El reconstructor de caras - Lindsey Fitzharris - E-Book

El reconstructor de caras E-Book

Lindsey Fitzharris

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Beschreibung

Desde el momento en que sonó la primera ametralladora en el frente occidental una cosa estaba clara: la tecnología militar de la humanidad había superado con creces sus capacidades médicas. El nuevo armamento de la guerra, desde tanques hasta metralla, permitió matanzas a escala industrial y, dada la naturaleza de la guerra de trincheras, miles de soldados sufrieron heridas en la cara. Los avances médicos permitieron que más soldados que nunca sobrevivieran a sus heridas, pero los soldados desfigurados no recibieron la bienvenida de héroes que merecían. En 'El reconstructor de caras', la galardonada historiadora Lindsey Fitzharris cuenta la asombrosa historia del cirujano plástico pionero Harold Gillies, que se dedicó a restaurar los rostros -y las identidades- de una generación brutalizada. Gillies, neozelandés educado en Cambridge, se interesó por el incipiente campo de la cirugía plástica tras conocer los restos humanos del frente. De regreso a Gran Bretaña, fundó en Sidcup (sureste de Inglaterra) uno de los primeros hospitales del mundo dedicado por entero a la reconstrucción facial. Allí, Gillies reunió a un grupo único de médicos, enfermeras y artistas cuya tarea consistía en recrear lo que había quedado destrozado. En una época en la que perder un miembro convertía a un soldado en un héroe, pero perder la cara lo convertía en un monstruo para una sociedad en gran medida intolerante con la desfiguración, Gillies restauró no sólo los rostros de los heridos, sino también sus espíritus. Meticulosamente investigado y apasionantemente narrado, 'El reconstructor de caras' sitúa las ingeniosas innovaciones quirúrgicas de Gillies junto a las conmovedoras historias de soldados cuyas vidas fueron destrozadas y reparadas. El resultado es un vívido relato de cómo la medicina y el arte pueden fusionarse, y de lo que el valor y la imaginación pueden lograr en presencia del implacable horror. "Es un libro fascinante sobre un hombre extraordinario y sobre la importancia del trabajo en equipo para una buena cirugía. A pesar de lo sombrío del tema, es una historia profundamente conmovedora y edificante". -Henry Marsh, The New Statesman 'Me atrapó; está elegantemente escrito y es fascinante. Empleando el equilibrio justo entre investigación diligente y recreación ingeniosa, Fitzharris da vida a una parte olvidada de la historia de la medicina". -Lucy Scholes, Financial Times "Una biografía atractiva de un cirujano magistral, así como un relato alentador del progreso médico." -The Economist "'Es una obra innovadora que merece su propio género: el cine negro médico. No podrás dejarlo". -Karen Abbot

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Nota para

el lector

Para una autora de no ficción es importante no abrumar a los lectores con una gran cantidad de datos, algo que, por otro lado, es fácil que suceda al recorrer un periodo tan repleto de grandes acontecimientos como el que va de 1914 a 1918. Este libro no es, en modo alguno, una reconstrucción pormenorizada de la historia de la cirugía plástica en la Primera Guerra Mundial. Tampoco pretende ser una biografía exhaustiva de Harold Gillies, el cirujano que en ese tiempo consagró su vida a reconstruir el rostro de soldados desfigurados. Para eso existen un sinfín de artículos y libros de investigadores que han dedicado su trabajo a estos temas, como bien muestran las notas que acompañan al texto. Estas páginas son, más bien, un relato cercano de las dificultades que Gillies y su equipo del Queen’s Hospital tuvieron que afrontar a diario y de los hombres que sufrieron el doble trauma de las heridas en el campo de batalla y del doloroso proceso de recuperación.

En su época, los combatientes con desfiguraciones faciales solían quedar ocultos a la vista del público. La decisión de incluir sus fotografías en este libro no se ha tomado a la ligera. Consulté a diferentes expertos, entre ellos a una activista por los derechos de las personas con discapacidad que vive ella misma con una desfiguración facial. Sin duda, son imágenes impactantes y a muchas personas les resultará difícil verlas. Sin embargo, sin ver su rostro, es imposible comprender la gravedad de las lesiones de esos hombres y las reacciones que provocaban. Del mismo modo, costaría valorar en toda su magnitud la destreza con la que Harold Gillies y su equipo reconstruyeron esos rostros sin ver los progresos quirúrgicos que documentan las fotografías. Hay una salvedad: no he incluido imágenes preoperatorias ni posoperatorias de quienes murieron al cuidado de Gillies, ya que su reconstrucción no se completó.

Es importante subrayar que esta es una obra de no ficción. Todo lo que aparece entrecomillado está tomado de un documento histórico, ya sea una carta, un diario, un artículo periodístico o un libro de casos quirúrgicos. También las descripciones de gestos, expresiones faciales o emociones se basan en el relato de testigos.

Mi propósito al contar esta historia es que los lectores conozcan una nueva perspectiva de las terribles consecuencias de la guerra de trincheras y las batallas personales que muchos hombres continuaron librando tiempo después de dejar el fusil.

«Algo repulsivo»

20 de noviembre de 1917

Radiantes esquirlas de oro y carmesí atravesaban el cielo por el este al romper el alba sobre Cambrai. La ciudad francesa era un punto de abastecimiento con una importancia crucial para el ejército alemán apostado a cuarenta kilómetros de la frontera con Bélgica. Sobre la hierba cubierta de rocío de una colina cercana, el soldado raso Percy Clare, del Séptimo Batallón del Regimiento East Surrey, estaba tumbado boca abajo junto a su oficial al mando, esperando la orden de avance.

Treinta minutos antes había visto cómo cientos de tanques avanzaban con gran estruendo por el barro hacia la maraña de alambre que rodeaba la línea defensiva alemana. Las tropas británicas habían ganado terreno al amparo de la oscuridad. Sin embargo, lo que parecía una victoria pronto degeneró en una masacre infernal para ambos bandos. Mientras Clare se preparaba para atacar al amanecer, veía ya los pedazos inertes de otros soldados esparcidos por un paraje asolado por las bombas. «Me preguntaba si volvería a ver salir el sol sobre las trincheras», escribió más tarde con letra diminuta en su diario.[1]

A sus treinta y seis años, la muerte no era una desconocida para el soldado. Un año antes había estado metido en las trincheras del Somme, donde largos periodos de tedio se veían salpicados por accesos delirantes de terror. Cada pocos días llegaban unos carros para cambiar raciones por cuerpos, pero era imposible mantener el ritmo de la descomunal cantidad de cadáveres. «Estaban tendidos en las mismas trincheras donde habían muerto —recordaba un soldado—. No solo los veías; caminabas, te resbalabas, patinabas sobre ellos».[2]

Los cuerpos putrefactos pasaron a ser elementos estructurales que cubrían las paredes de las trincheras y estrechaban los pasos. Del parapeto asomaban brazos y piernas. Los cadáveres se utilizaban incluso para bachear los caminos que habían destrozado las bombas y que eran esenciales para los vehículos militares. Un hombre recordaba que «echaron de todo al cráter a paladas, cubriéndolo con caballos muertos, cadáveres…, cualquier cosa que sirviera para rellenarlo, taparlo y que el tráfico pudiera seguir rodando».[3] Se abandonó el decoro habitual, mientras las cuadrillas de enterramiento trataban de seguir el ritmo del recuento de cadáveres. Los muertos colgaban como ropa sucia sobre el alambre de espino, cubiertos a solo unos centímetros de profundidad con un manto negro de moscas. «Lo peor —recordaba un soldado de infantería— era la masa burbujeante del sinfín de gusanos que rezumaba de los cadáveres».[4]

El espanto de estas imágenes se veía exacerbado por el hedor que las acompañaba. De la carne putrefacta emanaba un olor de un dulzón nauseabundo que impregnaba el aire en todas las direcciones. Los soldados olían el frente antes de verlo.[5] La pestilencia se quedaba pegada al pan rancio que comían, al agua estancada que bebían y al uniforme andrajoso que llevaban puesto. «¿Alguna vez habéis olido un ratón muerto? —preguntaba el teniente Robert C. Hoffman, veterano de la Primera Guerra Mundial, para alertar a los estadounidenses contra la participación en la Segunda, poco más de dos décadas después—. Se asemeja tanto al olor de un grupo de soldados muertos hace mucho como un grano de arena a las playas de Atlantic City».[6] Hoffman recordaba que, incluso después de enterrar a los muertos, «el olor era tan horrible que algunos de los oficiales no podían parar de vomitar».

Clare se había acostumbrado a los muertos, pero no a los moribundos.[7] Tenía grabado en la mente el enorme sufrimiento que tuvo que presenciar. Un día se topó con dos alemanes encogidos de miedo en una trinchera, con el pecho desgarrado por la metralla. Ambos guardaban un asombroso parecido entre sí, lo que le llevó a pensar que eran padre e hijo. La visión de sus rostros lo atormentaba: «cadavéricos, con los rasgos lívidos y temblorosos, con los ojos desbordantes de dolor, miedo y terror, quizá a causa del otro». Clare montó guardia junto a los heridos con la esperanza de que llegara pronto atención médica, pero al final se vio obligado a seguir adelante. Más tarde se enteró de que un amigo suyo llamado Bean les hundió la bayoneta en el vientre cuando él abandonó la escena. «Me devoró la indignación —escribió Clare en su diario—. Le dije que lo que había hecho iba a ser su sentencia de muerte, que Dios no iba a permitir que un acto tan cobarde y cruel quedara impune». Poco después, Clare encontró los restos en descomposición de su amigo en una trinchera.

Ahora, mientras contemplaba el campo de batalla de Cambrai desde su posición en la colina, Clare se preguntaba qué nuevos horrores lo aguardaban. A lo lejos, oía el débil staccato de las ametralladoras y el silbido de los proyectiles que surcaban el aire. Clare escribió que, al impactar, «la tierra parecía estremecerse, al principio con una sacudida, como un gigante que se despertara sobresaltado, y después con un temblor incesante que se transmitía a nuestro cuerpo, tendido sobre ella».[8] Al poco de comenzar el fuego de artillería, su oficial al mando dio la señal.

Había llegado el momento.

Clare montó la bayoneta en el fusil y se puso en pie con cuidado, junto a los hombres de su pelotón. Emprendió la marcha ladera abajo, desprotegido. Por el camino pasó junto a un reguero de hombres heridos y aterrorizados, sin color en el rostro. De repente, un proyectil estalló en lo alto y por un tiempo lo oscureció todo con una nube de humo. Cuando se despejó, Clare vio que el pelotón que iba delante del suyo había sido aniquilado. «Minutos después seguimos adelante, pisando los cuerpos mutilados de nuestros pobres camaradas»,[9] escribió. Un cadáver en particular llamó su atención. Era un soldado muerto que estaba completamente desnudo, «toda la ropa se le había arrancado del cuerpo hasta quedar en cueros…, un curioso efecto de una explosión de gran potencia».

El pelotón de Clare siguió avanzando, abriéndose paso a través de la carnicería hacia su objetivo: una trinchera casi inexpugnable y envuelta en alambre de espino. A medida que se acercaban, los alemanes empezaron a acribillarlos a balas, con ametralladores y fusileros que disparaban desde varias posiciones a la vez. De súbito, Clare sintió una abominable incapacidad: «Cuán absurdo parecía ser parte de una sencilla y fina línea de color caqui que progresaba contra la inmensa fuerza de un atrincheramiento que vomitaba un fuego de fusilería cada vez mayor».[10]

Clare avanzó palmo a palmo, aplastado por el peso de los pertrechos con los que debía cargar la artillería. En la mochila, que podía pesar hasta treinta kilos, llevaban desde munición y granadas de mano hasta máscaras de gas, gafas, palas y agua. Sorteó marañas de alambre de espino sin despegarse del suelo para evitar la lluvia de proyectiles que volaba sobre su cabeza.

Entonces, a setecientos metros de la trinchera, notó un golpe seco en un lado de la cara. Una bala le desgarró las dos mejillas. La sangre que le salía a borbotones de la boca y las fosas nasales le empapaba el uniforme. Clare abrió la boca para gritar, pero no emitió ningún sonido. La cara estaba tan mutilada que ni siquiera pudo contraerse en una mueca de dolor.

En el instante mismo en que sonó la primera ametralladora sobre el frente occidental, una cosa quedó clara: la tecnología bélica de Europa había dejado muy atrás su capacidad médica. Las balas surcaban el aire a velocidad aterradora. Los proyectiles y las bombas de mortero explotaban con tal fuerza que lanzaban a los hombres por el campo de batalla igual que muñecos de trapo. La munición con carga de magnesio se encendía al entrar en la carne.[11] Y una nueva amenaza, pedazos ardientes de metralla muchas veces cubiertos de fango repleto de bacterias, causaba unas heridas terribles a las víctimas. Los cuerpos eran vapuleados, agujereados y despedazados, pero las heridas de la cara podían ser especialmente traumáticas. Narices arrancadas, mandíbulas hechas añicos, lenguas descuajadas y globos oculares reventados. En algunos casos, la cara entera se borraba como un tachón. En palabras de una enfermera de batalla: «La ciencia médica estaba atónita ante la ciencia de la destrucción».[12]

La guerra de trincheras iba unida, por su propia naturaleza, a un elevado índice de heridas faciales. Muchos combatientes recibían disparos en la cara porque no sabían a qué se enfrentaban: «Era como si creyeran que podían asomar la cabeza por la trinchera y, si se movían lo bastante rápido, esquivar la salva de las ametralladoras»,[13] escribió un cirujano. Otros, como Clare, resultaron heridos mientras avanzaban por el campo de batalla. Los hombres eran mutilados, quemados y gaseados. A otros les pisaban la cara los caballos.[14] Antes incluso de terminar la guerra, había ya 280.000 hombres con algún tipo de traumatismo facial tan solo en Francia, Alemania y Gran Bretaña.[15] Además de causar muerte y desmembramientos, la maquinaria de la guerra también produjo con eficiencia millones de lisiados.

En ninguna otra guerra se habían perdido tantas vidas, y en parte fue debido a la invención de nuevas tecnologías que hicieron posible la masacre a escala industrial. Con las armas automáticas, los combatientes podían disparar cientos de balas por minuto contra objetivos lejanos. La artillería hizo tales avances que con algunas armas de largo alcance se debía tener en cuenta la curvatura de la Tierra para asegurar la precisión del disparo. El mayor cañón de asedio de los alemanes, el temido «cañón de París», batió la capital francesa con proyectiles de noventa kilos a ciento veinte kilómetros de distancia. También las armas de infantería se perfeccionaron en los años anteriores al estallido del conflicto y se les dio una cadencia de disparo varias veces superior a la de guerras anteriores. El historiador militar Leo van Bergen señala que este aspecto, unido a los avances en artillería, significó que una compañía de tan solo trescientos hombres de 1914 podía «desplegar una potencia de fuego equivalente a la de los sesenta mil hombres del ejército que combatió al mando del duque de Wellington en la batalla de Waterloo».[16]

Además de los adelantos en las tradicionales armas de fuego, balas y bombas, los avances científicos trajeron consigo dos espantosas novedades. La primera fue el Flammenwerfer, o lanzallamas, que aterraba hasta la conmoción a quienes nunca lo habían visto. Los alemanes fueron los primeros en utilizarlo, sobre todo contra los británicos en Hooge, en 1915. El artefacto portátil escupía un chorro de petróleo ardiendo que destruía todo lo que había a su alcance, haciendo que los hombres salieran a la carrera de las trincheras, como ratones de pajares en llamas. Sus caños de fuego líquido dejaban a las víctimas con graves quemaduras por todo el cuerpo. Un soldado contempló horrorizado cómo las llamas abrasaban a un compañero: «[Tenía] la cara negra y carbonizada como la carbonilla y la parte superior del cuerpo achicharrada y cocida».[17]

La segunda innovación, puede que incluso más devastadora psicológicamente, fueron las armas químicas. El primer ataque letal con gas a gran escala tuvo lugar el 22 de abril de 1915,[18] día en que los integrantes de una unidad especial del Ejército alemán soltaron ciento sesenta toneladas de gas cloro sobre el campo de batalla de Ypres, en Bélgica. En cuestión de minutos, murieron más de mil combatientes franceses y argelinos, y otros cuatro mil resultaron heridos. La mayoría de los supervivientes huyó del campo de batalla con los pulmones ardiendo y dejando un enorme agujero en la línea de trincheras. Un soldado presenció la espantosa escena desde lejos: «Hasta donde estábamos llegaron tambaleándose soldados franceses ciegos, entre toses y estertores, con la cara de un inquietante color púrpura y los labios mudos de agonía; como luego supimos, dejaron atrás a cientos de camaradas muertos y moribundos en las trincheras rezumantes de gas».[19] Aunque pronto se enviaron al frente máscaras de gas —con distintos niveles de protección—, estas armas químicas enseguida se convirtieron en sinónimo de la barbarie de la Gran Guerra.

Otra presencia novedosa en el campo de batalla fue la de los tanques. Eran una invención británica y recibieron ese nombre con el propósito de ocultar al enemigo su verdadera función. Simulando ser tanques de agua, estas bestias de acero protegían a los hombres que iban en sus tripas mientras avanzaban implacables con sus cañones y carga hacia las líneas enemigas. En realidad, eran vulnerables al fuego de artillería y dejaban a la tripulación expuesta a todo tipo de heridas, incluidas quemaduras por los depósitos de gas que cargaban dentro sin protección y que podían incendiarse con un impacto.

Al igual que Percy Clare, el capitán Jono Wilson combatió en la primera jornada de la batalla de Cambrai.[20] Estaba al frente de una división de tres tanques. A mitad del avance, su tanque se quedó sin combustible. Wilson saltó del vehículo y corrió hacia el segundo blindado de la formación, que recibió un impacto directo en el momento en que estaba atando una nota a una paloma mensajera. Al explotar el proyectil, el vehículo volcó sobre un costado y se desató un incendio en el interior. Sin darles tiempo a huir, el tanque fue alcanzado de nuevo. El conductor murió y a Wilson le golpeó en la cara metralla al rojo vivo. Con la sangre chorreando por el boquete donde antes estaba su nariz, salió del tanque, se refugió en un agujero de obús y bebió un trago de ron de la cantimplora para recuperar fuerzas. Al cabo de poco, cuatro prisioneros alemanes lo sacaron del campo.

Mientras, en el cielo, los pilotos se enzarzaban en combates aéreos o realizaban misiones de reconocimiento expuestos al fuego de las fuerzas terrestres. Los aviones (fabricados con madera, alambre y lona) no eran a prueba de balas y la mayoría de los aviadores eran igual de vulnerables que sus camaradas de abajo. El combate aéreo estaba en pañales cuando comenzó la guerra. Apenas había pasado una década desde que los hermanos Wright consiguieran el primer vuelo con motor y los aviones todavía eran máquinas rudimentarias. Cuando eran alcanzados, los pilotos se veían obligados a realizar aterrizajes forzosos en medio de las llamas o a saltar sabiendo que iban a morir, pues no llevaban paracaídas. Un piloto consiguió escapar con el cuerpo intacto, pero tenía la cara tan carbonizada que no se le distinguían los rasgos.[21] La mayoría de estos pilotos llevaba encima un revólver o una pistola, pero no para disparar al enemigo, sino para terminar con su vida en caso de que el avión se incendiara. En esos primeros tiempos, volar era tan peligroso que muchos pilotos morían durante la instrucción, antes siquiera de tener la oportunidad de atisbar al enemigo. Estos aviadores se llamaban a sí mismos colectivamente «el club de los veinte minutos»: el tiempo que duraba de media un nuevo piloto en ser derribado.[22]

A pesar de estos adelantos tecnológicos, muchos de los cuales estaban destinados a aislar al combatiente del contacto directo con el enemigo, la guerra seguía siendo algo tan elemental y salvaje como lo había sido durante siglos. El combate estallaba en escenas que iban a perseguir a los supervivientes mucho después de que terminara la guerra. John Kirkham, del Batallón Mánchester, recordaba el momento en que, durante la batalla del Somme, golpeó a un soldado alemán con una maza de asalto. Era un arma rudimentaria, más propia de una guerra medieval que de la matanza «moderna» que fue la Primera Guerra Mundial. La versión más corriente era una especie de garrote con el alma de plomo y clavos en la cabeza, aunque a veces se fabricaban de forma improvisada con materiales de las trincheras. «Se le hundió en la frente —contaba Kirkham—. En la refriega, se le cayó el casco y vi que era un hombre viejo y calvo. No he olvidado aquella calva y supongo que nunca la olvidaré, pobre infeliz».[23]

En el sigilo de las incursiones, entraban en escena las contundentes porras y, con ellas, la afilada bayoneta. Ninguna era tan temida como la bayoneta alemana con el lomo aserrado, a la que los aliados dieron el sobrenombre de «cuchillo de carnicero». Los soldados utilizaban el filo dentado para arrancar las entrañas a los enemigos, causándoles una muerte lenta y agonizante. Era tan odiada que los Ejércitos francés y británico advirtieron a los alemanes que iban a torturar y ejecutar a todos los hombres a los que sorprendieran con una. Para 1917, ya había sido prohibida en combate de forma generalizada. Sin embargo, durante la guerra se siguieron inventando y modificando armas, a menudo con resultados atroces.

Al principio de la guerra, incluso las latas de mermelada se convirtieron en letales cuando los combatientes empezaron a improvisar bombas con ellas: las rellenaban con explosivos y trozos de hierro, y las armaban con espoletas.[24] Ante la inaudita proliferación de formas sumamente eficientes de matar en masa, no es de extrañar que el campo de batalla acabara convertido en un erial. En palabras de un hombre, «no había rastro de vida de ningún tipo […] Ni un solo árbol, solo unos cuantos tocones que resultaban perturbadores a la luz de la luna. Ni un pájaro, ni siquiera una rata ni una brizna de hierba […] La muerte estaba grabada en todas partes».[25]

Estas son solo algunas de las atrocidades que se infligieron en la primera de las dos guerras mundiales que iban a ser definitorias del siglo XX. No había forma de escapar a la destrucción humana causada por el conflicto. Se extendió por campos de batalla y se hacinó en hospitales improvisados por toda Europa y fuera de ella. En la guerra murieron de ocho a diez millones de soldados y más del doble resultaron heridos, muchas veces de gravedad.[26] Muchos sobrevivían y eran devueltos al combate, otros eran enviados a casa con discapacidad de por vida. Los que sufrieron daños en la cara (como Percy Clare) supusieron algunos de los mayores retos a los que se enfrentó la medicina de guerra.

A diferencia de los amputados, no siempre se trataba con los agasajos del héroe a los hombres que estaban desfigurados. Si una pierna amputada podía despertar simpatía y respeto, lo habitual era que una cara deformada causara asco y aversión.[27] Para los periódicos de la época, las heridas maxilofaciales (daños en la cara y la mandíbula) eran las peores de todas, de acuerdo con los arraigados prejuicios hacia las peculiaridades faciales. El Manchester Evening Chronicle decía que el soldado desfigurado «sabe que solo puede mostrar a sus familiares afligidos o a los curiosos que le preguntan una máscara más o menos repulsiva que antes fue un rostro apuesto o agradable».[28] De hecho, la historiadora Joanna Bourke ha demostrado que la «desfiguración facial muy grave» era una de las pocas lesiones para las que el Ministerio de Defensa británico consideraba justificados todos los beneficios asistenciales, junto con la pérdida de varios miembros, la parálisis total y la «enajenación» o neurosis de guerra: el trastorno mental que sufrían los combatientes traumatizados por la guerra.[29]

No es de extrañar que los soldados desfigurados recibieran un trato distinto al de los compañeros con otro tipo de daños. Durante siglos, un rostro marcado se entendía como signo externo de degeneración moral o intelectual.[30] Era habitual asociar las anomalías faciales con los efectos devastadores de enfermedades como la lepra o la sífilis, o con el castigo corporal, la maldad y el pecado. De hecho, la desfiguración conllevaba tal estigma que los combatientes franceses que sufrían heridas de ese tipo durante las guerras napoleónicas eran asesinados a veces por sus propios camaradas, cosa que justificaban con la aplastante lógica de evitarles la posterior desgracia.[31] La desacertada creencia de que la desfiguración era «un destino peor que la muerte» conservaba plena vigencia en vísperas de la Primera Guerra Mundial.

Por lo general, la cara es lo primero en lo que nos fijamos al ver a alguien. Puede indicar el género, la edad y la etnia: todos ellos aspectos importantes de una identidad.[32] También da pistas sobre la personalidad y nos ayuda a comunicarnos. Los inagotables matices y la diversidad de la expresión humana constituyen un idioma emocional por sí mismos. Así, cuando una cara queda borrada, estos importantes portadores de significado pueden desaparecer con ella.

La trascendencia de la cara como manifestación de sentimientos o intenciones se plasma en el propio lenguaje. Podemos intentar «salvar la cara» o se nos puede «caer la cara». Si una persona es comprometida, «dará la cara» y actuará «a cara descubierta», a diferencia de quien presenta «dos caras» o del «descarado». Y, en una desfiguración tanto metafórica como real, también hay quien se dejaría «partir la cara» por alguien. La lista sería larga.

Al regresar de la guerra, muchos de estos soldados desfigurados se aislaban del resto de la sociedad. La súbita transformación de «normal» a «desfigurado» no solo era un golpe para el paciente, sino también para sus amigos y familiares.[33] Las novias rompían el compromiso y los niños salían huyendo al ver al padre. Un hombre recordaba el día en que un médico se negó a mirarlo por la gravedad de sus heridas: «Supongo que pensó que solo era cuestión de horas que yo dejara de existir».[34] Reacciones así por parte de desconocidos podían ser dolorosas. Robert Tait McKenzie, inspector de hospitales de convalecencia del Cuerpo Médico del Ejército Real durante la guerra, escribió que los soldados desfigurados caían muchas veces «víctimas del abatimiento, de la melancolía, que en algunos casos los llevaba incluso al suicidio».[35]

La mayoría de ellos tenía la vida tan destrozada como la cara. Se les había arrebatado la identidad misma y pasaron a simbolizar lo peor de una forma nueva y mecanizada de guerra. En Francia se los llamaba les gueules cassées (los morros rotos) y en Alemania, Menschen ohne Gesicht (personas sin rostro) o Gesichts entstellten (los de cara deforme). En Gran Bretaña se los conocía, simplemente, como «the loneliest Tommies»,[36] los más solitarios de todos los Tommies, las víctimas más trágicas de la guerra: convertidos en extraños hasta para sí mismos.

En Cambrai, el soldado Percy Clare estaba a punto de sumarse a sus filas.

Cuando la bala le atravesó la cara, lo primero que pensó Clare fue que la herida era mortal. Se tambaleó un momento y cayó de rodillas, no podía creer que fuera a morir. «Había pasado por tantos peligros que, inconscientemente, me tenía por inmune», anotó más tarde en su diario.[37]

Cuando empezaba a dejarse llevar por el recuerdo de su mujer y su hijo, un oficial llamado Rawson llegó en su ayuda.[38] Estremecido por la imagen del jirón que era el rostro de Clare, Rawson arrancó el paquete de apósitos de emergencia que llevaba cosido en el forro de la casaca. Dentro había gasas, vendas y un frasquito de yodo, envuelto todo en un hule impermeable. No era capaz de encontrar el origen de la hemorragia y le entró el pánico, así que le metió todo el paquete a Clare en la boca y volvió corriendo junto a sus hombres. En ese momento, Clare descubrió lo fácil que era ahogarse con la hemorragia provocada por la rotura de las arterias principales de la cara y del cuello. «Tal vez […] pensara que podía taponar la herida y detener así el derrame —recordaba Clare—. Sin embargo, solo estuvo a punto de asfixiarme; tuve que tragar a toda prisa la sangre hasta que pude escupir lo que me había metido».

Clare notó que se le dormían los dedos por la pérdida de sangre y supo que se le acababa el tiempo. Reunió la poca fuerza que le quedaba y comenzó a arrastrarse hacia un camino que había en la distancia porque le pareció que allí tendría más esperanzas de que lo encontraran. Le pesaba el cuerpo, como si estuviera «envuelto en cadenas de hierro».[39] Acabó desplomándose antes de llegar a su destino. Se quedó tendido, contemplando la que iba a ser su tumba si moría: «Imaginaba las cuadrillas de enterramiento que me encontrarían esa misma noche o tal vez al día siguiente; alguien acabaría encontrando aquel amasijo informe en que me había convertido y lo enterraría en un hoyo a unos dedos de profundidad, bajo la misma tierra del campo de batalla donde yo había enterrado a tantos otros».[40] Sacó una pequeña Biblia del bolsillo y la apretó contra el pecho con la esperanza de que la enviaran a su madre cuando lo encontraran.[41]

Mientras perdía y recuperaba el conocimiento, Clare rezó para que llegara pronto atención médica. Sin embargo, sabía que las posibilidades de que lo sacaran rápido del campo de batalla eran escasas. Muchos hombres morían esperando a que llegaran los médicos. El soldado Ernest Wordsworth, que fue herido en los primeros minutos de la primera jornada de la ofensiva del Somme, pasó días en el campo de batalla con un reguero de sangre en la cara hasta que lo rescataron.[42]

Los camilleros no podían pisar el campo de batalla sin convertirse ellos mismos en objetivo y eso dificultaba el rescate. En la batalla de Loos, en el otoño de 1915, tres hombres murieron y un cuarto resultó herido en el intento de salvar a un comandante de compañía llamado Samson, que recibió un disparo a solo veinte metros de la trinchera.[43] Un enfermero consiguió llegar a donde estaba, pero Samson lo hizo volver con el mensaje de que ya no merecía la pena salvarlo. Cuando callaron las armas, sus camaradas lo encontraron muerto con diecisiete disparos. Tenía metido el puño en la boca para que sus gritos no llevaran a más hombres a arriesgar la vida por salvar la suya. Historias trágicas como esta no eran para nada infrecuentes.

Como era de esperar, muchos soldados murieron en el campo de batalla sin que les llegara asistencia médica. Conseguir la atención de los equipos de rescate podía ser complicado, sobre todo para los que tenían la cara despedazada. Eran heridas tan espeluznantes que podían aterrorizar incluso al combatiente más aguerrido. El activista socialista Louis Barthas recordaba el momento en que hirieron a uno de sus camaradas: «Nos quedamos allí un instante, horrorizados —escribió—. Apenas le quedaba cara; una bala le había dado en la boca y explotó llevándose las mejillas, le hizo añicos la mandíbula y la lengua se la arrancó de cuajo, solo le colgaba un trozo, mientras la sangre salía sin parar y a borbotones de tan espantosas heridas». El soldado seguía vivo, pero ningún hombre de su pelotón lo reconoció sin cara. Barthas se tuvo que preguntar: «¿Acaso lo habría reconocido su propia madre en ese estado?».[44]

Al menos en este aspecto, Percy Clare tuvo suerte. A pesar de la gravedad de sus heridas, un amigo que pasó a su lado lo reconoció; se llamaba Weyman. Oyó una voz en lo alto: «Hola, Perc. ¿Cómo te va, amigo mío?».[45] Clare le dio a entender por gestos que se acercaba el final. Weyman se agachó para valorar la situación y avisó a un camillero. A esas alturas la sangre empezaba a cuajar en las manos y la cara de Clare, pero seguía chorreando de los boquetes que eran sus mejillas. El enfermero se limitó a sacudir la cabeza antes de ordenar a sus hombres que siguieran adelante. «Estos siempre mueren enseguida», murmuró.

Pero Weyman no se daba fácilmente por vencido. Mientras arreciaba el fuego de artillería de las líneas enemigas, fue a buscar a otros camilleros, pero estos también dieron por sentado que Clare iba a morir y se negaron a sacarlo del campo. Clare estaba cada vez más débil y no podía reprochar su decisión. «Imagino que estaba tan empapado de sangre y mi aspecto era tan lamentable que tenían motivos [para creer] que la larga y pesada caminata […] iba a ser en balde», escribió.[46]

Recoger a un hombre como Clare, que a todas luces iba a morir, significaba dejar en el campo a otros con más opciones de sobrevivir; había que pensarlo bien. El viaje de vuelta con los heridos no solo era peligroso, sino también agotador. El equipamiento de rescate casi nunca servía de nada en la batalla. Los perros adiestrados para buscar heridos se volvían locos con los disparos. Los carros de ruedas para transportar a los heridos solían ser inservibles entre los surcos y agujeros de bomba del terreno. Así, la mayoría de las veces los camilleros tenían que poner a salvo a los heridos con la camilla al hombro. A veces hacían falta hasta ocho personas para trasladar a un solo hombre. Nada era sencillo ni rápido. El soldado W. Lugg recogió a un hombre en la batalla de Passchendaele y tardó diez horas en llegar a través del barro hasta donde estaba la ayuda.[47] A veces, aunque consiguieran sacarlos de ahí, era tarde y servía de poco. El doctor Jack Brown, del Cuerpo Médico del Ejército Real, recordaba que «entonces, lo único que se podía hacer era encenderles un pitillo y hablar un poco de casa y la familia hasta que morían».[48]

Por el lugar donde tenía la herida, Percy Clare se enfrentaba a otro peligro. Muchos soldados con heridas en la cara se ahogaban cuando los tumbaban sobre la espalda. La sangre y la mucosidad les obstruían las vías respiratorias, o la lengua se les metía en la garganta y los asfixiaba. Un soldado recordaba haber sentido un «golpe» y luego un ruido sordo cuando una bala le atravesó la cara y se le alojó en el hombro. «Me quedé sin habla. […] Mis amigos me miraban horripilados y no esperaban que fuera a vivir mucho más». Le vendaron enseguida las heridas, pero «no podían detener el chorro de sangre de la boca, que estaba a punto de ahogarme».[49] Se quedó en las trincheras durante horas sin parar de escupir sangre hasta que lo rescataron.

Muy al comienzo de la guerra, el cirujano dental William Kelsey Fry descubrió los problemas que planteaban las heridas faciales cuando atendió a un joven al que le habían volado la mandíbula en una incursión nocturna.[50] Kelsey Fry le dijo al soldado que echara la cabeza hacia delante para que no se le obstruyeran las vías respiratorias. Después de guiarlo por las trincheras y dejarlo en manos de los médicos, Kelsey Fry se dispuso a volver a la primera línea de combate. Apenas había recorrido cincuenta metros cuando le comunicaron que el soldado se había asfixiado en cuanto lo tumbaron en la camilla. Lo vivido marcó a Kelsey Fry para el resto de su vida: «Recuerdo que lo envolvimos en una manta y lo enterramos aquella noche. Decidí que si tenía la oportunidad de enseñarles esa lección a otros, lo haría».[51] Tuvo que avanzar la guerra para que oficiales médicos expertos, como el propio Kelsey Fry, emitieran una recomendación oficial para que los soldados con heridas en la cara fueran trasladados boca abajo y con la cabeza colgando por el extremo de la camilla para evitar la asfixia accidental.[52]

A pesar de todos los obstáculos que desaconsejaban el rescate, Weyman consiguió convencer a una tercera cuadrilla de camilleros para que sacaran a su amigo del campo. Cuando por fin lo tendieron sobre una camilla, Clare había perdido una cantidad enorme de sangre. Más tarde, en su diario, se referiría a esta herida como una blighty:[53] una herida tan grave que exigía tratamiento especializado y el regreso a Gran Bretaña, la «vieja Blighty».[54]

Con todo, si Clare sintió algún alivio por ello, no le iba a durar mucho. Cuando volvió a mirarse la cara en un espejo, quedó conmocionado. Con gran pesar, escribió que «era algo repulsivo».[55]

Puede que la guerra hubiera terminado para Clare, pero la batalla por la recuperación no había hecho más que comenzar. Gracias a los adelantos que vivió el transporte en el curso de la guerra, era más fácil alejar a los combatientes heridos con rapidez y eficacia del campo de batalla. Esto, unido a los avances en el tratamiento de las heridas, hizo que hubiera un gran número de hombres que padecían heridas y sobrevivían a ellas, también en el rostro. Además, las mejoras higiénicas en los hospitales hicieron que las enfermedades no supusieran la misma amenaza para los soldados que en guerras anteriores.

Los heridos recibían primeros auxilios en un puesto de socorro del regimiento, junto a la línea de fuego, en algún lugar relativamente a cubierto o en las mismas trincheras. Después se los enviaba a una unidad médica móvil, conocida como «ambulancia de campaña», y, por último, se los transportaba a un puesto de triaje y evacuación más alejado del frente. Aunque algunos de estos puestos ocupaban edificios permanentes (como escuelas, conventos o fábricas), muchos eran áreas extensas, de más de mil metros cuadrados, cubiertas de tiendas de campaña o casetas de madera.

Estas instalaciones, que funcionaban como hospitales totalmente equipados, podían ser caóticas, sobre todo al comienzo de la guerra. El periodista británico Fritz August Voigt describió una escena desgarradora:

El quirófano parecía una carnicería. Había grandes charcos y salpicaduras de sangre en el suelo, con trozos de carne, piel y huesos por todas partes. Las batas de los camilleros estaban manchadas y regadas de sangre y ácido pícrico amarillo [un antiséptico]. No había cubo que no estuviera lleno de vendas, entablillados y paños empapados de sangre, con un pie, una mano o una rodilla amputados colgando del borde.[56]

En los puestos de triaje y evacuación, se estabilizaba y atendía a los hombres antes de trasladarlos con trenes sanitarios, convoyes de autoambulancias o barcazas hasta hospitales de retaguardia a lo largo de la costa francesa; algunos de ellos tenían hasta 2.500 camas y contaban con médicos especialistas y enfermeras. El desplazamiento hasta estas instalaciones podía durar hasta dos días y medio, según el medio de transporte elegido.

Para los soldados con una blighty, había gigantescos barcos hospital que los transportaban a través del Canal hasta los puertos británicos. Estas naves estaban pintadas de color gris y llevaban grandes cruces rojas a babor y estribor para señalar que transportaban heridos. Una vez al otro lado, se trasladaba a los hombres a uno de los muchos hospitales militares que se habían construido durante la guerra. Las continuas mejoras de este complejo sistema sirvieron para reducir de forma significativa las tasas de mortalidad en el transcurso de la guerra.[57]

Los médicos y las enfermeras de los hospitales castrenses tenían que afrontar enormes dificultades, pero ninguna mayor que la que plantearon los hombres con lesiones faciales. No bastaba que sobrevivieran. Para que volvieran a tener algo parecido a su vida anterior, se necesitaban más intervenciones médicas. Una prótesis no tenía por qué parecerse al brazo o la pierna, pero el caso era bien distinto con la cara. Un cirujano dispuesto a asumir la monumental tarea de reconstruir el rostro de un soldado no solo tenía que ocuparse de la pérdida de funciones, como la capacidad de comer, sino también considerar cuestiones estéticas para que el resultado se acercara a lo que la sociedad consideraba aceptable.

Por suerte para Clare, un cirujano visionario llamado Harold Gillies acababa de fundar el Queen’s Hospital en Sidcup, Inglaterra: uno de los primeros hospitales del mundo dedicados en exclusiva a la reconstrucción facial. A lo largo de la guerra, Gillies adaptó y mejoró técnicas rudimentarias de cirugía plástica e ideó otras completamente nuevas. Su firme entrega a ese trabajo no tenía otra causa que reparar rostros y espíritus rotos por el infierno de las trincheras. Para ayudarlo con una tarea de dimensiones tan colosales, reunió a un grupo irrepetible de médicos cuya labor iba a consistir en restaurar lo que había sido destrozado, en volver a crear lo destruido. Su equipo multidisciplinar reunió a cirujanos, médicos, dentistas, radiólogos, artistas, escultores, fabricantes de máscaras y fotógrafos, y todos ellos ayudaban en distintas etapas del proceso de reconstrucción. Bajo la dirección de Gillies, el campo de la cirugía plástica se transformó y se estandarizaron métodos pioneros: una rama desconocida de la medicina ganó legitimidad y entró en la era moderna. Desde entonces ha florecido y cuestionado la forma en que nos entendemos a nosotros mismos y nuestra identidad a través de las innovaciones reparadoras y estéticas de cirujanos plásticos de todo el mundo.

Pero aquella mañana de otoño, en noviembre de 1917, lo único que Percy Clare necesitaba era sobrevivir hasta que pudieran prestarle la atención médica que necesitaba con tanta urgencia.

[1]«Private Papers of P. Clare», vol. 3, 20 de noviembre de 1917, Documents, 1530, Documents and Sound Archives, Imperial War Museums. El manuscrito consta de cuatro volúmenes sin paginación escritos en 1918, revisados en 1929 y copiados de nuevo en 1932 y 1935. Incluye un anexo de cartas a su madre transcritas.

[2]William Clarke, «Random Recollections of ’14/’18», 8, Liddle Collection, Special Collections, Brotherton Library, Universidad de Leeds. Cita original en Joanna Bourke, Dismembering the Male: Men’s Bodies, Britain, and the Great War, Londres: Reaktion Books, 1996, p. 215.

[3]Leo van Bergen, Before My Helpless Sight: Suffering, Dying and Military Medicine on the Western Front, 1914–1918, Farnham: Ashgate, 2009, p. 490 (trad. al inglés por Liz Waters).

[4]Robert Weldon Whalen, Bitter Wounds: German Victims of the Great War, 1914–1939, Ithaca y Londres: Cornell University Press, 1984, p. 43.

[5]Van Bergen, 2009, p. 132.

[6]Paul Fussell (ed.), The Bloody Game: An Anthology of Modern Warfare, vol. 2, Londres: Abacus, 1992, p. 179.

[7]Cita en Richard van Emden, Meeting the Enemy: The Human Face of the Great War, Londres: Bloomsbury, 2013, p. 186.

[8]«Private Papers of P. Clare», vol. 3.

[9]Ibid.

[10]Ibid.

[11]Simon Schama, The Face of Britain: The Nation Through Its Portraits, Londres: Viking, 2015, p. 529.

[12]Ellen N. La Motte, «The Backwash of War: The Human Wreckage of the Battlefield as Witnessed by an American Hospital Nurse», en Nurses at the Front: Writing the Wounds of the War, ed. de Margaret R. Higonnet, Boston: Northeastern University Press, 2001, p. 16.

[13]Fred H. Albee, A Surgeon’s Fight to Rebuild Men: An Autobiography, Nueva York: Dutton, 1945, p. 136.

[14]Andrew Bamji señala que en el Queen’s Hospital de Sidcup había once pacientes con heridas faciales infligidas por animales. Nueve estaban pisoteados y dos mordidos. Andrew Bamji, Faces from the Front: Harold Gillies, the Queen’s Hospital, Sidcup and the Origins of Modern Plastic Surgery, Solihull: Helion, 2017, p. 21.

[15]Sandy Callister, «“Broken Gargoyles”: The Photographic Representation of Severely Wounded New Zealand Soldiers», Social History of Medicine 20, n.º 1, abril de 2007, pp. 116-117; Suzannah Biernoff, «The Rhetoric of Disfigurement in First World War Britain», Social History of Medicine 24, n.º 3, enero de 2011, p. 666.

[16]Van Bergen, 2009, p. 31.

[17]James William Davenport Seymour, History of the American Field Service in France, «Friends of France» 1914–1917: Told by Its Members, vol. 2, Boston: Houghton Mifflin, 1920, p. 90.

[18]Los alemanes hicieron algunos ensayos infructuosos con el uso de gas en 1914, en el frente oriental.

[19]O. S. Watkins, Methodist Report, cita en Amos Fries y C. J. West, Chemical Warfare, Nueva York: Mc-Graw Hill, 1921, p. 13. Localizado en Gerard J. Fitzgerald, «Chemical Warfare and Medical Response During World War I», American Journal of Public Health 98, n.º 4, abril de 2008, pp. 611-625.

[20]«Wilson, J. K. Tape 286/Transcript», Liddle Collection, Special Collections, Brotherton Library, Universidad de Leeds, LIDDLE/WW1/TR/08/69.

[21]Frederick A. Pottle, Stretchers: The Story of a Hospital Unit on the Western Front, New Haven: Yale University Press, 1929, capítulo 4.

[22]Nelson Wyatt, «First World War flyers Risked Shortened Lifespan but Have Extended Legacy», Canadian Press, https://www.ctvnews.ca/canada/first-world-war-flyers-risked-shortened-lifespan-but-have-extended-legacy-1.2050829 [consultado en diciembre de 2023].

[23]Sean Coughlan, «Graphic eyewitness somme accounts revealed», BBC News, 17 de noviembre de 2016, https://www.bbc.co.uk/news/education-37975358 [consultado en diciembre de 2023].

[24]Andrew Robertshaw, First World War Trenches, Stroud: History Press, 2014, p. 62.

[25]Reginald A. Colwill, Through Hell to Victory: From Passchendaele to Mons with the 2nd Devons in 1918, 2.ª ed., Torquay: Reginald A. Colwill, 1927, pp. 81-82.

[26]Van Bergen, 2009, p. 132.

[27]Bourke, 1996, p. 59.

[28]«Worst Loss of All. Public Deeply Moved by War-Time Revelation», Manchester Evening Chronicle, mayo-junio de 1918, localizado en «Queen’s Hospital, Sidcup, Kent: Newspaper Cuttings», London Metropolitan Archive, H02/QM/Y/01/005, p. 37.

[29]Bourke, 1996, p. 65. En cambio, en Francia, la desfiguración era una lesión de clase 6, considerada menos grave que la ceguera o la amputación de miembros, por lo que no daba derecho a pensión. Así, el cirujano Léon Dufourmentel lamentaba que los soldados franceses mutilados tuvieran que enfrentarse a la penuria económica: «Es una triste verdad que un rostro desfigurado que inspira repugnancia u horror, y a pesar de la piedad y el respeto que debemos a las víctimas de la Gran Guerra, puede causar a estos hombres considerables perjuicios». Véase Claudine Mitchell, «Facing Horror: Women’s Work, Sculptural Practice and the Great War», en Valerie Mainz y Griselda Pollock (eds.), Work and the Image II: Work in Modern Times, Visual Mediations and Social Processes, Aldershot: Ashgate, 2000, p. 45.

[30]Suzannah Biernoff, Portraits of Violence: War and the Aesthetics of Disfigurement, Ann Arbor: University of Michigan Press, 2017, p. 15.

[31]Marjorie Gehrhardt, The Men with Broken Faces: Gueules Cassées of the First World War, Oxford: Peter Lang, 2015, p. 2. Véase también François-Xavier Long, «Les blessés de la face durant la Grande Guerre: les origines de la chirurgie maxillo-faciale», Histoire des Sciences Médicales 36, n.º 2 (2002), pp. 175-183.

[32]Biernoff, 2011, p. 669.

[33]Patricia Skinner, «“Better Off Dead Than Disfigured”? The Challenges of Facial Injury in the Premodern Past», Transactions of the Royal Historical Society 26 (2016), p. 26.

[34]Francis J. McGowan, «My Personal Experiences of the Great War», p. 7. En «6 Mss Essays by Patients with Facial Injuries in Sidcup Hospital, 1922», Liddle Collection, Special Collections, Brotherton Library, Universidad de Leeds, LIDDLE/WW1/GA/WOU/34, Essay 1.

[35]R. T. McKenzie, Reclaiming the Maimed: A Handbook of Physical Therapy, Nueva York: Macmillan, 1918, p. 117.

[36]Sunday Herald, junio de 1918. Localizado en «Queen’s Hospital, Sidcup, Kent: Newspaper Cuttings», London Metropolitan Archive, H02/QM/Y/01/005, p. 41.

[37]«Private Papers of P. Clare», vol. 3.

[38]Ibid.

[39]Ibid.

[40]Ibid.

[41]Carta de Percy Clare a su madre, sin fecha, «Private Papers of P. Clare. Letters to His Mother».

[42]Ernest Wordsworth, «My Personal Experiences of the Great War». En «6 Mss Essays by Patients with Facial Injuries in Sidcup Hospital, 1922», Liddle Collection, Brotherton Library Special Collections, Universidad de Leeds, LIDDLE/WW1/GA/WOU/34, Essay 2.

[43]Van Bergen, 2009, p. 306.

[44]Louis Barthas, Les carnets de guerre de Louis Barthas, Tonnelier 1914–1918, París: Maspero, 1983, p. 72 [trad. cast.: Cuadernos de guerra [1914-1918], Madrid: Páginas de Espuma, 2014, trad. de Eduardo Berti]. Cita en Van Bergen, 2009, pp. 169-170.

[45]«Private Papers of P. Clare», vol. 3.

[46]Ibid.

[47]Lyn MacDonald, They Called it Passchendaele, Londres: Michael Joseph, 1978, p. 118.

[48]Cita en Ena Elsey, «Disabled Ex-Servicemen’s Experiences of Rehabilitation and Employment After the First World War», Oral History 25, n.º 2, otoño de 1997, p. 51.

[49]«My Personal Experiences of the Great War». En «6 Mss Essays by Patients with Facial Injuries in Sidcup Hospital, 1922», Liddle Collection, Brotherton Library Special Collections, Universidad de Leeds, LIDDLE/WW1/GA/WOU/34, Essay 6.

[50]Sir Harold Gillies y D. Ralph Millard Jr., The Principles and Art of Plastic Surgery, Londres: Butterworth, 1957, p. 23.

[51]Cita en sir Terence Ward, «The Maxillofacial Unit», Annals of the Royal College of Surgeons of England 57 (1975), p. 67. En 1962, William Kelsey Fry pronunció el discurso inaugural del Primer Congreso Internacional de Cirugía Bucal.

[52]«Notes on Maxillo-Facial Injuries», informe presentado al Army Council, 1935, AWM54, 921/3/1. Localizado en Kerry Neale, «Without the Faces of Men: Facially Disfigured Great War Soldiers of Britain and the Dominions», tesis doctoral inédita, Universidad de Nueva Gales del Sur, Australia, marzo de 2015, p. 47.

[53]En su diario, Clare se refiere a la herida como una blighty, pero la expresión solía asociarse a heridas menos incapacitantes.

[54]El término Blighty (proveniente del indostaní vilāyatī, «extranjero») tenía un largo recorrido de uso en el inglés de la India. Sin embargo, en la Primera Guerra Mundial se popularizó entre los soldados británicos que combatieron en Francia para referirse a Gran Bretaña y aparece en muchas de sus canciones, como Take me back to dear old Blighty. (N. de la T.).

[55]«Private Papers of P. Clare», vol. 3.

[56]Fritz August Voigt, Combed Out, Londres: Swarthmore Press, 1920, p. 70.

[57]Bamji, 2017, p. 31.

01

Las posaderas de una bailarina

La guerra y todos sus horrores todavía eran inimaginables aquella tarde en la que Harold Delf Gillies y su esposa paseaban por Covent Garden. El cirujano era un hombre de treinta años, delgado, de nariz aguileña y ojos oscuros que solían brillar con picardía; tenía el andar encorvado y eso lo hacía parecer más bajo que su metro ochenta de estatura. La pareja se abría paso entre la multitud de tenderetes y vendedores ambulantes que se disponían a dar por terminada la jornada en las calles adoquinadas. En la primavera de 1913, la presencia de Londres en el mundo era mucho más imponente de lo que sería veintiséis años después, en el umbral de la Segunda Guerra Mundial. Con más de siete millones de habitantes, la bulliciosa metrópolis era mayor que las ciudades de París, Viena y San Petersburgo juntas y albergaba a más población que las otras dieciséis mayores ciudades de Gran Bretaña e Irlanda en conjunto.[58]

Londres no solo era grande. También era rica. La ciudad recibía los barcos que entraban y salían del mar del Norte surcando las aguas del Támesis para exportar e importar mercancías de todos los puntos cardinales.[59] Era uno de los puertos más activos y prósperos del planeta y un inmenso emporio del lujo. Los estibadores descargaban envíos regulares de té chino, marfil africano, especias indias y ron jamaicano. Con esa avalancha de mercancías llegaron también gentes de un sinfín de naciones, y parte de ellas decidía establecerse en la capital de forma permanente. Londres nunca había sido tan cosmopolita.

Los londinenses trabajaban duro, y le daban aún más duro a la diversión. Había 6.566 locales con licencia que animaban el pasatiempo favorito en la ciudad, la bebida, y mantenían ocupada a la policía. Londres también contaba con cinco equipos de fútbol, cincuenta y tres teatros, cincuenta y una salas de música y casi un centenar de cines, que triplicaron la asistencia semanal a finales de la década.

Esa noche, calurosa para ser de primavera, el Teatro Real de la Ópera estrenaba Aida, de Verdi, para disfrute de los melómanos pudientes de la ciudad. A Gillies le había regalado las entradas su jefe, sir Milsom Rees, especialista en dolencias y lesiones de la laringe. Rees también era el asesor médico de la Ópera y el encargado de cuidar de la garganta de sus famosos cantantes. En esa ocasión, sin embargo, se encontraba indispuesto y envió a su joven protegido para que lo sustituyera.

Gillies trabajaba desde hacía tres años en la consulta que Rees tenía en el barrio en boga de Marylebone. Ese puesto prácticamente le había resuelto la vida, y lo consiguió casi por casualidad. Cuando lo entrevistaron, acababa de terminar sus estudios clínicos en el hospital St. Bartholomew de Londres. En ese tiempo mostró un gran interés por la otorrinolaringología, una especialidad quirúrgica con un amplio campo de actuación que cubría las patologías de la cabeza y el cuello, básicamente del oído, la nariz y la garganta. Para el jefe de la unidad, Walter Langdon-Brown, era uno de los mejores alumnos de la promoción.[60] Sin embargo, no fue el talento de Gillies para la cirugía lo que le valió el puesto con Rees: se ganó la atención del médico por su fama como jugador de golf.

Por aquel entonces, Gillies acababa de colarse en la quinta ronda del campeonato de golf amateur de Inglaterra. En la entrevista, Rees sacó los palos de golf para que Gillies les pasara revista y después dio comienzo a una exhibición de swing. A Gillies la situación le resultaba ridícula y pronto se impacientó.[61] Estaba deseando hablar de las condiciones del empleo, pero no hubo ocasión: al poco de empezar la reunión, llegó un paciente y el laringólogo lo echó a toda prisa del despacho. Cuando ya estaba cerrando la puerta, fue como si Rees se acordara de pronto de su futuro empleado y le dijo de sopetón: «Oh, amigo mío, ¡lo había olvidado! ¿Qué le parecerían quinientas [libras] al año? Si consigue algún paciente privado, es todo suyo. ¿Está de acuerdo?».[62] En el hospital, Gillies tenía un sueldo anual de cincuenta libras, así que la perspectiva de cobrar diez veces más en la consulta privada de Rees lo entusiasmó. Esta no sería la última puerta que se le abriría gracias a la admiración que despertaban sus proezas deportivas.

Gillies siempre fue un triunfador. Como señaló Reginald Pound, el talento —ya fuera deportivo, artístico o académico— era en él «algo innato, como si lo hubiera adquirido de una forma misteriosa y no a través del esfuerzo».[63] Harold Gillies era el menor de ocho hermanos y nació el 17 de junio de 1882 en Dunedin, Nueva Zelanda. Su abuelo John emigró allí en 1852 desde la isla escocesa de Bute y llevó consigo a su hijo mayor, Robert. Con el tiempo, Robert se convirtió en agrimensor y conoció a Emily Street, la madre de Harold, en Dunedin. Ambos se enamoraron y contrajeron matrimonio poco después.

Gillies dio sus primeros pasos en las enormes habitaciones de la mansión victoriana de su infancia. Su padre era astrónomo aficionado y construyó un observatorio con una cúpula giratoria en el tejado de la vivienda. Robert Gillies se refería al hogar familiar como «la Casa del Tránsito», en honor de las importantes observaciones que hicieron astrónomos neozelandeses durante el tránsito de Venus de 1874.

Gillies era un niño precoz al que le encantaba recorrer los campos que rodeaban la casa en compañía de sus hermanos; lo montaban en la silla de Brogo, la yegua de la familia, y lo llevaban de caza y pesca. Siendo muy pequeño, se fracturó un codo deslizándose por una barandilla de la mansión, lo que le limitó la movilidad del brazo derecho de por vida.[64] Más adelante, esa discapacidad lo llevó a diseñar un portaagujas ergonómico para quirófano con el que compensar el escaso rango de giro de la mano.

Dos días antes de cumplir los cuatro años, en junio de 1886, la idílica infancia de Gillies se hizo añicos.[65] Por la noche su padre se encontraba mal, así que a primera hora de la mañana uno de los hermanos subió a ver cómo estaba. Encontró a Robert Gillies en el dormitorio, despierto y de buen humor. Le dijo a su hijo que enseguida bajaba a desayunar al comedor y el muchacho corrió a decírselo a todos.

La cocina cobró vida al momento: empezaron a sacar ollas y sartenes de los anaqueles y la tetera silbó al hervir el agua. Sin embargo, el hermano empezó a preocuparse con el paso de los minutos. Esperó media hora y volvió a subir las escaleras. En el dormitorio lo esperaba un duro golpe: Robert Gillies estaba tendido e inerte en la cama; murió de un aneurisma a los cincuenta años de edad.

Tras el fallecimiento del esposo, la madre se trasladó a Auckland con sus ocho hijos para vivir más cerca de la familia. A la edad de ocho años, enviaron a Harold a Inglaterra para que estudiara en el Lindley Lodge, una escuela preparatoria para niños cerca de Rugby, en el corazón del país. Regresó a Nueva Zelanda cuatro años después para continuar su formación, pero no se quedó por mucho tiempo: en 1900, con los dieciocho recién cumplidos, Harold puso de nuevo rumbo a Inglaterra para estudiar Medicina en Cambridge. La decisión de convertirse en médico sorprendió a todo el mundo. Según decía, eligió esa carrera para diferenciarse de sus hermanos, que eran todos abogados: «Me pareció que en la familia debía haber alguien con otra profesión», bromeaba.

En Cambridge gastó todo el dinero de la beca en una motocicleta nueva y se ganó así fama de inconformista. No se amilanaba ante los profesores, los ponía en cuestión y no era extraño verlo debatir con el rector de la universidad. A pesar de esa falta de sometimiento a la autoridad, era muy apreciado y admirado entre profesores y compañeros por «su carácter jovial y una sonrisa que estallaba en sonoras carcajadas».[66] La popularidad le valió un apodo, Giles, que lo acompañó de por vida.