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El príncipe Alaric de Ruvingia era tan salvaje e indómito como el principado que gobernaba. Las mujeres se peleaban por calentar su cama real, pero él siempre se aseguraba de que ninguna se quedara en ella más de lo debido. Entonces, llegó la remilgada archivera Tamsin Connors, con sus enormes gafas, y descubrió un sorprendente secreto de estado… Tamsin consiguió captar la atención de Alaric, que se sintió atraído por su pureza y enseguida la nombró ¡ amante de su Alteza! Tenía que ser sólo un acuerdo temporal porque su posición lo obligaba a un matrimonio de conveniencia…
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Seitenzahl: 163
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Annie West.
Todos los derechos reservados.
EL PRÍNCIPE INDOMABLE, N.º 2095 - agosto 2011
Título original: Passion, Purity and the Prince
Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios.
Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-688-7
Editor responsable: Luis Pugni
Epub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Promoción
SU ALTEZA no tardará en llegar. Por favor, permanezca en esta habitación y no deambule por ahí. En esta parte del castillo las medidas de seguridad son muy estrictas.
El asesor del príncipe habló a Tamsin en tono cortante y la miró con severidad. Después de traspasar por fin las barreras del protocolo real, ya estaba allí.
Era como si, después de semanas trabajando en los archivos reales de Ruvingia y viviendo en su habitación, al otro lado de los jardines del castillo, la superase estar tan cerca del príncipe en persona. No lo había visto nunca, ya que jamás se había dignado a atravesar el jardín para acercarse a los archivos.
Tamsin contuvo un suspiro de impaciencia.
¿Parecería el tipo de mujer a la que le supera la pompa y la riqueza? ¿O que se deja impresionar por un hombre cuya reputación de mujeriego y aventurero era comparable a la de sus infames ancestros?
Tamsin tenía cosas más importantes en las que pensar. En el fondo estaba emocionada, y eso no tenía nada que ver con el hecho de ir a conocer al príncipe.
Era su oportunidad para hacerse una nueva reputación. Después de la brutal traición de Patrick, por fin podría demostrar lo que valía, tanto a sus colegas, como a sí misma. Había perdido mucha confianza después de que Patrick la hubiese utilizado. Le había hecho daño profesionalmente, pero, aún peor, le había hecho sufrir tanto, que Tamsin sólo había desea do esconderse y lamerse las heridas.
Jamás volvería a confiar.
Algunas de las heridas jamás se curarían, pero al menos iba a poder empezar de cero. Aquella oportunidad era única y estaba decidida a aceptar el reto.
Durante los diez últimos días, el príncipe Alaric había estado demasiado ocupado para recibirla. Era evidente que, como experta en libros antiguos, no era una de sus prioridades.
La idea la enfadó. Estaba cansada de que la utilizasen, la despreciasen y la mirasen por encima del hombro.
¿Querría el príncipe engatusarla y por eso había decidido recibirla tan tarde? Tamsin puso la espalda recta, se agarró las manos sobre el regazo y cruzó las piernas por los tobillos debajo del impresionante sillón.
–No saldré de aquí, por supuesto. Esperaré a que Su Alteza llegue.
El asesor la miró con reservas, como si fuese a aprovechar para echar un vistazo al salón de baile que estaba al lado, o para robar la plata.
Impaciente, Tamsin metió la mano en su maletín y sacó un montón de papeles. Sonrió al asesor de manera superficial y se puso a leer.
–Muy bien –la interrumpió éste, haciendo que levantase la mirada–. Es posible que el príncipe... se retrase. Si necesita algo, toque el timbre.
Le señaló un interruptor que había en la pared.
–Pueden traerle algún refresco si lo desea.
–Gracias –respondió Tamsin, viendo cómo se marchaba el hombre.
Luego se preguntó si era normal que el príncipe se retrasase. Y si estaría seduciendo a alguna belleza en el baile. Se rumoreaba que era un playboy por excelencia. Debía de preferir conquistar a mujeres que reunirse con una conservadora de libros.
Tamsin intentó hacer caso omiso de su indignación.
Clavó la mirada en las estanterías que llegaban hasta el techo y sintió interés. Libros antiguos. Aspiró el familiar olor a papel viejo y a cuero.
Si el príncipe iba a retrasarse...
Sin pensárselo dos veces, se acercó a la librería más cercana. No podía esperar encontrar nada tan emocionante como lo que tenía en los archivos, pero no iba a quedarse sentada leyendo unos documentos que ya se sabía de memoria.
Seguro que su anfitrión tardaba horas en presentarse.
–Tendrás que perdonarme, Katarina, pero tengo negocios que atender –dijo Alaric, soltándose de la condesa, que lo agarraba con fuerza.
–¿Tan tarde? Seguro que hay mejores maneras de pasar la noche –le respondió ésta con ojos brillantes, con deseo.
A Alaric siempre le había resultado sencillo encontrar amantes, pero estaba cansado de que lo persiguiesen mujeres como aquélla.
Las normas de Alaric eran sencillas. Para empezar, no quería compromisos. Jamás. La intimidad emocional, o lo que otros llamaban amor, era un espejismo, peligroso y falso. Para continuar, era él quien las perseguía.
Katarina, a pesar de desearlo sexualmente, era otra de las que estaban decididas a casarse. Quería el prestigio real, la riqueza. Y él tenía en esos momentos otras preocupaciones.
–Por desgracia, tengo una reunión a la que no puedo faltar –añadió, mirando hacia el camarero que había en la puerta–. Tu coche ya está en la puerta.
Se llevó la mano de Katarina a los labios, pero casi ni la rozó, y luego la acompañó a la puerta.
–Te llamaré –susurró ella con voz melosa.
Alaric sonrió, seguro de que jamás le pasarían la llamada.
Cinco minutos más tarde, después de que los últimos invitados se hubiesen marchado, dio las buenas noches a los camareros y atravesó el pasillo, volviendo a recordar la reciente conversación que había teni do con Raul.
Si cualquier otra persona le hubiese pedido que se quedase allí en invierno, Alaric no le habría hecho caso. La necesidad de salir y hacer algo, de mantenerse ocupado, era como una ola turbulenta que crecía en su interior. La idea de pasar seis meses más en su principado de los Alpes le daba náuseas.
Tal vez fuese su casa, pero se sentía atrapado en ella. Coartado.
Sólo la acción constante y la diversión evitaban que sucumbiese. Lo mantenían cuerdo.
Se pasó la mano por el pelo y se apartó la capa de un hombro. Eso también tenía que agradecérselo a su primo y futuro monarca, el tener que pasarse la noche vestido con un anticuado uniforme diseñado dos siglos antes.
No obstante, le había dado su palabra e iba a ayudarlo.
Después de décadas de paz, la reciente muerte del viejo rey, el padre de Raul, había hecho que volviese a haber conflictos. El principado de Alaric, Ruvingia, era estable, pero en el resto del territorio se habían reanudado las tensiones que habían llevado casi a una guerra civil una generación antes. Con un poco de cuidado, podrían evitar el peligro, pero no debían arriesgarse.
Raul y él tenían que asegurar la estabilidad. En su nación de Maritz, de tradición monárquica, eso significaba que debían presentar un frente unido ante la coronación de su primo y la reapertura del parlamento.
Así que allí estaba él, cortando cintas y ofreciendo bailes.
Cambió de pasillo, deseoso de entrar en acción, pero aquello no era tan sencillo como dirigir un pelotón para desarmar a los combatientes. No había violencia. Todavía.
A Alaric se le hizo un nudo en el estómago al pensar en viejos fantasmas, al recordar que las tragedias ocurrían de repente.
Apartó aquello de su mente y se miró el reloj. Llegaba muy tarde a su última obligación del día. En cuanto terminase con ella, se escaparía un par de horas. Se iría en su Aston Martin hacia las montañas y lo pondría a prueba en las curvas cerradas.
Apretó el paso, capaz de sentir ya la libertad, aunque sólo fuese temporal.
Volvió a girar en el viejo pasadizo y llegó a la puerta de la biblioteca. Redujo el paso al notar un escalofrío.
Aquél jamás sería su despacho, por mucho que lo desease el personal del castillo. Había sido el de su padre y el de su hermano. Él prefería la movilidad que le daba un ordenador portátil. Prefería que no le recordasen que estaba ocupando el lugar de otros hombres muertos.
De demasiados hombres muertos.
Le vinieron a la mente varias imágenes fragmentadas. Vio a Felix, su capaz e inteligente hermano mayor, que debía haber estado allí en vez de él.
Que había muerto por él.
Se sintió culpable y notó un dolor agudo en el pecho y en la garganta con cada respiración.
Era inevitable. Era su castigo. La cruz que debería llevar durante el resto de sus días.
Se obligó a respirar más despacio y a seguir andando.
La habitación estaba vacía. En la chimenea ardían varios troncos y las lámparas estaban encendidas, pero no había ninguna experta esperándolo para hablarle del estado de los archivos. Si la cuestión hubiese sido tan urgente, lo habría esperado.
Tanto mejor. Podría estar en la carretera en diez minutos.
Estaba dándose la vuelta para marcharse cuando un montón de papeles llamó su atención. Vio un maletín usado en el suelo y se puso alerta.
Entonces oyó un ruido casi imperceptible encima de su cabeza. El instinto hizo que llevase la mano a la espada para enfrentarse al intruso.
Se quedó varios segundos mirándolo fijamente, y bajó la mano.
La habitación había sido invadida... por algo parecido a un hongo.
En lo alto de la escalera que había pegada a las estanterías había una mancha marrón oscura y gris. Un jersey largo y amplio y una voluminosa falda. Era una mujer, aunque su ropa le hubiese hecho pensar en un hongo.
Vio una melena brillante y morena, y unas gafas por encima de un libro enorme, que tapaba el rostro de la mujer que lo sujetaba con las manos enguantadas. Y por debajo... una pierna desnuda hasta la rodilla.
Una pierna muy sexy.
Alaric se acercó y dejó de pensar en cosas tristes.
Era una piel pálida como la luz de la luna, una pantorrilla bien torneada, un tobillo delgado y un bonito pie descalzo.
Era una vista demasiado tentadora para un hombre tan nervioso y necesitado de distracción.
Se acercó a la base de la escalera y tomó un zapato que había en el suelo. Plano, de color marrón, estrecho y limpio. Demasiado aburrido.
Arqueó las cejas. Aquellas piernas se merecían algo mejor, suponiendo que la pierna que estaba escondida debajo de la falda fuese como la que había a la vista. Exigían unos tacones de aguja.
Alaric sacudió la cabeza. Estaba seguro de que la dueña de aquel zapato se quedaría horrorizada si viese los extravagantes zapatos que se ponían algunas mujeres para seducir a un hombre.
Sintió deseo al ver que se movía la pierna y se arqueaba el pie. Y se sintió de buen humor por primera vez en varias semanas.
–¿Cenicienta, supongo?
La voz era profunda y melodiosa, y sacó a Tamsin de su ensoñación. Bajó el libro que tenía entre las manos para mirar por encima.
Se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, al ver al hombre que había mirándola.
Él sí que parecía salido de un sueño.
No podía ser real. Ningún hombre de carne y hueso podía ser así, tan maravilloso.
Aturdida por la sorpresa, sacudió la cabeza con incredulidad. Era el Príncipe Azul de uniforme, con su zapato en una mano. Un príncipe más grande y duro de lo que jamás habría imaginado, con las cejas oscuras y el rostro bronceado, más sexy, magnético y carismático que guapo.
Como su hermano mayor, que había sido un hombre mucho más experimentado e infinitamente más peligroso.
Sus ojos brillantes y oscuros la traspasaron.
Y ella tuvo la sensación de que, por primera vez en su vida, un hombre la estaba mirando y la estaba viendo de verdad. No veía su reputación ni que no encajaba en aquel ambiente, sólo la veía a ella, a Tamsin Connors, la mujer impulsiva a la que tanto había intentado ella contener.
Se sintió vulnerable, y emocionada al mismo tiempo.
Lo vio sonreír y que le salía un surco en la mejilla.
Sorprendida, notó un cosquilleo en el estómago y le dio la sensación de que le ardía la sangre. Le costó respirar...
El libro que tenía en las manos se cerró de golpe y ella se sobresaltó. El resto de libros que tenía en el regazo se le resbalaron e intentó agarrarlos.
Horrorizada, vio cómo se le escapaba uno y se inclinó.
–¡No se mueva! –le ordenó Alaric, alargando la mano para tomar el libro.
Aliviada y aturdida, Tamsin cerró los ojos. Jamás se lo habría perdonado si el libro se hubiese estropeado.
Volvió a abrir los ojos y lo vio dejando el libro encima del escritorio. La túnica se le ceñía a los anchos hombros.
Aquella formidable figura no era el resultado de un traje hecho a medida.
Tamsin tragó saliva y bajó la vista a sus fuertes muslos, envueltos en unos pantalones oscuros. La raya roja que llevaban a los lados marcaba la fuerza de aquellas piernas.
No era un falso soldado. Sus hombros rectos y la fuerza contenida de sus movimientos le indicaron que era de verdad.
Él se giró de repente, como si hubiese notado que lo estaba estudiando. La miró e hizo que se estremeciese.
Tamsin estaba acostumbrada a trabajar con hombres, pero nunca había conocido a uno tan masculino. Era como si irradiase testosterona. Se le aceleró el corazón.
–Ahora, baje con cuidado –le dijo.
Y ella se preguntó si no había una nota de humor en sus ojos.
–Estoy bien –le contestó, aferrándose a los libros–. Los dejaré en su sitio y...
–No –la contradijo Alaric–. Yo los sujetaré.
–Le prometo que no suelo ser tan torpe –le aseguró Tamsin, sentándose más recta y reprendiéndose por no haber bajado de la escalera para examinar los libros.
Solía ser metódica, lógica y cuidadosa.
–En cualquier caso, no merece la pena correr el riesgo –le dijo él–. Lo primero, la ayudaré con los libros.
Tamsin se mordió el labio. Era normal que el príncipe actuase así. Había estado a punto de estropear un libro único. ¿Qué clase de experto corría semejantes riesgos? Lo que había hecho era imperdonable.
–Lo siento...
Dejó de hablar al verlo subir la escalera. Un momento después notó su aliento caliente en el tobillo y se estremeció de placer.
Lo miró a los ojos y sintió deseo.
Era un hombre increíble incluso en la distancia. De cerca, desde donde podía ver mejor el brillo de sus ojos azules y la sensual curva de su boca, hizo que se le cortase la respiración. Las arrugas que había alrededor de sus labios y sus ojos hablaban de experiencia y acentuaban todavía más su atractivo.
–Permítame –le dijo él, tomando el libro que tenía en el regazo.
Y luego bajó las escaleras con soltura y agilidad.
Ella respiró hondo e intentó recuperar la compostura. Jamás se había dejado distraer por un hombre. –Éste también –le dijo él, que había vuelto a subir, intentando quitarle el libro que tenía entre los brazos. –No pasa nada, ya puedo yo –le respondió Tamsin, utilizándolo de barrera entre ambos. –No queremos arriesgarnos a tener otro accidente, ¿verdad, Cenicienta?
–No soy... –empezó ella.
Vio que el príncipe la miraba divertido y eso la enfadó. Patrick también se había burlado de ella. Siempre había sido una inadaptada, siempre se habían reí do de ella. Había aprendido a hacer como si no se diese cuenta, pero le dolía.
No obstante, era culpa suya. Ella se había puesto en aquella situación tan ridícula, por no haberlo esperado sentada en el sillón. Ya jamás la tomaría en serio.
¿Acababa de estropear su única oportunidad?
Intentó hacer acopio de dignidad y le dio el libro.
Unos dedos callosos rozaron los suyos a través de los finos guantes que se había puesto para proteger los libros. Una corriente eléctrica le recorrió el brazo, llegándole hasta el pecho. Tamsin quitó las manos y se mordió la mejilla por dentro mientras apartaba la mirada de la de él.
El príncipe se quedó inmóvil, pero ella notó su mirada y se le aceleró el pulso.
Se dijo a sí misma que estaba acostumbrada a provocar curiosidad, e hizo caso omiso de su corazón, que casi se le salía del pecho.
Un instante después él había bajado de la escalera y por fin pudo suspirar aliviada.
Era el momento de bajar y enfrentarse a la realidad. Sacó la pierna en la que había estado sentada y notó pinchazos, prueba de que había estado allí más tiempo del que había pensado. Se alisó la falda arrugada y se agarró con fuerza a la escalera.
Iba a darse la vuelta cuando él volvió a aparecer, haciendo imposible que se moviese.
–Necesito espacio para girarme –le dijo con voz temblorosa.
Pero en vez de bajar, el príncipe subió más y la rodeó con sus anchos hombros y sus poderosos brazos.
No la tocó, pero a Tamsin casi se le paró el corazón al sentirse abrazada por él. La fuerza de su presencia la envolvió. Se sintió pequeña, vulnerable y tensa.
Le costó respirar e intentó pegarse más a la estantería para alejarse de él.
–Ten cuidado –le advirtió el príncipe en voz baja, sujetándola.
–Puedo bajar sola –replicó ella.
–Por supuesto que sí.
Y Tamsin no pudo evitar clavar la vista en su boca perfecta, que en un rostro menos duro habría parecido casi femenina, pero en el suyo era sensual y peligrosamente tentadora.
Lo mismo que sus ojos que tenía posados en ella.
Tamsin tragó saliva y notó que se ruborizada. ¿Podría el príncipe leer sus pensamientos? Debía de estar acostumbrado a que las mujeres lo observasen. Y sólo de pensarlo, ella se sintió todavía más avergonzada.
–Pero hay accidentes y no me gustaría que se cayese.
–No me caeré –le aseguró Tamsin casi sin aliento.
Él se encogió de hombros.
–Eso esperamos, pero no vamos a arriesgarnos. Piense en lo que tendría que darle el seguro si se hiciese daño.
–No...
–Por supuesto que no nos denunciaría –la interrumpió él subiendo más–, pero tal vez lo hiciese su jefe si se hace daño por una negligencia nuestra.
–Usted no tendría la culpa. Me he subido aquí yo sola.
Él sacudió la cabeza.
–Cualquiera comprendería lo tentadora que es una escalera como ésta para una mujer a la que le encantan los libros. Es como buscarse un problema.
Tamsin vio brillar sus ojos al decir aquello y estuvo segura de que se estaba burlando de ella.
–Ha sido una irresponsabilidad dejarla ahí, para que se subiese.
–Eso es una tontería –respondió ella, que sabía que la escalera estaba fija a unos raíles que había en el suelo.
Él arqueó las cejas y la miró con algo parecido a aprobación.
–Es muy probable –murmuró–. Debe de ser la tensión. Apiádese de mis nervios y permita que la ayude a bajar.
Tamsin abrió la boca para acabar con aquel juego. Se negaba a ser el blanco de sus bromas, pero antes de que le diese tiempo a hablar, el príncipe la agarró y la acercó a él, calentándola a través de las capas de ropa que llevaba puesta e impidiendo que hablase. Por un momento, Tamsin se echó hacia delante y sintió pánico, pero un segundo después estaba apoyándose en un sólido hombro. Él la sujetó con fuerza y empezó a bajar la escalera sin soltarla.
–¡Déjeme bajar! ¡Déjeme, ahora mismo! –exclamó ella.
–Por supuesto, será sólo un momento.
Horrorizada, Tamsin notó cómo vibraba su pecho contra el de ella al hablar.
Cerró los ojos para no mirar al suelo o, lo que habría sido todavía más inquietante, mirar los músculos que tenía tan cerca de la cara.
Pero, al hacerlo, se agudizó el resto de sus sentidos. Lo sintió contra su cuerpo y su fuerza la excitó, haciendo que notase calor en la boca del estómago.
No tendría que haber disfrutado de aquello. Tenía que haberse sentido ofendida o, al menos, indiferente. Tenía...
–Ya está –le dijo él, dejándola en una silla y retrocediendo–. Sana y salva.
Su mirada era seria, tenía los labios apretados y el ceño ligeramente fruncido, parecía más molesto que divertido.