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Un ensayo divulgativo sobre la formación de la figura de Satanás y sus demonios desde las religiones asirio-babilonias y mazdea al judaísmo y el cristianismo, hasta el demonismo contemporáneo y su percepción en la sociedad actual de lo demoníaco entre eclesiásticos y creyentes laico. Los endemoniados. Principales temas tratados: Premisa: Los símbolos y señales de la Biblia como intermediarios entre Dios y el hombre; Nota sobre la influencia del mazdeísmo sobre el judaísmo; Nacimiento en el pueblo de Israel, bajo el sometimiento persa, de la idea de un inspector y un acusador de los pecadores delante del tribunal de Dios, es decir, de un «Satanás»; El Diablo es Satanás, pero no es el Demonio; Demonios; La inquietante figura sulfúrea del angel exterminador; Diablos y Ángeles; El Diablo, Lucifer y los demonios en la Iglesia actual; Obsesiones, posesiones, infestaciones...
PUBLISHER: TEKTIME
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Copyright © 2021 Guido Pagliarino - All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos propiedad de Guido Pagliarino – Obra distribuida por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17 , 05030 Montefranco (TR) - Italia - P.IVA/Código fiscal: 01585300559
Guido Pagliarino
El Diablo y los demonios
(una aproximación histórica)
Ensayo
Traducción de Mariano Bas
Guido Pagliarino
El Diablo y los demonios
(una aproximación hIstórica)
Ensayo
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
Distribución editorial Tektime
© 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos propiedad del autor
Ediciones italianas:
1a edición solo en formato e-book, a cargo del autor, 2015
2a edición en formato papel y e-book, Tektime, 2018
Imagen de la portada: William Blake, Satanás suscitando a los ángeles rebeldes, 1808, ilustración al paraíso perdido de Milton, por William Blake
ÍNDICE
Premisa: Los símbolos y señales de la Biblia como intermediarios entre Dios y el hombre
Nota sobre la influencia del mazdeísmo sobre el judaísmo – Nacimiento en el pueblo de Israel, bajo el sometimiento persa, de la idea de un inspector y un acusador de los pecadores delante del tribunal de Dios (Satán)
El Diablo es satán, pero no es el Demonio
En el Antiguo Testamento, los demonios no son diablos inferiores
La inquietante figura sulfúrea del ángel exterminador
Diablos y Ángeles
El Diablo, Lucifer y los demonios en la Iglesia actual
a1) El Diablo
a2) Lucifer
b) Los demonios
Obsesiones, posesiones...
Apéndice – Abreviaturas de los nombres de los libros bíblicos
Premisa: Los símbolos y señales de la Biblia como intermediarios entre Dios y el hombre
En la Biblia pueden aparecer símbolos y señales.
Lo mismo pasa con respecto a Satanás y sus diablos. Por ejemplo, en el Apocalipsis el dragón rojo se refiere al propio Satanás.
Puede ser útil, antes de empezar con lo esencial de la argumentación de «El Diablo y los demonios», precisar qué hay que entender en esos casos, para evitar que se piense en algo abstracto y ahistórico.
Los símbolos que encontramos en la Biblia1 no deben verse como representaciones imaginarias desgajadas de la historia, como algo incorpóreo fruto de la fantasía sin ninguna relación con la realidad y, en este sentido, con la Revelación, que, digámoslo de inmediato, se ha llevado a cabo a lo largo del tiempo según la interpretación teológica de acontecimientos históricos. No está bien que el error cometido en el siglo XX por la escuela mítica protestante2 se repita hoy, aunque algunos epígonos continúan contraponiendo símbolos y realidades, entendiendo los hechos de la Biblia solo en un sentido mítico-simbólico y no histórico, incluida incluso la Resurrección de Cristo, que es esencial para el cristianismo: no aceptarla en sentido real desvanece la fe, como afirma el propio Nuevo Testamento a través de San Pablo en la primera epístola a los Corintios: «… entonces es vana nuestra predicación y también es vana vuestra fe»3.
Digamos algo más de la Escuela Mítica: En la primera mitad del siglo XX esta, y en particular su exponente más famoso, el cristiano luterano Rudolf Karl Bultmann, intentó relegar la resurrección de Cristo a la categoría de mito y leyenda. Bultmann, nacido en 1884 y muerto en 1976 era un profesor de teología que se hizo famoso sobre todo por su proyecto de desmitificación del mensaje evangélico, idea que influyó en sus alumnos, siendo los más conocidos Herbert Braun, Günther Bornkamm, Hans Jonas, Uta Ranke-Heinemann, Heinrich Schlier, Ernst Fuchs y Ernst Käsemann. Rudolf Bultmann trataba de que se aceptara como mítico-simbólico todo el lenguaje del Nuevo Testamente. A su juicio, el Jesús histórico debía mantenerse separado del Cristo del kerigma (es decir, de la predicación). Para él, la fe no podía asumir como verdaderos toda una serie de hechos bíblicos milagrosos que él consideraba míticos y, por el contrario, se debía desnudar el mensaje evangélico de su lenguaje mitológico. Sostenía además la teoría de la helenización precoz del judeocristianismo original, el de los primeros años de la Iglesia, realizada, en su opinión, por San Pablo bajo la influencia de las religiones mistéricas y el gnosticismo: para él, Pablo había ocultado la figura real de Jesús de Nazaret bajo la figura de un redentor divino típica de las religiones mistéricas. Siguiendo a Bultmann, toda la Escuela Mítica afirmaba que no se podía saber nada de la vida y la predicación de Jesús, salvo que había sido uno de tantos judíos crucificados por Poncio Pilatos; solo consideraba histórica la predicación de los apóstoles, que no sería otra cosa que una explicación del significado teológico de la Cruz. Así, esos estudiosos cambiaban causa por efecto. En concreto, Bultmann escribía en su obra «Il kerigma della comunità primitiva»: «La comunidad debía superar el escándalo de la cruz y lo hizo con la fe pascual. En qué modo maduró en concreto ese acto de decisión, en qué modo nació en los discípulos individuales la fe pascual, es un proceso que la tradición ha ocultado dándole las trazas de una leyenda, pero que no tiene ninguna relevancia sustancial».4
Para ese teólogo, la Resurrección de Cristo era solo un mito que expresaba la manifestación de la redirección de la humanidad realizada por la predicación sobre la figura de Cristo. El fin del mundo y el juicio universal eran solamente mitos que subrayaban la gravedad angustiosa de la situación humana mortal y la continua observación de la muerte de otros.
Tanto Bultmann como los seguidores de la Escuela Mítica hacían vana la afirmación esencial neotestamentaria de que Dios Padre ha resucitado a Jesús de entre los muertos, que, para ellos, se convertía en la afirmación de que Dios había resucitado la fe en los corazones al convertirla en cristiana. Querían hacer esencial solo esta fe en Dios, eliminando la historicidad de los datos neotestamentarios, pero con ello habían creado problemas, por ejemplo, sobre por qué, a falta de una resurrección real de Jesús, los aterrados apóstoles imaginaron y predicaron de repente un Cristo resucitado, arriesgando vida, a menos que se imagine (¿pero dónde se acaba de inventar?) que también aquel terror fue una fantasía de los evangelistas.
Los miembros de la Escuela Mítica que eran creyentes, como tales, habrían tenido como objetivo rebatir las conclusiones anticristianas de los racionalistas ateos del siglo XIX; pero no lo consiguieron, no bastaba con limitarse a poner al cristianismo en un plano distinto del real.
Los resultados de la escuela racionalista se han desvanecido, pero solo en las últimas décadas del siglo XX y por la realista escuela católica histórico-crítica, que usaría diversos criterios, siendo entre ellos los más importantes los de la continuidad y la discontinuidad, criterios que no es posible tratar aquí, por ser unos argumentos demasiado amplios y solo paralelos.5
La resurrección de Cristo debe entenderse literalmente, es una obra concreta de Dios en la que se unen el amor y el poder del Padre, es el resultado histórico de una acción directa de Dios sobre Jesús y no de sus apóstoles y discípulos: la operación de los míticos sobre los Evangelios no era científicamente correcta, a un estudioso que se ocupara seriamente de escritos igualmente antiguos, como Tácito, Flavio Josefo, César… no debería «venírsele nunca a la cabeza atribuirles una libertad tal en la transformación de las referencias y sacar un significado oculto distinto del sentido convencional de las palabras empleadas».6 Para empezar, «se deberá dejar hablar al texto en discusión en lo que ha de decir por sí mismo».7 Por ejemplo, en la epístola de Pablo a los Romanos8 está escrito, con un fiable significado literal: «Pero si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más, porque la muerte ya no tiene poder sobre él. Al morir, él murió al pecado,9 de una vez por todas; y ahora que vive, vive para Dios» y en la según epístola a los Corintios encontramos: «Pero teniendo ese mismo espíritu de fe, del que dice la Escritura: Creí, y por eso hablé, también nosotros creemos, y por lo tanto, hablamos. Y nosotros sabemos que aquel que resucitó al Señor Jesús nos resucitará con él y nos reunirá a su lado junto a vosotros. Todo esto es por vosotros: para que, al abundar la gracia, abunde también el número de los que participan en la acción de gracias para gloria de Dios. Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día».10
A título de ejemplo, vayamos al Antiguo Testamento, exactamente al Salmo 36:
«En ti está la fuente de la vida,
y por tu luz vemos la luz».12
En este versículo se recurre a dos símbolos bíblicos de la Divinidad, símbolos que volverán a aparecer en el Evangelio de Juan: la fuente de agua viva y la luz. Aquí la fuente luminosa no es física, es abstracta e independiente de cualquier astro y está presente también como pura iluminación espiritual. Es el esplendor divino, es la luz del rostro de Dios, como en el Evangelio será la del rostro de Cristo el Hijo, luz hecha de una esencia que no es materia, pero no desligada de lo creado, sino presente espiritualmente todos sus aspectos. La frase del Génesis: «Dios dijo: “Que exista la luz”. Y la luz existió»13 es la primera proferida por el Creador y por esa luz el cosmos empieza a existir, incluidos todos los astros creados posteriormente, obviamente más allá de la ciencia, que no está aquí implicada, al contrario que la poesía: la luz espiritual solo viene de Dios, de hecho, es el mismo Dios y continúa manteniendo lo existente. El Creador dispersa su esencia en lo creado e inmediatamente juzga bueno todo lo que hace, ya en el versículo sucesivo: «Dios vio que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas»14; en otras palabras, vio que la expresión de sí en lo creado era una espléndida cosa divina, luz de su Ser proyectada en lo existente. Luego la luz se hace física, pues Dios la separa de las tinieblas y hace el día y la noche; sin embargo, la noche es una metáfora del pecado y por tanto el símbolo se hace a su vez presente: como se sabrá poco después cuando Adán sea tentado y peque, Dios pretende conceder la libertad al hombre que va a crear, permitiéndole elegir entre hacer la voluntad divina, en la luz, o quedarse en las tinieblas tratando de sustituirlo como centro del mundo y eliminándolo así de su vida. La Biblia no hará más referencias a la luz incorruptible generada por Él que se expresa en el primer día de la Creación hasta el Nuevo Testamento, donde, recordando los primeros versículos del Génesis, la luz será uno de los símbolos de Cristo. Leemos en el Evangelio de Juan, en el capítulo 1, versículo 4:
«En Él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres».15
Cristo se ve como la luz en cuanto Salvador del pecado y de la muerte, es el Logos, es decir, la Idea, es decir, el Proyecto de Dios de Salvación para el ser humano desde el primer momento de la Creación.
Se puede señalar de paso que la palabra Logos se traduce normalmente en español con las palabras Verbo o Palabra, perdiendo parte de significado esencial; de hecho, con palabra ya se entiende la expresión y no remite al Proyecto precedente, la Idea divina de la Salvación de la humanidad.
La propia figura de Adán tiene un valor simbólico, su nombre Ha-adamsignifica El hombre en el sentido del ser humano (homo) masculino (vir) y femenino (mulier) de todos los tiempos (en el Génesis está escrito: «Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer»)16 y el pecado adánico es el arquetipo de pecado de cualquier mujer y de cualquier hombre de cualquier tiempo: todo pecado es siempre fruto del orgullo maligno, así como el original es una elección arbitraria contra la ley moral divina y un querer ser miserablemente un dios omnipotente en lugar del verdadero Dios omnipotente.
La muy conocida prohibición de Dios al Hombre varón y hembra de no comer el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal se puede sobreentender, si no se conoce el significado simbólico de la expresión «bien y mal» y del verbo «conocer», así que se puede pensar que es una condena de la ciencia y la filosofía, un pecado «prometeico» que incluso podría ser visto por algunos no como un pecado sino como un mérito del ser humano, igual que la empresa de Prometeo contra un Zeus egoísta que no quería ceder el fuego a los pobres humanos; pero no, la investigación se consideraba un alto honor incluso entre los antiguos hebreos y, en concreto, precisamente en el ambiente culto del segundo templo en cuyo entorno se escribió el Génesis en el siglo VI antes de Cristo: según el lenguaje simbólico hebreo antiguo, «bien y mal» indica todo lo creado por Dios y «conocimiento» significa posesión (no solo carnal, sino en sentido general); por tanto, la verdadera prohibición divina es la de querer apoderarse de lo creado como si fuese propio, es decir, de querer sustituir a Dios ignorándolo; en otros términos, la prohibición es hacerse dios en el lugar del único y verdadero Creador. El fruto simbólico de ese árbol asimismo simbólico es el pecado de soberbia de querer ser similar a Dios, tal como se indica en la tentación de la serpiente diabólica, que dice: «… seréis como dioses». Leamos los versículos 1 a 7 del capítulo 3 del Génesis:
«La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que el Señor Dios había hecho, y dijo a la mujer: “¿Así que Dios os ordenó que no comierais de ningún árbol del jardín?”. La mujer le respondió: «Podemos comer los frutos de todos los árboles del jardín. Pero respecto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: “No comáis de él ni lo toquéis, porque de lo contrario quedaréis sujetos a la muerte”. La serpiente dijo a la mujer: “No, no moriréis. Dios sabe muy bien que cuando comáis de ese árbol, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. Cuando la mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir discernimiento, tomó de su fruto y comió; luego se lo dio a su marido, que estaba con ella, y él también comió. Entonces se abrieron los ojos de los dos y descubrieron que estaban desnudos. Por eso se hicieron unos taparrabos, entretejiendo hojas de higuera».
El creyente piensa que la capacidad de intuir lo inexpresable gracias a los símbolos viene de Dios, como pasa más en general con el arte y la misma poesía que recorre la Biblia. En la Iglesia del siglo I, en la que se forma el Nuevo Testamento por medio de la reflexión teológica sobre el hecho del Cristo Salvador realmente resucitado, predicado por los apóstoles y sus discípulos, se aúnan, es decir, son símbolos, Jesús como personaje histórico, con sus sermones, sus señales y los hechos esenciales de su vida y el Cristo glorioso que la Iglesia postpascual interpreta y presenta a la luz de su resurrección y todos los autores neotestamentarios explican la historia del hombre a la luz de Jesucristo, como por ejemplo Juan o alguien de su iglesia en el Apocalipsis,17 totalmente alegórico, pero histórico bajo una alegoría; todos los demás autores evangélicos hablan de la historia de la predicación, pasión, muerte y resurrección de Jesús, como Juan en el irónico y teológico cuarto Evangelio, el más rico en símbolos de los cuatro, pero en relación al cual no se debe oponer en absoluto el símbolo a la historia, ni pensar en ningún caso en alegorías abstractas: no se trata de una narración fantástica y es imprescindible la aceptación no solo de la existencia física de Jesús de Nazaret, sino también de que coincide sustancialmente con la figura evangélica que describe Juan, so pena de no comprender el mensaje del autor, por otro lado estimado por los investigadores por su realismo. En otras palabras, la historia de Jesús se transfigura simbólicamente, pero está presente y es real y no se trata de hecho de solo etología, ni mucho menos de un Jesús solo aparente y no hombre real, como ocurre en la gnosis cristianizante:18 Juan no crea símbolos, pero los presenta a la luz de la existencia real de Jesús trasfigurada por el anuncio mesiánico que se encuentra en el Antiguo Testamento, en el que ya están presentes esos mismos símbolos; el simbolismo de Juan se entiende bien si se lo relaciona expresamente con la figura de Jesús Logos del Padre, Mesías anunciado por las antiguas escrituras, que asume la carne hacia el año 6 «antes de Cristo»19 de la historia humana:
«La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre».20
Valiéndose de la simbología, Juan presenta la razón de la gloria de Dios desde el prólogo de su Evangelio:
«Y la Palabra se hizo carne [sarx]
y habitó [“puso su tienda”] entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan [se trata del Bautista, no del Evangelista] da testimonio de él,
al declarar: “Este es aquel del que yo dije:
El que viene después de mí
me ha precedido,
porque existía antes que yo”.
De su plenitud,
todos nosotros hemos participado
y hemos recibido gracia sobre gracia:
porque la Ley fue dada por medio de Moisés,
pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
Nadie ha visto jamás a Dios;
el que lo ha revelado es el Hijo único,
que está en el seno del Padre».21
Hay que advertir que la palabra griega original sarx, carne, explica bien la debilidad de la condición humana asumida por el Logos-Hijo en toda su plenitud, en quien se manifiesta la Gloria de Dios Padre (y, en la unidad de Dios, del Hijo y del Espíritu), una gloria que solo llega a comprender quien tiene fe, al parecer escandalosa. San Pablo escribe: «Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos».22La gloria de Dios se fundamenta por tanto precisamente el rebajarse aquí sobre la tierra y servir a los demás seres humanos llegando hasta la cruz, a donde sube (según el evangelista Juan, como un rey sobre su trono de gloria) y muere para dar testimonio de la verdad y la justicia que practica Jesús como hombre: con el objetivo preciso de divinizar en sí a los demás hombres.23