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Puedo decirte una simple verdad,
Las mentiras tienen consecuencias…
Y también romper el corazón de una mujer.
Doce años atrás, Max Crayton no tuvo otra opción. Moralmente obligado a perseguir a un traidor, el gobierno lo declaró muerto para el mundo exterior. Él completó su misión, pero perdió a la única mujer que amaba… y a una hija de cuya existencia nunca supo.
Max era la vida de Kat Jannsen. Él era el propio latido de su corazón. Después de su muerte, sola y atormentada por un pasado peligroso, no tuvo más remedio que hacer un último sacrificio para mantener a salvo a su hija.
Cuando Kat descubre que Max está vivo, su vida, cuidadosamente construida, se rompe en mil pedazos. Sin saberlo, un viejo enemigo la ha estado acechando, esperando el momento para atacarla. A medida que aumenta el peligro, no tiene a nadie más a quien acudir, excepto a Max. Ella puede confiar en él con su vida, pero… ¿se atreverá a confiar en él con su corazón?
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Acerca de Mientras Estabas Muerto
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Epílogo
Extracto de La sentencia final
Libros por Amanda Adams
Biografía
Libros por Amanda Adams (English)
Las mentiras tienen consecuencias…
Y también romper el corazón de una mujer.
Doce años atrás, Max Crayton no tuvo otra opción. Moralmente obligado a perseguir a un traidor, el gobierno lo declaró muerto para el mundo exterior. Él completó su misión, pero perdió a la única mujer que amaba… y a una hija de cuya existencia nunca supo.
Max era la vida de Kat Jannsen. Él era el propio latido de su corazón. Después de su muerte, sola y atormentada por un pasado peligroso, no tuvo más remedio que hacer un último sacrificio para mantener a salvo a su hija.
Cuando Kat descubre que Max está vivo, su vida, cuidadosamente construida, se rompe en mil pedazos. Sin saberlo, un viejo enemigo la ha estado acechando, esperando el momento para atacarla. A medida que aumenta el peligro, no tiene a nadie más a quien acudir, excepto a Max. Ella puede confiar en él con su vida, pero… ¿se atreverá a confiar en él con su corazón?
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Derechos reservados
Derechos reservados © 2018 por Tydbyts Media
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de ninguna forma por algún medio, bien sea electrónico o impreso, incluidas las fotocopias, grabaciones o por cualquier sistema de almacenamiento, sin autorización del autor.
Publicado por Tydbyts Media
Adams, Amanda y Snyder, CJ
Mientras Estabas Muerto
Diseño de portada Derechos reservados 2018 Romance Conventions Inc.
Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personas, lugares y eventos son el producto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con personas vivas, difuntas o eventos históricos es mera coincidencia.
Doce años atrás
Kat Jannsen no lloró el día que enterraron a Maxwell Crayton.
Muchos otros lo hicieron. Los dolientes se congregaron de a cuatro y cinco filas alrededor del largo ataúd cubierto con banderas. Muchos más habían llenado la iglesia, pero Kat omitió la parte religiosa.
Ella había permanecido atrás, junto a un árbol, sintiéndose fuera de lugar, sin invitación, inoportuna y preguntándose sobre la bandera. ¿Una bandera militar? ¿Qué otros secretos había guardado Max?
Kat no tenía idea de por qué había asistido al funeral. La única razón posible era que ella lo había amado, a pesar de que nunca antes había amado a otro ser humano en su vida. Era demasiada la esperanza que estaba a punto de ser enterrada en ese ataúd. Tantos sueños. Tanta desesperación que quedaría atrás.
Su muerte real no habría hecho ninguna diferencia. Él había estado desaparecido por dos meses antes de morir. La había apartado de su vida como a un periódico dominical tres meses antes de eso.
Ahora Kat se estremecía bajo la helada lluvia. Le dio a su cabeza una violenta sacudida, defendiéndose de las lágrimas que amenazaban con asomarse por primera vez desde algunos días. Enderezó su cuerpo. No lloraría. Ella no tenía derecho a asistir al funeral junto a la familia, pero representaba a alguien que sí.
Su mirada se enfocó sobre el círculo de dolientes. Estaban doblando la bandera. En unos momentos ella lo sabría. Le darían la bandera a Miriam, la hermana que lo había criado. Miriam era la única oportunidad que tenía la bebé de Kat de vivir una buena vida. La angustia torturaba su corazón. Sentía tristeza por Max y por esa pequeña bebé que ella ya amaba lo suficiente como para mantenerla a su lado. Kat luchó contra sus lágrimas, de modo que pudiera tener una visión clara de la mujer que tenía su futuro, y la vida misma de su hija, entre sus manos.
El soldado se detuvo frente a una mujer mayor y Kat frunció el ceño. Miriam tenía cuarenta y tres años, era quince años mayor que Max, pero esta mujer parecía una década más vieja que eso. ¿Era demasiado vieja? No. Ella no podía ser tan vieja. A los cuarentas, las mujeres tenían bebés todo el tiempo. Quizás el luto por la muerte de Max la hacía parecer más vieja.
Un hombre, de apariencia aún mayor a la de ella, la consolaba con sus fuertes y robustos brazos apretando sus hombros. Otras cinco personas los rodearon, formando un semicírculo protector alrededor de la pareja. Dos sobrinos, había dicho Max. Sobrinos con esposas, ¿o tal vez eran sus novias? ¿Sobrinos adultos? La mujer giró la cabeza en respuesta a algo que su marido le decía y Kat contuvo la respiración, casi deshecha por el dolor que pudo ver en esa cara que tanto se asemejaba a la de Max. El parecido era casi tan cercano como el que existía entre ella y su madre.
Así que esa era Miriam. Ella debía estar pasando por un gran dolor. Debía haber amado mucho a su hermano. Pero Kat no esperaba que ella fuera tan vieja. Ella se había imaginado una cálida, amorosa y joven pareja. Por unos instantes, se dejó caer y se recostó contra el árbol.
Las cosas nunca son tan fáciles como parecen, Kat. Esas eran las palabras de Max, y antes de eso, las de su madre. Eran palabras por las cuales vivir. ¿Por qué había imaginado ella que esto sería diferente?
No tenía otra opción. A menos que maldijera la vida de su dulce bebé incluso antes de que diera su primer respiro.
Lo cierto es que no tenía elección ni opciones, excepto dejar el futuro de su inocente niña en manos del destino. No. Era mejor confiar en Miriam.
Hubo aún más movimiento junto a la tumba. Los dolientes comenzaron a despedirse de Miriam y de su esposo. Era hora de irse. Kat no se inmiscuiría hoy, pero sí lo haría pronto. No quedaba mucho tiempo.
Cinco Años Después
Max Crayton detuvo su auto a un costado de la carretera y apagó el motor. Sus manos temblaban. Su corazón bombeaba con fuerza en su pecho y latía intensamente en sus oídos. Muy fuerte. Demasiado. Se concentró en el Dairy Queen y en los árboles que ondeaban suavemente con la dulce brisa primaveral. Él estaba en casa. Después de muchos largos años, todo había terminado. Finalmente era libre para retomar su vida casi en el mismo lugar donde la había dejado.
No puedes recuperar a Kat.
El arrepentimiento lo aguijoneó. Era un dolor tan punzante y fuerte que lo hizo contraerse. Debía irse; simplemente arrancar el motor, conducir a la casa de su hermana y terminar de una vez por todas con esto. Para eso estaba aquí. Pero aún no estaba listo. La llegada a casa de Miriam anunciaba un nuevo comienzo, era el primer día del resto de su vida. Su puño golpeó el volante. Simplemente no eran tan fácil.
Porque la llegada a casa de Miriam también cerraba definitivamente la puerta de su pasado. Era por eso que él estaba aquí, sentado en lo más alto de todo Bluff River Falls, Wyoming, mirando la vida transcurrir en el valle. Él había sobrevivido todos estos largos años porque el pasado lo estaba esperando. Esa era la razón definitiva de lo que había hecho. Su vida. Intacta. Completa junto a Kat. Completar el simple viaje a casa de Miriam terminaría con esa fantasía para siempre.
Cerró los ojos luchando contra el ineludible momento en el que la puerta, esa puerta hacia ella, se cerraría inevitablemente tras él.
—Kat —susurró—. Ah, nena, si tan sólo hubiera podido hacer esto de otra manera…
¿Él lo habría hecho?
Más rápido que el latido de su corazón.
¿Hubiera podido?
No.
Él había tomado el único camino que le quedaba. Kat era lo más valioso que había perdido, pero no era lo único.
Él sabía en qué se estaba metiendo.
—No cuando acepté —argumentó.
Sí, bueno, ese barco ya zarpó.
Frunciendo el ceño, volvió a encender su auto. Miriam lo ayudaría. Su hermana siempre había tenido la habilidad de hacerlo sentir mejor. Ella había sido como su madre cuando sus padres murieron. El esposo de Miriam, Doug, había muerto durante su 'ausencia', y él se preguntaba cómo se las estaba arreglando su hermana. Más importante aún, ¿cómo reaccionaría ella al ver de nuevo a su hermanito 'muerto'?
Max condujo a través de unas calles tan familiares como su propia infancia, deteniéndose una vez más, esta vez frente a la modesta y amarilla casa de tres pisos de su hermana. Durante un largo minuto se sentó mirando hacia la casa, sorprendido por el triciclo rosa estacionado desafiantemente frente al porche. Probablemente era de la hija de un vecino, pues los dos hijos de Miriam ya habían crecido y se habían marchado. Treinta segundos después, él esquivó el triciclo y se paró frente a la puerta. Levantó la mano para tocar, sin embargo, la dejó caer de nuevo al costado de su cuerpo.
¿Qué se suponía que iba a decir? «Hola hermanita. ¡Sorpresa! No estoy muerto, después de todo». ¿Entendería ella que él aún no podía hablar de su fabricada muerte? ¿Lo aceptaría nuevamente en su vida? ¿Lo perdonaría?
De nuevo, él levantó su mano, pero la puerta se abrió repentinamente, revelando la presencia de una encantadora hada de unos tres o cuatro años de edad. Sus pequeños dientes perfectos brillaron cuando ella le sonrió.
—Hola, Max. —Él evitó hacer un gesto de sorpresa. ¿Acaso ella lo conocía? Sus largas trenzas rubias se balancearon mientras giraba la cabeza—. Mami, Max está en casa, vino desde el cielo.
¿Mami?
—No, espera… —Era demasiado tarde. Miriam apareció ante él. Estaba más gorda y canosa que la última vez que la había visto, pero aún se veía tan dulce y familiar que las lágrimas casi comenzaron a brotar de sus ojos—. Hola, hermanita —susurró Max—. Estoy en casa. —Él sonrió, haciendo eco inconscientemente de las palabras de la niña.
Miriam se quedó paralizada. Su mirada no abandonaba los ojos de Max. Ella ni siquiera parecía estar respirando, pero él podía ver sus manos apretándose y aflojándose una y otra vez durante varios instantes que parecieron horas.
Él rezó para que su hermana no estuviera teniendo un ataque al corazón y levantó una mano en dirección hacia ella.
—¿Max? —Ella finalmente murmuró, esperando su respuesta antes de abrir la puerta. La palma de su mano trazó la línea de la mandíbula de su hermano, sus ojos buscaron los de él, hasta que él asintió y sonrió—. ¿Cómo es posible?
—Trabajo —contestó Max, evadiendo la pregunta, detestando todo el dolor que veía en los ojos de su hermana—. Fue el trabajo. No podía decírtelo. —Las preguntas pasaron por la mente de Miriam y él negó con la cabeza—. Todavía no puedo hablar de eso. Pero se acabó. Estoy en...
—Casa —ella terminó la oración por él. Con los ojos abiertos de par en par y mientras palpaba su cara, ella lo observó, incapaz de creer lo que estaba viendo.
—Maxey, ¿quieres verme montar mi triciclo? —Un fuerte tirón en sus pantalones de mezclilla acompañó la invitación, y le sonrió a su hermana mientras sus cálidas manos se posaban sobre las de ella antes de agacharse al nivel de la duendecilla.
—Me encantaría, calabacita. ¿Cuál es tu nombre?
—Elizabeth. Pero me gusta más Esmeralda. Vamos. —Era como si lo conociera desde siempre. Ella tomó su mano y tiró de él, bajando las escaleras—. Puedes sentarte allí. —Sus largas trenzas descendieron y giraron en dirección al peldaño inferior—. De esa manera me puedes ver bien.
Obedientemente, Max se sentó. Su hermana lo siguió lentamente, hundiéndose junto a él mientras la hermosa niña se aproximaba a la acera emitiendo un agudo chirrido. Él apartó la mirada de la tierna máquina de ruido para sonreírle a su hermana.
—¿Elizabeth o Esmeralda?
—Elizabeth. Aunque ella desearía que fuera Esmeralda.
—Ciertamente no esperaba conocerla.
Por un momento Miriam pareció perturbada, sin embargo, le devolvió a Max la sonrisa mientras miraba a su hija de ojos azules.
—Nosotras tampoco. —Ella suspiró y le dio una palmadita en el brazo—. Muchas veces la vida es así, inesperada.
Él tomó su mano, entrelazando sus dedos y apretándolos.
—Lamento no haber podido decírtelo, Mim. No me era permitido. Yo nunca habría…
—Ya está hecho, Max. —Miriam lo interrumpió mientras observaba fijamente a su hija—. Ya pasó. ¿Supiste lo de Doug?
—Me lo dijeron la semana pasada en el interrogatorio después de la misión. Lo siento, Mim.
—¿El interrogatorio? ¿Esa es la forma en la que ahora llaman a la resurrección? —preguntó Miriam. Un toque familiar de sarcasmo matizaba su voz—. Lizzie es todo lo que me queda, Max. —Ella estaba a la defensiva, y él no podía culparla. La única cosa con la que él contaba era el tiempo que le tomaría para reconstruir la confianza. Los dedos de Miriam apretaron los suyos—. No sabes cuánto significa ella para mí. Haría cualquier cosa, cualquier cosa, para evitar que sea lastimada.
—Justo como lo hacías conmigo. —Una risa desde la acera los distrajo a ambos. Max sonrió—. Conque Lizzie, ¿eh? ¿Cómo sabía mi nombre?
Mim sonrió y, por primera vez, Max pudo vislumbrar su antigua vida reflejada allí, en los brillantes ojos de su hermana.
—Por tus fotos. Sabes que ver fotografías siempre ha sido un ritual a la hora de dormir. No dejé de incluir las tuyas, incluso cuando nos enteramos de que habías desaparecido. Luego estabas muerto, pero no era correcto dejarte afuera. —Miriam carraspeó y continuó lentamente—. Siempre has sido parte de su vida, al igual que nuestros viejos, al igual que Doug.
—Lo siento —susurró Max. ¿Así sería su futura vida? ¿Llena de disculpas? ¿De horribles arrepentimientos?
Miriam suspiró y trató de secarse las lágrimas.
—Nosotras guardamos todas las fotos, todas. —Ambos observaban a Lizzie.
¿El silencio era igual de incómodo para su hermana como lo era para él? Si él la miraba directamente, estaba seguro de que no podría evitar llorar, así que mantuvo los ojos sobre Lizzie, quien llegó a la esquina de la acera, ejecutó un perfecto giro en U y ahora se dirigía hacia ellos.
—Ella es hermosa —dijo Max.
—Sí, lo es. Y también es inteligente. —Se escucharon orgullo y una agridulce tristeza en su voz.
Quizás lo había sacado de Doug, él supuso, quien no pudo ver crecer a su pequeña hija.
—Es por sus buenos genes. Me refiero a ti y a Doug. —Él le hizo una mueca, sorprendido al ver sus lágrimas caer con más fuerza debido a sus palabras.
—Sí, increíbles genes —ella estuvo de acuerdo. Ambos observaron a Lizzie detenerse en el rincón más alejado de la cuadra—. ¿De verdad estás en casa, Max? —La voz de Miriam se quebró, completamente llena de incredulidad—. Porque sé cómo es esto con el gobierno; los secretos, las verdades a medias. Alguien necesita un favor y…
Él la interrumpió mirándola a los ojos. Reforzó su voz tanto como el acero.
—Ya he acabado. Y volví a casa para quedarme. —Era una solemne promesa—. Estoy comenzando un negocio de seguridad aquí, en el centro del paraíso. —Él miró los brillantes y honestos ojos azules de su hermana y pudo apreciar todo el dolor de sus mentiras. El dolor reflejado allí era casi insoportable.
Nunca, juró, nunca jamás permitiría que sus acciones lastimaran de nuevo a los que amaba.
—Espero reconstruir mi vida, Mim, comenzar de nuevo. Sé que no lo entiendes y que probablemente duele aún más que yo ni siquiera pueda hablar de ese asunto, pero hice lo que tenía que hacer. —De pronto, no eran los ojos de Miriam los que miraba, sino unos más oscuros, del color de una tormenta a la medianoche. El dolor en esos ojos se hacía más intenso. Él viviría con ese pesar por el resto de su vida.
«¡Kat!», gritó su corazón. Este arrepentimiento era inútil, pero él no podía evitarlo. Lo siento mucho.
Exhaló suavemente y se concentró en su hermana.
—Voy a reconstruir mi vida, Mim. Voy a comenzar de nuevo. Sé que te lastimé, pero no tuve elección.
—¿Era algo tan extraordinariamente urgente, Max? ¿Valió la pena?
¿Urgente? De pronto él quiso reír, pero sólo con una fría amargura.
¿Urgente como salvar al mundo? Fue una búsqueda de cuatro años que culminó con una victoria, pero a un terrible precio. Él no lo sabía en aquel entonces. Sin embargo, ahora lo sabía. Él pagaría el resto de su vida por ello.
¿Había valido la pena? Esa era una muy buena pregunta. Una para la cual no podía confiar en sí mismo para responder. Hoy no, cuando sólo un vistazo a su hermana revelaba con tanta claridad cuánto daño él le había infligido. Había derrotado a un gran mal, pero el mal continuó creciendo en el mundo. Él había dado muchos años de su vida por esa causa, pero algunos otros dieron el resto de sus vidas.
¿Valió la pena?
—Era algo que tenía que hacerse —finalmente respondió, con el dolor desgarrando su corazón a medida que sus palabras traían una nueva ola de lágrimas a los ojos doloridos de Mim—. Te compensaré, Mim. Lo juro por Dios, lo haré.
¿Y a Kat? ¿También la compensaría?
Max maldijo en voz baja, apartando a su amor de sus pensamientos. «Un día a la vez», le había dicho su agradecido gobierno. Así es como vuelves a armar tu vida. El día de hoy le pertenecía a Mim. Él cubrió la mano de su hermana con la suya.
—No puedo borrar el dolor que te causé. Sé que no puedo volver atrás.
De pronto, los ojos de Mim se cerraron. Ella miró a su hija con una expresión contundente. ¿Había tomado una decisión? Fuera lo que fuera, ella no estaba dispuesta a compartirla.
—No, no puedes volver atrás.
Hoy en día
No hay vuelta atrás. Durante siete años, esa verdad siguió a Max. Honrando su promesa de que nunca más lastimaría a las personas que amaba, retomó su vida y se aferró a ella con ambas manos. Su compañía de seguridad, fundada en el garaje de Miriam, creció rápidamente gracias en parte a los rancheros de Hollywood que descubrían la paz y la tranquilidad del hermoso paisaje de Wyoming.
No había vuelta atrás. Eso era un hecho.
La vida nunca era fácil. Era la segunda verdad.
Y la tercera verdad: las cosas nunca cambian. Max todavía luchaba contra el mal en el mundo. Sin embargo, ahora él había reducido su mundo al nivel de Bluff River Falls. Negó con la cabeza, tratando también de sacudirse la amargura. No, no era justo. Sí, el costo era demasiado alto, pero ya estaba hecho. No tenía tiempo de dejarse llevar por los recuerdos sólo porque una mujer llamada Katherine le dejó un mensaje pidiendo información sobre un nuevo sistema de seguridad para su casa.
Katherine. Él miró el nombre escrito en su libreta de mensajes y luchó contra el impulso repentino de sacar la vieja foto de Kat del cajón. Katherine Simmons no era Kat. Katherine Simmons tenía cuarenta años, un marido, tres niños felices y una casa llena de cosas que amaba. Y, queriendo mantener todo así, lo había llamado. No había razones para pasear por el jardín de los recuerdos. Especialmente cuando aún le dolía.
Max tomó el teléfono para devolverle la llamada a la señora Simmons y lo dejó a un lado cuando la puerta exterior de su área de recepción se cerró de golpe. Él sonrió. Nadie podía cerrar la puerta de golpe como su sobrina de diez años.
—Hola, Lagartija —dijo Max—. Estoy aquí dentro.
—Como si pudieras estar en otro lado. Y no me llames así. —Su voz refunfuñona combinaba con su ceño fruncido y su pequeña nariz mientras entraba a la habitación—. La vida apesta, Tío Max.
Él escondió su sonrisa y puso cara seria.
—Entonces, ¿qué hay de nuevo? ¿No hubo escuela el día de hoy?
—No. El profesor esta en capacitación. Y no, no hay nada nuevo. —Ella suspiró dramáticamente y dejó caer su larga y delgada figura sobre el sofá—. Nunca hay nada nuevo en mi vida.
Max cruzó las manos sobre su escritorio y esperó.
—¿Y bien? —preguntó él, mientras Lizzie seguía enfurruñada en silencio—. ¿Eso es todo lo que querías?
Lizzie suspiró de nuevo, aún más afligida.
—Mi mamá no me deja perforarme el ombligo, y además tengo que pasar todo el sábado en la clínica con ella en lugar de ir al centro comercial.
—¿Por qué tu mamá irá a la clínica? —Max escondió su preocupación bajo un tono alegre. Mim era diabética y le habían diagnosticado la enfermedad pocos meses después de que él regresó. Ella era cuidadosa con su dieta, se ejercitaba y monitoreaba su peso, pero la enfermedad continuaba escalando descontroladamente.
—Tiene los tobillos hinchados —se quejó Lizzie—. Ella podría ir el viernes o incluso el lunes, pero no, debe ser el sábado. Y no puedo quedarme contigo porque estás demasiado ocupado. —Ella le lanzó una mirada, tratando de parecer calmada y fracasando en el intento. Lizzie no podía estar calmada incluso si su vida dependiera de ello.
—Bueno, lo siento, pero tu madre tiene razón. ¿No puedes ir al centro comercial el domingo?
—La tienda de perforaciones no abre los domingos.
—Pensé que ella te dijo que no podías...
—Será demasiado tarde para cuando me lo haya hecho, ¿verdad? —Su sonrisa era cien por ciento conspiratoria ahora—. Puedes firmar por mí.
Max no mordió el anzuelo.
—No me pongas en esa posición, Liz. ¿Alguna vez pensaste que tal vez ella quiere que vayas a la clínica con ella? ¿Que tal vez disfrutaría de tu compañía?
Lizzie resopló.
—¿Mamá? No. Ella es una roca. —Frunció sus labios y entrecerró los ojos—. Una roca mala y obstinada —dijo, mientras veía a Max.
Él se encogió de hombros.
—Es su deber hacer que la vida de su hija sea miserable, Lagartija. Te lo he dicho durante años. Tu madre es de las mejores. Ella sabe que estás aquí ¿no? ¿Dónde está ella? ¿Está en casa?
Lizzie se encogió de hombros.
—Ella está con el doctor. Se supone que debo tomar el autobús a casa, pero me he quedado sin dinero.
—¿Qué pasó con tu dinero? —De ninguna manera Mim habría dejado salir a Lizzie sin dinero para tomar el autobús de regreso a casa.
—Tenía hambre. —Obviamente su coeficiente intelectual estaba cayendo como un ladrillo ante los ojos de Lizzie.
—Por supuesto. —Max asintió obedientemente—. Así que, compraste…
—Sólo una barra de chocolate y un capuchino. —La mirada de Lizzie evaluó su reacción—. No te molestes, Tío Max. Es muy impropio.
—También son impropias las chiquillas que toman cafeína.
—No soy una niña pequeña. Tengo casi once años y ya me están creciendo lo senos. —Ella balanceó las piernas fuera del sofá y le dio una mirada para ver las consecuencias del impacto de su pequeña bomba.
Max bajó la mirada hacia su escritorio, sabiendo que ello no ocultaría el calor que subía lentamente por su cuello. ¡En efecto, tenía senos!
El teléfono sonó y él suspiró de alivio, esperando que fuera algo que requiriera su atención inmediatamente para así poder decirle a su problemática sobrina que debía irse a casa.
—Max, es Miriam. —Él apenas podía oírla susurrar.
—Aquí está ella, Mim. Ella no tenía suficiente dinero para comer y tomar el autobús. La llevaré…
—No. Te necesito a ti.
Miriam nunca pedía ayuda.
—¿Dónde estás? —Max tomó sus llaves. Algo había pasado, y lo que fuera, era malo.
El silencio inusual de Lizzie pasó desapercibido mientras Max conducía hacia la clínica, pero a medida que cruzaban el estacionamiento uno al lado del otro, la mano de Lizzie se deslizó sobre la suya. Eso no pasó desapercibido. Max redujo la velocidad de sus pasos. Sus dedos se apretaron tranquilizadoramente alrededor de los dedos más pequeños de su sobrina.
—Todo estará bien, Lagartija.
Sorprendentemente, ella no objetó el apodo.
—¿Mamá te dijo qué está pasando?
—No. Pero lo averiguaremos. Estarás bien, cariño. Si ella necesita quedarse un poco más, entonces vendrás a casa conmigo. Sabes que siempre me ocuparé de ti, ¿verdad? —Las puertas automáticas de la clínica se abrieron de golpe y Lizzie tiró de su mano. Max se detuvo obedientemente, agachándose para rodear su tembloroso cuerpo con profundo abrazo.
—No te irás, ¿verdad?
Él se habría separado de ella para así poder verla a los ojos, pero ella sostuvo su cuello en un agarre mortal.
—¿Irme? Por supuesto que no me iré. ¿Por qué preguntas eso?
—Mamá siempre dice que es posible que no te quedes. Ya te has ido antes.
¡Maldición! Max enderezó su cuerpo, levantando a Lizzie con él, forzado por la emoción que lo emboscaba. ¿Esto nunca terminaría? Miriam todavía no confiaba en él. Incluso después de todos estos años. El dolor de las mentiras que él había dicho seguía vivo dentro de su sobrina. Durante un largo minuto, simplemente la sostuvo y dejó que ella llorara, deseando poder llorar también.
—Estoy lista para verla —susurró Lizzie en su oído unos segundos más tarde.
Él la puso de nuevo en el suelo, agachándose mientras los brazos de Lizzie lo apretaban una última vez.
—No te dejaré, Lagartija. Jamás. Te lo prometo.
—Está bien —susurró ella—. Entonces estoy realmente lista.
—Ahora mismo —aceptó él, y luego cerró los ojos mientras le limpiaba las mejillas con la áspera tela de su chaqueta. Ese simple gesto inconsciente, uno que ella había repetido a menudo a lo largo de los años, puso su mente a volar hacia el pasado… a esa primera vez. Una rodilla raspada, tan terrible tragedia a sus casi cuatro años. Después de abrazarla, su camiseta había quedado embarrada de las lágrimas de la niña de tres años y de los vestigios de su pequeña nariz. Max besó sus mejillas rosadas y le colocó una curita de colores en su rodilla.
Él no tenía una curita lo suficientemente grande como para cubrir el dolor de la enfermedad de su madre. O las mentiras que todavía se interponían entre su hermana y él.
Lizzie lo condujo hasta el escritorio de la recepcionista.
—Miriam Clark, por favor. Nos llamaron. —Max sonrió ante la audaz confianza en la voz de su sobrina y le asintió a la recepcionista. Lizzie obviamente conocía el lugar mejor que él, porque cuando la recepcionista les dijo el número de la habitación, su sobrina salió caminando. Para cuando Max llegó a la puerta de la habitación, Lizzie estaba acurrucada en los brazos de su madre sobre la camilla, charlando.
—Le dije a él que no era nada grave, mamá. Y que estarías bien. Aunque creo que está un poco molesto. Pero él dijo que no se iría.
Miriam lo miró a los ojos por encima de la cabeza de su hija y el corazón de Max se detuvo. Ella no estaba bien. E iba a empeorar antes de que mejorara. A pesar de eso, él sonrió por el bien de Lizzie. Una sonrisa no iba a engañar a Miriam. Jamás algo la engañaba.
—Hola, hermanita.
Los brazos de Miriam se apretaron alrededor de Lizzie y ella intentó devolverle la sonrisa a su hermano.
—Max, ¿podrías buscar al doctor Tomlinson?
Max asintió con la cabeza, tocó uno de los pies que de su hermana por encima de la manta que cubría sus piernas y salió de la habitación. El Dr. Tomlinson le daría las malas noticias y luego juntos, él y Mim, le dirían a Lizzie.
Dos horas más tarde, Max abrochó el cinturón de seguridad de Lizzie junto a él en su camioneta. La ambulancia de Miriam estaba en camino para hacer el viaje de tres horas a Denver. Lizzie no lo miraba a la cara y sus labios estaban fruncidos, formando una línea recta muy delgada. No era una buena señal.
—¿Quieres invitar a una amiga?
—¿Para ver cómo le trasplantan un riñón nuevo a mamá? —La mirada que ella le dio claramente le insinuaba que había visto rocas más inteligentes que él. Lizzie movió la almohada acuñada a su lado, uno de los pocos artículos que había traído desde casa.
—Sólo arranca de una vez. No sé por qué tenemos que vivir a tres horas de un centro de atención médica decente. ¡Qué estado tan estúpido! —Lizzie se colocó los auriculares y cerró los ojos con un largo y exagerado suspiro.
La dispersa música country inundó la cabina del automóvil. Lizzie había elegido una de las canciones favoritas de Miriam en su reproductor de mp3 en lugar de su habitual rock alternativo. Él quería arrancarle los auriculares de las orejas y obligarla a hablar sobre todo lo que llevaba guardado dentro. Pero ¿qué le diría? En su libro, las emociones eran sólo eso. Se suponía que debía sentirlas, no analizarlas y separarlas como la escena de un crimen.
Para cuando él y Lizzie se instalaron en la habitación de un hotel cerca del hospital de Denver, ya eran más de las diez. El temperamento de su sobrina se había deslizado constantemente cuesta abajo durante la tarde. Lizzie se dejó caer en la cama más cercana, enterrándose en las almohadas, hasta que Max negó con la cabeza y le dio un leve empujón.
—A la otra cama, Lagartija.
Ella le lanzó una mirada fulminante.
—¿Por qué? ¿Es porque me gusta esta?
Max se sintió tentado a estar de acuerdo con ella, pero negó con la cabeza.
—Es la más cercana a la puerta.
Por un momento ella se puso a pensar, gruñendo en voz baja, y luego abrió sus ojos de par en par.
—¿Es por los maleantes?
Max sonrió.
—Sí. Los maleantes. —Él tiró su bolso de viaje sobre una cómoda y pensó que tal vez una ducha le ayudaría. Que Lizzie estuviera dormida después de ducharse probablemente era mucho pedir.
—¿Siempre haces eso verdad? Cuidar de todos.
Él volteó y notó que ella obedientemente había cambiado de cama y lo miraba extrañamente.
—Es mi trabajo, nena. —Le guiñó un ojo—. Alguien tiene que hacerlo.
Lizzie no sonreía. Max dejó a un lado su kit de afeitar y se acercó a su cama, dándole un tirón juguetón a una de sus trenzas.
—Todo va a estar bien, cariño. Tu madre estará bien.
Lizzie negó con la cabeza.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —Ella no esperó una respuesta—. Cuéntame de cuando eras un espía.
Max mantuvo su rostro completamente impasible mientras tomaba asiento.
—¿Un espía?
—Mamá me contó todo. —Ella asintió con la cabeza, pero el brillo de sus ojos que habitualmente se reflejaba cuando molestaba a Max no estaba ahí.
—Mientras estabas muerto… cuando yo era pequeña. Ella dijo que todos pensaban que estabas muerto, pero en realidad sólo estabas trabajando para el gobierno. Y si desapareces y trabajas para el gobierno, entonces tienes que ser un espía.
O un francotirador. La idea estaba completamente formada antes de que él pudiera detenerla. Él estaba mucho más cansado de lo que había imaginado. Mantuvo cuidadosamente su bien entrenada mirada en la nariz respingona de su sobrina.
—No era un espía, Lagartija. Sólo eran negocios.
—Negocios secretos.
—Negocios secretos —aceptó él—. Voy a tomar una ducha. Prepárate para ir a la cama y veremos un poco de televisión antes de que vayas a dormir. —Con algo de suerte, ella estaría dormida antes de que él terminara con su ducha. Ese pensamiento casi lo hizo reír. No era probable, pero necesitaba tiempo para pensar, para volver a guardar toda esta confusión emocional debido al hecho de que la inocente pregunta de Lizzie había abierto la cerradura de la caja donde mantenía todo asegurado. La inminente batalla de Miriam ciertamente lo tenía al límite.
Sus emociones volvieron a estar bajo estricto control veinte minutos más tarde. Lizzie había hecho lo que él le había pedido, estaba bajo las sábanas en su cama designada. Pero ella no estaba dormida, y su mirada lo atravesó tan pronto como salió del baño.
—¿Era parte de tus responsabilidades cuidar de alguien?
Por más que lo intentaba, él no podía entender qué había detrás del repentino interés en su pasado, pero podía ver con facilidad la intensidad y el miedo en sus ojos, así que ahogó un suspiro y acercó una silla a la cama de su sobrina. Era mucho más fácil inventarle historias para dormir cuando tenía cuatro años. Honestidad, se recordó a sí mismo. Pero él no podía hablar de aquel horrible momento, y no sólo por el juramento que había tomado. Simplemente había algunas cosas de las cuales un niño nunca debería enterarse.
—Te contaré lo que puedo, Lizzie, pero no será todo.
—¿Prometiste no contarle a nadie? —Él asintió. Ella también lo hizo—. ¡Lo sabía! ¡Eras un espía!
—Yo no era un espía. Apaga la luz. —De ninguna manera quería que ella lo mirara si se acercaba demasiado con sus preguntas. Ella había heredado la habilidad de su madre de ver a través de él. Cuando la habitación quedó en total oscuridad, la oyó rodarse hacia él, justo antes de tomar su mano.
—Cuéntame sobre mamá, entonces —susurró—. ¿Ella te cuidó antes de ser un espía?
—Siempre. Tu abuela y tu abuelo murieron cuando yo era joven.
—Porque te tuvieron muy tarde, ¿verdad? Justo como mamá y papá me tuvieron a mí muy tarde.
—Exactamente como a ti, Lagartija. Es por eso que tú y yo nos llevamos tan bien. Tu abuelo trabajaba para el gobierno y él no era un espía.
—Si tienes que someterte a la operación para darle un riñón a mamá, ¿quién se ocupará de mí?
«Sigue escuchando lo suficiente y el corazón del problema saldrá a la luz», pensó Max con ironía. Lagartija había estado prestando atención cuando él llenó los formularios para donantes. Miriam debía comenzar la diálisis de inmediato mientras los doctores frenaban una infección en un dedo de su pie.
—Lo resolveremos. Será algo que te gustará.
—¿Qué hacías antes de ser un espía?
Él debería estar acostumbrado a sus cambios repentinos de temas de conversación.
—Yo no era un espía, Lagartija.
—Entonces antes de que trabajaras para el gobierno. —Él podía oír una pequeña sonrisa en su voz.
—Siempre he trabajado para el gobierno. Desde que estaba en la universidad.
—Mamá dijo que te rompieron el corazón. ¿Ella era linda? ¿Cómo se llamaba?
En la oscuridad, Max cerró los ojos.
—Ella era la chica más linda que alguna vez verás —susurró. El amargo dolor lo recorrió nuevamente, pero aún era lo suficientemente fuerte como para tensar su garganta—. Se llamaba Katherine. Pero todos le decían Kat. Ella tenía unos ojos oscuros de color azul verdoso, como el terciopelo.
—¿Ella también era una espía?
—¡Lagartija! Yo no era un espía.
—Está bien, ya. ¿Ella era una espía?
—Kat no era una espía.
Claro que eso lo habría hecho todo más fácil.
—¿Por qué terminaste con ella?
Max hizo un gesto de dolor en medio de la oscuridad. Él nunca mentía, pero no quería, ni podía, ser honesto con respecto a lo que había pasado con Kat. No podía admitir cómo había fallado en protegerla de todo el dolor de su mundo.
La voz de Lizzie se adormecía a medida que continuaba.
—Cuéntame sobre el día que la conociste —ella le preguntó con un tono soñador—. Así podremos inventar un final feliz juntos, como cuando yo era pequeña. —Cuando él dejó de responder, ella insistió—. Por favor, Max. Tengo que concentrarme en algo. De lo contrario, pienso en mamá.
Los dedos de Max se entrecruzaron automáticamente con los de ella.
—Muy bien, cariño.
—¿Cómo la conociste?
Max cerró los ojos, evocando el día como si hubiera sido ayer. O incluso esta mañana. Ciertamente, no doce dolorosos años atrás. No. El día que conoció a Kat quedó grabado para siempre con una claridad asombrosa dentro su mente.
Kat Jannsen no podía dejar de pensar en el día en que conoció a Max. Con nada más que un viaje de tres horas delante de ella, no era algo de qué sorprenderse. Ella sujetó el volante con fuerza y aceleró entre el tráfico, dirigiéndose al norte de Denver por la carretera interestatal 25. Los pensamientos sobre Max distraían a su mente de la verdadera razón de su viaje: Lizzie y Miriam. Durante diez años, Miriam había enviado una foto y una nota cada mes describiendo las hazañas y las fechorías de su hija. Hasta este mes. Peor aún, ella no obtuvo ninguna respuesta al llamar a casa de Miriam.
Sí, pensar en Max era mejor que la otra alternativa. Tenía exactamente diez horas para tomar un vuelo a la Costa Este y así visitar a su madre. Lo cual hacía que todo esto fuera culpa de su madre. Si Ellen no estuviera certificadamente loca, Kat no estaría aquí ahora, rompiendo todas las reglas con las que vivía. Desafiando al destino. Si no fuera por su madre, nunca habría conocido a Maxwell Crayton. Nunca se hubiera inscrito en la universidad de Chapel Hill. Nunca habría estado tan angustiada desde ese día trascendental.
—Miriam, ¿dónde diablos estás? —se quejó Kat mientras sostenía su teléfono celular. Sin embargo, en la casa de Miriam en Bluff River Falls, el teléfono simplemente sonó hasta que el contestador automático cortó la llamada. Había pasado una semana entera y Kat no tenía otra opción. Algo andaba mal. Era hora de descubrir qué.
Pensar en Miriam la llevó, por supuesto, de vuelta a Max. Kat intentó concentrarse, pero sin nada más que hacer que conducir, era inútil. Además, era fácil recordarlo, muy fácil. Los años pasaron frente a ella tan fácilmente como los kilómetros debajo de sus neumáticos.
Una joven Kat de veintiún años suplicaba a su enfadada madre Ellen Jannsen a través del plexiglás. Ellen, aún una mujer hermosa a sus cuarenta y siete años, no parecía ser una asesina. Excepto cuando se enojaba. Y ella definitivamente estaba enojada ahora.
—¡No! ¡Responde mi pregunta! ¿Qué estás haciendo para sacarme de aquí?
—Todo lo que puedo, mamá. Pero tienes que trabajar con los psiquiatras. Si ni siquiera verás a…
—¿A quién? ¿A los loqueros? ¿Quieres que hable con esos idiotas que piensan que estoy loca? Oh, disculpa, no son idiotas, son tus ídolos. Vas a ser uno algún día, al igual que tu padre. Sólo que yo no estoy loca, Katherine. He estado aquí durante once años. ¡Sácame!
Kat había escuchado todo eso antes.
—Lo estoy intentando, mamá. Pero si no hablas con ellos, yo no…
—Puedes encontrar un detective que demuestre que yo no lo hice —su madre escupió. Luego, Ellen se puso de pie, colocando la palma de su mano sobre el plástico frente a la cara de su hija, bloqueándola efectivamente de su vida mientras expresaba una frase de despedida—. No regreses hasta que lo hagas.
Kat tuvo un último vistazo de los parpadeantes ojos verdes de su madre antes de darle la espalda. Cediendo al impulso que había crecido desde que había enfurecido a su madre, dejó caer sus hombros. ¿Cómo podría ayudar a su madre si ella no cooperaba? Parpadeó para detener el cosquilleo precursor de las lágrimas. Sus visitas siempre terminaban en lágrimas. Sus lágrimas. Al inicio, años atrás, su madre también lloraba, pero dejó de hacerlo. Kat dudaba de que su madre siquiera pudiera llorar. Súbitamente consciente de la mirada inquisitiva del guardia, siguió andando, contenta de no haber dejado escapar las lágrimas. ¿O era ese el primer síntoma? No más lágrimas… no más arrepentimiento. Decisiones frías y juicios precipitados. Kat se estremeció, acurrucándose en su cálido abrigo. ¿Era así como comenzaba la demencia?
Reflexionando aún sobre la negativa de su madre de ayudarse a sí misma, condujo de vuelta a la universidad. Una vez dentro del gran auditorio, se deslizó sobre su asiento y diligentemente buscó su libreta. La ironía de su vida la golpeaba directamente en la cara varias veces al día. Estudiaba psicología y tenía una madre sentenciada a cadena perpetua por asesinar a su padre. Tenía tres meses para graduarse. Luego siete años más en la escuela de medicina. Para entonces, ella tendría las respuestas que necesitaba, las pesadillas terminarían, su madre tendría ayuda y el miedo que enunciaba cada aliento que tomaba se aliviaría. ¿No es así? Seguramente una psiquiatra forense podría resolver sus propios problemas.
De pronto, un murmullo recorrió el auditorio, como un suspiro colectivo. Kat fijó su atención al frente y se quedó sin aliento. Un sonido, como el llamado de un gato montés, se escuchó directamente detrás su espalda. Su corazón se aceleró en consonancia. El profesor Evans estaba de ausencia. Su reemplazo garantizaría que ninguna estudiante se perdiera una sola clase de Psicología Conductista durante el próximo mes.
El reemplazo del profesor Evans tenía ojos azules. Ojos de un color azul profundo, vivo, que brillaban con regocijo mientras sondeaba a la clase e incitaban a revelar todos sus secretos. Era alto, definitivamente más de un metro ochenta, con una cara que parecía… bueno, agradable. Era joven. Su cabello rubio color arena tocaba el cuello de su chaqueta deportiva, una chaqueta que se extendía seductoramente sobre sus anchos hombros mientras se volteaba hacia el pizarrón y escribía dos palabras.
Maxwell Crayton.
—¿Sobre él es nuestra tarea? —Una voz femenina detrás de ella emitió la invitación esperanzada y flagrante. Maxwell Crayton se dio vuelta, sonriendo, y el estómago de Kat se revolvió.
—No, ese es mi nombre —respondió sin más. No había nada simple en las emociones que recorrían a Kat ante el sonido de su voz. Era como chocolate. Chocolate líquido, caliente, corriendo sobre su piel, a través de sus poros, hasta su corazón—. Me parece que están en medio de una discusión sobre genética. —Su voz retumbó nuevamente dentro de ella, llevando su mirada hasta su boca. Pequeñas líneas de risa irradiaban de sus firmes y sensuales labios. Labios como esos… Kat lamió los suyos y regresó su atención hacia sus palabras.
—El debate continúa hasta el día de hoy. ¿Genes o ambiente? ¿Predisposición o comportamiento adquirido?
Kat contuvo el aliento, sintiéndose como si él la hubiera golpeado. Este tema ella lo tenía cubierto. En realidad, lo había vivido. Efectivamente, era un debate. Y la razón por la que nunca tendría hijos y nunca se atrevería a ser madre. Ella no prestaría atención a su clase, pues sabía que él no tendría las respuestas para ella.
La esperanza había muerto el día que ella descubrió la verdad.
Kat le había fallado a su madre, se había fallado a sí misma. Ya no había ninguna razón para seguir con sus planes. Condenada, por poco había abandonado la universidad, pero ella no era alguien que renunciaba. Y no sabía qué más hacer con respecto a sí misma. Durante una semana entera vagó por el campus, aterrorizada ante la idea de abandonar la carrera y demasiado angustiada como para ir a clases. ¿Sería inevitable que ella se convirtiera en su madre?
Finalmente, la Sra. Perrelli, la bibliotecaria para la que trabajaba y lo más cercano que tenía a una amiga, intervino.
—Deberías ver a un consejero, querida. Para eso están allí.
No vería a un terapeuta. Ella sabía de terapeutas. Los terapeutas no tenían ninguna respuesta. En cambio, un consejero sí. A ella le encantó la idea.
El consejero de la Universidad de North Carolina, Edward Greeves, le había dado importantes palabras.
—Estás demasiado concentrada en ti misma. Comienza a pensar en los demás. Pregúntate qué puedes hacer para ayudarlos. Cuando encuentres la respuesta a eso, dejarás de ser el problema y serás parte de la solución.
Tan abrupto. Tan trillado. Y exactamente lo que ella necesitaba escuchar. Así que ella no tendría hijos. Así que no había garantías de que no cumpliría todas las profecías de la tía Nell y se convertiría en madre. En cambio, ella podría ayudar a otras personas que estuvieran luchando con el mismo tipo de preguntas. Ella era una buena oyente. Era lógica. Pero ¿qué pasaría si no existieran respuestas para ella? Pues habría respuestas para otros, y ella podría ayudar a descubrirlas. Kat Jannsen podría cambiar el mundo.
Y comenzando en tres meses, ella lo haría. Por ahora, nuevamente luchó por hacer frente a la agridulce idea de que alguien como el Señor Perfecto, Maxwell Crayton, nunca podría ser suyo. Ella bloqueó las palabras que deletreaban desesperación y desvanecían toda esperanza. Sonrió. Quizás no podía tenerlo a su lado, pero podía soñar, ¿no? Los sueños eran baratos. Los sueños no costaban nada
—¿Tienes alguna pregunta?
Kat se enfocó lentamente en los ojos que había estado mirando, con los que había estado fantaseando, ahora a sólo a unos centímetros de los suyos. Max Crayton se hincó en la silla del nivel inferior, justo delante de ella. El calor estalló en el cuerpo de Kat. El desconcierto hizo que su boca se abriera y se cerrara. Su fantasía.
—No, yo… —Sobresaltada, miró a su alrededor en busca de ayuda… el salón estaba completamente vacío. Dios santo, ella y Maxwell Crayton en realidad fantasearon durante toda la clase. Ella cerró los ojos, deseando desesperadamente que se fuera.
—¿Tienes algo más en mente?
¿Por qué no la dejaba tranquila? Ella levantó los párpados lentamente y vio esa sonrisa. Justo como la primera vez. Nuevamente, su estómago revoloteó y sus rodillas se debilitaron.
—Algo más —replicó ella. Su cerebro estaba demasiado congelado como para decir algo original.
—¿Almorzarías conmigo?
Su estómago se apretó en un nudo repentino y doloroso.
—No, yo…
—No tiene por qué avergonzarse, señorita Jannsen. —Ante su mirada de asombro, su sonrisa se amplió—. Yo, eh, hice trampa. —Él asintió con la cabeza viendo su mochila, donde un cuaderno decía Kat Jannsen como para que todo el mundo debajo de sus rodillas lo viera—. Y como tu profesor temporal, sabes que no podemos salir. Pero sí podemos almorzar…
—Gracias de todos modos, pero yo…
—Podría contarte lo que te perdiste, mientras estabas perdida en tus pensamientos. —Guapo, pero grosero. No podía creer que él realmente hubiera notado que estaba distraída—. Sí, lo sé. Es completamente desagradable. No puedo evitarlo. Soy brutalmente honesto.
Eso fue suficiente. Así de rápido ella, como cada cliché del que había oído hablar, se había enamorado completamente. Era curioso cómo había dejado pasar lo de «brutalmente» y había saltado a «honesto». Ese error la había perseguido durante cuatro años. Hasta que descubrió que debió haberse saltado lo honesto y quedarse sólo con lo brutal. Brutal. Esa era una descripción demasiado amable, en realidad. Pero eso es lo que obtuvo por soñar. Max Crayton le enseñó cual era el costo de soñar: años de pesadillas. Las cuales aún no habían terminado.
Kat se quejó, desalojando a la fuerza el pasado de su mente mientras se desviaba de la carretera rural. No, eso era una mentira. Max realmente nunca salió de sus pensamientos. Lo mejor que podía esperar era que su fantasma se contentara con estar en el fondo de su mente, simplemente observando.
¡Miriam! Concéntrate en Miriam. Kat bajó por el callejón a una cuadra de su destino y avanzó sigilosamente. En silencio. El gran patio delantero no revelaba autos en el frente. Kat estacionó al lado de un auto en el garaje detrás de la casa. No tenía sentido transmitir su presencia ilegal a los vecinos. ¿Dónde estaba Miriam? ¡Esto era un error!
—Dime algo que no sepa —Kat murmuró, buscando la manija de la puerta.
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