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«Amos Oz es un genio literario. Cada uno de sus libros nos afecta, nos conmueve. Y Escenas de la vida rural no es una excepción. Un magnífico libro de relatos de un escritor que nos ofrece el máximo de su talento.» De Morgen Escenas de la vida rural reúne ocho relatos del escritor israelí Amos Oz centrados en un mismo eje común: la vida en Tel Ilán, un imaginario pueblo israelí. En «Herederos», un desconocido llega a casa de Arie Tzelnik, quien, abandonado por su familia, se ha ido a vivir con su madre. El desconocido se presenta como un abogado cuyos planes son internar a la anciana para que Arie y él puedan quedarse con la casa. En «Excavan», se relata la historia de un antiguo parlamentario, Pesaj Kedem, que vive con su hija Rahel. Él es un viejo gruñón que no ha olvidado lo mal que lo trataron sus compañeros de partido. Padre e hija conviven aislados y las pocas visitas que reciben encolerizan al anciano. Con ellos vive también un joven árabe que quiere escribir un libro que compare la vida en los pueblos judíos y árabes. Por las noches, Pesaj Kedem, y más tarde el joven árabe, oyen ruidos de picos y palas debajo de la casa... Y, a modo de epílogo, «En un lejano lugar en otro tiempo» describe el deterioro físico y moral de Tel Ilán, un pueblo en descomposición.
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Índice
Escenas de la vida rural
Herederos
Parientes
Excavan
Perdidos
Esperan
Extraños
Cantan
En un lejano lugar en otro tiempo
Notas
Créditos
Escenas de la vida rural
Herederos
1
El desconocido no era un desconocido. Algo en él produjo rechazo y también fascinación en Arie Tzelnik desde el primer momento que lo vio, si es que ese era el primero: a Arie Tzelnik casi le pareció recordar esa cara, esos brazos largos casi hasta las rodillas, era un recuerdo confuso, como de antes de toda una vida.
El hombre aparcó su coche justo delante de la puerta de entrada. Era un coche polvoriento de color beis y en la luna trasera y también en los cristales laterales llevaba todo un puzzle de pegatinas de colores, exclamaciones, proclamas, advertencias y eslóganes de todo tipo. Cerró el coche, pero se entretuvo en comprobar, con una enérgica sacudida, puerta por puerta, si efectivamente todas estaban bien cerradas. Luego dio unas ligeras palmadas sobre el capó, como si se tratara de un viejo caballo al que se ata a una valla y se le indica con unas palmaditas cariñosas que la espera no será larga. Seguidamente empujó la puerta y se dirigió hacia el porche, al que una parra daba sombra. Su forma de caminar era saltarina y algo penosa, como si avanzara descalzo sobre arena caliente.
Desde la hamaca en una esquina del porche, y sin ser visto, Arie Tzelnik estuvo observando al huésped desde el momento en que aparcó el coche. Pero, por más que lo intentaba, no conseguía recordar quién era ese desconocido no desconocido. ¿Dónde y cuándo había coincidido con él? ¿En algún viaje al extranjero? ¿En la oficina? ¿En la mili? ¿En la universidad? ¿O habría sido en el colegio? Tenía una cara pícara y jocosa, como si hubiese hecho alguna travesura y ahora se regodease. Detrás de ese rostro extraño, o por debajo de él, se insinuaban ciertos trazos de un rostro conocido, angustioso, inquietante: ¿el rostro de alguien que alguna vez te hizo daño? O al contrario, ¿con quien tú cometiste una injusticia olvidada?
Como un sueño del que nueve décimas partes se han hundido y solo la punta sigue asomando.
Por tanto, Arie Tzelnik decidió no levantarse ante el recién llegado y recibirle ahí, en su hamaca del porche situado delante de la casa.
El desconocido saltaba y se retorcía apresuradamente por el camino que conducía desde la entrada a las escaleras del porche, mientras sus pequeños ojos se movían sin cesar de derecha a izquierda, como temiendo ser descubierto antes de tiempo, o al contrario, como asustado por si algún perro furioso saltaba de repente sobre él desde los arbustos de buganvillas espinosas que crecían a ambos lados del camino.
El cabello amarillento y ralo, el cuello rojo con la piel arrugada y flácida que recordaba al buche de un pavo, los ojos acuosos y turbios que se movían como dedos curiosos, los largos brazos de chimpancé, todo provocaba una cierta angustia.
Desde su oculto observatorio en la hamaca a la sombra de los pámpanos de una parra, Arie Tzelnik se percató de que el hombre era corpulento pero estaba algo flácido, como si acabara de contraer una grave enfermedad, como si poco tiempo atrás hubiese sido un hombre grueso y últimamente se hubiese consumido, se hubiese encogido dentro de su piel. Hasta la chaqueta de verano que llevaba, una chaqueta con los bolsillos inflados y de color beis turbio, parecía demasiado ancha y le colgaba floja de los hombros.
A pesar de que eran los últimos días del verano y el camino estaba seco, el desconocido se detuvo a limpiarse bien las suelas de los zapatos en el felpudo situado al pie de las escaleras. Luego alzó varias veces un pie tras otro para comprobar que las suelas estuviesen limpias. Solo cuando se quedó tranquilo subió las escaleras y examinó la puerta de reja que había en lo alto y, solo después de haber llamado educadamente varias veces sin obtener respuesta, giró por fin la vista y descubrió al dueño de la casa tumbado relajadamente sobre la hamaca, en una esquina del emparrado que le daba sombra a él y a todo el porche, rodeada de grandes macetas y de helechos en jardineras.
El huésped mostró al instante una amplia sonrisa y a punto estuvo de hacer una reverencia; luego carraspeó para aclararse la garganta antes de exclamar:
¡Tienen un sitio precioso, señor Tzelkin! ¡Fantástico! ¡Realmente es la Provenza de Israel! ¡Qué digo la Provenza! ¡La Toscana! ¡Qué paisaje! ¡El monte! ¡Las viñas! ¡Tel Ilán es sencillamente el pueblo más maravilloso de todo este país levantino! ¡Delicioso! Buenos días, señor Tzelkin. Perdone. Casualmente no estaré molestando, ¿verdad?
Arie Tzelnik respondió con un buenos días seco y le corrigió diciendo que su nombre era Tzelnik y no Tzelkin, e indicó que lo sentía, aquí no solemos comprar nada a los agentes comerciales.
¡Hace muy bien! ¡Por supuesto que hace bien!, clamó el hombre mientras se secaba con la manga el sudor de la frente, ¿cómo vamos a saber si tenemos delante a un vendedor y no a un impostor? ¿O, Dios no lo quiera, incluso a un delincuente que viene a inspeccionar y preparar el terreno a una banda de ladrones? Pero casualmente, señor Tzelnik, yo no soy ningún vendedor. ¡Soy Maftzir!
¿Qué?
Maftzir. Wolf Maftzir. El abogado Maftzir del bufete Lotem & Pruginin. Encantado, señor Tzelnik. He venido, señor, por un tema, cómo decirlo; aunque quizá sea mejor que no intentemos definir el tema y vayamos directamente al grano. ¿Puedo sentarme? Será una explicación más o menos personal, no personal mía, de ningún modo, por asuntos personales míos no habría osado bajo ningún concepto abordarle y molestarle así sin previo aviso. Efectivamente lo intentamos, por supuesto que lo intentamos, lo intentamos varias veces, pero su número de teléfono está protegido y usted no se dignó responder a nuestra carta. Por tanto decidimos probar suerte con una visita sorpresa, y lamentamos mucho la intromisión. Por supuesto que esto no nos parece aceptable, entrometernos en la intimidad del prójimo, y más cuando el prójimo se encuentra en el paraje más bello de todo el país. Sea como fuere, como he dicho, no se trata por supuesto solo de un asunto personal nuestro. No, no. De ningún modo. Y ya que estamos, es justamente lo contrario: me refiero, cómo expresarlo con delicadeza, digamos que me refiero a que es un asunto personal suyo, señor. Un asunto personal suyo y no solo nuestro. Para ser más precisos, es algo concerniente a su familia. O tal vez a la familia en general, y en particular a un miembro de su familia, señor Tzelkin, a un determinado miembro de su familia. ¿No se opondrá a que nos sentemos y charlemos un momento? Le aseguro que intentaré que todo el asunto no lleve más de diez minutos. Aunque, de hecho, eso depende solo de usted, señor Tzelkin.
Arie Tzelnik dijo:
Tzelnik.
Y luego dijo:
Siéntese.
Y enseguida añadió:
Aquí no. Ahí.
Porque el hombre gordo, o gordo en el pasado, aterrizó primero sobre la hamaca doble, justo al lado del anfitrión, pegado a él, una nube de aromas espesos rodeaba su cuerpo como un cortejo, olores a digestión, a calcetines, a polvos de talco y a axilas. Sobre todos esos olores se tendía una fina red de olor a fuerte loción de afeitar. Arie Tzelnik se acordó de pronto de su padre, que también cubría siempre sus olores corporales con un fuerte aroma a loción de afeitar.
Cuando se le dijo aquí no, allí, el huésped se levantó y se tambaleó un poco, con los brazos de mono sujetando las rodillas, se disculpó, cambió de sitio y posó su trasero con los pantalones demasiado anchos en el lugar que se le había indicado, en un banco de madera situado al otro lado de la mesa del jardín. Era una mesa rústica hecha de tablas a medio pulir, parecidas a los travesaños situados bajo las vías del tren. Era importante para Arie que su madre enferma no viera bajo ningún concepto por la ventana a ese huésped, ni siquiera su espalda, ni siquiera su silueta en el emparrado. Por tanto le hizo sentar en un lugar que no se veía desde la ventana.
Mientras que de la voz salmódica y aceitosa la protegería su sordera.
2
Tres años antes, Naama, la mujer de Arie Tzelnik, se había ido a ver a su buena amiga Telma Grant a San Diego y no había vuelto. No le escribió diciendo claramente que había decidido dejarle, sino que antes le insinuó con delicadeza: de momento no voy a regresar. Al cabo de otros seis meses escribió: me quedo algún tiempo con Telma. Y después le escribió: no tienes por qué seguir esperándome. Estoy trabajando con Telma en un centro de rejuvenecimiento. Y en otra carta: Telma y yo estamos bien juntas, tenemos un karma similar. Y volvió a escribir: nuestra maestra espiritual cree que no debemos renunciar la una a la otra. Te irá bien. ¿Verdad que no estás enfadado? La hija casada, Hilla, le escribió desde Boston: Papá, te lo pido por tu bien, no presiones a mamá. Búscate una nueva vida.
Y como entre su primogénito, Eldad, y él no existía ningún contacto desde hacía tiempo, y excepto esa familia suya no tenía a ninguna persona cercana, el año pasado decidió liquidar el piso del Carmel y volver a vivir con su madre en la vieja casa de Tel Ilán, mantenerse con la renta del alquiler de dos pisos en Haifa y dedicarse a su afición.
Así encontró una nueva vida, tal y como le había pedido su hija.
De joven, Arie Tzelnik sirvió en el Comando Marítimo. Desde su más tierna infancia jamás había temido ningún peligro, ni el fuego enemigo ni trepar a los acantilados. Pero con los años le había entrado terror a la oscuridad en una casa vacía. Por eso, finalmente decidió volver a vivir junto a su madre en la vieja casa donde había nacido y crecido, al final del pueblo de Tel Ilán. La madre, Rosalía, era una anciana de unos noventa años, sorda, encorvada y parca en palabras. Ella solía dejar que se ocupase de las tareas de la casa sin interferir, y casi sin hacer comentarios ni preguntas. A veces se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que su madre enfermase, o envejeciese tanto que no pudiese sobrevivir sin una atención constante, y él se viese obligado a darle de comer, a limpiarla y a cambiarle los pañales. O a meter en casa a una asistenta, con lo que se acabaría la tranquilidad del hogar y su vida quedaría expuesta a la mirada de extraños. Otras veces esperaba, o casi llegaba a hacerlo, el inminente declive de su madre: tendría una justificación lógica y emocional para trasladarla a una institución apropiada y así toda la casa quedaría a su disposición. Cuando quisiese, podría traerse a una nueva y guapa mujer. O mejor, hospedar a una serie de chicas jóvenes. Incluso podría derribar las paredes interiores y renovar la casa. Comenzaría una nueva vida.
Pero, de momento, vivían los dos, el hijo y su madre, en la vieja casa oscura, en paz y en silencio. Cada mañana llegaba la asistenta con las provisiones de la lista, ordenaba, limpiaba y cocinaba, y tras servir a la madre y al hijo la comida se iba en silencio. La madre se pasaba casi todo el día en su habitación leyendo viejos libros mientras Arie Tzelnik escuchaba la radio en su cuarto o construía aviones de madera balsa.
3
El desconocido sonrió de pronto con una sonrisa pícara, lisonjera, con una sonrisa parecida a un guiño: como proponiendo a su anfitrión, ¿pecamos juntos un poco? Pero también como temiendo que su proposición lo fuese a sentenciar. Y preguntó afectuosamente:
Perdone, ¿me permitiría tomar un poco de eso, por favor?
Y, como le pareció que el anfitrión asentía con la cabeza, el hombre cogió la jarra de cristal que estaba sobre la mesa y se sirvió un poco del agua helada con una rodaja de limón y unas cuantas hojas de menta en el único vaso que había allí, el vaso de Arie Tzelnik, pegó sus labios carnosos al vaso y se lo terminó de cinco o seis tragos grandes y sonoros, luego se sirvió medio vaso más, volvió a tragárselo con sed ruidosa y entonces empezó a justificarse:
¡Perdone! Es que aquí, en este precioso porche suyo, no se nota para nada el calor que hace hoy. Hoy hace mucho calor. ¡Mucho! Y pese a todo, a pesar del intenso calor, ¡este lugar pese a todo está lleno de magia! ¡Tel Ilán es el pueblo más bonito del país! ¡La Provenza! ¡Qué digo la Provenza! ¡La Toscana! ¡Bosques! ¡Viñedos! ¡Casas rurales de hace cien años, tejados rojos y cipreses altos! Y ahora, ¿qué opina, señor? ¿Le resultaría más cómodo que charlásemos un rato más sobre la belleza?, ¿o me permite que vaya sin rodeos a nuestro pequeño asunto?
Arie Tzelnik dijo:
Le escucho.
La familia Tzelnik, los descendientes de Leon-Akavia Tzelnik. Si no me equivoco, ustedes fueron aquí de los primeros del pueblo, de los primeros fundadores, ¿no? ¿Hace noventa años? ¿Incluso casi cien?
El nombre era Akiva-Arie, no Leon-Akavia.
Por supuesto, se sorprendió el huésped, la familia Tzelkin. Respetamos mucho la gran historia de su familia. No simplemente la respetamos, ¡la apreciamos! Primero, si no me equivoco, llegaron los dos hermanos mayores, Boris y Samion Tzelkin, que vinieron desde un pequeño pueblo en la región de Járkov para fundar una colonia agrícola completamente nueva aquí, en medio del paraje agreste de las desoladas montañas de Menashé. Aquí no había nada. Un secarral baldío. Ni siquiera había pueblos árabes en esta loma, solo detrás de las colinas. Luego llegó también el sobrino pequeño de Boris y Samion, Leon, o, si sigue insistiendo, Akavia-Arie. Y después, al menos según la historia comúnmente aceptada, Samion y Boris regresaron uno tras otro a Rusia, y allí Boris mató a Samion con un hacha, y solo el abuelo de usted, ¿el abuelo o el bisabuelo?, solo Leon-Akavia permaneció aquí. ¿No era Akavia? ¿Akiva? Perdone. Akiva. Resumiendo: casualmente resulta que nosotros, los Maftzir, ¡también somos de la región de Járkov! ¡Justo de los bosques de Járkov! ¡Maftzir! ¿Lo ha oído alguna vez? Tuvimos un famoso cantor sinagogal, Shaya Leib Maftzir, y había un Gregory Moiseyevich Maftzir, un gran general del Ejército rojo. Un grandísimo general, pero Stalin lo mató. En las purgas de los años treinta.
El hombre se levantó y, con los dos brazos de chimpancé, hizo un gesto de fusilero en clase de tiro y reprodujo el sonido de una ráfaga de disparos mientras mostraba unos dientes afilados aunque no del todo blancos. Luego volvió a sentarse sonriente en el banco, como si estuviese feliz por el éxito de la ejecución. A Arie Tzelnik le pareció que quizás aquel hombre esperaba un aplauso, o al menos una sonrisa, a cambio de la suya edulcorada.
El anfitrión, a pesar de todo, decidió no devolverle ninguna sonrisa. Apartó un poco el vaso usado y la jarra de agua helada que estaba sobre la mesa y dijo:
¿Sí?
El abogado Maftzir estrechó por tanto su mano izquierda con su mano derecha y la apretó con satisfacción, como si hiciera mucho tiempo que no se encontraba consigo mismo y ese encuentro inesperado le llenase de regocijo. Bajo el aluvión de palabras que fluía de su boca, brotaba sin cesar un torrente subterráneo de inagotable alegría, una corriente del Golfo de arrogancia satisfecha de sí misma:
Bueno, empecemos poniendo las cartas sobre la mesa, como se suele decir. Por lo que me he permitido abordarle hoy es por algo que tiene que ver con asuntos personales que nos incumben a ambos, y además, tal vez también tenga que ver, que viva muchos años, con su querida madre. Es decir, con la honorable anciana. Por supuesto, por supuesto, siempre y cuando usted no se oponga explícitamente a tratar un poco este tema tan delicado.
Arie Tzelnik dijo:
Sí.
El huésped se levantó, se quitó su chaqueta beis del color de la arena sucia, grandes manchas de sudor se marcaban alrededor de las axilas en su camisa blanca, la colgó en el respaldo de la silla, volvió a sentarse cómodamente y dijo:
Perdone. Espero que no le importe. Es que hoy hace mucho calor. ¿Me permite quitarme también la corbata?
Por un instante pareció un niño asustado, un niño que sabe que merece una reprimenda y, pese a todo, le avergüenza suplicar. Al cabo de un rato esa expresión desapareció.
Como el anfitrión callaba, el hombre se quitó de un tirón la corbata, un gesto que a Arie Tzelnik le recordó a Eldad, su hijo, y expuso:
Mientras tengamos que cargar con su madre, no podremos implementar la propiedad.
¿Perdón?
A no ser que le encontremos un excelente acomodo en una excelente institución. Y yo tengo una institución así. Es decir, no yo sino el hermano de mi socio. Solo hay que obtener su conformidad. Aunque tal vez nos resulte más fácil conseguir un certificado donde se nos nombre sus fiduciarios.
Arie Tzelnik asintió dos o tres veces, se rascó la mano izquierda con las uñas de la derecha, era cierto que últimamente había pensado una o dos veces en el futuro de su madre enferma, ¿qué sería de ella y de él cuando no pudiera valerse por sí misma o perdiera la cabeza?, ¿y cuándo llegaría el momento de tomar una decisión?, había veces que contemplaba con pena y vergüenza la posibilidad de separarse de su madre, pero también había momentos en que esperaba su inminente declive y las posibilidades que se abrirían ante él al trasladarla a otro lugar. En una ocasión hasta llamó a Yossi Sasson, el de la inmobiliaria, para que le tasara la propiedad. Esas opresivas esperanzas le producían sentimientos de culpa e incluso aversión hacia sí mismo. Sin embargo, le resultaba extraño que ese hombre repulsivo pareciera leerle sus desalmados pensamientos. Por tanto, pidió al señor Maftzir que volviese un momento al principio. ¿A quién representaba exactamente? ¿Quién le había enviado?
Wolf Maftzir se rió:
Maftzir. Llámeme simplemente Maftzir. O Wolf. Entre parientes no son necesarias las formalidades.
4
Arie Tzelnik se levantó. Era mucho más grande, alto y corpulento que Wolf Maftzir y su espalda era ancha y fuerte, aunque los dos tenían unos brazos largos que llegaban casi hasta las rodillas. Tras levantarse dio dos pasos, se detuvo todo lo alto que era junto al huésped y dijo:
Qué es lo que quiere.
Lo dijo sin tono interrogativo, mientras se abrochaba un botón de la camisa y dejaba entrever un pecho gris hirsuto.
Wolf Maftzir trinó a media voz y en tono conciliador:
Qué prisa tenemos, señor, nuestro asunto debe acometerse con cautela y prudencia para no dejar ni el más mínimo resquicio. No podemos errar en ningún detalle.
El huésped le parecía a Arie Tzelnik algo flojo y enclenque. Era como si la piel le estuviese un poco grande. La chaqueta le colgaba flácidamente de los hombros, como el abrigo de un espantapájaros. Y tenía los ojos acuosos y algo turbios. Y a pesar de todo también había en él algo de asustadizo, como si temiera una repentina humillación.
¿Nuestro asunto?
Es decir, el problema de la anciana señora. Es decir, su señora madre, que aún tiene nuestra propiedad a su nombre y la seguirá teniendo a su nombre hasta el fin de sus días, quién sabe lo que se le habrá ocurrido poner en el testamento, o hasta que nosotros dos consigamos ser nombrados sus fiduciarios.
¿Nosotros dos?
Se podría derribar esta casa y levantar aquí un sanatorio. Un balneario. Podríamos crear aquí un enclave único en el país: aire puro, calma pastoral, un paisaje campestre que no desmerece de la Provenza ni de la Toscana, hierbas medicinales, masajes, meditación, orientación espiritual, la gente pagaría un buen dinero por lo que nuestro lugar puede ofrecerles.
Perdone, ¿desde cuándo nos conocemos exactamente?
Nosotros nos conocemos y somos amigos. No solo amigos, querido mío: parientes. E incluso socios.
Al levantarse de su asiento, quizás Arie Tzelnik esperaba conseguir que también el huésped se viese obligado a levantarse y a ponerse en camino. Pero el huésped, en vez de levantarse, siguió sentado en su sitio y hasta alargó el brazo y se volvió a servir agua helada con una rodaja de limón y hojas de menta en el vaso que era de Arie Tzelnik hasta que el desconocido lo confiscó. Se apoyó en el respaldo de la silla. Ahora, en mangas de camisa, con las manchas de sudor en las axilas, sin chaqueta ni corbata, Wolf Maftzir parecía un comerciante con todo el tiempo del mundo, un sudoroso tratante de ganado que había llegado al pueblo a realizar con los campesinos, con paciencia y picardía, un negocio de ganado vacuno con el que, estaba convencido de ello, ambas partes obtendrían beneficios. Había en él una especie de regodeo oculto, una especie de guasa latente, y ese regodeo no le resultaba totalmente desconocido al anfitrión.
Yo, mintió Arie Tzelnik, tengo que entrar ahora. Debo ocuparme de un asunto. Perdone.
Yo, sonrió Wolf Maftzir, no tengo prisa. Con su permiso, le esperaré aquí sentado. O quizás sea mejor que entre con usted y conozca también a la señora. Debo ganarme rápidamente su confianza.
La señora, dijo Arie Tzelnik, no recibe visitas.
Yo, insistió Wolf Maftzir levantándose también del sitio y dispuesto a acompañar a su anfitrión adentro, yo no soy exactamente una visita. Nosotros, cómo decirlo, somos parientes en cierto modo. E incluso socios.
Arie Tzelnik se acordó de pronto del consejo de su hija Hilla de renunciar a su madre, de no obligarla a volver con él e intentar comenzar una nueva vida. Y lo cierto es que no se había esforzado mucho para que Naama volviese con él: cuando se marchó a casa de su buena amiga Telma Grant después de una fuerte discusión, Arie Tzelnik empaquetó toda su ropa y sus enseres y los envió a la dirección de Telma en San Diego. Cuando su hijo Eldad rompió todo contacto con él, empaquetó y le envió sus libros y hasta los juguetes de cuando era pequeño. Limpió todo recuerdo, como se limpian las posiciones enemigas al término de la batalla. Al cabo de unos meses también empaquetó sus cosas, liquidó el piso de Haifa y se mudó a casa de su madre, aquí, en Tel Ilán. Lo que más deseaba era la calma absoluta: días parecidos unos a otros y horas de asueto.
A veces salía a dar largos paseos por el pueblo y los alrededores, entre las colinas que rodean el pequeño valle, por las plantaciones de frutales, por los sombríos montes de pinos. O deambulaba una media hora por la hacienda, entre los vestigios de la granja que su padre había abandonado muchos años atrás. Aún quedaban algunas cabañas destartaladas, gallineros, cobertizos de chapa, un granero, un corral abandonado para cebar terneros. El establo se convirtió en un almacén donde estaban amontonados todos los muebles del piso desmantelado en el monte Carmel de Haifa. Allí, en el antiguo establo, criaban polvo los sillones, el sofá, las alfombras, el aparador y la mesa del salón de Haifa y todos se iban uniendo por finas redes de telarañas. También su vieja cama de matrimonio estaba presionada allí, de lado, en un rincón del establo. Y el colchón estaba enterrado bajo montones de edredones polvorientos.
Arie Tzelnik dijo:
Perdóneme. Estoy ocupado.
Wolf Maftzir dijo:
Por supuesto. Perdón. No quiero molestar, amigo mío, no quiero molestar en absoluto. Al contrario. Desde este momento permaneceré completamente callado. No diré ni una palabra.
Y dicho esto, se levantó y siguió a su anfitrión hasta la casa, que estaba fresca y en penumbra y desprendía un ligero olor a sudor y vejez.
Arie Tzelnik insistió:
Por favor, espéreme fuera.
Aunque de hecho quería decir, incluso con cierta grosería, que la visita había concluido y que el desconocido debía marcharse.
5
Pero el huésped ni remotamente pensaba marcharse. Se coló dentro detrás de Arie Tzelnik y por el camino, a lo largo del pasillo, fue abriendo una puerta tras otra e inspeccionando tranquilamente la cocina, la biblioteca, la habitación de las aficiones de Arie Tzelnik con las ligeras maquetas de aviones de madera balsa colgadas con fuertes hilos al techo que se movían suavemente con el viento, como si fuesen a entablar entre ellas terribles batallas aéreas. Eso recordó a Arie Tzelnik su propia costumbre, una costumbre de la infancia, de abrir todas las puertas cerradas y comprobar qué se ocultaba tras ellas.
Cuando llegaron al fondo de la casa, al final del pasillo, Arie Tzelnik se detuvo para impedir el paso a su dormitorio, que antes había sido de su padre. Pero Wolf Maftzir, que no tenía ninguna intención de colarse en el dormitorio de su anfitrión, llamó suavemente a la puerta de la anciana sorda y, como no obtuvo respuesta, posó la mano como con una suave caricia en el pomo de la puerta, abrió con delicadeza, entró y vio a Rosalía tapada hasta la barbilla con una manta de lana en medio de la amplia cama de matrimonio, la cabeza cubierta con una cofia, los ojos cerrados y las mandíbulas huesudas, sin los dientes, moviéndose como sin dejar de masticar.
Como habíamos soñado, se rió Wolf Maftzir. Cómo está, querida señora, la hemos echado mucho de menos y ansiábamos estar a su lado, seguro que se alegra mucho de vernos.
Y entonces se inclinó sobre ella y la besó dos veces, dos besos seguidos uno en cada mejilla, y a continuación le plantó otro beso en la frente, hasta que la anciana abrió los ojos turbios, sacó una mano esquelética de debajo de la manta, acarició a Wolf Maftzir en la cabeza, murmuró algo y algo más, sacó también la otra mano de debajo de la manta y con las dos manos acercó su cabeza hacia ella y él accedió, se inclinó más, dejó sus zapatos a los pies de la cama, se agachó, la besó en la boca sin dientes, se acostó a su lado, tiró de la manta, se tapó también él y dijo, así, así, y añadió: Cómo está, queridísima señora.
Arie Tzelnik dudó un instante, alzó la vista hacia la ventana abierta por la que se veía uno de los cobertizos abandonados de la granja, así como un ciprés polvoriento sobre el que trepaba con dedos ardientes una buganvilla naranja. Rodeó la cama de matrimonio, fue a bajar la persiana, cerró la ventana y también echó la cortina y, cuando hubo cerrado y oscurecido todo, se desabrochó los botones de la camisa y el cinturón, se quitó también él los zapatos, se desvistió y se acostó al lado de su anciana madre, y así estaban tendidos los tres, la señora de la casa entre su hijo callado y el desconocido que no dejaba de acariciarla y besarla mientras murmuraba dulcemente, todo volverá a ir bien aquí queridísima señora todo volverá a estar bien, nosotros lo solucionaremos todo.
Parientes
1
A las afueras del pueblo reinaba ya la temprana oscuridad de una tarde de febrero. Excepto Gili Steiner no había nadie en la parada del autobús, iluminada por una pálida farola. El Ayuntamiento estaba cerrado y tenía las persianas bajadas. De las casas contiguas, también con las persianas bajadas, salía el sonido de los televisores. Junto a los cubos de basura pasó un gato callejero con lentos pasos de terciopelo, la cola levantada, el vientre redondeado, cruzó la carretera con precaución y desapareció en la sombra de los cipreses.
El último autobús de Tel Aviv al pueblo de Tel Ilán llegaba cada día a las siete de la tarde. A las siete menos veinte llegó la doctora Gili Steiner, médico de familia en la clínica pública del pueblo, a la parada que está delante del Ayuntamiento para esperar a su sobrino, el soldado Gideon Gat. En mitad del curso de la escuela de infantería, a Gideon le descubrieron una enfermedad pulmonar y fue hospitalizado. Ahora, que había sido dado de alta en el hospital, su madre le enviaba a descansar unos días con su hermana, la doctora del pueblo.
La doctora Steiner era una soltera escuálida, angulosa, de pelo corto y canoso, rostro severo y gafas cuadradas sin montura. Era una mujer enérgica de unos cuarenta y cinco años, pero parecía mayor. En Tel Ilán era considerada una doctora excepcional que casi nunca se equivocaba en el diagnóstico, pero que, eso se decía por aquí, tenía un tono de voz seco y áspero y no mostraba empatía con el sufrimiento de los enfermos, tan solo una extrema atención. Jamás se había casado, pero los de su generación recordaban que de joven había tenido una historia de amor con un hombre casado que murió en la guerra del Líbano.
Estaba sentada sola en la parada, esperando a su sobrino y mirando de vez en cuando su reloj. A la luz de la farola, las manecillas se veían borrosas y era imposible saber cuánto tiempo le quedaba aún hasta que llegase el autobús. Esperaba que no se retrasase y que efectivamente Gideon estuviera en él. Gideon era un chico despistado y habría sido muy capaz de equivocarse y subirse a otro autobús. Ahora que tenía una grave enfermedad, seguro que era aún más despistado que antes.
Entre tanto, la doctora Steiner respiraba a pleno pulmón el aire fresco del final de un día de invierno frío y seco. En las haciendas ladraban los perros y sobre el tejado del Ayuntamiento estaba suspendida una luna prácticamente llena que daba una blanca luz espectral a la calle, a los cipreses y los setos. Un ligero vapor cubría las copas de los árboles medio deshojados. Gili Steiner se había apuntado en los últimos años a dos de los cursos avanzados de la Casa de la Cultura del pueblo de Tel Ilán dirigidos por Dalia Levin, pero no había encontrado en ellos lo que buscaba. Lo que buscaba no lo sabía. Tal vez la visita de su sobrino soldado la ayudara a encontrar algún sentido. Durante unos días estarían los dos solos en casa junto a la estufa, ella le cuidaría igual que cuando era pequeño y tal vez se entablaría una conversación y tal vez sería capaz de animar al joven al que quería como si fuese su hijo. Ya había dispuesto en su honor un frigorífico lleno de exquisiteces, preparado una cama y extendido a sus pies una alfombra de lana en la habitación reservada siempre para él junto a su dormitorio. A la cabecera de la cama dejó para él periódicos, revistas y tres o cuatro libros que le gustaban a ella y esperaba que también le gustasen a Gideon. También había encendido ya el termo del agua caliente y había dejado una luz tenue y una estufa encendida en el salón, así como una fuente con fruta y un plato con frutos secos sobre la mesa para que, nada más llegar de la parada del autobús, a Gideon le envolviera una cálida atmósfera hogareña.