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"Todos los órdenes mundiales han sido creados mediante la guerra". Detrás de esta premisa tan aparentemente sencilla como contundente, se esconde otra verdad reveladora: para entender el mundo tal y como hoy lo conocemos no solo debemos observar los hechos que se producen, sino que debemos desentrañar las ideas que los impulsan. Para analizar la actualidad y el pasado reciente, es fundamental trascender los acontecimientos y desvelar qué motivaciones originan las grandes decisiones de los gobernantes y las naciones. Ese es el principio que vertebra este caleidoscópico libro. En cada una de las páginas de El mundo es una idea, surgen claves absolutamente necesarias para entender la compleja realidad de la política internacional en todos y cada uno de sus frentes. Gracias a sus certeros análisis, Xavier Batalla logra sintetizar en esta obra las directrices que rigen el mundo en que vivimos.
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© Judith Adam de Vega, 2014.
© de la presentación, Josep Fontana, 2014.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO027
ISBN: 9788490567715
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
PRESENTACIÓN, POR JOSEP FONTANA
PREFACIO
PRIMERA PARTE. EL SIGLO XX
1. LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS
8/11/2008 Quién cambiará a quién
29/8/2009 Una guerra de treinta años (I)
5/9/2009 No todo son clavos (y II)
2. LA GUERRA FRÍA
3/10/2004 De lectura obligada
18/11/2006 Los seis hombres sabios
10/3/2007 El discurso de Truman
7/11/2009 El telón no era de acero (I)
14/11/2009 Tres fríos telegramas (II)
21/11/2009 ¿Quién ganó la guerra fría? (y III)
3. «MOMENTO UNIPOLAR»
12/6/2004 La teoría y la práctica
19/5/2007 Excepcionalismos
17/1/2009 El tercer líder global
SEGUNDA PARTE. LA PRIMERA DÉCADA DEL SIGLO XXI
1. ESTADOS UNIDOS
10/1/2004 La evolución de la guerra
3/7/2004 Woodward o Hersh
20/11/2004 Pragmáticos o guerreros
23/7/2005 Arquitectos de naciones
17/9/2005 El huevo o la gallina
14/1/2006 León o elefante
8/7/2006 La cruzada de la élite
23/12/2006 Un trabajo imposible
2/3/2007 El historiador de Camelot
27/1/2007 Bush no es un zorro
26/1/2008 Es la política, estúpido
9/2/2008 Un choque en casa
20/9/2008 La pesadilla de Galbraith
25/10/2008 El hombre olvidado
22/11/2008 Cómo ordenar el mundo
6/12/2008 Todo empezó en 1898
20/12/2008 Un escenario apolar
28/2/2009 La cuarta D
13/6/2009 Obama es un zorro
19/9/2009 Una idea de Bismarck
31/10/2009 La gran misión
27/12/2009 Año cero
15/5/2010 El mundo es como es
18/6/2011 El deber de proteger
4/9/2010 La gran estrategia (I)
11/9/2010 El gran desastre (y II)
30/10/2010 Las manos invisibles
2. ASIA
18/10/2003 El tigre frente al dragón
17/4/2004 El artículo 9
9/4/2005 Asia tiene dos caras
24/9/2005 Las dos teorías chinas
30/9/2006 La guerra de Charlie
14/10/2006 Un sudoku norcoreano
26/5/2007 La carrera por el siglo
30/6/2007 La liga de las potencias
6/10/2007 Anatomía de un fracaso
23/2/2008 La lección afgana
19/4/2008 No solo es la meditación
15/11/2008 Difusión del poder
14/3/2009 Un Tíbet más chino
4/4/2009 Reforma, no revolución
30/5/2009 Tiananmen es historia
3/10/2009 Una mad no atómica
17/10/2009 La guerra más larga
19/12/2009 Guerra justa, lo justo
16/10/2010 Un mundo sin centro
17/10/2010 El color del gato
19/6/2011 El despertar de los chinos
26/6/2011 Retirada
3. ORIENTE MEDIO
7/5/2005 Religión o historia
3/12/2005 Misión no cumplida
28/1/2006 Nunca digas nunca Hamas
4/2/2006 El síndrome Collins
18/2/2006 Ajedrez o póquer
18/3/2006 La tierra es agua
25/3/2006 El legado de Sharon
20/5/2006 El tiralíneas occidental
9/9/2006 Guatepeor
21/10/2006 Todo empezó en Suez
10/2/2007 Pasado imperfecto
24/2/2007 Por qué un proceso de paz
12/5/2007 ¿Qué ocurrió en 1948?
7/7/2007 El complejo de Sèvres
22/9/2007 El eje del mal menor
27/10/2007 Una carta de 118 palabras
17/11/2007 Qué territorios por qué paz
10/5/2008 Guerra o expulsión
4/10/2008 Bush quiso ser Napoleón
29/11/2008 Los tres deseos
13/12/2008 Regreso a oriente medio
14/2/2009 El enemigo del enemigo
16/5/2009 Misterio en un enigma
27/6/2009 Mosadeq fue el primero
26/9/2009 La dote y la novia
23/1/2010 El tiralíneas de Churchill
29/5/2010 Cero problemas
26/6/2010 El olor a petróleo (I)
3/7/2010 La sed de petróleo (II)
10/7/2010 La ley del petróleo (y III)
31/7/2010 El origen del desastre
27/11/2010 El dilema del autócrata
23/1/2011 Vecino autócrata
5/2/2011 Miedo a la calle
12/2/2011 Como en 1952
19/2/2011 Americanos en la costa
26/2/2011 Después de la revuelta
27/2/2011 Fracaso
1/4/2011 Una lección de diplomacia
7/5/2011 Antes muerto que vivo
11/6/2011 Erdogan se mide con Atatürk
17/9/2011 Con Mubarak vivían mejor
24/9/2011 Resolución 181
4. AMÉRICA LATINA
10/12/2005 Los bolsillos llenos
6/5/2006 Los blancos pierden gas
1/7/2006 Américas latinas por hacer
2/12/2006 «Queremos promesas»
19/1/2008 «Me llaman chamán»
27/9/2008 La rebelión del revés
16/1/2010 Independencias
2/10/2010 Retrato de la globalización
18/12/2010 El estado por hacer
5. ÁFRICA
12/7/2003 El divorcio del jefe Fernández
9/7/2005 La mano del hombre
24/6/2006 Somalia como fracaso
3/3/2007 La primera globalización
3/1/2009 Mujer blanca 24.596
7/2/2009 Cómo se hizo Mugabe
18/4/2009 El milagro sudafricano
6. RUSIA
18/9/2004 LOS CICLOS RUSOS
17/12/2005 El Zar, el ex y el gasoducto
24/5/2008 Putin neoimperial
30/8/2008 Rusia no es Plutón
11/7/2009 Gas sin derechos
9/1/2010 Un mundo gris
21/11/2010 Rusólogos en Plutón
7. UNIÓN EUROPEA
1/5/2004 Una potencia blanda
19/2/2005 ¿Qué es ser europeo?
8/4/2006 De Colbert a Sarkozy
27/5/2006 Cicatrices de la historia
14/4/2007 El cajón del populismo
21/4/2007 Las vueltas de la historia
14/7/2007 El fin de la integración
5/4/2008 1968
3/5/2008 Utopía europea
16/7/2011 El papel de las finanzas
7/8/2011 Deudas
NOTAS
Quienes trabajamos en el terreno de la historia del tiempo reciente sabemos cuán valioso resulta para nosotros la labor de los periodistas que se especializan en el estudio de la política internacional. Más allá de la realidad puntual de los acontecimientos, ellos son quienes nos transmiten unas experiencias vividas sobre el terreno, que tienen un extraordinario valor, puesto que nos ayudan a contextualizar los hechos y a evitar las manipulaciones a las que los someten con frecuencia los portavoces políticos.
Xavier Batalla, que ha publicado libros sobre las guerras de Iraq y de Afganistán, ha ido un paso más allá para ofrecernos una reflexión global sobre el mundo actual, a la luz de sus experiencias de cronista de la segunda mitad del siglo XX. En este último libro, en el que parte de la convicción de que «todos los órdenes mundiales han sido creados mediante la guerra», se pregunta cuál es en realidad el «nuevo orden» surgido de la guerra fría, lo que exige desvelar las ideas sobre las que se está construyendo.
«El mundo es una idea», nos dice, pero una idea que está generalmente asociada a algún poder, y que puede conducir a una utopía o a una distopía. Para averiguar las ideas que sirven de base a esta primera parte del siglo XXI, Batalla inicia un largo y documentado recorrido por la historia del pensamiento político que ha legitimado las interpretaciones del mundo, desde Tucídides hasta el Fukuyama del «fin de la historia» (y hago esta precisión porque Fukuyama ha dado tantas vueltas desde entonces que resulta difícil saber cómo definirlo hoy), y por las políticas asociadas a este pensamiento.
El primer paso para dilucidar el pensamiento que domina en el presente consiste en distinguir lo que son las ideas básicas que fundamentan la política, del simple ruido de propaganda, tópicos y prejuicios que se destina a atraer los votos. Las elecciones norteamericanas de 2012 nos dieron una buena muestra de la superficialidad de lo que puede llegar a difundirse para este fin.
El aquelarre en que se convirtieron los debates para elegir el candidato republicano a las elecciones presidenciales de 2012 tuvo como protagonistas a personajes que superaban las viejas historias de hombres como Ronald Reagan, quien, a la vuelta de un viaje a América Central, les contó a los periodistas su sorprendente descubrimiento de que «aquello eran diferentes países», lo que no fue obstáculo para que se esforzase en destruir tres o cuatro de ellos; o como el vicepresidente Dan Quayle, que parecía ostentar hasta ahora el récord de la estupidez, por su incapacidad para deletrear la palabra «patata».
La relativamente reciente cosecha supera, sin embargo, todos los antecedentes, lo que ha llevado a James Marshall Crotty a preguntarse en Forbes: «¿Cómo puede un país con el mayor PIB del mundo, y con un sistema absurdamente complejo para regularlo todo [...] permitir que figuren en su escena nacional hombres y mujeres de un intelecto tan evidentemente inferior?».1
Hubo candidatos republicanos menores, como Michele Bachmann, quien estaba convencida de que había que seguir luchando contra «la URSS», y que afirmaba que las escuelas públicas eran «antros de iniquidad en que se enseñaba a los niños a usar condones, respetar la diversidad religiosa y poner en duda la superioridad moral norteamericana». También hubo otros que estaban condenados a abandonar, como Newt Gingrich, que llegó a contar con el mecenazgo del magnate del juego Sheldon Adelson. Sin embargo, destacaron sobre todas las demás las declaraciones que hacían en público los dos candidatos con más posibilidades de triunfo. Rick Santorum suprimiría las universidades, «donde el 62% de los estudiantes pierden la fe». Mitt Romney, que creía que Rusia (por lo menos ya se había enterado de que la URSS había desaparecido) seguía siendo el principal enemigo geopolítico de Estados Unidos, denunció a Barack Obama en un artículo publicado el 29 de marzo de 2012 en Foreign Policy, por «reducir nuestra fuerza naval y aérea por debajo de los números ya demasiado bajos de la actualidad», pese a que el gasto militar norteamericano es superior al de todos los demás países del planeta sumados (es, en concreto, cinco veces superior al de la segunda potencia militar actual, que es China).2 Por suerte sabemos que todas estas afirmaciones no se correspondían con lo que realmente pensaban, sino que se trataba, como dijo Lloyd Grove, del «paquete cuidadosamente calibrado de temas que les han preparado sus asesores». Porque, concluyó Grove, «ha pasado mucho tiempo desde que a un candidato presidencial se le permitía actuar como un ser humano normal».3
Para descubrir las ideas realmente válidas es mejor acudir al tipo de planteamientos que se usan desde el Gobierno para justificar la política. «Toda política exterior que se precie dice tener buenas intenciones», escribe Batalla. Más allá de esta proclamación destinada al público, lo que hay es la certeza de que quienes la enuncian tienen «intenciones». Lo más difícil es descubrir cuáles son, y si son realmente «buenas» (o en todo caso, para quién lo son).
Batalla dedica mucha atención a lo que Henry Kissinger dice en sus libros; pero no debería sobrevalorar este «autorretrato» intelectual. El Kissinger real, que no es tampoco el que Hitchens malinterpretó con evidencias dudosas, lo vemos reflejado en los documentos que ponen de manifiesto su conducta política, de los que disponemos en una extraordinaria abundancia: los 2.100 memcoms (resúmenes de conversaciones) digitalizados por el National Security Archive, que suman 28.386 páginas, y los miles de telcons (transcripciones de conversaciones telefónicas) a los que hoy tenemos acceso.
Es verdad que este cúmulo de documentos es demasiado amplio como para que un investigador pueda consultarlos cómodamente; pero los volúmenes que nos ofrecen hoy una selección de los textos más interesantes de estos fondos documentales, al igual que los ya publicados sobre las cintas que grabaron las conversaciones de Kennedy, Johnson o Nixon, nos permiten una nueva vía de aproximación al conocimiento de la forma en que se llega a la toma de decisiones políticas, que raras veces es la que los propios políticos afirman para legitimarlas (como lo hacen, por ejemplo, en sus «Diarios», obviamente autocensurados, tal como se puede ver en los de Carter y Reagan).
La importancia de esta fuente reside en que por primera vez nos permite conocer los errores de percepción, las informaciones falseadas o los temores injustificados en que se basaron decisiones que, con frecuencia, tuvieron como consecuencia que se sacrificasen inútil e injustificadamente millares de vidas humanas.
Interpretada de este modo, toda la guerra fría, con sus millones de muertos, habría sido un tremendo error. Lo que ocurre es que hay en ella una dimensión más profunda, que corre desde los planteamientos reservados de Kennan a Truman, hasta el pensamiento «neocon» que Batalla recoge del Defense Planning Guidance de 1992 y del Rebuilding America’s Defenses: Strategy, Forces and Resources for a New Century del año 2000. Me refiero, claro está, a la voluntad de mantener una supremacía indiscutida y «desanimar a las naciones avanzadas de cualquier intento de desafiar nuestro liderazgo o de aspirar a un liderazgo regional».
En este terreno, que podríamos llamar «más profundo», no parece que sea enteramente justa la afirmación de que «todo ha cambiado en el escenario internacional en el siglo XXI». Por lo menos así parecen sugerirlo las preocupaciones actuales de los militares norteamericanos, como las del teniente coronel Andrew Krepinevich, director del CSBA (Center for Strategic and Budgetary Assessments), un think tank dedicado a la política de defensa, quien sostiene que lo que Estados Unidos debe decidir ahora es si va a competir o no con China por el control del Pacífico occidental. Si renuncia, habrá de admitir un cambio sustancial en el equilibrio militar mundial; si acepta, «la cuestión es cómo competir con eficacia». De hecho ya hace tiempo que algunos militares se vienen quejando de que las actividades en el Golfo y la guerra de Afganistán les estén privando de los recursos necesarios para esta tarea.4
De este mismo think tank surgió un texto que defendía el nuevo concepto estratégico de «AirSea battle», que se completó en 2009 y apareció desarrollado en 2010 en un extenso documento que contaba como autores con un equipo dirigido por el capitán de la armada Jan van Tol, experto en planificación estratégica. Su finalidad es la de perseverar en los objetivos planteados desde comienzos de la guerra fría, con el fin de impedir el ascenso de cualquier competidor que pueda desafiar la supremacía mundial de Estados Unidos, lo cual exige, en primer lugar, mantener el control de las rutas terrestres, marítimas y aéreas, que son las arterias del comercio internacional.5
Van Tol asegura que el objetivo de esta estrategia, que implica el uso conjunto de fuerzas aéreas y navales, no es la guerra, pero en su estudio se desarrollan planes para interceptar el comercio con China, confiscando en alta mar los cargamentos de las embarcaciones, en operaciones en las que se especula, sin embargo, con la posibilidad de hacer frente a una posible respuesta armada china, a lo que podría responder la presencia de tropas estadounidenses en Australia.
Si añadimos a ello la evidencia de que los dirigentes chinos creen hoy por su parte que ha llegado el momento de asumir su papel en el mundo, y que es Estados Unidos quien se encuentra en «el lado equivocado de la historia»,6 podría resultar que el futuro se pareciese demasiado al pasado —Kissinger no duda en seguir usando para la actualidad el concepto de «guerra fría»— y que lo que debería preocuparnos no es precisamente el cúmulo de dislates que puede soltar un político estadounidense.
Xavier Batalla tiene toda la razón. Para entender el mundo en que vivimos no basta con seguir día a día los acontecimientos, sino que necesitamos desentrañar las ideas que los explican. Una tarea compleja y difícil, a la que deben seguir ayudándonos informadores de su categoría.
J. F.
Todos los órdenes mundiales han sido creados mediante la guerra. A cada conflagración le seguiría una ambiciosa iniciativa diplomática con el propósito de evitar que la historia se repita. El primer acto de contrición en el siglo XX fue la Sociedad de Naciones, creada bajo los auspicios del presidente estadounidense Woodrow Wilson, un idealista. Pero el Senado norteamericano se refugió en el aislacionismo y Alemania, derrotada, fue excluida, como Rusia. Una Sociedad de Naciones sin tres de los grandes no tenía posibilidades, y fracasó. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) intentó mejorar el invento multilateral. Nació impulsada por la coalición vencedora en la Segunda Guerra Mundial, con una cincuentena de países, y los objetivos que se fijó fueron ambiciosos: eliminar las causas de la guerra, la tiranía y la injusticia. Pero la guerra fría enterró los ideales que siguen haciendo de la ONU el símbolo de la inalcanzable salud moral del mundo.
Ahora, en la segunda década del siglo XXI ya han sonado tambores de guerra a propósito de Siria, Corea del Norte y el controvertido plan nuclear que tiene Irán en su mente. Estados Unidos simbolizó un final bélico con la arriada de su bandera en Bagdad el 15 de diciembre de 2011. El mundo continúa esperando la iniciativa que evite que la historia se repita.
Cuando terminó la primera guerra del Golfo (1990-1991), George H. W. Bush recuperó la retórica de Wilson y, por tercera vez en el siglo XX, un presidente estadounidense anunció un nuevo orden. Y este orden, según Bush, debería caracterizarse «por el gobierno de la ley más que por el recurso a la fuerza», pero la historia se repitió con Bush hijo, primero, legalmente, en Afganistán, y después, ilegalmente, en Iraq.
Bush creyó tener dos grandes ideas para establecer unilateralmente un nuevo orden, pero su guerra global contra el terrorismo no ha creado nada, incapaz de reorganizar el mundo. Fred Kaplan, autor de How a Few Grand Ideas Wrecked American Power (2008), sostiene que Bush fracasó por dos razones. Primero, porque los neoconservadores tuvieron la idea de que el mundo había cambiado después del 11 de septiembre de 2001, cuando, en realidad, el mundo —el poder y la guerra— sigue funcionando igual que antes. Y segundo, porque Washington actuó con el convencimiento de que, una vez en la posguerra fría, tenía tanto poder que podía actuar unilateralmente. Estas dos ideas fijas, que no grandes, demostraron que Bush, en opinión de Kaplan, fue ingenuo, impulsivo y tozudo, convencido de que su rectitud moral le podía ahorrar el conocimiento de la historia.
El mundo es una idea. Mejor dicho: es una idea sobre cómo funciona o debería funcionar. Si tuviéramos que hacer caso a Gengis Kan, la cosa estaría clara. Para el líder de los mongoles, el placer más dulce de la vida era «cazar y vencer a los enemigos, apoderarse de sus bienes, dejar a sus esposas llorando y gimiendo, montar su caballo castrado [y] servirse del cuerpo de sus esposas como camisón y ayuda».7 En cambio, para los contrarios a la guerra, la paz es el estado normal de las sociedades. El mundo es una idea, pero, según quién la tenga, esta puede ser una utopía o una distopía. Si la utopía es la búsqueda de un ideal imposible, la distopía es un lugar sin esperanzas.
John Keegan, celebrado autor de la Historia de la guerra, ¿qué es la guerra?, un agnóstico en la materia, dice que «las civilizaciones deben su nacimiento a los guerreros y sus culturas nutren a los guerreros que las defienden».8 Robert D. Kaplan, realista, no parece mal encaminado cuando dice que «uno debe tener siempre presente que las ideas importan, para bien o para mal, y reducir el mundo simplemente a luchas de poder equivale a hacer un uso cínico de Maquiavelo. No obstante, algunos académicos e intelectuales van demasiado lejos en la dirección opuesta: tratan de reducirlo todo simplemente a ideas y descuidan el poder».9 Y los idealistas en las relaciones internacionales fueron los filósofos de la Ilustración.
Los atenienses inventaron la democracia, que fue destruida por Esparta (el físico David Deutsch afirma que no somos inmortales porque Atenas perdió en el Peloponeso). Los chinos inventaron la burocracia. Los judíos inventaron la «monarquía limitada», ya que solo Dios podía tener el poder supremo. Los romanos inventaron los contrapesos de poder. Y los europeos inventaron, además, los parlamentos, como el sistema europeo de equilibrio de poder surgido en el siglo XVII, de la guerra de los Treinta Años. Entonces se creía que el mundo era uno de los dos cielos: como Dios gobernaba el cielo, un emperador gobernaría el mundo secular y un papa la Iglesia universal. Pero este nuevo término sirvió luego para definir una política de equilibrio de poder: la expresión Realpolitik reemplazó al término francés raison d’État. En Mobsters10 se dice: «Agallas y cerebro. Teniendo eso no necesitan ejército». Michael Karbelnikoff le hace decir al actor F. Murray Abraham en su película: «Hace cien años, Austria estaba gobernada por un príncipe llamado Metternich. Austria era débil y sus vecinos fuertes, pero Metternich era un viejo zorro frío y calculador. Si uno de los países se volvía demasiado fuerte, organizaba una alianza contra él. Eso llevaba a Europa al borde de la guerra y entonces todos se lo agradecían cuando impedía que estallara la contienda». «Entonces, apenas tenía ejército», replica uno de los gánsteres. «Sin embargo —contesta F. Murray Abraham—, tenía a Europa cogida por los huevos».11 Todos entendieron que así es como funciona la Mafia.
Egipcios, sumerios, chinos, asirios, griegos, indios y romanos se hicieron con esclavos a los que obligaron a trabajar en la construcción de murallas para protegerse de los extranjeros. Los habitantes de Jericó construyeron una muralla para proteger su ciudad, como hicieron los chinos con la mayor barrera entre su imperio y los que consideraban extraños; las fortificaciones se convirtieron en la especialidad italiana y, como pasó siglos después, también lo hicieron soviéticos e israelíes.
Nuestros antepasados, como afirma William R. Polk,12 lidiaron con el problema que representa el extranjero, o el bárbaro, con muchas ideas: desde el aislacionismo hasta el colonialismo; desde el comercio hasta el imperialismo; desde la diplomacia hasta el espionaje (Heródoto13 consideró que la primera misión de espionaje de la historia fue la que Jerjes despachó a Grecia desde Asia); desde la liberación hasta la esclavitud, y desde la actividad misionera hasta la exterminación. Cuando Cicerón dejó escrito en el siglo I a. C. que «todos los cimientos de la comunidad humana» estaban amenazados por tratar a los extranjeros peor que a los ciudadanos romanos, ya estableció la base de la sociedad internacional.14 Cicerón, como Aristóteles, fue un idealista que se basaba en valores morales.
«La guerra es tan antigua como la humanidad, pero la paz es una invención moderna», escribió el jurista sir Henry Maine a mediados del siglo XIX. Y Michael Howard ha escrito que «la paz inventada por los pensadores de la Ilustración, un orden internacional en el cual la guerra no desempeña ningún papel, ha sido una aspiración común entre los visionarios a lo largo de la historia, pero, por sorprendente que parezca, tan solo hace un par de siglos que se ha convertido en un verdadero objetivo y aspiración para los líderes políticos».15 Pero sigue siendo una aspiración.
La sociedad global tiene nuevas ideas y desafíos, particularmente desde el final de la guerra fría. Entre los nuevos factores están el experimento sin precedentes de la Unión Europea, las emergentes economías —la venganza de la descolonización—, la creciente influencia de las fuerzas no gubernamentales en la política exterior de un Estado, las innovaciones de globalización del comercio y de las comunicaciones, y de las demandas de las voces, previamente ignoradas, de las mujeres y las minorías. Por eso, el análisis de las relaciones internacionales deberá basarse en la conjunción de las diferentes teorías capaces de entender el mundo. En realidad, la humanidad sigue estando dividida entre quienes creen que la paz debe ser preservada y quienes creen que todavía debe ser alcanzada.
El orden medieval europeo entre los siglos VIII y XV fue producto de una simbiosis perfecta entre los guerreros que garantizaban el orden y el clero que lo legitimaba. Fue entonces cuando se inventó la paz, es decir, la visión de un orden social en el que la guerra había sido abolida: un orden en absoluto resultante de una intervención divina, sino fruto del pensamiento y la razón humana.16 El historiador Carlo M. Cipolla dejó escrito que «el déficit público fue una invención de las ciudades-estado italianas en la Edad Media después de una serie de guerras en que se vio envuelta Florencia».17
Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, resume la historia del mundo occidental en un párrafo de su obra Mundo libre.18 Dice que en las escuelas y universidades estadounidenses ha habido generaciones de estudiantes que han aprendido un relato de la civilización occidental que avanza desde Grecia y Roma, pasando por la expansión del cristianismo en Europa, el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración, las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa, el desarrollo del capitalismo, la burguesía y el sufragio universal, hasta las dos guerras mundiales y la guerra fría. Todo empezaría, pues, en Platón, y se habría prolongado hasta la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que ganó la guerra fría sin disparar un solo tiro contra la Unión Soviética, desaparecida en 1991. Pero las ideas son algo distinto de los acontecimientos.
Las ideas son consecuencia, a menudo, de los acontecimientos, aunque también pueden ser su causa. Los regímenes comunistas, por ejemplo, fueron producto, al menos en parte, de la idea de Karl Marx de que la historia terminaría con la victoria del socialismo. En sentido contrario, la idea de Francis Fukuyama de que la historia terminó con el triunfo de la democracia y del libre mercado, fue consecuencia de un acontecimiento, el que puso fin al siglo XX: el fracaso comunista. Fukuyama se inspiró para ello en Hegel y Alexandre Kojève, pensador francés de origen ruso que también tuvo la idea del final de la historia.
George W. Bush tuvo muchas ideas. Cuando era candidato a la presidencia hizo campaña como un político conciliador, pero una vez en la Casa Blanca cambió de idea y abominó del consenso. Empezó prometiendo una política exterior humilde y contraria a la idea de construir naciones, algo que consideraba, al menos en boca de Condoleezza Rice —su secretaria de Estado en su segundo mandato— propio de ingenuos que se mueven más por ideas que por los intereses nacionales. Bush, después de los atentados en Nueva York, Washington y Pensilvania del 11 de septiembre de 2001, se embarcó en la construcción idealista de Afganistán e Iraq. Bush volvió a nacer como idealista. No solo se trataba de derrocar al talibán, sino de construir una democracia en Afganistán. Y después de Afganistán, en Iraq y, finalmente, en todo Oriente Medio. Los neoconservadores, que fueron la fábrica de ideas de Bush, dijeron después que la idea era buena y que lo que falló fueron los acontecimientos. Las ideas importan, aunque no siempre se pueden llevar a la práctica.
Isaiah Berlin sentenció que «Robespierre, José II de Austria o Lenin no consiguieron traducir del todo sus ideas. En general, Bismarck, Lincoln, Lloyd George y Roosevelt sí lo hicieron». ¿Por qué unos logran sus objetivos y otros no? Para Berlin, la diferencia es que los primeros comprenden y los segundos no comprenden la naturaleza del material humano con el que están tratando. «Robespierre, José de Austria y Lenin hicieron todo, o casi todo, lo que era humanamente posible para encontrar la solución adecuada. Leían, estudiaban, discutían, reflexionaban [...] Sin embargo, fracasaron visiblemente y no consiguieron lo que deseaban. Tan solo consiguieron alterar violenta y permanentemente el orden que encontraron y produjeron una situación que ni ellos ni sus enemigos esperaban. Bismarck, Lincoln y Roosevelt lo hicieron», escribió Berlin en El poder de las ideas.19
Aunque el estudio de las relaciones internacionales comenzó de manera sistemática en el siglo XX, las relaciones entre el individuo y el Estado, la legitimidad y la autoridad, y el derecho y la ética no fueron inventadas en el siglo XX. Los antiguos griegos, los filósofos indios y los profetas del Antiguo Testamento también se enfrentaron a los mismos problemas, como afirma Kenneth W. Thompson.20 La esencia de los problemas políticos y sociales no ha cambiado con la historia.
En el siglo XX dominaron dos paradigmas de las relaciones internacionales: el realismo y el idealismo. El realismo occidental hunde sus raíces en Tucídides, que estableció el equilibrio del poder. Kautilya, autor del Arthasastra (Libro del Estado) y principal consejero de Chandragupta Maurya, fundador en el 320 a. C. del imperio de la India, es comparado con Nicolás Maquiavelo cuando explica, como ha señalado Robert R. Kaplan, «cómo un príncipe, al que llama “el conquistador”, puede fundar un imperio explotando las relaciones entre varias ciudades-estado». Y Sun Tzu, que conoció la guerra y la detestaba, aunque reconocía su necesidad, diseñó la táctica que hizo posible el Imperio chino.
Clausewitz, excombatiente en las guerras napoleónicas —que escribió De la guerra—, no dijo, como ha advertido John Keegan, que la guerra es la continuación de la política por otros medios, sino «que se contentó con decir que un animal político es un animal guerrero sin atreverse a considerar el concepto de que el hombre es un animal pensante en quien el intelecto gobierna el imperativo de cazar y la capacidad de matar».21
Los inventores del idealismo en las relaciones internacionales fueron los filósofos de la Ilustración, como Immanuel Kant, John Locke y Jean-Jacques Rousseau, que pusieron el acento en la necesidad de la cooperación. Y también Georg Wilhelm Friedrich Hegel, que contempló una federación de Estados como medio para alcanzar la paz, es otra piedra angular del pensamiento idealista, como en el siglo XX lo fue el historiador Arnold Toynbee.
El paradigma idealista o liberal disfrutó una efímera gloria después de la Primera Guerra Mundial, cuando el presidente estadounidense Woodrow Wilson y otros idealistas impulsaron la Sociedad de Naciones, con el propósito de ganar la guerra que pusiera fin a todas las guerras. Pero el fracaso de sus esfuerzos desembocó en el triunfo del realismo, que imperó en la guerra fría. Robert D. Kaplan, realista, sostiene que «el realista puede que tenga los mismos objetivos que el idealista, pero entiende que a veces es necesario posponer la acción para asegurar el éxito».22
El historiador Tucídides (460-411 a. C.), considerado el padre del realismo, narró, en Historia de la guerra del Peloponeso, uno de los episodios más dramáticos del conflicto entre atenienses y espartanos, en el que Atenas, desde una posición de fuerza, exigió la rendición de la isla-Estado de Melos. El acontecimiento sucedió en el año 450 a. C., cuando unos diez mil atenienses se enfrentaron a unos quinientos melios, y el enviado de Atenas, en lo que se conoce como el «Diálogo de Melos», se dirigió a los melios con estas palabras: «Se trata más bien de alcanzar un posible acuerdo con lo que unos y otros sentimos, porque vosotros habéis aprendido, igual que lo sabemos nosotros, que en las cuestiones humanas las razones de derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan».23 Y los melios respondieron a los atenienses: «Lo útil (es necesario, en efecto, moverse en esos términos, puesto que vosotros habéis establecido que se hable de lo conveniente dejando aparte de este modo las razones de derecho), lo útil, decimos, exige que nosotros no acabemos con lo que es un bien común, sino que aquel que en cualquier ocasión se encuentre en peligro pueda contar con la asistencia de unos razonables derechos y obtenga provecho de ellos si con sus argumentos logra un cierto convencimiento de su auditorio, aunque sea dentro de los límites estrictos». Es decir, en su respuesta a los atenienses, los melios dijeron que podría llegar un día en que Atenas, si fuera derrotada, desearía que hubiera un sistema de normas que les protegiera. Los atenienses (que fueron finalmente derrotados en la guerra contra Esparta, librada entre los años 431 y 404 a. C.), rechazaron con desdén su propuesta. En el siglo XX, la idea de los atenienses seguía fija en H. J. Mackinder, cuando afirmó que «el gobierno del mundo aún se basa en la fuerza».24
En la República,25 que Platón escribió unos cuarenta años después del diálogo entre atenienses y melios, Trasímaco —que fue modelado a imagen de uno de los más implacables atenienses— representa el cínico sofista que transmite el mensaje de Atenas. Y como afirma Simon Blackburn, «unos y otros son los representantes de la Realpolitik maquiavélica, saben que viven en un mundo despiadado y tratan de adaptarse a él. Tanto ellos como sus sucesores han dejado una larga mancha en la historia de la humanidad (los melios no se rindieron, y los atenienses asesinaron a los hombres y esclavizaron a las mujeres y los niños) [...] Fueron los antepasados directos del neoconservadurismo estadounidense, una ideología que encuentra su inspiración inmediata en Leo Strauss, teórico y especialista en Platón».26
Los realistas son escépticos, aunque no todos, sobre la relevancia de la moralidad en las relaciones internacionales. Y Tucídides no hizo otra cosa que presentar el «Diálogo de Melos» como el primer debate entre realistas e idealistas: ¿deben basarse las relaciones internaciones en los principios de la justicia y la ética o, por el contrario, seguir moviéndose por los intereses nacionales y el recurso a la fuerza? La destrucción de Melos, que provocó el destierro de Tucídides por los atenienses, no cambió el curso de la guerra del Peloponeso, que acabó con la derrota de Atenas. Pero el realismo de Tucídides —ni inmoral ni amoral— es comparable al realismo del filósofo francés Raymond Aron, que escribió en el siglo XX: «Los hombres saben a la larga que el derecho internacional debe someterse a la realidad. Un estatus territorial termina invariablemente por ser legalizado, siempre y que perdure. Una gran potencia que quiera impedir a un rival realizar conquistas debe armarse y proclamar con antelación una desaprobación moral».27
Robert D. Kaplan sostiene en El retorno de la Antigüedad que «puede que La Historia del Peloponeso sea la obra más emblemática sobre la teoría de las relaciones internacionales de todos los tiempos. Es el primer trabajo que introduce el pragmatismo general en el discurso político. Y sus enseñanzas han sido elaboradas por autores como Thomas Hobbes, Alexander Halmilton —uno de los padres fundadores de Estados Unidos—, Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz y, en nuestra época, Hans Morgenthau, George F. Kennan y Henry A. Kissinger».28
El legado de san Agustín fue el realismo político: la idea de que el ideal del orden internacional debía ser preservado por el equilibrio de poder. Y santo Tomás de Aquino ofreció la idea de una política basada en la razón: para él, el mejor orden internacional era un orden de pequeños y medianos Estados con moderadas ambiciones. Reinhold Niebuhr, el teólogo estadounidense y protestante que fue faro del realismo cristiano, situó en el siglo XX a Aquino en la región de los idealistas, y a Agustín entre los realistas.29 Pero los dos coincidieron en que la guerra debía estar subordinada a normas morales.
Nicolás Maquiavelo (1469-1527) cambió esta tradición moral cristiana y la calificó de no realista. El maquiavelismo es un realismo, tanto en las cuestiones internas de los Estados como en las relaciones exteriores, que niega la relevancia de las cuestiones morales, y en el que el fin justifica los medios. Para Maquiavelo, el cristianismo alababa a los dóciles, lo que permitía que el mundo fuera dominado por los malvados. Por eso prefería una ética pagana que aumentara el instinto de conservación.
El resultado fue El príncipe,30 la obra más conocida de Maquiavelo, publicada en 1532, después de su muerte. Fue, en realidad, una guía para ayudar al amoral y cruel César Borgia —que gobernó Florencia de 1513 a 1519— a defenderse de sus enemigos extranjeros, por lo que, debido a su astucia, resulta fácil encontrar en su escrito una justificación para casi todas las opciones políticas. Así, las ideas de Maquiavelo también influyeron a los padres fundadores de Estados Unidos, aunque tuvieran más fe en la gente corriente de la que pudiera tener Maquiavelo.
El sistema político de Estados Unidos data de 1787, cuando los cincuenta y cinco delegados procedentes de los trece estados originales se reunieron en Filadelfia para redactar una constitución. Y los reunidos se movieron más por el miedo que por las ambiciones. Tras haber conseguido la independencia de Gran Bretaña, los delegados temían que su libertad fuera destruida por la anarquía. William R. Polk ha explicado así los temores de los delegados: «Según creían, no era posible confiar en el pueblo; a menudo se mostraba perezoso, ignorante y sujeto a la manipulación por parte de los tiranos. La única salvaguarda que acertaron a imaginar fue dividir el poder de tal modo que ningún grupo pudiera dominarlo por completo».31
El debate entre el mundo natural, en el que mandan los intereses, y el mundo modificado por la ética, que sería el de los principios, será seguramente interminable. La política del mundo natural se basa, naturalmente, en la fuerza. Esta es la idea que tuvo Thomas Hobbes (1588-1683) con su concepto de un estado anárquico de las relaciones internacionales. La política del mundo deseable descansa en el derecho y su gran abogado es Immanuel Kant (1724-1804).
René Descartes fue el sistematizador del racionalismo europeo. La situación comenzó a cambiar unos años más tarde, cuando Isaac Newton, al observar cómo caían las manzanas, formuló la ley de la gravitación universal. La manzana, en su trayecto hasta el suelo, recorrió la distancia que separa la monarquía absolutista de la monarquía parlamentaria surgida de la Gloriosa Revolución inglesa de 1688-1689. Para Michael Howard, «durante la segunda mitad del siglo XVII, con la aspiración del Estado, apareció un nuevo concepto newtoniano en el que los Estados mantenían una relación semejante a la que el universo y los planetas mantienen entre sí. Entonces el mantenimiento de la paz pasó a verse como la conservación del equilibrio de poderes, que se debía a constantes regulaciones mediante la guerra».32
El mundo ha cambiado. Y dos de estas grandes ideas, así como su híbrido, siguen moviendo el mundo. Hugo Grotius hizo una inestimable aportación al orden internacional durante el terrible período de la guerra de los Treinta Años.33 Desde entonces, el debate principal ha seguido siendo entre las ideas de Hobbes, un realista (Leviatán,34 1651), para quien «las convenciones, sin la espada, son solo palabras»,35 y las de Kant, un idealista (La paz perpetua,36 1795).
Hobbes tuvo una visión sombría de la naturaleza humana, una profunda desconfianza en el sistema internacional y el convencimiento de que es la fuerza, y no la cooperación, la que evita los conflictos. La idea de Kant fue que el hombre está hecho de «material corrupto», pero tuvo luces para razonar que la cooperación entre Estados genera seguridad y estabilidad.
Los neoconservadores estadounidenses, que afirmaron que en Iraq lo que les movió fueron los principios y no los intereses, lo tuvieron claro. Uno de sus campeones, Robert Kagan, autor de Poder y debilidad: Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial,37 dijo que el enfrentamiento entre Estados Unidos y Europa era una confrontación entre el mundo real y el mundo deseable. Kagan sostiene que tan solo se puede vivir en el mundo real y añade que el humanitarismo de Europa es únicamente posible porque es irrelevante. Dicho más llanamente: Kagan considera ingenuos a los europeos, incluidos sus dirigentes, por creerse la paz perpetua.
Kant, amante tanto de la Revolución francesa como de la norteamericana, planeó sobre el conflicto de Iraq. El pensador alemán es más conocido por su dedicación a la metafísica y a la filosofía, pero también fue un maestro del pensamiento político internacional. Su trabajo fundamental en este campo es el ensayo La paz perpetua, obra escrita en 1795. En la primera redacción de su trabajo, Kant afirmó que el mantenimiento de los ejércitos es, en sí mismo, una de las primeras causas de la guerra ofensiva, expresión con la que en su época, posiblemente, aludía a la guerra preventiva, la doctrina popularizada por George W. Bush y sus aliados. En la versión definitiva de esta obra, Kant expuso de manera razonada el derecho de las naciones a crear una federación de Estados libres.
Las naciones, como los individuos en estado natural, dice Kant, viven con el temor a los otros, por lo que, en su opinión, la solución sería una federación de naciones pacíficas que pretendan poner fin a la guerra. El propósito de esta federación no sería la acumulación de poder o la intimidación de los otros, sino la seguridad y la preservación de la libertad de los Estados. Es decir, Kant, para regatear la guerra, propuso la creación de organismos internacionales atendiendo al mandato de la Ilustración o, lo que es lo mismo, de la razón.
Lord Castlereagh, realista, y George Canning, idealista, personificaron hace dos siglos el debate entre Hobbes y Kant sobre cómo debe ser una política exterior. Castlereagh, uno de los grandes protagonistas del reaccionario Congreso de Viena (1814-1815), resumió la política exterior en la defensa de los intereses nacionales; Canning, un plebeyo que prosperó gracias a su extraordinaria elocuencia, defendió los valores democráticos. El primero, pues, fue un pesimista sobre la condición humana; el segundo pudo pasar por idealista.
Una mañana de septiembre de 1809, Canning, entonces ministro de Negocios Extranjeros, y Castlereagh, ministro de la Guerra, se enfrentaron en un duelo con pistolas. Ninguno de los dos sufrió heridas de consideración, pero, en cuanto a las ideas, ganó Castlereagh. Doscientos años después, los dirigentes actuales suelen seguir hablando con el lenguaje de los ideales y actúan según la lógica realista.
Toda política exterior que se precie dice tener buenas intenciones. Un magnífico ejemplo fue el primer ministro William Gladstone, quien en 1880 sentenció que la decencia cristiana y los derechos humanos dirigirían la política exterior británica a partir de entonces. Después de Gladstone, el idealismo fue la perspectiva dominante tras la Primera Guerra Mundial.
Estimulados por el presidente estadounidense Woodrow Wilson —partidario de la expansión de la democracia y que centró sus esfuerzos en el desarrollo de la ley para superar las cuestiones de poder y los intereses nacionales, que consideraba amorales—, los idealistas de las décadas de 1920 y 1930 tuvieron la idea de construir un nuevo orden internacional donde no tuvieran cabida la diplomacia secreta, la creación de organismos internacionales y el rechazo del célebre principio del Senado romano «si vis pacem, para bellum» («si quieres la paz, prepárate para la guerra»), un endiablado engranaje que destruyó Europa en la Primera Guerra Mundial. El liberalismo internacional desembocó en la creación de la Sociedad de Naciones y en el Pacto Briand-Kellogg, con el que, en 1928, se pretendió nada menos que prohibir la guerra. Para los idealistas, la diplomacia secreta y el equilibrio del poder fueron las causas de la guerra.
Una vez terminada la Primera Guerra Mundial, la escena internacional era un caos, como ocurre ahora. Algunos argumentan que hoy la amenaza es el islam resurgente; en 1919 era el bolchevismo. El proyecto de Wilson era tan ambicioso que Clemenceau, primer ministro francés, ironizó sobre si el presidente estadounidense creía ser Jesucristo.38 Wilson, que era la personificación del idealismo estadounidense, también fue puesto a prueba en 1919. Un reportero de The Washington Post que cubría la revuelta egipcia contra los británicos afirmó que el nacionalismo egipcio se alimentaba de «ideales wilsonianos». «Los manifestantes marchan cantando el credo wilsoniano», escribió. Por el contrario, Wilson hizo oídos sordos a las peticiones de los nacionalistas egipcios y reafirmó su apoyo al poder colonial británico.
Wilson, convencido de que los tiranos eran los que arrastraban a los ciudadanos a la guerra, y no al revés, creyó llegado el momento de que la opinión pública pudiera decir la suya en materia de política exterior. Hasta el siglo XX, la política exterior fue una materia reservada para los gobiernos. Los parlamentos y la ciudadanía debían conceder que el asunto, dada su extraordinaria complejidad, estuviera reservado para esa élite. Wilson contó inicialmente con el apoyo entusiasta de Lippmann, el periodista que en su tiempo mejor reflexionó sobre la opinión pública. Y también se vio asistido por Gallup, el padre de los sondeos de opinión. El resultado fueron dos ironías: Wilson accedió a la Casa Blanca con la promesa de no ir a la guerra, y Lippmann terminó convirtiéndose al realismo.
Lippmann se justificó con estas palabras: «Participamos en la guerra (1914-1918) que terminó con la victoria de los pueblos libres [...] Así entramos en los años veinte, rechazando la posibilidad de la paz en el mundo porque existían muchos problemas, y creyendo que la paz debía durar simplemente declarando que debería durar. Tan encantados estábamos con nuestros nobles y nada costosos sentimientos que, aunque el mundo estaba desorganizado y caótico, decidimos desarmarnos a nosotros mismos y a las democracias».39 Raymond Aron dejó escrito en sus memorias que «Lippmann rechazaba ver los hechos y los hombres, porque ni unos ni otros encajaban en su concepción global de la historia, en la que, según su tesis, se da la primacía de la nación sobre la ideología.40
El internacionalismo liberal fue criticado en la década de 1930 por Reinhold Niebuhr y por E. H. Carr. La Sociedad de Naciones, a la que Estados Unidos nunca perteneció, así como tampoco Japón y Alemania, fue un fracaso, un organismo incapaz de crear un sistema de seguridad colectiva para hacer frente a los Estados que violasen los principios de la organización, y esto provocó la reacción de los realistas. En su principal obra sobre las relaciones internacionales, Carr (1892-1982) criticó la posición idealista, calificándola de «utopía», y añadió que «el utópico establece un patrón ético que pretende que sea independiente de la política y trata de lograr que la política se adecue a él. El realista no puede entender de forma lógica ningún patrón valorativo salvo el de los hechos. En su opinión, el patrón absoluto del utópico está condicionado y dictado por el orden social y es, por tanto, político. La moralidad solo puede ser relativa, no universal. La ética debe ser interpretada en términos de política y la búsqueda de una norma ética fuera de la política está abocada a la frustración. La identificación de la realidad suprema con el bien supremo, que el cristianismo alcanza mediante un golpe enérgico de dogmatismo, es alcanzada por el realista a través del supuesto de que no hay otro bien que la aceptación y el entendimiento de la realidad».41
Cuando Hitler utilizó el poder alemán, ignorando las leyes internacionales y la moralidad, volvió a sonar la hora de la perspectiva realista. El contraataque fue fulminante. Múnich, donde el Reino Unido y Francia accedieron a las demandas alemanas de 1938 con la esperanza de garantizar una paz duradera, se transformó en el símbolo del idealismo. La Segunda Guerra Mundial podría haberse evitado, según argumentan los realistas, si Londres y París no hubieran permitido que sus ideales distorsionaran sus cálculos sobre la importancia de los intereses y hubieran advertido seriamente a Hitler. Margaret MacMillan tiene una opinión distinta de lo sucedido en Múnich: «¿Se equivocaron las democracias en los años treinta al intentar evitar la guerra? Estaban obsesionadas por la espantosa cifra de muertos de la Primera Guerra Mundial, tan reciente aún, y por el temor de que la nueva tecnología de las bombas destruyera la civilización. En lo que se equivocaban, como Neville Chamberlain, y es fácil decir esto retrospectivamente, era en su creencia de que Hitler se detendría una vez satisfechos los objetivos “razonables” de Alemania, como el Anschluss con Austria».42
Hans Morgenthau (1904-1980), influenciado por Niebuhr y Hobbes, representó la reacción radical contra el idealismo, como hizo Maquiavelo contra la excesiva utopía de la época de la caballería. En su libro más famoso, Politics among Nations: The Struggle for Power and Peace, afirma que «las relaciones internacionales, como la política, son una lucha por el poder».43 Morgenthau tuvo una idea que creyó luminosa: propuso un plan para Alemania para reconstruirla como un país agrícola, sin industria. No sería una idea brillante, como demostró el Tratado de Versalles treinta años antes. Y el secretario de Estado de Truman, James F. Byrnes, en una acción realista, la rechazó en 1946. Morgenthau se pasó de realista.
Franklin D. Roosevelt rescató la idea de Wilson de la seguridad colectiva con la creación de la ONU. No obstante, la guerra fría dio al traste con los propósitos de enmienda. Henry Kissinger, secretario de Estado de Nixon y de Ford, lo explicó así: «Una vez que la visión del presidente Roosevelt sobre un sistema de seguridad colectiva supervisado por cuatro gendarmes se hundió irremisiblemente, Estados Unidos necesitó cerca de tres años para desarrollar la alternativa que se conoció por la doctrina de la contención».44
Los libros de historia explican que la ONU nació con la firma de San Francisco, en abril de 1945. En realidad, San Francisco fue la culminación de un esfuerzo político y militar que comenzó mucho antes. Estos orígenes ayudan a entender que la ONU no es solo un accesorio idealista, como dicen sus críticos, sino una necesidad realista, como sostienen sus abogados. Roosevelt impulsó la ONU para ganar, militar y políticamente, así como para establecer los cimientos de una paz duradera. La primera piedra del edificio fue la Carta Atlántica, suscrita en 1941. Roosevelt fue acusado de idealista al inspirarse en la Sociedad de Naciones. Los wilsonianos tradicionales creían, y creen, que las instituciones supranacionales proporcionan la necesaria legitimidad para que un Estado ejerza su poder. Es decir, rechazan la idea de que una sola nación, por iluminada que sea, pueda ser un juez mundial. El invento no funcionó a causa del estallido de la guerra fría.
George F. Kennan, entonces diplomático de la embajada estadounidense en Moscú, envió a Washington, a través de cinco telegramas, lo que fue conocido como la «contención». La política de la contención fue el resultado de una posición intermedia adoptada por el presidente Harry S.Truman entre los partidarios de una política de apaciguamiento con respecto a los soviéticos (Henry Wallace, vicepresidente de Estados Unidos entre 1941 y 1945, y candidato a la presidencia en 1948 por el Partido Progresista), y la negociación (James F. Byrnes, secretario de Estados Unidos con Truman entre 1945 y 1947), por una parte, y los que preconizaban una política de confrontación (roll-back), por otra. El resultado fue la militarización de la guerra fría.
Kennan tuvo grandes ideas. Convencido de que la crisis del régimen soviético estaba escrita en la propia naturaleza del sistema totalitario, propuso la ruptura de todo contacto con la URSS hasta lograr una evolución positiva del sistema comunista. Pero se opuso a la militarización de la contención, y resultó derrotado. Fue uno de los artífices del Plan Marshall, y en la década de 1950 propuso que Alemania se transformara en un país neutral del que Estados Unidos y la Unión Soviética retiraran sus tropas. La idea le costó que sus críticos le tildaran de liberal. Fue un realista clásico que siempre abogó pacientemente por el uso de la fuerza.
Lo más importante para Kennan no fue el legalismo. Cuando el espíritu de la indignación controla la utilización de la fuerza, dijo, la moral del Estado exige la rendición incondicional del enemigo. Irónicamente, cuando más se emplean los altos principios morales es cuando se intensifica la violencia y es más destructiva de la estabilidad, que no es lo que ocurre en las guerras basadas en la defensa de los intereses nacionales. La guerra total y la rendición son los precios de la guerra librada por la obsesión legalista-moralista. En 1966, en una comparecencia ante el Comité de Asuntos Exteriores del Senado, sobre Vietnam, Kennan dijo: «A nuestro país no se le debería exigir, ni se debería exigir él mismo, que cargue con el descomunal peso de determinar las realidades de cualquier país [...] Esto no solo no es asunto nuestro, sino que además no creo que lo podamos llevar a cabo con éxito».45
Los realistas son considerados fríos. Su oficio es el cálculo del poder y el egoísmo. Pero este no parece ser el caso de Kennan, quien dejó escrito como aviso para navegantes: «En mi opinión, la aproximación legalista y moral a las relaciones internacionales se identifica con el concepto de la guerra total y de la victoria total».46 Isaiah Berlin dividió también a los intelectuales entre zorros y erizos, y la magnífica biografía escrita por John Lewis Gaddis (George F. Kennan. An American Life, 2011), el historiador de la guerra fría, demuestra que Kennan fue un zorro. «[El realismo] puede ser, para muchos, sinónimo de cinismo y reacción. Yo no comparto esas dudas. El concepto de realista no puede ser iliberal», dijo.
A quien no se puede tildar de idealista es a Henry Kissinger. Una mañana del verano de 1944, en Camp Claiborne (Luisiana), el general Alexander Bolling, comandante de la división 84 de infantería, presenciaba unas maniobras cuando reparó en un hombre pequeño con un monóculo y uniforme de la Wehrmacht, que se dirigía a las tropas en un impecable alemán de clase alta. «¿Qué está haciendo, soldado?», preguntó el general. «Hago ruido de batalla en alemán», contestó el soldado Fritz Kraemer, reclutado un año antes y conocido como «el Prusiano».47 Uno de los soldados que escucharon aquel día la arenga de Kraemer fue un joven de diecinueve años llamado Heinz Kissinger, un alemán de origen judío que había emigrado a Estados Unidos en 1938. Por primera y única vez en su vida, según ha dejado escrito, Kissinger se emocionó tanto con el discurso que envió a Kraemer una nota de felicitación.
Fritz Gustav Anton Kraemer, el «padre» de la bomba de hidrógeno, fue una figura influyente. Durante veintisiete años trabajó como asesor del Pentágono en geopolítica y estrategia (1951-1978), aconsejó a generales y secretarios de Defensa y perteneció al Consejo de Seguridad Nacional durante diez presidencias, un récord (cuarenta años) para un emigrante que abandonó Alemania en 1933. A principios de 1945, después de la batalla de las Ardenas, Kraemer regresó a Alemania, esta vez con el uniforme estadounidense y en compañía de Kissinger, ya convertido en Henry A. Kissinger y en chófer del general Bolling, aunque, poco después, fue enrolado en la contrainteligencia estadounidense. Kraemer trabajó en el Pentágono y colocó a Kissinger en Harvard.
Kraemer enseñó a pensar geoestratégicamente a quienes serían algunas de las luminarias de la guerra fría. Fue profesor del general Alexander Haig, posteriormente secretario de Estado; de Zbigniew Brzezisnki, consejero de Seguridad Nacional con Jimmy Carter; de James Schlesinger, secretario de Defensa; de Vernon Walters, personificación de la diplomacia secreta y embajador en la ONU y Alemania Occidental, y de Edward Landsdale, general que participó en la fundación del contraespionaje y que inspiró a Graham Greene para crear su inolvidable novela El americano impasible. Entre todos los protegidos de Kraemer, sin embargo, siempre destacó Henry A. Kissinger. «[Kraemer] fue la mayor influencia en mis años de formación; sus valores eran absolutos, era como los antiguos profetas», declaró años más tarde Kissinger.48
Kraemer nunca fue un entusiasta de la Realpolitik, la debilidad de Kissinger. Para Kissinger, la Realpolitik, que la aprendió del príncipe Metternich, fue la fuerza que le impulsó hacia lo más alto. En 1957, comenzó a tocar el poder con la publicación de Armas nucleares y política internacional, obra que le encumbró como una autoridad en estrategia. El joven Kissinger se opuso a la política de Foster Dulles, secretario de Estado, partidario de «una masiva respuesta» en caso de ataque soviético. Kissinger abogó por una «respuesta flexible», una guerra nuclear limitada.
Kissinger fue el artífice de la política exterior estadounidense entre 1969 y 1977, primero como consejero jefe de Seguridad Nacional y después como secretario de Estado de Richard Nixon y de Gerald Ford. Y su política exterior significó un cambio profundo. Una vez roto el consenso anticomunista en la guerra de Vietnam, Nixon y Kissinger concluyeron que el ciudadano norteamericano nunca más toleraría un compromiso en el exterior como el sufrido en Vietnam, por lo que se inclinaron por una política de distensión con la Unión Soviética. El libro fue aplaudido por Edward Teller, padre de la bomba de hidrógeno y personaje en el que Stanley Kubrick se inspiró para crear su inolvidable Dr. Strangelove.
La disputa con Kraemer no tardó en estallar. Kraemer apoyaba a James Schlesinger, entonces secretario de Defensa, rival de Kissinger y partidario de una línea de mayor dureza con los soviéticos. Pero Schlesinger fue despedido por Ford, el sucesor de Nixon, y Kraemer hizo responsable de dicha decisión a Kissinger. Para Kraemer, la Realpolitik con los soviéticos obedeció a la debilidad de los intelectuales. Maestro y alumno dejaron entonces de hablarse. Y el silencio duró veintiocho años, hasta el año 2002, cuando Kissinger le telefoneó. Un año más tarde, en noviembre de 2003, Kraemer murió a causa de una insuficiencia renal y su familia pidió a Kissinger que dijera unas palabras en el funeral. Kissinger dijo entonces: «[Kraemer] continuará siendo un faro para mí».49
Para Kissinger, la historia es un trágico proceso en el que las guerras son inevitables. Y esta es una visión que los estadounidenses, instintivamente, odian. Los wilsonianos creen que Estados Unidos tiene el derecho y el deber de rehacer el mundo. Están convencidos de que las guerras, como afirma Walter Russell Mead, miembro del Council of Foreign Relations, no deben ser libradas en función de los intereses nacionales; para esta visión idealista, las guerras deben hacerse para poner fin a la guerra. Kissinger, como teórico y como practicante, no comulgó con esta visión, después instrumentalizada por los neoconservadores en la invasión de Iraq en marzo de 2003.
Como afirma Walter Isaacson, biógrafo de Kissinger, «el legado de su infancia fue su pesimismo filosófico». Y añade: «De la experiencia nazi [trece de los familiares de Kissinger murieron en campos de concentración nazis] solo se puede salir de dos maneras en política exterior: con una actitud extraordinariamente ética o con el realismo, es decir, con la búsqueda de la preservación del orden a través del equilibrio del poder o en la predisposición a utilizar la fuerza como herramienta de la diplomacia».50 Tanto sus admiradores como sus detractores están de acuerdo en que es brillante analizando el interés nacional y el equilibrio del poder.
Kennan, el artífice de la política de la contención, mezcló realismo para conformar la política exterior de la guerra fría. Según Kissinger, si se quiere entender cómo funciona el mundo, hay que estudiar lo que pasó en Europa hace trescientos cincuenta años. El cardenal Richelieu, entonces primer ministro de Francia, desarrolló el concepto de «interés nacional» mientras trataba de evitar el resurgimiento del Sacro Imperio Romano Germánico, al que consideraba una amenaza para la seguridad de Francia, a pesar de que las dos potencias europeas eran católicas. Desde entonces, el interés nacional, para los realistas, dejó de estar relacionado con los objetivos religiosos o morales. Más tarde, en el siglo XVIII, la diplomacia del equilibrio de poder fue perfeccionada por Inglaterra, un Estado insular cuya seguridad se ha relacionado históricamente con la necesidad de preservar el equilibrio en la Europa continental.
Una vez derrotado Napoleón, los dirigentes europeos buscaron en el Congreso de Viena (1814-1815) un equilibrio de poder que perduró, a través del denominado Concierto Europeo, durante más de medio siglo, hasta que Otto von Bismarck desapareció de la escena y el desequilibrio condujo a la Primera Guerra Mundial. A este siglo de relativa estabilidad dedicó Kissinger su tesis doctoral (A world Restored, 1957), con el austríaco Metternich y el inglés Castlereagh como héroes.
La escena diplomática estadounidense se la han repartido históricamente de forma desigual los idealistas, para quienes la propagación de los valores norteamericanos es lo que da fuerza a su política exterior, y los realistas, que prefieren subrayar los intereses nacionales, la credibilidad y el poder. Kissinger, que leyó más ávidamente a Metternich que a Jefferson, no solo pertenece al grupo realista, sino que reiteradamente oscureció, como dice Isaacson, su lado brillante como estratega y táctico con su debilidad por el secretismo y su desdén por los aspectos morales.
Nueve años antes de la invasión estadounidense de Iraq, Kissinger publicó Diplomacia. Y en esta obra advirtió de que el mundo estaba entrando en una era en la que muchos Estados con fuerzas comparables competirían y cooperarían en función de sus cambiantes intereses nacionales. Kissinger sentenció entonces que el final de la guerra fría —«el wilsonismo tiene pocos discípulos en Asia»—51 hace «menos practicable» el idealismo de Wilson, «la encarnación misma de la tradición del excepcionalismo norteamericano». En lugar de comprometerse en un acto de demostración moral, escribió, Estados Unidos tendría que participar en un equilibrio de poder con Europa, Japón, China y otros países. «El triunfo de la guerra fría ha hecho mucho más inalcanzable el sueño wilsoniano de la seguridad colectiva universal».52
Los neoconservadores, sin embargo, no le escucharon. Le tacharon de cínico. A Kissinger se le fue la mano realista, incapaz de envolver su realismo con el discurso moral que conforta a los estadounidenses. La última ironía es que, como el propio Kissinger admitió, Nixon ordenó que se colgara un retrato de Wilson en la Cabinet Room.
La tragedia de Kissinger es que su grandeza teórica no se vio confirmada en la práctica. Fue un brillante académico, pero también tuvo un lado profundamente oscuro. Como realista, trató de demostrar que la estabilidad internacional es un derecho humano. Pero la manera en que pretendió alcanzar la estabilidad, siempre en nombre de los intereses nacionales, no fue susceptible de ser incluida en un catecismo sobre ética. Galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 1973, Kissinger fue admirado por ser el arquitecto de la normalización de las relaciones con China, iniciativa que fue decisiva en la posterior derrota de la Unión Soviética. Pero en su hoja de servicios hubo demasiados grandes borrones: desde la invasión de Timor Oriental por las tropas indonesias, hasta el golpe de Estado que derrocó al presidente chileno Salvador Allende. Christopher Hitchens escribió sobre Kissinger: «Muchos, sino todos los cómplices de Kissinger, están encarcelados, o pendientes de juicio, o han sido castigados y desacreditados de alguna otra manera. La única impunidad que él disfruta es su rango; huele que apesta».53
Robert Dallek, autor de celebrados libros sobre Franklin D. Roosevelt, John F. Kennedy y Ronald Reagan, encontró oro cuando un día buscaba entre las veinte mil páginas de transcripciones de conversaciones telefónicas mantenidas por Kissinger. En una de estas conversaciones, del 16 de septiembre de 1973, una vez derrocado Allende, Nixon y Kissinger hablaban del golpe. Kissinger se quejaba de que «en lugar de celebrarlo», los periódicos estadounidenses lloraran porque se había «derrocado a un Gobierno procomunista». «¿No es un logro?», preguntaba Nixon. «En la etapa de Eisenhower, seríamos héroes»; respondió Kissinger.54