El bello Antonio - Rolando Rojo Redolés - E-Book

El bello Antonio E-Book

Rolando Rojo Redolés

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Los hechos nos llevan a un pueblo donde sus habitantes conviven con distintas culturas de migrantes europeos, marcadas por estrafalarios hábitos de vida. Gracias a Rojo Redolés, ingresamos a este lugar perdido en el tiempo y en el espacio, cuyo realismo mágico nos transporta a cada situación narrada y a un abanico de personajes magistralmente labrados. Entre ellos, está Antonio Prokurakis Nicolaides.

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©Copyright 2022, by Rolando Rojo Redolés Colección Grandes Escritores «El bello Antonio» Novela chilena, 138 páginas Primera edición: abril de 2022 Edita y Distribuye Editorial Santa Inés Santa Inés 2430, La Campiña de Nos, San Bernardo, Chile (+56 9) 42745447Instagram: santaines editorialFacebook: Editorial Santa Iné[email protected] Registro de Propiedad Intelectual N° 2021-A-4803 ISBN: 978-956-6107-29-3 eISBN: 978-956-6107-32-3 Edición Gráfica y Literaria: Patricia González Fotografía de Autor: Patricia González Edición de Estilo y Ortografía: Susana Carrasco Edición electrónica: Sergio Cruz Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

Los hechos nos llevan a un pueblo donde sus habitantes conviven con distintas culturas de migrantes europeos, marcadas por estrafalarios hábitos de vida. Gracias a Rojo Redolés, ingresamos a este lugar perdido en el tiempo y en el espacio, cuyo realismo mágico nos transporta a cada situación narrada y a un abanico de personajes magistralmente labrados. Entre ellos, está Antonio Prokurakis Nicolaides.

Patricia González, periodista

I

Sesenta y nueve mujeres, de entre dieciocho y cuarenta años, vestidas de riguroso luto y con un clavel rojo en las manos, caminaron detrás del féretro que contenía el cuerpo mutilado del Bello Antonio. Eran las viudas no oficiales del muerto, que después de tres semanas de intensa búsqueda, había aparecido en una playita del río, medio comido por las ratas y carcomido por efecto de alguna droga o veneno. Seis negros musculosos, con los torsos untados en aceite de lobo marino, descalzos y sin más vestimentas que un ceñido taparrabo púrpura, transportaban el cajón en los hombros fornidos. Con pasos marciales de soldados turcos, recorrieron los doscientos metros de un sendero de gravilla adornado con rosas blancas. Subieron las treinta gradas de mármol que antecedían al palacio y depositaron la urna en la cureña dorada, junto al fuego de una antorcha eterna.

En ese sitio descansó el cuerpo del malogrado Bello Antonio durante los cinco días que duró el velorio antes de ser cremado para convertirse en una ceniza parda, destinada a ser aventada en el Lago de las Aves Tristes.

Detrás de los seis negros senegaleses, marchaban, con una banderita griega en las manos, los veintisiete infantes rubios, de ojos azules y nariz griega, hijos naturales del difunto. Todos menores de quince años y bautizados con los nombres de Antonio, Toni, Antoine, Anthony o Toño. Más atrás, Helena y Aristóteles, los padres del difunto y Gonzalito Lira, el último amigo del occiso. El Orfeón Municipal, interpretaba el Ave María de Schubert. Al final, el pueblo: amigos y enemigos del difunto, los sindicatos de panificadores, artesanos, músicos, titiriteros, billaristas, cantantes de bolero y en la cola del funeral, las pintarrajeadas y bulliciosas mujeres de los tres burdeles del pueblo, acompañadas por sus cafiches, matones y proxenetas. En total, unas cinco mil personas en aquella asoleada mañana de abril, junto a los restos mortales del más seductor y bello de los hombres.

Sin embargo, ninguna campanada de iglesia sonó en la postrera despedida del muerto. El sacerdote jesuita, Sinforoso Henríquez, no hizo la menor mención sobre el desgraciado suceso en la misa del domingo. Era claro que el muerto representaba las antípodas de la moral cristiana y de los mandamientos de la religión católica o de cualquier otra.

Durante los días que duró el velorio, se sucedieron en la explanada de la terraza conjuntos de bailarines rusos, húngaros y chinos; divertimentos de magos y acróbatas búlgaros; ventrílocuos poliglotas de Madagascar; pirotecnias alemanas, barítonos italianos y adivinos brasileños.

Las doce mujeres más viejas del pueblo, cuyas edades acumulaban mil quinientos años, fueron contratadas para llorar las veinticuatro horas de cada día que duró el velatorio.

Antonio Prokurakis, el Bello Antonio, hijo único del matrimonio formado por el comerciante griego Aristóteles Prokurakis y la escultora Helena Nicolaides, llegó al país al año de su nacimiento desde el puerto griego de El Pireo, y moriría, en nuestro pueblo, a los treinta años en extrañas circunstancias.

Acusado por un crimen pasional que no cometió, don Aristóteles Prokuralis tuvo que abandonar su patria, su trabajo en el puerto griego de El Pireo, a su mujer y a su hijo recién nacido, y buscar refugio en América. Desde Buenos Aires emigró a nuestro país y se radicó en las grandes ciudades del norte. En la primera trabajó en su oficio: constructor de barcos, veleros y yates en los astilleros «Ultramar». La suerte, sin embargo, volvió a darle la espalda. Se le responsabilizó del naufragio de un velero de lujo en alta mar donde se ahogó el alcalde de la ciudad, su mascota, un loro que hablaba garabatos en tres idiomas y su amante, una vedette argentina, famosa por haber sido la concubina de un popular Jefe de Estado trasandino. Aristóteles fue despedido del astillero, declarado «persona non grata» en la ciudad y requisada, a perpetuidad, su patente de constructor de navíos.

En la segunda urbe nortina, Prokurakis quiso incursionar en la principal industria de la zona: la minería. Tenía juventud y fortaleza para tan duro oficio. Sin embargo, en el bar del hotel donde se hospedaba, conoció a los ingleses Peter Low y Fritz Roy que lo tentaron con un trabajo ilegal, pero «lucrativo» y que —según le aseguraron— le permitiría, al cabo de algunas semanas, acelerar la reunión con su familia.

Soportó tres meses el frío, la soledad y la barbarie. Se trataba de matar animales marinos en la Patagonia, Tierra del Fuego e islas adyacentes. La crueldad con que se sacrificaban a garrotazos a los lobos de dos pelos, para obtener las pieles, la grasa y la carne de las focas, se le hizo insoportable. El arma se le caía de las manos y el llanto le impedía sostenerse en píe.

Durante meses, no pudo sacar de sus pensamientos ni de sus sueños, la tierna mirada de los animales antes de ser sacrificados, el llanto de las crías, el olor nauseabundo de las cavernas donde se internaban con música de «Pavana para una infante difunta», con el fin de adormecer a las manadas de mamíferos acuáticos y asesinarlos a golpes de garrote.

Regresó al continente y se instaló en la tercera ciudad del norte para especializarse en una nueva actividad: pastelero. Se adiestró en la cocina griega, en la elaboración de los baclavá, kourabiedes, melomakaromo, bougatsa. La venta de esos productos lo llevó por distintos pueblos, villorrios y ciudades, hasta desembocar en la nuestra y fue tal el encantamiento que terminó afincándose en estas tierras. Aquí logró forjar una estabilidad económica que le permitió traer a su mujer y al pequeño Bello Antonio a su lado.

Los primeros días, don Aristóteles se dedicó a recorrer las plazas, avenidas, monumentos y negocios de nuestra ciudad (la mayoría dedicados a la agricultura, la ganadería y la industria). Todos con un ícono en la entrada para advertir a la población analfabeta. Un caballo embalsamado para el negocio de cueros y calzados; un pez espada disecado en la pescadería, una pala y un rastrillo a los agricultores, una cabeza de vacuno identificaba la carnicería, etcétera. Le sorprendió, gratamente, que las casas estuvieran pintadas de atractivos y variados colores. Había barrios azules, naranjas, verdes, rojos, lilas, cafés. «Desde la altura semejará la acuarela de un pintor loco», pensó divertido. Las numerosas estatuas no eran homenajes a héroes ni gobernantes muertos, sino a conceptos. Se erigía, por ejemplo, la estatua al Hambre, a la Amistad, a la Belleza, a la Solidaridad, etcétera. Las calles tampoco tenían nombres de próceres; las que se orientaban de sur a norte llevaban nombres de flores y las de este a oeste, de estrellas. Los alrededores, con cerros y quebradas verdes, un río de aguas cristalinas y un hermoso lago llamado «De las Aves Tristes», le trajeron amables recuerdos de su lejana tierra natal. «Solo falta el mar para que todo sea perfecto», —se dijo placentero.Tampoco había policías, sino una amistosa guardia civil formada por vecinos que, en cualquier momento dejaban de lado las obligaciones para una partida de ajedrez o una pichanga de barrio, detalles que terminaron por ganar la admiración del prófugo y la decisión de establecerse definitivamente en «este sitio de maravillosa locura».

Cuando indagaba sobre el terreno donde levantaría los cimientos de su casa, se enteró que los colores de los barrios obedecían a una útil y original razón. Estaban pintados según el color que identificaba la singularidad de sus moradores. Existía el Barrio Mostaza de los Turcos con sus negocios de géneros, hilos y costuras; el Barrio Amarillo de los Chinos y sus comidas típicas; el Barrio Rojo de las prostitutas; el Barrio Azul de los músicos y cantantes de boleros; el Barrio Celeste de las Vírgenes; el Barrio Rosado de los Artesanos; el Barrio Café con Leche de los «Tiznados», (obreros de la Maestranza); el Barrio Morado de los Tarotistas y Videntes; el Barrio Blanco de los Jardines Infantiles; el Barrio Gris de los billaristas y jugadores de poker .

El olfato comercial de don Aristóteles, detectó la grieta en un negocio que él se encargaría de rellenar. El más elemental de los alimentos quedaba entregado a las manos y habilidades dispares de las dueñas de casa. De esto resultaba un pan sin forma, —o mejor— con infinitas formas: pelotas, cubos, rectángulos y una mezcla no muy afortunada de sabores, «duros como el alma del forajido y el principal culpable —según los vecinos— de los desdentados del pueblo». Aristóteles Prokurakis haría disfrutar de este elemental alimento a toda la comunidad. Buscó recetas, dibujó formas y texturas, investigó ingredientes, estrenó manipulaciones y, de su horno de barro, nacieron las primeras marraquetas, hallullas, croissant, buñuelos, bollos y otra infinidad de sabores. Compró un local espacioso entre las calles de Las Hortensia con Tres Marías, y lo coronó con un letrero que lo llenó de orgullo: «PANADERÍA ATENAS»

La primera semana vendió treinta mil unidades. Es decir, cada habitante del pueblo disfrutó de una de las novedosas exquisiteces. Al cabo de un mes, ya tenía cinco operarios y había reemplazado el horno artesanal, por uno eléctrico. Al segundo mes de la instalación comercial, trajo a su lado, desde el puerto de El Pireo, a la escultora griega Helena Nicolaides y a su pequeño hijo, el Bello Antonio, que, treinta años más tarde, moriría en extrañas circunstancias.

II

Gastón Blanchett recibió el título de médico cirujano a los veinticuatro años de edad, después de haber aprobado con honores los catorce semestres de la carrera. Cumplía así, un ciclo que se había iniciado en Francia, con su abuelo Simón Blanchett y luego con el padre, Andrés Blanchett, ambos médicos de reconocidos prestigios y destacados profesores de la Facultad de Medicina.

Simón, el abuelo, llegó al país a finales del siglo pasado con su mujer, Leonor Lacroze, atraído por la grandiosidad de la Cordillera de los Andes y las bondades de las canchas de esquí, deporte que él y su mujer practicaban en forma casi profesional. Durante un año, el matrimonio galo recorrió el país desde el extremo norte al sur remoto. Cada región les provocaba una profunda fascinación: el desierto más inhóspito de la tierra con sus atardeceres multicolores, un mar rico en fauna y flora, la isla grande de Chiloé con sus leyendas y artesanía, el austral profundo, con la Isla Navarino y la Antártica.

Casi por milagro, en un soleado día de diciembre, el matrimonio francés llegó a nuestra ciudad y al ver lo que ya se ha descrito de ella, se les desequilibró la capacidad de asombro y ambos, mirándose a los ojos y tomados de las manos, dijeron al mismo tiempo: «mon amour, cuando nos llegue la última hora, quiero que sea en este rincón del mundo».

Pudieron haber elegido cualquier otro lugar del planeta. Simón era miembro de una antigua y acaudalada familia parisiense y su mujer, la pintora Leonor Lacroze, oriunda de Gijón, hija de un potentado viñatero del Franco Condado.

Nuestra ciudad transitaba, en aquel tiempo, de villorrio a pueblo y de pueblo a ciudad. La llegada de la luz eléctrica y del ferrocarril contribuiría a esta acelerada mutación.

El matrimonio compró una manzana de terreno, que limitaba, por el frente con la plaza de Armas, por el costado oriente con la Iglesia, por el poniente, con el Municipio y por el sur con el Teatro. En el centro de ese amplio solar, el matrimonio construyó una mansión con diecisiete habitaciones y siete baños. En la planta baja, el salón de baile, la biblioteca, el comedor, el taller de pintura, el gabinete del doctor y la consulta médica. Las diecisiete habitaciones del segundo piso, tenían nombres de personajes legendarios, ilustradas con sus respectivas imágenes (pinturas realizadas por la propia dueña de casa) y adornadas con objetos acordes con el estilo y la personalidad del inspirador: sombreros, bastones, coronas, pipas, espadas y ropajes de sedas y pieles. Entre otras, estaban las habitaciones «Tutankamón», «Confucio», «Atila», «Alejandro Magno», «Ramsés II», «Américo Vespucio», «Cleopatra», «Napoleón», «Víctor Hugo»...

Después de las fiestas o encuentros sociales, corrían comentarios, chistes y chascarros sobre apariciones y penaduras, según fuese la habitación donde se durmiera solo o en pareja. «Napoleón, a las tres de la mañana, pedía un vaso de agua», —decían algunos. «Tutankamon no me dejó dormir porque le dolían las muelas», —comentaba otro. «Cleopatra me pidió sexo toda la noche», —aseguraba un tercero, muerto de la risa.

La mansión estaba rodeada de amplios jardines que Jean Pierre, el jardinero francés, cultivaba, cuidaba y embellecía con la magia de un eximio artista de las flores. El decorador echaba a correr la imaginación y entremezclaba jardines japoneses con tropicales, o acuáticos con ingleses, de modo que la vista, el tacto y el olfato se embriagaban con un cóctel de promiscua belleza, provocado por los manchones de lirios, tulipanes, rosas de Francia, hortensias, peonías, etcétera.

Jean Pierre era homosexual y solo aceptó la oferta de venir a trabajar a «c´est cul du monde», si se contrataba a su pareja, el gordo y simpático Adolphie, que oficiaba de cocinero y eventual peluquero del patrón y la patrona.

Gracias a la mano de Adolphie, el matrimonio pudo seguir disfrutando del confit de canard, de la sopa bullabese, del coq au vin, de los caracoles, de la infaltable soupe aux oignons y de los postres como la tarte de cerezas y los cannelés.

Para el aniversario de la pareja de asesores domésticos, el doctor les permitía ocupar la habitación María Antonieta y ambos, junto a sus invitados, se disfrazaban como personajes de la época para el divertimento de los dueños de casa y de la servidumbre local.

En el patio trasero se construyó la cancha de tenis y la piscina olímpica. Una verdadera innovación en la construcción de viviendas, sugerida por el compañero de viaje y aficionado como el abuelo Simón, a la arquitectura, al ajedrez y a los juegos de bolos, el italiano Marcelo Ricci, miembro del seleccionado de básquetbol de su país en gira por el mundo y que, también, terminó aclimatándose en nuestra región. Bajo la sombra de palmeras y enredaderas, se alineaban las jaulas con canarios y turpiales de doña Leonor y la casa de «Jak», el gran danés de don Simón, «la única mascota con cuatro patas, permitida en esta casa».

Durante los largos años que el matrimonio vivió en nuestra ciudad, nunca faltaron los huéspedes en «La mansión del doctor Blanchett», como se le conocía. En barcos, desde Francia, llegaban al puerto vecino quince, veinte y hasta treinta amigos y familiares de monsieur Simón y de madame Leonor.

Se armaban fiestas que duraban semanas. El doctor contrataba orquestas de cuerdas y de vientos en el Barrio Azul para interpretar, durante la estadía estival o invernal, partituras de la música francesa e italiana. Los cantantes de bolero se turnaban para animar los bailables de las noches. Los maquillajes y disfraces corrían por cuenta del Barrio Rosado; las Marías Antonietas, los arlequines, los polichinelas, las máscaras venecianas y los médicos de la peste, eran aclamados en los desfiles por las calles del pueblo, por su perfección y detalles en los trajes artesanales.

Tal como el matrimonio lo anticipara el día que llegaron a nuestra ciudad, ambos descansan en el cementerio local, después de una vida generosa.

El doctor Simón sería recordado por su bondad y compromiso con los pobres. Compró un mulo que equipó con alforjas para transportar remedios y alimentos. Todos los fines de semana, lloviera o tronara, recorría los campos aledaños tocando una campanilla para anunciar su presencia. Visitaba a los enfermos, a las ancianas, a los postrados y a los niños. Les auscultaba, les recetaba, les sanaba y hasta les ayudaba económicamente. La gente lo esperaba como si fuera el Nazareno. El doctor regresaba al atardecer, cargado de aves de caza, cabritos, cerdos, corderos, frutas y verduras que el maestro Adolphie se encargaba de convertir en manjares.

Así le retribuía la gente la solidaridad del doctor.

Madame Leonor, al morir, donó a la Casa del Arte y la Cultura, su colección de pinturas sobre la fauna y flora representativas de la región que, por años, constituyó el orgullo del pueblo y visita obligada para los turistas que desde regiones remotas venían a visitarnos.