El halcón maltés
Dashiell Hammet
Century Carroggio
Derechos de autor © 2025 Century publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Traducción de Antonio Rubio. (Maltese Falcon)Portada; Jack V.Isbn; 978-84-7254-588-5
Contenido
Página del título
Derechos de autor
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
1
SPADE Y ARCHER
La mandíbula de Samuel Spade era larga y huesuda y su barbilla una V que sobresalía bajo la V más flexible de su boca. Las ventanas de su nariz se curvaban hacia atrás para formar otra V más pequeña. Sus ojos de color amarillo grisáceo eran horizontales. El leitmotiv de la V aparecía nuevamente en sus espesas cejas, que al alzarse formaban dos pliegues gemelos por encima de su nariz aguileña; su cabello castaño oscuro caía en un punto de su frente, desde las sienes altas y planas. Tenía el aspecto más bien agradable.
Dijo a Effie Perine:
-¿Qué hay, encanto?
Effie Perine era una muchacha delgaducha, tostada por el sol, cuyo vestido de fina lana de color canela colgaba sobre ella como si estuviera mojado. Sus ojos eran castaños y juguetones, y su rostro se parecía al de un chico. Terminó de cerrar la puerta, se apoyó en ella y dijo.
-Hay una chica que quiere verte. Se llama Wonderly.
-¿Una cliente?
-Parece que sí. De todas maneras, no te disgustará verla; es preciosa.
-Hazla pasar, querida -dijo Spade.
Effie Perine volvió a abrir la puerta y siguió su movimiento con el cuerpo hasta la oficina contigua. Apoyó una mano en el picaporte y dijo:
-¿Quiere pasar, señorita Wonderly?
Una voz contestó «Gracias», con tal suavidad que sólo la articulación más pura hizo inteligibles las palabras. Enseguida, una mujer joven apareció en el hueco de la puerta. Avanzó lentamente, con pasos vacilantes, mirando a Spade con unos ojos azul cobalto que eran a la vez tímidos y penetrantes. Era alta y esbelta, sin la menor angulosidad. Su cuerpo erguido hacía resaltar sus pechos; tenía las piernas largas, las manos y los pies pequeños. Llevaba un velo azulado que había sido elegido para hacer juego con el color de sus ojos. Los cabellos rizados que se veían bajo su sombrero azul eran de un rojo oscuro, y sus labios, plenos de un rojo más vivo. La blancura de sus dientes resplandecía en la media luna que formaba su sonrisa tímida.
Spade se puso en pie haciendo una reverencia, y con un ademán de su mano, de dedos gruesos, señaló el sillón de roble que se encontraba junto al escritorio. Tenía unos seis pies de estatura. La amplia envergadura de sus hombros hacía que su cuerpo pareciera casi cónico -no tan ancho como pesado-, lo cual impedía que su traje gris, recién planchado, le sentara bien.
Miss Wonderly murmuró «Gracias» tan suavemente como antes, y se sentó en el borde de madera del sillón.
Spade se hundió en su sillón giratorio, le hizo dar un cuarto de vuelta hasta colocarse frente a ella y sonrió cortésmente, sin separar los labios. Todas las V de su cara se alargaron.
El tecleo, la campanilla y el zumbido apagado de la máquina de escribir de Effie Perine se escuchaban confusamente a través de la puerta cerrada. En alguna oficina muy próxima, el motor de una máquina vibraba sordamente. Sobre el escritorio de Spade, en una bandeja de bronce llena de colillas, ardía lentamente un cigarrillo. Copos de ceniza gris manchaban la superficie amarilla del escritorio, el secante verde y los papeles dispersos sobre la mesa. Una ventana cubierta por una cortina de piel de ante dejaba pasar una corriente de aire procedente del patio y que olía levemente a amoníaco. Las cenizas del escritorio se retorcían y agitaban en la corriente.
Miss Wonderly contempló la danza agitada de los copos grises. Sus ojos reflejaban inquietud. Estaba sentada en el borde mismo del sillón, con los pies apoyados en el suelo, como si estuviera a punto de levantarse. Sus manos, enguantadas, se crisparon sobre la cartera de cuero oscuro que tenía apretada contra su falda.
Spade se acomodó en su sillón y preguntó:
-¿Qué puedo hacer por usted, miss Wonderly?
La muchacha contuvo el aliento y le miró. Luego tragó saliva y dijo atropelladamente:
-¿Podría usted...? Yo pensé... Es decir...
Después se mordió el labio inferior con sus dientes resplandecientes y quedó callada. Sólo sus ojos oscuros hablaban ahora suplicantes.
Spade, sonriendo, movió la cabeza como si hubiese comprendido, con un gesto benévolo que indicaba que en todo aquello no había nada que debiera inquietarla. Luego dijo:
-¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio? Así sabremos lo que es preciso hacer. Lo mejor será que me diga cómo comenzaron las cosas.
-Fue en Nueva York.
-Bien.
-No sé dónde le conoció ella. Quiero decir, en qué lugar de Nueva York. Es cinco años más joven que yo (sólo tiene diecisiete) y no teníamos los mismos amigos. Supongo que entre nosotras nunca hubo esa confianza que debe existir entre hermanas. Mamá y papá están en Europa. Será la muerte para ellos si llegan a saberlo. Es preciso que ella vuelva antes que regresen a casa.
-Sí -dijo él.
-Estarán de vuelta a primeros de mes.
Los ojos de Spade se iluminaron.
-Entonces tenemos dos semanas por delante -dijo.
-No supe lo que había hecho hasta que me llegó su carta. Me puse furiosa -sus labios se estremecieron, mientras sus manos estrujaban la cartera oscura que tenía en la falda-. Tenía tanto miedo de que ella hubiera hecho algo malo que no me atreví a recurrir a la Policía, y, al mismo tiempo, el temor de que le hubiera pasado algo me impulsaba a ir. No había nadie a quien pudiera pedir consejo. No sabía qué hacer. ¿Cree usted que podía haber hecho algo?
-Nada, por supuesto -dijo Spade-. Pero entonces llegó su carta, ¿no?
-Sí, y le mandé un telegrama pidiéndole que volviera a casa. Se lo mandé a lista de Correos. Era la única dirección que me había dado. Esperé una semana entera, pero no obtuve ninguna respuesta ni tampoco una sola palabra más. Y el regreso de papá y mamá estaba cada vez más próximo. Por eso vine a San Francisco para buscarla. Le escribí informándola de mi llegada. No debí haberlo hecho, ¿no es cierto?
-Tal vez no. Pero no siempre es fácil saber lo que se debe hacer. ¿Y no la encontró?
-No, no la encontré. Le envié unas líneas para decirle que iría al St. Mark, rogándole que fuera allí para hablar conmigo, aun cuando no tuviera la intención de volver a casa. Pero no fue. Esperé tres días seguidos, pero no acudió; ni siquiera me mandó un aviso.
Spade sacudió su cabeza de demonio rubio, frunció la frente con simpatía y apretó los labios.
-Fue horrible -dijo miss Wonderly, intentando sonreír-. No podía quedarme sentada, esperando, sin saber lo que le había ocurrido o lo que podía estar ocurriéndole -hizo una pausa, esforzándose por sonreír, y se estremeció-. La única dirección que tenía era la lista de Correos. Le escribí otra carta, y ayer por la tarde fui a la oficina de Correos. Me quedé allí hasta la noche, pero no fue. Volví al correo esta mañana, y tampoco vi a Corinne; en cambio, vi a Floyd Thursby.
Spade volvió a hacer un ademán de asentimiento. Las arrugas de su frente desaparecieron, cediendo su lugar a una expresión de intenso interés.
-No quiso decirme dónde estaba Corinne –prosiguió la muchacha, con desamparo. No quiso explicarme nada, excepto que estaba bien y contenta. Pero ¿cómo voy a creerlo? Es lo que siempre se dice en esos casos, ¿no es verdad?
-Claro -admitió Spade-. Pero podría ser cierto.
-Espero que sí. Ojalá lo sea -exclamó ella-. Pero no puedo volver a casa de esta manera, sin haberla visto, sin haber hablado siquiera por teléfono con ella. Él no quiso llevarme a donde se encuentra. Dijo que ella no quería verme. Pero me resisto a creerlo. Me prometió decirle que me había visto y llevarla esta noche al hotel, siempre que estuviera dispuesta a ir. Dijo que sabía que ella no querría. En este caso, me prometió ir él en su lugar. Él...
En aquel momento la puerta se abrió, y ella interrumpió su relato, llevándose una mano a la boca.
El hombre que abrió la puerta dio un paso hacia adelante y dijo: «¡Oh, perdón!», se quitó el sombrero rápidamente y se volvió para marcharse.
-Está bien, Miles -ledijo Spade-. Entra. Miss Wonderly, es míster Archer, mi socio.
Miles Archer volvió a entrar en la oficina, cerró la puerta tras él y sonrió a miss Wonderly, haciendo un vago ademán de cortesía con el sombrero, que tenía en la mano. Era un hombre de mediana estatura, de complexión fuerte, anchos hombros y cuello abultado, con una cara rojiza y jovial, mandíbulas prominentes y algunos mechones grises en su cabello, cuidadosamente peinado. Aparentemente, había pasado de los cuarenta el mismo número de años que Spade de los treinta.
Spade le informó:
-La hermana de miss Wonderly se escapó de Nueva York con un tipo llamado Floyd Thursby. Ahora están aquí. Miss Wonderly ha visto a Thursby y tiene una cita con él para esta noche. Tal vez lleve a la muchacha, pero todas las posibilidades son que no. Miss Wonderly desea que nosotros encontremos a su hermana y que consigamos alejarla de él para que regrese a su casa -dirigió una mirada a miss Wonderly-. ¿Es así?
-Sí -contestó ella con vaguedad.
La turbación que la dominaba antes, y que se había disipado merced a las sonrisas, los gestos y las seguridades de Spade, volvía ahora a teñir su rostro de un matiz sonrosado. Miró la cartera que tenía en la falda y le aplicó unos golpecitos nerviosos con un dedo enguantado.
Spade hizo un guiño a su socio.
Miles Archer avanzó unos pasos y se detuvo junto a un ángulo del escritorio. Mientras la muchacha miraba su cartera, él se dedicó a estudiarla; sus pequeños ojos de color castaño se pasearon interesadamente por todo su cuerpo, desde la cabeza inclinada hasta los pies, y volvieron a detenerse en su rostro. Luego miró a Spade y esbozó con la boca un gesto silencioso de admiración.
Spade levantó los dedos del brazo de su sillón a manera de advertencia, y dijo:
-No tendremos ninguna dificultad. Se trata simplemente de apostar un hombre en el hotel esta noche, para que le siga hasta que nos conduzca al lugar en que se encuentra su hermana. Si la chica viene con él y usted consigue persuadirla de que regrese con usted, tanto mejor. De otra manera, si una vez que la hayamos encontrado no quiere dejarle..., bien; entonces ya descubriremos el medio de arreglar el asunto.
Archer dijo: «Sí». Su voz era áspera y pastosa.
Miss Wonderly lanzó una rápida mirada hacia Spade, frunciendo el ceño.
-¡Oh, pero debe tener mucho cuidado! -su voz temblaba un poco y sus labios modelaban las palabras con nervioso espasmo-. Le tengo un miedo espantoso; no se imaginan lo que es capaz de hacer. Ella es muy joven, y el hecho de que la haya traído aquí desde Nueva York es tan serio... ¿No podría..., no podría causar a ella algún daño?
Spade sonrió y acarició los brazos de su sillón.
-Deje el asunto en nuestras manos -dijo-. Ya sabremos cómo arreglarnos con él.
-Pero ¿no creen que puede hacerle algo?
-Siempre existe la posibilidad -dijo Spade, asintiendo solemnemente con la cabeza-. Pero debe tener confianza en que nos ocuparemos de eso.
-Claro que confío en ustedes -dijo ella con sinceridad-, pero quiero que sepan que es un hombre peligroso. Creo que no se detendrá ante nada. Me parece que no vacilaría en..., en matar a Corinne si pensara que eso habría de salvarle. Podría hacerlo, ¿no es verdad?
-¿Le amenazó a usted?
-Le dije que todo lo que yo quería era llevármela a casa antes que papá y mamá llegaran, para que nunca supieran lo que ella había hecho. Le prometí no decirles nunca una sola palabra de todo el asunto si él me ayudaba, pero que si se negaba a hacerlo, papá se encargaría de que le castigaran. Supongo que no me creyó, de todos modos.
-¿No podría casarse con ella para tapar el asunto? -preguntó Archer.
La muchacha se ruborizó y contestó con voz turbada:
-Tiene una esposa y tres hijos en Inglaterra. Corinne me escribió acerca de eso, para explicarme por qué se había escapado con él.
-Por lo general, tienen una esposa -dijo Spade-, aunque no siempre en Inglaterra -se inclinó hacia adelante para tomar un lápiz y una hoja de papel-. ¿Cómo es su aspecto?
-¡Oh! Tiene treinta y cinco años, quizá, y es tan alto como usted y de piel oscura, no sé si por naturaleza o por haberse tostado al sol. El pelo es también oscuro, y tiene cejas muy tupidas. Le gusta hablar fuerte, jactanciosamente, y sus modales son nerviosos e irritables. Da la impresión de ser un hombre... violento.
Mientras escribía a toda prisa, Spade preguntó sin alzar la vista:
-¿Cuál es el color de sus ojos?
-Gris azulado, y le lloran un poco, aunque no da la sensación de ser un hombre débil. Y... ¡oh, sí!..., tiene una cicatriz en el mentón.
-¿Delgado o corpulento?
-Es de tipo atlético. Tiene los hombros anchos, y camina muy erguido, con un porte que podría llamarse decididamente militar. Cuando le vi esta mañana, llevaba un traje gris claro y un sombrero gris.
-¿De qué vive? -preguntó Spade bajando su lápiz.
-No lo sé -dijo ella-. No tengo la menor idea.
-¿A qué hora irá a verla?
-Después de las ocho.
-Muy bien, miss Wonderly, tendremos un hombre allí. Será una buena ayuda si...
-Míster Spade, ¿no podrían ir usted o míster Archer? -hizo un ademán de súplica con ambas manos-. ¿No podría uno de ustedes ocuparse del caso personalmente? No quiero decir que el hombre que envíen no sea capaz, pero... ¡Oh!, tengo tanto miedo de que le pase algo a Corinne... Ese hombre me asusta. ¿No podría usted...? Estoy dispuesta a pagar una suma más elevada, por supuesto.
Abrió su cartera con los dedos nerviosos y puso dos billetes de cien dólares sobre el escritorio de Spade.
-¿Bastará con esto?
-Sí -dijo Archer-. Yo mismo me ocuparé del asunto. Miss Wonderly se puso en pie y le tendió impulsivamente una mano.
-¡Gracias, gracias! -exclamó, y luego le ofreció la otra a Spade, repitiendo-: ¡Gracias!
-De nada -replicó Spade-. Es un placer. Será conveniente que se encuentre con Thursby al pie de la escalera, o que se deje ver con él en el vestíbulo en algún momento.
-Muy bien -prometió la muchacha, y volvió a dar las gracias a los socios.
-Y no se preocupe por mí ni me busque -fue la advertencia de Archer-. Yo la veré a usted perfectamente. Spade acompañó a miss Wonderly hasta la puerta del corredor. Cuando regresó a su escritorio, Archer señaló con un ademán los billetes de cien dólares, gruñó complacido: «Son auténticos», se apoderó de uno de ellos y lo enrolló, hundiéndolo en uno de los bolsillos de su chaqueta. Y tenía hermanos en su cartera.
Spade se embolsó el otro billete antes de sentarse, y luego dijo:
-Bien; no hay que agobiarse demasiado. ¿Qué piensas de ella?
-¡Un encanto! Y me dices que no la agobie demasiado -Archer rió bruscamente, sin alegría-. Tal vez la hayas visto primero, Sam, pero fui yo el primero en hablarle.
Hundió las manos en los bolsillos de su pantalón y se balanceó sobre sus talones.
-Si te metes con ella, jugarás con fuego -Spade hizo una mueca de burla, mostrando una hilera de dientes, como un lobo-. Eres muy vivo, claro.
Y comenzó a liar un cigarrillo.
2
MUERTE EN LA NIEBLA
El timbre de un teléfono vibró en la oscuridad. Cuando hubo sonado tres veces, los muelles de la cama crujieron, unos dedos tantearon la madera, algo pequeño y duro produjo un ruido sordo al chocar con el piso alfombrado, los muelles crujieron de nuevo y la voz de un hombre dijo:
-¡Hola!... Sí, soy yo... ¿Muerto?... Sí... Quince minutos. Gracias.
Se oyó el clic de un botón, y un globo blanco que colgaba del centro del techo por medio de tres cadenas doradas inundó de luz la habitación. Spade, con los pies desnudos y envuelto en un pijama a rayas verdes y blancas, se sentó en el borde de la cama. Contempló ceñudamente el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche, mientras sus manos se apoderaban de unas hojitas de papel de fumar y de un paquete de tabaco Bull Durham.
Una corriente de aire frío y neblinoso entraba en la pieza a través de dos ventanas abiertas, llevando media docena de veces por minuto el sombrío lamento de la sirena de alarma de Alcatraz. Las manecillas de un pequeño reloj despertador inseguramente montado sobre un ángulo de Los más célebres casos criminales de América, de Duke -de cara contra la mesa-, señalaban las dos y cinco.
Los dedos de Spade hicieron un cigarrillo con minucioso cuidado, dejando caer determinada cantidad de hebras de tabaco sobre el papel curvado. Extendió las hebras a fin de que se equilibraran en los extremos con una ligera depresión en el centro; los pulgares hicieron girar el borde interior del papel hacia arriba y hacia abajo, mientras los índices ejercían una leve presión sobre la parte exterior, girando siempre pulgares e índices en torno a los cabos cilíndricos del papel, mientras la lengua humedecía el borde, con el índice y el pulgar izquierdo atenazados en un extremo en tanto que el índice y el pulgar derechos alisaban la juntura húmeda; torció uno de los extremos y llevó el otro a la boca.
Recogió el encendedor de níquel y piel de cerdo que había caído al suelo, lo hizo funcionar y se puso en pie, con el cigarrillo encendido en un ángulo de la boca. Se quitó el pijama. La armoniosa solidez de sus brazos, sus piernas y su torso, y la curva de sus grandes hombros, daban a su cuerpo el aspecto de un oso. Parecía el cuerpo de un oso afeitado: su pecho carecía de vello. La piel era suave y sonrosada como la de un niño.
Se rascó la nuca y comenzó a vestirse. Se puso una ropa interior blanca, calcetines grises, y zapatos castaño oscuro. Una vez calzado, tomó el teléfono, marcó Graystone 4500 y pidió un taxi. Se puso una camisa blanca a rayas verdes, un cuello blando, una corbata verde, el traje gris que había usado aquel día, un abrigo de medida muy holgada y un sombrero gris oscuro. El timbre de la puerta de la calle sonó cuando amontonaba tabaco, llaves y dinero en los bolsillos.
Donde Bush Street forma una especie de techo sobre Stockton, antes de deslizarse colina abajo hacia Chinatown, Spade pagó el viaje y descendió del taxi. La niebla nocturna de San Francisco, tenue y penetrante, empañaba la calle. A pocas yardas del lugar donde Spade había despedido al taxi se hallaba un grupo de hombres mirando en dirección a una callejuela. Al otro lado de Bush Street, dos mujeres acompañadas por un hombre miraban también hacia la callejuela. Se veían caras asomadas a las ventanas. Spade cruzó la acera entre una doble hilera de escotillas de hierro que se abrían por encima de unas escaleras desvencijadas, se acercó al parapeto y, apoyando sus manos en la balaustrada húmeda, bajó la vista hacia Stockton Street.
Un automóvil surgió del túnel, abajo, tan bruscamente como si una explosión lo hubiera proyectado en el aire, y desapareció zumbando ruidosamente. No lejos de la boca del túnel un hombre estaba en cuclillas frente a unos carteles que anunciaban una película y una marca de gasolina, al otro lado de un solar que lindaba con dos almacenes. La cabeza del hombre casi tocaba la acera, de tal modo que podía mirar debajo de los carteles. Una mano apoyada en el pavimento y la otra aferrada al marco del cartel le permitían sostenerse en aquella posición. Otros dos hombres estaban apostados en actitud desgarbada junto a un extremo del cartel, examinando el pequeño espacio que lo separaba del edificio más próximo. El otro edificio estaba rodeado por un paredón gris que se alzaba sobre el grupo apostado detrás del cartel. Las sombras de los hombres se movían entre las luces que oscilaban sobre el paredón.
Spade se apartó del parapeto y caminó por Bush Street hasta la callejuela en que se encontraba reunido el grupo de hombres. Un policía uniformado, que mascaba chicle bajo un letrero esmaltado con las palabras Burrit St. en blanco contra un fondo oscuro, extendió un brazo y preguntó:
-¿Qué busca aquí?
-Soy Sam Spade. Tom Polhaus me telefoneó.
-Bien -el policía dejó caer el brazo-. Al principio no le reconocí. Están ahí detrás -hizo una seña con el pulgar por encima del hombro-. Mal negocio.
-Muy malo -asintió Spade, y caminó calle arriba.
A mitad del camino, no lejos de la entrada de la callejuela, se hallaba una ambulancia de color oscuro. Detrás de la ambulancia, hacia la izquierda, la callejuela estaba rodeada por una cerca que corría a la altura de la cintura de un hombre, formada por tablones horizontales, de madera rústica. A partir de la cerca, el suelo declinaba bruscamente hacia el cartel de Stockton Street.
Una parte de la acera, de unos diez pies de extensión, estaba destrozada, y uno de sus extremos colgaba balanceándose del poste que la sostenía. Una piedra chata se había deslizado unos quince pies, cuesta abajo. En el espacio que separaba la piedra de la parte superior de la cuesta, Miles Archer estaba tendido de espaldas. Dos hombres se inclinaban sobre él. Uno de ellos proyectaba sobre el muerto el haz luminoso de una lámpara eléctrica. Otros hombres con lámparas subían y bajaban por la cuesta. Alguien saludó a Spade: «¡Hola, Sam!», y trepó la pendiente hacia la callejuela, proyectando una larga sombra mientras subía.
Era un hombre alto y de vientre abultado, con ojos pequeños y astutos, boca gruesa y mejillas descuidadamente afeitadas. Sus zapatos, sus rodillas, sus manos y su barbilla estaban manchados de barro.
-Supuse que le gustaría verle antes de que nos lo lleváramos -dijo mientras cruzaba de un salto la cerca rota.
-Gracias, Tom -dijo Spade-. ¿Qué sucedió?
Apoyó un codo en un poste de la cerca y bajó la vista hacia el hombre tendido en el suelo, saludando con un ademán a los que le saludaban.
Tom Polhaus se hurgó en el pecho con un dedo sucio.
-Le metieron un balazo en el corazón... Con esto, -extrajo del bolsillo de su chaqueta un revólver chato y se lo tendió a Spade. En las depresiones de la superficie del revólver había manchas de barro-. Un Webley inglés, ¿no es así?
Spade retiró el codo del poste y se inclinó para mirar el arma, pero no la tocó.
-Sí -dijo-. Una automática Webley-Fosbery. Eso es. Treinta y ocho, ocho tiros. Ya no se fabrican. ¿Cuántos disparos?
-Uno solo -Tom volvió a rascarse el pecho-. Ya debía de estar muerto cuando destrozó la cerca -levantó el revólver enfangado-. ¿Lo ha visto alguna vez?
Spade hizo un ademán afirmativo.
-He visto muchos Webley-Fosbery -dijo sin interés, y luego habló rápidamente-: Le mataron aquí, ¿no?
-Miles estaba ahí, donde usted se encuentra ahora, con la espalda contra la cerca. El hombre que le mató estaba aquí.
Spade dio una vuelta delante de Tom y levantó una mano a la altura del pecho, con el índice extendido.
-El hombre hizo un disparo y Miles retrocedió, rompiendo la cerca y cayendo hasta golpearse contra la piedra. ¿Es así?
-Así es -respondió Tom lentamente, frunciendo las cejas-. El fogonazo le quemó la chaqueta.
-¿Quién le encontró?
-El hombre que hacía la ronda, Shilling. Bajaba por Bush Street y al llegar aquí un automóvil que daba la vuelta iluminó esta parte con sus faros y vio la cerca. Entonces se acercó para echar una ojeada y le encontró.
-¿Qué sabe del automóvil?
-Nada. Sam Shilling no le prestó la menor atención, porque ignoraba entonces que había ocurrido esto. Dice que nadie salió por aquí mientras bajaba por Powell Street; de otra manera los hubiera visto. La otra salida que nos queda, sería la que pasa bajo el canal de Stockton. Nadie fue por allí. La niebla ha humedecido el suelo, y las únicas huellas son las que produjeron el cuerpo de Miles al caer y el revólver al rodar hasta aquí.
-¿Alguien escuchó el disparo?
-¡Por amor de Dios, Sam, si acabamos de llegar! Alguien debe de haberlo oído, pero tenemos que averiguarlo -se volvió y pasó una pierna por encima de la cerca-. ¿Quiere bajar a echarle una mirada antes que le saquemos?
-No -dijo Spade.
Tom se detuvo a horcajadas sobre la cerca y miró a Spade con los ojos asombrados.
-Usted ya lo ha visto. Usted vio todo lo que yo podría ver -dijo Spade.
Tom, mirando siempre a Spade, asintió dubitativamente y retiró la pierna de la cerca.
-Encontramos el revólver sobre la cadera -dijo-. No fue usado. Su gabán estaba abrochado. Tiene unos ciento sesenta dólares en el bolsillo. ¿Estaba trabajando, Sam?
Tras una leve vacilación, Sam asintió con la cabeza.
-¿Bien? -preguntó Tom.
-Estaba siguiendo a un tipo llamado Floyd Thursby -dijo Spade, y describió a Thursby en la misma forma que miss Wonderly se lo había descrito a él.
-¿Para qué?
Spade hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y parpadeó, con los ojos soñolientos clavados en Tom.
Tom repitió con impaciencia:
-¿Para qué?
-Creo que es un inglés. Ignoro su juego exactamente. Estábamos tratando de averiguar dónde vivía.
Spade hizo una mueca desganada, y sacando una mano del bolsillo acarició el hombro de Tom.
-No me fastidie -volvió a introducir la mano en el bolsillo-. Tengo que ir a dar la noticia a la esposa de Miles -dijo, volviéndole la espalda.
Tom arrugó la frente, malhumorado, abrió la boca, la cerró sin haber dicho una palabra, se aclaró la garganta, esbozó una sonrisa y habló con forzada gentileza:
-Es una lástima que le haya sucedido esto. Miles tenía sus defectos, como todo el mundo, pero supongo que también debía de tener algunas virtudes.
-Así es -convino Spade en un tono de voz totalmente inexpresivo, y salió de la callejuela.
En un bar nocturno situado en la esquina de las calles Bush y Taylor, Spade habló por teléfono.
-Preciosa -dijo poco después de haber marcado un número-, le han pegado un tiro a Miles... Sí, está muerto... Vamos, no hay que excitarse... Sí... Tienes que darle la noticia a Iva. No, que me cuelguen si se lo digo yo. Tienes que hacerlo tú... Muy bien, eso se llama ser una buena chica... Y procura que no se caiga por la oficina... Dile que la veré... ¡Hum!... Uno de estos días... Sí, pero no me comprometas... Eso es. Eres un ángel. Hasta luego.
El pequeño reloj despertador de Spade señalaba las tres y cuarenta cuando este encendió la luz del globo suspendido del techo. Dejó caer su sombrero y su abrigo sobre la cama y entró en la cocina, regresando al dormitorio con un vaso y una larga botella de Bacardí. Se sirvió una copa y la bebió de pie. Colocó la botella y el vaso sobre la mesa, se sentó en el borde de la cama, de cara a ellos, y comenzó a liar un cigarrillo. Había bebido su tercer vaso de Bacardí y estaba encendiendo su quinto cigarrillo cuando sonó el timbre de la puerta de la calle. Las manecillas del despertador marcaban las cuatro y media.
Spade suspiró y, levantándose de la cama, se acercó al teléfono, colocado junto a la puerta del baño. Oprimió el botón que permitía soltar la traba de la puerta de la calle y murmuró: «¡Maldita sea!» Luego se quedó mirando con mal humor la caja negra del teléfono, respirando desacompasadamente mientras la cólera enrojecía sus mejillas.
Desde el corredor llegó el chirrido de la puerta del ascensor al abrirse y cerrarse. Spade suspiró otra vez y se dirigió hacia la puerta del corredor. Se oyó el rumor suave de pisadas sobre el piso alfombrado; pisadas de dos hombres. El rostro de Spade se iluminó. Sus ojos perdieron toda expresión de hostilidad. Abrió la puerta rápidamente.
-¡Hola, Tom! -dijo al detective alto y barrigudo con quien había hablado en Burrit Street-. ¡Hola, teniente! -añadió dirigiéndose al hombre que acompañaba a Tom-. Entren.
Los dos hombres asintieron con un ademán, y, sin decir una sola palabra, entraron en el vestíbulo. Spade cerró la puerta y los condujo hasta su dormitorio. Tom tomó asiento en un extremo del sofá, junto a la ventana; el teniente, en un sillón, al lado de la mesa.
El teniente era un hombre de complexión robusta, cabeza redonda, cubierta de pelo gris cortado al rape y cara cuadrada, adornada por un pequeño bigote gris. Llevaba en la corbata un alfiler con una moneda de oro de cinco dólares, y en la solapa el pequeño emblema de una sociedad secreta, con diamantes engarzados.
Spade tomó dos vasos de la cocina, los llenó de Bacardí, hizo lo mismo con el suyo, entregó un vaso a cada uno de sus visitantes y se sentó en el borde de la cama. La expresión de su rostro era plácida e indiferente. Alzó su vaso, diciendo:
-Por el triunfo del crimen -y bebió su contenido de un trago.
Tom vació el suyo, puso el vaso en el suelo, junto a sus pies, y se secó la boca con un índice manchado de barro. Se quedó mirando el pie de la cama como si tratara de recordar una cosa que su presencia le sugería vagamente. El teniente contempló su vaso por espacio de unos segundos, bebió un pequeño sorbo y lo colocó sobre la mesa, cerca de su codo. Sus ojos, penetrantes, examinaron la habitación con prolija atención, y luego se detuvieron en Tom.
Tom se agitó incómodamente en el sofá, y sin alzar la vista preguntó:
-¿Le dio la noticia a la esposa de Miles, Sam?
-¡Ajá! -respondió Spade.
-¿Cómo la tomó?
Spade sacudió la cabeza.
-No tengo ninguna experiencia en materia de mujeres.
Tom dijo con suavidad:
-Que me cuelguen si no la tiene.
El teniente colocó las manos sobre las rodillas y se inclinó hacia adelante. Sus ojos verdosos se clavaron en Spade con una expresión de extraña rigidez, como si fueran dos dispositivos mecánicos cuya posición pudiera cambiarse moviendo una palanca o apretando un botón.
-¿Qué tipo de revólver usa usted? -preguntó.
-Ninguno. No me gustan mucho. Claro está que hay unos cuantos en la oficina.
-Me gustaría ver alguno -dijo el teniente-. Por casualidad, ¿no lo tiene por aquí?
-No.
-¿Está seguro?
-Búsquelo, si quiere -Spade sonrió, agitando levemente su vaso vacío-. Ponga todo patas arriba, si eso le divierte. No chillaré..., siempre que tenga una orden de allanamiento.
-¡Al diablo, Sam! No diga eso -protestó Tom.
Spade dejó el vaso sobre la mesa y, poniéndose en pie, se encaró con el teniente.
-¿Qué pretende, Dundy? -preguntó con voz tan dura y fría como sus ojos.
Los ojos del teniente Dundy se movieron, clavándose en los de Spade. Salvo los ojos, todo su rostro permaneció inmutable.
Tom volvió a agitarse con todo su peso en el sofá, aspiró profundamente por la nariz y gruñó quejumbrosamente:
-No queremos causarle ninguna molestia, Sam.
Sin cuidarse de Tom, Spade interpeló a Dundy:
-Bueno; ¿qué es lo que quiere? Hable claro. ¿Quién diablos creen que soy para venir aquí y tratar de engatusarme?
-Muy bien -dijo Dundy con voz ronca-; siéntese y escuche.
-Me sentaré o me pararé si me da la gana -contestó Spade, sin moverse.
-Sea razonable, por amor de Dios -suplicó Tom-. ¿Qué ganaremos con pelearnos? Si quiere saber por qué no hablamos claro, le diré que es porque al preguntarle quién era ese Thursby, usted me contestó que no era asunto mío. No puede tratarnos así, Sam. Eso no es justo, y no le llevará a ninguna parte. No tenemos más remedio que hacer nuestro trabajo.
El teniente Dundy se levantó de un salto y se aproximó hasta colocar su cara cuadrada frente al rostro de Spade.
-Ya le advertí una vez que iba a resbalar uno de estos días -dijo.
Spade hizo un gesto despectivo con la boca y alzó las cejas.
-Todos han de resbalar alguna vez -replicó con burlona mansedumbre.
-Y esta es la suya.
Spade sacudió la cabeza sonriendo:
-No. Me las arreglaré perfectamente, gracias.
Luego dejó de sonreír. Su labio superior se crispó sobre el colmillo izquierdo; sus ojos se volvieron pequeños y empañados. El timbre de su voz se hizo tan profundo como el del teniente.
-Esto no me gusta. ¿Qué anda hurgando por aquí? Hable de una vez, o de lo contrario, váyase y déjeme dormir.
-¿Quién es Thursby? -preguntó Dundy.
-Ya le dije a Tom todo lo que sabía de él.
-Le contó muy poco.
-Sé muy poco.
-¿Por qué le andaba vigilando?
-Miles le vigilaba, no yo..., y esto por la estimable razón de que teníamos un cliente que nos pagaba excelente dinero americano para que le vigiláramos.
-¿Quién es ese cliente?
El rostro y la voz de Spade recuperaron su placidez anterior. Dijo con tono de reproche:
-Usted sabe que no puedo decírselo hasta no haber hablado con mi cliente.
-Me lo dirá a mí o se lo dirá al juez -replicó Dundy, acalorándose-. Esto es un asesinato, no debe olvidarlo.
-Tal vez. Y aquí va algo que usted tampoco debe olvidar, encanto. Hablaré o no si me da la gana. Ha pasado mucho tiempo desde los días en que me echaba a llorar porque los policías no simpatizaban conmigo.
Tom abandonó el sofá y se sentó al pie de la cama. Su cara embarrada y mal afeitada reflejó fatiga y tedio.
-Sea razonable, Sam -suplicó-. Denos una oportunidad. ¿Cómo podremos averiguar quién mató a Miles si usted no quiere decirnos lo que sabe?
-No necesita preocuparse por eso -le dijo Spade-. Yo enterraré mis muertos.
El teniente Dundy volvió a tomar asiento, colocando las manos sobre las rodillas. Sus ojos eran como dos cálidos discos verdes.
-Ya lo suponía -dijo. Sonrió con torva satisfacción-. Precisamente por eso venimos a verle. ¿No es así, Tom?
Tom gruñó, pero no articuló ninguna palabra.
Spade observó cautelosamente a Dundy.
-Eso es justamente lo que dije a Tom -prosiguió el teniente-. Le dije: «Tom, tengo la impresión de que Sam Spade es un hombre que sabe guardar los líos de la familia dentro de la familia.» Eso es lo que dije.
Los ojos de Spade perdieron su expresión cautelosa y reflejaron aburrimiento. Volvió la cara hacia Tom y le preguntó con gran indiferencia:
-¿Qué le duele ahora a su amigo?
Dundy pegó un salto y golpeó suavemente el pecho de Spade con la punta de los dedos curvados.
-Nada más que esto -dijo, esforzándose por pronunciar nítidamente cada palabra y subrayando sus frases con el golpecito de sus dedos-: Thursby fue asesinado delante de su hotel a los treinta y cinco minutos justos de haberse ido usted de Burrit Street.
Spade habló recalcando las palabras con igual énfasis:
-No me toque con sus malditas garras.
Dundy suspendió el golpecito de sus dedos, pero en su voz no hubo ningún cambio.
-Tom dice que estaba usted tan apurado que ni siquiera se detuvo para echar una mirada a su socio.
Tom gruñó como si se disculpara:
-Bueno, Sam, ¡maldita sea!, en realidad, usted se escapó como un bólido.
-Y tampoco fue a casa de Archer para hablar con su mujer -dijo el teniente-. Llamamos por teléfono y nos contestó la chica de su oficina diciéndonos que usted la había enviado allí.
Spade asintió con un ademán. La expresión de su cara era tan serena que parecía idiotizado.
El teniente Dundy alzó sus dos dedos hacia el pecho de Spade, los bajó con rapidez y dijo:
-Le doy diez minutos para llegar hasta el teléfono y hablar con la muchacha. Le doy otros diez minutos hasta llegar al hotel de Thursby. Está en Geary, cerca de Leavenwoeth. Pudo hacerlo con toda facilidad en ese tiempo, o en quince minutos más. Y eso le deja diez o quince minutos para esperar a que saliera.
-¿Cómo supe dónde vivía? -preguntó Spade-. ¿Y cómo supe que iría directamente al hotel después de matar a Miles?
-Lo supo como lo supo -replicó Dundy con terquedad-. ¿A qué hora llegó a su casa?
-A las cuatro menos veinte. Di unas vueltas por ahí pensando en el asunto.
El teniente sacudió la cabeza de arriba abajo.
-Sabíamos que no estaba en su casa a las tres y media. Tratamos de hablarle por teléfono. ¿Hacia qué lado caminó?
-Fui un trecho por Bush Street, y luego di la vuelta.
-¿Vio a alguien que...?
-No, no tengo testigos -dijo Spade, y rió complacido-. Siéntese, Dundy. Todavía no ha terminado de beber su copa. Tome su vaso, Tom.
-No, Sam, gracias -dijo Tom.
Dundy tomó asiento, pero no prestó atención a su vaso de ron.
Spade se sirvió una copa, la bebió, puso el vaso vacío sobre la mesa y volvió a sentarse en el borde de la cama.
-Ahora sé a qué atenerme -dijo mirando con ojos cordiales a uno de los detectives y luego a otro-. Lamento haberme enojado, pero cuando ustedes se metieron aquí y trataron de echarme la red me puse nervioso. Ya tenía bastante con la muerte de Miles, y, para colmo, ustedes se descuelgan después haciéndose los zorros. Ahora que sé qué pretenden, todo está arreglado.
Tom dijo:
-Olvídese de eso, Sam.
El teniente se quedó callado.
-¿Murió Thursby? -preguntó Spade.
Mientras el teniente vacilaba en contestar, Tom dijo:
-Sí.
Luego, el teniente dijo airadamente:
-Bien puede usted saber, si no lo sabe ya, que murió antes de poder contarle nada a nadie.
Spade estaba liando un cigarrillo. Sin levantar la vista preguntó:
-¿Qué quiere decir con eso? ¿Acaso piensa que yo lo sabía?
-Dije lo que dije -replicó Dundy con brusquedad.
Spade levantó la mirada hacia él y sonrió sosteniendo el cigarrillo en una mano y el encendedor en la otra.
-Todavía no está en condiciones de arrestarme, ¿eh, Dundy? -preguntó.
Dundy clavó en Spade la mirada de sus ojos verdes y no contestó.
-Entonces -dijo Spade- no hay ninguna razón especial para que yo deba preocuparme por lo que usted piensa, ¿no es así, Dundy?
-¡Oh!, sea razonable, Sam -dijo Tom.
Spade se puso el cigarrillo en la boca, lo encendió y dejó salir el humo con una risotada.
-Seré razonable, Tom -prometió-. ¿Cómo maté a ese Thursby? Lo he olvidado.
Tom gruñó disgustado. El teniente Dundy dijo:
-Le dispararon cuatro balazos en la espalda, con un cuarenta y cuatro o un cuarenta y cinco, desde el otro lado de la calle, cuando se disponía a entrar en el hotel. Nadie le vio, pero todo parece indicar que sucedió de este modo.
-Y llevaba una Luger en una pistolera colgada del hombro -agregó Tom-. No fue usada.
-¿Qué sabe de él la gente del hotel? -preguntó Spade.
-Nada, excepto que estuvo allí una semana entera.
-¿Solo?
-Solo.
-¿Qué hallaron entre sus ropas..., o en su habitación?
Dundy alargó los labios y preguntó:
-¿Qué supone que encontraríamos?
Spade trazó un círculo, desganado, con su cigarrillo.
-Algo que les permitiera saber quién era o a qué se dedicaba. ¿Lo encontraron?
-Creímos que usted podría informarnos sobre eso.
Spade miró al teniente con sus ojos amarillo grisáceos que reflejaban una dosis algo exagerada de candor.
-Nunca he visto a Thursby, ni muerto ni vivo.
El teniente Dundy se puso en pie; parecía disgustado.
Tom se levantó bostezando y se desperezó.
-Hemos preguntado lo que vinimos a preguntar -dijo Dundy frunciendo el ceño por encima de sus ojos duros como guijarros verdes. Mantuvo el labio superior apretado contra sus dientes, dejando que el labio inferior empujara las palabras hacia afuera-. Le hemos dicho mucho más de lo que usted nos dijo. Un procedimiento más que razonable. Usted me conoce, Spade. Haya hecho esto o no, usted recibirá de mí un trato correcto. No sé todavía si puedo echarle la culpa de todo este lío..., pero eso no me impedirá poner al descubierto su juego.
-Muy correcto -replicó Spade imparcialmente-. Pero me sentiría mucho mejor si se bebiera usted su copa.
El teniente Dundy se acercó a la mesa, cogió su vaso y lo vació lentamente. Luego dijo: «Buenas noches», y le tendió la mano. Ambos se estrecharon las manos ceremoniosamente. Tom y Spade se dieron un solemne apretón. Spade les acompañó hasta la puerta. Después se desnudó, apagó las luces y se metió en la cama.
3
TRES MUJERES
Cuando Spade llegó a su oficina, a las diez de la mañana siguiente, Effie Perine estaba sentada frente a su escritorio abriendo el correo de la mañana. Su rostro de muchacho estaba pálido bajo la piel quemada por el sol. Colocó sobre la mesa el montón de sobres y el cortapapeles de bronce y dijo:
-Está ahí.
Su voz era baja y cautelosa.
-Te pedí que la mantuvieras alejada -se quejó Spade. También él habló en voz baja.
Los ojos oscuros de Effie Perine se abrieron, y su voz reflejó irritación al contestar:
-Sí, pero no me dijiste cómo -sus párpados se agitaron levemente y sus hombros se encorvaron un poco-. No seas testarudo, Sam -dijo con cansancio-. La retuve toda la noche.
Spade se acercó a la muchacha, puso una mano sobre su cabeza y le alisó el pelo a ambos lados de la raya.
-Perdóname, ángel. No quise...
Se detuvo bruscamente al advertir que la puerta se abría.
-¡Hola, Iva! -dijo a la mujer que la había abierto.
-¡Oh Sam! -exclamó ella.