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En El punto ciego, el astrofísico Adam Frank, el físico teórico Marcelo Gleiser y el filósofo Evan Thompson abogan por una visión revolucionaria del mundo científico, una en la que la ciencia incluya la experiencia vivida por la humanidad como parte ineludible de nuestra búsqueda de la verdad objetiva. Desde la Ilustración, se ha recurrido a la ciencia para saber quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, pero nos hemos quedado atascados pensando que podemos conocer el universo desde fuera de nuestra posición en él. Cuando intentamos comprender la realidad sólo a través de cosas físicas externas, imaginadas desde esta posición exterior, perdemos de vista la necesidad de la experiencia. Este es el punto ciego que, según los autores, se esconde tras nuestros enigmas científicos sobre el tiempo y el origen del universo, la física cuántica, la vida, la inteligencia artificial, la mente, la conciencia y la Tierra como sistema planetario. Los autores proponen una visión alternativa: el conocimiento científico como narrativa autocorrectiva hecha a partir del mundo y de nuestra experiencia de él.
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Adam Frank, Marcelo Gleiser y Evan Thompson
EL PUNTO CIEGO
Por qué la ciencia no puede ignorar la experiencia humana
Traducción del inglés de Juan Manuel Cincunegui
Título original: The Blind SpotWhy Science Cannot Ignore Human Experience
© 2024 Adam Frank, Marcelo Gleiser, and Evan Thompson
© de la edición en castellano:
2024 Editorial Kairós, S.A.
www.editorialkairos.com
MIT Press desea dar las gracias a las personas anónimas que han revisado los borradores de este libro. El generoso trabajo de los expertos académicos es esencial para otorgar autoridad y calidad a nuestras publicaciones. Reconocemos con gratitud las contribuciones de estos lectores que, si no, no estarían acreditados.
© de la traducción del inglés al castellano: Juan Manuel Cincunegui
Revisión: Raúl Alonso
Diseño cubierta: Editorial Kairós
Fotocomposición: Pablo Barrio
Primera edición en papel: Noviembre 2024
Primera edición en digital: Noviembre 2024
ISBN papel: 978-84-1121-296-0
ISBN epub: 978-84-1121-325-7
ISBN kindle: 978-84-1121-326-4
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Una introducción al punto ciego
Parte I. ¿Cómo llegamos hasta aquí? Guía para perplejos
1. La sustitución subrepticia: orígenes filosóficos del punto ciego
2. La espiral ascendente de la abstracción: orígenes científicos del punto ciego
Parte II. Cosmos
3. Tiempo
4. Materia
5. Cosmología
Parte III. Vida y mente
6. Vida
7. Cognición
8. Consciencia
Parte IV. El planeta
9. La Tierra
Epílogo
Agradecimientos
Notas
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Comenzar a leer
Agradecimientos
Notas
Escribimos este libro con un sentido de urgencia, porque creemos que nuestro futuro colectivo y el proyecto civilizatorio de la humanidad están en peligro. El éxito de la ciencia moderna en la adquisición de conocimiento y el control de la naturaleza ha sido espectacular. Pensemos, por ejemplo, en el reciente desarrollo de las vacunas de ARNm, un tipo de vacuna totalmente nuevo, con enormes implicaciones para el tratamiento de muchas enfermedades. Al mismo tiempo, aumenta el negacionismo científico y la sociedad civil se fragmenta. Lo más amenazador es que nuestra civilización científica se enfrenta a una calamidad ineludible creada por sí misma, la crisis climática planetaria. Si no somos capaces de encontrar un nuevo camino, nuestra civilización planetaria global y todos los que dependen de ella serán incapaces de hacer frente a inmensos desafíos.
Sostenemos que necesitamos, ni más ni menos, un nuevo tipo de visión científica. Desde los albores de la Ilustración, hemos recurrido de manera creciente a la ciencia para saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. En el siglo xvii comenzó a extenderse una nueva visión del mundo, íntimamente relacionada con el auge de la ciencia moderna, pero no idéntica a ella. En el siglo xix, la ciencia se convirtió en una especie de bestia que transformó la cultura y su base material más rápidamente que en cualquier otro momento de la historia humana. Según esta visión del mundo, la naturaleza no es más que una disposición espacio-temporal cambiante de entidades físicas fundamentales. Desde este punto de vista, la mente es un conjunto físico derivado, o algo radicalmente distinto de la naturaleza. Y lo que es más importante, la ciencia da cuenta literalmente de la realidad física objetiva o, al menos, de la totalidad de los hechos físicos observables. Esta visión de la naturaleza, de la mente y de la ciencia, acabó apuntalando nuestros sistemas políticos, nuestras estructuras económicas y nuestra organización social. Pero es precisamente esta perspectiva filosófica, incluida su presencia en las propias teorías científicas, la que ahora está en crisis, como demuestra su incapacidad para explicar la mente, el significado y la consciencia, que son la fuente misma de la ciencia. Tras una larga serie de enigmas y paradojas sobre el tiempo y el cosmos, la materia y el observador, la vida y el sentido, la mente y el significado, y la naturaleza de la consciencia, que describimos en los capítulos de este libro, nos hemos quedado sin saber cómo dar sentido a nuestro propio ser y a nuestro lugar en el mundo. Peor aún, la crisis de nuestra comprensión se produce en un momento crucial de la historia en el que nos enfrentamos a múltiples retos existenciales, como el cambio climático, la destrucción del hábitat, las nuevas pandemias mundiales, la vigilancia digital y la creciente prevalencia de la inteligencia artificial, todos ellos impulsados por el éxito de la ciencia y la tecnología. La pandemia del COVID-19 ha puesto de manifiesto la urgencia de estas preocupaciones, ya que hemos experimentado la fragilidad de nuestra especie en un mundo natural con el que ya no podemos ni debemos relacionarnos simplemente como si fuera un recurso material por controlar.
Nuestra visión científica del mundo ha quedado cautiva en una contradicción imposible, lo cual hace que nuestra crisis actual sea, fundamentalmente, una crisis de sentido. Por un lado, la ciencia hace que la vida humana parezca, en última instancia, insignificante. Los grandes relatos de la cosmología y de la evolución nos caracterizan como un pequeño accidente contingente en un universo vasto e indiferente. Por otro lado, la ciencia nos muestra repetidamente que nuestra situación humana es ineludible cuando buscamos la verdad objetiva, porque no podemos salir de nuestra forma humana y alcanzar una visión de la realidad «desde el punto de vista de Dios». La cosmología nos dice que solo podemos conocer el universo y su origen desde nuestra posición interior, no desde el exterior. Vivimos dentro de una burbuja causal de información —la distancia que recorrió la luz desde el Big Bang— y no podemos saber lo que hay fuera. La física cuántica sugiere que la naturaleza de la materia subatómica no puede separarse de nuestros métodos para interrogarla e investigarla. En biología, el origen y la naturaleza de la vida y la sensibilidad siguen siendo un misterio, a pesar de los maravillosos avances en genética, evolución molecular y biología del desarrollo. En última instancia, no podemos renunciar a confiar en nuestra propia experiencia de estar vivos cuando tratamos de comprender el fenómeno de la vida. La neurociencia cognitiva insiste en este punto al indicar que no podemos comprender plenamente la consciencia sin experimentarla desde dentro. En última instancia, cada uno de estos campos queda atrapado en sus propias paradojas de lo interno frente a lo externo, y del observador frente a lo observado, lo cual conjuntamente nos enfrenta al enigma que supone intentar comprender la consciencia y la subjetividad en un universo que se suponía totalmente descriptible en términos científicos objetivos, sin referencia a la mente. Lo sorprendente de esta paradoja es que la ciencia nos dice, por un lado, que somos periféricos en el esquema cósmico de las cosas, pero también que somos fundamentales para la realidad que descubrimos. A menos que entendamos cómo surge esta paradoja y lo que significa, nunca seremos capaces de entender la ciencia como una actividad humana y seguiremos recurriendo, por defecto, a una visión de la naturaleza como algo que debemos dominar.
Cada uno de los casos que acabamos de mencionar —la cosmología y el origen del universo, la física cuántica y la naturaleza de la materia, la biología y la naturaleza de la vida, la neurociencia cognitiva y la naturaleza de la consciencia— representan algo más que un campo científico individual. En conjunto, representan los grandes relatos científicos de nuestra cultura sobre el origen y la estructura del universo, y la naturaleza de la vida y la mente. Apuntalan el proyecto en curso de una civilización científica global. Constituyen una forma moderna de mythos: son las historias que nos orientan y estructuran nuestra comprensión del mundo. Por estas razones, las paradojas a las que se enfrentan estos campos son más que meros rompecabezas intelectuales o teóricos. Señalan las grandes perspectivas no reconciliadas del conocedor y lo conocido, la mente y la naturaleza, la subjetividad y la objetividad, cuya fractura amenaza nuestro proyecto de civilización. Nuestras tecnologías actuales, que nos acercan cada vez más hacia amenazas existenciales, concretan esta escisión al tratar todo —incluidos, paradójicamente, la consciencia y el conocimiento mismo— como un recurso informacional objetivable y cuantificable. Es precisamente esta escisión —el divorcio entre el conocedor y lo conocido, y la supresión del conocedor en favor de lo conocido— lo que constituye nuestra crisis de sentido. La emergencia climática, que surge de tratar a la naturaleza como un simple recurso para nuestro uso es la manifestación más pronunciada y catastrófica de nuestra crisis.
En resumen, aunque hemos creado la forma de conocimiento objetivo más poderosa y exitosa de todos los tiempos, carecemos de una comprensión comparable de nosotros mismos como conocedores. Tenemos los mejores mapas de la historia, pero hemos olvidado tener en cuenta a los creadores de los mapas. A menos que cambiemos nuestra forma de navegar, nos adentraremos en el peligro y la confusión.
Lamentablemente, las tres respuestas más conocidas a la crisis de sentido de nuestra cosmovisión científica son callejones sin salida.
En primer lugar, el triunfalismo científico reafirma la supremacía absoluta de la ciencia. Sostiene que ninguna cuestión o problema está fuera del alcance del discurso científico. Se anuncia como heredero directo de la Ilustración. Pero simplifica y distorsiona a los pensadores de la Ilustración, que a menudo se mostraban escépticos ante el progreso, y tenían opiniones sutiles y sofisticadas sobre los límites de la ciencia. La concepción triunfalista de la ciencia sigue siendo estrecha y anticuada. En gran medida, se apoya en versiones problemáticas del reduccionismo —la idea de que los fenómenos complejos siempre pueden explicarse exhaustivamente en términos de fenómenos más simples— y en formas burdas de realismo —la idea de que la ciencia proporciona un relato literalmente verdadero de cómo es la realidad en sí misma, al margen de nuestras interacciones cognitivas con ella—. Su visión de la objetividad se basa en una metafísica, a menudo no reconocida, de una realidad perfectamente cognoscible y definida que existe «ahí fuera», independientemente de nuestras mentes y acciones. A menudo niega el valor de la filosofía y sostiene que una cuota mayor del mismo pensamiento estrecho y anticuado será lo que nos mostrará el camino que seguir. Como resultado, los modelos teóricos se vuelven cada vez más artificiosos y distantes de los datos empíricos, mientras que los recursos experimentales se aplican a proyectos de investigación de bajo riesgo que eluden cuestiones más fundamentales. Al igual que el espiritismo de la época victoriana y la añoranza de fantasmas, el triunfalismo científico mira hacia atrás, hacia el espíritu fantasioso de una época muerta hace mucho tiempo, lo cual no le permite proporcionar un camino hacia delante para superar los retos monumentales a los que se enfrentan la ciencia y la civilización en el siglo xxi.
Una segunda respuesta está representada por la negación de la ciencia por parte de la derecha, y el llamado posmodernismo en la izquierda. Ambos movimientos rechazan la ciencia. En particular, rechazan su capacidad para establecer verdades sobre el mundo que puedan servir de base para un mayor conocimiento, y para políticas y acciones sensatas. Peor aún, ofrecen a ciertos grupos la oportunidad de manipular la interpretación de los hechos para sus propios fines egoístas e ideológicos, difundiendo así desinformación intencionada en forma de los llamados hechos y verdades alternativos. Aunque los motivos de estos dos movimientos sin duda difieren, ambos socavan los valores de la sociedad moderna de los que ellos mismos dependen, ofreciendo a cambio escepticismo y negativismo, o desinformación intencionada.
Por último, el movimiento de la nueva era utiliza la ciencia marginal o la seudociencia para justificar ilusiones engañosas. Aunque este movimiento ha tenido menos repercusión que los demás, ha enturbiado las aguas a quienes buscamos nuevas perspectivas en el quehacer científico. Su adopción acrítica de diversas tergiversaciones de las cosmovisiones asiáticas o indígenas toma la ciencia reduccionista como norma de toda ciencia y, por tanto, no comprende las ideas y prácticas científicas de esas otras culturas.1 En consecuencia, el diálogo constructivo con otras tradiciones culturales sobre sus prácticas epistémicas resulta raro, si no imposible.
Dado que estas tres respuestas no consiguen abordar la crisis de sentido de nuestra cosmovisión científica, ¿cómo podemos encontrar el camino que seguir? Lo primero y más importante es saber de dónde viene la crisis. Nuestro objetivo es identificar su origen, ofrecer pistas sobre un nuevo camino que seguir, y presentar una nueva perspectiva sobre algunas de las cuestiones más importantes a las que se enfrenta la ciencia actual. Estas cuestiones incluyen el tiempo y la cosmología, la física cuántica y su problema de medición, la naturaleza de la vida y la existencia sintiente, cómo funciona la mente y su relación con la IA, la naturaleza de la consciencia y, por último, el cambio climático y la entrada de la Tierra en la nueva época con forma humana llamada «Antropoceno». El abanico de temas que abarca nuestra nueva perspectiva es realmente amplio, y el panorama es igualmente expansivo. Creemos que nuestra perspectiva puede ayudar a transformar y reavivar nuestra apreciada cultura científica a medida que se enfrenta a sus mayores retos, al tiempo que reconfigura nuestra visión del mundo para un proyecto civilizatorio sostenible.
Llamamos «punto ciego» a la fuente de la actual crisis de sentido. En el corazón de la ciencia hay algo que no vemos y que hace posible la ciencia, del mismo modo que el punto ciego se encuentra en el centro de nuestro campo visual y hace posible la visión. En el punto ciego visual se encuentra el nervio óptico; en el punto ciego científico se encuentra la experiencia directa, aquello por lo que cualquier cosa aparece, se muestra o se pone a nuestra disposición. Es una condición previa para la observación, la investigación, la exploración, la medición y la justificación. Las cosas aparecen y se hacen disponibles gracias a nuestro cuerpo y a su capacidad de sentir y percibir. La experiencia directa es experiencia corporal. «El cuerpo es el vehículo del ser en el mundo», dice el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty, pero, como veremos, la experiencia corporal directa permanece escondida en el punto ciego.2
Para ilustrar de forma tangible lo que entendemos por «punto ciego», consideremos una idea tan familiar como la temperatura. Damos por sentado que la temperatura es una propiedad objetiva del mundo: está «ahí fuera», independiente de nosotros. Cuando somos niños en la escuela, aprendemos que el agua se congela a cero grados y hierve a cien grados centígrados. Traducimos de forma natural los informes diarios de temperatura en grados Fahrenheit o Celsius a expectativas sobre el calor o el frío que sentiremos y la ropa que tendremos que ponernos para salir a la calle. Sin embargo, destilar nuestra idea familiar de temperatura a partir de nuestras sensaciones corporales de calor y frío supuso un enorme y difícil esfuerzo científico que duró varios siglos. Hoy vemos la temperatura como una propiedad objetiva del mundo, debido a que hemos olvidado de qué modo el concepto de temperatura como cantidad física —el grado o intensidad de calor presente en un objeto— deriva de la experiencia directa del mundo a través de nuestros cuerpos. Hemos perdido de vista la experiencia vivida que subyace al concepto científico y pensamos que el concepto se refiere a algo más fundamental que nuestras sensaciones corporales. Esta forma de pensar es un ejemplo del punto ciego.
Aquí resulta útil un poco de historia de la ciencia. El punto de partida para crear la termometría (la medición de la temperatura) fueron las sensaciones corporales de frío y calor. Los científicos tuvieron que asumir que nuestra experiencia corporal es válida y puede comunicarse a los demás; de lo contrario, no habrían tenido ninguna base para construir el conocimiento científico. Se dieron cuenta de que las sensaciones de frío y de calor se correlacionaban con los cambios de volumen de los fluidos (los líquidos se dilatan con el calor) y utilizaron tubos de cristal sellados, llenos parcialmente de líquidos, como dispositivos de medición para ordenar las experiencias («fenómenos») como más calientes o más frías. Estas herramientas les permitieron determinar que ciertos fenómenos, como el punto de ebullición del agua, eran lo suficientemente constantes como para poder utilizarlos como puntos fijos para construir termómetros con escalas numéricas.3
Pero una vez inventados los termómetros y, por tanto, el concepto de temperatura, los científicos descubrieron que los puntos de ebullición y congelación del agua no estaban fijados con tanta precisión en el mundo natural como pensaban en un principio. En lo alto de una montaña, por ejemplo, el agua hierve a una temperatura más baja que a nivel del mar. Este descubrimiento obligó a los científicos a intervenir y controlar al máximo el contexto de sus mediciones fabricando puntos fijos reales en entornos muy artificiales y controlados. Este esfuerzo requirió la construcción de lugares especiales para secuestrar los fenómenos que estaban investigando. Los aspirantes a practicantes de la termometría tuvieron que construir lo que el filósofo de la ciencia Robert Crease llama «el taller», la infraestructura científica comunal necesaria para crear nuevos experimentos precisos junto con las herramientas para manipularlos, investigarlos y comunicarlos.4
Una vez que los científicos crearon el taller, utilizaron sus herramientas para redefinir los fenómenos de formas cada vez más alejadas de la experiencia directa. La invención de la termometría se produjo en ausencia de una teoría establecida de la temperatura. Pero una vez que la capacidad de medir la temperatura fue desarrollada, los científicos del siglo xix dieron un paso más y empezaron a elaborar la teoría abstracta de la termodinámica clásica. A continuación, como si se tratara de un juego de niños, utilizaron la termodinámica para definir la temperatura de forma aún más abstracta. Ahora, la temperatura podía definirse sin hacer referencia a las propiedades de ninguna sustancia en particular. La termodinámica permitía incluso definir algo físicamente imposible: el cero absoluto, el límite ideal de temperatura en el que un sistema termodinámico carece de energía. Más tarde, todavía en el siglo xix, los físicos idearon la mecánica estadística, dando un paso más en la abstracción, ya que la temperatura termodinámica se definió en términos microfísicos como el movimiento medio de las moléculas o los átomos.
El punto ciego llega cuando pensamos que la temperatura termodinámica es más fundamental que la experiencia corporal del frío y el calor. Esto ocurre cuando nos quedamos tan atrapados en la espiral ascendente de la abstracción y la idealización que perdemos de vista las experiencias corporales concretas que anclan las abstracciones y siguen siendo necesarias para que tengan sentido. El avance y el éxito de la ciencia nos convencieron de que debíamos restar importancia a la experiencia y dar el lugar de honor a la física matemática. Desde la perspectiva de esta cosmovisión científica, los conceptos abstractos y matemáticamente expresados de espacio, tiempo y movimiento de la física son verdaderamente fundamentales, mientras que nuestras experiencias corporales concretas son derivadas y, de hecho, a menudo quedan relegadas a la categoría de ilusión, un fantasma de los cálculos que tienen lugar en nuestros cerebros.
Esta forma de ver las cosas da lugar a un problema completamente nuevo que amplía el punto ciego: una vez que eliminamos el carácter cualitativo de la experiencia corporal del inventario de la realidad objetiva, ¿cómo vamos a dar cuenta de las sensaciones de cualidades sentidas como el frío y el calor? Se trata del conocido problema mente-cuerpo, que hoy en día recibe el nombre de «el problema difícil de la consciencia» o la «brecha explicativa» entre los fenómenos mentales y físicos.
Quitar importancia a nuestra experiencia directa del mundo perceptivo y elevar las abstracciones matemáticas a la categoría de lo verdaderamente real es un error fundamental. Cuando nos centramos únicamente en la temperatura termodinámica como una magnitud microfísica objetiva y la consideramos más fundamental que nuestro mundo perceptual, no vemos la riqueza ineludible de la experiencia que subyace y sustenta el concepto científico de temperatura. La experiencia concreta siempre desborda las representaciones científicas abstractas e idealizadas de los fenómenos. La experiencia es siempre mucho más de lo que pueden abarcar las descripciones científicas. Incluso los «observadores objetivos» que la cosmovisión científica privilegia por encima de los seres humanos reales son en sí mismos abstracciones. La incapacidad de ver la experiencia directa como fuente irreductible de conocimiento es precisamente el punto ciego.
La tragedia que nos impone el punto ciego es la pérdida de lo que es esencial para el conocimiento humano: nuestra experiencia vivida. El universo y el científico que trata de conocerlo se convierten en abstracciones sin vida. En realidad, la ciencia triunfalista carece de humanidad, aunque surja de nuestra experiencia humana del mundo. Como veremos, esta desconexión entre ciencia y experiencia, la esencia del punto ciego, se encuentra en el corazón de los muchos retos y callejones sin salida a los que se enfrenta actualmente la ciencia a la hora de pensar la materia, el tiempo, la vida y la mente.
Nuestro propósito en este libro es desenmascarar el punto ciego y ofrecer algunas orientaciones que puedan servir de alternativa a su visión incompleta y limitada de la ciencia. El conocimiento científico no es una ventana a una perspectiva incorpórea, el ojo de Dios. No nos da acceso a una realidad objetiva perfectamente cognoscible y atemporal, una «visión desde ninguna parte», según la conocida expresión del filósofo Thomas Nagel.5 Por el contrario, toda ciencia es siempre nuestra ciencia, profunda e irreductiblemente humana, una expresión de cómo experimentamos el mundo e interactuamos con él. Pero nuestra ciencia también es siempre la ciencia del mundo, una expresión de cómo el mundo interactúa con nosotros. La ciencia se esfuerza por ser una narrativa autocorrectiva. Una narrativa científica de éxito se construye a partir de la evolución conjunta del mundo y nuestra experiencia de él.
No es casualidad que, mientras la ciencia ascendía por la espiral de la abstracción matemática y la idealización en los siglos xix y xx, en la literatura y la filosofía se produjera un movimiento para sondear las profundidades ocultas de la experiencia directa. Escritores como Emily Dickinson, William Faulkner, James Joyce, Marcel Proust y Virginia Woolf describieron la corriente subjetiva del pensamiento y los sentimientos, mientras que filósofos como Henri Bergson, William James, Edmund Husserl, Susanne Langer, Maurice Merleau-Ponty, Kitarō Nishida y Alfred North Whitehead se esforzaron por descubrir la primacía de la experiencia directa en el conocimiento.
Un momento crítico en el que estos movimientos culturales se cruzaron fue el famoso encuentro entre Henri Bergson y Albert Einstein en París el 6 de abril de 1922. Como veremos más adelante, ambos debatieron sobre la naturaleza del tiempo: Einstein insistía en que solo existe el tiempo físico mensurable y Bergson sostenía que el tiempo del reloj carece de significado aparte de la experiencia directa de la duración. La historiadora de la ciencia Jimena Canales, en El físico y el filósofo, considera que su enfrentamiento es emblemático de la creciente brecha cultural entre ciencia y filosofía en el siglo xx.6 Esa brecha sigue existiendo hoy en día, a pesar de las numerosas colaboraciones amistosas entre físicos y filósofos (como este libro).
Desvelar el punto ciego puede ayudar a reparar esta brecha y la división más general entre la ciencia y la experiencia vivida. Pero más allá de desvelar el punto ciego, también necesitamos sondear las profundidades de la experiencia que oculta.
Basándonos en algunos de los filósofos que acabamos de mencionar, argumentaremos que la experiencia directa se encuentra en el corazón del punto ciego. La experiencia directa precede a la separación entre conocedor y conocido, observador y observado. Su núcleo es la pura consciencia, la sensación de ser. Está con nosotros cuando nos levantamos cada mañana y cuando nos vamos a dormir cada noche. Es fácil pasarla por alto porque está muy cerca y nos resulta familiar. Solemos prestar atención a las cosas, en lugar de fijarnos en la consciencia en sí. Sin consciencia, nada puede aparecer y convertirse en objeto de conocimiento.7
Los filósofos han ofrecido diversas concepciones de la experiencia directa. William James, el padre de la psicología estadounidense, y uno de los filósofos estadounidenses más influyentes del siglo xix, hizo hincapié en la «experiencia pura», que describió como «el flujo original de la vida antes de que la reflexión la haya categorizado».8 Un poco antes, Bergson escribió sobre la experiencia de la «duración», la intuición consciente inmediata del paso o flujo del tiempo. El filósofo japonés del siglo xx Kitarō Nishida se inspiró en Bergson y James, pero revisó sus ideas a la luz de la filosofía budista y su experiencia de la práctica de la meditación zen.9 Nishida describió la experiencia pura como la experiencia directa no mediada por la división entre sujeto y objeto. Otros filósofos han utilizado palabras como intuición, sensación y campo fenoménico para referirse a este tipo de experiencia inmediata o modo de presencia. Nishida, en sus últimos escritos, utilizó el término acción-intuición para subrayar que la experiencia directa no es pasiva e incorpórea; ser consciente es ya actuar con nuestro cuerpo.10 Por ejemplo, al mover los ojos, el foco de nuestra consciencia cambia. Como escribe Nishida: «Cuando pensamos que hemos percibido de un vistazo la totalidad de una cosa, una investigación cuidadosa revelará que la atención se desplazaba automáticamente a través del movimiento de los ojos, permitiéndonos conocer el todo».11 La experiencia directa no es simple e instantánea; es compleja y tiene ritmos de duración. Y lo que es más importante, es anterior al conocimiento explícito. Conocer presupone experimentar, y no se puede derivar experiencia solo de episodios de conocimiento. Tu ser es siempre más que lo que sabes.
En este libro conoceremos a algunos de estos filósofos que lucharon por articular la experiencia directa y recuperar su primacía, y que trabajaron para que nuestra comprensión de la naturaleza no se bifurcara en sujeto y objeto, mente y cuerpo. Nuestra preocupación central será siempre la dependencia de la ciencia respecto de la experiencia, una dependencia que es mucho más rica y compleja que la obvia dependencia de la ciencia respecto de los observadores y los experimentos. El problema, y la fuente de la crisis de sentido de nuestra visión del mundo, es que nos hemos quedado tan embelesados por el espectacular éxito de la ciencia que hemos olvidado que la experiencia directa es la fuente esencial y el apoyo constante de la ciencia.
Al sondear las profundidades de la experiencia, no pretendemos restar importancia al éxito y al valor de la ciencia. Rechazamos la negación de la ciencia, pero también el triunfalismo científico. Nuestra disputa se centra en una concepción particular y errónea de la ciencia, que se ha incorporado a nuestra actual visión científica del mundo, pero que no es una parte esencial de la ciencia. Esta concepción errónea, que describimos en el capítulo 1, es esencialmente una filosofía de la ciencia basada en ciertos supuestos metafísicos sobre la naturaleza y el conocimiento humano. Sostenemos que la ciencia no necesita esta filosofía y que, dados sus fracasos, deberíamos desecharla y seguir adelante.
De este modo, pedimos una perspectiva equilibrada, en la que reconozcamos tanto el éxito de la ciencia como los problemas que esta ha contribuido a crear. El espectacular éxito de la ciencia nos proporcionó rápidamente nuevas vacunas para la pandemia mundial de coronavirus, pero la ciencia también nos proporcionó las condiciones de rapidez de los viajes internacionales y de destrucción generalizada del medio ambiente que hicieron posible la pandemia, con mayores probabilidades de pandemias peores en el futuro. La ciencia ha contribuido a crear la crisis climática. El «próximo incendio» ya está aquí. Necesitamos otra forma de entender y practicar la ciencia que no provoque el incendio de nuestro mundo y que pueda ayudar a apagar el fuego que ya hemos provocado. En resumen, necesitamos un nuevo tipo de cosmovisión científica. Nuestro punto de partida es recuperar la profunda conexión entre ciencia y experiencia humana que se perdió con el punto ciego.
Empezamos diciendo que escribimos este libro con un sentido de urgencia. El punto ciego nos ha limitado a una visión del mundo que malinterpreta la ciencia y empobrece el mundo vivo y nuestra experiencia. Descubrir el punto ciego y revelar lo que oculta es despertar del engaño del conocimiento absoluto. Es abrazar la esperanza de que podemos crear una nueva cosmovisión científica, en la que nos veamos a nosotros mismos como expresión de la naturaleza y fuente de su autocomprensión. Como describiremos más adelante, estamos atrapados en un extraño bucle en el que es imposible separarnos, como conocedores, de la realidad que pretendemos conocer. Necesitamos nada menos que una ciencia alimentada por esta sensibilidad para que la humanidad florezca en el nuevo milenio.12
«Nos encontramos en el mayor peligro de ahogarnos en el delirio escéptico y perder así el control sobre nuestra propia verdad».1 Edmund Husserl, matemático y filósofo alemán del siglo xx, escribió estas palabras unos pocos años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Son de su último libro La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, que leyó por primera vez en forma de conferencias en 1935, en Praga. Husserl fundó el influyente movimiento de la fenomenología, que toma la experiencia como eje central. Nacido en el seno de una familia judía, fue destituido de su cargo universitario por ser «no ario» cuando Hitler subió al poder en 1933. Aislado y discriminado, Husserl murió en 1938, pocos meses antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Husserl creía que la civilización «occidental», en particular la europea, había perdido el rumbo. Achacaba las profundas raíces de la «crisis de la humanidad europea» a un fracaso de la razón y a un malentendido fundamental del significado de la ciencia moderna. La confusión llevaba siglos gestándose. La ciencia en sí, la práctica real de los científicos, no estaba en crisis. Al contrario, la ciencia tenía un éxito tremendo. Por el contrario, la crisis surgió de la significación que se había atribuido a la ciencia. Una cosmovisión particular se le había injertado a la ciencia, la cosmovisión que llamamos el punto ciego. La concepción filosófica dominante de la ciencia condujo a elevar las abstracciones matemáticas como lo verdaderamente real y a devaluar el mundo de la experiencia inmediata, que Husserl llamó el «mundo de la vida». La humanidad moderna había perdido de vista el hecho de que la realidad y el significado son mucho más ricos de lo que se representa en la filosofía materialista dominante vinculada a la ciencia. Esa filosofía había conducido a un «desencantamiento del mundo», en palabras del sociólogo alemán Max Weber (Weber era contemporáneo de Husserl). A su vez, la absorción del mundo desencantado en la cultura, la economía y la política provocó una reacción de esfuerzos irracionales y fanáticos por reencantar el mundo, personificada por la promoción genocida nazi de una patria alemana racialmente definida.
La retórica de Husserl en La crisis ha sido tachada de grandilocuente, pero en la era actual de las noticias falsas, la desinformación, la negación de la ciencia, el racismo, la insurrección, la invasión y el auge del autoritarismo, deberíamos repensarla. No tenemos que aceptar su narrativa etnocéntrica sobre el «telos de la humanidad europea», o estar de acuerdo en que su versión de la fenomenología es la solución a la crisis, para reconocer que puso el dedo en un profundo problema, endémico de nuestra cultura científica. La polarización entre el triunfalismo científico y la negación de la ciencia, combinada con la amenaza existencial que supone para el mundo de la vida el cambio climático provocado por el ser humano, indica que en este siglo hemos exacerbado el problema. La crisis de Husserl sigue siendo nuestra crisis.
Nos convendría, por lo tanto, considerar el diagnóstico de Husserl, en particular su análisis de cómo malinterpretamos la ciencia y el mundo de la vida cuando promovemos entidades matemáticas abstractas al rango de lo que es verdaderamente real, mientras degradamos nuestra experiencia perceptiva concreta. Alfred North Whitehead, otro matemático y filósofo de principios del siglo xx, también criticó mordazmente lo que llamamos el punto ciego. Sus escritos, combinados con ideas recientes de la filosofía de la ciencia, nos permitirán identificar los elementos clave de la visión del mundo del punto ciego y ver por qué motivo no son sólidos. Nuestro primer paso es describir los contornos filosóficos generales de esta visión del mundo.
El punto ciego es como el aire —invisible, pero todo a nuestro alrededor—. En las clases de ciencias del instituto nos dan versiones sencillas de ello, y en los documentales científicos lo encontramos como un supuesto tácito de fondo. Si te dedicas a la ciencia, a menudo es como un mapa invisible que te marca el camino a través de las clases de física, química y biología. Aunque ha habido sofisticadas articulaciones filosóficas de las ideas que conforman lo que llamamos la visión del mundo del punto ciego, para la mayoría de la gente, incluidos la mayoría de los científicos, es tan omnipresente que no parece filosófica en absoluto. Más bien, la gente piensa simplemente que es «lo que dice la ciencia».
En realidad, sin embargo, no es lo que dice la ciencia. Se trata más bien de una metafísica opcional, vinculada a la práctica de la ciencia, pero separable de ella. Hay otras formas, mejores, de entender la relación entre la ciencia y el mundo, como argumentamos aquí.
Aunque el punto ciego surge de una perspectiva filosófica concreta, y la expresa, no es una teoría. Se trata más bien de una perspectiva amplia que abarca muchas teorías e ideas problemáticas diferentes. Entre ellas se incluyen posiciones opuestas sobre diversas cuestiones científicas y filosóficas, por lo que las ideas y teorías que abarca no siempre tienen por qué ser coherentes entre sí. Por ejemplo, con respecto al problema de cómo se relaciona la mente con el cuerpo (el problema mente-cuerpo), el punto ciego incluye tanto el materialismo o fisicalismo, según el cual los estados de consciencia son estrictamente idénticos a (una y la misma cosa que) los estados cerebrales, como el dualismo, según el cual la consciencia es una propiedad mental especial irreductible al cerebro. Además, en la filosofía de la ciencia, el punto ciego puede incluir el realismo, según el cual las teorías científicas pretenden dar cuenta de una realidad independiente de la mente, o el instrumentalismo, según el cual las teorías científicas son principalmente herramientas para hacer predicciones acertadas sobre las observaciones. Sin embargo, a pesar de estas diferencias, es posible resumir lo que implica el punto ciego en términos filosóficos generales. A continuación enumeramos las ideas principales.
La bifurcación de la naturaleza.
El color es una ilusión, no forma parte del mundo real
. Esta idea no se basa en la práctica real de los físicos cuando miden la luz, o construyen modelos ondulatorios o de partículas de la luz, sino en las reflexiones teóricas de los físicos —es decir, en sus pensamientos filosóficos—. Dividen la naturaleza en lo que existe externa y objetivamente, y lo que es mera apariencia subjetiva, o existe solo en la mente del perceptor. Las ondas luminosas, con propiedades matemáticas como amplitud, frecuencia y longitud, existen realmente fuera del perceptor en la naturaleza, mientras se dice que el color es solo una apariencia subjetiva o ilusión perceptiva. En última instancia, la ilusión del color debe explicarse (o eliminarse) en términos de lo que realmente existe, de modo que el rojo, por ejemplo, es solo una sensación subjetiva o ilusión perceptiva causada por la radiación electromagnética de determinadas longitudes de onda. Del mismo modo, la temperatura, definida como la energía cinética media de los átomos o moléculas, existe realmente; el frío y el calor son meras apariencias sensoriales. O, si llevamos la idea al límite, las partículas y las fuerzas son fundamentalmente reales; los objetos visibles y tangibles son construcciones perceptivas ilusorias. Whitehead llama a esta forma de pensar «la bifurcación de la naturaleza», porque divide la naturaleza en realidad externa y apariencia subjetiva. Discutiremos ampliamente la bifurcación de la naturaleza.
Reduccionismo.
Las
partículas elementales son los componentes fundamentales de la materia y todo en el universo se reduce a ellas
. El reduccionismo es una compleja constelación de ideas. Una de ellas es
el pequeñismo
, la idea de que las cosas pequeñas y sus propiedades son más fundamentales que las cosas grandes que constituyen. Las personas son más fundamentales que los grupos sociales que componen, las células son más fundamentales que las personas que componen, las moléculas son más fundamentales que las células que componen, los átomos son más fundamentales que las moléculas que componen y, por último, las partículas elementales son más fundamentales que cualquier otra cosa. El pequeñismo implica que la verdadera acción de la naturaleza tiene lugar en la escala microfísica más pequeña, porque es ahí donde se cree que ocurren los procesos causales más básicos. El reduccionismo pertenece al ámbito de lo que los filósofos llaman ontología, la teoría de qué tipos de cosas existen y cuáles son sus relaciones entre sí. Otra parte del reduccionismo pertenece al ámbito de la epistemología, la teoría del conocimiento y la explicación. Esta parte es la idea de que el principal método preferido para explicar un sistema es la
microrreducción
, que consiste en descomponer un sistema en sus elementos y explicar las propiedades del todo en términos de las propiedades de sus partes. El pequeñismo y la microrreducción implican que la física de partículas elementales es la ciencia preeminente, porque es la única ciencia que queda una vez que se reducen progresivamente los enunciados sobre grandes cosas o sistemas en sociología, psicología, biología y química a enunciados sobre las cosas más pequeñas en física fundamental. El reduccionismo se resume en la ocurrencia: «Los biólogos ceden ante los químicos, estos ante los físicos, estos ante los matemáticos y estos ante Dios».
Objetivismo.
La ciencia se esfuerza por alcanzar una visión desde la perspectiva de Dios de la realidad en su conjunto
. Esta es la idea de que la ciencia, en particular la física fundamental, pretende proporcionar acceso a la realidad al margen de cualquier perspectiva humana. La ciencia descubre verdades sobre aspectos observables e inobservables de la realidad, independientes de la mente. Las entidades físicas fundamentales son objetos reales independientes de la mente y tienen sus propiedades esenciales independientemente de cualquier observación.
Fisicalismo.
Todo lo que existe es físico
. Si se hace una lista de todo lo que existe en el universo, todo lo que aparece en la lista será completamente físico en su naturaleza y constitución. Y, si se hace una lista de todos los hechos físicos del universo, se habrán determinado
ipso facto
todos los estados de cosas del universo, incluidos todos los estados de cosas químicos, biológicos, psicológicos, sociales y culturales. Así pues, los hechos físicos agotan la realidad.
Materialismo
es el término más antiguo para esta idea, pero los filósofos de hoy prefieren
fisicalismo
, porque la física ha demostrado que no todo es material en el sentido clásico de ser una sustancia inerte con la propiedad de extensión. Por ejemplo, los campos y las fuerzas son físicos, pero no materiales. El fisicalismo es ante todo una tesis metafísica general, no científica. No es una tesis que pertenezca a ninguna teoría de la física. Es una interpretación filosófica de la física y de la ciencia en general. Hoy se considera que el principal obstáculo para el fisicalismo es cómo dar cuenta de la mente, en particular de la consciencia, dentro de un marco fisicalista.
Reificación de las entidades matemáticas.
Las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza
. Se trata de la idea de que las verdaderas propiedades estructurales del universo son sus propiedades matematizables. Las entidades matemáticas de los modelos, leyes y teorías científicas existen «ahí fuera», aparte de nosotros. Solo ellas constituyen la verdadera estructura del universo. Como escribió Galileo, haciéndose eco de una idea más antigua que se remonta a Platón y Pitágoras: «El universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas».
2
La experiencia es epifenoménica.
La consciencia es la ilusión de usuario del cerebro
. Una ilusión de usuario es una imagen visual, como la imagen de un escritorio en la pantalla de un ordenador, creada para la comodidad de la persona que utiliza el ordenador. Del mismo modo, se dice que las experiencias conscientes son representaciones generadas por el cerebro para su comodidad a la hora de controlar las interacciones del cuerpo con el mundo. Las experiencias conscientes no son más reales que los iconos del escritorio del ordenador. Las experiencias son el resultado de cálculos computacionales cerebrales, pero no desempeñan ningún papel significativo en ellos. La subjetividad, la experiencia de ser, es un efecto derivado de los acontecimientos físicos del cerebro y tiene una influencia casi insignificante en ellos. La impresión de que la consciencia es eficaz es, en gran medida, una ilusión.
Esta lista no pretende ser exhaustiva ni definitiva. No estamos diciendo que estas ideas sean individualmente necesarias, ni en su conjunto suficientes para el punto ciego. Científicos y filósofos han combinado diferentes aspectos o subconjuntos de estas ideas de diversas maneras a lo largo de los siglos. Nuestro objetivo, una vez más, es identificar un conjunto de ideas que conforman nuestra actual visión científica del mundo y que muchas personas, incluidos muchos científicos, dan ahora mayoritariamente por sentado.
Aunque hemos presentado estas ideas en términos filosóficos, el punto ciego es mucho más que una perspectiva por debatir entre filósofos académicos. Dada la gran autoridad y poder de la ciencia, cualquier postura que pretenda hablar en nombre de la ciencia tendrá una enorme influencia social y medioambiental. La cosmovisión del punto ciego tiene un gran impacto como fuerza social que constriñe a la gente a pensar de determinadas maneras prescritas sobre cómo funciona la ciencia, cómo encaja la vida humana en la biosfera de nuestro planeta Tierra y cómo se relaciona la mente humana con el cosmos. Además, el desarrollo y despliegue de la ciencia y sus vástagos tecnológicos durante los últimos cuatro siglos han sido inseparables de la mejora del poder económico y militar, ya sea en países capitalistas o socialistas. Como veremos más adelante, las concepciones ciegas de la naturaleza, la energía y la información han condicionado nuestra forma de pensar sobre los recursos naturales, la producción de energía, las tecnologías de la información y la inteligencia artificial. Por estas razones, es importante recordar que el punto ciego es como el aire que respiramos: es una mentalidad culturalmente omnipresente, y no una constelación de filosofías abstrusas.
Pasemos ahora a la crítica de Husserl de lo que llamamos el punto ciego. La formación de Husserl como matemático le permitió comprender cómo utilizamos las abstracciones en las ciencias, especialmente en la física matemática. Llamó a la elevación de construcciones matemáticas como la de la temperatura al estatus de realidad fundamental «la sustitución subrepticia». Para Husserl, esta sustitución es un error fundamental.
En el desarrollo de la cosmovisión científica moderna, que Husserl considera que comienza con Galileo, la representación abstracta e idealizada de la naturaleza en la física matemática se sustituye de manera encubierta por el mundo real concreto, el mundo que percibimos. El mundo perceptivo es degradado al estatus de mera apariencia subjetiva, mientras que el universo de la física matemática es promovido al estatus de realidad objetiva. Así, según esta forma de pensar, la temperatura o la energía cinética media de los átomos o moléculas es lo objetivamente real, mientras las sensaciones de frío y calor son meras apariencias subjetivas.
Husserl argumenta que la sustitución subrepticia no está justificada, porque se basa en un malentendido fundamental de la física matemática. Las leyes físicas especifican, en términos matemáticos, cómo se comportan las cosas en situaciones idealizadas. Por ejemplo, la ley de Galileo de los cuerpos en caída libre establece que, en el caso idealizado de ausencia de resistencia del aire, todos los cuerpos caen con la misma aceleración, independientemente de su masa. Galileo demostró matemática y experimentalmente que la distancia que recorre un cuerpo en caída libre es directamente proporcional al cuadrado del tiempo que tarda en caer. Del mismo modo, la ley de los gases ideales, también conocida como ecuación general de los gases, establece la relación entre la presión, el volumen y la temperatura de un gas ideal. En esta ecuación, las moléculas no se atraen ni se repelen, ni ocupan volumen. En su lugar, las moléculas se representan como puntos geométricos llamados «partículas ideales sin estructura».
De estos ejemplos se desprende que las leyes de la física matemática se refieren a objetos idealizados y a sus propiedades: cuerpos en caída libre, planos sin fricción, gases ideales hipotéticos, colisiones perfectamente elásticas, etcétera. Estos objetos y propiedades idealizados no son físicamente reales. No existen realmente en el espacio y el tiempo, y no participan en interacciones causales. Por tanto, no constituyen ni pueden constituir el mundo real de la naturaleza. Son entidades ficticias que utilizamos como herramientas. Son instrumentos conceptuales necesarios para formular enunciados matemáticos exactos que podemos aplicar al mundo real mediante una serie de aproximaciones cada vez más precisas. Así es como adquirimos un conocimiento predictivo de las cosas y un control sobre ellas.
La idealización y la aproximación matemáticas constituyen un método para saber cómo se comportarán las cosas en diversas condiciones. Pero el método no nos dice qué son las cosas, ni por qué se comportan como lo hacen. Por tanto, pensar que las leyes idealizadas de la física matemática describen el ser inherente de la naturaleza es un error fundamental. Pensar así es confundir el mapa —una representación idealizada y limitada del terreno— con el territorio. Como dice Husserl, pensar así es «tomar por ser verdadero lo que en realidad es un método».3 Esta es la sustitución subrepticia —la sustitución de una herramienta para describir fenómenos por la naturaleza misma, o confundir un instrumento de predicción con el modo de ser de las cosas en sí mismas—. Es una especie de error categorial.
En términos de la filosofía de la ciencia, Husserl puede ser descrito como un instrumentalista o, de manera más general, como un antirrealista de las leyes científicas (pero no necesariamente de las entidades científicas, como los electrones, como veremos más adelante).4 Según su punto de vista, las leyes son instrumentos precisos de predicción, y los objetos idealizados de las leyes tienen un estatus ideal, matemático, no una existencia real, física.
Nancy Cartwright, una filósofa de la ciencia estadounidense y británica, defiende una concepción antirrealista similar de las leyes científicas en su libro clásico How the Laws of Physics Lie (Cómo mienten las leyes de la física).5 Según Cartwright, las leyes físicas matemáticas no describen la realidad, sino objetos idealizados en modelos. Necesitamos estos modelos para poder aplicar las teorías abstractas de la física matemática al mundo real. Por ejemplo, en mecánica clásica, el concepto de fuerza es abstracto y debe sustituirse por una fuerza específica, como la gravedad, para describir la atracción entre cuerpos masivos. Para ello se utilizan modelos más simplificados e idealizados, como el de dos cuerpos esféricos (aproximados por dos objetos puntiformes con masa) en un espacio vacío. Esta simplificación hace que las ecuaciones del movimiento sean manejables. La descripción científica consiste en pasar de conceptos abstractos y teóricos, a aplicaciones concretas del mundo real a través de modelos idealizados. Cartwright los denomina «modelos interpretativos».6
El modelo de Galileo de un plano sin fricción, el modelo de Bohr del átomo con un núcleo denso rodeado de electrones en órbitas cuantizadas, los modelos biológicos evolutivos de poblaciones totalmente aisladas, son representaciones idealizadas que existen en la mente de los científicos. No son realidades concretas de la naturaleza. No debemos sustituir subrepticiamente la realidad concreta por representaciones mentales abstractas, el mapa por el territorio. Como veremos a continuación, Husserl también pensaba que no deberíamos sustituir subrepticiamente el mundo por el taller científico.
Hoy damos por sentado que la ciencia requiere laboratorios especializados en universidades e institutos de investigación, financiados por organismos públicos y privados. Estos laboratorios colaboran internacionalmente para fomentar la innovación tecnológica y formar a la próxima generación de científicos. Pero esta infraestructura científica mundial, el taller científico en la terminología de Robert Crease, tiene poco más de unos siglos.7 Es un logro muy reciente en la historia de la civilización humana, por no hablar de la historia de la humanidad en su conjunto.
La idea del taller se remonta al siglo xvi. Francis Bacon, filósofo y estadista inglés que vivió entre 1561 y 1626, fue el primero en concebir el taller científico.8 Tuvo la idea de crear instalaciones dedicadas a investigar y controlar la naturaleza de forma sistemática, utilizando métodos experimentales y herramientas especializadas. Nos legó la idea de la ciencia experimental como empresa colectiva alojada en institutos de investigación que trabajan en beneficio de la humanidad.
Bacon es una figura difícil y ambigua. La historiadora Carolyn Merchant, en su obra clásica The Death of Nature: Women, Ecology, and the Scientific Revolution (La muerte de la naturaleza: mujeres, ecología y la revolución científica), sostiene que, aunque Bacon impulsó el igualitarismo al establecer el método inductivo por el que cualquiera, en principio, puede verificar por sí mismo las verdades de la ciencia, también contribuyó a socavar la sociedad agraria comunal en favor de «una emergente economía de mercado que tendía a ampliar la brecha entre las clases sociales alta y baja al concentrar más riqueza en manos de comerciantes, pañeros, emprendedores aventureros y campesinos mediante la explotación y alteración de la naturaleza en aras del progreso».9 En otras palabras, la concepción de Bacon de una empresa científica basada en la inducción y llevada a cabo en el taller estaba totalmente al servicio del emergente sistema capitalista mundial y de su concepción de la naturaleza como un recurso esencial para la humanidad. Bacon también utilizó imágenes femeninas para describir la naturaleza y su sometimiento por la ciencia. Como explica Merchant, «la naturaleza encarnada en el género femenino, cuando es despojada de actividad y convertida en pasiva, puede ser dominada por la ciencia, la tecnología y la producción capitalista. Francis Bacon abogaba por extraer de la naturaleza los secretos de “su” seno a través de la ciencia y la tecnología. La subyugación de la naturaleza como femenina… era, por tanto, parte integral del método científico como poder sobre la naturaleza».10 Es precisamente esta concepción moderna de la naturaleza como algo que debe ser subyugado por la ciencia y la tecnología lo que ha provocado el calentamiento global causado por el ser humano y la crisis climática.
En Bacon vemos el comienzo de una tendencia en el pensamiento científico moderno a la que Husserl se opondría enérgicamente. No nos referimos a la opresiva imagen de género —es poco probable que Husserl hubiera sido sensible a esto—, sino a la tendencia a ver la naturaleza fuera del taller enteramente en términos de conceptos y procedimientos aplicados a la naturaleza dentro del taller. Dentro del taller secuestramos fenómenos, los protegemos de las influencias externas, los sometemos a nuestros artefactos especializados, y así manufacturamos nuevos fenómenos. El resto del mundo de la vida, del que depende el taller para su propósito y significado, reside fuera del taller. Husserl afirma que cuando manipulamos fenómenos en el taller, ampliamos nuestra comprensión de la realidad y adquirimos nuevos medios de control sobre las cosas. Pero se opone a que las herramientas conceptuales y experimentales del taller se conviertan en árbitros definitivos de lo real. En palabras de Crease, Husserl rechaza la idea de que «la realidad es lo que aparece en el taller científico», que la realidad pueda equipararse o definirse en términos de mediciones objetivas en el taller.11 Esa idea es una versión de la sustitución subrepticia: sustituye el mundo por el taller.
Puede que seamos escépticos ante esta línea de pensamiento. ¿Acaso la ciencia básica, especialmente la física fundamental, no lo abarca todo? ¿Por qué no podemos trasladar las teorías científicas del taller al mundo?
Como explica Cartwright, los modelos predictivos de la física funcionan sobre todo en los confines de las paredes: las paredes de un laboratorio, un detector de partículas, un termo grande, la carcasa de una batería, etc.12 En otras palabras, los modelos funcionan en lugares que podemos controlar y proteger de influencias externas, y donde podemos organizar con precisión las condiciones para que se ajusten a los modelos. A veces, los modelos también funcionan fuera de los muros, en casos en los que las parcelas locales de la naturaleza se asemejan lo suficiente a uno de nuestros modelos del taller. A menudo, estos casos tienen que ver con cosas que construimos para que se ajusten a nuestros modelos, como aviones y cohetes, que diseñamos para que se ajusten a los modelos de la mecánica clásica, u ordenadores, en los que utilizamos la mecánica cuántica para diseñar elementos semiconductores que implementan con precisión los cálculos computacionales de la lógica digital.
Sin embargo, hacemos una sustitución subrepticia cuando suponemos que esos modelos físicos o computacionales se aplican al resto de la naturaleza, incluido el mundo de la vida humana, más allá de lo que somos capaces de modelizar y predecir con éxito. Por ejemplo, suponemos que debe existir, en principio, un modelo mecánico predictivo para la acción del viento y el agua sobre una pluma de gaviota perdida, arrastrada por la brisa y las olas en la playa. O suponemos que debe existir, en principio, un modelo predictivo computacional para las actividades cerebrales interactivas de los músicos que improvisan en un quinteto de jazz. Por supuesto, admitimos que probablemente nunca seremos capaces de formular estos modelos porque son demasiado complejos. No obstante, suponemos que, en principio, son formulables.
Debemos desconfiar de esta forma de pensar, y en este libro criticaremos varios ejemplos. Esta forma de pensar se basa en un pesado e innecesario supuesto metafísico sobre cómo es el mundo fuera del alcance de nuestra capacidad para construir y probar modelos predictivos. El supuesto es que el comportamiento de las cosas en entornos estrictamente controlados y manufacturados debería ser nuestra guía para saber cómo se comportan las cosas en entornos no controlados y no fabricados. En otras palabras, se supone que los hechos reglamentados dentro del taller son un ejemplo del mundo fuera del taller. Como señala Cartwright, esta forma de pensar equivale a una especie de fundamentalismo, porque exige una adhesión estricta a los modelos del taller como verdades literales sobre cómo es el mundo fuera del taller.13
Esta actitud fundamentalista suele ir acompañada de la idea de que las medidas objetivas del taller son más válidas que la experimentación directa del mundo basada en nuestra percepción corporal. Pero esta idea objetivista es errónea, como demuestra Crease utilizando el ejemplo de los surfistas (extraído de las memorias de William Finnegan, Barbarian Days14). Las medidas objetivas de la altura de una ola son irrelevantes para los surfistas; lo que les importa es cómo calibran el tamaño y la ferocidad de una ola en relación con sus cuerpos y su habilidad para surfear, es decir, en relación con su experiencia directa. Lo que más les importa a los surfistas, marineros y nadadores es cómo interactúan con las olas a través de la experiencia directa, no las medidas objetivas de las olas, aparte de cómo se experimentan.
La combinación de fundamentalismo y objetivismo sobre los modelos científicos ejemplifica el punto ciego. Ocluye nuestra experiencia directa del mundo fuera del taller científico. Se anuncia como «lo que dice la ciencia» —cuando en realidad es una mentalidad filosófica, no algo establecido por la práctica científica real—. Se basa en una generalización a partir de un pequeño número de casos en los que tenemos modelos predictivos exitosos, a un número mucho mayor de casos en los que no tenemos, y podría decirse que no podemos tener, este tipo de conocimiento, porque el mundo fuera del taller está demasiado enredado y es demasiado complejo. Como sugiere cada vez más la ciencia de redes, el comportamiento de las cosas, especialmente en el mundo fuera del taller, a menudo depende más de la estructura global y entrelazada de los acontecimientos que de la disposición local de las partes que a veces podemos aislar y proteger. De ello se deduce que nos equivocaremos no solo en la teoría, sino también en la práctica y en la política social, si tratamos el mundo como si no existiera, como si fuera una versión ampliada de lo que ocurre dentro del taller.
Lo que subyace a la sustitución subrepticia es una especie de amnesia de la experiencia. Tomamos esta idea de Michel Bitbol, un filósofo de la ciencia francés que se inspira en Husserl.15 Bitbol señala que producimos conocimiento objetivo en dos pasos principales. En primer lugar, dejamos progresivamente de lado todo aquello en nuestra experiencia sobre lo que no podemos llegar a un acuerdo absoluto, como la sensación o el aspecto de las cosas, o nuestras preferencias, gustos y valores individuales. En otras palabras, nos abstraemos progresivamente de la experiencia concreta. En segundo lugar, conservamos un «residuo estructural» de la experiencia que podemos convertir en objeto de consenso, especialmente cuando lo refinamos en el taller. Los residuos estructurales incluyen esquemas de clasificación (taxonomías), modelos, proposiciones generales y sistemas lógicos. Los tipos más abstractos de residuos estructurales son matemáticos, como las magnitudes. La amnesia se produce cuando olvidamos que la experiencia directa es el punto de partida implícito y el requisito constante de este procedimiento de creación de conocimiento objetivo.
Nuestra parábola de la temperatura (en la introducción) nos sirve de ilustración. El punto de partida es la experiencia del frío y el calor. En primer lugar, eliminamos todo aquello sobre lo que no podamos ponernos definitivamente de acuerdo como, por ejemplo, si un cuenco de agua está caliente o frío, dado que una mano lo siente de una manera, y la otra, de otra (por utilizar el ejemplo de Locke16). De este modo, nos abstraemos de las cualidades particulares sentidas. En segundo lugar, destilamos progresivamente los fenómenos en forma de experiencias notables en las que podemos estar de acuerdo, como las correlaciones observadas entre las sensaciones de calor y frío y los cambios en el volumen de los fluidos (los líquidos se expanden con el calor), y los puntos observados en los que el agua empieza a congelarse o a hervir. Utilizamos estos puntos relativamente estables para construir termómetros con escalas numéricas, de modo que podamos describir los fenómenos en términos de magnitudes objetivas consensuadas. El perfeccionamiento de este procedimiento, junto con el desarrollo de teorías físicas (termodinámica clásica y mecánica estadística), conduce finalmente al concepto abstracto de temperatura termodinámica (la energía cinética media de las partículas). Este concepto abstracto es un ejemplo de residuo estructural altamente refinado de la experiencia. Bitbol denomina al objeto abstracto correspondiente (energía cinética debida al movimiento de las partículas) «foco estructural invariante» de la experiencia.
Hasta aquí, todo bien. El problema es cuando la experiencia desaparece de la historia. Nos quedamos tan cautivados por el éxito del método que olvidamos su ineludible dimensión experiencial. Es la amnesia de la experiencia. Este es el punto ciego.
La amnesia de la experiencia conduce finalmente a una idea extraña y sin sentido, prevalente en ciertos sectores de la ciencia y la filosofía, de que la experiencia puede reducirse a uno u otro de sus residuos estructurales. Un caso llamativo es la idea de que la consciencia puede reducirse al residuo estructural de los procesos de información y computación del cerebro. Esta forma de pensar invierte todo el procedimiento de producción de conocimiento objetivo, al suponer que un residuo estructural abstracto de la experiencia (como la «información») puede explicar o fundamentar el ser concreto de la consciencia. Aquí nos encontramos con el punto ciego en su máxima expresión.
Husserl (y Whitehead, como veremos) reconoció claramente que esta forma de pensar es absurda en principio. Los conceptos científicos abstractos (temperatura termodinámica, información, cálculo) surgen de la experiencia concreta y, por tanto, no pueden explicar ni fundamentar la experiencia. Lo abstracto nunca puede explicar o fundamentar lo concreto como principio general. Al contrario, lo opuesto es y debe ser siempre el caso. Parte de la crisis de nuestra cultura científica es que nos hemos permitido olvidar esta verdad fundamental.
Hasta ahora nos hemos centrado en los modelos y las leyes científicas. Hemos argumentado que los objetos y propiedades ideales de los modelos científicos y las regularidades idealizadas de las leyes científicas no son físicamente reales, por lo que una sustitución subrepticia se produce cuando las tratamos como si fueran verdaderamente reales, y al mundo perceptivo como si fuera meramente aparente. También hemos subrayado que la mayoría de los fenómenos de la física moderna se fabrican en el taller, lo que implica que se produce otra sustitución subrepticia cuando sustituimos el mundo por el taller.