El percherón mortal - John Franklin Bardin - E-Book

El percherón mortal E-Book

John Franklin Bardin

0,0
12,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Revelar la trama de esta novela es un verdadero crimen. (Guillermo Cabrera Infante). Una de las novelas más adictivas de la historia del noir americano.

«Doctor, creo que estoy volviéndome loco.» Cuando el joven millonario Jacob Blunt se presenta en la consulta del prestigioso doctor George Matthews, psiquiatra de existencia anodina y plácida, la vida de este cambiará de manera dramática. De repente, el respetado psiquiatra se ve arrastrado a un mundo extraño y surrealista donde nada es lo que parece: hibiscos rojos, duendecillos que portan trajes de colores y un percherón atado frente al apartamento de una actriz asesinada. Este rompecabezas convertirá al doctor Matthews en un detective que recorrerá la jungla urbana en busca de recuperar su propia cordura. El percherón mortal es un policiaco único, capaz de llevar al lector a los límites de la psique humana en una vieja Nueva York poblada de bocas de metro, cafeterías nocturnas, ferias de variedades y hospitales psiquiátricos.

Un misterio hipnótico. Una historia de terror psicológico. Una maravilla que desafía el género. Un noir seminal en el que perderse de la mano de uno de los grandes maestros del crimen.

CRÍTICA

«Considero que hay en la novela policial tres escritores originales: Edgar Allan Poe, Dashiell Hammett y John Franklin Bardin.» —Guillermo Cabrera Infante

«Un clásico noir de los años cuarenta que acaba en una pesadilla surrealista.» —Chris Petit, The Guardian

«El asesinato y el caos mantendrán tu atención hasta el final.» —Isaac Anderson, The New York Times Book Review

«Bardin se adelantó a su tiempo. No pertenecía al mundo de Agatha Christie y John Dickson Carr, sino al de Patricia Highsmith.» —Julian Symons

«Una lectura absorbente. como inevitablemente lo son este tipo de relatos, que baraja narrativas y expectativas constantemente. Son historias dentro de historias y, en cualquier momento del libro, es probable que leas algo muy distinto de lo que esperabas treinta páginas antes.» —The Green Capsule

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 290

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



A mi esposa, Rhea

1. DINERO

Jacob Blunt era el último paciente del día. Entró en mi consultorio con un hibisco escarlata en su pelo rubio y ensortijado. Se sentó en la silla frente a mi escritorio y me dijo:

—Doctor, creo que estoy volviéndome loco.

Era un joven apuesto y aparentemente sano. Por cierto, no había manifestaciones visibles de neurosis. No parecía nervioso —ni parecía estar reprimiendo una tendencia al nerviosismo—, sus ojos azules miraban a los míos y llevaba el traje limpio. Los rasgos del rostro eran enérgicos, el tórax bien formado y, salvo una ligera cojera, no tenía defectos. Por mi parte, nunca habría pensado que tuviera que estar en mi consultorio, de no haber sido por aquella flor en el cabello.

—Casi todos tenemos ese miedo en algún momento de nuestra vida —le dije—. Durante una crisis emocional, o después de períodos de trabajo excesivo, yo mismo he tenido dudas sobre mi salud mental.

—Los locos imaginan ver cosas, ¿no? —me preguntó—. ¿Cosas que en realidad no existen para cualquier otra persona?

Se había inclinado hacia adelante, como si temiera perderse alguna palabra de mi respuesta.

—Las alucinaciones son un síntoma corriente del trastorno mental —asentí.

—Y cuando uno no solo ve cosas…, sino que además le pasan cosas…, cosas irracionales quiero decir…, eso es tener alucinaciones, ¿no?

—Sí —dije—, una persona mentalmente enferma suele vivir en un mundo imaginario, irreal. Se aparta completamente de la realidad.

Jacob se reclinó hacia atrás y suspiró con alivio:

—¡Ese soy yo! —dijo—. Estoy loco, gracias a Dios. No está pasando en realidad.

Parecía totalmente satisfecho. El rostro se le había relajado en una sonrisa torcida que resultaba simpática. Obviamente, mi información le había aliviado. Lo cual era raro, pues antes nunca me había enfrentado a un neurótico que admitiera su placer ante la pérdida de la razón. Ni había visto a ninguno que hablara sonriendo del tema.

—Una linda flor la que lleva en el pelo —le dije—. Es tropical, ¿no?

Por algún lugar tenía que empezar a averiguar dónde estaba su problema, y la flor era lo único no natural que encontraba en él.

La tocó con la punta de los dedos:

—Sí —dijo—. Es un hibisco. ¡Me dio mucho trabajo conseguirla! Tuve que recorrer media ciudad esta mañana hasta encontrar una floristería que las tuviera.

—¿Tanto le gustan? —le pregunté—. ¿Por qué no una rosa o una gardenia? Son más baratas y seguramente más fáciles de encontrar.

Negó con la cabeza:

—No. A veces las he usado, pero hoy tenía que ser un hibisco. Joe dijo que hoy tenía que ser justamente un hibisco.

Empezaba a dar la impresión de que podía estar loco. Su conversación sonaba a incoherente y se le veía demasiado satisfecho con todo el asunto. Empezó a interesarme.

—¿Quién es Joe? —le pregunté.

Blunt había sacado un cigarrillo de la caja que yo tenía en el escritorio y ahora jugueteaba con el encendedor. Levantó la vista con sorpresa.

—¿Joe? Es uno de mis hombrecitos. El del traje violeta. Me da diez dólares diarios por llevar una flor en el pelo. ¡Solo que se reserva el derecho de elegir la flor, y ahí es donde la cosa se pone difícil! ¡Suele elegir entre las peores!

Me dirigió otra vez su sonrisa torcida. Era casi como si me estuviera diciendo: «Sé que parece tonto, pero así es como me funciona la cabeza. No puedo evitarlo».

—De modo que Joe es el que le da flores, ¿no? —le pregunté—. ¿Hay otros?

—Oh, claro que hay otros. Hago cosas para varios de estos tipos pequeñajos, y eso es lo que me tenía preocupado. Pero creo que usted se ha confundido respecto a Joe. No me da las flores. Yo tengo que salir a comprarlas. Él solo me paga por llevarlas.

—Me ha dicho que hay otros tipos… «tipos pequeñitos». ¿Quiénes son y qué hacen?

—Bien, está Harry —dijo—. Es el que lleva trajes verdes y me paga por silbar en el Carnegie Hall. Y está Eustace…, que lleva impermeable y me paga por repartir monedas.

—¿De usted?

—No, de él. Me da veinte cuartos de dólar por día. Y me paga diez dólares por repartirlos.

—¿Por qué no se los guarda?

Frunció el entrecejo:

—¡Oh, no! ¡No podría hacer tal cosa! No me pagaría los diez dólares si me los guardara. Eustace solo me paga cuando logro repartirlos todos. —Se llevó la mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas de veinticinco centavos, nuevas y brillantes—. Lo que me recuerda que tengo que encontrarme con Eustace a las seis y todavía me quedan todos estos para repartir. ¿Sería usted tan amable como para aceptar una de estas monedas?

Y arrojó un cuarto sobre el escritorio. Lo tomé y me lo metí en el bolsillo. No quería contradecirlo.

Me miró fijamente.

—Es real, ¿no? —me preguntó.

—Sí.

Era real.

—Hágame un favor. Muérdalo.

—No —le dije—, no tengo que morderlo. Puedo reconocer una moneda auténtica a simple vista.

—Vamos, muérdalo —insistió—. Así verá que no es falso.

Me saqué el cuarto del bolsillo, me lo llevé a los labios y lo mordí. Quería seguirle la corriente.

—Perfectamente real —dije.

Su sonrisa desapareció.

—Eso es lo que me preocupa —afirmó.

—¿Qué?

—Si estoy loco, doctor, usted podrá curarme. Pero, si no estoy loco y estos hombrecitos son reales, bueno…, en ese caso existen cosas como los duendes irlandeses, los leprechauns, y están repartiendo un inmenso tesoro… y todos tendremos que empezar a creer en las hadas, ¡y quién sabe adónde nos llevará eso!

En ese punto pensé que estaba a un paso de revelar la peculiaridad de su neurosis. Estaba muy excitado, casi frenético, y súbitamente me había dado una buena cantidad de nueva información. Decidí ignorar su referencia a los leprechauns y hadas por el momento, para seguir interrogándole sobre la única prueba tangible: el cuarto de dólar.

—¿Qué tiene que ver eso con Eustace y los cuartos de dólar? —le pregunté.

—¿No se da cuenta, doctor? Si estoy loco…, si me limito a imaginarme a Eustace…, ¿qué pasa con estas monedas? Son reales, ¿no?

—Quizá son suyas —le sugerí—. ¿No podría haber ido al banco y haberlas retirado, y después olvidarlo?

Negó con la cabeza.

—No. No es tan fácil. Hace meses que no piso mi banco.

—¿Por qué no?

—No tengo necesidad. ¿Para qué ir al banco y retirar dinero si uno gana treinta o cuarenta dólares por día? No he gastado un centavo de mi dinero desde Navidad.

—¿Desde Navidad?

—Sí. Conocí a Joe el día de Navidad. En un bar automático. No sabía cómo hacer funcionar la máquina de café y le enseñé. Empezamos a conversar y entonces me preguntó si quería ganar algo de dinero fácil. Le dije: «Claro, ¿por qué no?». Ni me imaginaba yo con qué tontería iba a salirme, pero estaba harto del empleo que tenía (era empleado en una camisería) y deseaba hacer algo más interesante. En realidad, no necesito trabajar, ¿sabe? Tengo un ingreso permanente de un legado. Pero el abogado es un viejo que siempre está dándome sermones sobre las virtudes del trabajo. Dice que «trabajar construye el carácter». De modo que empecé a trabajar para Joe aquel mismo día, y un par de semanas después conocí a Eustace y después a Harry; me los presentó Joe. Joe estaba satisfecho con mi trabajo. Dijo que yo era de fiar. Dijo que los hombrecitos siempre tienen dificultades para encontrar gente de fiar.

Yo estaba fascinado. Este prometía ser uno de los casos más curiosos de mi carrera. La mayoría de las anormalidades se circunscriben fielmente a unos pocos moldes bien conocidos y es muy raro encontrar a un hombre tan imaginativamente demente como parecía estarlo Jacob Blunt.

—Dígame, señor Blunt —le pregunté—, ¿cuál es exactamente su problema? Me da la impresión de que lleva una vida excelente, desde luego, no le falta dinero. ¿Qué es lo que pasa?

Una vez más le vi preocupado. Apartó los ojos, y su sonrisa apareció y desapareció antes de que me respondiera:

—No hay ningún problema, supongo. Es decir, si está seguro de que Joe, Harry y Eustace son alucinaciones.

—Yo diría que hay grandes probabilidades de que lo sean. Volvió a sonreír.

—Pues bien, si está en lo cierto, lo único que pasa es que estoy loco, y todo está en orden. ¡Pero lo que me preocupa es el dinero! Si esas monedas son reales, ¿cómo puede ser imaginario Eustace?

—Quizá, como le sugerí antes, usted las saca de su banco y después se olvida de haberlas retirado.

Su sonrisa se hizo más amplia. Buscó en su bolsillo, sacó una libreta y me lo tendió por encima del escritorio.

—¿Qué me dice de esto, doctor?

Examiné las cifras. Aparecían depósitos trimestrales de mil dólares cada uno durante los últimos dos años, pero no había habido ningún reintegro desde el 20 de diciembre de 1942. Le devolví la libreta.

—Le digo que no he pisado el banco desde Navidad —repitió.

—¿Y los depósitos?

—Los hace mi abogado —dijo—. De la herencia de mi padre. Recibiré una asignación hasta que cumpla veinticinco años.

Reflexioné un momento. Si pudiera lograr que me hiciera un relato coherente de lo que le había estado pasando, podría inquirir con un poco más de profundidad la naturaleza de su perturbación.

—Supongamos que volvemos al principio y me lo cuenta todo —le propuse.

Me miraba a los ojos, y su mirada me hizo sentirme incómodo. Sentí que comprendía lo confundido que estaba yo y que mi confusión le turbaba.

—Es como ya le he dicho. Conocí a Joe en el bar automático. Me dijo que me probaría en el trabajo de llevar la flor y que si servía podría hacerlo siempre. Y quedó tan complacido con lo que llamó mi «buena voluntad» que me recomendó a Harry y a Eustace. Desde entonces, he estado silbando para Harry y repartiendo cuartos de dólar para Eustace…

Aquello no parecía llevarnos a ninguna parte. Por absurdas que fueran sus fantasías, mostraban toda la consistencia del mundo.

—¿Qué es lo que hace para Harry? ¿Silba? —le pregunté cansado.

—Claro. En el Carnegie Hall. En el Town Hall. A veces en un palco, a veces en la platea. No tengo que silbar alto y puedo sentarme apartado para no molestar a nadie. Es divertidísimo. Anoche silbé «Pistol-Packin Mama» durante toda la Octava de Beethoven. ¡Debería probarlo alguna vez! ¡Le hace bien a uno!

Reprimí una sonrisa. El muchacho había empezado a gustarme y no quería que pensase que me reía de él.

—Estos «hombrecitos»… ¿por qué dijo que lo habían contratado para hacer estas cosas?

Sacó otro cigarrillo y el encendedor. La mayoría de mis pacientes fuman; yo los aliento a hacerlo, porque así se sienten más a gusto y me da la oportunidad de examinar sus reacciones ante una pequeña molestia, cuando mi encendedor falla. Con frecuencia, un hombre o una mujer que superficialmente está en calma revela una irritación interior al molestarse desproporcionadamente por algo trivial. Pero no fue este el caso de Jacob Blunt, que probó una y otra vez el encendedor, con toda paciencia, hasta que saltó la llamita. Después me respondió:

—Son leprechauns. Son oriundos de Irlanda, pero ahora andan por todo el mundo. Durante toda la eternidad han tenido un inmenso tesoro, y hasta hace poco lo han guardado celosamente. Ahora, por motivos privados que Eustace no ha querido decirme, han empezado a distribuirlo. Joe dice que tienen cientos de hombres trabajando para ellos en todo el país. Y algunos son gente importante, según Joe. Gente que uno nunca se imaginaría.

—¿Quiere decir que son duendes, como las hadas o los gnomos? —A veces, si uno logra mostrarle al paciente el nivel infantil de su obsesión, recibe un primer impulso en el camino de vuelta a la realidad—. ¡No me diga que cree en las hadas! —sonreí.

—No son hadas —protestó—. Son hombrecitos que usan trajes violetas y verdes. ¡Probablemente se ha cruzado con ellos por la calle!

No íbamos a ninguna parte. Pronto me pondría a discutir con el paciente en sus propios términos. Tenía que encontrar el modo de cambiar la dirección del diálogo. Hasta ahora, él era el que lo conducía, no yo.

—Supongamos que usted no está mentalmente enfermo, señor Blunt, ¿qué pasa en ese caso?

Se puso serio. Por primera vez pareció enfermo, ansioso.

—¡Eso es lo que me preocupa, doctor! ¿Qué pasa si no estoy loco?

—En ese caso los «hombrecitos» son reales —dije—. En ese caso existen los leprechauns. Y usted en realidad no cree en eso, ¿no?

Se quedó callado, vacilante. Después negó con la cabeza violentamente.

—¡No, no puedo creerlo! ¡Es imposible! ¡Debo de estar loco!

Pensé que ya era hora de tranquilizarlo.

—Permítame que yo decida ese punto —le dije—. Es mi trabajo. La gente que padece alucinaciones como las suyas por lo general las defiende con todo rigor. Nunca aceptan la posibilidad de una duda respecto a la realidad de sus experiencias imaginarias. Pero usted sí lo hace. Eso es alentador.

—Pero ¿y las monedas, doctor? ¿Los cuartos de dólar? Son reales, ¿no?

—Por el momento, dejemos ese aspecto de lado. Supongamos que usted me habla un poco de su persona. Hábleme de su infancia, de su juventud, de su novia (porque tiene novia, ¿no?), de lo primero que se le ocurra.

Pareció confundido. Por lo general, un psiquiatra puede percibir el lunar en la lógica de un mundo soñado por un esquizoide. Es un mecanismo patentemente irracional. Lo difícil suele ser lograr que el paciente hable de su mundo interior. Pero no era el caso aquí. Jacob parecía muy dispuesto a confiarme todos los detalles de sus «hombrecitos» y su «dinero fácil», pero, además, me había presentado ciertas pruebas de que al menos una parte de sus experiencias era real y, si todo fuera real, podría no estar loco. Todo lo que yo podría hacer era estimularle a hablar más, con la esperanza de que llegara a decirme algo que me permitiera ayudarle.

—¿Qué puede tener que ver con Eustace y Joe que yo le cuente la historia de mi vida? —me preguntó.

—Acepte mi palabra de que puede tener mucho que ver con la solución de su problema —respondí.

Vacilaba antes de empezar. No parecía más a gusto que antes. Había dejado de sonreír y tenía los ojos opacos.

—Soy un golfo —dijo—, pero criado en Park Avenue. Probablemente usted sabe quién era mi padre, John Blunt. Tenía más dinero del que puede hacerle bien a uno. Durante la Primera Guerra Mundial le vendió su empresa constructora de carrocerías a una de las grandes compañías automotrices, y a partir de entonces nadó en oro. Se compró un puesto en la Bolsa y siguió haciendo dinero hasta que murió de apoplejía hace unos años. Me dejó todo lo que tenía, pero lo recibiré al cumplir veinticinco años; hasta entonces cobro una asignación.

—¿Qué edad tiene ahora?

—Veintitrés. Me faltan dos años. Pero eso no es lo que me preocupa. Tengo dinero en abundancia.

—Sí —dije—, lo sé.

—Fui un chico insoportable, un malcriado. Destruía a dos o tres niñeras por año. Mi madre murió cuando yo era un bebé, y desde entonces tuve niñeras. Mi viejo nunca me prestó mucha atención. Fui bastante insoportable. Tenía toda clase de amigos. Siempre disponía de más dinero que los otros chicos y causaba tantos problemas en casa que los criados no se molestaban si me ausentaba días enteros.

—¿Qué edad tenía cuando empezó a escaparse de su casa?

—Nueve o diez años. —Buscó en el bolsillo y sacó la billetera. Extrajo una fotografía manoseada que me pasó—. Ahí tiene una foto mía de esa época. El chico que está conmigo era un amigo… El bicho más feo que haya visto nunca. Yo lo llamaba Pruney.

Miré la fotografía. Era de las que sacan los fotógrafos en las plazas. Jacob estaba sorprendentemente parecido a lo que era ahora: ya de chico tenía esa sonrisa torcida. Pero fue la imagen de su pequeño compañero la que me cautivó. Era un niño vestido con un traje de sucio marinero, y su cara era la más horrible que yo hubiera visto nunca en un chico, salvo en un deforme. Era la clase de fealdad que uno puede esperar de un hombre de cuarenta años o más, pero nunca en un niño. Y en el reverso se leían, manuscritas, las iniciales E. A. B.

—¿Qué significan? —le pregunté.

Jacob las miró y se encogió de hombros.

—No lo sé. Incluso me había olvidado de Pruney y de esta foto hasta que un día, después de la muerte de mi padre, revisé su escritorio y la encontré. Supongo que significaría algo para él.

Me metí la fotografía en el bolsillo. Quería ver si mi paciente se irritaba por este acto de posesión, pero ni siquiera lo notó. Desconcertado, probé por otro lado:

—¿Dónde dormía cuando no volvía a su casa?

—En hoteles. En el parque. Pasaba mucho tiempo en Central Park. A veces en casas de amigos. Siempre tuve muchísimos amigos.

—No puede decirse que haya sido una infancia normal… —dije—. ¿Por qué no hizo nada su padre? ¿No sabía lo que hacía usted?

Jacob soltó la risa. Echó atrás la cabeza y se rio con fuerza; fue una carcajada dura y cínica.

—Ya le dije que a mi padre nada le importaba un comino —dijo—, ¡ni yo ni nadie! Contrataba personal para que me cuidase, ¿por qué se iba a molestar?

No contesté. Jacob dejó de reírse. No siguió hablando. Por mi parte, no sabía qué pensar. Evidentemente, había tenido una vida extraordinaria hasta ahora, nada sana desde luego. No me sorprendía que fuera neurótico. Nunca había tenido una familia, nadie lo había querido. ¿O sí habría habido alguien…?

—¿Cuándo se enamoró por primera vez? —le pregunté.

Quizá ahí estaba la clave…

—A los catorce años. De la chica de los cigarrillos en St. Moritz. Era rubia y tenía unas piernas muy bonitas. Recuerdo que le regalé un camisón de seda negra en Navidad. ¿Usted le regaló alguna vez a una chica un camisón de seda negra?

Su sonrisa era contagiosa.

—Sí, creo que sí —le respondí.

—¿A quién?

—A mi esposa, supongo.

—¡Oh! —Pareció decepcionado. Después dijo—: Bueno, supongo que todo el mundo lo hace en un momento u otro.

—Pero no a los catorce años. Es una edad más bien temprana, ¿no le parece?

Sonrió con desdén.

—No ha comprendido bien, doctor. A los catorce años yo ya tenía mucho mundo. Desde que medía apenas un metro me alojaba en todos los hoteles de Nueva York. A los catorce años lo sabía todo sobre las chicas que venden cigarrillos, y todo lo demás.

—De modo que esta chica fue su primer amor. ¿Cuántas veces se enamoró desde entonces?

Empezó a contar con los dedos, después se interrumpió y sacudió la cabeza con fingido desaliento.

—Cientos de veces, creo —dijo—. Decenas de veces entre ese momento y la universidad. Al menos veinte veces en Dartmouth. Y no sé cuántas veces después… ¡En este momento estoy enamorado de una pelirroja! ¡Me casaría con ella si no estuviera loco!

—¿No le parece que se enamora y desenamora con demasiada facilidad? —le pregunté—. ¿Estará de acuerdo si le digo que es un inestable emocional?

—¡No, claro que no! —respondió con énfasis—. Simplemente tengo suerte. Tengo dinero y atractivo suficientes como para conseguir mujeres con facilidad, así que es natural que lo haga. ¿Qué cosa hay más normal que enamorarse?

—Es normal —admití—, pero ¿desenamorarse también lo es? Casi todos los hombres acaban por serenarse y casarse.

—Pero muy pocos hombres tienen el dinero que tengo yo —dijo alegremente. Y después, más serio—: Ni ven hombrecitos con trajes violetas y verdes.

Jacob guardó silencio. Durante su relato había vuelto a impresionarme su sensatez. Salvo por los «hombrecitos» y el hibisco rojo en el pelo, pocas veces había conocido a un joven más normal. Por ejemplo, cuando a un neurótico se le invita a hablar de sí mismo y de su infancia, suele responder de dos modos: o bien puede contar una historia muy prolongada con excesivo detallismo en la que revele un centenar de temores y resentimientos, o bien puede cerrarse y negarse a hablar. Pero Jacob no había hecho ni una cosa ni la otra. Su respuesta había sido la que yo mismo habría dado a alguien que me hubiera interrogado. Había relatado una historia simple, concisa y clara (y, por lo que sabía hasta ahora, verídica) de un modo tranquilo y afable. La única deducción que pude hacer sobre su carácter que tuviera importancia en términos psiquiátricos era que odiaba a su padre. Pero eso no podía considerarse anormal. Por lo que yo mismo sabía de él, podía asegurar que yo tampoco habría querido al viejo John Blunt. Había sido el último de los grandes piratas de las finanzas.

Por otra parte, algunas de las acciones de Jacob eran muy peculiares. ¿Cómo había aceptado meterse en todo este ridículo asunto de llevar flores en el pelo, repartir monedas y silbar en el Carnegie Hall? Se me ocurrió una sola razón por la que un joven por lo demás aparentemente sensato podía hacer lo que había hecho Jacob: porque le gustaba. ¿No había visto acaso un brillo en sus ojos cuando me había invitado a silbar una melodía popular la próxima vez que fuera a un concierto? ¿No había dicho «¡Debería probarlo alguna vez! ¡Le hace bien a uno!»? Y, por el modo de tocar el hibisco, podía notarse que le agradaba llevarlo. El relato de su vida podía dar los motivos del placer que le provocaba esa conducta inconformista. Nunca había tenido una vida normal de hogar, no tenía respeto por la autoridad y le gustaba la rebelión. Su personalidad entera podía afirmarse en esta necesidad latente de protesta. Al ser un joven impulsivo y extrovertido, su protesta adquiría aspectos de payasada y extravagancia. De ahí podían salir los «hombrecitos» y su placer de hacer lo que ellos le ordenaban… hasta cierto punto. Pero el problema de esta explicación aparentemente razonable era que daba por sentada la existencia de los «hombrecitos». Y yo no estaba dispuesto a dar tal cosa por sentada.

De modo que volvía a verme en el punto de partida. Cada vez que había intentado analizar el problema de este paciente había acabado por enfrentarme a un muro impenetrable, pero totalmente racional, de defensa. Ahora vacilé antes de volver a probar.

Fue Jacob quien hizo la sugerencia.

—Escuche, doctor —dijo—, ¡así no vamos a ninguna parte! —Miró su reloj de pulsera—. Y ya son las cinco. Estoy citado con Eustace en un bar de la Tercera Avenida a las seis. ¿Por qué no viene a mi casa mientras me afeito y me cambio, y después vamos juntos al bar? ¡Así lo podrá ver usted mismo!

Lo miré. Su mirada me rogaba que aceptara. Por heterodoxo que pareciera, sentí que lo que proponía era el modo correcto de tratar su caso, especialmente si era realmente un neurótico. Le demostraba que yo tenía confianza en su «buena voluntad» y, si él percibía mi confianza, podía llegar a confiar en mí a su vez. Quizá fuera el modo de realizar una transferencia. Por supuesto, yo sabía que no existía ningún Eustace y que lo único que haríamos en el bar sería beber una copa. Pero valía la pena.

—Creo que es una excelente idea, señor Blunt —contesté—. Me gustaría conocer a su amigo.

—Quizá pueda ponerse a trabajar para él usted también… —sugirió.

No supe si me estaba tomando el pelo o no. Me reí y dije:

—¿Por qué no? Me vendría bien un ingreso extra.

Avisé a la señorita Henry, mi enfermera, de que no volvería, y le pedí que llamara a mi esposa en Nueva Jersey para decirle que llegaría tarde y que no me esperara para cenar. También le pregunté a la señorita Henry a qué hora tenía mi primera cita mañana. Y después seguí con Jacob al pasillo.

Seguía con aquella flor ridícula en el pelo. Sí, tengo un defecto, es mi vanidad en mi aspecto personal. Tengo facciones armoniosas y una expresión calmada. Quizá sea un poco quisquilloso, pero no me creo afectado. De todos modos, cuando salgo con alguien a la calle, espero que mis acompañantes estén tan presentables como yo. Me disgustaba caminar con un hombre que llevaba una flor absurda en el pelo. Mientras esperábamos el ascensor, le pedí que se la quitara.

—¡Oh, no podría hacerlo! —dijo—. ¡Eustace lo notaría! Podría decírselo a Joe, y Joe no volvería a darme trabajo. Tengo que llevarla todo el día para ganar los diez dólares.

—¿Pero no puede sacársela ahora y metérsela en el bolsillo hasta que vayamos a ver a Eustace? Podría volver a ponérsela antes de entrar en el bar y él no se enteraría de nada.

—¡Oh, no, imposible! ¡Sería un engaño! Olvida que el motivo por el que los leprechauns me han tomado para que distribuya su dinero es porque confían en mí. Nunca podría traicionar su confianza.

—Entiendo —dije.

No ganaría nada discutiendo.

Jacob me miró de soslayo.

—¿Se sentiría mejor si usted llevara una también? —me preguntó—. El florista que encontré al fin esta mañana tenía otra, y su tienda está bastante cerca. Quizá no la haya vendido todavía. Si quiere, creo que tenemos tiempo para ir, así usted también podría ponerse una.

—No, gracias —contesté.

—¡Pero no sería mala idea! —insistió—. Si Eustace lo ve llevar voluntariamente una flor en el pelo, puede contárselo a Joe y ello lo ayudaría a congraciarse con él. ¡Podría trabajar para los dos, para Joe y para Eustace!

—No, gracias —le dije—. Por el momento puedo prescindir del hibisco.

Me alegré de que en ese momento llegara el ascensor interrumpiendo la conversación. A veces la vida de un psiquiatra se pone difícil.

2. CABALLO REGALADO

Jacob repartió todos los cuartos de dólar que le quedaban antes de que yo pudiera meterlo en un taxi. Fue bastante embarazoso. Le dio uno al ascensorista, otro al portero, uno a una dama con abrigo de visón que entraba por la puerta giratoria mientras nosotros salíamos, uno a un limpiabotas negro estacionado en la puerta y el último a un hombre que pasaba. Me sentí mejor cuando nos encontramos al fin dentro del taxi y Jacob le dio al conductor una dirección de la Calle 53 Oeste. No me había gustado la mirada que nos dirigió la dama del visón cuando vio la monedita reluciente en su mano y después la flor colorada en el pelo de mi paciente.

Me contó algo más sobre sí durante el lento trayecto hasta su apartamento por las calles congestionadas de tránsito. Se había graduado en Dartmouth en 1940. El Ejército lo había rechazado por una vieja herida en la rodilla que se había hecho en un partido de baloncesto durante sus años de colegio. Se había graduado a los veintiún años porque había entrado a los diecisiete, ya que en la infancia se había saltado un año de escuela. Dijo que le gustaban Bach, Mozart y Brahms, las pelirrojas y Hemingway. Su pelirroja actual estaba en el coro de Nevada! y la había conocido una noche cuando fue a saludar a alguien a los camerinos. Según sus palabras, era toda una beldad.

El taxi se detuvo a media manzana entre la Quinta y la Sexta Avenida en la Calle 53 Oeste, y entramos en un edificio de apartamentos muy moderno. El portero saludó a Jacob y el ascensorista le sonrió y lo llamó «señor Blunt». Al parecer, estas personas que lo veían cotidianamente lo conocían y apreciaban. Si lo hubieran creído demente lo habrían tratado de otro modo. Las cosas no me resultaban fáciles.

Me gustó su apartamento. Consistía en una sala extraordinariamente grande, un dormitorio pequeño, cocina y baño. Las paredes de la sala estaban pintadas de azul oscuro y una de ellas se encontraba cubierta de estanterías con libros; había un tocadiscos y estantes llenos de discos y una chimenea con un buen Miró colgado encima. La pelirroja se encontraba en el largo diván en el centro del cuarto, medio sentada y medio recostada en un almohadón a rayas. Tenía el pelo largo y suelto, en un desarreglo encantador. A su lado estaba sentada, más formal, otra joven, una criatura bajita, de aire infantil, con rizos castaños y una mirada abierta e inocente en sus ojos azules. La pelirroja nos miró cuando entramos, con ojos que eran intensos resplandores verdes en su rostro hermoso e inexpresivo.

—Hola, Jakey —dijo con voz baja y runruneante—. Denise y yo hemos salido de compras y hemos llegado hace un minuto a tomar un trago. ¿Quién es tu amigo?

Las dos chicas me miraban con curiosidad no disimulada.

Jacob había dejado de sonreír y su aire despreocupado y amistoso había desaparecido. Pareció a la vez sorprendido y disgustado de que hubiera alguien en su apartamento. No es que esto se mostrara en nada de lo que dijo. Solo que de pronto lo noté tenso, e incluso quizá suspicaz.

—El doctor George Matthews, Nan Bulkely, Denise Hannover —murmuró. Por el gesto vago de la mano, supuse que la chica alta de mirada inexpresiva era Nan y la más pequeña Denise. Jacob hizo un gesto en dirección a Nan y dijo con voz algo más alta—: Ella le dará de beber lo que quiera. Voy a afeitarme y vestirme.

Y entró en el dormitorio sin decir una palabra más.

Me senté en una silla frente al diván. Nan descruzó las piernas, que eran deliciosas, largas y bien proporcionadas, piernas de bailarina, pero sin los músculos de una bailarina. Denise tomó la copa que tenía cerca y bebió un sorbo, mirando la bebida, pero Nan no apartó sus increíbles ojos de los míos. Eran tan verdes como los de un gato en la oscuridad, pero amplios y bien abiertos, llenos de sinceridad. Sin embargo, salvo los ojos, el rostro de Nan carecía de expresión, estaba vacío. Incluso cuando sonreía era como una foto publicitaria que cobrara vida, algo sacado del Harper’s Bazaar o del New Yorker.

—Perdón —dijo—. No capté su nombre. Jacob habla tan poco claro…

—George Matthews —respondí.

Abrió los ojos un poco más.

—¿Oí a Jacob decir «doctor» o me engañaban mis oídos?

—Soy médico. Psiquiatra.

Nan no me gustaba en absoluto. Me hacía sentir como un niño interrogado por un adulto. Miré a la otra chica, y en ese momento ella se levantó y fue a la cocina. Era como si ambas mujeres se hubieran transmitido alguna señal. Esto tampoco me gustó, como no me gustaba el interrogatorio de Nan, pero procuré que no percibiera mis sentimientos, pues podía decirme algo valioso sobre mi paciente. Así que respondí a sus preguntas.

—¿Son viejos amigos, usted y Jacob? —fue la siguiente.

—No. De hecho, lo he conocido esta tarde en mi consultorio. Es mi paciente.

Se sorprendió. Vi que la garganta se le tensaba y los hombros adquirían rigidez, aunque logró controlarse muy bien. De no haber sido por mi experiencia en la observación de las sutiles reacciones psicológicas que revelan las emociones de una persona, no habría advertido hasta qué punto mi simple información la había impresionado.

Se quedó callada un momento, y después me preguntó:

—¿Jacob fue a verlo por su propia voluntad?

—Sí, por lo que sé. ¿Por qué me lo pregunta?

—Nunca pensé que llegara a hacerlo, eso es todo —dijo—. Me alegra que le haya consultado. He estado terriblemente preocupada por su manera de comportarse estos últimos meses, pero sabía que nunca podría sugerirle que viera a un psiquiatra. No me habría hecho caso.

Fue una estratagema inteligente. Cuando me preguntó si Jacob me había ido a ver por su propia iniciativa, noté que realmente quería saberlo; de hecho, por la urgencia en su modo de hacerme la pregunta, me di cuenta de que necesitaba saberlo. Pero el motivo que me dio después para haberme hecho esa pregunta era una excusa inventada. No pude evitar preguntarme por qué le preocupaba tanto que Jacob hubiera ido a verme.

—¿Qué ha hecho Jacob últimamente que le haya preocupado? —le pregunté.

—Ha visto la flor que lleva, ¿no? ¡En el pelo! ¡Dice que un amigo le paga por hacerlo! ¡Y tiene que ser una flor diferente cada día!

—¿Ha visto usted a ese amigo?

Me miró fijamente, como si tratara de decidir si podía confiar en mí.

—No, eso es lo raro del asunto. Me los ha descrito…, porque son varios, no uno solo, sino varios «hombrecitos», y me ha hablado mucho de ellos; incluso me dijo sus nombres, pero nunca he visto a ninguno. Opino que solo existen en su imaginación.

—¿Había mostrado señales de extravío anteriormente, señorita Bulkely?

Negó con la cabeza, y su cabellera roja le acarició los hombros:

—Por supuesto, no hace mucho que lo conozco, solo desde el año pasado. Pero cuando lo conocí me pareció totalmente normal.

Me levanté y fui a la chimenea, a mirar de cerca el Miró. Siempre me ha gustado Miró. Hay en su obra algo maravillosamente fluido, algo tranquilizante como el susurro del agua en la distancia. Pero esta vez presté poca atención a la pintura. Lo hice más que nada por el efecto, para que Nan no advirtiera hasta qué punto yo consideraba importante nuestra conversación.

—¿Y ahora cree que Jacob no es normal, señorita Bulkely? —le pregunté.

Ella también se levantó y se acercó a la chimenea. Era alta, delgada sin ser escuálida, de pechos altos. Me gustaba su aspecto, pero cuando la miraba me resultaba difícil mantenerme atento a lo que decía.

—Sí, doctor, casi he llegado a la conclusión de que Jacob se está volviendo loco.

—Eso es lo que él cree —le dije—. Yo no estoy tan seguro.

Estaba de pie a mi lado, sus ojos al nivel de los míos.

—Doctor, ¿cree que podría ponerse violento?

Busqué los cigarrillos en el bolsillo interno de mi chaqueta. Ahí es donde guardo mis tarjetas. Al sacar la pitillera cayó el tarjetero. Nan se agachó inmediatamente, antes de que yo pudiera hacerlo, lo tomó en las manos y lo miró. Sacó una tarjeta y me sonrió:

—¿Le molesta si me quedo una, doctor? Veo que tiene sus dos números telefónicos. Así podré ponerme en contacto con usted en cualquier momento del día o de la noche, si algo llegara a pasarle a Jacob…

¿Qué podía hacer sino acceder? Era como si me la hubiera sacado del bolsillo. Tuve la clara impresión de que todo este tiempo había andado en pos de mi número de teléfono…, pero no sería yo tan tonto como para protestar. A fin de cuentas, no había ningún motivo por el que no pudiera llamarme.

—Apenas he hablado con Jacob una hora o menos esta tarde y no estoy familiarizado con sus síntomas, pero no veo motivo de alarma por el momento.