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Encadenada con seda y joyas… Desde el otro lado de la discoteca, el guardaespaldas Zahir El Hashem vigilaba a su protegida. El corazón se le aceleró. La joven se contoneaba con sensualidad en la pista de baile. A lo mejor llevar a la princesa de vuelta a su país no resultaba ser tan fácil… Soraya Karim siempre había sabido que algún día iba a tener que cumplir con sus obligaciones reales. Aferrándose a la última pizca de libertad que le quedaba, hizo todo lo posible por retrasar el regreso a Bakhara. Y la atracción entre ellos llegó a un nivel irresistible, peligroso. Una vez llegaran a las puertas del palacio, su romance sería prohibido. Solo el deber podía prevalecer…
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Seitenzahl: 171
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Annie West. Todos los derechos reservados.
EL EMISARIO DEL JEQUE, N.º 2256 - septiembre 2013
Título original: Defying Her Desert Duty
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3516-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
El seguía observándola.
Todavía.
Soraya sentía un cosquilleo en la nuca. Una bocanada de calor corría por sus brazos. Luchó contra la necesidad de levantar la vista. Sabía qué era lo que iba a ver.
El hombre entre las sombras.
Enorme. Oscuro. Sus espaldas parecían muy anchas debajo de aquella chaqueta de cuero. Los rasgos duros de su rostro eran pura fuerza masculina. La parte superior de su cara estaba en sombras. Sin embargo, cada vez que Soraya miraba hacia el otro lado del bar, no le quedaba duda. Podía sentir esa mirada en la sangre.
Su interés la turbaba. Se acercó más a su grupo. Raoul y Jean Paul estaban hablando de política, mientras que Michelle y Marie hablaban de moda. Raoul le puso el brazo alrededor de los hombros. Soraya se puso tensa de forma automática, pero hizo todo lo posible por relajarse. Era un gesto amistoso.
Siempre le había encantado la forma de vida parisina, pero aún había algunas costumbres que le resultaban difíciles de emular. La chica había salido de Bakhara, pero Bakhara seguía en la chica. Hizo una mueca disimulada. La carabina que su padre le había querido mandar no hacía falta.
De repente percibió un movimiento por el rabillo del ojo y, aunque no quisiera, se dio la vuelta.
Él seguía inmóvil, sentado. La luz parpadeante de la vela que tenía en la mesa le hacía parecer aún más sombrío. De repente levantó la vista para mirar a una rubia de piernas largas con un minivestido rojo. La chica se inclinó hacia delante. El escote que llevaba era de lo más provocativo.
Soraya se volvió hacia sus amigos. Raoul la agarró con más fuerza, pero ella ni se dio cuenta.
Zahir se echó hacia atrás en su silla, con la bebida en la mano. Sentía un calor asfixiante que no tenía nada que ver con la atmósfera cargada del local.
¿En qué lío se había metido?
Hussein le había dicho que iba a ser fácil, sencillo.
Sacudió la cabeza. Todos sus sentidos gritaban la palabra «alerta». Su instinto le decía que podía meterse en problemas.
Y, sin embargo, seguía allí. No tenía elección. La había encontrado. No podía marcharse.
Echó atrás la cabeza. El hielo cayó dentro de su boca. Lo aplastó con los dientes.
En otras circunstancias, hubiera aceptado la invitación de la voluptuosa chica sueca del vestido corto. Le gustaba disfrutar de los placeres de la vida, a su debido tiempo, nunca a expensas de sus obligaciones. Esa noche tenía algo que hacer, no obstante. Era su responsabilidad, su deber.
Pero también se trataba de algo más, algo... extraño, evocado por esos ojos endrinos y esos labios de Cupido, suscitado por una mujer que escuchaba atentamente a ese intelectual con músculos mientras disertaba sobre política.
Zahir soltó el aliento con brusquedad y puso la copa sobre la mesa.
Fuera lo que fuera lo que sentía, no le gustaba. Era una complicación que no necesitaba. Se había pasado la vida aprendiendo a evitar las complicaciones.
A lo largo de los años, había aprendido a lidiar con la impaciencia y había llegado a dominar a la perfección sus habilidades como político, la capacidad de negociación, la discreción... Pero había sido entrenado como guerrero desde su nacimiento. Técnicamente seguía siendo el jefe de seguridad del emir, un puesto que le permitía poner en práctica algunas de las destrezas para las que había sido instruido desde niño.
Miró al fanfarrón pseudo-intelectual. Cada vez la abrazaba con más autoridad. Su mano descansaba sobre el brazo desnudo de la chica.
Zahir apretó el puño. Le hubiera gustado darle unas cuantas lecciones a ese mequetrefe.
De repente tomó conciencia de la violencia de sus pensamientos. Unos dedos de hielo se deslizaron a lo largo de su espalda. Era una sensación casi premonitoria.
La misión era un error. Lo sentía en los huesos.
Soraya trató de separarse de Raoul todo lo que pudo.
Era muy tarde y tenía ganas de irse a casa a dormir. Pero su compañera de piso, Lisle, había hecho las paces con su novio y necesitaba un poco de intimidad, lo cual significaba que tendría que quedarse en la calle hasta el amanecer. Lisle siempre había sido una buena amiga y la amistad era algo valioso para ella.
Pero había cometido un error al acceder a bailar con Raoul. Frunció el ceño y le hizo recolocar esa mano extraviada.
Normalmente, ella no cometía esa clase de errores. Mantener las distancias con los hombres era algo natural para ella. Había hecho algo inusual, algo improvisado. Estaba inquieta. Deseaba escapar de esa mirada intensa que la atravesaba.
Pero era inútil. Incluso de espaldas, podía sentir el calor de esos ojos en los brazos, en las mejillas. ¿Qué quería? Ella tampoco era una belleza espectacular. Llevaba un vestido muy discreto. Lisle seguramente le hubiera dicho que era monjil.
Quería cruzar el local y decirle que la dejara en paz. Pero estaba en París. Los hombres miraban a las mujeres todo el tiempo. Era algo normal.
La mano traviesa de Raoul interrumpió sus pensamientos. Soraya se puso rígida como una vara.
–¡Para! O mueves la mano o...
–Me parece que la chica quiere cambiar de postura de baile –dijo una voz grave y profunda que la envolvía como una caricia.
Raoul se paró en seco y dio un paso atrás. Una mano grande le hizo quitar el brazo de la cintura de Soraya. Sus ojos echaban chispas. Se puso erguido, pero su oponente le sacaba unos cuantos centímetros. De repente, Soraya le vio caer a un lado de un empujón y un segundo más tarde sintió unos brazos firmes que la llevaban en otra dirección.
Aliviada y sorprendida al mismo tiempo, no fue capaz de decir nada. De pronto ese hombre estaba tan cerca. Sentía su aliento en la frente, el calor de su cuerpo, sus manos fuertes... Era evidente que estaba acostumbrado a estar cerca de las mujeres.
Se estremeció. Una extraña sensación giraba en su interior como un remolino. No era miedo, ni indignación, pero era algo que la volvía loca y la hacía querer seguir adelante con él, fuera adonde fuera.
–Espera un segundo...
Por encima del hombro vio la cara de Raoul, roja de furia. Tenía el puño levantado.
–¡Raoul! ¡No! Ya basta.
–Disculpa un momento.
El desconocido la soltó, giró para hacerle frente a Raoul y masculló algo que hizo retroceder al universitario.
Sin perder tiempo, volvió a agarrarla y la hizo entrar en la pista de baile.
–No hace falta todo esto –le dijo ella. Prefería salir de la pista de baile, pero él no parecía oírla–. ¿Qué te hace pensar que quiero bailar contigo? –sacó la barbilla para contrarrestar la voz debilucha que le salía en ese momento.
La maniobra resultó ser un error, no obstante. Se encontró con esos ojos color esmeralda que la abrasaban por fuera y... estuvo a punto de tropezar. Tenía los ojos un poco caídos, pero su mirada era despierta, aguda. Sus rasgos eran llamativos, fuertes, masculinos. Pómulos prominentes, una mandíbula angulosa, nariz afilada... Su piel era casi dorada y sus ojos estaban rodeados de finas líneas que salían después de haber pasado mucho tiempo a la intemperie. No podían ser las arrugas de la sonrisa... Ese desconocido que la taladraba con una mirada seria no debía de saber lo que era eso.
Soraya parpadeó y apartó la vista. Se le había acelerado el pulso.
–¿No has disfrutado del baile con él? –le preguntó el individuo, encogiéndose de hombros.
En ese momento, Soraya supo que no era francés, pese a su acento perfecto.
Ese gesto deliberado denotaba algo más que un simple flirteo. Se movía con gracia a cada paso que daba. La manera en que la sujetaba, el tacto de su mano en la espalda... Todo estaba sometido a un estricto control.
¿Cómo era posible que fuera tan ágil? Era un hombre muy corpulento, lleno de músculos duros, pura fibra.
De repente, Soraya se sintió... atrapada, en peligro. Pero era absurdo. Estaba en mitad de una discoteca, y sus amigos estaban cerca. Repentinamente desesperada, respiró profundamente y buscó a sus compañeros. Ellos la observaban desde su mesa. Movían la boca como si verla bailar fuera lo más fascinante que habían visto en toda su vida. Cuando su mirada se encontró con la de Raoul, este se sonrojó y se acercó a Marie.
–Esa no es la cuestión.
–Entonces estás de acuerdo. Te estaba molestando.
–¡No necesito que nadie me proteja!
–¿Y entonces por qué no le impediste que siguiera tocándote?
Esa vez fue ella quien se encogió de hombros.
¿Qué podía decirle? ¿Acaso iba a decirle que aunque estudiara fuera no estaba acostumbrada a las manos atrevidas? Normalmente mantenía las distancias y evitaba la atención masculina en la medida de lo posible. Esa noche era la primera vez que bailaba con un hombre.
Pero eso no se lo iba a decir. Para una chica de Bakhara era algo natural, pero en París eso la convertía en un bicho raro.
–¿Nada que decir?
–Lo que hago no es asunto tuyo.
Al oír sus palabras, él arqueó una ceja. Su mirada de superioridad ponía a prueba la paciencia de cualquiera.
La música terminó. Se detuvieron.
–Gracias por el baile –dijo Soraya.
Las reglas de cortesía apenas servían para esconder el enojo que sentía. ¿Cómo se había atrevido a sugerir siquiera que debía darle las gracias? Giró y dio un paso adelante, pero él la agarró con más fuerza.
La música empezó a sonar de nuevo. Con un movimiento ágil, tiró de ella.
–¿Qué...?
–¿Y si hago que sea asunto mío?
Soraya podía sentir su aliento cálido en la cara. La intensidad de su mirada la confundía. Era como si fuera capaz de memorizarlo todo.
–¿Disculpa?
–Ya me has oído, princesa. No juegues conmigo.
–¿Jugar contigo? –Soraya sacudió la cabeza, apretó la mandíbula, indignada.
Le agarró de los brazos, trató de soltarse, pero fue inútil.
–¡No he hecho nada! Eres tú quien está jugando. Llevas toda la noche ahí sentado, observando.
Le miró a los ojos de nuevo y se encontró con esa mirada que le abrasaba la piel.
–¿Querías que hiciera algo más que mirar? ¿Es por eso que te arrimaste tanto a tu amigo, para provocarme?
–¡No!
Soraya dio media vuelta, pero él la hizo volver de un tirón.
Durante una fracción de segundo, vio algo en su mirada, algo escondido, algo que la asustaba y la fascinaba al mismo tiempo.
Y entonces recuperó el sentido de la realidad. Con un movimiento rápido, le clavó el tacón de aguja en el pie.
Un segundo más tarde era libre. Atravesó la pista de baile, con la frente bien alta y los hombros bien derechos.
Tenerla en los brazos había sido un error.
Zahir hizo una mueca y ahuyentó todos los pensamientos nocivos.
No tenía por qué adentrarse en ese terreno. Lo único que importaba era que ella tenía problemas. Lo había sabido nada más llegar a su apartamento y encontrarse con una chica y un chico, desnudos en la cama. Claramente se habían levantado de la cama porque no habían tenido más remedio. Había llamado al timbre con tanta insistencia.
Sus sospechas se habían visto confirmadas tras seguirle la pista hasta esa discoteca. No podía decir que se insinuara como la mayoría de las chicas, pero ese vestido ceñido de color ciruela tampoco pasaba desapercibido.
Zahir reprimió un juramento.
No se trataba de lo que ella le hiciera sentir. En realidad no tenía por qué sentir nada por ella; nada excepto desprecio por lo que le había hecho a Hussein.
Solo había que ver la forma en que se había arrimado a ese idiota...
Soltó el aliento, cada vez más furioso. Ella no era lo que le habían hecho creer que era. Y no era solo porque esa vieja foto de una joven inocente, casi una niña, no se pareciera en nada a la mujer que había visto.
El repiqueteo característico de unos tacones altos reclamó su atención. Se puso erguido.
La cadencia de los pasos disminuyó de inmediato. Un fuego arrasador se propagó por sus venas. Había sentido lo mismo cada vez que sus ojos se encontraban con los de ella.
Dio media vuelta y se enfrentó a ella. Estaban en el vestíbulo de la discoteca. A esa hora incluso el guarda de seguridad habían abandonado su puesto. Estaban solos.
–¡Tú! ¿Qué estás haciendo aquí?
Soraya se llevó la mano a la garganta un instante, pero la dejó caer rápidamente. Los signos de debilidad no eran bienvenidos.
–Tenemos que hablar.
Ella sacudió la cabeza. Largos mechones color chocolate se movían alrededor de su cuello.
–No tenemos nada de qué hablar.
Soraya le miró de arriba abajo.
–Si no me dejas en paz voy a...
–¿Qué? ¿Vas a llamar a tu amante para que te rescate? –Zahir cruzó los brazos.
–No –Soraya sacó el móvil del bolso. Lo abrió–. Llamaré a la policía.
–No te lo aconsejo, princesa.
–¡No me llames así!
–Perdóneme, señorita Karim –le dijo, recuperando el tratamiento de respeto y el tono impasible que utilizaba cuando quería sacar adelante una negociación especialmente difícil.
–¡Conoces mi nombre! –retrocedió, alarmada.
Zahir sintió el sabor del fracaso. Nada había ido como esperaba. ¿Dónde estaban los años de experiencia, la profesionalidad, la habilidad para manejar las misiones más comprometidas?
–No tienes nada que temer –levantó las palmas de las manos.
Pero ella dio otro paso atrás. Palpó la pared que tenía detrás, buscando la puerta de entrada.
–No hablo con extraños en sitios como este.
Zahir respiró profundamente.
–¿Ni siquiera con el hombre al que envía tu prometido?
Soraya se quedó helada. Los músculos se le contrajeron al tiempo que una única palabra reverberaba en su cabeza.
Prometido...
No podía ser verdad. No estaba preparada.
Sintió el corazón en la garganta, cortándole el aliento. No podía ser cierto. Aún le quedaban meses en París. Retrocedió hasta que dio con una superficie sólida. Abriendo la mano se apretó contra la pared. A través de una neblina, vio al extraño, caminando hacia ella.
De repente se detuvo, justo delante. Bajó el brazo. A esa distancia tendría que haber podido leer su expresión, pero en la penumbra sus rasgos parecían esculpidos en piedra.
Soraya respiró profundamente. Trató de calmarse. Había algo en sus ojos... Apartó la mirada.
–¿Vienes de Bakhara?
–Sí.
Quiso preguntarle si le había enviado él directamente, pero las palabras se hicieron añicos antes de salir de sus labios.
–¿Y tú eres...?
Él arqueó una ceja, como si reconociera la estrategia que trataba de usar.
–Me llamo Zahir Adnan el-Hashem.
Le hizo una elegante reverencia que confirmaba su historia sin ningún género de dudas.
Llevaba unos vaqueros, botas y una chaqueta de cuero negro, pero la ropa occidental no hacía más que reforzar su fuerza y su postura inflexible.
Soraya tragó en seco. Había oído hablar de Zahir el-Hashem. Todo el mundo había oído hablar de él. Era la mano derecha del emir, una fuerza de la naturaleza, un guerrero y, según su padre, un político cuya fama no hacía más que crecer.
Soraya cerró los puños. Siempre se había imaginado a un hombre mayor... El emir le había enviado. Había mandado a su consejero más cercano, un hombre casi de la familia, de confianza... un hombre al que no se conocía por su amabilidad precisamente, sino por su fuerza implacable. Alguien así no tendría reparo alguno en llevarla de vuelta a su país a rastras en caso de ser necesario.
El corazón de Soraya dio un vuelco. Era cierto. Era un hecho. El futuro acababa de llamar a su puerta, el futuro que había creído tan lejano y poco probable.
–Y tú eres Soraya Karim.
No era una pregunta. Sabía exactamente quién era. Y la odiaba por ello. Había algo extraño en esos ojos verdes extraordinarios, pero no era odio. Era otra cosa.
–¿Por qué me has seguido hasta aquí? No es un buen momento para venir a por mí.
Él arqueó la otra ceja y Soraya sintió un intenso vapor en las mejillas.
–Lo que tengo que decir es importante.
–No me cabe duda –Soraya quiso guardar el móvil en el bolso–. Pero estoy segura de que podemos hablar de ello mañana.
–Ya es mañana... ¿No quieres saber de qué se trata? –hizo una pausa. Sus ojos la taladraban como si le costara encontrar algo que buscaba–. ¿No estás preocupada por si traigo malas noticias?
Su rostro permanecía imperturbable, pero el tono de su voz era afilado.
El teléfono se le cayó de las manos.
–¿Mi padre? –le preguntó, llevándose una mano a la boca.
–¡No! –Zahir sacudió la cabeza–. No. Tu padre está bien. Lo siento. No debería haber...
–Si no es mi padre, entonces...
–Te pido disculpas. No debería haber mencionado esa posibilidad. Ha sido una imprudencia. Te aseguro que todos tus parientes se encuentran bien.
Parientes... ¿Eso incluía al hombre que le había enviado?
De repente, mientras le miraba a los ojos, entendió por qué la había hecho alarmarse sin motivo. Una ola de culpabilidad la golpeó de lleno. ¿Cómo era posible que no hubiera pensado en absoluto en el hombre con el que iba a pasar el resto de su vida? Él no se merecía otra cosa. Y, sin embargo, durante los meses anteriores no había hecho más que engañarse a sí misma, creyendo que ese futuro nunca llegaría.
–Me alegra oír eso –dijo, agachando la cabeza para ocultar su confusión.
El móvil estaba a sus pies, en el suelo. Se inclinó para recogerlo, pero él fue más rápido.
Tenía una mano dura, encallecida. La palma era ancha y los dedos eran muy largos. Era la mano de un hombre que no solo se dedicaba a las tareas diplomáticas y protocolarias.
El tacto de su piel, cálido y tan distinto al suyo propio, la hizo retirarse rápidamente. Recobró el aliento.
–Tu teléfono.
–Gracias –siguió mirando hacia otro lado. No quería enfrentarse a esa mirada de nuevo.
–Una vez más, me disculpo por mi torpeza, por haber dejado que...
–No tiene importancia. No me has hecho ningún daño –Soraya sacudió la cabeza.
–Vamos –le dijo él en un tono un tanto brusco–. No podemos discutir esto aquí.
No sin reticencia, Soraya levantó la cabeza, miró hacia el desangelado vestíbulo. El ruido sordo de la música reverberaba en las paredes. Todo olía a cigarrillos, perfume y sudor.
Él tenía razón. Tenía que oír todos los detalles.
Asintió con la cabeza. Un cansancio intenso la envolvía. Era el agotamiento de un animal acorralado que no tiene más remedio que hacerle frente a un depredador. Se sentía débil, vulnerable.
Se puso erguida.
–Por supuesto.
Él la condujo fuera. Soraya sentía el calor de su mano en la espalda. No la tocaba, no obstante. Había una extraña tensión entre ellos que le impedía volver a tocarla. No volvería a hacerlo. No había duda.
El cielo mostraba las primeras pinceladas grises del amanecer. Soraya miró a su alrededor. Buscó un vehículo grande, negro, un coche oficial. El sitio estaba desierto. Lo único que había era una moto enorme, envuelta en sombras.
¿Adónde iba a llevarle? No podía llevarle a su casa. Lisle y su novio seguirían allí. El sitio era grande, pero las paredes eran delgadas.
–Por aquí –dijo él, llevándola hacia la calle principal.
Giró por una calle secundaria con decisión. Sabía exactamente adónde iba.
Soraya sabía que debía pedirle alguna prueba de su identidad antes de seguirle a algún sitio, pero desechó la idea rápidamente. No era más que otra estrategia para ganar tiempo y ya no tenía ningún sentido.
Además, se sentía como si hubiera pasado por tres asaltos en el ring de boxeo. Y las cosas no habían hecho más que empezar. ¿Cómo iba a lidiar con lo que vendría después? Un escalofrío la recorrió por dentro.