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A comienzos de los años setenta, Roberto Gómez Bolaños le presentó al mundo la historia de un niño huérfano de 8 años que llegó a una humilde vecindad y pasaba gran parte de su tiempo en un barril. Nadie sabía su nombre, solo le decían "Chavo". A partir de entonces, la televisión y la cultura latinoamericana no volverían a ser las mismas. Personajes como Don Ramón y Quico, frases e historias de amistad y humildad quedarían grabadas en la memoria de varias generaciones.
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El Chavo del 8
Una media maratón
Juan Fernando Hincapié
Rey Naranjo Editores
¡Tenía que ser el Chavo del 8! Don Ramón
Prolegómenos
No deja de ser extraño que una persona que lo único que hizo durante los primeros veinte años de su vida (a mucha honra) fue jugar al fútbol y ver El Chavo1 del 8 se haya vuelto escritor, si es que uno puede volverse escritor; y no deja de ser raro, incluso muy raro, «volverse» escritor. ¿Qué significa volverse escritor? ¿Cuándo se vuelve uno escritor? ¿Cuando cursa una maestría en creación literaria? ¿Cuando gana un concurso universitario o un premio distrital o nacional? ¿Cuando publica su primer libro? ¿Cuando recibe dinero por escribir?
Sea como fuere, o sea como haya sido, yo creo que uno se vuelve escritor cuando termina su primer libro. Solo cuando se ha llegado al final de un proyecto largo (digamos que un texto o una reunión de textos de más de treinta mil palabras, que es lo que se estila en los debuts literarios en el país) el autor más o menos va entendiendo en lo que se ha metido, y todo lo que implica entregarle la vida a la escritura. En mi caso, solo he podido terminar libros ante la inminencia de un viaje o una despedida. El primero fue en 2004, un auténtico despropósito. Se llamaba Anales, y era un volumen de cuentos (unos quince) esbozados en el Taller de Escritores de la Universidad Central y redactados a la carrera en mi computadora mientras jugaba Carta blanca. Es posible (es seguro) que todo estuviera mal con ellos, pero recuerdo que tenían mucha energía. Al menos tenían eso.
Ahora (17 de diciembre de 2019, ocho de la mañana, dos cafés cargados encima) no sé qué fue de mi primer libro. Antes de salir de viaje hace década y media lo imprimí y saqué algunas copias que repartí entre amigos (aprovecho para disculparme), y hasta dejé copias del manuscrito en las editoriales que figuraban en las Páginas Amarillas (ídem al paréntesis anterior, salvo a Planeta), pero los archivos se me refundieron en algún cambio de laptop. En todo caso, esta colección traía un texto en el que he vuelto a pensar esta mañana.
Se llamaba «Formación» o «La formación» y, a grandes rasgos, era un diálogo entre dos pelaos que terminaban discutiendo la formación que utilizarían en sus respectivos entierros (es decir, en el ataúd que los llevará a la final morada). Uno de ellos rehuiría el clásico 2-2-2 y apostaría por su hermano menor en un monopatín debajo de la parte delantera del cajón, de tal manera que lo pudiera sostener sobre la nuca y facilitar el desplazamiento hacia adelante; atrás del chico, a derecha e izquierda, dos tíos que solo se definirían en el último minuto; más atrás de los adultos y equidistando de ellos, sus primos los Mellos. En el extremo trasero, apenas sosteniendo el peso y con una mano encima del ataúd, para poder llorar a gusto, la mamá (doña Fanny) cerraría la procesión.
El otro muchacho —que era el protagonista y narrador de Anales y que era como yo pero más bobo— no innovaría de ninguna manera en la forma tradicional 2-2-2, pero se permitiría convocar a las personas que cargarían su ataúd desde la iglesia hasta el carro fúnebre y desde el carro fúnebre hasta el recinto de la cremación en los cementerios del norte. Para estos dos recorridos dispuso que las personas más importantes de su vida le rindieran un homenaje cargando los 55 kilogramos que pesaba entonces.
Adelante formarían su papá y su mamá, a quienes les escribiría sendas notas pidiéndoles el favor de que no se pelearan; atrás de ellos se aferrarían al cajón (con uñas y dientes) sus mejores amigos del barrio y del colegio, Miguel Ángel y Richard, quienes no podrían contener las lágrimas pese a que la idea les parecía bastante estúpida, sobre todo a Richard. La última fila de la formación estaba destinada a los ídolos de su vida: los señores Roberto Gómez Bolaños y Diego Armando Maradona Franco.
Un Maradona de 44 años formaría del lado derecho del ataúd, a fin de que su mano zurda llevara la carga, y don Roberto Gómez Bolaños, de 75 años a la sazón, se pararía del otro lado y usaría la mano derecha para sostener el cajón.
(Tiempo después el autor de este texto se enteraría de que Maradona es diestro de mano —como Messi—, pero un Maradona de 43 o 44 años se seguía comiendo el mundo y no tendría ningún problema en desempeñar este papel, aun con su mano mala. Además, todo el costado zurdo de Diego Armando es bueno; de ello dio una muestra en suelo mexicano el domingo 22 de junio de 1986 al anotar dos goles con las extremidades de ese lado [el siniestro] en el segundo tiempo del partido que se jugaba en el Estadio Azteca, los goles más famosos de la historia del deporte. Que el gol con la mano haya sido con la izquierda me lleva a pensar en la posibilidad que Maradona sea ambidiestro, al menos en algún grado. No tendría nada de raro, pero se trata de información sin confirmar.)
Sobre la comparecencia de Maradona y Gómez Bolaños al entierro de un suicida anónimo de Bogotá, Colombia, el muchacho estaba seguro, al menos desde su altar ficcional, de que tanto el futbolista como el supercomediante acudirían a su llamado siempre y cuando se les garantizara que familiares y curiosos los dejaran en paz (se dispondría un equipo de seguridad para mantener a raya a los siempre analfabetas periodistas deportivos y de espectáculo). Para acabarlos de convencer, a ambos genios se les expondría una larga y devastadora enfermedad —un tumor cerebral o un cáncer de los más horripilantes— que sería decisiva en el abordaje del avión rumbo a Colombia y que les traería prensa de la buena. El Diego viajaría acompañado de Dalma y Giannina, y Chespirito de Florinda Meza, y desde luego las tres mujeres tendrían lugares de privilegio tanto en la funeraria como en la iglesia. Estaba claro que Florinda Meza acogería a las chicas bajo su ala protectora, lo que desde luego sería un alivio para Claudia Villafañe ante la ante la proclividad de Maradona hacia ciertos productos colombianos.
Lo bueno de todo esto es que Maradona y Chespirito se conocieron al año siguiente de que yo lograra cerrar mi primer libro, o sea en 2005, en el programa que Diego Armando condujo por algunos meses en el canal eltrece de la televisión argentina, La noche del 10. Por allí desfilaron todo tipo de personalidades (Pelé, un jovencísimo Lionel Messi, Susana Giménez, Ricardo Arjona, Fidel Castro), y Maradona por supuesto tuvo el buen tino de invitar a su ídolo, Gómez Bolaños, a quien se le ve muy emocionado durante la entrevista.
Es un encuentro nervioso, incluso raro, signado por la admiración mutua («Usted es mi ídolo, maestro», dice Maradona; «Y el mío es Maradona», contesta Gómez Bolaños), pero a ambos se les alcanza a notar la personalidad. La entrada de Chespirito al set es digna de reseña: varios niños disfrazados de Chavo salen con él bailando una versión más acelerada de la música del programa (de El Chavo) mientras Florinda Meza lee un texto en el que alterna entre la prosopopeya con que escribió el posfacio de El diario de El Chavodel Ocho2 y expresiones propias de la Chimoltrufia y doña Florinda.
Gómez Bolaños rompe el protocolo yendo a la tribuna a saludar a don Diego, el papá de Diego Armando, a quien le dice «Lo felicito: sabe hacer las cosas», y luego de quince minutos de preguntas, respuestas y elogios que quizá merecería la pena retomar más adelante en este escrito, Chespirito lo cierra todo con una frase muy suya:
—Me ganó por poquito… porque esta es la noche del diez, y yo soy del ocho. Por dos goles nada más.
Instantes después, la hinchada lo despide con el coro:
—¡Olé, olé, olé, olé! ¡Chavo, Chavo!
El Chavo y el fútbol (porque Maradona es el fútbol): he ahí dos cosas que les producen escozor a los intelectuales3.A decir verdad, yo tenía pensado cerrar esta introducción con la idea de que, siguiendo la línea del más grande futbolista de todos los tiempos, a todos nos gusta El Chavo, a todo el mundo le gusta El Chavo. ¿Acaso existe gente a la que no le gusta El Chavo del 8? ¿Qué clase de personas pueden ser? ¡Perdónalos, Dios mío, porque tienen la cabeza metida por donde sabemos!
No puedo proseguir sin al menos intentar una respuesta a las preguntas esbozadas en el párrafo anterior. Las personas a las que no les gusta El Chavo son las que conoces y debes salir corriendo en dirección contraria, porque tienen —ellas, no tú— el alma emponzoñada. En términos televisivos es perfectamente válido sacar conclusiones de esta naturaleza. Yo, por ejemplo, nunca he podido con las personas que hacen de menos a Seinfeld, que para mí es la mejor comedia de situación que se ha hecho; de otro lado (del otro lado), confieso que no soporto a los hinchas de Friends, que es absolutamente idiota.
Desde luego que exagero, pero he notado un patrón en los odiadores de mi programa favorito. No digo que tengan mal humor, aunque en el 90% de los casos se trata de gente muy seria que todo se lo toma muy a pecho, en especial sus opiniones sobre todos los temas. En el ámbito literario, suelen ser pichones de escritores de prosa que de la noche a la mañana se vuelven poetas.
La primera bofetada la recibo en la tarde del día en que comencé esta redacción, y provino de la mujer que me trajo al mundo. A la pregunta a quemarropa de qué le parecía El Chavo, mientras almorzábamos, respondió lo siguiente:
—¿El Chavo? ¡Esa es mucha pendejada!
La palabra «pendejo», como lo ha señalado Fernando Vallejo en algún texto, equivale a «bobito» en Colombia, de manera que lo que quiso decir mi mamá, y que la perdone quien tenga que perdonarla, es que la serie le parecía una bobada, que es un comentario recurrente a la obra de Gómez Bolaños.
Y otro escritor colombiano cuyo nombre omitiré pero que creo redactará su libro para esta colección me acaba de responder lo siguiente vía WhatsApp:
Me esperaba cualquier cosa salvo eso [la pregunta]. No sé, lo disfrutaba mucho cuando era niño. Ahora no podría aguantarlo. Siempre me pregunté por qué don Ramón no le echaba un polvo a la vieja Cleotilde [sic]. La escenografía era deprimente y artificial y sin embargo los personajes la hacían tolerable. Creo que eso habla muy bien de lo que proyectaban las actuaciones. Y por último diría que una de las preguntas que me hice (esta sí de verdad) fue por el origen del Chavo. Era un personaje sin pasado, a diferencia de todos los demás.
No se trata de una opinión negativa, o no del todo, pero es bastante diciente: me gustaba cuando niño pero ahora no, la escenografía era deprimente, el sonido terrible, las actuaciones excelentes. Siento que la opinión de este escritor bien podría atribuírsele a toda una generación, y a lo largo de este texto me propongo considerar estos puntos más los que vayan surgiendo por el camino.
Aunque yo me mantengo: El Chavo del 8 es (y será4) mi programa de televisión favorito.
Ya en 2020, charlando de este y otros temas, un amigo editor me deja una inquietud: ¿no será que El Chavo del 8 es un producto típicamente masculino, otra de las relucientes banderas del goce patriarcal? Mi papá y yo, yo y mi papá y mi tío, mi hijo y yo no nos lo perdemos... Show escrito y protagonizado, además, por un abandona mujeres que solo les dio papeles esquemáticos y denigrantes a sus actrices. No solo eso: ¡desertó a su mujer y a sus hijos por irse con una subordinada guapísima y veinte años más joven!
Pero no: nada que ver, por más fácil que sea atacar a cualquier persona con estos argumentos. Hago una pequeña encuesta esa misma tarde: a Alicia le parece muy bueno, y una vez que terminamos le dio por someterse a intensas maratones vía Youtube (yo desconocía este dato); todas las amigas que consulté vía WhatsApp durante la tarde solo tuvieron cosas positivas para decir sobre el programa; las muchachas a quienes durante estos días impartí una inducción a la universidad (en el Externado) y que llegué a pensar que no lo conocían: les gusta (a todas las que levantaron la mano, un 75% de las jóvenes mujeres del salón), aunque no exhiben el mismo entusiasmo que las de mi generación. Por último, a mi hermana le brillaron los ojos con la sola mención, dejó salir un «¡Me encanta!» y casi llora cuando le mostré el apéndice fotográfico de Sin querer queriendo, las memorias de Roberto Gómez Bolaños.
No obstante, con los días me topo con excepciones a la regla, y veo que la mayoría provienen de mujeres que trataban de levantar una familia cuando El Chavo del 8 comenzó a invadir sus televisores; es decir, lo comenzaron a ver como adultas, y este es un hecho que no puede pasarse por alto. Afirma Ilka Pacheco de Salgado, mi insuperable vecina panameña de toda la vida: