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Érase una vez cuando Mitchell Walker se enamoró... y confió en la mujer equivocada. Ese error casi le cuesta su futuro y juró nunca confiar en otra mujer.
Ahora es un cirujano joven y exitoso. Las mujeres se lanzan a sus pies y él les da lo que quieren, siempre y cuando no le pidan su corazón. La estrategia le funciona bien hasta que conoce a la reportera independiente Jessica Finley.
Ella es inteligente, lo hace reír y ve a través de su personalidad de casanova.
El fuego de Jessica puede arder lo suficiente como para mantenerlo despierto toda la noche, pero ¿será su amor lo suficientemente fuerte como para quemar los fantasmas de su pasado y derretir el hielo alrededor de su corazón?
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Acerca de El Casanova
Derechos de autor
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Epílogo
Libros por Amanda Adams
Sobre Amanda Adams
Libros por Amanda Adams (English)
Érase una vez cuando Mitchell Walker se enamoró... y confió en la mujer equivocada. Ese error casi le cuesta su futuro y juró nunca confiar en otra mujer.
Ahora es un cirujano joven y exitoso. Las mujeres se lanzan a sus pies y él les da lo que quieren, siempre y cuando no le pidan su corazón. La estrategia le funciona bien hasta que conoce a la reportera independiente Jessica Finley.
Ella es inteligente, lo hace reír y ve a través de su personalidad de casanova.
El fuego de Jessica puede arder lo suficiente como para mantenerlo despierto toda la noche, pero ¿será su amor lo suficientemente fuerte como para quemar los fantasmas de su pasado y derretir el hielo alrededor de su corazón?
Copyright 2018 Tydbyts Media
Der Frauenheld: Los Hermanos Walker, Libro 3
Diseño de portada Derechos de Autor 2016 por eBook Indie Covers
Obra Literaria, Primera Edición. Marzo 2018
Derechos de autor 2018 por Tydbyts Media
Publicado por Tydbyts Media
Todos los derechos reservados.
Este libro es una obra de ficción, los nombres, las personas, los lugares y los acontecimientos son completamente ficticios o producto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con cualquier persona, viva o muerta, es una coincidencia.
Mitchell Walker se detuvo detrás de la camioneta Jeep de su hermano Derek y estacionó su coche deportivo rojo cereza. Jake, su hermano menor, había aparcado su camioneta blanca en la calle; el neumático del lado del pasajero montaba las sobras del quitanieves como si estuviera conduciendo en una carrera de obstáculos. La vista le hizo sonreír. Diciembre en los bosques de Colorado, si no puedes manejar en la nieve, es mejor que te largues.
A unos metros de distancia, Derek abrió la puerta de su camioneta, salió y la cerró de golpe detrás de él. Estaba vestido, como de costumbre, de negro, en completo contraste con los pantalones de vestir y el abrigo deportivo de Mitchell. El cabello oscuro de Derek, su mirada profunda y su actitud de chico malo habían roto docenas de corazones entre las féminas, pero Derek era todo ladrido y nada de mordisco, hasta donde sabía Mitchell. Derek tenía un carácter rudo, pero moriría por cualquiera de sus hermanos sin duda. Fin de la historia. Antes de que Derek se hubiera convertido en su hermano, la vida de Mitchell había girado alrededor de algunas cosas muy jodidas. Demonios, ambos habían sobrevivido al infierno antes de que su madre los adoptara. Cómo habían terminado siendo los mentores responsables de sus dos hermanos menores era algo que no podía comprender.
Mitchell asintió a Derek y, como siempre, su hermano le alcanzó el paso mientras subían por el camino de entrada a la puerta principal. Ninguno de los dos habló, pues no había razón. Ambos sabían por qué estaban aquí, y apestaba.
La Sra. Klasky abrió la puerta con un par de pantalones azul marino y un suéter de gran tamaño de color crema. Tenía ochenta, pero aún tenía fuego en los ojos y una manera tan directa de decir las cosas que a Mitchell siempre le había gustado. A él le gustaba saber cómo manejarse con la gente y hasta dónde podía llegar. Odiaba andar con rodeos con cualquiera, joven o viejo, en su cama o fuera de ella.
—Adelante. Adelante. Jake ya está aquí. —Ella les hizo señas para que entraran y Mitchell siguió a Derek al pasillo. Cuando Derek la miró por encima del hombro, ella sonrió—. Todavía guapo, ya veo. Vamos a la cocina, chicos. Hice limonada. Y tengo galletas, Derek. Tus favoritas.
Las mejillas de Derek se volvieron rosadas y Mitchell entró para salvar a su hermano de la vergüenza. La Sra. Klasky siempre había mimado más a Derek y tenía un cariño por él que se veía a millas de distancia. Mitchell lo molestaría más tarde con eso.
—Gracias, Sra. Klasky. No podemos esperar a probar algunas de sus galletas.
Derek tosió en su mano y aprovechó la oportunidad para golpear a Mitchell en la parte posterior de la cabeza, con fuerza, mientras la seguían a lo largo de una pared llena de fotos familiares y retratos en tonos sepia de los antepasados de la familia Klasky. La alfombra era de pelusa verde y las paredes estaban forradas con paneles de roble que probablemente se habían instalado en los años setenta. Jake estaba en su lugar habitual en la mesa de cocina de los Klasky, sentado en la silla de madera de roble más cercana al sofá, el cual tenía veinte años de antigüedad y estaba cubierto con un horrible estampado de cachemira.
Hacía muchos años desde la última vez que Mitchell había estado en esa casa. Lucía exactamente igual. Se sentía igual. Olía igual. Mitchell golpeó a Jake en la espalda a modo de saludo. Su hermanito era el más joven, pero el pequeño cabrón los había superado por unos 15 centímetros y unos 50 kilos. Si le pusieran un par de botas de vaquero y un sombrero al niño, parecería un defensor de los Dallas Cowboys. Excepto que era demasiado guapo para eso. Y demasiado blando de corazón. Jake aún vivía en el rancho de su familia, cuidando de los caballos y haciendo sus cosas de vaquero. Podía lanzar más de cien libras de heno como si fueran cajas de galletas. Y como el hermanito menor, nunca dejaba pasar la oportunidad de restregarles en las narices a sus hermanos que él podría patear sus viejos traseros cuando quisiera.
El simple pensamiento de mierda de caballo y aires del campo hizo a Mitchell estremecerse mientras tomaba su lugar en la mesa. A Mitchell le había encantado su infancia en el rancho, pero necesitaba el ruido y el bullicio de la ciudad. La vida en el rancho era demasiado tranquila para su gusto. Había demasiado espacio y tiempo para pensar.
Ahora, si le ofrecieran escalar un acantilado nivel 5.10 o 5.11, él felizmente respiraría aire de montaña todo el maldito día. Le encantaba el reto de colgar de las puntas de sus dedos de una roca casi tanto como le encantaba la adrenalina de trabajar en urgencias.
Pero hoy no iba a ser un día de diversión. Esta pequeña reunión se trataba sobre la muerte de su mamá y del desastre posterior.
Respiró hondo mientras los olores de galletas, limonada y limpiador con olor a pino lo rodeaban.
—Aquí tienen, muchachos. —La Sra. Klasky colocó un vaso de limonada frente a él y Derek. Mitchell tomó un sorbo. Fría. Ácida. Perfecta.
—Gracias. —Recién exprimida y con azúcar real, como la que hacía mamá.
El timbre sonó y la Sra. Klasky se disculpó.
—Ese debe ser su hermano Chance. —La Sra. Klasky desapareció de nuevo para regresar con Chance, el recién egresado abogado con apenas un año de haberse graduado de la escuela de derecho. Llevaba traje y corbata, lo que ayudó a Mitchell a no sentirse como el médico tenso de la mesa. Chance amaba la ciudad casi tanto como Mitchell, pero por distintas razones. Chance era una persona muy práctica. Le gustaba la conveniencia de vivir cerca de restaurantes y de su oficina. A Mitchell no le importaba nada de eso, sólo necesita el ruido para poder dormir por las noches.
—Chance. —Derek se levantó de su asiento al final de la mesa y envolvió a Chance en un abrazo.
—Hola, perdedor. —Después de un abrazo rápido, Chance le dio una palmadita en el hombro a Derek. Jake y Mitchell tomaron sus turnos.
—Tarde a la fiesta, como siempre. —Jake tomó a Chance y lo levantó del suelo como si fuera una niñita pequeña. Los dos más pequeños, Jake y Chance, eran muy cercanos. Mitchell sonrió ante las payasadas de Jake. Era bueno estar juntos. Siempre lo era.
—Y tú aún hueles a hamburguesas y fardos de heno. —Chance rio, pero Jake no iba a aceptar el insulto como si nada.
—Amor duro, hermano. Pero hueles como si te hubiera limpiado el trasero un asistente de baño con una toallita húmeda perfumada. ¿Tú? ¿Convirtiéndote en uno de esos chicos metrosexuales de la ciudad? —Jake soltó a Chance y Mitchell contestó por él.
—Nah, hombre, ese soy yo. —Mitchell sonrió y tomó a Chance por los hombros.
Chance estaba allí parado con su traje, y como siempre, él era el único que llevaba corbata. Incluso el Sr. Klasky, el abogado de ochenta años de su madre, llevaba caquis y una camiseta de golf.
—Bueno, ahora que todos estamos aquí, podemos empezar. —El Sr. Klasky sacó un pequeño televisor con el viejo combo de VCR. Con el pie, Jake sacó una y Chance se sentó sobre ella, tirando de su corbata para aflojar la presión alrededor de su cuello. Acababa de empezar a trabajar en un respetado bufete de abogados de la ciudad. El pobre bastardo trabajaba casi tantas horas como Mitchell como residente de cirugía de segundo año.
Todos agradecieron respetuosamente a la Sra. Klasky mientras les servía limonada y una bandeja de galletas con chispas de chocolate, tal como lo había estado haciendo desde que estaban en la escuela primaria. Ella le dio a Derek una palmadita extra en la mejilla cuando pasó a su lado y Mitchell escondió su sonrisa detrás de su mano. Derek lo pateó por debajo de la mesa.
La Sra. Klasky llevó las galletas de vuelta a la encimera y se puso de pie, apoyándose contra la pared. Jake le ofreció su asiento, pero ella amablemente se negó.
—Ustedes querrán estar sentados para esto.
—Con el debido respeto, Sr. Klasky, la propiedad de mi madre fue repartida hace meses, cuando se enfermó por primera vez. —Chance habló, pero Mitchell se inclinó hacia atrás en su silla y esperó mientras su pulso se elevaba un poco ante la advertencia de ella. ¿Qué diablos tenía en mente el Sr. Klasky?
—Sí. Sí. Lo sé. —El hombre mayor se inclinó, buscando un enchufe en la pared para poder conectar aquel dinosaurio de televisor. Habían tenido un viejo televisor con antenas de conejo y una videograbadora como esa en el tapanco encima del granero. Él había pasado horas viendo Jurassic Park y películas de superhéroes, bebiendo Dr. Pepper y comiendo dulces de chocolate que habría robado de la despensa de su madre.
—Entonces ¿puede decirnos por qué nos encontramos aquí? —La mirada de Chance se dirigió desde el Sr. Klasky, que finalmente había encontrado un enchufe y estaba conectando las clavijas eléctricas, hasta su esposa, que le miró con una ceja levantada hasta que añadió—: Por favor.
El Sr. Klasky se levantó y se frotó las manos como si no pudiera esperar a darles una gran sorpresa. Derek se movió en su asiento y golpeteó sus dedos sobre la mesa. Derek odiaba las sorpresas.
—Bueno, chicos, le prometí a su madre que los reuniría a todos hoy, seis semanas después de su muerte. Que en paz descanse.
—¿Pero por qué? Todo está bajo control. —Chance se inclinó hacia adelante, en completo modo de abogado.
—No todo. —La Sra. Klasky sacó cuatro sobres del bolsillo de su delantal. Cada uno parecía contener una tarjeta de cumpleaños de gran tamaño. Caminó hacia la mesa y le dio uno a Mitchell y a cada uno de sus hermanos.
La tarjeta de Chance era verde, sin duda debido a la obsesión de su hermano con El Increíble Hulk. La de Jake era blanca. ¿Y Derek? El Sr. cuero negro y tatuajes sostenía un sobre amarillo brillante y alegre.
Mitchell miró fijamente su tarjeta. El sobre era de un rojo descolorado, pero la letra distintiva de su madre estaba escrita en el exterior. Él no tenía ni idea de lo que había dentro, pero fuese lo que fuese, el pecho le dolía y le ardían los ojos. Parpadeó para alejar la sensación y se concentró en la parte de atrás de la cabeza de Derek. Demonios. Sólo su madre podía llevar este tipo de cosas incluso más allá de la tumba. Ella siempre estaba dos o tres pasos más adelante que sus chicos. Siempre. Así fue como ella los crio. Su madre siempre sabía lo que ocurría en la vida de sus hijos, algunas veces incluso antes de que ellos mismo se dieran cuenta.
—Santo cielo. —Jake se reclinó sobre su asiento y comenzó a golpetear su sombrero de vaquero contra su rodilla, lo cual era el código para una inminente erupción volcánica.
El Sr. Klasky introdujo una vieja cinta VHS en el reproductor y la pantalla borrosa se volvió negra durante unos segundos.
Mitchell se inclinó hacia adelante con una sonrisa en la cara y los codos sobre la mesa. Toda la situación se estaba tornando interesante y su curiosidad fue definitivamente despertada. Estaba extrañamente orgulloso de su madre por tener el poder y el amor de traerlos a todos aquí para lo que fuera...
Su sonrisa se desvaneció cuando la voz de su madre resonó a través de las bocinas de la televisión. El video hizo un sonido extraño mientras la imagen de su madre inclinándose hacia adelante para revisar la cámara se reproducía. Satisfecha, ella sonrió enérgicamente y se sentó en una silla posicionada de manera que su rostro llenara la pequeña pantalla.
Mierda. Ella lucía joven. Y sana. La palidez gris de sus mejillas no se veía en ningún lado. La recordaba así y le dolía casi tanto como lo hacía feliz.
«Hola, mis preciosos niños. Voy a hacer esta cinta y se la daré al Sr. Klasky por si me pasa algo. No planeo ir a ninguna parte, pero si lo hago, quiero que sepan que los amé más que a nada y siempre me sentí orgullosa, todos los días, de ser su madre».
Jake contuvo las lágrimas y volteó la cabeza. Derek se sentó como una estatua de piedra y Chance aguantó la respiración. Mitchell se esforzó por escuchar. No quería perderse ni una palabra, ni sonreír, ni suspirar. La extrañaba tanto que verla allí era como tenerla de vuelta, aunque sólo fuera por un minuto.
«Ustedes saben lo mucho que siempre los incentivé para que siguieran a sus propios corazones. Sigan sus sueños. Bueno, he estado pensando mucho en esto desde el año pasado. Derek tiene catorce años ahora, y veo que ya está sucediendo.
La vida se va a apoderar de ustedes y los va a despojar de sus sueños. Lo sé. El mundo real es duro e implacable. Los chicos ya no apuestan por sus sueños. Tienen que ser hombres. El mundo va a esperar de ustedes que sean duros. Y sé que pueden ser duros como un clavo. Todos ustedes. Sé de dónde vienen. Nacieron en un mundo duro. Traté de mostrarles una vida diferente, pero tengo miedo. Temo a que crezcan y olviden quiénes son realmente. No quiero que olviden sus sueños.
Así que hice algo un poco loco. Tal vez lo recuerden, tal vez no, pero en mi cumpleaños hace unos años, le pedí a cada uno de ustedes que escribieran una tarjeta muy especial...»
La risa de su madre llenó la tranquila cocina y Mitchell le devolvió la sonrisa. Dios, la echaba de menos. Esa risa. No importaba qué tan revuelta estuviera su vida, esa risa siempre le había hecho sentir que todo estaría bien.
«Voy a pedirle al Sr. Klasky que guarde estas cartas por un tiempo. Algún día, moriré. Tal vez tenga noventa años, tal vez no, pero si me voy y necesitan que se los recuerde, él les recordará quiénes son realmente.»
Su expresión cambió de pícara y llena de sí misma a solemne y seria y se inclinó hacia adelante hasta que su rostro llenó toda la pantalla.
«Los amo. A todos y cada uno de ustedes. Ustedes me hicieron una promesa, durante todos estos años. Y muerta o no, espero que la cumplan.»
Ella echó la cabeza hacia atrás y se rio, con aquella chispa de regreso en sus ojos. Oh, ella sabía que había ganado. Se había ido y sus hijos ni siquiera podían discutir con ella ahora. Sin resignación, sin lloriqueos, sin negación. Ella los tenía a todos agarrados con soga corta y sabía, desde aquel momento años atrás cuando hizo la grabación, que sus hijos cumplirían sus promesas, porque así era como ella los había criado.
«Muerta o no. ¿Qué les parece eso? Los amo. No olviden cuál es su propósito en la vida. Abran sus tarjetas ahora. Léanlas. Y sobre todo, recuerden por qué las escribieron. Mantengan sus promesas. Los amo. Saben que los estaré observando.»
Todos se sentaron en un silencio atónito y Mitchell trazó con sus dedos temblorosos la tinta que su madre había usado para escribir su nombre.
¿Qué se suponía que debía hacer? Él nunca había roto una promesa hecha a su madre o a sus hermanos. Nunca. Y no quería empezar ahora. El hecho de que ella estuviera muerta hacía que su simple negación se sintiera diez veces peor. Era la única cosa que no debería importar, pero de alguna manera lo hacía. Sintió una pesadez posarse sobre su corazón, como si un témpano de hielo golpeara repentinamente su pecho.
Ya no necesitaba una lista de deseos, ya no más. Los dados habían sido lanzados. Ya había logrado todo lo que había escrito en la tarjeta. Era cirujano. Tenía una vida, responsabilidades y una tonelada de deuda estudiantil que pagar. Tenía el coche, o algo lo suficientemente cerca. ¿Y el perro? Bueno, eso no encajaba en su vida. El ingenuo deseo de un adolescente de tener una mascota no encajaba en la ecuación adulta. Nunca estaba en casa para cuidar a un perro. Trabajaba cincuenta o sesenta horas a la semana.
Pero podía escuchar la voz de su madre diciéndole que cambiara las cosas, diciéndole que viviera una vida diferente, que encontrara una manera de hacerlo, que se detuviera y oliera las rosas, pero no veía cómo hacerlo posible. No ahora. Quizá nunca.
Seis meses después
Jessica Finley apoyó el borde de su teléfono celular contra su frente y trató de no ahogarse en la preocupación que le apretaba el pecho y le hacía doler la cabeza. Algo andaba mal, podía sentirlo. Siempre podía sentir cuando su mellizo estaba en problemas. No podía explicar el cómo y el porqué; ella sólo lo sabía.
No ayudaba en nada que ella estuviera merodeando por allí en sus calzones rosa, un top de hacía cinco años y sin zapatos... demonios, una hora antes, había estado dormida... una hora antes tampoco había estado luchando por mantener en su estómago sus rollitos de huevo y su pollo kung pao.
Tomó su teléfono y le escribió de nuevo. Él le dijo que estaría en casa a medianoche. Tenía una entrevista con una emisora de radio local a las seis de la mañana y si su hermano era una cosa, era profesional. Había trabajado muy duro por el éxito de la banda y juró que no haría nada para poner eso en peligro. Tres años de giras, fiestas y locura y nunca había metido la pata. Hasta ahora.
«2:03 a.m. Esto no es gracioso. Llámame.»
No hubo respuesta. Su corazón latía fuertemente en su pecho mientras Eddie lloriqueaba a su lado. La mezcla de gran danés con pitbull de 60 kilos tenía manchas blancas y negras, como si las manchas negras de un dálmata hubieran sido embarradas como tiza sobre un lienzo. La hermana de Eddie, Bella, estaba jadeando y trotando detrás de ellos. Ella era un peek-a-poo de 5 libras con el pelo rizado y blanco, una cara inocente y el temperamento de un dóberman. Ella era la jefa de la casa y el oso de peluche gigante, Eddie, la dejaba.
—Lo sé, chico, también estoy preocupada. —Jessica agachó la mano y le frotó la cabeza a Eddie, lo cual no le costó mucho ya que ella medía 1.65 y la cabeza del perro estaba casi a la misma altura que su cintura.
Un intento más, luego empezaría a marcar números telefónicos como loca. Tyler estaba fuera con Gabriel y los chicos de la banda. Alguien tenía que tener el teléfono encendido. Y más les valía que alguien le contestara.
«2:06 a.m. ¿Estás borracho? ¿Drogado? ¿Muerto en una alcantarilla? Deja de jugar conmigo, hermanito. Estás empezando a asustarme, y sabes que me enfurece.»
Tyler no hacía bromas. No la asustaría sin razón. Era su hermano menor por siete minutos y ella se había encargado de ponerlo bien claro sobre su cabeza toda la vida. Él era, básicamente, el único familiar cuerdo que tenía, e incluso eso era cuestionable, dependiendo del día.
De repente, su teléfono sonó tan fuerte que casi se le cae. Jessica se apresuró a evitar que cayera al suelo, más preocupada que nunca porque ese no era el timbre que había establecido para su hermano. No, el sonido que hacía eco en su cocina era el de un teléfono viejo a todo volumen.
Todas las personas que ella conocía personalmente, literalmente, cada amigo, pariente, compañero de trabajo; todos tenían asignada una canción para su tono de llamada.
Temblando, giró el teléfono para poder ver el identificador de llamadas en la pantalla.
Un hospital.
Mierda. Mierda. Mierda.
Deslizó el dedo y se llevó el teléfono a la oreja.
—¿Hola?
—Hola. Estoy buscando a Jessica Finley.
—Sí. Es ella. —Jessica se inclinó sobre el mostrador de la cocina, usando la encimera marrón manchada de hace décadas para sostenerse. Esto estaba mal. Muy mal.
—Srta. Finley, lamento llamar tan tarde. Soy la enfermera Sandoval, una enfermera de urgencias del Hospital Rocky Mountain Memorial. Le llamo porque está en la lista de contactos de emergencia del celular de Tyler Travis.
—Oh, Dios mío. —Jessica dejó de intentar pararse y se dio la vuelta. Su espalda se deslizó por los gabinetes y aterrizó con un suave golpe sobre el suelo de baldosas frías. Inmediatamente, Eddie y Bella corrieron hacia su regazo. Bella tomó el espacio entre sus piernas, pero Eddie se asomó, con su cabeza contra la de ella, y Jessica envolvió su mano alrededor de la cabeza del perro, tratando de sostenerse a la vida—. ¿Qué le sucedió?
—Por favor, no se asuste, Sra. Finley. Él está siendo evaluado por nuestro equipo de trauma ahora mismo. Estuvo involucrado en un accidente de auto. Está vivo y hablando con nuestro personal. Eso es todo lo que puedo decirle en este momento. El Dr. Walker está con él ahora. El doctor podrá decirle más sobre la condición del Sr. Travis cuando usted llegue.
—¡Espere! —La enfermera estaba a punto de colgar y Jessica pudo sentir la larga pausa mientras la enfermera Sandoval esperaba a que Jessica dijera lo que tenía que decir, de manera que la enfermera pudiera colgar el teléfono y volver a su papeleo, o a los pacientes, o al siguiente familiar atónito al que tuviese que llamar—. ¿Tyler estaba con su hermanastro, Gabriel Castillo? ¿También está él allí? ¿Estuvo en el accidente también?
La enfermera despejó su garganta.
—Un momento. Veré qué puedo averiguar.
Ella puso a Jessica en puta espera por una eternidad mientras la voz de algún idiota alegre se filtraba a través del teléfono, diciéndole todo acerca de su centro de mamografía, lo genial que era atender un parto en su sala de maternidad y todo acerca de la tecnología de punta del departamento de cardiología. Jess quería tirar el teléfono a través de la habitación, pero no lo hizo. En lugar de eso, se quedó sentada y escuchó la grabación entera, dos veces, antes de que la enfermera volviera al teléfono. Jess escuchó a alguien contestar y literalmente sintió cómo su corazón se detenía.
—¿Srta. Finley?
—Sí.
—Se supone que no debo decirle nada sobre el Sr. Castillo, a menos que usted sea un familiar.
—Sí. Es mi hermano. —Hermanastro, y un dolor en el trasero, pero la enfermera no necesitaba saber eso.
—Él también estuvo en el accidente y llegará en unos diez minutos.
—¿Qué? —¿Cómo era eso posible?— Pero, no entiendo. ¿Por qué está Tyler allí sin Gabriel si ambos estuvieron en el accidente?
—El Sr. Travis fue traído en un helicóptero de emergencia, Srta. Finley. La ambulancia que transporta al Sr. Castillo llegará en unos diez minutos.
—Gracias. —Colgó y abrazó a Eddie durante cinco segundos. ¿Habían llevado a Tyler en un helicóptero de emergencia a uno de los mejores hospitales de traumatología de la ciudad? ¿Un helicóptero de emergencia? Eso estaba mal. Muy mal.
¿Iba a morir? ¿Todavía tendría todos sus brazos y piernas? ¿Podría caminar? ¿Tendría los huesos rotos? ¿El cráneo roto? ¿Su cabeza habría golpeado tan fuerte el volante que tendría amnesia y no la reconocería cuando llegase allí?
—Cállate, Jess. —No estaba hablándose a sí misma, no realmente. Como periodista independiente especializada en entretenimiento, Jess escribía un montón de chorradas sobre una tonelada de gente famosa que no le importaba y muchos artículos a profundidad sobre los que sí le importaban.
Jess corrió hacia su habitación y recogió toda la ropa que había tirado al piso hacía menos de tres horas: un viejo pantalón deportivo negro y dorado de CU Buffalo, una camiseta de su tienda de incienso favorita en Pearl Street en Boulder y un par de sandalias que mostraban su nuevo esmalte verde neón para las uñas de los pies.
Corrió hacia la encimera para tomar su bolso y sus llaves. Los perros estarían bien. Tenían comida, agua y una puerta para perros lo suficientemente grande como para que un defensa de fútbol americano se arrastrara a través de ella. Eddie se veía malvado como un demonio, pero si alguna vez entrara un ladrón en la casa, Bella le mordería los tobillos mientras que Eddie probablemente se subiría a su regazo y se daría la vuelta para que le frotaran la barriga. Era un bebé grande.
—Ustedes dos pórtense bien, regresaré pronto. —Salió corriendo hacia su carro eléctrico de color verde agua y cerró la puerta de la entrada lo suficientemente fuerte como para despertar a los vecinos, especialmente a su amiga, la Srta. Beatrice Brown, la viuda de al lado. La anciana tenía ochenta años, vivía sola y nunca se perdía nada de lo que pasaba en la calle. Era como todo un escuadrón de vigilancia del vecindario en una sola mujer. Además, hacía los mejores panecillos caseros que Jessica alguna vez hubiera probado.
Como era de esperar, Jessica se estremeció cuando la luz de la cocina se encendió en la casa de la Srta. Bea.
—Lo siento, Bea. —Temblando como una hoja, Jessica susurró sus disculpas desde el asiento del conductor en el pequeño carro verde y lo puso en marcha. Probablemente no debía estar conduciendo, pero no había manera de que se quedara en casa y no quería perder media hora llamando a un taxi. Las llantas empezaron a moverse, pero ella golpeó el freno intentando relajarse por un minuto, con las manos en el volante, tratando de calmarse lo suficiente como para no matarse en el viaje de diez minutos al hospital. No estaba lejos. Era tarde. No habría mucho tráfico, ¿cierto?
Jessica se alejó de la acera mientras sentía a su corazón alojarse en la parte posterior de su garganta. No tenía ni idea de quién diablos era ese tal Dr. Walker, pero más valía que fuera bueno. Más valía que fuera un genio de la medicina.
Más valía que fuera como su padre, el Dr. Richard Travis, neurocirujano con un título de médico y un doctorado en química. Más valía que el Dr. Walker fuera un maldito virtuoso con experiencia y más valía que no cometiera ningún error. Si algo le sucedía a su hermano, el tan preciado, sagrado y único hijo biológico del Dr. Richard Travis, su padre estaría en un avión desde Nueva York al día siguiente para patearle el trasero al Dr. Walker hasta la próxima semana.
O no. Diablos, probablemente sólo enviaría a sus abogados. Ese parecía ser más su estilo en los últimos años.
Imaginar al respetado Dr. Walker cuidando al hermano de Jess la ayudaba a mantenerse calmada mientras conducía. Ahora podía verlo, envejecido y refinado, con serios ojos grises y cabello plateado. Actuaría calmado y confiado; tranquilo, pero claramente en control total. Él tenía que estarlo, pues esa era la única línea de pensamiento que iba a llevarla al hospital en una sola pieza.
Unos minutos más tarde entró al estacionamiento, siguió los señalamientos hacia la sala de emergencias y esperó impaciente a que el guardia de seguridad la dejara pasar por las puertas de vidrio cerradas con llave. Ella podía ver la sala de espera donde estaba el puesto de enfermeras y se preguntó cuál de ellas era la que la había llamado.
Abordó al aburrido guardia de seguridad con identificación en mano.
—Mi hermano está en urgencias. La enfermera Sandoval me llamó.
El guardia la miró por encima de su identificación, se la devolvió y apretó un botón. Las puertas sonaron y la dejó entrar.
—La estación de enfermería está al frente a la derecha.
—Gracias. —Mirando hacia abajo, caminó derecho a través de la casi vacía sala de espera, donde sólo había un hombre mayor hablándole a sus ya adultos hijos. Jessica los escuchó hablando de un derrame cerebral y asumió que su madre debía estar aquí en alguna parte. Un joven estaba sentado con la mano envuelta en una toalla de cocina empapada de sangre. Parecía un corte, no muy grave, lo cual sería de baja prioridad en este momento con un caso de trauma aquí y otro en camino. En general, el lugar no estaba mal para las dos de la madrugada de un sábado.
Sólo había una enfermera sentada en la estación y como tres más caminando y zumbando de aquí a allá como abejas en una colmena. Podía oír voces apagadas pero apremiantes que venían desde el pasillo, pero no podía distinguir ni la más mínima cosa. ¿Estaría Tyler en esa habitación detrás de las cortinas?
—¿Puedo ayudarla? —La enfermera habló, pero Jessica había estado tan concentrada en tratar de averiguar qué estaba pasando allí que saltó.
Con un suspiro profundo, se paró junto al mostrador.
—Soy Jessica Finley. La enfermera Sandoval llamó por mi hermano, Tyler Travis.
—Mmmm-hmmm. Un minuto. —La enfermera era hispana, con un hermoso cabello negro hecho una trenza y una piel que no demostraba el paso del tiempo. Tenía más de cuarenta años y parecía que sabía lo que hacía. Jessica sabía que una experimentada enfermera podía darle una paliza de conocimiento a cualquier doctor recién egresado cualquier día de la semana.
—¿Es usted la enfermera Sandoval? —Jessica se inclinó, tratando de leer la etiqueta con el nombre de la mujer, pero no podía ver más allá del borde del monitor de la computadora.
—Sí, querida. Déjame ver. —La enfermera revisó unas carpetas y algunos documentos escritos a mano—. Tu hermano Gabriel llegará en cualquier momento. No tengo ninguna información sobre él, aparte de que los paramédicos notificaron que estaba estable.
Jessica sintió que un poco de tensión la dejaba. Un hermano menos para preocuparse, faltaba otro.
—¿Y Tyler?
—Tyler Travis. —La enfermera sacó un largo historial médico de un archivo que estaba junto a ella y asintió con la cabeza. Sus ojos marrones oscuros se suavizaron un poco en los bordes e inclinó la cabeza mientras miraba hacia arriba. Jessica conocía esa mirada. Entre sus padres, había pasado suficiente tiempo rodeada de personal médico para escribir un manual. Ella conocía esa mirada.
—¿Qué le pasa a mi hermano?
—No tengo su historial, cariño. Lo llevaron a cirugía. La espera quirúrgica es en el segundo piso. Llamaré para avisarles que vas para allá.
Mitchell encontró la hemorragia en el bazo de su paciente y la presionó entre su pulgar y sus dos primeros dedos.
—Pinzas.
La enfermera a su derecha era nueva, y él aún no sabía su nombre. No era algo que le importase, no ahora. Tenía a un hombre de 25 años desangrándose en la mesa. Hora de trabajar. Hora de jugar a ser Dios y engañar a la muerte. Hora de hacer lo que le gustaba hacer.
—Succión. Más succión. No puedo ver nada.
La enfermera de enfrente, Brenda, había estado trabajando en el quirófano por más tiempo del que él había estado vivo. Ella empujó y apartó los órganos internos del paciente hacia un lado con facilidad para conseguirle la visión clara que él necesitaba. Cuando la cavidad abdominal no comenzó a llenarse inmediatamente de sangre roja y brillante, Mitchell suspiró aliviado y se puso a trabajar. Este tipo no necesitaba un bazo. Ya no más. No si quería sobrevivir la noche.
Los riñones estaban magullados y el paciente probablemente tenía una concusión. El cinturón de seguridad que probablemente le había salvado la vida también había golpeado duro y bajo en el abdomen del paciente. Mitchell esperaba que el hombre no terminara con una sección necrótica del intestino, pero sólo el tiempo lo diría. El hombre iba a tener que estar en observación por varios días.
—Su presión se está estabilizando. Creo que ese fue el último sangrado. —La enfermera anestesista le sonrió cuando levantó la vista y asintió con la cabeza. Se llamaba Sylvia. Estaba divorciada, era ocho años mayor que él y había dejado claro en más de una ocasión que sería más que bienvenido en su cama.
—Bien. No veo nada más. ¿Brenda? —Mitchell esperó mientras la experimentada enfermera de quirófano de pie frente a él se agachaba sobre el intestino del paciente y movía su vara de succión en busca de más hemorragias. Era buena. Muy buena. Tenía más de dos décadas de experiencia en cirugía de trauma y él la respetaba bastante por eso. Cuando se trataba de salvar la vida de alguien, no había lugar para la competencia o ese tipo de mierda. Una buena enfermera era oro. Oro puro.
—Creo que estamos bien. —Brenda levantó la cabeza como señal para otra enfermera que estaba ocupada en los bordes de la habitación tomando suministros y registrando todo lo que habían abierto—. Empieza a contar, Deb, o estaremos aquí toda la noche.
—Estoy en eso. —Deb sonaba joven, pero Mitchell no sabía quién era. Debía ser nueva. Como se le ordenó, empezó a contar cada pedazo de gasa, cada pinza, cada sutura, aguja, instrumento y toalla que se había utilizado. Las cubetas estaban llenas de gasa manchada de sangre. El paciente había recibido dos unidades de sangre y tres soluciones lácticas de Ringer en las últimas horas. Todo debía ser contado para no dejar accidentalmente una sorpresa dentro del intestino del paciente y tener que volver a entrar de nuevo más tarde para sacarlo. No era como si esa mierda se pudiera disolver por sí sola.
Mitchell respiró hondo y se relajó por primera vez desde que este joven rubio había sido llevado del helipuerto a la sala de traumas. Las secuelas de su subidón de adrenalina comenzaron a colapsar su sistema y supo que si no terminaba pronto, pasaría las siguientes horas con dolor en los pies, una sensación como si hubiera tenido la boca llena de algodón y una tensión en el cuello que duraría una semana.
Pasó otra media hora asegurándose de tenerlo todo y suturando un par de pequeñas laceraciones en el hígado que probablemente no eran necesarias, pero a Mitchell no le gustaba arriesgarse. Nunca. Cuando pidió la grapadora, Brenda le ayudó a mantener los intestinos del hombre en su lugar mientras él perforaba a través de la piel del paciente con suficiente acero inoxidable para que pareciera una cremallera viviente. Tenía una cicatriz enorme desde la parte inferior del esternón hasta el hueso púbico, pero viviría.
—Buen trabajo, doctor. —Brenda colocó su mano enguantada cubierta de sangre sobre la de él y la apretó. Mitchell asintió con la cabeza y sonrió, sabiendo que ella le vería las arrugas en las esquinas de los ojos detrás de la pantalla de plástico de su mascarilla quirúrgica.
—Tú también. Gracias a todos.
Brenda asintió con la cabeza y volvió al trabajo.
—Bueno, equipo. Terminemos esto y pongámoslo en recuperación. Estoy segura de que tiene familia esperándolo. Doctor, mejor vayamos a sacarlos de su miseria.
Ella lo ahuyentó de la sala como su madre y él sonrió. Brenda era un ancla para él aquí. Casada, con cinco hijos adultos y una actitud pragmática que le recordaba a su madre, él había confiado en su calma y su ayuda en el quirófano más de una vez y ella no lo había defraudado todavía. Mitchell caminó alrededor de la cabeza del paciente, donde la anestesia estaba terminando para traerlo de vuelta a la tierra de los vivos.
—Gracias, Sylvia. ¿Cómo lo ves? —Mitchell dio un paso atrás y se quitó los guantes largos, calientes, sudorosos y empapados de sangre de las manos y los arrojó al cubo de desechos biológicos infecciosos de la esquina. Su bata quirúrgica desechable y su mascarilla les siguieron mientras Mitchell caminaba detrás de la enfermera anestesista y miraba por encima de su hombro a los monitores del paciente. Todo parecía estar bien, pero la palabra final no la tenía él.
Sylvia miró su gráfica y sus signos vitales.
—Está bien. Todo parece estable. Dile a su familia que saldrá de recuperación en un par de horas.
Mitchell asintió con la cabeza, sintiendo ya lástima por el pobre bastardo. Brenda lo envolvería en suficientes vendas como para construir una momia antes de llevarlo a la sala de recuperación. Los tubos de drenaje se quitarían en un día o dos, asumiendo que todo saliera bien. Él estaría adolorido. Muy adolorido. Mitchell se dirigió a Brenda.
—Asegúrate de que tenga un goteo de morfina junto con veinticuatro horas de antibióticos profilácticos en la UCI. Y quiero un reporte de sus signos vitales cada treinta minutos durante las próximas ocho horas. Quiero que camine tan pronto como sea posible, incluso aunque tengan que envolver sus brazos sobre sus hombros y arrastrar su trasero alrededor de su habitación. Si me necesitas, ya sabes dónde estaré.
—Sí. Entendido.
Él giró el cuello sobre sus hombros para aliviar el dolor muscular y se detu [...]