El porqué del presente - Jorge Illa Boris - E-Book

El porqué del presente E-Book

Jorge Illa Boris

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Beschreibung

El porqué del presente. Breve recorrido político, económico y social de los siglos XIX y XX es un texto que relata los acontecimientos más importantes de esta parte de la historia. Una guía dividida en tres partes. - La primera repasa los principales acontecimientos políticos desde finales del siglo XVIII hasta inicios del siglo XXI. - La segunda relata las transformaciones económicas y sociales que surgieron con las revoluciones industriales, y los nuevos movimientos sociales. - Finalmente, la tercera presenta la aparición y desarrollo del nacionalismo, los inicios del imperialismo y la descolonización de posguerra.Este libro está dirigido a todo aquel que siente curiosidad por conocer los cambios que han sucedido en el mundo y entender la actualidad. Un libro para iniciarse en el análisis de la historia.

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Jorge Illa Boris (compilador)

Historiador por la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. Magíster en Humanidades: Arte, Literatura y Cultura Contemporáneas en la especialidad de Sociedad por la Universitat Oberta de Catalunya y en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universitat de Barcelona. Actualmente, doctorando en Historia Contemporánea en la Universitat de Barcelona y docente a tiempo completo en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

ORCID 0000-0003- 3583-5481

Rocío Denisse Rebata Delgado

Magíster en Estudios Internacionales, con mención en Sociedades Contemporáneas, Europa-América Latina, por la Universidad Sorbona Nueva, París 3. Ha realizado investigaciones sobre temas políticos y electorales en el Jurado Nacional de Elecciones y en la Oficina Nacional de Procesos Electorales. Ha sido docente de Investigación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y actualmente se desempeña como docente de Historia en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

ORCID 000-0001-8784-9119

Emilio José Santos Castilla

Doctorando en Historia Ambiental en la Universidad Pablo de Olavide, España. Magíster en Historia de Europa, el Mundo Mediterráneo y su Difusión Atlántica (1492-2000) y licenciado en Humanidades por la Universidad Pablo de Olavide. Ha sido profesor de Historia de los Movimientos Políticos y Sociales en la misma casa de estudios. Actualmente es docente del curso de Historia Contemporánea en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

ORCID 0000-0001-5910-0469

José Vásquez Mendoza

Historiador por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Magíster en Historia Social por esa misma casa de estudios. En la actualidad es profesor a tiempo completo en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas dictando los cursos de Temas de Historia del Perú e Historia Contemporánea. Además, es profesor a tiempo parcial en la Universidad de Lima, donde dicta los cursos de Globalización y Realidad Nacional, Metodología de la Investigación, y Procesos Sociales y Políticos.

ORCID 0000-0002-9874-4854

INTRODUCCIÓN

Jorge Illa Boris

Este libro que se encuentra entre sus manos, o que está leyendo en un medio digital, tiene como objetivo entender el presente a partir del relato de los dos últimos siglos. Está dirigido a todo aquel que siente curiosidad por comprender cómo hemos llegado a tener el mundo en el que vivimos, desde una perspectiva tanto política como económica, tecnológica y social. Pero, especialmente, el libro pretende fortalecer las competencias de pensamiento crítico y ciudadanía que los estudiantes adquieren en la asignatura de Historia Contemporánea de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), perteneciente al Área de Humanidades.

La historia de los últimos, aproximadamente, doscientos años —lo que se conoce como Edad Contemporánea y que se inicia con la Revolución francesa en 1789— es la continua construcción de nuestro presente. Por mucho que se piense que el siglo xxi es el summum de las innovaciones tecnológicas, si echamos un poco la vista atrás veremos que no somos tan originales como pensamos. Partamos de algunos simples ejemplos: la gran mayoría de nuestros transportes, tal y como los conocemos, son evoluciones de inventos que datan de la Revolución Industrial. El coche, el avión, el ferrocarril, la motocicleta… Todos ellos ya existían en las primeras décadas del siglo xx. No poseían las prestaciones tecnológicas de los actuales, pero ya estaban transformando la manera de desplazarse. Y, en cuanto a las comunicaciones, podríamos decir casi lo mismo: no solo había el telégrafo para comunicaciones intercontinentales, sino que el teléfono ya se utilizaba; ahora lo llevamos en el bolsillo y antes estaba colgado en una pared, pero eso no significa que no existiera. Ahora contamos con internet y tecnologías satelitales, de acuerdo, pero cualitativa y cuantitativamente los cambios de los últimos 30 años no son comparables con los que transformaron la vida de los ciudadanos de finales del siglo xix e inicios del xx.

Si nos centramos en la política, nuestras constituciones se basan en características como el hecho de que la soberanía reside en la nación, la división de poderes o que todos los ciudadanos tienen derecho a la igualdad ante la ley. Todo ello proviene de la Ilustración, y ya fue aprobado en las constituciones liberales de finales del siglo xviii e inicios del xix. Las que ahora están vigentes han corregido importantes lagunas de dichas constituciones, como el derecho al voto femenino, pero en muchos aspectos no han existido en el siglo xxi grandes innovaciones.

En un momento como el actual, en donde están subiendo los partidos de extrema derecha, es fundamental tener en cuenta qué ocurrió la anterior ocasión en que los partidos fascistas estuvieron en el poder: una guerra con más de cincuenta millones de muertos y el Holocausto, la gran mancha negra de la humanidad. Por eso, en una época en que políticamente se banaliza el insulto de nazi o fascista, saber exactamente a qué se están refiriendo es vital para comprender la importancia de que no vuelvan al poder partidos de dicha índole.

Para los nuevos marcos políticos del siglo xix era indispensable la creación y el desarrollo del nacionalismo, porque los Estados necesitaban que el ciudadano entendiera que tenía unos derechos, pero también unos deberes. El problema fue que, llevado al extremo, el nacionalismo tuvo consecuencias nefastas en el siglo xx, como las dos guerras mundiales. Después de unas décadas de globalización, parece que está volviendo con fuerza con dirigentes como Donald Trump, que venció las elecciones de 2016 con mensajes nacionalistas y excluyentes.

El modelo de economía capitalista ahora se ha generalizado en el mundo, aunque con algunas variantes. Una excepción es Corea del Norte, donde persiste un sistema comunista-totalitario, porque incluso Cuba ya va realizando pequeños pasos hacia el libre mercado. El capitalismo se basa en las reglas que se fueron imponiendo en la economía liberal de hace más de dos siglos. Pero el sistema económico capitalista liberal tenía sus debilidades, como se demostró en el crac del 29, lo que hizo que a partir de la Segunda Guerra Mundial se instaurara el estado del bienestar, que también inició su declive con otra crisis, la del petróleo de 1973. De allí surgió el actual modelo económico, el neoliberalismo, el cual con la globalización se expandió por casi todo el mundo y del que ya muchas voces empiezan a pedir su reforma, pues está acelerando las desigualdades sociales.

Pero, durante gran parte del siglo xx, el capitalismo tuvo que convivir como modelo económico con su archienemigo, el comunismo. El primer país en adoptarlo fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a partir de la Revolución rusa de 1917, y en numerosos países desde la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, el fracaso económico del sistema comunista provocó la caída del muro de Berlín en 1989 y su casi desaparición. Aunque no en el plano económico, pues ya ha abrazado el capitalismo, en el plano político todavía se mantiene en un país tan poderoso como es China.

En gran medida, las economías de los países que se descolonizaron en la segunda mitad del siglo xx seguían supeditadas, al igual que sus contextos políticos, a las antiguas potencias imperialistas, en cierta medida por cómo se llevaron a cabo las descolonizaciones y los intereses económicos de Occidente, en lo que se pasó a llamar neocolonialismo. Las anteriores potencias, y las nuevas también, quisieron conseguir un trato de favor por parte de las nuevas naciones, para lo cual no tuvieron reparos en influir políticamente sin importar las necesidades de la población.

Podríamos seguir aportando ejemplos durante muchos párrafos más, pero lo mencionado hasta ahora ya es una muestra significativa de la relevancia que tiene en nuestra sociedad actual lo que ha ocurrido en los últimos dos siglos. Por ello, de una manera divulgativa, este libro pretende que el ciudadano del siglo xxi entienda el porqué de las principales características económicas, políticas y sociales en las que el mundo actual se mueve. Para ello, se divide en tres grandes partes:

—Política. A partir de cuatro capítulos, se repasan los principales acontecimientos políticos desde finales del siglo xviii hasta la actualidad. En el primero, escrito por Rocío Rebata, se relata cómo se implantaron las constituciones liberales y qué aportaron en los nuevos contextos políticos. El segundo, de José Vásquez, nos acerca a la primera mitad del siglo xx con las dos guerras mundiales y el ascenso del fascismo en el periodo entreguerras. En el tercero, de Rocío Rebata, se analiza la Revolución rusa desde sus antecedentes hasta el terror desencadenado por Stalin. Y en el cuarto, de Jorge Illa, se muestra el mundo bipolar de la Guerra Fría y cómo su finalización encumbró a los Estados Unidos como única superpotencia.

—Economía y sociedad. Esta sección contiene tres capítulos, los dos primeros escritos por Emilio Santos y el tercero por José Vásquez. En el primero se relatan las transformaciones económicas y sociales que surgieron con las revoluciones industriales del siglo xix, y en el segundo las distintas variaciones que fue adoptando el capitalismo durante el siglo xx para superar las crisis que enfrentó. El tercer capítulo nos muestra las características de los nuevos movimientos sociales que aparecen en la década de 1960 y cómo afectaron a la sociedad.

—Nacionalismo e imperialismo. Se divide en dos capítulos, ambos escritos por Jorge Illa. En el primero, enfocado en el siglo xix, se presentan la aparición y el desarrollo del nacionalismo, así como las causas del imperialismo de finales del siglo xix; en el segundo se muestran los problemas que causó el nacionalismo en el siglo xx y la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial, que económicamente no terminó de ser todo lo positiva que podría haber sido para los países colonizados.

PRIMERA PARTE

Política

CAPÍTULO 1

Transformaciones políticas a inicios de la época contemporánea, 1770-1848

Rocío Denisse Rebata Delgado

Introducción

La recordada frase de Winston Churchill, el líder británico de la Segunda Guerra Mundial, “la democracia es la peor de todas las formas de gobierno, a excepción de todas las demás” (como se cita en Hobsbawm, 2007, p. 104), sigue siendo tan polémica como vigente. ¿Por qué aceptamos que la democracia hoy en día es la mejor forma de gobierno posible? ¿Por qué la creemos compatible con constituciones políticas republicanas o monárquicas parlamentarias? ¿Efectivamente se pueden establecer límites al poder y garantizar derechos fundamentales en un sistema democrático? A lo largo de la historia del mundo occidental se ha registrado una serie bastante amplia de formas de gobierno —tiranías, repúblicas oligárquicas, imperios, reinos feudales, monarquías absolutistas, dictaduras, etcétera.—, y esa vasta experiencia nos condujo, hacia mediados del siglo xx, a construir una valoración positiva de la democracia, en su versión liberal y representativa1, como la menos negativa de todas las formas de gobierno.

El ejercicio de analizar la historia y de establecer prescripciones o ideales de formas de gobierno no es una novedad. Hace más de dos milenios, filósofos e historiadores griegos como Platón y Aristóteles ya se planteaban cuestionamientos en torno a la mejor forma de gobierno posible, una que pudiera conservar la unidad y que permita cierta armonía en el interior de una comunidad política (Bobbio, 2001). Hoy en día queda claro que, como señala Przeworski (2019), todo sistema político presenta límites, y el ejercicio de reflexionar acerca de la democracia es necesario para perfeccionarla y para tener mayor conciencia de nuestra responsabilidad y participación como ciudadanos dentro de ella. En este punto, es importante anotar qué características y componentes presenta este sistema político en el mundo occidental en nuestros días. De acuerdo con Hobsbawm (2007), la democracia es un

modelo estándar de Estado constitucional que ofrece la garantía del imperio de la ley, así como diversos derechos y libertades civiles y políticos, y al que gobiernan sus autoridades, entre las que deben figurar necesariamente asambleas representativas, elegidas por sufragio universal y por la mayoría numérica del conjunto de sus ciudadanos, en elecciones celebradas a intervalos regulares en las que se enfrenten distintos candidatos y organizaciones [políticas] (pp. 100-101).

Este marco conceptual agrega otras definiciones que entendemos que pertenecen a un mismo conjunto de elementos, porque son parte del lenguaje político del mundo contemporáneo: constitución, derechos, representación, sufragio universal, elecciones o ciudadanía. Estos conceptos, como la democracia en sí misma, también tienen una historia, una evolución. ¿Cómo llegamos a introducir constituciones con sistemas de representación democrática? ¿Desde cuándo y por qué la mayoría de los gobiernos representativos en el mundo occidental se sostienen sobre la base de la legitimidad que les otorgan las elecciones en una democracia? ¿Cómo y por qué el sufragio restringido implantado en el siglo xix fue reemplazado por el sufragio universal hacia mediados del siglo xx? ¿Por qué hoy consideramos necesarias no solo la ampliación sino también una mayor participación ciudadana desde diferentes sectores de la sociedad? Partiendo de estas interrogantes, nos interesa analizar y reflexionar, en las páginas siguientes, acerca de los principales hitos de la historia política contemporánea.

En la primera sección del presente capítulo trazaremos el camino que se siguió para alcanzar una valoración positiva de la democracia —en su sentido representativo y liberal— en el mundo occidental y examinaremos cómo se incluyeron, y se siguen incluyendo, individuos de diferentes sectores sociales, económicos y culturales de las sociedades en dicho proyecto político. El punto de partida, que justamente da inicio a la época contemporánea, es el de la historia de las revoluciones liberales —también conocidas como revoluciones burguesas—2 de fines del siglo xviii e inicios del xix: la independencia de las trece colonias (1773-1787), la Revolución francesa (1789-1799) y la Revolución hispanoamericana (1808-1814). El denominador común de estas revoluciones fue la introducción de marcos constitucionales que incluyeron una relación de derechos y libertades individuales que serían la base de la democracia actual y que fueron concebidos desde el pensamiento político moderno y la Ilustración. Estas revoluciones, además, dieron lugar a los primeros ensayos de sistemas representativos de gobierno, si bien aún no considerados democráticos, sobre la base de los planteamientos del liberalismo político, en oposición a regímenes absolutistas. Estos procesos revolucionarios se expandieron, con ciertas variantes, hacia otros escenarios del mundo occidental y occidentalizado, e influyeron en la construcción de sus proyectos políticos contemporáneos, como es el caso de los países latinoamericanos. Se examinarán, asimismo, los intentos de reposicionar los gobiernos de perfil absolutista tras el fin de las guerras napoleónicas en el marco del Congreso de Viena en 1815, así como la relevancia de las revoluciones liberales de 1830 y 1848, que no solo pusieron término definitivo al absolutismo en Occidente, sino que, además, dieron cuenta de una mayor intervención política de sectores populares.

1 Principios del liberalismo político

El liberalismo político comprende principios provenientes del pensamiento moderno del siglo xvii y del pensamiento ilustrado del siglo xviii. Para comprender su contenido y relevancia como parte del proyecto político —de la clase burguesa— en los inicios de la época contemporánea, es necesario examinar ante todo tanto la forma de gobierno que se había legitimado en gran parte de Europa a fines de la época moderna, es decir, el Estado absolutista, como las características de la sociedad en ese tiempo, esto es, de la sociedad estamental, en que la burguesía, el cuerpo social que luego lideró las revoluciones liberales, era un estamento no privilegiado en el campo político. Ambos aspectos, el social y el político, fueron comprendidos en el concepto de Antiguo Régimen, popularizado principalmente en el contexto de la Revolución francesa.

El aspecto político del Antiguo Régimen lo constituía el absolutismo. Las monarquías absolutistas, instauradas en los siglos xvii y xviii, habían logrado su legitimidad en función de dos elementos procedentes de la época medieval: el derecho divino y el principio hereditario para la transmisión del poder (Ullmann, 2013 [1964]; Artola & Ledesma, 2005, p. 40; Arranz, 2016, p. 216). El pensamiento teocrático, sostenido por la expansión de la religión cristiana católica desde los inicios de la época medieval, postulaba la idea de que la soberanía del rey se justificaba en el poder otorgado por Dios. El rey investía el poder soberano por la gracia de Dios y era vicario de Cristo, esto es, representante de Dios en la tierra3. Ello legitimaba el ejercicio unilateral y la concentración del poder, así como el hecho de que el rey no tenía que rendir cuentas a la población sobre las acciones políticas y económicas que tomaba. El principio complementario al derecho divino del poder era la transmisión de este por la vía hereditaria, que también procedía de la época medieval. Así tenemos una serie de dinastías que siguieron el modelo de gobierno absolutista, como algunos monarcas, en la época moderna, de la dinastía de los Estuardo en Inglaterra, de los Borbones en España y Francia, de los Hohenzollern en Prusia o, hasta en la época contemporánea a inicios del siglo xx, de los Romanov en Rusia.

Otro de los elementos del Antiguo Régimen —que, aunque parcialmente, el liberalismo político buscará rebatir— consistió en el carácter estamental de las sociedades formadas desde la época medieval. Una sociedad estamental implicaba el reconocimiento jerárquico de cuerpos o segmentos diferenciados dentro de ella por una determinada condición social, económica y cultural. La distinción estamental de ser superior o inferior, de poseer o no privilegios, se originaba por el hecho del nacimiento y se reproducía en la función socioeconómica que ejercía cada segmento dentro de la sociedad. En este orden social, la igualdad jurídico-política entre individuos era inexistente: el clero y la nobleza eran estamentos con leyes y fueros privados que contaban con grandes beneficios, a diferencia del resto de la población, el llamado Tercer Estado, que carecía de privilegios. En particular, el alto clero y la nobleza basaban su poder económico en la tenencia y renta de la tierra, estaban exentos del pago de varios impuestos y podían eventualmente ocupar cargos públicos o tener, aunque limitada, cierta influencia político-militar en las monarquías feudales y absolutistas. El Tercer Estado, por su parte, era el segmento de la sociedad más extenso y heterogéneo y se componía principalmente de la burguesía y del campesinado, pero también se incluía en este estamento a jornaleros libres de las urbes y vagabundos (Spielvogel, 2014). Dentro de este gran grupo, la burguesía (alta y baja) era la clase social más dinámica en el sentido económico, dio lugar al sistema económico capitalista y lideró la Revolución Industrial también a fines de la época moderna.

Surgida en la época bajomedieval, es decir, en la última etapa de la Edad Media, cuando renacieron las ciudades4, la burguesía había ido obteniendo desde entonces cada vez más poder económico a través de actividades de producción artesanal, de finanzas y de comercio. Así, desde sus orígenes este segmento estuvo relacionado con la generación de riqueza. Con ello, poco a poco fue ganando fuerza social, económica y, por ende, política. De hecho, en la época bajomedieval habían surgido asambleas o parlamentos con representación corporativa de los estamentos, en particular de la nobleza, el clero y la burguesía. Se había instituido así una forma de gobierno conocida como Estado estamental o dualista, porque el rey se encontraba en el mismo rango de poder con respecto a los estamentos a través de dichas asambleas, es decir, el poder del monarca se encontraba limitado por ellas (Naef, 2005, pp. 10-11). Se trataba, por ejemplo, del Parlamento en Inglaterra, las Cortes en España y los Estados Generales en Francia.

En la etapa final de la época moderna, con la consolidación del Estado absolutista, las asambleas dejaron de convocarse o de reunirse con frecuencia, a excepción de Inglaterra. En este contexto, ni el clero ni la nobleza veían mermados sus privilegios, como sí sucedió en el caso de la burguesía. Así, la diferencia de privilegios de los estamentos se podía evidenciar no solo en la obligación o no del pago de impuestos, sino, además, en la intervención política por medio de cargos burocráticos y militares en el interior del Estado absolutista. Ahora bien, cabe anotar que la situación jurídica, social y económica de la burguesía varió de acuerdo con los escenarios y contextos previos a cada revolución liberal; por ejemplo, como se analizará más adelante, el contexto económico en que los burgueses protagonizaron una revolución no fue el mismo en las trece colonias británicas que en la Francia de Luis XVI: fue en este último escenario donde afrontaron una aguda crisis económica. En cualquier caso, los burgueses fueron los primeros en cuestionar la desigualdad política y el orden absolutista.

Es en el contexto del Antiguo Régimen en que se llevó a cabo una revolución intelectual del pensamiento político en Occidente. En el siglo xvii surgieron teorías políticas que maduraron posteriormente en el siglo xviii —el siglo de la Ilustración—, las cuales sostenían que el poder soberano se legitimaba en un pacto o contrato social, no teocrático y garante de ciertos derechos individuales. Así, uno de los primeros aportes de esta nueva línea de pensamiento político moderno fue la desacralización del poder, porque eliminaba de forma progresiva la idea de que el poder era otorgado por una fuente divina; en contraparte, postulaba que el ejercicio reconocido de un poder soberano surgía por la necesidad racional y práctica de los individuos que buscan vivir en cierta paz, y de forma duradera, mediante la aplicación de leyes civiles que resguarden la integridad, la libertad y la propiedad de los individuos. A continuación, trataremos los principales postulados del liberalismo político, formados por el pensamiento político moderno e ilustrado, que influyeron en la burguesía y que sentaron las bases para la construcción de proyectos políticos contemporáneos que debían reemplazar a los absolutismos y eliminar los antiguos privilegios estamentales instituidos en la época moderna: el principio de la defensa de la propiedad privada y de las libertades individuales, la separación de poderes, la soberanía del pueblo y el sufragio restringido.

1.1 La defensa de la propiedad y de las libertades individuales

Uno de los principales aportes del pensamiento liberal burgués y que se ha introducido en buena parte de las constituciones políticas del mundo contemporáneo es la distinción del reconocimiento de derechos vinculados a la libertad individual y, en particular, a la propiedad. De hecho, John Locke (1632-1704), cuyo pensamiento influyó en la Revolución inglesa5, había previsto que incluso antes del establecimiento de las leyes civiles, esto es, en el estado de naturaleza, se puede reconocer la preexistencia del derecho natural de la propiedad del individuo, el cual incluye su vida, su libertad y su hacienda o bienes. Más aún, Locke no intentaba sustentar la validez de la propiedad privada, ya que ella era incuestionable para los burgueses (Touchard, 2007, pp. 293-294; Rawls, 2009, p. 185). Por ende, el gobierno civil, a través de sus leyes, debía garantizar la propiedad del individuo; así, en adelante, los proyectos políticos burgueses se centraron en el objetivo de protegerla. De ahí que, como se verá en un apartado siguiente, los gobiernos representativos que siguieron a las revoluciones burguesas en el siglo xix excluyeron de la participación política a buena parte de la población a través del voto restringido, con la finalidad de proteger ese derecho.

El posterior desarrollo del pensamiento ilustrado abordará las libertades individuales de pensamiento, de opinión o expresión, de imprenta o prensa, de reunión y asociación, así como la de conciencia o religión. Sobre esta última, cabe recordar los aportes de Locke y de Voltaire (1694-1778) en la inclusión de la tolerancia religiosa. Conocidas las persecuciones católicas contra los herejes y paganos en la época medieval y las consecuencias político-económicas de las guerras de religión entre católicos y protestantes en la época moderna, se evidenció, en el plano de las ideas, la necesidad de establecer la tolerancia de cultos6, esto es, la posibilidad de ejercer en el ámbito privado y público una creencia religiosa determinada sin ser perseguido o discriminado por ello.

1.2 La separación de poderes

Con la finalidad de encontrar equilibrios de poder y de evitar abusos por la concentración de este, algunos pensadores modernos e ilustrados postularon la necesidad de separar competencias y funciones, esto es, de dividir el trabajo de la autoridad política. Por ejemplo, Locke, quien, como mencionamos, representó el pensamiento político de la burguesía inglesa, planteó la separación de poderes en los ámbitos legislativo, ejecutivo y federativo7, entre los cuales reconocía como el más relevante al poder legislativo por su función central de crear leyes, en el marco de un Estado civil, para la protección del derecho a la propiedad privada de los individuos. Con ello, fortaleció las bases teóricas de la monarquía parlamentaria, el modelo inglés, como forma de gobierno. Por su parte, la propuesta desarrollada por Montesquieu (1689-1755) influyó mayormente en los países que siguieron proyectos constitucionales republicanos. Este pensador ilustrado distinguió entre el poder que legisla, el que ejecuta las leyes y el que administra la justicia. Con ello, dio un paso adelante a lo propuesto por Locke, pues tuvo lugar una independencia del poder judicial a fin de que así se pueda garantizar una mayor seguridad en la conservación de la propiedad de los individuos (Lowenthal, 2017, p. 495). Esta propuesta de división de poderes es la que hoy prima en las repúblicas con democracias representativas en el mundo contemporáneo, en las cuales se espera que sean poderes autónomos; por lo menos, así son planteados en el plano teórico.

1.3 La soberanía del pueblo

Otro pilar del liberalismo político fue el principio de la soberanía del pueblo, en nombre del cual se llevaron a cabo las revoluciones de fines del siglo xviii y de la primera mitad del xix. Este principio reemplazó también a la línea del pensamiento del poder teocrático, en la que la fuente del poder ya no era divina ni se correspondía más con la Corona o la persona del monarca, sino que procedía del pueblo, o nación, el cual a partir de ese momento se instituyó como el soberano. La base del postulado de la soberanía popular procede del pensamiento de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) y se fortaleció con Emmanuel Joseph Sieyès (1748-1836) en el marco de la Revolución francesa (Hobsbawm, 2003, p. 64; Fioravanti, 2014, p. 39). En esta línea, se sostiene que el pueblo nunca debe ceder su poder soberano, únicamente lo debe delegar de forma temporal a través de gobiernos representativos y, por ende, podrá reclamarlo cuando los gobernantes instituidos como tales, por el contrato social, traicionan la voluntad general, los intereses comunes. Por ello, como afirma Fioravanti (2014), uno de los mayores aportes del pensamiento revolucionario de Rousseau radicó en que el pueblo siempre debe estar activo, es decir, en constante alerta y desconfianza hacia sus gobernantes, para que evite la imposición de voluntades o intereses particulares.

1.4 El sufragio restringido

En la implementación de los gobiernos representativos, tras las revoluciones liberales burguesas, la participación política se restringió solo a algunos sectores de la sociedad. Así, hace cien años en la mayoría de los países occidentales el sufragio era restringido únicamente a ciertos sectores socioeconómicos de la población. Se debía cumplir con una serie de requisitos constitucionales y legales para poseer y ejercer el derecho de votar, como ser varón, poseer propiedades o pagar contribuciones al Estado, tener alguna característica racial o cultural particular, como ser blanco o tener la condición de alfabeto. La defensa de la igualdad, uno de los principios del pensamiento ilustrado del siglo xviii, no se sustentaba en una igualdad económica o social8, sino que se circunscribía al ámbito de lo político, donde los burgueses se percibían en desventaja frente al clero y, sobre todo, frente a la nobleza, desventaja que daba lugar, entre otros aspectos, a amenazas contra su propiedad.

Es importante anotar también la diferencia entre la regulación del sufragio activo (quiénes votaban) y la del sufragio pasivo (quiénes podían ser votados); en este último caso, los requisitos eran mayores y más exigentes porque idealmente se buscaba que gobiernen los mejores o los más capacitados por condición de edad, conocimiento o cultura, y riqueza9. Otra forma de limitar la participación de la población de estratos populares fue la inclusión de un sistema electoral indirecto, es decir, de la votación de electores intermediarios a través de colegios electorales. De esta manera, la participación en elecciones era amplia en los primeros grados de votación, es decir, en la elección de electores, y reducida en la elección de las autoridades y de los cargos públicos. Siguiendo este modelo, el voto indirecto se mantuvo vigente en el siglo xix en varios países latinoamericanos como el nuestro.

En línea con el pensamiento político de Immanuel Kant (1724-1804), la necesidad de restringir el voto a ciertos sectores de la población se justificaba en buena parte en el hecho de que no todos podían hacer uso de su razón y alcanzar, por ende, la mayoría de edad y una independencia civil. Es probable, como sostiene Fioravanti (2014, p. 38), que Kant haya arribado a esta conclusión al ser espectador contemporáneo de la etapa más radical de la Revolución francesa, la jacobina, en la que participaron los estratos sociales más bajos y que implicó un periodo de terror o violencia incompatible con los ideales y las garantías de las libertades individuales y de la protección a la propiedad. En este escenario, los hombres sin propiedades, sin educación o “incivilizados”, los hombres sin libertad y las mujeres10no podrían —o “no debían”— participar en la elección de representantes ni en la toma de decisiones políticas. Como recuerda Przeworski (2019),

la relación entre [la propiedad] y el poder era íntima […]. No se puede confiar en el pueblo porque puede “errar”: lo dijo James Madison, lo dijo Simón Bolívar, y también Henry Kissinger. Y el peor error que podía cometerse era utilizar los derechos políticos en la búsqueda de la igualdad social y económica, asociarse con el fin de conseguir salarios más altos, condiciones de trabajo dignas, seguridad material y atacar la “propiedad”. Incluso cuando las clases más pobres no podían ya ser excluidas del voto, surgió una plétora de ingeniosos dispositivos para neutralizar los efectos de sus derechos políticos (p. 39).

El sufragio restringido fue incluido en las constituciones que sucedieron a las revoluciones liberales y se mantuvo aproximadamente hasta mediados del siglo xx en el mundo contemporáneo occidental. De ahí que, en sus orígenes, los primeros gobiernos representativos no fueron plenamente democráticos, pero constituyeron los marcos políticos sobre los cuales se dieron los movimientos sociales obreros y feministas de los siglos xix y xx que buscaron y lograron la ampliación de sus derechos políticos, en particular del sufragio universal masculino primero y del femenino después.

2 Revoluciones y constituciones liberales

Las revoluciones liberales burguesas llevaron a la práctica, aunque no de manera uniforme, los aportes teóricos del pensamiento político moderno e ilustrado que postulaban la igualdad, la libertad y la protección de la propiedad de los individuos. Se trató de puntos de partida para la formación de las constituciones políticas del mundo contemporáneo que hoy en día nos rigen y que conllevaron al establecimiento de gobiernos representativos, si bien en un principio no de carácter democrático (ver gráfico No 1). Estas revoluciones implicaron el tránsito del declive del armazón ideológico del Antiguo Régimen a un nuevo horizonte político al que progresivamente, desde entonces, se aspira llegar: de una comunidad de súbditos basada en la tenencia de privilegios a una comunidad política de ciudadanos con derechos constitucionalmente establecidos. Así, entre otros, se observarán, como principales consecuencias de las revoluciones liberales, la caducidad del absolutismo como teoría y práctica política, y el desplazamiento del dominio de la nobleza en el campo político por parte de la burguesía.

Cabe anotar ante todo que la Revolución inglesa de 1688 —también conocida como la Revolución Gloriosa— fue la primera en eliminar el absolutismo, y su justificativo teocrático, en un territorio europeo. Por ello, sirvió como campo de análisis y reflexiones del pensamiento político moderno11, cuyos aportes serán importantes para el desarrollo del pensamiento ilustrado del siglo xviii. Desde la época bajomedieval, en Inglaterra ya se habían establecido límites a la monarquía12. En la época moderna, el Parlamento, con representación del clero y de la nobleza (Cámara de los Lores) y de la burguesía (Cámara de los Comunes), era relevante para la toma de decisiones políticas, por ejemplo, con respecto a la agregación de impuestos o a la participación en una guerra. No obstante, algunos monarcas de la dinastía de los Estuardo, que reemplazó a la dinastía Tudor desde la primera mitad del siglo xvii, se enfrentaron al Parlamento13. La oposición de estas dos fuerzas, es decir, el enfrentamiento entre el rey y el Parlamento, dio lugar al estallido de una guerra civil; y, tras un breve ensayo republicano que condujo a un momento dictatorial con Oliver Cromwell a la cabeza, tanto la burguesía como la nobleza acordaron primar el restablecimiento del orden con la aceptación del reinado de Guillermo de Orange, rey protestante que debía reconocer el poder del Parlamento con la firma de la Declaración de derechos en 1689 (Spielvogel, 2014). De esta manera, se restableció y fortaleció el sistema de la monarquía parlamentaria inglesa, el cual continúa hasta el presente. Esta revolución influyó en el desarrollo del pensamiento político moderno que más tarde constituiría parte del marco ideológico de las revoluciones liberales de fines del siglo xviii e inicios del xix.

Gráfico N° 1. Revoluciones liberales burguesas, siglos xviii-xix

Fuente: elaboración propia

2.1 Revolución de las trece colonias

La primera revolución que buscó aplicar los principios liberales, gracias a la divulgación de las ideas de la Ilustración, implicó, además, el primer proceso de descolonización en el mundo occidental. Desde el siglo xvii, las colonias británicas habían ejercido prácticas de autogobierno y regulación local, lo cual favoreció su unificación y resistencia frente a los ingleses cuando vieron mermados sus derechos e intereses. En este contexto, se generalizó el descontento en las trece colonias británicas con respecto al aumento de impuestos como el del timbre de las comunicaciones, del papel o del té por parte del Imperio británico, que buscaba reponer sus finanzas tras continuas guerras contra Francia, como la guerra de los Siete Años (1756-1763), debido, entre otros aspectos, a las disputas europeas por el control de sus dominios coloniales en el norte del continente americano. La resistencia al pago de impuestos se evidenció en el famoso motín del té en Boston en el año 1773, cuando toneladas de este producto fueron lanzadas al mar a manera de protesta (ver gráfico N° 2). La negación del pago del impuesto al té no respondía a una limitación económica o a incapacidad de pago: los colonos reclamaron como justa la representación política a cambio del pago de impuestos (Artola & Ledesma, 2005; Spielvogel, 2014). Ante la desatención por parte del Gobierno británico a la Declaración de derechos y agravios de 1774, en la cual las colonias pretendieron defender su poder legislativo y ciertos derechos individuales, se dio lugar a la decisión de separarse políticamente de los ingleses (Artola & Ledesma, 2005, p. 42).

Gráfico N° 2. Destrucción del té en el puerto de Boston, 1773

Fuente: litografía de 1846. Library of Congress

El discurso ilustrado había penetrado en la clase burguesa de las ahora excolonias británicas; por ello, en la Declaración de independencia de los Estados Unidos de América, firmada en Filadelfia en julio de 1776, se sellaron sus principios centrales, como la soberanía del pueblo y el reconocimiento de los valores de la libertad y la igualdad. En uno de sus pasajes más famosos se puede dar cuenta de ello:

Todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios (Congreso Continental, 1776).

Se verá prontamente que dicha igualdad aludirá a quienes logran alcanzar su independencia civil, y una prueba de ello será la generación de la riqueza o el aumento de la propiedad. En 1787 las antiguas colonias británicas ofrecieron el mayor aporte de la revolución al mundo occidental contemporáneo y, en particular, a la futura América Latina: la redacción de una constitución. La carta política que inicia con la famosa frase: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…” da cuenta de la puesta en práctica de lo que ya se había remarcado en su declaración de independencia: la nueva noción de soberanía que reside en la nación o conjunto de ciudadanos organizados políticamente en el republicanismo y el federalismo. Se trata de la primera constitución en que se establecen, además del principio de separación de poderes14, las bases del sufragio pasivo y activo restringido, y, junto con las enmiendas de 1791, una serie de principios liberales y derechos individuales, entre ellos la tolerancia religiosa (Arlettaz, 2014, p. 26). Esta revolución, y su constitucionalismo republicano, influirá tanto en la Revolución francesa como en la Revolución hispanoamericana. No obstante, en el caso de España y de buena parte de los nuevos países latinoamericanos que se formarán en el siglo xix no se aceptó la inclusión de la tolerancia de cultos y se buscó, más bien, proteger a la religión católica como la oficial de sus Estados.

2.2 Revolución francesa

Sin duda alguna, por sus alcances políticos en el mundo occidental, la Revolución francesa es la más relevante de todas las revoluciones liberales burguesas y, por ello, su inicio tradicionalmente constituye el hito final de la Edad Moderna y el principio de la Edad Contemporánea. Como señala Hobsbawm (2003), se trató de la única revolución que buscó exportar sus ideales y, durante más de un siglo, o, más precisamente:

Entre 1789 y 1917, las políticas europeas —y las de todo el mundo— lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de 1789 o los más incendiarios todavía de 1793 [la etapa jacobina]. Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo (p. 58).

La historia de la Revolución francesa, que se desarrolló alrededor de una década, es bastante compleja no solo debido a la crisis estructural del contexto previo a su estallido en julio de 1789, sino, en particular, a la participación de diferentes sectores de la sociedad en ella, con sus respectivos intereses e interpretaciones sobre los principios revolucionarios y sobre las formas en que se debían llevar a cabo dichos principios. Como sostiene François Furet (2016):

La Revolución francesa nunca [dejó] de ser una sucesión de acontecimientos y regímenes, una cascada de luchas por el poder, para que el poder sea del pueblo, principio único e indiscutido, pero encarnado en hombres y en equipos que, unos tras otros, se van apropiando de su legitimidad inasible y, sin embargo, indestructible, reconstruida sin cesar después de que ha sido destruida. En lugar de fijar el tiempo, la Revolución francesa lo acelera y lo secciona. Eso se debe a que jamás logra crear instituciones (p. 57).

La complejidad de esta revolución es proporcional a la gravedad de las circunstancias económicas y sociales que precedieron a su inicio. En efecto, Francia atravesaba una grave crisis económica. La escasez de alimentos y el alza del trigo ocasionados por el intenso invierno anterior, que limitó las cosechas, habían dado lugar a una aguda situación económica. El Gobierno francés había insistido no solo en invertir en guerras contra Gran Bretaña, sino que, además, apoyó la causa de la independencia de las trece colonias como estrategia de lucha contra su rival, lo cual llevó a Francia a la bancarrota (Hobsbawm, 2003; Spielvogel, 2014). En este escenario, el peso de la crisis era sobrellevado por los estamentos no privilegiados de la sociedad que pagaban impuestos: entre aquellos, principalmente, la burguesía.

Para menguar la crisis financiera, se decidió obligar a los nobles a pagar impuestos. Ante la preocupación y resistencia de la aristocracia por esta medida y la presión cada vez más evidente de los burgueses, se convocó a la antigua asamblea medieval francesa, conocida como los Estados Generales —con representación corporativa de los estamentos—, la cual no se había convocado hacía más de un siglo. En este contexto fue clave la intervención de Necker, el ministro más popular de Luis XVI. Al ver que podría perder el control sobre los Estados Generales, el rey, de perfil absolutista, decidió cerrarlos; mientras que los representantes del Tercer Estado se posicionaban en contra de la votación corporativa, a través de la cual se encontrarían en notable desventaja, puesto que ellos representaban al estamento de mayor número entre la población y solo contaban con un voto corporativo frente a los otros dos votos de los estamentos privilegiados del clero y la nobleza. Ante el temor del cierre de los Estados Generales, el rechazo a la exclusión de Necker y a una serie de rumores en desprestigio de la familia real, se suscitó el estallido de la revolución con la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789.

El Tercer Estado se separó de los otros estamentos para formar la Asamblea Constituyente y en ella se redactó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 178915, documento en el que se sentaron las ideas liberales y revolucionarias del pensamiento ilustrado como la libertad y la igualdad16 entre los individuos con la abolición de los privilegios de la nobleza y la idea de que la soberanía reside en la nación. Cabe anotar que, en esta nueva lectura de la igualdad, no obstante, solo se visibiliza la inclusión y el empoderamiento de la burguesía (ver gráfico N° 3). El absolutismo sería reemplazado, aunque temporalmente, por un sistema político de monarquía constitucional o parlamentaria. Además, se estipuló que “la finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre [sic]. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión” (art. 2). Sobre la base de estas premisas, en la etapa de la Asamblea Legislativa, se redactó posteriormente la Constitución de 1791, la que Luis XVI se vio forzado a reconocer.

Gráfico N° 3. El Tercer Estado confesor, 178917

Fuente: Bibliothèque nationale de France

Como mencionamos, la complejidad de la Revolución francesa radicó, además, en la composición de sus actores políticos, es decir, en la participación de diferentes sectores de la burguesía, las clases bajas urbanas y el campesinado (Hobsbawm, 2003, pp. 65-66). De hecho, en el interior del estamento de la burguesía se podía encontrar subgrupos sociales marcadamente diferenciados, que no bastaría con reducirlos a una clasificación de alta o baja burguesía. En esa línea, era de esperar que los intereses políticos no necesariamente sean comunes. Así, se fueron formando facciones, clubes o partidos políticos con sus respectivos planteamientos e interpretaciones de los ideales de la revolución: unos moderados y otros más radicales en la Asamblea (Spielvogel, 2014; Furet, 2016). Por ejemplo, se puede recordar el enfrentamiento entre los girondinos, que agrupaban y representaban a la alta burguesía, y los jacobinos, conformados por gente de clase media y media baja, de tendencia más radical, entre los cuales destacó la figura de Maximilien Robespierre (1758-1794). Cabe remarcar, asimismo, que la intervención de los sectores bajos urbanos y rurales fue sustancial para el desarrollo de la revolución: sin los sans-cullotes18 en la toma de la Bastilla, sin las mujeres pobres en la marcha hacia Versalles o sin los campesinos en las revueltas contra los privilegios señoriales (Spielvogel, 2014), la burguesía no habría podido dirigir, por lo menos inicialmente, el curso de la revolución (ver gráfico N° 4).

Gráfico N° 4. Valentía de las mujeres parisinas el día 5 de octubre de 1789

Fuente: Bibliothèque nationale de France

Tras el cautiverio de la familia real y, sobre todo, debido a su intento de fuga en 1791 a Austria, de donde era originaria la reina María Antonieta, la eliminación de la monarquía constitucional y el planteamiento del proyecto republicano se hacían más notorios. Luis XVI y María Antonieta fueron considerados traidores no solo por el intento de fuga, sino por la comunicación que mantuvieron con Austria para que intervenga en Francia. Luego de pasar por sus respectivos juicios sumarios, fueron guillotinados en 1793. Ello indudablemente generó una enorme preocupación en las monarquías absolutistas de Europa continental, justamente como Austria, que veían con temor la propagación de la revolución. Hacia 1793, los jacobinos, liderados por Robespierre, ya habían tomado control de la Asamblea con la expulsión de los girondinos (Spielvogel, 2014; Furet, 2016). De esta manera, inició la etapa más radical de la revolución, conocida como “la república del terror”, en la cual todo intento de contrarrevolución o crítica a la revolución se penalizaba con la muerte en la guillotina. Resultaba evidente que el uso de la violencia se contradecía con los ideales revolucionarios que pretendían introducir derechos y libertades individuales. De hecho, esta etapa contribuyó al desprestigio de la revolución y al uso político propagandístico de otros escenarios para poner en valor y conservar sus propios sistemas de gobierno (ver gráfico N° 5).

Gráfico N° 5. El contraste. ¿Cuál es mejor? Propaganda inglesa contra el radicalismo de la Revolución francesa, 1793

Fuente: University College London

Con la caída de Robespierre, quien también pasó por la guillotina, de nuevo la alta burguesía buscó controlar el poder. Se formó el Directorio, todavía sobre bases republicanas, hasta el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte, quien a partir de ese momento dirigió Francia. El reconocimiento del liderazgo de Bonaparte y el ejercicio dictatorial del poder en Francia se sostuvo no solo en su gran éxito como militar, sino en que supo, a través de su carisma, conseguir el apoyo de diferentes sectores de la población, entre ellos la alta burguesía, los campesinos y, por supuesto, el ejército. De nuevo, en contradicción con los ideales de la revolución, Bonaparte asumió primero el puesto de cónsul y luego el de emperador de Francia. Más allá de ello, uno de los mayores aportes de Bonaparte a la historia del derecho occidental fue la publicación, durante su dictadura, del primer código civil en el mundo en clave liberal. El código napoleónico de 1804 ha sido modelo de los códigos civiles en Europa continental y en América Latina.

2.3 Revolución hispanoamericana

La crisis de la monarquía española inició con la ocupación de las tropas de Napoleón Bonaparte en la península en 1808. Ese mismo año, en la ciudad de Bayona, Carlos IV y Fernando VII, enfrentados entre ellos, pero obligados por Napoléon, renunciaron a la corona española, la cual sería instituida en José Bonaparte. En España este periodo de la historia se conoce como “guerra de independencia”, mientras que, para la entonces América hispánica, es el periodo en el que inicia el quiebre de sus lazos políticos con la metrópoli y comienzan los procesos de independencia, los que darán lugar a la formación de las naciones latinoamericanas. El quiebre no sucedió de inmediato; de hecho, en el periodo inicial de la crisis un sector importante de la América hispánica aún se sentía parte del reino español, y, al igual que la población de la península, rechazó el poder usurpador y, por ende ilegítimo, del hermano de Napoleón Bonaparte. En este marco, Cádiz, una de las pocas ciudades libres de los franceses, fue el escenario de la convocatoria a Cortes —las antiguas asambleas de origen medieval— para que puedan hacer frente a la crisis y recuperar la soberanía perdida.

La convocatoria incluyó la elección de diputados representantes peninsulares y americanos, quienes debatieron y dieron lugar a la Constitución de Cádiz de 1812 (ver gráfico N° 6). Esta constitución liberal declaró que la soberanía residía en la nación e implementó la regulación de gobiernos representativos sobre la base de un sistema de votación indirecto para las elecciones de representantes nacionales a Cortes, de representantes a diputaciones provinciales y de autoridades para el gobierno local de los ayuntamientos constitucionales. Como hemos mencionado anteriormente, se trató de gobiernos representativos, mas no plenamente democráticos: se había instaurado el voto indirecto, a través de juntas electorales de parroquias, partidos y provincias; pero, a diferencia de otros escenarios revolucionarios como el de Estados Unidos, la Constitución de Cádiz incluyó en la participación política, en un hecho sin precedentes, a la población indígena19, aunque sea en los primeros grados de votación.

Gráfico N° 6. Portada de la Constitución Política de la Monarquía Española, 1812

Fuente: Biblioteca Nacional de España

Los problemas entre la monar