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Hombres capaces de cambiar con habilidad los pañales del recién nacido, dispuestos a alternarse con la madre para darles el biberón y estar atentos por si el pequeño se despierta por la noche. Sensibles y gentiles, saben ocuparse de todas las funciones de la crianza con gran naturalidad, sin ninguna ostentación ideológica y, sobre todo, sin la confusión emotiva que caracterizaba al papá de otros tiempos: incómodo sólo por tener al niño en brazos y capaz de comunicarse con los hijos únicamente cuando eran mayores.Estos son los nuevos padres, los «padres maternos».Pero, ¿serán capaces de encarnar la eterna fantasía del padre tierno y protector, sin sacrificar la imagen de fuerza y autoridad que siempre los ha caracterizado?Este ensayo es testimonio de lo mucho que importa el tema de la presencia activa de los hombres en el cuidado de los hijos desde el nacimiento. Los llamados «padres maternos» se han constituido en un fenómeno importante y en continua expansión en casi todas las áreas geográficas y culturales.
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EL PADRE MATERNO
SIMONA ARGENTIERI
Con una contribución de Adolfo Pazzagli
Colección Caleidoscopio
Colección Caleidoscopio
Título original: Il padre materno
© 2014 Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino
© Simona Argentieri, 2014
© de la traducción: Cecilia Álvarez
© De esta edición: Pensódromo SL, 2021
Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.
Editor: Henry Odell
e–mail: [email protected]
ISBN ebook: 978-84-125319-1-6
ISBN print: 978-84-123372-9-7
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Estoy verdaderamente feliz de ver realizada la edición en lengua española de Il padre materno. Sin duda, es un reconocimiento a mi pensamiento y a mi trabajo, pero es también el testimonio de lo mucho que el tema de los llamados padres maternos —de la presencia activa de los hombres en el cuidado de los hijos desde el nacimiento— es un fenómeno importante y en continua expansión en casi todas las áreas geográficas y culturales.
Más allá de los aspectos sociológicos, nos corresponde a los psicoanalistas, tratar de comprender el sentido de las transformaciones de las familias, tanto en su variable horizontal —de pareja— como vertical —entre las generaciones—, marcadas por procesos conscientes e inconscientes de identificaciones y desindentificaciones. Más aún, porque vivimos en una época de grandes cambios, que rediseña no solo las funciones materna y paterna, sino también los criterios mismos de la identidad de género.
Es un tiempo en el cual se configuran las nuevas parentalidades de los singles, de las uniones homosexuales, de las fecundaciones y embarazos multiformes gracias a las biotecnologías en permanente mutación. Una revolución de costumbres apenas iniciada que se agita más en el plano de los derechos que de la comprensión de los procesos identitarios que la provocan y que derivan de ellos. Mientras, de trasfondo hay un tormentoso terreno de gender studies que no termina nunca de debatir entre lo masculino y lo femenino, pero reivindicando ideológicamente un número potencialmente infinito de variaciones que vuelven una y otra vez a discutir cada parámetro sexual y relacional, sin renunciar a priori al proyecto de tener y criar hijos.
Empecé a ocuparme del fenómeno de los padres maternos y de las nuevas parentalidades en los años ochenta, vinculado a mi interés por el proceso de desarrollo femenino y masculino, de las vicisitudes de las relaciones amorosas y sexuales de pareja y del entrecruzamiento entre biología y cultura.
De esto derivaron diversos artículos y seminarios y después, en el 2009 un primer libro Il padre materno: da San Giuseppe ai nuovi mammi1. Más tarde, en el 2014, salió una nueva edición con un título más sintético Il padre materno2, enteramente reescrito. El rápido transcurrir del tiempo había suscitado la exigencia de analizar no solo las estructuras de personalidad de los nuevos padres sino además —dado que los hijos criados también por figuras masculinas eran a su vez ya progenitores— de indagar si las cosas, y qué cosas, habían cambiado particularmente en el proceso de crecimiento y en la transmisión de la identidad de género de progenitores e hijos a través de las últimas generaciones.
Esta edición en español se basa —salvo pequeñas variaciones— en el texto de 2014.
Muchas cuestiones quedan necesaria y voluntariamente abiertas. Por otro lado, estoy convencida de que el psicoanálisis no puede y no quiere ser normativo, no es su tarea indicar cómo deben ser los hombres y las mujeres, los padres y los hijos, para adecuarse a un supuesto criterio de normalidad.
Queda sin embargo como labor ineludible intentar comprender, más allá de los variados aspectos fenomenológicos, qué es lo que comporta para un individuo singular asumir el cuidado psíquico y físico de un niño o de una niña recién nacidos, preguntarse con qué dotación identitaria cada persona llega a ese momento, con qué juegos de alianzas y de connivencias, qué mecanismos de defensa se activarán después en la pareja parental y, por último cuál entretejido de identificaciones y desidentificaciones se está configurando en las nuevas generaciones (ya estamos en la tercera), gracias a la entrada de estas variables. La gran deuda del psicoanálisis, desde la época de Freud, es justamente el ser llamado para intervenir solo sobre los daños ya presentes, en vez de ofrecer instrumentos para el devenir de las vicisitudes humanas, buscando en la sociedad interlocutores en vez de futuros pacientes.
En la actualidad, la tendencia general parece buscar soluciones en lo concreto del cuerpo más que en los significados simbólicos; en el viraje hacia la indiferenciación y la ambigüedad, en vez de orientarse hacia el reconocimiento y el respeto de las diferencias. Pero esto no significa que debamos renunciar a nuestros paradigmas psicoanalíticos, que mantienen su valor interpersonal e intrapsíquico más allá de las vertiginosas mutaciones sociales.
Deseo finalmente expresar un sentido agradecimiento al editor, Henry Odell, que ha confiado en mí, al colega Antonio Pérez Sánchez, que ha brindado su competencia al sugerir la traducción de mi libro, y un especial agradecimiento a la generosa colega Cecilia Álvarez, que ha puesto tanto su creatividad, como su experiencia profesional, su cultura bilingüe y su tiempo al servicio de la traducción del italiano.
Simona Argentieri
Roma, febrero de 2021
Las profundas mutaciones de la pareja y de la familia en estos tiempos confusos (menos hijos, más divorcios, uniones inestables y atípicas…) son a menudo evocadas por psicólogos y sociólogos de manera inquietante. Hay, sin embargo, un fenómeno asociado —simple, común, bien visible a todos— que es, al menos a primera vista, tierno y reconfortante: el de los nuevos padres.
Hombres capaces de girar hábilmente con sus manos al neonato para cambiarlo, dispuestos a alternarse con la madre para darles el biberón y estar atentos por si el pequeño se despierta por la noche. Sensibles y gentiles, saben ocuparse de todas las funciones de maternage1 con gran naturalidad, sin ninguna ostentación ideológica (contrariamente a lo que sucedía en las generaciones pasadas). Y sobre todo, sin la confusión emotiva que caracterizaba al padre de otros tiempos: incómodo solo por tener en brazos al niño y capaz de comunicarse con los hijos únicamente después que estos hubieran aprendido a hacer deportes o a conjugar el subjuntivo
Hasta hace algún tiempo, esa transformación —tal vez justamente porque era vivida en general como positiva, y yo misma sigo estando convencida de que sustancialmente lo es— no había generado reflexiones teóricas en el ámbito del psicoanálisis, totalmente absorbido en la exploración del clásico tema de la relación del hijo varón con la figura paterna o de un tema más moderno, el de los niveles precoces de la relación madre-niño según las líneas trazadas por Melanie Klein, Margaret Mahler y Donald W. Winnicott.
El fenómeno ha sido rápidamente registrado en el ámbito sociológico e inmediatamente recogido en el ámbito mediático con tonos en general irónicos y denigratorios, que definían como «mami» a los hombres que se dedicaban al cuidado de los hijos pequeños.
A comienzos de los años noventa empecé a interesarme por los nuevos padres, a hacerme preguntas e indagar sobre el sentido de esta mutación en un plano más profundo que el del fenómeno evidente. Me parecía importante entender si realmente los padres maternos eran fruto de la modernidad, cuál era la actitud psíquica interior de estos hombres jóvenes y sobre todo qué efecto podría tener sobre el proceso de desarrollo psicológico de la niñez en el juego de las identificaciones primarias haber disfrutado de cuidados precoces por parte de un hombre en lugar de una mujer, como era la tradición.
De estas preguntas derivaron artículos, seminarios y finalmente, en 1999, el pequeño libro ya mencionado: Il padre materno. Da san Giuseppe ai nuovi mammi.
Hoy, a más de treinta años de aquellas primeras observaciones, muchos de los niños y niñas que han disfrutado de los cuidados de los padres maternos, se han transformado a su vez en padres y madres y es tiempo, por lo tanto, de intentar buscar alguna respuesta ulterior a los interrogantes de entonces.
Por otra parte, en este último tiempo, se ha perfilado una pregunta nueva y difícil, formulada, con variaciones, por parte de sociólogos y psicólogos, que va más allá de las inquietudes de tantos pacientes anónimos: ¿existe una relación entre las nuevas formas que asume la parentalidad y la crisis actual de la sexualidad en la pareja?
Retomé así el tema del padre materno. Una ardua empresa, ya que la literatura sobre el tema del padre es amplia, y mucho se ha dicho y escrito, incluso demasiado. En el hilo de mi reflexión he querido privilegiar la atención sobre la transformación en padre de un hombre joven más allá de la relación originaria con su padre (aún cuando es obvio que los dos momentos psicológicos están entrelazados); utilizar en lo específico el vértice teórico de la experiencia clínica para analizar los fenómenos individuales y colectivos. Finalmente, dar espacio al análisis de la relación entre padres e hijas mujeres, aspecto que en la literatura psicoanalítica suele estar más orientada hacia el lado masculino.
De aquel primer ensayo conservé solo el primer capítulo, «Familias sagradas, familias laica» y el segundo, «El trabajo de la paternidad» de Adolfo Pazzagli» que ofrecen una visión histórica del problema. El tercero, «Entre hombre y mujer» y el cuarto, «Padres e hijas», son inéditos. El capítulo final ha sido necesariamente reescrito.
Desde una perspectiva histórica no se puede decir que el psicoanálisis no haya dado relieve al tema de la figura paterna. Sigmund Freud y sus seguidores de primera generación han visto en el padre aquello que promueve el conflicto y el crecimiento. Punto de apoyo del «complejo edípico» masculino y femenino y considerado el depositario de la palabra y la ley.
Sin embargo, su figura ha sido considerada casi exclusivamente desde el punto de vista del hijo —en particular del hijo varón— por el sentido que asume, o no asume, en su proceso de desarrollo. También en la época posfreudiana se ha desarrollado una rica y fecunda literatura psicoanalítica sobre el tema. Podemos recordar, muy brevemente, a André Green, David Rosenfeld, la escuela de Lacan en Francia y en América Latina, a Franco Fornari y a Eugenio Gaddini en Italia. Y más recientemente ha habido muchas contribuciones interesantes que han invocado los mitos y las leyendas, la historia y la filosofía, para iluminar las transformaciones de la modernidad.
Menos frecuente, en cambio, ha sido el empeño por analizar las complejas vicisitudes de la identidad y de los afectos que acompañan a un hombre joven al transformarse en padre.
De hecho, el nacimiento de un niño puede activar en él antiguos temores de abandono, sentimientos de celos y rivalidad hacia el pequeño e incluso envidia de la capacidad generadora de su mujer.
Desde que el psicoanalista Alexander Mitscherlich, hace más de medio siglo, tituló su obra más conocida En el camino hacía una sociedad sin padres, domina en la cultura occidental la retórica de la ausencia de la figura paterna. Era impensable que la decadencia del llamado «principio de autoridad» no colapsase, para bien o para mal, también la imagen del padre y su valor simbólico y normativo de poder absoluto.
A menudo, por ejemplo, en las anotaciones clínico-psicológicas relativas a la historia familiar de un paciente, encontramos escrito «ausencia del padre», según un estereotipo que ya no requiere especificación sobre cual sea su naturaleza, si se trata de una ausencia material, psicológica o afectiva.
A un nivel más superficial y cotidiano, los lamentos acerca de la escasa significación de los hombres en el arco de tiempo que transcurre desde el nacimiento hasta el crecimiento de los hijos, ha sido el tema constante del feminismo, que ha visto con terror el pasaje casi sin solución de continuidad del padre patrón al padre que no está2.
La cuestión es complicada porque en nuestros debates se enlazan continuamente varios planos de muy diversa naturaleza: sociológico, fenomenológico, psicológico o jurídico. Paradójicamente, por ejemplo, un muchacho huérfano de padre criado por la madre que en su mente ha conservado el lugar y el rol paterno, tendrá menos dificultades para asumir una identificación masculina que otro criado en cambio con un padre físicamente presente pero que ha sido excluido y se ha dejado excluir por la mujer. No obstante, me inclino a pensar que las recriminaciones a los padres que abandonan, desilusionan o escapan sea un tema universal, más allá de las eventuales carencias de los hombres que nos han engendrado.
Independientemente de nuestra biografía, cada uno de nosotros —sea hombre o mujer— sufre en distinta medida las desilusiones de la realidad, de las cuales puede nacer «la búsqueda del padre» como figura idealizada. Dado que el primer vínculo básico de amor y de dependencia es con la madre, es ella la primera potencial responsable de tal desilusión, y es comprensible que los niños de ambos sexos se dirijan al padre buscando una figura confortante. Es justamente por esto que el padre materno puede representar la figura más protectora y segura para todos.
Esa imagen nostálgica —admirada, añorada o nunca disfrutada— debe ser fuerte y protectora pero también tierna, buena y ausente de conflictos, de contrastes y de agresividad. Toma el nombre y el semblante del padre, pero me parece que es más bien la versión clandestina del llamado «padre materno», al mismo tiempo, como veremos, desvalorizado y protector.
Así, mientras sale de la escena el padre del pasado, tirano y afectivamente lejano, designado solamente para el sustento económico y la administración de los castigos, se determinan nuevos tipos de ausencia. Después de separaciones y divorcios, cuando casi siempre la tenencia de los hijos es de la madre, aumentan los padres marginados, a veces contentos de sentirse libres y eximidos de las responsabilidades familiares, a veces rencorosos y sufrientes. Se lamentan de haber perdido, además de la patria potestad, la casa y la vida con los hijos, y de haber sido forzados a transformarse en el padre de las «visitas dominicales» una semana de cada dos, y de las vacaciones. Se han constituido incluso asociaciones de hombres separados, que acusan a los tribunales de conformismo y distracción en un clima cultural general en el que a priori se considera a una madre más «idónea» que a un padre para ocuparse de los hijos.
Reivindicaciones aparte, sinceras o instrumentales, el justo derecho/deber de los hombres de hacerse cargo de los hijos es hoy debidamente fomentado, incluso a nivel político y administrativo. Del mismo modo que sucede en muchos países europeos y en EE. UU., al menos en grandes líneas, está prevista la paridad entre hombre y mujer en las licencias del trabajo por enfermedad de los hijos y otras exigencias familiares, aunque las estadísticas nos dicen que en este momento solo el diez por ciento de los padres hace uso de estas3. En otros lugares la situación es mucho más equilibrada.
Luego de más de veinte años, confirmo la impresión de que el fenómeno de los nuevos padres, capaces de desarrollar feliz y eficazmente las funciones maternas —aunque sería más preciso llamarlas «funciones de cuidados primarios»— sea sustancialmente positivo para todos: tanto para los hombres, para las mujeres como para los hijos e hijas. Pienso también que tal capacidad surgida de modo espontáneo, natural y ampliamente difundida en tantos ámbitos de la sociedad y de la cultura, sean ya un valor adquirido.
Sin duda, tales mutaciones características de nuestro tiempo son el fruto indirecto de las revoluciones feministas de los años setenta y ochenta; y, sin duda, también han tenido su peso los factores económicos que han hecho casi indispensable el trabajo de ambos miembros de la pareja y creado la exigencia de una alternancia del hombre y la mujer en las tareas cotidianas.
Cada vez es más frecuente ver hombres de todas las edades en los supermercados. Los más jóvenes saben hacer funcionar los electrodomésticos. Pero por mucho que considere importantes e interesantes las pequeñas cosas de la cotidianeidad, no es esto lo que me compete analizar e interpretar porque es un elemento demasiado variable y general y, además, es susceptible de infinitas diferenciaciones y críticas, por ejemplo sobre cuánto, a pesar de las apariencias, sea incompleta la auténtica paridad entre hombres y mujeres.
Manteniéndome en mi terreno y apoyándome en la experiencia clínica (numéricamente poco significativa pero íntima y profunda), puedo decir que la exigencia de tantos jóvenes padres de hacerse cargo de los niños es también un placer o mejor aún, una necesidad vivida como sintónica y natural. Un modo de ser ya plenamente aceptado en nuestra cultura y ampliamente vivido como normal.
Como explicación del fenómeno se podría desenterrar el concepto de «instinto paterno» —y en efecto algunos lo hacen—, reprimido en el pasado de la cultura y hoy finalmente liberado. Sería una linda paradoja, después de haber discutido tanto para liberarnos de las bridas ideológicas del llamado «instinto materno» (es biológico, está históricamente determinado, ha sido pervertido por la sociedad…), invocar ahora el paterno. El equívoco está, de todos modos, basado en la ilusión de que los instintos, en cuanto radicados en el patrimonio genético, sean «absolutos», que no requieran ulteriores explicaciones, mientras es un incómodo privilegio de los humanos no ser gobernados por ellos ni mecánica ni automáticamente. Se establece siempre una negociación, una interacción compleja de los niveles innatos con otros niveles —socioculturales, psicológicos, psicopatológicos, conscientes e inconscientes— que entran en juego.
Instinto o no, poco importa. Lo que cuenta es que hoy los padres encuentran en la relación con los hijos no solo la ejecución de un deber, sino también la profunda satisfacción de una necesidad de intimidad, contacto físico, ternura sin conflicto. Como veremos más adelante, son justamente estos aspectos de la relación amorosa de pareja los que muy frecuentemente —según lo que declaran las mujeres— los hombres no están dispuestos a poner en juego.
No niego naturalmente que los padres puedan nutrir también sentimientos de aburrimiento, irritación o cansancio. Por otro lado, ocuparse todo el tiempo de un niño de cero a seis años es notoriamente la empresa más extenuante del mundo. Las ganas de huir y la exasperación son normales incluso en los padres más dedicados. El psicoanálisis, que de hecho conoce las insidias de las idealizaciones, no auspicia una madre perfecta sino una madre «suficientemente buena». La perfección es una desgracia que pesa sobre los hijos como una hipoteca perenne, una deuda inextinguible. También del padre materno debemos esperar que no sea perfecto sino «suficientemente bueno», capaz de encontrar un equilibrio entre sus necesidades y la de los hijos.
La belleza, la satisfacción, la alegría por la entrada en escena de los padres maternos no nos exime, sin embargo, de confrontarnos con los aspectos más problemáticos, de intentar distinguir en el interior del fenómeno los casos en los que la dedicación a los hijos pequeños puede representar para algunos hombres una solución defensiva que consiente eludir otros dilemas. Así como es necesario aclarar qué equívocos y problemas se pueden causar, más o menos de buena fe, en nombre del amor paterno.
Por ejemplo, es útil distinguir a los padres que desarrollan las funciones de la atención temprana (si se prefiere podemos seguir llamándolos «maternos») de los hijos junto a la madre, sin usurpar su rol, pero que no dejan de desarrollar otras funciones adecuadas a las exigencias del crecimiento, de la maduración, de la construcción del sentido del límite (continuamos llamándolos «paternos»), de hombres que, al contrario, eligen defensivamente ocupar el espacio de la ternura, pero que son evasivos cuando llega la adolescencia (y hoy la adolescencia llega muy pronto), cuando entran en juego los desafíos, la agresión o el conflicto.
Como veremos al final de este recorrido, el punto más espinoso es entender cuáles son las complicidades conscientes e inconscientes de las mujeres madres para favorecer, obstaculizar, deformar y a veces desnaturalizar la red de las funciones parentales conjuntas.
La primera imagen en la que pienso en relación con el padre materno no tiene tal vez un gran mérito artístico, aún cuando revista para mí un significativo valor.
Es un cuadro al óleo proveniente de la casa de campo (ya perdida) de mis abuelos, en la provincia de Lucca, y representa la Sagrada Familia. En realidad, la tela —oscura, arrugada, deteriorada por el tiempo y la humedad— era casi indescifrable, hasta que, gracias al generoso trabajo de una amiga restauradora, ha recuperado luz y expresividad1. Se entenderá entonces que el «descubrimiento» suscitó en mí una íntima emoción, pero creo que, más allá de mis cuestiones privadas, la imagen en sí es singular y digna de interés.
En el centro de la composición vemos a José: fuerte, viril, con una barba corta y oscura, en la plenitud de su madurez, ocupándose tiernamente de Jesús, un niño desnudo y rollizo de más o menos un año, en armoniosa conjunción de abrazos y de miradas. María en cambio, sentada a los pies del hogar, absorta en la lectura, parece psicológicamente ausente. Relegada en el fondo y representada por las reglas de la perspectiva, parece aún más pequeña y remota.
Este gran cuadro de fines del siglo XVIII y de autor desconocido, ofrece una representación atípica respecto a la iconografía tradicional en la cual se ve a la virgen y al niño como protagonistas absolutos, y a José, viejo y canoso, como simple figura marginal, humilde y gregario.
La convivencia cotidiana con la antigua tela, ha ejercido en mí un efecto apaciguador, como si hubiera reencontrado un momento de armonía familiar en la cual la madre puede dedicarse a su propia tranquilidad, mientras el padre y el hijo se entretienen recíprocamente con alegría y naturalidad.
Durante los largos años de lucha feminista hemos negociado fatigosamente para rescatar el derecho presente y futuro de las mujeres y también de los hombres, a una existencia completa, ya no mutilada de intelecto o de afectos, en la cual la experiencia de la parentalidad pudiese ser verdaderamente compartida. El cuadro me ha parecido entonces, una suerte de mensaje reafirmador, capaz de testimoniar la posibilidad, más allá del espacio y del tiempo, de un intercambio de roles masculinos y femeninos simple y sin conflicto.