El gato cae por las escaleras sin hacer ruido - Federica Larraín - E-Book

El gato cae por las escaleras sin hacer ruido E-Book

Federica Larraín

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Beschreibung

Un gato que nadie ve es el único testigo de esta historia. Amelia vive en Lo Curro. Edith viene llegando a Santiago desde Coquimbo. Amelia tiene una meticulosa rutina para sus mañanas. Edith prefiere comerse una barra entera de Trencito. Amelia tiene una empleada desde que nació. Edith tiene una tía abuela que trabaja como nana en Santiago. El gato cae por las escaleras sin hacer ruido, sigue a dos protagonistas, Amelia y Edith, que conviven en la misma casa: Amelia, hija de familia; Edith, empleada. Se conocen, se aprenden, se cuestionan en un encuentro de dos mundos tan distintos que sus realidades tambalearán y se cruzarán en una relación amenazante para el tibio ambiente que las envuelve. El gato cae por las escaleras sin hacer ruido es la primera novela de Federica Larraín Matte, pluma cuya juventud sorprende, promete, encanta. Es una profunda incursión vertical en el interior de una relación signada bajo el letrero de lo prohibido, con el semáforo social puesto en rojo. Ana María del Río.

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Narrativa /Novela

el gato cae por las escaleras sin hacer ruido

federica larraín matte

El gato cae por las escaleras

sin hacer ruido

Editorial Cuarto Propio

EL GATO CAE POR LAS ESCALERAS

SIN HACER RUIDO

© Federica Larraín Matte

I.S.B.N. 978-956-396-190-4

I.S.B.N. Digital 978-956-396-223-9

© Editorial Cuarto Propio

Valenzuela Castillo 990, Providencia / Santiago de Chile

Teléfono: (56-2) 27926518

Web: www.cuartopropio.com

Diseño y diagramación: Rosana Espino

Imagen portada: Pintura de Anastasia Depassier Yasky

Impresión:

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

1era edición, julio de 2022

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

“[…] lo malo de la vida es que no es lo que creemos

pero tampoco lo contrario”.

A. Pizarnick

Para Antonia,

Porque me dio la confianza para empezar a escribir

y para seguir escribiendo.

prólogo

Se despierta de un sueño premonitorio. Una pierna, luego la otra, luego otra. La espalda encorvada se estira. Abre la boca, grande, sale un aliento a tallarines, una pizca de pescado.

Deambula por las calles amanecidas. Intenta reconocer el lugar de su sueño. Gato astuto, inteligente la ve, no duda, aquí, la casa. Se cuela por la gran reja negra. Maúlla, que le abran la puerta. Nadie responde. Espera.

capítulo uno: encuentro de dos mundos

Suena el despertador. A las seis en punto, como todos los días de semana. Amelia, que por ahora es un bulto del cual solo se observan unos rulos sobre la almohada, se retuerce. Primero hacia un lado, luego hacia el otro, gime. Apaga la alarma. Aparta bruscamente el cobertor hacia un lado esperando que un viento helado estremezca su cuerpo y la ayude a despertar. Pero no llega. Aún es verano y quién sabe durante cuanto tiempo seguirá haciendo ese calor insoportable. Es una mañana de principios de marzo en Santiago, en los cerros del barrio alto. Decepcionada, Amelia se levanta. Se limpia los ojos, bosteza, abre completamente la ventana para ventilar el aire denso y sofocado que descansa entre sus cuatro paredes, va al baño. Ahí, el gato aprovecha para entrar. Observa la pieza. Adentrarse en una casa nueva es siempre una experiencia. Con el tiempo ha ido perfeccionando su ojo. Lo han echado a patadas de muchas casas. Pobre gato callejero. Pero tiene una buena corazonada con esta. Es igualita a la que acaba de ver en su sueño. No recuerda qué sucedía, pero sí siente en su cuerpo gatuno algo muy parecido a la tranquilidad.

*

Se despierta con un sobresalto del vehículo en movimiento. Edith bosteza, estira las piernas, se da vuelta hacia un lado, corre la cortina para mirar hacia fuera. Son las seis de la mañana. El sol comienza a hacer su aparición y amenaza con un día caluroso. Su Tía Annie vive en Santiago hace veinte años. Es la primera vez que Edith la visita. Quién hubiera dicho que ahora tendría que trabajar con ella. Mientras el bus entra en la ciudad, en la tierra prometida, se fija en las montañas del paisaje, sobre todo en las más altas, casi invisibles tras una nube color tierra. Pareciera que están pintadas, piensa, que son un fondo de mentira. Apoya su cabeza en la ventana, saca de su mochila unos audífonos, su celular, pone música y observa.

*

Amelia sale de la ducha. Sus largos rulos castaños caen mojados sobre su cuerpo desnudo. Le gusta mirarse al espejo. Observa sus ojos redondos, claros; su nariz grande, redonda también, sus labios finos y delicados. Los dos lunares, el del cuello y el de la parte inferior de su ceja izquierda; su cuerpo delgado, esbelto, largo; su piel blanca, lisa e hidratada. Comienza entonces su rutina de belleza: se desenreda el pelo, agrega aceite para el frizz, aplica crema para la cara, humectante por todo el cuerpo, se peina las cejas y se humecta los labios. Se pone la bata de toalla y sale.

El gato, que ha estado olfateando sus nuevos alrededores, la contempla.

*

El bus entra al terminal, Edith agarra su mochila y se baja. Se dirige a buscar su equipaje, pasa el recibo y el señor del bus le entrega su bolso morado. Es de tamaño regular, ideal para guardar las cosas para un fin de semana en la playa, pero extremadamente pequeño, considerando que lleva allí todas sus pertenencias en este mundo. Bolso en mano, busca el metro. Su Tía le ha dado las instrucciones y hasta se las ha dibujado en diferentes mapas, pero ella no entiende la letra de su Tía y tampoco los puntos cardinales, así que mejor decide preguntar. Encuentra fácilmente su objetivo y ríe para sus adentros, le resulta bastante sencillo. Todo lo que sabía de la gran ciudad eran las historias que contaba su Tía y las leyendas con las que la entretenía su abuela, que cuando pequeña le parecían terroríficas. Le dieron mil pesos para comprar el pasaje, los tiene en la mano, pero no está ni ahí, prefiere gastarlos en un Trencito, siente hambre y un chocolate a las seis y cuarto de la mañana es su desayuno favorito, así que se lo compra. Se acerca con cautela a la intimidante entrada del metro. Vacila. Un hombre joven la observa, le llama la atención con un susurro y se salta el torniquete. Ella no duda y lo sigue.

*

Amelia baja las escaleras de piedra. Entra al comedor. La mesa con el desayuno está cuidadosamente puesta. Agarra la jarra de café, se sirve hasta el borde de la taza. Toma dos tostadas, les pone mantequilla, luego palta. Es su comida preferida del día. Es el único momento donde está realmente sola y en esa casa tan grande y repleta de gente reina el silencio. Come con ganas, como siempre. No mira el teléfono, ni un libro, ni el diario. La vista fija en la ventana frente a ella, la ciudad inundada por la cálida luz mañanera y ese sol resplandeciente.

No se da cuenta que un par de migas caen al suelo, al costado de sus pies, tampoco nota cómo el gato, que está sentado en otra de las sillas del comedor, baja tranquilamente a olerlas, para luego decidir que no se las quiere comer y volver a subirse.

*

Escuela Militar. Las instrucciones de su Tía dicen que ahí debe bajarse, así que se baja. Lee uno de los veinticuatro mensajes que le había mandado la noche anterior con las direcciones: salida C, ‘Los Militares’. Busca. Salida A, salida B. No la ve. Salida D, E, F, G, H.

—La weá complicada —murmura Edith para sí.

Pero no tarda mucho en salir de ese inframundo y encontrar la micro correcta. Se sube, tampoco tiene para pagar, filo, se dice para sus adentros y vuelve a utilizar su desenfadada autoconfianza.

—Permiso tío —dice y pasa. Los ojos del chofer la siguen pasillo adentro.

Se acomoda en un asiento. Saca su chocolate, le da la última mascada. Es una de sus mayores virtudes, como siempre dice, poder comerse un chocolate entero, sin ayuda de nadie y en menos de veinte minutos. Guarda el papel y saca un pequeño espejo de mano. Tiene la imagen de una muñeca, tan gastada que cuesta distinguir sus colores. Se observa. Saca de su mochila un pequeño estuche, de esos que se tenían en el colegio, en los que todos los compañeros escribían mensajes con corrector y destacadores. Lo abre y saca un tapaojeras, lo aplica, luego una capa de base. Con su delineador hace su típica línea negra, que atraviesa todo el ojo y termina en una bella punta delgada. Se enorgullece al constatar que su mano no vacila utilizando el lápiz, a pesar de los constantes saltos y giros que da la micro. Luego saca una cuchara, se encrespa las pestañas. Se aplica un rímel bastante seco. Finalmente, saca un lápiz labial burdeos y se lo pone delineando cuidadosamente sus labios. Le encanta ponerse exactamente el mismo maquillaje todas las mañanas. Tiene grandes ojos café, muy oscuros, casi negros; sus cejas son abundantes y perfectamente marcadas, un piercing en la izquierda; su nariz es delgada, recta, lleva un arito en el lado derecho y otro entre lasfosas nasales; sus labios son gruesos y levantados; sus orejas pequeñas y llenas de diferentes aros. De baja estatura, curvilínea. Siempre tiene las uñas largas y fuertes, perfectamente pintadas, sus dedos con muchos, muchos anillos.

*

Amelia se levanta tranquilamente, toma su plato y su taza, pasa a la cocina a través de una puerta vaivén. Ahí está la Ani preparando el almuerzo para sus hermanos más chicos, distribuyéndolo en diferentes loncheras, todas de un solo color, azul, rojo y verde. Deja el plato y la taza en el fregadero.

—Hola, Ani —dice.

Ella levanta la cabeza.

—Hola mi muchacha, ¿cómo amaneció?

—Bien, ¿y tú?

—Cansada —responde exhalando—. ¿Viene a almorzar hoy día?

—Yo creo que sí.

Le da un beso, atraviesa la puerta de la cocina, sale al vestíbulo, sube las escaleras. Va a su pieza, hace su cama, se asegura que todos sus materiales estén correctamente guardados en la mochila: computador, cargador, cuaderno, estuche con lápices de todos los colores y formas, agenda. La cierra. Revisa la hora: seis y cincuenta, como siempre. Todas las mañanas sigue la misma cuidadosa rutina y siempre le toma el mismo tiempo. Entra al baño, se inspecciona una última vez en el espejo, se lava los dientes, se aplica desodorante, harto perfume. Se mira a los ojos a través de su reflejo.

—Amelia.

Repite su nombre en voz alta cada mañana. Significa trabajo. Una manera de hacerse presente en el mundo; literalmente, nombrarse y aferrarse a una identidad. A la salida del baño se cruza con una de sus hermanas, desde las seis y cuarto está intentando despertar y recién ahora lo ha logrado. Tarde, como todas las mañanas. La mira, ella le dirige unos gruñidos de buenos días.

—Buenos días —responde Amelia con una sonrisa impecable.

Va a su pieza toma su mochila y baja las escaleras. Entra sigilosa a la pieza de sus padres, aún en penumbra. Se despide con un beso de su madre dormida, que, a pesar sus intenciones a lo contrario, siempre le cuesta salir de la cama. Amelia se asoma al baño.

—Chao, papá.

—Chao.

Sale de la casa, abre el portón, baja por la calle empinada, llega al paradero de la micro y se sienta a esperar. Escucha un ruido de motor y observa. No. Es la micro que viene del otro lado.

*

—Aquí —le avisa el chofer desde su cabina.

En la mitad del recorrido, Edith se da cuenta de que, aunque tiene el mapa de su Tía, jamás va a poder identificar a tiempo el lugar donde bajarse. Así que junta todo su encanto natural y va a pedirle al chofer que le avise cuando lleguen a la calle tal con tal.

Toma sus cosas y se baja. Frente a ella, una subida enorme. Mira hacia ambos costados. No hay nadie en la calle. En el paradero del frente solo hay una chica, esperando. Podría preguntarle por la dirección. Vacila, lo deja como plan B. Mejor revisa el último mensaje de su Tía. No cabe duda, hay que subir. Mierda. Su bolso morado cae de su hombro, rendido antes que ella, lo vuelve a tomar y comienza a caminar. La cuesta parece interminable. Un par de metros más adelante observa que la calle se separa y se da cuenta que hay una entrada invisible hasta entonces.

—Por favor que sea ahí, por favor que sea ahí —murmura. Llega frente a un gran portón negro de fierro con diseños, un número: 3265—. Bien —dice aliviada. Toma su teléfono y marca—. ¿Tía? Estoy afuera.

Rápidamente la puerta se abre. Atraviesa dudosa el umbral. Tiene la sensación de estar entrando a otro mundo. El camino que aparece ante sus ojos desciende, cubierto por grandes pastelones rojizos; a los costados se alzan imperiosos árboles, flores y arbustos que combinan a la perfección. Una entrada luminosa y encantada. Camina con cautela, quiere absorber todos los detalles de ese nuevo reino en el que se está internando. Un poco más adelante se encuentra con una casa enorme, la casa más grande que ha visto jamás. Las murallas son enormes, las ventanas son enormes, la fuente es enorme, la puerta de entrada es enorme, todo es enorme. Parece un castillo o un convento o no sabe qué. Se aferra al tirante de su bolso, frente a esta casa lo siente aún más pequeño. Al igual que su cuerpo frente a tanta inmensidad.

Termina de caminar hasta la puerta de entrada donde está su Tía esperándola. La mira de arriba abajo, le sonríe. Ella se acerca cautelosamente y la abraza con cariño.

—Venga —le dice, y la lleva hasta la cocina—. La pieza que está ahí es la nuestra —dice la Tía señalando una puerta hacia la izquierda—. Deje sus cosas por mientras.

Ah, vamos a tener que compartir pieza, piensa. Nunca se ha llevado bien con su Tía y si hay algo que necesita es tener un espacio propio.

Entra. Las murallas son de piedra como el resto de la casa. Una gran ventana al fondo da al patio de cocina. En las paredes cuelgan dos cuadros, posiblemente comprados en el Homecenter, impersonales. Una tele pequeña en la otra muralla completa el decorado, aliviando la pieza que de otra manera podría ser descrita como gris y un poco oscura. Tampoco es tan chica, piensa; es más grande que la que yo tenía y más grande de lo que me imaginaba. Hay dos camas, una perfectamente hecha, con dos cojines y un cubrecama celeste, la otra con un colchón con el plástico aún puesto. Al costado de cada cama hay un pequeño velador con dos cajones y una lámpara de lectura.

—Esa es su cama —dice la Tía desde la puerta—. El cubrecama y las sábanas están en el clóset.

Y muestra el pequeño pasillo del fondo donde también hay una puerta que da al baño.

—Gracias —dice ella y pone su bolso en el suelo.

Va hacia el closet, saca el cubrecama y las sábanas. También hay un uniforme azul marino con detalles blancos en el cuello y las mangas, colgando en una bolsa plástica.

—Ese es para usted, póngaselo. Va a tener que sacarse esos aros.

—Ya —responde ella.

Lleva una polera de algodón negra de tiritas que dejan al descubierto sus tatuajes, uno en el antebrazo derecho, otro al costado izquierdo de su pecho, otro en la parte posterior de su brazo izquierdo.

—Y va a tener que taparse esos tatuajes —dice la Tía.

—Chuta, bueno.

—Aquí son así. ¿Té? —ella asiente y la Tía desaparece en la cocina.

Edith saca cuidadosamente el plástico del colchón, pone la sábana, el cubrecama y los cojines encima. Abre su bolso. Saca tres fotos enmarcadas: una con ella de seis años y su abuela, en la playa; el viento les tapa la cara, pero se ven sonrisas radiantes; otra, con ella y su hermano chico en su último cumpleaños, alrededor de una torta de supermercado con cinco velitas; la última es una foto de ella con sus dos mejores amigos de noche en la playa, unas botellas de cerveza en el piso y un tabaco en la mano de cada uno. Su mejor amiga se había encargado de imprimirle las fotos y de elegir tres bellos marcos.

—Para que no te olvides de nosotros cuando estés por allá —eso le había dicho.

Edith guarda su ropa en las dos repisas vacías que hay en el armario y toma el uniforme. Entra al baño, se lo prueba, se mira al espejo. Se hace una pinza en el sector de la cintura. Saca de su mochila un pequeño costurero, se saca el uniforme, hace la pinza delicadamente. Se lo vuelve a probar, modela, sonríe con ligereza. Luego observa cómo sobresalen sus tatuajes del uniforme. Va al closet, saca una polera de algodón negra y manga larga, se la pone. Se mira nuevamente al espejo, duda, se arremanga la camiseta, sonríe un poco más convencida. Por suerte la casa es fresquita, piensa, sino me achicharro. Luego procede a sacarse cuidadosamente cada uno de sus aros. Primero el de la ceja, hace una mueca, lo guarda en su costurero. El de la nariz, el que está entre las fosas nasales, los de las orejas y deja dos, los más convencionales. Vuelve a mirarse en el espejo, completamente despojada.

—Hola, soy Edith y ahora soy una monja.

Su nombre proviene de una larga tradición de nombres franceses en su familia. Nadie sabe muy bien por qué. La abuela de Edith se llamaba Agnes. Su hermana —la tía abuela de Edith que dormirá en la cama de al lado— se llama Ani. Escrito correctamente es Annie, un nombre francés, pero la Tía siempre ha encontrado que hacer esa distinción es pedante así que escribe Ani. La madre de Edith se llama Chantal. Ahí se cortó la tradición, porque el siguiente en la descendencia es el hermano de Edith, o medio hermano, que se llama Carlos, como su padre.

Cuando termina de observarse frente al espejo, se siente súbitamente fuera de su piel. Un nudo en la garganta le llega de sorpresa y siente como dos lágrimas corren por sus mejillas. Se las limpia rápidamente, traga.

—No seas llorona, eres la misma de siempre —se susurra.

Edith sale de la pieza y se sienta en la mesa del comedor de diario a tomar su té.

—¿Le costó mucho llegar? —pregunta la Tía.

—No, no, con las indicaciones que me dio fue rapidito, queda lejos eso sí.

—Hay que acostumbrarse no más.

En eso, entra por la puerta de la cocina La Señora. Perfectamente peinada, maquillada y vestida muy elegante. Tiene 46 años, es alta, delgada, esbelta, siempre bronceada en el tono justo. Es de esas personas que uno no puede evitar contemplar cuando entran en una sala. Y Edith no puede dejar de mirarla.

—Señora, ella es Edith, mi sobrina —dice la Tía.

—Ah ya llegaste, que bueno, ¿y cómo llegaste? ¿quién te trajo? —pregunta La Señora.

—Eeee, bien, bien, en metro y micro —responde Edith, obnubilada.

—Ay pero que eres loca, si vivimos a la cresta de la loma, te hubieras pedido un taxi, yo te lo pagaba.

—No se preocupe señora, si yo le expliqué cómo llegar —responde rápidamente la Tía.

—Bueno, tomo desayuno y te muestro la casa ¿te parece? —ni siquiera le da tiempo a Edith de responder y agrega— tengo una reunión a las doce, pero vuelvo a almorzar.

La Señora desaparece por la puerta de la cocina que da al comedor.

—Ella es La Señora, la mamá y nuestra jefa. Es simpática, pero estricta, nunca se le pasa un detalle —le explica la Tía mientras se sienta al frente de Edith a tomar su té, con tres de azúcar a pesar de su diabetes galopante—. Tiene que portarse bien, Edith.

—Sí sé, tía —responde ella bajando la cabeza, aún procesando la imagen de La Señora, que le recuerda a las garzas que veía en la playa de Coquimbo. Pero no comenta nada. A la Tía, las garzas nunca le han parecido elegantes como las ve Edith.

—Que no se le ocurra hacer ninguna tontera, porque ahí nos echan a las dos.

—Sí sé, tía.

—Tiene que portarse bien y verse bien, aquí no les gustan esas cosas que le gustan a usted.

—Ya, tía.

—Aunque son llevados sus ideas, son buena gente. Hasta de vacaciones me han llevado.

La Tía toma su té, acordándose de las playas de arena blanca, las palmeras, las instalaciones de lujo. Luego cierra los ojos y los recuerdos la inundan.

Cuando su marido se fue, porque se enamoró de una chiquilla quince años más joven. Cuando dijo chao con los hombres, chao con trabajar aquí, chao con este pueblo lleno de garzas de mierda, que huelen a mierda y en donde todos apestan a lo mismo. Cuando se fue a trabajar a Santiago. Cuando le dijeron que no podía tener hijos.

Llegó directamente a la casa de esta familia recomendada por una amiga. Eso sí, la familia no era tan grande todavía, solo había nacido la hija mayor y vivían en un departamento chiquitito en Apoquindo. La Ani los vio nacer a todos, la llevaban a la clínica a ver a La Señora y siempre le pasaban al niño en los brazos. La Ani es parte de la familia. Más de una vez fue con ellos a Punta Cana y a Brasil, todo pagado. El último viaje fue a Máncora.

—Tú estás de vacaciones, igual que nosotros —eso le dijo La Señora.

Es tan parte de la familia que cuando le confesó a La Señora que su salud estaba empeorando y que necesitaba un poquitito de ayuda y que justo, justo tenía una sobrina de Coquimbo que se podía venir…

—Es joven y muy trabajadora. Se puede quedar puertas adentro. Es bien portada, desde chiquitita ha sido criada así. Es inteligente, simpática y sabe cuál es su lugar. Mi sobrina está sin pega ahora y la chiquilla se muere de ganas de venir a trabajar para acá.

Okey, no era tan así. Edith no se moría de ganas de venir, pero la Tía tenía que exagerar. Cuando le contó todo eso, La Señora no dudó un segundo. Una semana después, Edith estaba arriba del bus, camino a Santiago.

—La cosa es que sea responsable —repite la Ani.

—Sí sé, tía. Gracias por traerme para acá, yo lo quiero hacer bien —responde Edith, mirándola fijamente, para que le crea, porque su promesa es sincera.

—Más le vale, niña.

La Tía es dura con Edith. Para ella, es de esas adolescentes incorregibles.

Se escucha a La Señora llamando desde el comedor. Edith abre tímidamente la puerta y observa la ostentosa mesa con un gran ventanal que da a una vista hermosa y despejada de la ciudad.

El gato sigue durmiendo en una de las sillas.

Su nueva jefa está terminando su café y tiene muchos papeles esparcidos por la mesa.

—¿Me llamó, señora? —pregunta.

—¡Ah, pero mira! Te quedó regio el uniforme, con la Annie no estábamos seguras de tu talla.

Edith sonríe tímidamente. Se arregla su ropa desde los dieciséis años.

—Sí, muchas gracias, gracias por la cama también —responde ella sonriente. —Nunca me habían comprado una.

—Pero cómo no. Ven a sentarte para que te cuente —dice La Señora y Edith se sienta frente a ella, la espalda recta, sus muslos en el borde de la silla.

No sabe qué hacer con sus manos, porque no quiere tocar nada, pero después se acuerda que le han dicho que es de mala educación que en la mesa las niñas se sienten con las manos en la falda, entonces se confunde y menos sabe qué hacer.

Mierda, piensa. Deja las manos cuidadosamente sobre el mantel.

—Ya mira, no sé si la Annie te ha contado un poco sobre la familia, los niños todo eso —empieza La Señora.

—Sí, sí —responde Edith, intentando acordarse de algo, pero es inútil.

—Perfecto. Las niñitas ya están grandes así que casi no hay que preocuparse por ellas, excepto por la Agustina que siempre va a entrar a la cocina diciendo que no encuentra una polera… —ríe.

Edith ríe tímidamente con ella, no sabe si puede, pero lo hace igual para que La Señora no se sienta sola.

—La cosa son los tres chicos, porque nosotros tuvimos como tres y tres. Tres niñitas seguidas y después tres niños hombres seguidos. Y es gracioso, porque en un momento con el Goyo, pensamos que íbamos a tener solo mujeres y qué pena porque él quería tener hombres para jugar con ellos al fútbol. Pero después le dio lo mismo, estaba feliz con sus niñitas. Después llegaron los tres más chicos y fíjate que a ninguno le gusta el fútbol, nos reímos con eso. A Clemente le gusta el tenis, ¡imagínate! y a José María le gusta la música, pero yo no me preocupo tanto, todavía es chico. No creo que se quiera dedicar a eso. Si no, ¡imagínate! ¡Mi hijo músico, una locura! Y después está Goyito, que solo tiene dos años, así que estamos cruzando los dedos para que le guste el fútbol —ríe haciendo el gesto con su mano derecha. —Bueno, a los chicos sí hay que ordenarles la pieza, asegurarse de que se bañen, de que hagan las tareas, de cuánto rato ven tele y juegan play, de que coman toda la comida y de que se acuesten temprano. Son súper cariñosos así que no te va a costar nada. Con respecto a la casa… a ver, mejor ven conmigo y te hago un tour —vuelve a reír.

Deja sus lentes en la mesa y se levanta. Edith la sigue.

El gato despierta y decide que un recorrido por la casa no estaría mal. Se mantiene a una distancia prudente de ellas.

—Entonces, este es el comedor, obvio. Tomamos desayuno todos aquí, excepto las más grandes, que lo toman antes, porque se van más temprano a la universidad. Este es el living, la entrada, mi pieza con el Goyo.

Edith solo se concentra en la voz pastosa de La Señora.

—El baño de visitas… aquí arriba está la salita de los niños, la pieza de Agustina.

Sonríe atenta. La Señora va abriendo y cerrando puertas, sin dejar de hablar. Edith no logra retener ningún nombre. Ella tiene memoria visual, necesita ver a esos niños que por ahora son para ella seres sin cara, sin cuerpo, sin huella digital.

—Mira, esta es la pieza de los dos más chicos… y esta otra es la de la Amelia.

La Señora abre la puerta y Edith observa, los ojos muy abiertos.

La habitación tiene las paredes blancas y piso de parquet claro, un cubrecama blanco y muchos cojines de colores gris, azul y rosado. Sobre la cama cuelga una virgen de porcelana. Sobre su velador hay una lámpara de noche y tres libros apilados. Un closet de cuatro puertas. Una repisa que abarca todo el ancho de una muralla, tiene muchos libros, más de los que Edith ha visto jamás. Algunos recuerdos alternados cuidadosamente en los estantes y medallas de competencias de vóleibol. En el escritorio, blanco también, hay un estuche, un computador y libros abiertos, una silla blanca. Sobre el escritorio diferentes fotos pegadas: de ella con sus amigos, con su familia, postales de ciudades y de cuadros famosos. Todo está en perfecto orden, como si nadie la habitara.

—Gorda, ya llegaste —dice La Señora.

Sólo entonces Edith deja de observar y nota la presencia de la chica sentada estudiando.

—Sí, al final no vino el profe así que ni alcancé a llegar y me devolví no más —responde Amelia.

—Que rico, gorda. Mira, ella es la Edith, ahora va a trabajar en la casa.

Amelia mira a Edith, la examina de arriba a abajo.

—Buena, yo soy Amelia —le sonríe cariñosamente.

Amelia, repite Edith en su cabeza. Le devuelve la sonrisa, pero Amelia no alcanza a percibirla, porque ya ha vuelto su cara a los libros. Se come las uñas.

—Gorda, no te las comas, por favor.

—Ya, perdón.

—Bueno, te dejamos estudiar, ¿te cierro la puerta? —pregunta La Señora.

—Sí, porfa —responde Amelia.

Una vez que cierra, La Señora se dirige a Edith y le explica.

—Está estudiando periodismo. Lee como loca, yo no sé, ni duerme… Bueno, sigamos.

Bajan las escaleras y nuevamente otras escaleras. Edith sigue escuchando la voz de La Señora como si estuviera en uno de esos programas gringos que muestran las casas de los ricos. A su abuela le gustaba ver esos programas los domingos en la tarde. Ella siempre se sentaba a sus pies y pensaba en que debía ser muy cansador recorrer tantos pasillos para llegar a la cocina.

—Esta es la salita de abajo… la pieza de estudio de los niños… la sala de cine… nuestro escritorio… la terraza de afuera… el quincho… la terraza de arriba… el patio de cocina… la piscina… y el jardín...

La Señora camina con pasos anchos, en calma.

—Ya vas a ver que te vas a acostumbrar súper rápido. Todos mis niños son súper limpios, así que el aseo no será tan terrible. El señor de la piscina se llama Gerardo y viene los miércoles a medio día. Los jardineros vienen los jueves. El profesor de piano, los lunes. Ah, y los viernes pasan a buscar un cheque para el Hogar de Cristo. Yo creo que lo más pesado es planchar, pero eso lo hace la Annie y le encanta así que no te preocupes. Eso sería, ¿alguna pregunta? —concluye el discurso de La Señora.

Edith piensa. Mmm, sí, obvio que sí, miles, millones. Pero no lo dice, no quiere parecer impertinente así que responde:

—No, no…

—Bueno, ahí la Annie te irá explicando donde están todas las cosas y eso. Igual te vas a acostumbrar súper rápido.

Eso ya me lo dijo, piensa Edith.

Me tiene fe, piensa también.

—Se nota que eres rápida. Bueno, te dejo.

Y se va dejando a Edith sola en ese jardín que es más grande que toda su casa en el norte. Es quizás más grande que la plaza que está cerca de su casa, tiene más árboles y plantas, eso sí es seguro.

—La media volada —dice para sí.

Se estira, admira la vista de la casa desde el jardín y entra nuevamente, esperando poder acordarse del camino para volver a la cocina.

Nadie está ahí para ver cómo sonríe. Nadie, salvo el gato, que la observa desde la ventana de arriba e intenta recordar su sueño. Algo en el rostro de Edith, en su manera de caminar, le parece familiar.