución, no hizo mejoras evidentes en ese tipo de herramienta. Había fabricado el invento fundamental, el acto deliberado de preparar y guardar un guijarro para un uso posterior. Supuso un salto cualitativo en sus habilidades y en su capacidad de previsión del futuro, una herramienta que suponía un descubrimiento simbólico de la existencia de un futuro, con la que se podía liberar del freno que el medio ambiente impone a todas las demás criaturas. El uso continuado de la misma herramienta durante tanto tiempo es una muestra del poder de dicho invento. Lo sostenía de una forma sencilla, presionando su lado más grueso contra la palma de la mano en una posición de agarre prensil cilíndrico. (Los antepasados del hombre tenían un pulgar corto, por lo que no podían manipular las cosas con mucha delicadeza, pero sí que podían usar el agarre prensil). Y, sin lugar a dudas, se trata de la herramienta de un carnívoro, con la que ablandar y cortar la carne.
El uso continuado de la misma herramienta durante tanto tiempo es una muestra del poder de dicho invento. Todos los animales dejan pruebas de lo que fueron; el hombre deja pruebas de lo que ha creado.
Hacha de mano achelense del Homo erectus.
El otro invento es social, y lo deducimos a partir de cálculos aritméticos mucho más sutiles. Los cráneos y los esqueletos del Australopithecus que se han encontrado últimamente en gran número muestran que la mayoría de ellos murieron antes de alcanzar los veinte años de edad. Eso implica que debía de haber una gran cantidad de huérfanos. El Australopithecus debía de tener una infancia bastante larga, como la mayoría de los primates; a la edad, digamos, de diez años, los supervivientes eran todavía niños. Por lo tanto, debía existir una organización social en la que se cuidase a los niños (como si se les adoptase), donde formaran parte de la comunidad y, en un sentido muy amplio de la expresión, fuesen educados. Ese constituye un paso importantísimo hacia una evolución cultural. ¿En qué momento podemos afirmar que los precursores del hombre eran hombres en sí mismos? Esa es una pregunta muy delicada, y es que esos cambios no ocurren de la noche a la mañana. Resultaría estúpido hacer creer que esos cambios fueron más rápidos de lo que fueron en realidad —estimando la transición entre los diferentes pasos más abruptamente o discutiendo sobre poner nombres diferentes a especies que no lo son—. Hace dos millones de años no éramos todavía hombres. Hace un millón de años sí que éramos hombres, porque hace un millón de años apareció una criatura que puede denominarse Homo —el Homo erectus—. Se propagó mucho más allá de África. De hecho, los primeros descubrimientos se hicieron en China. Es el conocido como hombre de Pekín, de unos cuatrocientos mil años de antigüedad, y es, con toda seguridad, la primera criatura que usó el fuego.
Los cambios que sufrió el Homo erectus durante un millón de años, que lo condujeron hasta lo que somos, son cuantiosos, pero parecen graduales en comparación con todos los cambios que ocurrieron antes. El sucesor que conocemos mejor se encontró por primera vez en Alemania en el último siglo: otro cráneo fósil clásico, hablamos del hombre de Neanderthal. Ya tenía un cerebro de unos 1.300 gramos, tan grande como el del hombre moderno. Es muy posible que algunas líneas evolutivas a partir del Neanderthal se extinguieran; pero parece muy probable que una de esas ramas evolutivas en Oriente Medio le condujera hasta nosotros, el Homo sapiens.
En algún lugar durante ese último millón de años, el hombre logró un cambio en la calidad de sus herramientas; lo que presumiblemente fue causado por un sutil perfeccionamiento biológico en la estructura de su mano durante ese periodo, y especialmente en los centros cerebrales que controlan dicha mano. La criatura más sofisticada (biológica y culturalmente) del último medio millón de años hizo algo más que copiar las herramientas de piedra que el Australopithecus usaba para cortar. Elaboró herramientas que requerían una manipulación mucho más refinada en su fabricación y, por supuesto, en su uso.
El desarrollo de unas habilidades tan refinadas como estas y el uso del fuego no son acontecimientos aislados. Por el contrario, debemos recordar siempre, que el verdadero contenido de la evolución (tanto biológica como cultural) es la elaboración de nuevas conductas. Estamos obligados a buscar evidencias evolutivas en huesos y dientes solo porque los cambios en la conducta no dejan rastro fósil. Los huesos y los dientes no tienen interés por sí solos, ni para la criatura a la que pertenecen; le sirven como parte del equipamiento para ejecutar una acción; y resultan interesantes para nosotros porque, como equipamiento que son, revelan las acciones para las que sirven, y los cambios en el equipamiento de una criatura implican cambios en su conducta y en sus habilidades.
Es por esa razón que los cambios sufridos por el hombre durante su evolución no tuvieron lugar separadamente. No se ensambló el cráneo de un primate con la mandíbula de otro —esa idea es demasiado ingenua para ser real, y solo sería una estafa más como la del cráneo del hombre de Piltdown. Cualquier animal, y especialmente el hombre, es una estructura altamente integrada, cuyas partes deben cambiar conjuntamente a medida que su conducta se modifica. La evolución del cerebro, de la mano, de los ojos, de los pies, los dientes, toda la estructura humana, constituye un mosaico de dones especiales —y en cierto sentido estos capítulos tratan cada uno de ellos de alguno de esos dones especiales del hombre—. Gracias a ellos el hombre ha llegado a ser lo que es, una criatura con una evolución más rápida y una conducta más rica y más flexible que la de cualquier otro animal. A diferencia de otras criaturas (por ejemplo, algunos insectos) que han permanecido intactos durante cinco, diez, incluso cincuenta millones de años, el hombre ha cambiado tanto en ese periodo de tiempo que resulta irreconocible. El hombre no es la criatura más majestuosa de todas. Los dinosaurios fueron criaturas muy espléndidas, mucho más incluso que los mamíferos. Pero el hombre tiene lo que no posee ningún otro animal: un mosaico de facultades que por sí solas, después de tres mil millones de años de vida, le han convertido en un ser creativo. Todos los animales dejan pruebas de lo que fueron; el hombre deja pruebas de lo que ha creado.
Los cambios en la dieta son importantes en una especie que ha ido cambiando durante un periodo de tiempo tan amplio como son cincuenta millones de años. Las criaturas más tempranas en esa rama evolutiva que conduce hasta el hombre eran criaturas de mirada ágil y dedos delicados que se alimentaban de insectos y de fruta, como son los lémures. Se cree que los primeros simios y homínidos, desde el Aegyptopithecus y el Proconsul hasta el robusto Australopithecus, pasaban sus días rebuscando alimentos, principalmente vegetales. Pero el Australopithecus, más ligero, rompió con esa antigua costumbre del vegetarianismo típica de los primates.
Una vez que se cambió la dieta vegetariana por una omnívora, persistió en el Homo erectus, en el hombre de Neanderthal y en el Homo sapiens. A partir del antiguo y ligero Australopithecus, hacia adelante, la familia del hombre comía algo de carne: primero animales pequeños, y luego algunos más grandes. La carne supone un aporte más concentrado de proteínas que las plantas, y el hecho de comer carne disminuye en dos tercios el volumen y el tiempo que se gasta en comer. Las consecuencias para la evolución del hombre que eso supone fueron trascendentales. Disponía de más tiempo libre, y lo podía pasar de formas más indirectas, como obtener comida de otras fuentes (por ejemplo, animales grandes) que no podría derribar con el uso de fuerza bruta si estaba hambriento. Evidentemente, eso ayudó a que se estableciera (por selección natural) la tendencia en todos los primates de interponer mentalmente una pausa interna entre el estímulo y la respuesta, y el desarrollo de esa tendencia acabó constituyendo con el tiempo la habilidad humana de posponer la gratificación del deseo.
Pero el efecto más señalado de una estrategia indirecta para aumentar el aporte de comida es, sin duda, promover acción social y comunicación. Una criatura lenta como el hombre puede acechar, perseguir y acorralar a un animal grande de la sabana que está perfectamente adaptado para la huida únicamente gracias a la cooperación. La caza requiere trazar un plan consciente y una organización, y todo ello se consigue gracias al lenguaje tanto como gracias a armas especiales. De hecho, el lenguaje tal como lo utilizamos tiene algo del carácter de un plan de caza, en el aspecto de que (a diferencia de los animales) nos informamos unos a otros mediante frases que se construyen a partir de unidades movibles. La caza es una tarea comunitaria en la cual el clímax, pero solo el clímax, es la muerte de la presa.
La caza no puede soportar una población creciente en un único lugar; el límite en la sabana era poco más de dos personas por milla cuadrada. Con esa densidad, la totalidad de superficie terrestre de la tierra solo podría soportar una población como la de California,[1] alrededor de los 20 millones de personas, y no podría soportar la población, por ejemplo, de Gran Bretaña. La elección para los cazadores era muy cruel: o pasas hambre o te pones en movimiento.
Y se pusieron en movimiento alcanzando distancias prodigiosas. Hace un millón de años estaban en el norte de África. Hace setecientos mil años, o incluso hace menos, estaban en Java. Hace unos cuatrocientos mil años se habían dispersado en dirección norte, hacia China en el este y hacia Europa en el oeste. Estas increíbles migraciones hicieron del hombre, desde muy temprano, una especie ampliamente dispersa, incluso teniendo en cuenta que en número eran muy pocos —puede que alrededor de un millón—.
Lo que resulta mucho más imponente es que el hombre se dirigió hacia el norte justo después de que el clima empezara a helarse. Durante la gran glaciación el hielo parecía brotar del suelo. Desde tiempos inmemoriales el clima del norte había sido templado —de hecho, durante varios cientos de millones de años—. Pero cuando el Homo erectus se estableció en China y en el norte de Europa, había empezado la secuencia de tres glaciaciones separadas.
La primera alcanzó su momento más virulento cuando el hombre de Pekín vivía en cuevas, hace unos cuatrocientos millones de años. No es sorprendente que encontremos vestigios del uso del fuego por primera vez en esas cuevas. El hielo se desplazó hacia el sur y se retiró tres veces, provocando cada vez cambios en la tierra. Los casquetes polares contenían en su momento más álgido tal cantidad de agua que el nivel del mar bajó más de cien metros. Después de la segunda glaciación, hace unos doscientos millones de años, apareció el hombre de Neanderthal con su gran cerebro, y pasó a ser importante durante la última glaciación.
Las distintas culturas del hombre que mejor reconocemos empezaron a formarse a partir de la glaciación más reciente, dentro de los últimos cien mil o incluso cincuenta mil años. Es en esa época en la que encontramos las herramientas elaboradas que condujeron a modos sofisticados de caza: la lanza, por ejemplo, y el garrote que debía usarse para golpear; el arpón con púas; y, por supuesto, las herramientas de sílex que se necesitaban para fabricar las herramientas de caza.
Está claro que, tanto entonces como ahora, los inventos pueden resultar extraños, pero se esparcen rápidamente a lo largo de su cultura. Por ejemplo, los cazadores Magdalenienses del sur de Europa inventaron hace cincuenta mil años el arpón. En la época inmediata a su invención, el arpón no tenía púas; luego empezó a haber arpones con púas hechas con una simple hilera de anzuelos de pescar; y ya al final de esa época, cuando floreció la pintura rupestre, estaban completamente armados con una doble hilera de anzuelos. Los cazadores Magdalenienses decoraban sus armas óseas, y se pueden circunscribir a periodos concretos y a localizaciones geográficas exactas por el estilo tan sofisticado del que eran portadores. Son, en el sentido más amplio de la palabra, fósiles que nos relatan la evolución cultural del hombre en una progresión ordenada.