El desaparecedor - Carlos Bennet - E-Book

El desaparecedor E-Book

Carlos Bennet

0,0

Beschreibung

Tres historias se entrelazan en el puerto de Valparaíso: en 1930, un hombre fabrica una ciudad en miniatura, y una niña se desvanece sin dejar rastro entre las calles del Cerro Alegre. En 1971, dos universitarios llegan a vivir a una casona en Valparaíso que alberga secretos. En 1989, un adolescente desadaptado recién llegado a la ciudad conoce a una chica extraña que colecciona huesos y se dedica a mirar los barcos, y juntos entablan una amistad que los llevará a escarbar en el pasado. El desaparecedor es una novela sobre la ciudad y el arraigo a los lugares, sobre el paso del tiempo y las cosas que se van.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 416

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



El desaparecedor ©Carlos Bennett Colomer Primera edición: enero 2020 © MAGO Editores Director: Máximo G. Sá[email protected] Registro de Propiedad Intelectual Nº 267.360 ISBN: 978-956-317-571-4 Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Lectura y revisión: MAGO Editores Imagen portada: Alejandro Casas-Cordero www.valparaisoaescala.com Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

A mi madre,que también me enseñó lo contrario a desaparecer

El tiempo no es una recta sino más bien un laberinto, y si uno se acuesta contra la pared puede oírse a sí mismo transitar allí, al otro lado.

Jorge Teillier

Valparaíso, 1930 Allá abajo, un submarino

Creo que todo empezó unos meses antes de la desaparición de Amalia, cuando vimos por primera vez el acto de desaparición de Karl Wiedmar. Involucraba un sombrero de copa y un conejo.

—¡Vengan todos! —gritó, jovial y enrojecido, con su grueso acento alemán. Estaba montado en una tarima, y blandía teatralmente su sombrero. Llevaba una capa negra, de interior escarlata. Su cabeza estaba descubierta, y su frente perlada en sudor.

—¡Vengan todos! —repitió— ¡Vengan todos a mirar al Gran Desaparecedor! —dijo alegremente, marcando excesivamente las erres.

—No creo que esa palabra exista —dijo Amalia, entrecerrando los ojos con escepticismo, y luego mirándome con gesto de interrogación. Yo sabía que Wiedmar hablaba con un español un poco quebrado, y que más de una vez inventaba palabras, o simplemente soltaba una jerigonza en alemán. Pero esta vez no estaba seguro. No quería quedar como ignorante delante de mi hermana, así que cambié el tema.

—Vamos a verlo —le dije—. Seguro que hace el ridículo.

En esa época Karl Wiedmar ya era un personaje en el puerto (uno de tantos). La mayoría de la gente reconocía la figura del enorme inmigrante alemán. Era respetado porque era ingeniero, y porque siempre parecía alegre. Ese día era la kermés de la ciudad, otra tradición extranjera que habíamos adoptado alegremente. Todos los años la plaza Victoria se llenaba en esta fecha de estantes en donde los mismos comerciantes que uno veía todo el año parecían cambiar de rubro: instalaban juegos como el tiro al blanco, la pesca milagrosa o la ruleta; aparecían también funciones de títeres, y un sinnúmero de vendedores ambulantes de papas fritas y salchichones. Muchos de los pequeños espectáculos eran montados por gente que conocíamos, tal como Karl Wiedmar ahora. Él era el padre de Claus, mi mejor amigo del colegio. Siendo una fiesta alemana, disfrutaba más que nadie con la kermés.

—¿Crees que Claus esté por aquí? —preguntó Amalia.

—Lo dudo —le respondí. Claus sí que efectuaba un verdadero acto de desaparición cada vez que llegaba el tiempo de la kermés. Los que lo conocíamos sabíamos que le avergonzaba ver a su padre dando un espectáculo.

Ahora Wiedmar mostraba ante todo el mundo un enorme conejo de aspecto abúlico, gordo y simpaticón. Era blanco con manchas negras y tenía grandes orejas caídas. Lo puso sobre la gran mesa de madera que había sobre la tarima, dejó un momento para que el escaso público que se había congregado lo examinara y luego lo cubrió con su sombrero. El conejo no se quejó mientras Wiedmar lo cubría. El gordo animal apenas cabía bajo él, y de hecho el pompón de su cola alcanzaba a sobresalir, entre el sombrero y la mesa.

—No quiero que le haga nada al conejo —susurró Amalia.

—No temas. No le pasará nada.

—¡Ajá! —exclamó Wiedmar, retirando espectacularmente su sombrero. El animal seguía allí, con los mismos ojos tiernos y la expresión de indiferencia.

—Nada de nada —repetí yo.

Hubo un par de silbidos desde el fondo y algunos niños rieron mientras Wiedmar se rascaba la cabeza, fingiendo incredulidad. Parte de su espectáculo, con toda seguridad, pero yo me preguntaba si no estaría tan poco dotado para la comedia como aparentemente lo estaba para la magia.

—¡Amigos! Tranquilos, no desesperéis —dijo, dirigiéndose una vez más a su público—. La magia es un asunto difícil. Pero ¡paciencia! Como que me llamo Karl Wiedmar este conejo desaparecerá. Dejadme hacer un nuevo intento.

Esta vez repitió el mismo procedimiento, pero luego de cubrir al conejo con el sombrero tomó su gran capa y cubrió todo (conejo, sombrero y mesa con ella). Pronunció unas extrañas palabras en alemán, y luego retiró la capa con un gesto rápido. Escuché una inspiración ahogada proveniente de Amalia. Ciertamente, el conejo no había desaparecido: ahí estaba, mordisqueando una hoja de lechuga que había sacado quién sabe de dónde. Era todo lo demás lo que había desaparecido: el sombrero y la gran mesa de madera. La mirada de incredulidad de los espectadores contrastaba con la mirada de satisfacción de Wiedmar. Demoraron en aparecer los primeros tímidos aplausos (después de todo, el conejo aún estaba ahí, y el público estaba tan confundido como impresionado). Solo Amalia aplaudía feliz. Puse mi mano en su hombro y le dije que siguiéramos caminando; el acto ya había terminado. Mientras caminábamos, vi que Amalia miraba ocasionalmente hacia atrás.

Mi hermana Amalia desapareció en el verano de 1930, cuando solo contaba con trece años. Lo que sigue a continuación es una crónica de los sucesos de ese verano: es el mejor recuento que he podido hacer de los hechos, las personas y las situaciones que rodearon su desaparición. Principalmente es lo que yo recuerdo, sumado a los pocos retazos de información que he podido obtener de otras fuentes. Tal vez alguno pueda recordarlo: el hecho apareció en los diarios de la zona (El Mercurio le dio un cuadro en las páginas centrales en tres ediciones seguidas), y el asunto despertó el morbo de la gente por un tiempo.

Buscando información para escribir esta crónica, regresé hace poco a la casona familiar y hurgué en su habitación, entre sus antiguas cosas, todavía embaladas entre las cajas en que mi padre las había puesto. Todo estaba lleno de polvo. Abrí una caja llena de sus viejos dibujos: allí estaba uno que recordaba bien, una cebolla. Era una extraña naturaleza muerta, porque la cebolla no estaba sobre una mesa: era un paisaje urbano, era nuestra ciudad y una cebolla gigante creciendo en medio de ella. Recordé entonces cómo es que todas sus cosas habían terminado allí, en cajas.

Por muchos años, mi padre mantuvo el dormitorio de Amalia intacto, inmaculado. Cada cosa en su sitio —incluso un dibujo a medio terminar sobre su escritorio— esperando por ella. Hasta que un día archivó todo. Clasificó sus juguetes, su ropa, sus libros y sus dibujos. Guardó todo en cajas, y sobre cada una, corcheteada, colocó una lista escrita en su Olivetti que detallaba su contenido. Aquello no tuvo ninguna utilidad, pues no se liberó ningún espacio, ya que las cajas seguían en la misma habitación. Supongo que el viejo, ya retirado, solo buscaba algo que hacer. Hasta el final de sus días fue un hombre pragmático, y simplemente escribía lo que veía. En esa ocasión mi madre me llamó y tuve que ir a la vieja casa familiar, que con el pasar de los años cada vez visitaba menos. Luego me obligó a acompañarla a hablar con el párroco para denunciar a mi padre.

—Yo pienso que es algo normal, señora —nos dijo el padre John, con el acento que mantenía aun después de veinte años en Chile, al tiempo que se sacaba los lentes y los limpiaba meticulosamente—. Sabe, las cosas materiales son importantes para guardar los recuerdos. Los símbolos son necesarios. Esa habitación, de cierta manera, es un templo. El templo de la memoria de Amalia. Él piensa que es el guardián del templo, y está en lo correcto.

Mi madre se movió inquieta en la silla, no muy contenta de que el cura no le diera la razón. Revolver esas cosas le parecía raro (había una larga lista de cosas que mi madre encontraba «raras», y que por ende le disgustaban. Ella misma no entraba a esa habitación hacía años). Cuando volvíamos cerro abajo hacía la casa, le escuché una de las pocas cosas lúcidas de sus últimos años:

—¿Guardián del templo? ¿Qué va a ser él eso y qué son esas listas que hace? A lo más debe creer que es un notario.

Al volver a casa pasé por la habitación de Amalia una vez más: se veía distinta, llena de cajas. Higiénica, aséptica. Probablemente esa era la intención de mi padre, después de todo. Veía las listas de objetos sobre las cajas y no podía dejar de pensar en la palabra notario. Paladeé la palabra, con toda su frialdad.

Tal vez mi padre tenía razón, y eso era lo que necesitábamos: ordenar los recuerdos, clasificarlos y guardarlos para siempre. Después de un tiempo perdimos la costumbre de hablar sobre Amalia, y luego aunque quisiéramos hacerlo, se hacía cada vez más difícil: el silencio tiene la facultad de alimentarse de sí mismo. Amalia lentamente pasó a ser un tema tabú, y cuando hubo transcurrido una década de su desaparición, su nombre ya no se pronunciaba en la casa familiar. Cuando mi padre finalmente abandonó su trabajo tuvo alguna dificultad para llenar las horas muertas; hay hombres que no están hechos para el retiro. Esos fueron los tiempos en que comenzó a reordenar las cosas de Amalia y a ponerlas en cajas. Y fue entonces cuando recién comencé a ver la magnitud del cambio que la desaparición de Amalia había obrado en él: por muchos años el trabajo al que se había volcado había sido una especie de narcótico, algo que lo alejaba de sí mismo. Luego de inventariar la habitación de Amalia, por un tiempo se dedicó a plantar flores y algunas verduras en el pequeño jardín trasero. Incluso instaló un pequeño invernadero. Otro día en que pasé a verlo, al preguntar por él mi madre simplemente me indicó con una señal de cabeza el patio, al tiempo que lanzaba un comentario despectivo. Hacía muchos años también que el suyo había dejado de ser un matrimonio feliz. Lo encontré dentro de su invernadero, mezclando la tierra de hojas de un almácigo. Tenía puestos unos gruesos guantes de lona, y sudaba copiosamente pese a que no hacía calor. Mi padre era un hombre que jamás había sido dado al romanticismo del trabajo de la tierra, por lo que me costaba comprenderlo. Se veía fuera de lugar. En una esquina tenia encendida una vieja parrilla, sobre la que estaba quemando algo. Se veía muy envejecido. Fue una de las últimas veces que hablamos: me contó que había leído que la ceniza tenía mucho potasio, y que era un buen abono para las cebollas. Le dije que esperaba que sus cebollas crecieran bien, y eso fue todo. Nuestras conversaciones siempre eran muy breves. Pero cuando me estaba marchando, me dijo algo:

—¿Tú crees que crecerán hasta el tamaño que ella las dibujaba?

Nunca hablábamos de Amalia, ya lo he dicho. No le dije nada, solo volví mis pasos lentamente mientras ordenaba mis recuerdos, y me senté a su lado, en un viejo taburete de madera entre las plantas.

—Ella las dibujaba muy grandes, ¿recuerdas?

Seguí sin decir nada, solo cerré los ojos un momento para recordar el breve período en que a Amalia le dio por dibujar naturalezas muertas. Había cebollas, cebollas por todos lados.

—Cebollas gigantes —le dije—. Claro que me acuerdo.

Él sonrió.

Como dije, aquella fue una de las últimas conversaciones con mi padre. A esa edad ya estaba empezando a perder lentamente sus facultades, y hay veces en que no podía recordar cosas muy sencillas. Curiosamente fue aquella la época en que por primera vez en muchos años se permitió recordar a Amalia (o por lo menos hablar de ello abiertamente), incluso con detalles muy pequeños que nadie más podía recordar. Aquello sacaba de quicio a mi madre, que no quería saber nada del asunto. La mente humana es un misterio: ¿qué partes de su cerebro, muriendo, habrían abandonado la custodia de otras, que habían podido entonces ser libres? Me quedé haciéndole compañía el resto de la tarde, viéndolo espolvorear la ceniza que acaba de producir sobre los maceteros, revolver un poco la tierra superficial con gestos mecánicos y luego regar con parsimonia cada uno de ellos.

Cuando murió, mi madre me dijo que encontró podridas las cebollas tiernas que él le había hecho comprar. Al parecer se había olvidado de sembrarlas, y aquello era una prueba más para mi madre de la locura de sus últimos días. Yo no pude dejar de pensar que mi padre se había pasado sus últimos días simplemente regando cenizas.

Pero ya han pasado años desde eso. Mi padre ha muerto, mi madre también. Amalia sigue siendo una ausencia. Y yo sigo pensando que todos nosotros hemos seguido girando en torno a ese verano de 1930.

Amalia era una niña particular. Quiso el azar que, siendo casi todos en mi familia de pelo castaño oscuro, ella tuviera el cabello claro. Era bastante rosada y rolliza al nacer, pero luego fue estirándose tímidamente. Era muy delgada y un poco espigada para su edad; a los 13 años era más alta que el resto de los niños del barrio. Ya he dicho que era un poco tímida, pero bastante inteligente y dulce.

En enero de 1930 Amalia cumplió 13 años. Esto fue unas semanas después de la kermés y del acto de desaparición de Karl Wiedmar. Yo le regalé un bloc de dibujo y un set de lápices, que compré en la misma papelería en la que trabajaba. Chang, el hombrecillo que era el dueño, me había hecho un buen descuento. Mis padres le regalaron un vestido púrpura. Desayunamos todos juntos, como cada domingo, pero esta vez había además una torta.

—Y bueno, ¿qué hará hoy día la festejada? —preguntó mi padre mientras cortaba una tajada del pastel de lúcuma—. Había pensado que tal vez podríamos ir a pasear en familia por el puerto.

—Yo ya quedé con Claus para ir a jugar fútbol —dije. Claus vivía cerca, y casi todos los fines de semana jugábamos en unas canchas de tierra que había cerro arriba.

—Oh, bueno, podemos ir los tres —dijo mi padre, mirando a Amalia—. Podríamos ir a…

—Podrías ponerte tu vestido —lo interrumpió mamá.

—Uhm… —pareció pensarlo Amalia—. De hecho, ¿estaría bien si acompaño a Joaquín? Puedo dibujar mientras él juega.

A Amalia siempre le gustaba acompañarme. No la dejaban salir mucho sola, y si iba conmigo era su oportunidad perfecta para poder pasear por Valparaíso sin que la molestaran y solo sentarse a dibujar paisajes. La verdad es que cuando me acompañaba ni yo ni mis amigos le prestábamos mucha atención, pero aun así a mi madre no le gustaba que una niña de su edad anduviera jugando solo con chicos. Y empezó la diatriba de siempre.

—¿No hay ninguna niña en el barrio con la que puedas jugar? ¿Es necesario que siempre vayas siguiendo a esos niños a todas partes? Además, te aseguro que ellos quieren hacer cosas propias de niños, y tú los estorbas.

Mamá siempre tenía esa clase de delicadezas. Pero Amalia siempre respondía con corrección y timidez, como si ella misma dudara un poco.

—No es verdad. Yo no me entrometo, no los molesto en nada. ¿Verdad, Joaquín? —dijo, dándome una mirada de súplica.

—Es cierto —repliqué yo, concentrado en mi desayuno.

Mamá resopló. Pareció considerar la perspectiva de quedar como la villana, y decidió retroceder. Papá bebía su café en silencio.

—Está bien. Ya tienes trece años, no voy a estar diciéndote a cada momento qué hacer—dijo y, luego de una pausa: —Recuerden que hoy en la tarde tienen práctica de ajedrez —sentenció, sosteniendo aún su café humeante.

—Sí, padre —respondimos los dos al unísono.

El ajedrez era sagrado para él; una de las pocas cosas en que consentía que un hombre joven pudiera volcarse en algo que se pareciera a un dejo de apasionamiento. Todos los domingos nos impartía clases religiosamente sobre la base de unos libros muy antiguos de partidas clásicas que tenía, y aquel domingo no iba a ser la excepción. A mí no me molestaba, pero vi la angustia detrás de los ojos de Amalia. Era la parte que más odiaba de su semana. Pero aún faltaban horas para eso; antes, íbamos a jugar al fútbol. Claus pasó a buscarme, como siempre, mientras aún estábamos desayunando. Esto solía exasperar a mi madre. Apuré el resto de mi vaso de leche, tomé otro trozo de pan para comer en el camino y salí. Claus me saludó con un rápido apretón de manos, y empezó a caminar mientras me contaba las novedades para hoy: quién no podría jugar, y quién vendría en su reemplazo. Él tenía mi misma edad, pero era un poco más alto y fornido, y tenía el cabello de un amarillo claro. Con poca imaginación, el resto de los niños del barrio lo llamaban el Rucio. Caminamos un par de pasos antes de que yo me detuviera.

—Tenemos que esperar a mi hermana —le dije.

Amalia salió un par de segundos después, corriendo con una mochila al hombro en la que llevaba todos sus útiles de dibujo y un bloc bajo el brazo. Se saludaron rápidamente con Claus; cualquiera que nos viera a los tres caminando habría pensado que los hermanos eran ellos. Tenían el cabello del mismo color. Echamos a andar cerro arriba. Claus iba todo el tiempo jugueteando con el balón de cuero que llevaba en las manos, tirándolo hacia arriba y atajándolo. Otras veces, cuando la pendiente era alta, lo pateaba y esperaba a que el balón volviera. Un par de veces pateó mal y tuvimos que correr a agarrarlo, antes de que cayera por la calle equivocada.

Para llegar a la cancha teníamos que hacer un largo trayecto cerro arriba, lo que nos daba un buen rato para ir hablando de cualquier cosa. Claus había nacido en Alemania, pero llevaba mucho tiempo en Chile. De hecho, no tenía ningún acento, y hablaba en la misma jerga que el resto de los chicos del barrio (e incluso peor). Ese día Claus no paraba de hablar de una puta pelirroja que había visto el día anterior afuera del Cinzano, conversando con un marinero extranjero (a él le había parecido inglés).

—Eran tremendas. Así cada una —decía, agarrando dos tetas imaginarias sobre su propio pecho—. Nunca en la vida nadie la va a mirar a los ojos, y eso que eran bonitos también.

—A que son los ojos los que te gustan ahora.

—A mí me gusta todo.

—Y todas.

Claus se encogió de hombros.

—Un día se te va a caer la verga a pedazos —dije yo, pateando la pelota cerro arriba.

En general, éramos yo y Claus los que hablábamos, y Amalia siempre iba un par de pasos más atrás escuchando todo, pero sin decir nada. Antes me avergonzaba un poco que Claus hablara de estos temas sin hacer caso de la presencia de mi hermana, pero de a poco olvidé el asunto. Amalia era casi invisible para nosotros en estos paseos. Nunca decía nada; no se ruborizaba ni parecía escandalizada o molesta por la verborrea de Claus. Creo que en el fondo, incluso a su corta edad, comprendía a la gente. Y sabía que Claus era solo labia. Hablábamos así imitando lo que escuchábamos de chicos mayores, pero no pasaba de ahí. Al menos eso creía. Una vez escuché de otro chico el rumor de que Claus sí se había acostado con una puta una vez, usando dinero que le robó a su padre. Éramos mejores amigos, pero nunca me había atrevido a preguntarle si era cierto.

El camino cerro arriba nos llevaba en un recorrido en el que pasábamos por el paseo Yugoslavo, la casa Baburizza y el ascensor El Peral, en donde nos detuvimos un momento. Aquel era el ascensor que tomábamos cuando estábamos abajo, en el puerto, y queríamos llegar a casa sin cansarnos. Hacía un trayecto por la empinada ladera del cerro acortando significativamente el camino por unas pocas monedas, pero la verdad es que nosotros preferíamos subir caminando antes que gastar el poco dinero que teníamos. Creo que, de haber tenido el dinero, Amalia se hubiera pasado el día subiendo y bajando el cerro dentro de él. Ese día el ascensor no funcionaba: lo habían instalado a principios de siglo, es decir, ya llevaba casi treinta años en funcionamiento, y no era raro que presentara fallas. Un par de hombres estaba desmontando una gran pieza del motor del ascensor, una especie de tuerca gigante, con visible esfuerzo. Tuvimos que detenernos porque Amalia quería ver un momento cómo los hombres trabajaban. Claus sabía algo del asunto.

—Ayer se atascó la polea. Ahora están desmontándola, y papá vendrá a mirarla por la tarde —dijo. Su padre, como he dicho, era ingeniero, y uno de los trabajos que hacía ocasionalmente era reparar los ascensores del puerto.

—Realmente lo sabes todo sobre ascensores y putas, Claus —murmuré yo.

Las puertas de la caseta mecánica del ascensor estaban abiertas de par en par, y podía verse toda la maquinaría que lo movía. A Amalia siempre le habían atraído los ascensores. Era uno de los temas más frecuentes en sus dibujos, y el hecho de ver una de aquellas máquinas expuestas la fascinó. Me di cuenta de que ella se hubiera quedado allí feliz mirando a los hombres trabajar y haciéndoles preguntas, pero su timidez se lo impedía. Finalmente, todos seguimos el camino cerro arriba, bajo un sol que cada vez irradiaba más calor.

Como siempre, llegamos a la cancha ya exhaustos, antes siquiera de empezar a jugar. La cancha era poco más que un sitio eriazo, desmalezado y con un par de arcos que había instalado la junta de vecinos, pero era suficiente para nosotros. Quedaba en la parte más alta del cerro Alegre, y desde allí se veía gran parte de la ciudad. Por eso a Amalia le gustaba. Se sentaba en las gradas que habían quedado desde que una vez se había organizado un campeonato juvenil, y elegía alguna perspectiva. Desde allí podía verse el mar, el puerto y también uno de los ascensores. Se sentó y empezó a sacar sus lápices, mientras yo y Claus nos estirábamos un poco, esperando a los demás. Habíamos llegado muy temprano.

Luego empezamos a darle un poco al balón, mientras hablábamos de los últimos resultados de la Liga de Valparaíso. Esto siempre llevaba a discusiones, porque a mí me gustaba el Santiago Wanderers y Claus seguía al La Cruz.

Pateé varias veces, y Claus contuvo siempre con facilidad. No estaba en el mejor de los días, mis disparos no tenían ninguna saña. Iba a volver a probar suerte cuando escuchamos una vocecilla tímida desde la galería. Ambos nos volvimos a mirar; era Amalia quien nos llamaba, desde el borde del campo.

—Hey, Claus —volvió a llamar. No era raro que Amalia quisiera acompañarme mientras iba a jugar fútbol, pero en general siempre se ocupaba de sus asuntos. Y nunca hablaba con mis amigos. Pero estaba claro que había estado dándole vueltas a algo en su cabeza, desde que viéramos aquel ascensor averiado.

—¿Sí? —respondió Claus.

—¿Crees que tu padre podría mostrarme alguna vez el ascensor que está reparando? Mostrármelo por dentro, me refiero… Me gustaría ver cómo funciona.

Claus me miró a mí por un momento, un poco sorprendido.

—Pues… claro —dijo después de un segundo—. No creo que haya problema. Si quieres pasemos por mi casa después del partido, y tú misma puedes hablar con él.

Aquella respuesta pareció satisfacer a Amalia, que volvió a su lugar en las gradas y siguió dibujando hasta el final del partido. No era mi día; hice un par de goles, pero erré varios disparos a puerta con el arquero entregado. Nos dieron una paliza, que hubiera sido peor si no fuera porque Claus cumplió un buen cometido bajo los tres palos. Terminamos apaleados y sudorosos, y estábamos preparándonos para emprender el camino cerro abajo cuando Claus fue el que propuso:

—Hey, ¿qué tal si pasamos por mi casa a refrescarnos? Si tenemos suerte, papá estará allí, y Amalia podrá hacerle las preguntas que quiera sobre los ascensores.

La casa de Claus quedaba cerro abajo, no muy lejos de la nuestra. Amalia y yo nos miramos y ambos accedimos de inmediato. A todos los chicos del barrio les gustaba ir a la casa de los Wiedmar.

Claus vivía con su padre en una casona al final de un pasaje, en el centro del cerro Alegre; una casa con un frontis totalmente plano, de color gris y unas ventanas alargadas muy particulares, de marcos blancos, que hacían parecer la casa aún más larga de lo que era. El tejado era rojo, de un color demasiado vivo para lo que se usaba entonces. De las ventanas abiertas colgaban unas banderas con franjas celestes y blancas, algo sucias ya, que el padre de Claus había colgado para una fiesta alemana tiempo atrás y se había olvidado —o no había querido— retirar.

—Son banderas de Bavaria —nos aclaró Claus—. Las puso para el Oktoberfest del año pasado. Es un asunto que se toma muy en serio.

El padre de Claus había llegado a Chile hacía un poco más de 10 años, cuando Claus aún era un niño. Por eso Claus hablaba muy bien el español, y solo se le escapaban de vez en cuando algunas palabras que nadie entendía. Por otra parte, Karl, su padre, pese a los diez años que llevaba en Valparaíso, hablaba una jerigonza llena de sonidos extraños que a veces era muy difícil de comprender. Llevaban el mismo tiempo en Chile, pero supongo que los niños aprenden los idiomas más rápido. Yo ya había ido a la casa de Claus un par de veces antes, pero era la primera vez que Amalia estaba allí, y vi cómo se le abrieron los ojos cuando entramos al recibidor de la casa. Claus no tenía madre. La esposa del señor Wiedmar había muerto en un bombardeo en la guerra, justo después de que Claus naciera. La falta de presencia femenina se notaba en la casa: el desorden era siempre absoluto. Pero al contrario de nuestra casa, no eran ropa ni artículos de aseo lo que uno podía encontrar en el piso. En la casa de Claus, por todas partes había libros en alemán, planos muy complejos de cosas que no podíamos entender, desplegados sobre las varias mesas que había en el lugar donde debía existir una sala de estar, además de varios artefactos (o más bien trozos de artefactos) que no podíamos ni siquiera empezar a imaginar para qué servían. Claus colgó su chaqueta en el perchero del recibidor, y gritó algo en alemán para avisar a su padre que había llegado. Una sonora réplica —también en alemán— se escuchó desde algún lugar de la casa.

—Está en el sótano —nos aseguró.

El sótano de la casona era donde Karl Wiedmar había situado oficialmente su taller. Oficialmente, porque en realidad su trabajo ocupaba toda la casa: todo estaba lleno de herramientas, planos y artefactos curiosos para medir, pesar o quién sabe para qué. Muchos tenían inscripciones en alemán, lo que me encantaba. Me gustaban en particular las miniaturas que Karl Wiedmar construía en su tiempo libre. La mejor era una que ocupaba la mesa del salón principal de la casa, una réplica del centro de Valparaíso, con una cantidad impresionante de detalles, incluso con un ascensor que funcionaba. Cada vez que iba a la casa de Claus, la pequeña ciudad era un poco más extensa. El ingeniero llevaba años trabajando en ella, y eso generaba más interés en mí, porque me parecía inverosímil que un adulto gastara tal cantidad de tiempo y esfuerzo en algo tan poco práctico. Mi padre claramente no lo hubiera aprobado.

Caminamos los tres hacia la cocina, en donde una trampa abierta en el piso se abría hacia la escalera que comunicaba al sótano. Abajo se escuchaba el ruido de alguien trabajando con metal. Desde arriba, Claus gritó más palabras en alemán; asumí que le estaba contando a su padre que había llegado con visitas.

—¿Qué es lo que tiene allá abajo? —le pregunté. Siempre me daba curiosidad el trabajo de su padre.

—¿Allá abajo? —preguntó Claus, como si nada, haciéndose el interesante—. Un submarino.

En ese momento, Karl Wiedmar subió por las escaleras, en mangas arremangadas y secándose el sudor de la frente. La figura de Wiedmar fascinaba a todos los niños del cerro. Era alto y delgado, con una silueta enjuta, como uno se imaginaría a un villano. Pero era un hombre alegre y que más de una vez se había dedicado a entretener a los niños en la plaza con alguno de sus artilugios. No solo participaba en la kermés con sus trucos de magia. Cada Año Nuevo, religiosamente, montaba un pequeño espectáculo de fuegos artificiales desde el paseo Yugoslavo, al que casi todos los niños asistían.

Apareció ante nosotros saludándonos con su vozarrón inconfundible; se veía tan alto como siempre, vistiendo su ropa de trabajo un tanto sucia y transpirando profusamente.

—¡Claus! ¡Joaquín! Qué bien que ya estén aquí. ¡Claus, no me dijiste que tenías una invitada! ¿Quién es esta señorita?

—No es una invitada, es Amalia, la hermana de Joaquín — declaró Claus.

—Mucho gusto, Amalia —dijo Karl, tendiéndole su mano de largos dedos, que Amalia cogió tímidamente.

—Lo vimos el otro día, haciendo desaparecer el conejo —dijo, hablando despacio—. Es decir, la mesa. Estuvo muy bien.

—Muchas gracias —dijo él, sonriendo aún —. Claus, Joaquín, tengo unos materiales nuevos que me acaban de llegar de Santiago. Son esas cajas que están allí —continuó, señalando unas cajas llenas de etiquetas y de aspecto muy pesado—. ¿Les importaría ayudarme a subirlas al segundo piso? Ya no cabe nada en ese sótano. Amalia no, por supuesto. A ella le ofreceremos un vaso de zumo.

Y así nos pasamos gran parte de la mañana acarreando cajas hasta el otro taller del señor Wiedmar, en el segundo piso, mientras Amalia tomaba jugo de naranja y conversaba con el ingeniero quien sabe qué asuntos, ambos sentados en la cocina. Era el peligro de pasar por la casa de Claus: Karl Wiedmar siempre tenía cosas, en general muy pesadas, que debía acarrear de un lado a otro.

Ya era pasada la hora de almorzar cuando emprendimos el regreso a nuestra casa, caminando a paso rápido para evitar que nuestro padre se enfadara. No dijimos nada hasta que Amalia interrumpió el silencio.

—Jugaron verdaderamente horrible hoy —dijo.

—¡Ajá! —respondí yo.

—Debieron dejar algún otro jugador retrasado. Si tú no ibas a bajar nunca, me refiero. Deberían haber tenido otro defensa fijo; ellos corrían más que ustedes.

—¡Tú qué sabes! —le dije, dándole un pequeño empujón que la hizo volar al menos un metro. La verdad es que me encantaban sus comentarios de fútbol.

—Oye, dime: ¿qué te dijo el padre de Claus cuando estuvieron conversando, mientras nosotros subíamos esas cajas?

—¡Oh, de todo! —dijo con entusiasmo, adelantándose un par de pasos para poder voltearse y hablar conmigo de frente mientras caminaba hacia atrás—. Su trabajo es fenomenal. ¡Quiere construir un submarino! Ese es su gran proyecto. Lo de los ascensores es solo su trabajo, pero lo que realmente quiere es construir un submarino. ¿Te lo imaginas? ¡Un submarino!

Estaba tan entusiasmada que llegaba a dar pequeños saltos mientras hablaba.

—¡Un vehículo capaz de andar por debajo del agua! Resulta que para Chile es fundamental tener un submarino; otros países ya tienen, pero nosotros no y nos estamos quedando atrás. Así que él tiene que convencer a un montón de gente de que es necesario construir uno, porque hacerlo es muy caro, pero no tan caro como otras cosas, y además que es posible y saldría bien. Así que para mostrarle a todo el mundo que puede hacerse, él está construyendo primero uno en miniatura. Uno pequeño, no cabe una persona dentro, es solo para mostrar su diseño y que le permitan construir uno de verdad.

Dijo esto casi sin respirar, con el mismo entusiasmo con el que Karl Wiedmar hablaba habitualmente. Todo el mundo sabía que Wiedmar era un idealista, con miles de ideas y proyectos en la cabeza, pero que difícilmente concretaba nada. Lo del submarino sonaba como algo muy propio de él.

—Está bien, está bien. Puedes parar de gritar. Ya lo entendí: un submarino. ¿Te dejó verlo?

Amalia enrojeció.

—No —dijo, agachando la cabeza—. Me atreví a pedírselo, pero solo se rio. Me preguntó también si me gustaban las máquinas.

—¿En serio? —dije yo.

—Supongo que habrá visto lo interesada que me puse cuando empezó a hablarme del submarino. Es un tipo muy amable, el papá de Claus. Le dije que sí, que me fascinaban todo tipo de máquinas. Que siempre quería saber cómo funcionaban. Me dijo entonces que probablemente sería una buena ingeniera, y que debería pensar en si eso es lo que quería hacer. Cuando grande, quiero decir.

Parecía muy orgullosa de que un ingeniero alemán le hubiera dicho aquello.

—Además —siguió diciendo—, me mostró una pequeña máquina que tiene detrás de la casa, para enseñarme cómo se puede extraer energía del agua.

—¿Detrás de la casa? —pregunté yo.

—Sí —respondió ella—. ¿No has notado el pequeño terreno baldío que hay detrás de la casa de Claus? Del cerro sale una pequeña vertiente. Por pura entretención, el papá de Claus construyó una pequeña máquina con una rueda que gira con el movimiento del agua que sale de la vertiente.

Gesticulaba profusamente con las manos mientras trataba de explicarme cómo era la máquina.

—Es pequeña, parece un juguete. ¿Cómo explicarlo? Es como una especie de molino, pero no lo mueve el viento. Lo mueve el agua.

—Creo que entiendo.

—Bueno, este molino de agua (digo molino, pero en verdad se parece más a una tuerca que gira con el agua) está conectado a una lucecilla eléctrica, que está permanentemente encendida. El papá de Claus colocó la bombilla allí hace tres meses, ¡y aún está prendida! Sin necesidad de enchufes ni nada. Solo con el movimiento del agua.

—Mmm… ¿Y de qué sirve eso? Una bombilla en medio de la nada.

—Bueno, supongo que es mejor que ese terreno tenga un poco de luz, ¿no? Aunque la verdad es que la bombilla no da mucha luz, solo un poco. Imagina que quiera salir allí por alguna razón en medio de la noche. Tendría que llevar una linterna, o se arriesgaría a tropezar. Con esa luz basta para ver por dónde pisa.

—¿Por qué querría salir en medio de la noche al terreno baldío que queda detrás de su casa? —pregunté.

—¡Qué sé yo! ¿Para qué tiene que servir de algo la bombilla? ¿No te parece asombroso que una luz esté permanentemente encendida solo por el agua que corre? Bueno, tal vez no puedes ver lo interesante que es, porque tú no serás un ingeniero cuando crezcas…

Volví a empujarla con suavidad, y ella rio.

—Bueno, además me dijo que hoy por la tarde iba a ir a trabajar al ascensor, y que si quería podía ir a ver y me explicaría una o dos cosas acerca de cómo funcionan. ¿No es genial? —me explicó. Decía esto revoloteando a mi alrededor mientras caminábamos de vuelta a casa. Me gustaba verla feliz.

Recuerdo el almuerzo de aquella tarde como si fuera ayer. Amalia estaba excitada y habló abiertamente de la conversación que había tenido con el padre de Claus. No era algo habitual en ella, pues delante de nuestro padre siempre era más bien tímida. Pero esta vez nuestro padre fue receptivo y pareció interesado en lo que tenía que decir. Así que la escuchó explayarse acerca de máquinas, submarinos y ascensores. El tema del ascensor interesó a mi madre, que no veía ninguna relevancia en otras máquinas que no tuvieran influencia en su vida diaria.

—Ese ascensor ya tiene más de treinta años —suspiró mi madre—. Se echa a perder una vez al mes y chirría como endemoniado cada vez que sube la ladera. Un día de estos se va a despeñar… Dios me guarde de estar ahí —y acto seguido se persignó.

—Es verdad. Lo han arreglado tantas veces que ya creo que no debe quedarle ninguna pieza original… —dijo mi padre, dirigiéndose a Amalia—. Me parece bien que te intereses en esas cosas. La ingeniería es una profesión noble, y en Europa es donde están los mejores. Ese alemán debe saber lo que hace.

—Y bueno, Europa, Europa… —expresó mi madre, a quien siempre le gustaba llevar, aunque fuera por un rato, la contra a mi padre—. ¿El ascensor viene de Europa, no? Si son tan buenos, ¿por qué no hacen un ascensor que no falle a cada momento?

—Ah, es la evolución natural de las máquinas —le respondió mi padre—. Tú qué sabes. Ya verás que en ochenta años más ese ascensor seguirá funcionando. Cambiar piezas fatigadas es algo normal, así funciona la ingeniería.

Ese día era el diecinueve de enero de 1930. Después de almorzar, yo salí de la casa y fui a pescar al muelle, como en general hacía todos los domingos. En el camino dejé a Amalia en el ascensor averiado, y ella se quedó allí a esperar a Wiedmar.

No recuerdo nada más. La memoria es traicionera: estoy seguro que de poder recordarlo todo, cada detalle, cada sombra, alguna pista aparecería. Algo debe haber sucedido. Tiempo después, cuando ya Amalia había desaparecido, revisé meticulosamente su bloc. Una de las costumbres que ella tenía era siempre fechar sus bosquejos. Aquel día, el diecinueve de enero de 1930, había dibujado un paisaje muy detallista del cerro Alegre, colocando en primer plano el ascensor El Peral, y un hombre delgado y muy alto mirando el horizonte. Para esa fecha ya dibujaba realmente bien, mucho mejor de lo que podría esperarse para una niña de trece años. De verdad que tenía talento. Y no había nada extraño en ese dibujo: ese día ella había hablado con Karl Wiedmar, sola. Y ese día había hecho el último dibujo «normal»que haría en su vida.

Ambos volvimos a casa antes de las seis, a tiempo para la once —a mi padre le gustaba tomar el té al estilo inglés— y nuestra lección dominical. Papá estaba contento; aquello siempre sucedía cuando recibía carta. En su escritorio había dos tableros de ajedrez: uno tosco, de madera, con el que se dedicaba a enseñarnos, y otro más grande, con piezas nacaradas que estaba posicionado en medio de una partida. Esa era la partida por correspondencia que estaba jugando hacía un par de meses con un amigo que tenía en Santiago, y que ya se acercaba a su final. Yo siempre me detenía a mirar el tablero, pero no podíamos discutir la partida. Creo que papá hubiera sentido que estaba haciendo trampa si comentaba el juego con alguien más. Aquella mañana le había llegado la carta con la última movida de su amigo, y parecía ser lo que él esperaba. Creo que se traía algo entre manos, pero no podía saberlo. Él nos tradujo su entusiasmo hablando durante el té de algunas situaciones que le habían pasado en el trabajo. Al parecer estaban teniendo problemas de nuevo con el sindicato de estibadores. Mil novecientos veintinueve había sido un año duro, y 1930 lo estaba siendo aún más. Todo parecía conspirar contra el puerto: el canal en Panamá, el quiebre de la bolsa en Nueva York y el otro puerto, en San Antonio, que estaba tomando protagonismo, afectaban a los trabajadores. La carga del puerto había disminuido, y se decía que más tarde que temprano los propios estibadores iban a ser reemplazados por máquinas. El sindicato de estibadores amenazaba con una nueva huelga, y estas eran las cosas que mi padre nos contaba mientras tomaba su té y tostadas. Nos decía también que el asunto no iba a ninguna parte, y que Ibáñez del Campo nunca lo permitiría. Ahora puedo verlo en retrospectiva: eran tiempos duros para alguna gente, pero nosotros no podíamos verlo aún. Amalia y yo estábamos todavía protegidos de la realidad, pero eso estaba por cambiar.

Después del té nos correspondía nuestra lección de ajedrez. Con Amalia acompañamos a papá a su despacho. Él desplegó el segundo tablero de ajedrez que tenía, más rústico, que era el que usaba para darnos las lecciones. Colocó las piezas en la posición en la que habíamos quedado la semana anterior. Usaba un libro ajado que tenía, escrito por Lasker, que hacía la crónica de algunas de sus partidas memorables.

—Bien, en qué quedamos… —murmuró para sí mismo—. Ah, sí. El oponente de Lasker acaba de mover su alfil a C5, tomando una posición fuerte en el centro del tablero. ¿Qué harías tú, Joaquín?

Yo ya tenía pensada la respuesta desde la semana anterior, así que iba a responder cuando mi padre me detuvo.

—Pensándolo mejor, creo que deberíamos escuchar a tu hermana primero, ¿Amalia?

Amalia dio un respingo en su silla, saliendo de su ensimismamiento. Yo siempre trataba de responder rápido las preguntas de mi padre para evitarle a Amalia el tener que hablar. Creo que ya he dicho cuánto odiaba ella estas clases.

Se arrimó un poco más al tablero y miró con gesto de concentración.

—¿Y bien? —preguntó mi padre.

—Está pensando —dije yo, pero mi padre me hizo un gesto para que me mantuviera en silencio.

—Pues… —comenzó Amalia, dubitativamente—. Yo creo que tal vez su propio alfil, a C6.

Mi padre se llevó una mano al ceño. Era muy malo para disimular su frustración. Amalia trató de explicarse.

—Pero tú siempre nos has dicho… que hay que tomar el centro… —dijo atropelladamente.

—Sí, está bien —dijo mi padre, aligerando la expresión—. Tienes razón. Al menos estás pensando en juego posicional, eso es importante. Pero, como puedes ver, al hacer esa movida, el desplazamiento de este peón lleva a la pérdida de material inevitable en dos jugadas. Y no queremos eso, ¿verdad? Joaquín, ¿qué opinas tú?

La clase de la tarde dominical siguió así por cerca de una hora, con algunas preguntas más ocasionales a Amalia. Yo compadecía a la pobrecita. Cada cierto rato podía ver cómo se distraía y dejaba la mirada perdida en la ventana que había en el escritorio, más allá de la figura de mi padre.

—Chang me está enseñando a jugar go —le dije yo, al terminar la clase, mientras guardábamos el tablero. Amalia ya había abandonado raudamente la habitación.

—Vaya —respondió mi padre—. El go es interesante. Es el equivalente japonés del ajedrez. En mi juventud jugué algunas veces. Tiene una cierta elegancia que ayuda a ejercitar la mente. Pero no puede compararse con la belleza y complejidad del ajedrez. Es solo una imitación.

—¿Imitación? Pero Chang me ha dicho que es muy antiguo, más antiguo que el ajedrez.

Responderle nunca era una buena idea.

—Pero claro que te dirá eso. Él es chino. ¿Qué sabe de ajedrez? —dijo mi padre ofuscado —. Chinos, alemanes, ingleses… Dios. Es difícil dar dos pasos en este cerro sin poder toparse con algún extranjero. Respeto que quieras trabajar, pero ¿por qué no pudiste encontrar trabajo en algún otro lugar, con alguien deaquí?

Decidí guardar silencio, y fui a ocuparme de mis asuntos, dejando a mi padre frente a su otro tablero, mientras planeaba cómo responder de mejor forma al ataque que su amigo lanzaba por el flanco del rey.

En efecto, aquel verano había decidido trabajar, y había conseguido que Chang me empleara. Yo era el único empleado de la tienda, así que había bastante trabajo, y Chang no pagaba mucho. Pero el chino era amable conmigo y me dejaba comprar con descuento y con crédito artículos de su tienda. Allí es donde le había comprado a Amalia su bloc y sus lápices de dibujo.

Al día siguiente a aquella lección de ajedrez entré a la tienda temprano por la mañana, como siempre. Chang ya estaba allí. El pequeño hombrecillo llegaba de madrugada para tener todo ordenado y escrupulosamente limpio al momento de abrir. Dejé mi chaqueta en el colgador mientras Chang me saludaba.

—¿Y?, ¿qué tal? —preguntó jovialmente—. ¿Le gustaron los lápices a tu hermana?

—Estaba eufórica —le respondí yo.

—Nada como esos lápices alemanes. Son lo mejor que hay —me replicó.

La tienda de Chang era de algún modo la antítesis de lo que era la casa de Karl Wiedmar. Aún más llena de cosas, pero incluso así inmaculadamente ordenada. El letrero de afuera decía «Papelería», pero la verdad es que, aparte de papel, lienzos, lápices y pinceles, la tienda de Chang actuaba como importadora de un gran número de artículos que habría sido difícil encontrar de otra manera en Valparaíso. Sin tener un denominador común, allí donde Karl Wiedmar llenaba su casa de planos, máquinas y artefactos toscos y fuertes, Chang tenía un par de habitaciones repletas de relojes, estatuillas de samuráis, cajas de lápices de todo tipo e incluso cajas musicales. También había máquinas, ya ven, pero de algún modo parecían más amables, más humildes. La mayoría de las cosas eran baratijas, pero a mí me fascinaba mirarlas. También tenía un bello bonsái muy viejo, pero no estaba a la venta. Cada cierto tiempo aparecían cosas nuevas, que nunca me decía de dónde obtenía.

Mientras sacaba la escoba para ponerme a barrer la entrada, vi que en la vitrina había un nuevo reloj, un pequeño reloj de escritorio sobre una plataforma de madera. A su lado, acompañándolo sobre la misma plataforma, un cilindro cerrado de vidrio estaba lleno de agua, dentro de la cual flotaban varias esferas de colores chillones.

—¿De qué trata el reloj nuevo? —le pregunté mientras barría—. Ese que tiene las esferas de colores. ¿Sirven para algo?

—Oh, es un reloj y un barómetro —me respondió, gritándome desde la habitación trasera que servía de despensa—. Las esferas cambian su posición de acuerdo con la presión atmosférica. Hoy debiera estar la esfera amarilla más arriba, ¿no?

Le eché un vistazo al reloj-barómetro, y vi que así era.

—Sí, la amarilla está arriba.

—Eso significa que seguirá haciendo buen tiempo. Si la rosada empezara a subir, tendríamos que empezar a preocuparnos por una posible lluvia.

Afuera brillaba todo el sol del verano, y ninguna esfera rosada podría haberme convencido de que eso iba a cambiar en el corto plazo. En Valparaíso no solíamos tener lluvias de verano. Aquel reloj-barómetro era la clase de baratija que a Chang le encantaba, y que siempre ponía en vitrina. Claro que no a mucha gente más parecían interesarle ese tipo de artefactos, y casi nunca los vendía. Creo que por eso la tienda siempre se veía tan llena.

Terminé de barrer la entrada al tiempo que Chang regaba el bonsái (tarea que era exclusivamente suya). Luego de hacerlo, habitualmente Chang preparaba un té para los dos y ambos nos sentábamos a esperar que llegara algún cliente. Ese día no tuvimos mucho trabajo por la mañana, así que más que nada nos dedicamos a charlar. El viejo tenía una conversación amena y me agradaba. Le conté acerca de la visita que habíamos hecho el día anterior a la casa de Karl Wiedmar, y cómo él le había contado a Amalia que estaba construyendo el modelo de un submarino. Noté que fruncía el ceño cuando yo mencionaba el nombre de Karl Wiedmar.

—¿Un submarino? ¿Realmente? —preguntó escéptico Chang, dando un largo sorbo a su té.

—Sí, un submarino. Al menos eso es lo que le dijo a mi hermana. ¿No es genial?

—Es bastante curioso. Y es una extraña coincidencia.

—¿Coincidencia? ¿Por qué?

—¿No has oído hablar nunca de Karl Flach?

—¿Karl Flach? No realmente. ¿Quién es?

Entre las cosas que vendía Chang, había reproducciones de viejos ejemplares de El Mercurio. Tomaba portadas de fechas históricas y las enmarcaba. Se puso de pie con un crujido en la espalda, revolvió entre los cuadros y me pasó uno. «DESGRACIA LAMENTABLE», titulaba, junto a la foto de un hombre y un niño adolescente al lado de un pequeño cañón. Estaba datado en 1866.

—Quién era más bien. Era un ingeniero alemán, como Wiedmar. Y también vivió en Valparaíso. Fabricaba cañones. Y luego intentó construir un submarino, hace ya más de 60 años… cuando aún eran muy raros.

—Igual que Wiedmar —murmuré yo.

—Igual. Trabajaba para el gobierno, y también tenía un hijo. De hecho, en la primera prueba oficial del submarino (la presentación en sociedad de su máquina), quiso que su hijo lo acompañara. Era una tripulación de 10 o 12 personas, la mitad chilenos y la mitad alemanes, y entre estos el hijo adolescente de Flach.

El diario que Chang me había entregado contaba el resultado de la historia: el submarino se había hundido en su viaje de prueba, con todos sus tripulantes, Karl Flach y su hijo.

—Es una historia horrible.

—¿Qué quieres que te diga? No me dan buena espina los submarinos. ¿Por qué tanto esfuerzo en ir bajo el agua cuando es mucho más natural andar sobre ella? Un submarino no puede tener ningún buen propósito. Armas o espionaje, para nada más que eso puede servir. Por su bien, espero que Wiedmar sea más criterioso que Flach. Espero que no involucre a su hijo en esto, tampoco. La historia tiene la mala costumbre de repetirse.

Era una estupidez pensarlo, el intento de submarino de Wiedmar no era más que un modelo y estaba en una fase muy precoz, no podía pensarse siquiera en una fecha tentativa para terminarlo. Y Karl Wiedmar había dado siempre muestras de no ser un hombre oscuro, sino al contrario, un hombre jovial y buen padre para su hijo. No se habría dejado embarcar en una aventura sin ninguna garantía, y mucho menos habría de involucrar a Claus en una empresa que entrañara riesgos. Yo sabía que Wiedmar quería mucho a su hijo.

Sin embargo, después de aquella mañana tomando té con Chang, no pude evitar comenzar a mirar al señor Wiedmar de una manera diferente. Como si hubiera una sombra permanente rodeándolo, esa sombra que aparece de vez en cuando sobre todos nosotros, y que no es nada más que la esencia humana que es capaz de fallar, precipitarse y arrastrar en esa caída a los que queremos.

Cuando estaba retirándome de la tienda, me detuve un momento en la puerta. Algo me había quedado dando vueltas en la cabeza; no tenía que ver con lo que Chang había dicho, sino en cómo lo había dicho.

—Señor Chang, puede que me equivoque, pero… ¿conoce personalmente a Karl Wiedmar?

Chang se quedó de pie un momento sin decir nada. Luego habló pausadamente.

—No, no personalmente —fue todo lo que dijo.

—¿Qué significa eso? ¿Lo conoce… indirectamente?

Chang permaneció en silencio.

—¿Acaso sabe algo sobre él? —insistí.

—No seas tan entrometido, muchacho —dijo Chang, como despertando—. Tal vez otro día. Ahora, ¡hala!, ¡márchate de aquí!

Ese mismo día, mientras yo trabajaba en la tienda de Chang, Amalia había salido por la mañana temprano a uno de sus paseos de dibujo; se pasó toda la mañana afuera, en el paseo Atkinson, y volvió eufórica a la hora de almuerzo. No era propio de ella mostrar las emociones a flor de piel, pero esa vez estaba realmente excitada, y se le notaba.

Al parecer estaba sentada dibujando en una de las bancas del paseo un paisaje del muelle cuando sintió que alguien la miraba por encima del hombro. Al voltearse, vio que allí estaba nada menos que Karl Wiedmar, el ingeniero. La felicitó mucho por su dibujo, señalándole que estaba muy bien realizado. Quiso inspeccionar algunos otros bosquejos, y después de mirar algunos ocurrió lo imposible (o por lo menos algo altamente improbable).

—¡Me ofreció un trabajo! —soltó Amalia, en medio del almuerzo familiar de lentejas con tocino.

—¿Que te ofreció qué? —preguntó mi padre, olvidando la antigua costumbre familiar de dejar que fuera mi madre la que objetara todo lo que hacía Amalia.

—Trabajo —puntualizó ella, con un tono un poco más moderado en su voz, tal vez intuyendo que papá no estaba tan entusiasmado con la idea.

—¡Te escuché cuando lo dijiste! —dijo él.

—Pero es que preguntaste… —dijo ella, casi en voz baja.