El judío errante - Eugène Sue - E-Book

El judío errante E-Book

Eugène Sue

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Beschreibung

Eugène Sue inmortaliza la leyenda del judío errante con una larga novela, convertida en un relato folletinesco y publicado por entregas en un periódico de su época, en la que deja entrever una denuncia tanto de la cruda realidad de la incipiente clase obrera parisina como de la Iglesia y, en concreto, de la Compañía de Jesús.

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Akal / Clásicos de la Literatura / 4

Eugène Sue

El judío errante

Traducción: Pilar Ruiz Ortega

El judío errante obtuvo un éxito sin precedentes en la sociedad francesa de mediados del siglo XIX. Adscrita al fenómeno literario denominado feuilleton o novela publicada por entregas, consagró a su autor, Eugène Sue, como su máximo exponente. La obra narra los episodios de una familia francesa de rancio abolengo y religión protestante –descendientes del judío errante, condenado por Cristo a vagar indefinidamente transmitiendo el cólera– que se exilia por diversos lugares del mundo. Ciento cincuenta años después, los únicos beneficiarios de su cuantiosa herencia son siete descendientes, quienes, para poder recibirla, deben reunirse en el lugar y la fecha grabados en las inscripciones de unas medallas de bronce que cada uno de ellos conserva. La Compañía de Jesús, que ambiciona la posesión de esta herencia, utilizará distintos medios, sutiles y violentos, para intentar eliminarlos e impedir que estén en París en la fecha indicada. A través de esta historia, Sue describe la penosa situación de los obreros de su tiempo y sus salarios miserables, los sórdidos ambientes parisinos, y reclama una nueva organización del trabajo y un reparto de los beneficios, en la línea de la doctrina del socialismo utópico –al que Sue se adhirió– que subyace en cada personaje y en cada situación, junto con otro aspecto de la novela: su anticlericalismo radical, que llevó a incluir la obra en el índice de libros prohibidos de la Iglesia católica.

Eugène Sue (1804-1857) fue un escritor francés que ejerció de médico en la Marina de guerra hasta que la muerte de su padre le procuró una herencia que le permitió dedicarse a la literatura. Sus primeras obras son novelas de aventuras marineras (Kernoch el pirata, 1830; Atar-Gull, 1831; La salamandra, 1832) y de ambiente mundano (Lautréamont, 1837; Arthur, 1838; El marqués de la Létorière, 1839; Mathilde o Memorias de una joven, 1841). No obstante, la inmensa popularidad de que gozó se debió a sus novelas de corte folletinesco −Los misterios de París (1842-1843) y El judío errante (1844-1845)−. Convertido al socialismo, después de la Revolución de 1848, obtuvo un asiento en la Asamblea desde abril de 1850. En 1851 se pronunció contra el golpe de Estado de Napoleón III, por lo que tuvo que abandonar Francia, muriendo en el exilio en 1857.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Le juif errant

© Ediciones Akal, S. A., 2015

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4299-0

Introducción

«Je suis socialiste», fue el grito espontáneo y emocionado de Eugène Sue (1804-1857), según nos cuenta Félix Pyat (1810-1889), al día siguiente del estreno de la obra teatral de Pyat, melodrama social titulado Les deux Serruriers[1].

Era el año 1841, y Pyat había llevado a Sue a cenar a casa del obrero Fugères, y tras una conversación llena de entusiasmo y de sabiduría, por parte del obrero ilustrado, en torno a los problemas sociales de la época: el capital y el trabajo, la distribución de beneficios, el salario, las miserables condiciones de los trabajadores, etc., todo ello enmarcado en las ideas de Fourier, de Saint-Simon, de Proudhon y otros pensadores, ideas que confluían en lo que llaman «socialismo utópico», el sibarita, el dandi, Eugène Sue, cuya biografía no demostraba hasta la fecha nada que no fuera su bohemia de lujo, su pertenencia a los clubes del París elegante, sus paseos a caballo o en lujoso carruaje por los Campos Elíseos, cayó fulminado por la inspirada elocuencia del obrero. Una especie de Saulo de Tarso cayendo del caballo.

Así lo cuenta Pyat por los años 1870-1880, desaparecido ya el autor de El judío errante.

Este es un aspecto de Sue, su conversión al socialismo, en el que convergen y divergen tanto sus contemporáneos como sus biógrafos y los sucesivos estudiosos del autor o críticos de sus obras. Unos afirman que la conversión del dandi Sue al socialismo fue ficticia, otros, que fue real, como lo demuestra el hecho de ser elegido diputado socialista de la II República el 28 de abril de 1850, sentándose en la Asamblea Nacional con el grupo residual de La Montaigne. Sin embargo, también fue muy criticado en esta etapa de representante del pueblo: según las crónicas, no formuló ni una sola pregunta, ni presentó ninguna propuesta. Todo lo que había «hablado» en sus novelas, lo calla ahora. Parece ser que tenía verdadero pánico a hablar en público. Tras el golpe de Estado de quien será más tarde Napoleón III, por cierto, nieto de su madrina Josefina, tuvo que exilarse como otros representantes en la Asamblea Nacional, como por ejemplo Víctor Hugo que no regresó a Francia hasta la derrota de Napoleón III en Sedán. Sue murió antes, en el exilio, en 1857.

En cuanto al relato de su amigo Pyat, no parece que fuera totalmente verídico; Pyat lo adorna a su manera sintiéndose protagonista de esa conversión al socialismo de su amigo Eugène Sue.

Lo que es cierto es que nada hacía sospechar, como señala entre otros Francis Lacassin[2], que Eugène Sue, cuya madrina fue la emperatriz Josefina y el padrino el hijo de esta Eugène de Beauharnais, de quien toma el nombre, evolucionara hasta las ideas sociales. Curiosamente los nombres de Eugène y Eugénie se mantienen en numerosos descendientes tanto de los Bonaparte como de los Beauharnais.

Eugène Sue nació el 5 pluvioso del año XII, lo que en calendario cristiano significa 26 de enero de 1804, como lo especifica Jean-Louis Bory[3] transcribiendo la partida de nacimiento, aunque Dumas nos da otra fecha y otros biógrafos también lo hacen. Parece ser que con el cambio del calendario republicano algunos personajes gustaban quitarse o ponerse años a conveniencia, de ahí la confusión de algunos biógrafos. Estamos todavía en la I República francesa, salida de la Revolución, antes de que Napoleón I, ahora primer cónsul, fuera proclamado emperador de los franceses el 18 de mayo de 1804. Y es justamente su esposa Josefina, como indico arriba, la madrina de Eugène Sue, que recibió el nombre de Marie-Joseph Eugène Sue.

Estos datos nos indican de inmediato la ascendencia de Sue, la categoría social de sus padres que, por parte de padre vienen de una familia de cirujanos en tres o cuatro generaciones. Su padre, Jean-Joseph II, había seguido la tradición familiar y esperaba que su hijo se dedicase también a la medicina. No eran simples médicos sino cirujanos, profesores, directores de los grandes hospitales, con gran preponderancia militar en la época revolucionaria y más tarde con Napoleón. Digamos que pertenecían a la alta burguesía.

Dentro de sus biógrafos, hay algunos muy críticos, como Mirecourt[4] y otros a los que he dado en llamar biógrafos amables, como Alexandre Dumas[5] o Ernest Legouvé[6], ambos amigos de Sue y en el caso de Legouvé, llamémosle cohermano, puesto que compartían una medio-hermana, Flore Sue, hija del primer matrimonio del padre de Sue con Adèle Sauvan que, al divorciarse, se casaría con el poeta Gabriel-Marie Legouvé, padres, ambos, de Ernest Legouvé. Del segundo matrimonio del doctor Sue nacerá nuestro autor. Así que sin ser parientes se encontraron casi como hermanos al sentir el mismo cariño por su hermana Flore, que quería a ambos, y se trataron como hermanos, a pesar de que, como dice Legouvé, todo apuntaba a que no fuera así pues «nuestros padres, como es lógico, no se apreciaban en absoluto».

Son divertidas las anécdotas que Dumas relata sobre la infancia y adolescencia de Eugène Sue, niño rebelde que luchaba a brazo partido con su profesor particular en el jardín, utilizando armas defensivas y ofensivas, fruto todas ellas del hermoso jardín, cuidado científicamente, y que el niño maltrataba pisoteando los setos y las platabandas en las que se refugiaba, y arrojando como jabalinas las estacas en las que figuraba el nombre científico de las plantas en cuestión. Según Dumas, el hecho de haber sido amamantado con leche de cabra confería al niño Sue ese carácter saltarín y huidizo, así como desobediente e incorregible. De ahí pasó a ser un mal escolar, un mal alumno y un insufrible adolescente. Legouvé también abunda en esa idea, incluso añade, tras otras muchas anécdotas, que el padre de Sue, a quien le apetecería tomar café después de comer, pero que sus nervios no lo toleraban, utilizaba las regañinas al hijo, todas ellas justificadas por supuesto, como estimulante natural después de cada comida familiar.

Ambos biógrafos coinciden en el espíritu de contradicción del hijo en relación con su padre. Y esas discordancias irían en aumento con el paso de los años hasta la muerte del progenitor.

El padre se mantiene obsesionado con ofrecer a su hijo una formación en torno a la medicina y le admite (más bien le obliga a asistir) en sus clases prácticas y en su laboratorio. Ahí Sue, su primo Langlois o Langlé como aparece en distintos textos, y otros amigos, también supuestamente aprendices de laboratorio, pero de familias de la burguesía y sin mucha vocación por la medicina, acaban con la paciencia del doctor Sue, después de múltiples fechorías: a veces le trastocaban las fichas que utilizaba en sus clases o en conferencias; otras, llevaban a cabo diversas mezclas en el laboratorio hasta conseguir algo más o menos bebible siempre que fuera alcoholizado. Y algo más grave aún, pero el final, como cabe suponer, de esa aventura de aprendices de laboratorio, lo relata Dumas y lo recoge Bory en su fantástica biografía, ya citada. Ese «comité de química», como los llama, consigue la llave donde el doctor Sue guarda una enorme y rica colección de vinos prestigiosos y muy caros, regalo de sus adinerados e ilustres pacientes, no solo franceses sino también de otras partes del mundo. Empiezan tímidamente abriendo una botella, beben una parte y rellenan el resto con los brebajes obtenidos en el laboratorio de química, taponan la botella y todo parece en orden. Así un día y otro van «arreglando» los exquisitos vinos sin que el doctor Sue se entere, ni siquiera cuando en alguna cena de importantes invitados el doctor cae sin saberlo en una de esas botellas «arregladas». Hasta que un día la alegre pandilla, creyendo que el doctor estaba fuera de París, celebra en el jardín una gran orgía con los vinos buenos que quedaban. El doctor vuelve inesperadamente y se topa con el lamentable espectáculo: botellas vacías de sus valiosos tokay, alicante, liebfraumilch, johannisberg, por el jardín y con la pandilla completamente ebria. Dicen que la furia del padre fue épica, que habló incluso de denunciarlos a la policía. Así lo cuenta Dumas en sus memorias con su exuberancia acostumbrada: «Las palabras de robo, de efracción, de fiscal del rey, de policía, rugieron en el aire como ruge el rayo en una nube de tormenta»[7].

De ahí y de otras tantas andanzas le vino el mote de Sue le fat, lo que en la pronunciación francesa significa sulfato, por todas esas fechorías de laboratorio, pero también Sue el fatuo, apodo que le venía al pelo dado su dandismo, su gusto por los aditamentos en trajes, afeites, perfumes, etc., aunque aún no había llegado su mayor gloria como bohemio de lujo, y su devoción por ese inglés, modelo de elegancia que, además de por Londres, también se exhibía por los Campos Elíseos de París: el Beau Brummel; y de ahí otro apodo: le Beau Sue. Doble significado de nuevo ya que tiene la misma pronunciación que le bossu, que en francés significa jorobado, pues según uno de sus contemporáneos, a pesar de ser un tipo apuesto y guapo, tenía la cabeza demasiado metida en los hombros.

En 1823, sin previo aviso, aunque inmediatamente después del saqueo del vino y como consecuencia del mismo, el padre lo embarca como cirujano auxiliar, médico o similar, en los buques que salen para España, incluso sin saber nada de medicina. La expedición, que se llamó Los cien mil hijos de San Luis, venía en apoyo de Fernando VII contra los liberales. Y allí estaba Sue en el asedio de Cádiz enfrentándose a situaciones que forzosamente debieron marcarle. Permaneció en España más de un año. Sus cuentos reunidos en La cucaracha, o esa novelita Le parisien en mer, entre otros, reflejan sus experiencias, sus observaciones y esa prodigiosa imaginación que caracteriza ya al autor de El judío errante.

Se embarcó en el buque de guerra con el mismo espíritu burlón de siempre, sobre todo al verse defendiendo la causa del rey absolutista, con la alegría también de sus 19 años en busca de la aventura, y como dice en el Le parisien en mer, en busca, también de la conquista de las muchachas españolas. ¿Fue herido en alguna batalla, o en la más famosa de todas la de El Trocadero, en Cádiz? Mirecourt, uno de sus biógrafos más agresivos, lo niega, y señala que curiosamente se guardó bien de las balas saliendo indemne de cualquier batalla, pero Sue, en La cucaracha, dice que estuvo en Chiclana (Cádiz), al menos un año, curándose de las heridas recibidas.

De cualquier forma, regresa a París en 1825, como verdadero conquérant du Trocadero, como dice Jean-Louis Bory en la obra ya citada. Recordemos que tiene poco más de 20 años, que el espíritu de contradicción con el padre continúa, que de nuevo lo embarcará, como veremos, esta vez por los mares del sur, y por el mediterráneo: Grecia, Albania, etc. Dumas nos relata aún más anécdotas de esa vida bohemia que lleva en estos años. Se mete en negocios ruinosos, gasta lo que no tiene, acumula deudas. Es cierto que el padre sigue siendo muy rico, y el hijo utiliza a su vendedor de caballos, a su sastre, a su cochero, a sus proveedores de toda clase, buscando el lujo, los paseos a caballo, o en carroza con un groom[8], etc., sin que el padre se percate de ello hasta que por casualidad lo encuentra paseando en un fantástico tílburi por París, tirado por un espléndido caballo y acompañado de un groom ataviado como era de rigor. El problema del dinero siempre le perseguirá. Dilapida las herencias del abuelo y del padre, en su momento, derrocha sus propias ganancias cuando lleno de éxito y de fama, de dinero también, sus amigos, entre ellos Pleyel, el famoso constructor de pianos, tienen que llevarle una contabilidad estricta, de gastos e ingresos.

La madre de Langlois, su tía, hermana del doctor Sue, proporciona a toda esa banda de ricos bohemios, un cobijo y algún refrigerio en caso de necesidad. Necesidad que utilizan en sus devaneos nocturnos llegando a ocupar ese cobijo y ese refrigerio, hasta seis o siete de sus amigos. Dumas lo cuenta con su gracia habitual, diciendo que había noches en las que uno se topaba, en ese habitáculo, si llegabas avanzada la noche y a oscuras, hasta con catorce piernas, y que el refrigerio, por supuesto, había desaparecido.

Las anécdotas se suceden, como la de un martes de carnaval, en la finca del padre, en la que se reúnen todos los amigos y que al no tener nada que comer, arramplan con un cordero, al que sacrifican, despedazan y asan, pero ¡oh, sorpresa!, no se trataba de un cordero cualquiera, sino de un cordero de raza merina, extraordinario espécimen que el doctor guardaba para presentarlo en ferias, concursos, etc. Otra vez la ira del padre le lleva de nuevo a los buques de guerra como cirujano auxiliar, viajes que van a enriquecerle también como escritor.

En 1826 y 1827 vivirá todas esas hazañas, como son la guerra de la independencia de Grecia, la batalla de Navarino, por ejemplo, más otras correrías por los mares de las Antillas. A finales de 1827, regresa a París, definitivamente fuera de los buques de guerra y de la medicina. Si de El Trocadero volvió con aires de conquistador, la aventura de Grecia le impresiona y le marca, como a tantos escritores y poetas europeos, véase lord Byron, por ejemplo. Y de allí trae armas, telas, trajes exóticos y hasta un Corán, todo ello para encandilar a sus amigos, y para ir vendiéndolo para pagar sus exquisitos y caros gustos; llegó a vender incluso un reloj regalo de su madrina la emperatriz Josefina.

Grecia es la Grecia clásica, pero también la Grecia más oriental, más próxima a Turquía, a Albania. El orientalismo, que tanto marcó a los narradores del siglo XIX, como Dumas, Balzac, Flaubert, está presente en El judío errante, a través de esa trama oriental del príncipe Djalma, los Estranguladores, etc., que son reflejo de esas experiencias vividas, imaginadas, soñadas, más todas esas descripciones de ropajes, vestimentas, adornos y costumbres exóticas.

Instalado en París, después de alguna que otra peripecia por el sur de Francia, casi todos sus amigos están ya en la literatura. También le atraía la pintura por lo que, por un tiempo, fue ayudante del pintor Gudin[9], con nuevas fechorías y bromas por doquier con su grupo; algunas realmente graves como las interminables serenatas que prodigaban a un sencillo portero de un inmueble al que vuelven loco literalmente. O el «rapto» de los pequeños deshollinadores, a los que iban cogiendo según bajaban por las chimeneas y agasajándoles con leche y galletas en alguna de las viviendas antes de que concluyeran su faena, para disgusto del patrón[10].

En 1830 muere su abuelo materno, dejándole una gran herencia, y más tarde, su padre, quien después de tres matrimonios y varios hijos, aún les deja en herencia una considerable fortuna.

«Eugène a vingt six ans. Il est beau. Il est riche. Il est libre»[11]. Y por supuesto deja la medicina y la marina. Como dice también Bory, «Eugène Sue se pone rápidamente en situación de no-actividad». Empieza ahora su verdadero dandismo, el lujo en el vestir, en la forma de vida, en el mobiliario. «Decimos bien, muebles –nos cuenta Dumas–, porque E. Sue, artista de costumbres y de espíritu, fue el primero en amueblar un apartamento a la manera moderna; E. Sue fue el primero en tener todos esos encantadores cachivaches que nadie quería entonces, pero que todo el mundo arrebató después: cristalerías de colores, porcelanas de China, porcelanas de Saxe, muebles Renacimiento, sables turcos, crics malayos, pistolas árabes, etcétera»[12].

Poco a poco se introduce en el mundo literario, arreglando algunas obras de teatro y publicando sus primeras novelas marítimas. En Plick et Plock recoge algunas de ellas, recibiendo alabanzas de Sainte-Beuve, el gran crítico, y también de Balzac, quien lo admira, si bien más tarde, con el fulgurante éxito de Los misterios de París y El judío errante, Balzac se siente eclipsado injustamente y la amistad con Sue se resiente. Sin embargo, hoy Balzac goza del reconocimiento general como uno de los mayores narradores del siglo XIX, mientras que Eugène Sue es un escritor bastante olvidado. Muy a menudo vemos en la historia de la literatura o de la música, de las artes en general, que creadores de gran éxito en su momento, pasan a la posteridad prácticamente olvidados.

Estos son sus primeros años como autor literario, anteriores a 1842 cuando inicia Los misterios de París, publicado diariamente en el llamado feuilleton, folletín o novela por entregas, en el Journal des Débats. Pero por entonces ya había publicado más de treinta novelas, y la crítica olvida a menudo que fue el introductor de la llamada «novela marítima» en Francia, fruto de su devoción por Fenimore Cooper y gracias a sus experiencias vividas en los buques de guerra. También se apasiona por Byron y por Walter Scott, y es uno de los primeros narradores que se interesa por la novela social en Francia y escribe Mathilde; quiere también tocar la novela histórica y escribe Latréaumont sin demasiado éxito. Inicia también una historia de la marina, que más tarde abandona, recibiendo la felicitación de sus antiguos colegas, no por lo publicado, sino por el acierto de abandonar el proyecto. Y todo ello acompañado de diferentes crisis, tanto sentimentales como de creatividad y económicas, pasando de la opulencia a las deudas; según Legouvé, Sue siempre tuvo conciencia de no ser buen escritor, de sentirse superado por otros grandes, sobre todo por Balzac, y sin embargo, le esperaba un éxito inconcebible en la sociedad francesa y por ende en toda Europa, gracias a la novela por entregas, esa alianza de la prensa diaria con la novela, beneficiándose ambas, lo que conocemos como roman-feuilleton.

Lo que se llama en francés el roman-feuilleton, se define por la forma de publicación más que por el fondo. Puede diferenciarse o no en el fondo con otras novelas publicadas en diferentes formatos: en pliegos sueltos, en libro, en revistas literarias, etc., y de hecho esas mismas novelas publicadas a través de la prensa diaria son editadas después en pliegos sueltos y en libro. Sin olvidar que muchas de estas novelas de éxito pasan también al teatro, con gran éxito de público. E incluso del teatro serio pasan luego al teatro de vodevil.

Casi lo más acertado sería llamarlo novela popular, pues es esa la característica más común de las novelas publicadas en feuilleton.

Traducir feuilleton al español como folletín, sin más, se presta a malentendidos por tener ya en nuestra lengua –y creo que de manera irreversible– un carácter peyorativo. La definición más completa la encontramos en la Enciclopedia Espasa: folletín: «Escrito que se inserta en la parte inferior de la plana de los periódicos, y en el cual se trata de materias extrañas al objeto principal de la publicación, como artículos de crítica literaria, novelas, etc., y que está separado de las demás materias por medio de una línea horizontal que corta todas sus columnas. A veces esos textos forman páginas con foliación correlativa para constituir un libro».

También es la primera definición de «folletín» que ofrece la Real Academia Española, como un derivado de «folleto»: «Escrito, insertado a veces en la parte inferior de las planas de los periódicos, que trata de materias ajenas a la actualidad, como ensayos, novelas, etcétera».

Pero digamos que la suerte está echada en cuanto a lo que evoca en el lector esa palabra y que en el lenguaje común de hoy folletín ha quedado relegado a un plano que eclipsa el fenómeno del feuilleton en Francia, y del que es uno de los principales exponentes Eugène Sue, autor de obras tan representativas de este fenómeno como Los misterios de París y El judío errante.

Se llamó feuilleton, en lenguaje periodístico del siglo XIX, a una parte de la primera hoja o feuille de un periódico. Era un tercio de esa primera plana y que correspondía a la parte inferior, llamada en lenguaje periodístico rez-de-chaussée. Al principio, se publicaban extractos literarios o pequeños ensayos o noticias más o menos literarias. Cuando empezaron a publicarse novelas, que a veces continuaban en la segunda y tercera página, esa parte llamada feuilleton pasó a ser feuilleton-roman. Tanto éxito alcanzaron esas publicaciones que se invirtió el término, llamándolo roman-feuilleton.

Es cierto que también en Francia se asoció la novela publicada en el feuilleton de los periódicos a la idea de mala literatura, literatura para mujeres, para gentes del pueblo, para porteras o tenderos[13], y que incluso a finales del XIX los críticos literarios ni siquiera la considerarán literatura.

De ahí surgen además los calificativos de folletinesco, tal como hoy entendemos el término. Pero hay algo que merece la pena destacar, y es que todos los autores franceses de la época, los grandes y los no tan grandes, publicaron en ese formato alguna de sus novelas –Balzac, Dumas, George Sand, Víctor Hugo, por nombrar a los más conocidos–, como señala Lise Queffélec-Dumasy, en la prensa diaria y en esa parte de la feuille que se llamó feuilleton.

La década de 1836 a 1846 marca el nacimiento y auge de la novela publicada por ese medio en Francia. Sin embargo, ya en 1719, en Inglaterra, el público se apasionaba por un relato de un náufrago en una isla desierta, personaje literario inventado por un periodista llamado Daniel de Foe. Todo el mundo conoce este relato: se trata de Robinson Crusoe.

La vieille fille, de Honoré de Balzac, es considerada como la primera obra de la literatura francesa publicada por entregas en 1836 en el periódico La Presse. Sin embargo, no es en ese tercio de la primera plana donde se publica, sino en su interior, en una rúbrica llamada Variétés, y es curiosamente El Lazarillo de Tormes, que fue, cuando se publicó en 1554, la fuente de inspiración de la novela picaresca en Europa, el que marca también el inicio del roman-feuilleton en Francia, y de ahí al resto de Europa. Traducido al francés fue publicado en el diario Le Siècle, del 5 de agosto al 4 de noviembre de 1836, año en el que Armand Dutacq lanza el periódico, que junto con La Presse, de Émile Girardin, dan un vuelco a la prensa diaria de la mano del éxito de las novelas publicadas por entregas en los diarios y la introducción de otros aspectos novedosos. Hasta finales de la década de 1860 los periódicos no se vendían en kioscos o en la calle por unidad, sino que llegaban al lector a través de suscripción, existiendo también los llamados gabinetes de lectura, una especie de bibliotecas a los que acudían los lectores para recibir prestadas las obras literarias, incluidos los periódicos.

Son varias las circunstancias que propician esa revolución beneficiosa para la prensa. La más importante fue que los editores consiguen el abaratamiento de los precios debido a la nueva maquinaria y a la publicidad que se introduce en algunas de sus páginas, pero al mismo tiempo, es un hecho constatado que suscitan la curiosidad del lector a través de las novelas por entregas en su feuilleton.

Así Le Constitutionnel, que publica diariamente desde el 25 de junio de 1844 al 26 de agosto de 1845[14]El judío errante, pasa de 3.600 abonados a 26.600. La famosa frase de la suite à demain, debía atraer forzosamente a los lectores.

Cabe destacar también el clima político y social de esta época, final de la Monarquía de Julio, del rey constitucional Luis Felipe, y antes de la revolución de 1848 que traerá a Francia la II República. La alfabetización de la población influye también en una mayor difusión de la prensa.

Es sabido que cuando una obra tiene éxito es porque llega en el momento justo en el que la sociedad la está demandando y puede recibirla. El éxito de Eljudío es mayor aún que el de Los misterios de París, si bien el calado de Los misterios es mayor en cuanto que fue modelo de imitación en toda Europa. Los editores se apresuran a encargar a sus autores diferentes misterios. De hecho casi cada ciudad tiene el suyo: Marsella, Londres, Múnich. El mismo Víctor Hugo inicia la obra que se llamará Los miserables, con parecido título y, sobre todo, parecido fondo de Los misterios de Sue, y ya conocemos su enorme éxito, incluso en la actualidad. La introducción de temas actuales y la descripción y protagonismo de las clases más desprotegidas de la sociedad, incluso de las más depauperadas, sorprenden al lector que empieza a ver la novela casi como un reportaje de actualidad. Hay muchos ejemplos, que serían demasiado largos de exponer ahora, en la correspondencia que recibe el autor, sobre cómo el lector percibe la novela como algo que está sucediendo en su entorno. Según cuenta su amigo Légouvé, los mismos lectores van modulando las intenciones socializantes de Los misterios de París, y es precisamente en esos años de la publicación diaria en Le Journal de débats cuando Eugène Sue modula también su ideología, atendiendo a la enorme aceptación de su obra.

La misma aceptación popular va a tener El judío. Un hecho real, el cólera, cuyo recuerdo permanecía aún vivo entre la gente, una pandemia que asoló Europa en 1832 (que fue la causante de más de 100.000 muertes solo en Francia, y que venía del este), es en la novela el hilo conductor de la historia. A este hecho real E. Sue introduce un elemento mágico, sobrenatural y fantástico, proporcionando a la enfermedad un halo de misterio, y casi de inteligencia por sí misma, halo de misterio que también envolvió la realidad del cólera de 1832. En aquel momento, por ejemplo, surgieron las apariciones de la Virgen en las que demandaba la acuñación de una medalla, la de la Milagrosa, objeto de devoción que persiste hoy en día, y a la que se le atribuyeron múltiples curaciones entre los afectados del cólera, o, en su caso, la salvaguarda de contraer la pandemia en los aún sanos.

El prólogo es inquietante: dos seres que se ven, que se encuentran, pero que no llegan a acercarse, separados por el estrecho de Bering. El judío al que Jesucristo condenó, según la leyenda, a vagar por el mundo hasta la eternidad de los siglos, y Herodías, esposa de Herodes y madre de Salomé, las dos mujeres que según los libros sagrados urdieron la muerte de Juan el Bautista. El judío y la judía, ambos son los defensores de los descendientes de Marius Rennepont, cuya fortuna le fue arrebatada por ser protestante en tiempos de Luis XIV, salvo una parte de ella, resguardaba y gestionada por una familia de judíos, fortuna que al cabo de 150 años se ha convertido en una fabulosa herencia que los jesuitas quieren arrebatar a los herederos legales por todos los medios, incluida la eliminación física de los mismos.

Y junto a ese aspecto místico, sobrenatural y fabuloso, el autor describe la penosa situación de los obreros, los ambientes sórdidos debido a la falta de trabajo y a unos salarios miserables, y este aspecto, que Sue ya había tratado en Los misterios, lo sobrepasa en El judío reclamando una nueva organización del trabajo y un reparto de los beneficios entre el capital, el trabajo y la capacidad intelectual y práctica de llevar a cabo ese trabajo, todo un tratado de revolución social que ya estaba en la calle. El socialismo utópico del que hablé al principio está en cada personaje y en cada situación, junto con el otro aspecto de la novela: su anticlericalismo radical, o más exactamente, su antijesuitismo.

Del socialismo utópico tenemos al personaje de Agricol, el obrero culto, buen trabajador, buen hijo y buen amigo; el industrial señor Hardy, que pone en práctica una casa común para sus obreros, modelo de una sociedad ideal autosuficiente, fiel reflejo del falansterio propugnado por Fourier. En la novela desfilan diferentes situaciones de los movimientos obreros en plena ebullición, como es sabido, desde mediados del siglo XIX.

En cuanto al anticlericalismo, este recorre insistentemente toda la obra. En 1843, Jules Michelet y Edgar Quinet dictan una serie de conferencias en el Collège de France en París que son reunidas en un libro: Des Jésuites,[15] que influirá claramente en El judío. Basta repasar algunos capítulos o leer algunos resúmenes de esas conferencias y comparar con todo lo que Eugène Sue cuenta en su obra. En ella se instalan todos los «tipos» señalados en Des Jésuites: la altivez en D’Aigrigny, el misionero bueno en Gabriel, la sordidez en Rodin, la tiranía del clero, los conventos, los militantes seglares o de «sotana corta», la preponderancia de Roma sobre la Iglesia galicana, la influencia sobre las mujeres, las grandes damas «jesuitesas», la educación, los médicos, la delación, el espionaje mutuo, las reglas contra natura, el dominio de todos los sectores de la población.

Al éxito popular de El judío, a la estupefacción de algunos de sus colegas escritores del momento, a las inmediatas traducciones y expansión en Europa y en América, y al aplauso unánime de los «fourieristes», se une una crítica feroz, sobre todo por la parte de la burguesía bienpensante y el llamado «parti-prête», como era de esperar, pues todos los personajes y situaciones van encaminadas a denigrar a los jesuitas en particular, pero también a toda la Iglesia católica. Baste señalar que los únicos personajes que de buena fe siguen los mandamientos de la Iglesia hacen daño a sus seres queridos pretendiendo hacer el bien. Por ejemplo la mujer de Dagobert, o el angelical Gabriel, y por el contrario, los personajes positivos y bondadosos no practican ninguna religión o todo lo más una especie de religión natural.

Entre los críticos que abominan de El judío están Alphonse Duhamel de Milly[16] que hace un análisis exhaustivo de la obra basándose en criterios de moralidad de los personajes y de las situaciones escandalosas que abundan en el texto: las terribles escenas del cólera, el suicidio, la equiparación de los jesuitas con la secta de los asesinos, etc. Y entre otros, también L. F. Bungener[17] que publica un epistolario en el que va rebatiendo a Sue todas las ideas expresadas en El judío: religión, organización del trabajo, socialismo, educación, etcétera.

El 26 de agosto de 1845 Le Constitutionnel publica el último feuilleton de El judío errante, finalizando con la dedicatoria del autor a su amigo Camille Pleyel:

A M. C*** P***,

Amigo mío, le he dedicado este libro; hacerlo era tomar el compromiso de llevar a cabo una obra que, si le faltara el talento, fuera al menos concienzuda, sincera y cuya influencia, aunque limitada, pudiera ser saludable. He conseguido mi meta; algunos corazones de elite, como el suyo, han puesto en práctica la legítima asociación del trabajo, del capital y de la inteligencia, y han concedido ya a sus obreros una parte proporcional de los beneficios; otros, han puesto las primeras bases de casas comunes, y uno de los mayores industriales de Hamburgo ha tenido a bien venir a hacerme partícipe de sus proyectos a propósito de un establecimiento de ese estilo emprendido en proporciones gigantescas.

En cuanto a la dispersión de los miembros de la Compañía de Jesús, yo la he provocado como tantos otros enemigos de las detestables doctrinas de Loyola, y la voz de esos ha tenido mucha más resonancia, de eco y de autoridad, que la mía.

Adiós, amigo mío, hubiera querido que esta obra fuese digna de usted; pero sea usted indulgente, y tendrá en cuenta, al menos, las intenciones que la han dictado.

Suyo, amigo mío.

EUGÈNESUE

París, 25 de agosto de 1845

Pilar Ruiz Ortega

Madrid, 30 de septiembre de 2013

[1] «Souvenirs littéraires. Comment j’ai connu Eugène Sue et George Sand», La Revue de Paris et de Saint-Pétersbourg, n.° 5, febrero 1888, pp. 20-21.

[2] F. Lacassin, Préface pour Le juif errant, ed. Robert Laffont, París, 1983.

[3] J.-L. Bory, Eugène Sue, dandy mais socialiste, Hachette, 1962, ed. «Mémoire du Livre».

[4] E. de Mirecourt, Les contemporains, Eugène Sue, París, 1859.

[5] A. Dumas, Mes mémoires, cap. CCLXI y ss. (1861-1869).

[6] E. Legouvé, Soixante ans de souvenirs, volumen IV, cap. XVII y otros, París, 1886 y ss.

[7] A. Dumas, op. cit.

[8] Es un mozo de cuadra.

[9] Jean Antoine Théodor de Gudin (1802-1880) se dedicó principalmente a pintar marinas. Se convirtió en uno de los primeros Peintres de la Marine de la corte de Luis Felipe y Napoleón III.

[10] Sabido es que el oficio de deshollinador era ejercido fundamentalmente por niños. Cuadrillas de niños, comprados a sus padres, eran llevados a París, en otoño, desde todos los rincones de Francia, generalmente a pie, para llevar a cabo ese cruel oficio. Dickens abunda en esas lamentables historias de trabajo infantil.

[11] «Eugène tiene 26 años. Es guapo. Es rico. Es libre.» J.-L. Bory, op. cit., p. 126.

[12] A. Dumas, op. cit. Recordemos también la descripción del apartamento de soltero del hijo de Mercedes en El conde de Montecristo, Madrid, Akal, 2010.

[13]Le roman-feuilleton français auXIXèmesiècle por Lise Queffélec-Dumasy, profesora-investigadora asociada al Centre d’histoire culturelle des sociétés contemporaines, y profesora de literatura francesa en la Universidad Stendhal-Grenoble III. Vease también «Du roman feuilleton au roman de cape et d’épée», conferencia de Gérard Gengembre, profesor de literatura francesa del siglo XIX en la Universidad de Caen (Francia).

[14] Bory, op. cit., p. 377, señala el 12 de julio de 1845 como fecha final de El judío errante, cuando en realidad, aunque la publicación diaria se detuvo en esa fecha durante unas semanas, se reanudó en agosto y concluyó el 26 de ese mes, fácilmente comprobable en Le Constitutionnel de la fecha citada. En ese final se incluye la dedicatoria a su amigo Camille Pleyel, citado anteriormente. Dedicatoria que es toda una declaración de principios por parte de E. Sue en relación con su obra.

[15] M. M. Michelet et Quinet, Des Jésuites, París, 1843, Hachette/Paulin.

[16] A. Duhamel de Milly, Examen critique du Juif Errant de E. Sue, Gaume-Frères, París, 1846.

[17] L. F. Bungener, Quelques mots au Juif Errant, Ginebra, 1845.

Cronología

1804: Nace en París, el 26 de enero. Su padre, Jean-Joseph Sue, fue médico de la Guardia imperial de Napoleón I. Su madrina fue la emperatriz Josefina y su padrino Eugène de Beauharnais.

1823: Su padre lo envía como aprendiz de cirujano a España, durante la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis; después a Grecia en plena guerra de la independencia –estuvo en la batalla de Navarino–, y a las Antillas.

1830: A los 26 años recibe la herencia de su abuelo paterno y, más tarde la de su padre. Elegante y seductor, fue amante de muchas mujeres de París, y se gana el sobrenombre de Beau Sue. Dilapida su fortuna en siete años y se dedicó a escribir para sobrevivir.

1830-1834: Su experiencia naval le sirve de inspiración en narraciones como Kernock el pirata (1830), Atar-Gull (1831), La salamandra (2 vols., 1832), La cucaracha (4 vols., 1832-1834).

1837: Escribe Lautremont, una novela inspirada en un hecho histórico.

1838: Publica Arthur, una novela de costumbres.

1839: Escribe otra novela contemporánea titulada, El marqués de Létonière.

1839: El 10 de marzo recibe la Legión de Honor por su Histoire de la Marine.

1841: Escribe Mathilde o Memorias de una joven, cuya publicación ocasionó la primera grieta en las relaciones del escritor con la alta sociedad parisiense.

1842-1843: Publica por entregas en Le Journal des débats entre el 19 de junio de 1842 y el 15 de octubre de 1843, Los misterios de París en los que retrató los bajos fondos parisinos que causó gran sensación en su época.

1844-1845: Publica en el periódico Le Constitutionnel por entregas El judío errante, con un éxito sin precedentes, que fue traducida a numerosas lenguas y en ella se inspiraron obras de teatro, películas y una ópera.

1847: Comienza a escribir Los siete pecados capitales, hasta 1852.

1849-1856: En noviembre de 1849, Maurice Lachâtre, su amigo y editor, pone a la venta las primeras entregas de Los misterios del pueblo, distribuyéndolas por correo. Esta obra fue censurada e incluida en la lista de libros prohibidos por la Iglesia católica.

1850: Después de la Revolución de 1848 obtiene un asiento en la Asamblea legislativa. Está fuertemente influenciado de las ideas socialistas, y en especial del socialismo utópico.

1851: Se pronuncia contra el golpe de Estado dado por Napoleón III, por lo que tuvo que abandonar Francia. Su exilio político estimula su producción literaria, aunque la calidad de sus obras bajó. Se refugia hasta su muerte en el Ducado de Saboya (Italia).

1852: Escribe su última novela La marquesa Cornelia Alfi.

1858: Muere en el exilio el 3 de agosto en Annecy-le-Vieux (Ducado de Saboya).

EL JUDÍO ERRANTE

Gustave Doré, La leyenda del judío errante.

PRÓLOGO

Los dos mundos

¡El océano Polar rodea con un cinturón de hielo perpetuo las desiertas orillas de Siberia y de América del Norte!, esos últimos límites de los dos mundos que están separados por el estrecho canal de Bering.

El mes de septiembre toca a su fin. El equinoccio ha traído las tinieblas y las tormentas boreales; la noche va a reemplazar enseguida a uno de esos días polares tan cortos, tan lúgubres…

El cielo, de un azul violáceo oscuro, está débilmente iluminado por un sol sin calor, cuyo disco blanquecino, apenas por encima del horizonte, palidece ante el deslumbrante resplandor de la nieve que cubre, hasta donde alcanza la vista, la inmensidad de las estepas…

Al norte, el límite de ese desierto es una costa erizada de rocas negras, gigantescas: al pie de ese titánico promontorio está encadenado ese océano petrificado que tiene como inmóviles olas, grandes cadenas de montañas de hielo, cuyas azuladas cimas desaparecen a lo lejos en una nívea bruma…

Al este, entre las dos puntas del cabo Oulikine, confín oriental de Siberia, se divisa una línea de un verde oscuro donde el mar arrastra lentamente enormes témpanos blancos… Es el estrecho de Bering.

Finalmente, más allá del estrecho, dominándolo, se elevan las masas graníticas del cabo de Gales, punta extrema de América del Norte.

Estas desoladas latitudes ya no pertenecen al mundo habitable; a causa de su terrible frío las piedras estallan, los árboles se rompen, el suelo se resquebraja lanzando chorros de chispas heladas.

Parece que ningún ser humano pueda afrontar la soledad de estas regiones de escarchas y de tempestades, de hambruna y de muerte…

Sin embargo…, cosa extraña, se ven huellas de pasos sobre la nieve que cubre estos desiertos, última frontera de dos continentes, divididos por el canal de Bering…

Por la parte de la tierra americana, la huella de los pasos, pequeña y ligera, delata el paso de una mujer…

La mujer se dirigió hacia las rocas desde donde se divisa, más allá del estrecho, las estepas nevosas de Siberia.

Por la parte de Siberia, la huella más grande, más profunda, delata el paso de un hombre.

El hombre también se dirigió hacia el estrecho.

¡Se diría que el hombre y la mujer, llegando así en sentidos opuestos de las dos extremidades del globo, confiaron en verse a través del estrecho brazo de mar que separa ambos mundos!

¡Cosa más extraña aún!, el hombre y la mujer atravesaron esas soledades durante una horrible tormenta…

Algunos negros alerces centenarios, sobresaliendo hace tiempo aquí y allá en esos desiertos, como cruces en un camposanto, han sido arrancados, rotos, arrastrados lejos por la tormenta…

A ese furioso huracán, que arranca de raíz los grandes árboles, que rompe las montañas de hielo, que les hace chocar masa contra masa con el estruendo del rayo… a ese furioso huracán tuvieron que hacer frente estos dos viajeros.

Le hicieron frente, sin desviarse ni un momento de la invariable línea que seguían…, se adivina por la huella de sus pasos siempre iguales, rectos y firmes.

¿Quiénes son, pues, estos dos seres que siguen caminando tranquilos en medio de las convulsiones y de los desórdenes de la naturaleza?

Azar, voluntad o fatalidad, bajo la suela férrea del hombre, siete clavos prominentes forman una cruz.

Por todas partes deja esa huella de sus pasos.

Al ver esas profundas huellas sobre la nieve dura y lisa, se diría un suelo de mármol marcado por un pie de bronce.

Pero pronto una noche sin crepúsculo ha sucedido al día… Noche siniestra… Gracias a la resplandeciente refracción de la nieve, se ve que la estepa despliega su blancura infinita bajo una pesada cúpula de un azul tan oscuro que parece negro; pálidas estrellas se pierden en las profundidades de esa bóveda sombría y helada… El silencio es solemne.

Pero he ahí que hacia el estrecho de Bering, aparece un débil resplandor en el horizonte. Al principio es una claridad suave, azulada, como la que precede a la ascensión de la luna…, después, la claridad aumenta, irradia y se colorea de un rosa ligero.

Sobre todos los demás puntos del cielo, las tinieblas redoblan; apenas si la blanca extensión del desierto, antes tan visible, se distingue ahora de la negrura abovedada del firmamento.

En medio de la oscuridad, se oyen ruidos confusos, extraños.

Se diría del vuelo crepitante o entorpecido, de grandes pájaros nocturnos que, perdidos, vuelan al raso por la estepa y caen.

Pero no se oye ningún grito.

Este mudo espanto anuncia la llegada de uno de esos imponentes fenómenos que aterran a todos los seres animados, desde los más feroces hasta a los más inofensivos… Una aurora boreal, espectáculo tan magnífico y tan frecuente en las regiones polares, resplandeció de repente…

En el horizonte se dibuja un semicírculo de refulgente claridad. Del centro de ese horno cegador brotan inmensas columnas de luz que, elevándose hasta alturas inconmesurables, iluminan el cielo, la tierra, el mar… entonces esos rayos, ardientes como los de un incendio, se deslizan sobre la nieve del desierto, llenan de púrpura la cima azulada de las montañas de hielo y colorean de un rojo oscuro las altas rocas negras de los dos continentes.

Tras haber alcanzado ese magnífico resplandor, la aurora boreal palideció poco a poco, sus vivas claridades se apagaron en una niebla luminosa.

En ese momento, gracias a un singular efecto de espejismo, frecuente en esas latitudes, la costa americana, aunque separada de Siberia por la anchura de un brazo de mar, de repente pareció tan cercana, que uno hubiera creído posible tender un puente de un lado del mundo al otro.

Entonces, en medio del vapor azulado que se extendía sobre ambas tierras, aparecieron dos figuras humanas.

En el cabo siberiano… un hombre de rodillas tendía los brazos hacia América con una expresión de inconmensurable desesperación.

En el promontorio americano, una mujer joven y bella respondía al gesto desesperado del hombre mostrándole el cielo…

Durante algunos segundos, las dos grandes figuras se dibujaron así, pálidas y vaporosas, en los últimos resplandores de la aurora boreal.

Pero como la niebla se fuera espesando poco a poco, todo desapareció en las tinieblas.

¿De dónde venían esos dos seres que se encontraban de ese modo bajo el hielo polar, en los extremos de los dos mundos?

¿Quiénes eran esas dos extrañas criaturas, en un instante unidas por un espejismo engañoso, pero que parecían separadas para toda la eternidad?

Eugène Sue

A. Ferdinandus, Llegada de Dagobert y las hijas del mariscal Simon a la posada del Halcón Blanco.

PRIMERA PARTE

La posada del Halcón Blanco

I MOROK

El mes de octubre llegaba a su fin.

Aunque aún sea de día, una lámpara de cobre de cuatro mecheros alumbra los agrietados muros de un vasto desván cuya única ventana está cerrada a la luz; una escala de mano, cuyos travesaños sobrepasan el hueco de una trampilla abierta, sirve de escalera.

Aquí y allá, tiradas sin orden por el suelo, hay cadenas de hierro, collares de esclavo con agudas puntas, cabezadas con dientes de sierra, bozales erizados de clavos, largas varillas de acero con empuñadura de madera. En un rincón hay un pequeño hornillo portátil, parecido a los hornillos que usan los plomeros para fundir el estaño; el carbón está apilado en él sobre virutas secas; una chispa basta para encender en un segundo ese ardiente brasero.

No lejos de ese revoltijo de instrumentos siniestros que parecían los bártulos de un verdugo, hay algunas armas pertenecientes a un tiempo remoto. Una cota de mallas de cadenillas a la vez tan flexibles, tan finas, tan cerradas que parece un suave tejido de acero, está extendida sobre un baúl, al lado de musleras y brazales de hierro, en buen estado, con sus correas; una maza, dos largas picas triangulares de astas de fresno, sólidas y ligeras a la vez, en las que se observaba manchas recientes de sangre, completan esa panoplia, un poco modernizada por dos carabinas tirolesas armadas y cebadas.

Ese arsenal de armas asesinas, de instrumentos bárbaros, se encontraba extrañamente mezclado con una colección de objetos muy diferentes: cajitas de vidrio que contienen rosarios de cinco y de quince misterios, medallas, Agnus Dei, pilas de agua bendita, estampas de santos; finalmente un buen número de librillos impresos en Friburgo en un grueso papel azulado, librillos en los que se cuentan diversos milagros modernos, en los que se cita una carta autógrafa de Jesucristo dirigida a uno de sus fieles; en ellos se hacen, en fin, las predicciones más espantosas para los años 1831-1832 contra la Francia impía y revolucionaria.

Una de esas pinturas en tela, con las que los titiriteros adornan los escenarios de sus teatros de feria, está colgada de una de las vigas transversales de la techumbre, sin duda para que el cuadro no se estropee al estar demasiado tiempo enrollado.

Esa tela lleva esta inscripción:

LA VERÍDICA Y MEMORABLE CONVERSIÓN DE IGNACE MOROK, LLAMADO, EL PROFETA, SUCEDIDA EN EL AÑO 1828 EN FRIBURGO.

Este cuadro, de proporciones mayores de lo que sería un tamaño al natural, de un color violento, de un carácter bárbaro, está dividido en tres compartimentos que ofrecen en acción tres fases importantes de la vida de ese converso, llamado el Profeta.

En el primero, se ve a un hombre de barba larga, de un rubio casi blanco, de rostro arisco y vestido con una piel de reno, como los hombres de las salvajes tribus del norte de Siberia; lleva un gorro de piel de zorro negro, que termina en una cabeza de cuervo; sus gestos expresan terror; curvado sobre el trineo que, enganchado a dos grandes perros salvajes, se desliza sobre la nieve, huye de la persecución de una jauría de zorros, lobos, osos monstruosos que, todos ellos con las bocas abiertas y armadas de formidables dientes, parecen capaces de devorar cien veces a hombre, perros y trineo.

Debajo de ese primer cuadro se lee:

EN 1810, MOROK ES IDÓLATRA; HUYE DELANTE DE LAS FIERAS.

En el segundo compartimento, Morok, cándidamente vestido con una túnica blanca de catecúmeno, está arrodillado, con las manos juntas, ante un hombre que lleva una larga sotana negra y un alzacuellos blanco; en una esquina del cuadro, un gran ángel, con un aspecto poco atractivo, lleva en una mano una trompeta y en la otra una brillante espada; las palabras siguientes le salían de la boca en letras rojas sobre fondo negro:

MOROK, EL IDÓLATRA, HUÍA DE LAS FIERAS; LAS FIERAS HUIRÁN DELANTE DE IGNACE MOROK, CONVERTIDO Y BAUTIZADO EN FRIBURGO.

En efecto, en el tercer compartimento, el nuevo converso se arquea, orgulloso, soberbio, triunfante, con su larga túnica azul con vaporosos pliegues; el rostro altivo, con el puño izquierdo sobre la cadera, la mano derecha extendida, parece aterrorizar a multitud de tigres, hienas, osos, leones que, recogiendo sus garras, ocultando sus dientes, se arrastran a sus pies, sumisos y temerosos.

Debajo de este último compartimento se lee, como conclusión final:

IGNACE MOROK SE HA CONVERTIDO; LAS FIERAS SE ARRASTRAN A SUS PIES.

No lejos de esos cuadros, hay varios fardos de libritos, impresos también en Friburgo, en los cuales se cuenta el asombroso milagro por el cual el idólatra Morok, una vez convertido, había adquirido un poder sobrenatural, casi divino, del que los animales más fieros no podían librarse, como lo testimonian cada día los ejercicios a los que se entregaba el domador de fieras, no tanto para mostrar su audacia y su valor, sino para glorificar al Señor.

A través de la trampilla abierta en el desván, se desprende, como por bocanadas, un olor salvaje, agrio, fuerte, penetrante.

De vez en cuando, se oyen unos estertores ensordecedores y potentes, unas aspiraciones profundas, seguidas de un ruido sordo, como si cuerpos enormes se tirasen y se tendiesen pesadamente sobre el suelo.

Un hombre está solo en ese desván.

Ese hombre es Morok, el domador de fieras, apodado el Profeta. Tiene cuarenta años, de talla mediana, de miembros frágiles y de una delgadez extrema; una larga pelliza de color rojo sangre, con el forro negro, le envuelve por completo; la tez, blanca por naturaleza, está bronceada por la vida viajera que lleva desde la infancia; los cabellos, de ese rubio amarillo y mate propio de ciertas tribus de las regiones polares, le caen recios y lisos sobre los hombros; la nariz es delgada, prominente, curvada; alrededor de sus salientes pómulos, se dibuja una larga barba, casi blanca de tan rubia como es. Lo que resulta extraño de la fisonomía de este hombre son los párpados, muy abiertos y muy elevados, que dejan ver una pupila leonada, rodeada siempre de un círculo blanco… Esa mirada fija, extraordinaria, ejercía una verdadera fascinación sobre los animales, lo que, por lo demás, no impedía al Profeta emplear también, para domarlos, el terrible arsenal esparcido por todo alrededor.

Sentado a una mesa, acaba de abrir el doble fondo de una cajita llena de rosarios y otras baratijas parecidas para uso de los devotos; en ese doble fondo, cerrado con un cierre secreto, hay varios sobres sellados, cuya única dirección es un número combinado con una letra del alfabeto. El Profeta coge uno de esos paquetes, lo mete en el bolsillo de la pelliza; después, cerrando el cajón secreto del doble fondo, vuelve a colocar la caja sobre una repisa.

Esta escena tiene lugar sobre las cuatro de la tarde, en la posada del Halcón Blanco, único albergue del pueblo de Mockern, situado cerca de Leipzig, viniendo del norte hacia Francia.

Al cabo de unos momentos, un rugido ronco y subterráneo hizo temblar el desván.

—¡Judas!, ¡cállate! –dijo el Profeta en un tono amenazante, volviendo la cabeza hacia la trampilla.

Entonces se oyó otro gruñido sordo, pero tan formidable como un trueno lejano.

—¡Caín!, ¡cállate! –grita Morok levantándose.

Un tercer rugido de una ferocidad inexpresable estalla de repente.

—¡La Muerte!, ¡te callarás! –exclama el Profeta y se precipita hacia la trampilla, dirigiéndose a un tercer animal invisible que lleva ese lúgubre nombre de La Muerte.

A pesar de la habitual autoridad de su voz, a pesar de las reiteradas amenazas, el domador de fieras no logra el silencio; al contrario, los ladridos de varios dogos se unen a los rugidos de las fieras. Morok coge una pica, se acerca a la escalera, va a descender, cuando ve que alguien sale de la trampilla.

El recién llegado tiene un rostro moreno y bronceado; lleva un sombrero gris de copa redonda y ala ancha, una chaqueta corta y un pantalón ancho de paño verde; sus polainas de cuero llenas de polvo revelan que acaba de recorrer un largo camino; lleva un morral sujeto a la espalda con una correa.

—¡Al diablo los animales! –exclamó poniendo un pie en el suelo–, en tres días se diría que me han olvidado… Judas ha sacado la pata por los barrotes de la jaula… y La Muerte saltó como una furia… ¿es que ya no me reconocen?

Todo eso lo dijo en alemán. Morok respondió expresándose en la misma lengua, con un ligero acento extranjero.

—¿Buenas o malas noticias, Karl? –preguntó con inquietud.

—Buenas noticias…

—¿Los has encontrado?

—Ayer, a dos leguas de Wittemberg…

—¡Dios sea loado! –exclamó Morok, juntando las manos con una expresión de profunda satisfacción.

—Es muy sencillo… de Rusia a Francia, es la ruta obligada; se podía apostar mil contra uno a que los encontraría entre Wittemberg y Leipzig.

—¿Y la descripción?

—Muy fiel; las dos muchachas van de luto; el caballo es blanco; el viejo tiene unos bigotes largos, una gorra azul de policía, un capote gris… y un perro de Siberia pisándoles los talones.

—¿Y los dejaste?…

—A una legua… antes de una media hora llegarán aquí.

—Y a esta posada… puesto que es la única en el pueblo –dijo Morok pensativo.

—Y que se hace de noche… –añadió Karl.

—¿Conseguiste que hablara el viejo?

—Él…, ¡ni pensarlo!

—¿Cómo es eso?

—¡Vaya usted a acercarse!

—¿Y cuál es la razón?

—Porque es imposible.

—¿Imposible? ¿Por qué?

—Ahora lo sabrá usted… Al principio, yo les seguí ayer hasta la hora de acostarse, haciendo como que los encontraba por casualidad; hablé al viejo, diciéndole lo que se dice entre viajeros: ¡Buenos días y buen camino, compañero! Por toda respuesta me miró de través, y con la punta del bastón me mostró la otra parte del camino.

—Es francés, ¿quizá no comprende el alemán?

—Lo habla al menos tan bien como usted, puesto que al acostarse le oí pedir al posadero lo que necesitaba para él y para las chicas.

—Y a la hora de acostarse… ¿no pudiste intentar de nuevo entablar conversación?…

—Solo una vez… pero me recibió con tanta brusquedad que para no arriesgar nada no insistí más. Además, entre nosotros, debo prevenirle a usted, ese hombre tiene toda la pinta del mismo diablo; créame, a pesar de su bigote gris, parece aún tan vigoroso y resuelto, aunque descarnado como un esqueleto, que yo no sé quien de los dos, entre mi camarada el gigante Goliat o él, ganaría en una pelea… No sé qué planes tiene usted…, pero tenga cuidado, amo… tenga cuidado…

—Mi pantera negra de Java es también muy vigorosa y muy malvada… –dijo Morok con una sonrisa desdeñosa y siniestra.

—¿La Muerte?…, ciertamente, y está ahora más vigorosa y más malvada que nunca… Solamente con usted es casi dulce.

—Tanto es así que ablandaré a ese gran viejo, a pesar de su fuerza y de su brutalidad.

—¡Humm…! ¡humm!, desconfíe, amo; usted es hábil, también es valiente como nadie; pero, créame, nunca transformará en cordero al viejo lobo que va a llegar aquí enseguida.

—¿Es que mi león Caín, es que mi tigre Judas no se arrastran ante mí con espanto?

—Ya lo creo, porque usted dispone de esos medios que…

—Porque yo tengo la fe…, eso es todo… y nada más… –dijo imperiosamente Morok, interrumpiendo a Karl, y acompañando sus palabras con una mirada tal, que el otro bajó la cabeza y se quedó callado.

—¿Por qué a aquel, a quien el Señor apoya en su lucha contra las fieras, no iba a apoyarlo también en su lucha contra los hombres… cuando esos hombres son perversos e impíos? –añadió el Profeta con aire triunfante e inspirado.

Sea por creencia en la convicción de su amo, sea porque no fuera capaz de entablar con él una controversia sobre ese tema tan delicado, Karl respondió humildemente al Profeta:

—Es usted más sabio que yo, amo; lo que usted hace debe estar bien hecho.

—¿Seguiste al viejo y a las muchachas durante todo el día? –repuso el Profeta tras un momento de silencio.

—Sí, pero de lejos; como conozco bien la región, tan pronto cogía un atajo a través del valle, o iba por la montaña, siguiendo la ruta desde donde los seguía viendo; la última vez que los vi, yo me había agazapado detrás del molino de agua de la tejera… y como estuvieran ya en pleno camino principal y que iba a caer la noche, apresuré el paso para tomarles la delantera y anunciar lo que usted llama una buena nueva.

—Muy buena… sí… muy buena… y será recompensado por ello… pues si esa gente se me hubiera escapado…

El Profeta se estremeció, y no acabó la frase.

Por la expresión de la cara, por el tono de la voz, se adivinaba la importancia que tenía para él la noticia que le traía.

—De hecho –repuso Karl– eso tiene que merecer atención, pues ese correo ruso, todo ribeteado, vino desde San Petesburgo a Leipzig para encontrarle a usted…, era quizá para…

Morok interrumpió violentamente a Karl y replicó:

—¿Quién te ha dicho que la llegada de ese correo haya tenido relación con esos viajeros? Te equivocas, no debes saber más que lo que lo que yo te digo…

—De acuerdo, amo, discúlpeme y no hablemos más de ello…, ah, vaya, ahora voy a dejar el morral y voy a ayudar a Goliat a dar de comer a los animales, pues se acerca la hora de la cena, si no ha pasado ya. ¿Es que se está descuidando, amo, mi gran gigante?

—Goliat ha salido, no debe saber que estás de vuelta; sobre todo, que ese viejo y las jóvenes no te vean aquí, eso les haría sospechar.