El mismo mar - Amos Oz - E-Book

El mismo mar E-Book

Amos Oz

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Beschreibung

Amos Oz nos sorprende con una historia contada por diferentes personajes en lugares distintos, pero constantemente interrelacionados, bien por la realidad, bien por los sueños y obsesiones de cada uno de ellos. En El mismo mar todos los personajes se hallan separados de su objeto de amor, a veces por una barrera, una pared, un país, una habitación o la muerte. Publicado en más de veinte países de todo el mundo, El mismo mar representa un singular evento en la literatura actual: aquí, prosa y poesía se entrelazan en la narración en un estilo que consagra a Amos Oz como uno de los grandes escritores de la literatura contemporánea.

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Índice

Cubierta

Portadilla

El mismo mar

Un gato

Un pájaro

Datos

Después, en el Tíbet

Cálculos

Un mosquito

Es duro

Solo

Proposición

Nadia

Rico

En la otra cara

De pronto

Aceitunas

Mar

Dedos

Se oye

Una sombra

A través de nosotros

Albert por la noche

Mariposas a una tortuga

La historia sigue así:

El milagro de los panes y los peces

Allí, en Bat Yam, su padre le reprende:

Pero su madre le defiende

Bettine rompe

En el monasterio de El Eco

Bienaventurados

Falta Rico

Ni mariposas ni tortuga

¿Y qué se esconde detrás de esta historia?

Refugio

Envuelto en sombras la luz proclama

En lugar de una oración

María

Una pluma

El amor de Nirit

Salmo de David

David según Dita

Ella se acerca a él y él está ocupado

No se ha perdido y si se ha perdido

Deseo

Como un avaro que ha olido rumores de oro

Vergüenza

Se parece

expresiones del diccionario El narrador copia

Una postal de Thimphu

Gato encerrado

Ella se va y él se queda

Y cuando las sombras le abrumaron

Un harén de sombras

Rico reflexiona sobre la derrota de su padre

Rico vuelve a reflexionar sobre un versículo que le oyó a su padre

La cruz del camino

El pájaro del lecho del mar

Duda, asiente y pone

Externos

Sinopsis

El proceso de paz

El mediodía más caluroso de agosto

El enigma del buen carpintero que tenía una profunda voz de bajo

A dúo

Un perro saciado y un perro desfallecido

Stabat Mater

Consuelo

Fisgón, intrigante

Exilio y reino

Una niña hinchada y fea

Dentro de poco

Rico grita

Una mano

Chandartal

Nunca ha existido y ha desaparecido

Olvídalo

Sólo los solitarios saben

Rico siente

Y la misma tarde también Dita

Se despierta en mí el deseo

Creo

Una red

Rico piensa en el misterioso hombre de las nieves

Una a una

Tu hijo desea

Un mercader ruso que se dirigía a China

No es cuestión de celos

Sólo gracias a mí ha vuelto a ella

Cada mañana sale a su encuentro

Lo que quería y lo que sé

De profundis

Giggy reacciona

Dies Irae

Mi mano en el tirador de la ventana

¿Y tú?

Un ciervo

Al borde del muelle

Viene y va

Después camina un rato sin rumbo y vuelve a la avenida Rothschild

Una ardilla

No pasa nada

Endulza y remueve y endulza

Adagio

Nocturno

Al mismo tiempo, en Bengala, María

Talita kumi

¿Cómo me gustaría escribir?

Con o sin

Dita me propone

Pero cómo

Desde allí, desde una de las islas

Claro que hay motivos para esperar

Qué importa

Niño, no creas

Nadia oye

La mitad de una carta a Albert

El narrador va a tomar una taza de té y Albert le dice:

En Bangladesh bajo la lluvia Rico comprende por un instante

Magnificat

Dónde estoy

Por la noche, a las once menos cuarto, Bettine telefonea al narrador

En un remoto pueblo de pescadores al sur de Sri Lanka María le pregunta a Rico:

Su padre vuelve a reprenderle y también le suplica un poco

En medio

Dita en voz baja

Pero Albert la detiene:

Después, en la cocina, Albert y Dita

Los mejores campos devastados

Buenas, malas, buenas

Dubi Dombrov intenta expresarse

Scherzo

La nave nodriza

Soy yo

Una historia anterior a las pasadas elecciones

Medio recuerdas que has olvidado

Llegará

Brasas

Bettine le cuenta a Albert:

No lejos del árbol

Una postal de Sri Lanka

Albert acusa

Como un pozo donde se espera oír

Respuesta negativa

Abishag

Cierra los ojos y vigila

Xanadú

Quién se lo permitirá

El invierno se acaba

Un sonido

Estaba

Sólo allí

Viene y va

El silencio

Captura, llena y tira

Al final del camino

Aquí

Lo que has perdido

Amos Oz

Notas

Créditos

El mismo mar

Un gato

No muy lejos del mar, en la calle Amirim

vive solo el señor Albert Danon. Le gustan las aceitunas

y el queso curado. Es un hombre apacible, asesor fiscal,

hace poco que Nadia, su mujer,

murió una mañana de cáncer de ovarios. Dejó

algunos vestidos, un tocador, unas servilletas bordadas

con delicados hilos. Su único hijo, Enrico David,

se ha ido a escalar las montañas del Tíbet.

En Bat Yam hace una mañana de verano húmeda y cálida

pero en aquellas montañas cae la noche. La niebla

se arrastra por los barrancos. Un viento punzante

aúlla como un ser vivo y la luz turbia

se parece cada vez más a un mal sueño.

Aquí se bifurca el camino,

uno es escarpado y otro llano.

En el mapa no aparece la bifurcación del sendero

y, puesto que ya casi es noche cerrada y el viento azota

con granizo punzante, Rico debe escoger instintivamente

si bajar por el camino más corto o por el más fácil.

Sea como fuere, ahora el señor Danon se levantará

y apagará el ordenador. Se dirigirá

hacia la ventana. Fuera, en el patio,

hay un gato sobre la tapia. Ha visto una lagartija. No

perdona.

Un pájaro

Nadia Danon. Un poco antes de morir un pájaro

en una rama la despertó.

A las cuatro de la madrugada, antes de clarear, Narimi

Narimi, dijo el pájaro.

¿Qué seré cuando muera? Un sonido o un olor

o no. He empezado una servilleta.

Tal vez pueda acabarla. El doctor Pinto

es optimista: la situación es estable. Tal vez el izquierdo

no esté tan bien. El derecho está limpio. Las radiografías

son claras. Compruébalo tú misma: no hay metástasis.

A las cuatro de la madrugada, antes de clarear, Nadia Danon

empieza a recordar. Queso de oveja. Copa de vino.

Racimo de uvas. Olor a tarde lenta en las colinas de Creta,

sabor a agua fría, rumor de pinos, la sombra

de las montañas cayendo sobre la llanura, Narimi

Narimi, cantaba el pájaro allí. Me pondré a bordar.

Por la mañana habré terminado.

Datos

Rico David leía sin parar.

La situación del mundo no le parecía buena.

En un estante se han quedado sus numerosos libros,

revistas, periódicos, publicaciones sobre maldades

de todo tipo: black studies, women’s studies,

gays y lesbianas, child abuse, drogas, racismo,

rain forests, el agujero en la capa de ozono, y también

la injusticia en Oriente Medio.

Leía constantemente. Lo leía todo. Acudía

a manifestaciones de izquierdas con su novia Dita Inbar.

Se iba sin decir una palabra. Olvidaba llamar por teléfono.

Volvía tarde. Tocaba la guitarra.

Tu madre te ruega, le suplicaba su padre. No está muy allá

y tú encima la haces sufrir. Rico decía, Está bien, ya vale.

Pero cómo puede haber alguien tan insensible: olvidarte

de apagar.

Olvidarte de cerrar. Hasta las tres de la madrugada olvidarte

de volver.

Dita decía: Señor Danon, intente comprenderlo un poco.

También para él es doloroso. Y encima usted hace que tenga

remordimientos, al fin y al cabo ella no ha muerto

por su culpa. Él tiene derecho a una vida propia.

¿Qué pretendía? ¿Que se quedara sentado

cogiéndole la mano?

La vida sigue. Además, de una forma u otra todos

nos quedamos solos. Tampoco a mí me gusta ese viaje

al Tíbet pero qué le vamos a hacer, está en su derecho

de buscarse a sí mismo. Y más aún después

de perder a su madre. Él volverá, señor Danon,

pero no le espere. Es mejor que trabaje,

que haga ejercicio, lo que sea. Cuando pueda vendré

a visitarle.

Y desde entonces él baja a veces al jardín. Poda los rosales.

Corta los guisantes. Aspira de lejos el olor del mar,

sal, algas, vapor húmedo y cálido. A lo mejor

mañana la llama por teléfono. Pero Rico ha olvidado dejar

sus datos y en la guía telefónica hay muchos Inbar.

Después, en el Tíbet

Una mañana de verano, cuando era pequeño, fue

con su madre en autobús desde Bat Yam hasta Yafo

para pasar medio día con la tía Clara.

La noche anterior no concilió el sueño: temía que se parara

el despertador y nos quedásemos dormidos. Y si llovía.

Y si llegábamos tarde.

Entre Bat Yam y Yafo un carro y un burro

habían volcado. Sandías abiertas sobre el asfalto,

un baño de sangre. Después, el conductor gordo insultó

y gritó a otro gordo con el pelo grasiento. Una anciana

bostezó enfrente de su madre. Su boca era una tumba

vacía y profunda.

En el banco de la parada había un hombre con corbata.

Camisa blanca,

chaqueta sobre las piernas. No quiso subir. No se movió.

A lo mejor estaba esperando

otro autobús. Después vieron un gato aplastado.

Su madre le apretó la cabeza contra su vientre: No mires,

volverás a gritar

en sueños. Después, una niña con la cabeza rapada: ¿piojos?

Tenía las piernas cruzadas, por poco las bragas.

Y un edificio sin terminar y colinas de arena.

Una cafetería árabe. Banquetas. Humo

amargo y denso. Dos hombres encorvados.

Unas ruinas. Una iglesia. Una higuera. Una campana.

Una torre. Tejas. Enrejados. Un limonero.

Olor a pescado frito. Y entre dos muros

un mar con una vela meciéndose a sí mismo.

Después, un huerto, un monasterio, palmas

o palmeras, y casas destrozadas, si se continúa

por esta carretera, al final se llega

al sur de Tel Aviv. Después, el Yarkón.

Después, campos de frutales. Pueblos. Después,

montañas. Después está

la noche. Las cordilleras de Galilea. Siria. Rusia.

O Lapland. La tundra. Las nieves.

Después, en el Tíbet, medio dormido,

recuerda a su madre. Si no nos despertamos,

lo perderemos. Llegaremos tarde. En la nieve

en la tienda en el saco de dormir

anhela apretar la cabeza contra su vientre.

Cálculos

En la calle Amirim el señor Danon aún está despierto.

Las dos de la madrugada. En la pantalla del ordenador

las cuentas mal hechas de una compañía cualquiera.

¿Error o fraude?

Busca. No encuentra. Sobre una servilleta bordada

un viejo reloj tictaquea. Se viste. Sale. En el Tíbet ya son las seis.

Olor a lluvia sin lluvia en la calle de Bat Yam.

Vacío. Silencio. Viviendas. Error

o fraude. Mañana lo veremos.

Un mosquito

Dita se acostó con un buen amigo de Rico,

Giggy Ben Gal. Le puso nerviosa que en lugar

de follar dijera copular. Le asqueó que después preguntara

cuánto había disfrutado en una escala de cero a cien.

Tenía una opinión

para todo. Empezó a decir que el orgasmo femenino

era menos físico que emocional. Después descubrió

un enorme mosquito en el hombro de ella. Lo aplastó,

lo limpió, hojeó la gaceta local

y se quedó dormido boca arriba. Con los brazos extendidos

en forma de cruz.

No le dejó sitio para tumbarse. También su polla se encogió

y se durmió con un mosquito encima: venganza de sangre.

Ella se duchó. Se peinó. Se puso una camiseta negra

que Rico había olvidado en un cajón.

Más. O menos. Emocional. Físico.

Sexy. Chorradas. Sensual. Sexual.

Opiniones noche y día. Esto sí. Esto no.

Lo que se ha destrozado

no tiene arreglo. Hay que ir a ver cómo está el viejo.

Es duro

Abre los ojos con las primeras luces. Las cadenas montañosas

parecen una mujer robusta y tranquila

durmiendo de lado después de una noche de amor.

Una suave brisa, satisfecha de sí misma,

mueve la tela de su tienda.

La hincha, la agita, como un vientre cálido. Sube y baja.

Con la punta de la lengua toca ahora

el hueco de la palma de su mano izquierda,

el punto más interno de la palma. Le da la sensación

de estar tocando un pezón suave, duro.

Solo

Una flecha atrapada en un arco tensado:

él recuerda el contorno

de sus muslos. Adivina el movimiento de sus caderas hacia él.

Se contiene. Sale del saco de dormir. Respira

a pleno pulmón el aire de nieve. La niebla pálida,

diáfana y lechosa se va retirando, una fina túnica

sobre la curva de la montaña.

Proposición

En la calle Bostros, en Yafo, vive un griego que echa las

cartas.

Una especie de adivino. Dicen que también invoca

a los muertos, no con un vaso y letras

sino físicamente. Aunque sólo por un instante, y con luz

tenue, y no se puede hablar

y no se puede tocar. Después, la muerte vuelve a triunfar.

La contable Bettine Carmel se lo dijo. Es subdirectora

de una delegación de Hacienda. Cuando tiene un rato,

invita a Albert a su casa a tomar una infusión

y a charlar de los niños, de la vida, de la situación.

Él se quedó viudo a principios del verano,

ella enviudó hace ya veinte años. Ella tiene sesenta años y él

tiene sesenta años. Desde la muerte de su esposa no piensa en

las mujeres. Pero esas conversaciones les producen

una sensación de tranquilidad.

Albert, dice ella, ¿por qué no vas a verle una vez?

A mí me ayudó. Seguramente es sólo una ilusión, pero

por un instante Avram volvió. Son cuatrocientos shekels y sin

ninguna garantía. Si no ocurre nada el dinero se pierde.

La gente paga más aún por experiencias

que de hecho les atañen mucho menos.

Sin ilusiones,

es un eslogan actual que, en mi opinión,

es simplemente un cliché:

aunque una persona viviera cien años seguiría buscando

a sus muertos.

Nadia

Una fotografía en un marco en una esquina del aparador:

pelo castaño recogido.

Sus ojos son demasiado redondos, tal vez por eso

su cara expresa sorpresa o duda, como si dijera: ¡Qué!,

¿de verdad?

En la fotografía no se ve, pero Albert recuerda el efecto

que causa ese recogido del pelo.

Consigue que, si quieres, veas en su nuca

un vello aromático, fino, diáfano.

En la fotografía del dormitorio Nadia tiene un aspecto

práctico. Diferente. Pendientes delicados, la sombra

de una tímida sonrisa

que promete y pide

más tiempo: Ahora no. Después, todo lo que quieras.

Rico

Bondad, amargura, pasividad y desprecio ve el señor Danon

en el retrato de su hijo. Como dos caras superpuestas:

la mirada y la frente

abiertas, luminosas, y delante, la línea amarga de los labios,

casi cínica. En la fotografía el uniforme disimula la caída

de sus hombros, ensanchando al joven hasta un hombre duro.

Hace ya unos años

que casi es imposible hablar con él: ¿Qué tal? Como siempre.

¿Cómo estás? Bien. ¿Has comido? ¿Has bebido? ¿Te apetece

picar algo? Ya vale, papá. Ya está bien.

¿Y qué opinas de las conversaciones de paz?

Balbucea alguna ocurrencia,

ya en la puerta, Adiós. Y no trabajes demasiado.

Y a pesar de todo hay afecto, no en las palabras

ni en la fotografía,

sino en medio o al lado. Su mano en mi brazo: su contacto

es apacible, familiar y extraño a la vez. Ahora en el Tíbet

son casi las tres menos veinte. En vez de seguir indagando

lo que no está en la foto, me voy a preparar una tostada,

a tomarme un té

y a volver al trabajo. Esta fotografía no hace justicia.

En la otra cara

Ha llegado una postal, con un sello verde: Hola, papá,

esto es precioso, alto y puro,

la nieve me recuerda los cuentos búlgaros

que mamá me contaba de pequeño

sobre pueblos con pozos, bosques, duendes (aunque aquí casi

no hay árboles, a esta altura sólo crecen arbustos y son

más bien como una gran obstinación).

Aquí estoy bien, con jersey y todo,

y estoy con unos holandeses muy prudentes. Por cierto,

de alguna forma el aire suave

transforma aquí completamente todos los sonidos.

Ni siquiera el grito más terrible

rompe el silencio sino que, cómo decirlo, se une a él. Y tú,

no trabajes hasta muy tarde. P. D.: en la otra cara de la postal

verás una fotografía de un pueblo en ruinas. Hace unos mil

años había aquí una civilización perdida

que desapareció por completo. Nadie sabe lo que pasó.

De pronto

Al día siguiente, al atardecer, apareció Dita.

Débil, jadeando, sin avisar

llamó al timbre, esperó en vano, no estaba en casa,

precisamente en ese momento.

Cuando ya había desistido y estaba bajando subía él

con la bolsa de la compra. Ella se agarró a la barandilla

y así, desconcertados, tocándose las manos, se quedaron

parados en la escalera. Al principio se asustó un poco

cuando ella intentó cogerle la bolsa: en ese momento

no la había reconocido,

con el pelo tan corto y una falda atrevida casi inexistente.

He venido porque esta mañana he recibido una postal.

Le pidió que se sentara en el salón. En seguida le contó

que también él había recibido una postal del Tíbet.

Ella se la enseñó.

Él se la enseñó.

Compararon. Después le siguió a la cocina.

Le ayudó a colocar las cosas en el frigorífico.

El señor Danon puso agua. Mientras se calentaba

se sentaron uno enfrente del otro junto a la mesa.

Con las piernas cruzadas, con la falda naranja,

parecía cada vez más desnuda. Pero aún era pequeña.

Sólo una niña. Se apresuró

a apartar la mirada. No sabía cómo preguntar si Rico

y ella aún o ya no.

Se expresó con tacto, dando rodeos. Dita se rió:

Yo no soy suya, y nunca lo he sido, y él no es mío,

y además tienes que entender

que eso son sólo etiquetas. Cada uno es de sí mismo.

Siento aversión hacia todo lo que es fijo.

Es mejor dejar que todo fluya. La pena

es que también eso es de hecho una idea fija.

Definimos: nos complicamos. Mira,

el agua está hirviendo. No te levantes, Albert, deja

que yo lo sirva. ¿Té o café?

Se levanta, se sienta, ve que él se ha sonrojado. Le parece

encantador. Cruza las piernas, se estira la falda,

pero sólo más o menos. Y por cierto, como asesor fiscal,

necesito que me des un consejo. El asunto es el siguiente:

he escrito un guión y se va a llevar a la gran pantalla,

y tengo que firmar un papel. No te molestará

que aproveche la ocasión y pregunte así sin más.

Por supuesto tú no tienes ninguna obligación.

No tenía ninguna obligación, pero se entusiasmó:

empezó a darle todo tipo de explicaciones,

no como a un cliente, más bien como a una hija.

Y mientras le aclaraba esto y lo otro su recatado cuerpo

empezó de pronto a perder el control.

Aceitunas

Ocurre a veces que el fuerte sabor de estas aceitunas, aliñadas

con dientes de ajo, aceite,

sal, limón, guindilla y hojas de laurel,

te trae a la memoria una brisa de una época antigua: grutas,

un rebaño, una sombra, la melodía de una flauta,

el sonido de una respiración de tiempos ancestrales en

un odre. El frío de una cueva, un emparrado escondido,

una choza en un melonar, una rebanada de pan de centeno

y agua de un pozo. Eres de allí. Te has extraviado.

Esto es el exilio. Vendrá tu muerte, en tu hombro pondrá

su sabia mano, Ven, nos vamos a casa.

Mar

Hay un pueblo en el valle. Veinte cabañas de techo plano.

La luz de las montañas es fuerte e intensa.

Junto al meandro del río los seis escaladores,

la mayoría de Holanda,

están tumbados sobre una lona jugando a las cartas.

Paul hace algunas trampas y Rico,

que pierde, se echa a descansar, envuelto en un anorak

y una bufanda, y respira despacio

el aire fuerte de las alturas. Alza la vista: puntas de hoces

afiladas. Dos nubes de pluma.

Una superflua luna al mediodía. Y si se tropieza,

el abismo tiene olor a útero.

La rodilla duele un poco y el mar arrastra.

Dedos

Stavros Evangelides es un griego de unos ochenta años

que lleva un traje marrón arrugado, manchado un poco

en la pierna izquierda encima de la rodilla,

su calva marrón está salpicada de manchas,

verrugas y algunas canas, su nariz es prominente

pero sus dientes son pequeños y bonitos

y sus grandes ojos son alegres: unos ojos cándidos,

como si vieran sólo lo bueno.

Su habitación está muy deteriorada. Las cortinas están

bastante descoloridas. La abombada contraventana

de madera está cerrada por dentro con cerrojo. Y hay

una compacta mezcla de olores marrones

sobre los que reposa un pesado olor a incienso.

Las paredes están cubiertas de iconos de estilo balcánico,

y hay una lámpara encendida y un Cristo infantil,

como si se hubiera adelantado la crucifixión

y el milagro de los panes y los peces y el milagro de Lázaro

hubieran ocurrido por tanto después de la resurrección.

El señor Evangelides es un hombre lento.

Le pide a su huésped que se siente

y sale y entra dos veces, la segunda vez vuelve

con un vaso de agua tibia.

Primero cobra sus honorarios en metálico, cuenta

el dinero con gran interés y pregunta con educación quién

le ha enviado al señor. Habla un hebreo básico pero correcto,

con un ligero acento árabe. ¿Esos dientes tan bonitos,

serán naturales? De momento no hay forma de saberlo.

Después le hace al huésped algunas preguntas generales,

sobre la vida, la salud y todo eso. Se interesa por sus parientes

y su país de origen. Opina que los Balcanes pertenecen

tanto a Oriente como a Occidente. Las respuestas del huésped

las anota con todo detalle en una libreta.

Se interesa también por los muertos,

quién, cómo y cuándo. ¿Y quién es el difunto que

le ha traído esta tarde aquí?

Reflexiona. Asimila. Se observa durante un rato los dedos

como si estuviera comprobando si están todos

en su sitio. Explica amablemente que no puede garantizar

resultados. Un hombre y una mujer, usted, señor, debe

saberlo, forman una misteriosa conjunción:

un día se acercan, al otro día se dan la espalda.

Ahora quiero que respire normalmente.

Las manos abiertas. El corazón libre. Así.

Ahora podemos empezar.

El huésped cierra los ojos para recordar. Narimi Narimi,

le dijo un pájaro. Después los abre. La habitación está vacía.

La luz es marrón grisácea. Por un momento imaginó

entre los pliegues de la cortina un bordado.

Al cabo de un rato el señor Evangelides volvió

a la habitación. Con mucho tacto evitó preguntar

cómo había ido. Le ofreció otro vaso de agua,

esta vez estaba fresca y fría, una luz tranquilizadora

y agradable irradiaba de sus sonrientes ojos

entre las arrugas marrones, una sonrisa de niño listo

que mostraba unos dientes de nieve. Con paso lento

acompañó al huésped hasta la puerta.

Al día siguiente en la oficina, mientras tomaban

una infusión, Bettine le dijo, Albert, no te lo tomes

tan a pecho, de una forma u otra casi todo el mundo

se decepciona. Así es la vida. No contestó enseguida.

Estuvo un rato observándose los dedos.

Cuando salí de allí, dijo, justo en medio de la calle,

vi a alguien que se parecía un poco a ella. Por detrás.

Se oye

Bettine está sola en su casa pasada la medianoche sentada

en un sillón y leyendo una novela que trata de soledad

e injusticia. Alguien, un personaje secundario, muere

por culpa de un diagnóstico erróneo. Deja el libro

sobre las rodillas, abierto y al revés, y piensa en Albert: ¿Por qué

le he enviado al griego? Le he hecho sufrir sin necesidad.

Por otra parte, no tenemos nada que perder.

Él vive ahora sólo consigo mismo

y también yo estoy sola. A lo lejos se oye el mar.

Una sombra

Corren por todo el mundo rumores vagos, quizás también

haya testimonios imprecisos, sobre un ser casi humano,

gigantesco, que vaga solo por las montañas del Tíbet.

Único y libre. Dos o tres veces han fotografiado sus huellas en

la nieve, en lugares remotos por los que ni siquiera

el escalador más intrépido se atrevería a pasar.

Es cierto que se trata sólo de una leyenda local:

como el monstruo del lago Ness o el antiguo Cíclope.

Su madre, que estuvo bordando una servilleta

casi hasta la hora de su muerte,

y su padre, reprimido y deprimido,

que se pasa las noches delante de la pantalla buscando fisuras

en las leyes fiscales, de hecho están condenados

a esperar su muerte encerrados en jaulas separadas.

También tú, con tus viajes

y tu obsesión por alejarte y acumular experiencias,

arrastras contigo tu jaula

de un extremo a otro del zoo. Cada uno tiene su propio

cautiverio. Los barrotes nos separan a unos

de otros. Si de verdad existe un solitario hombre

de las nieves, sin sexo y sin pareja,

que no nace ni se reproduce ni muere y lleva mil años

vagando por estas montañas, ligero y desnudo,

ahora pasará entre las jaulas y tal vez se ría.