El secreto de la mansión de Yew Tree - Emily Gunnis - E-Book
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El secreto de la mansión de Yew Tree E-Book

Emily Gunnis

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Beschreibung

La apasionante historia de dos familias y el terrible secreto que las une. En la Nochevieja de 1969, mientras los Hilton preparan la fiesta de fin de año en su mansión de Yew Tree, su hija pequeña, Alice, desaparece. Las sospechas recaen en Bobby James, un joven granjero que fue la última persona que vio con vida a la pequeña. Bobby defiende que es inocente, pero es castigado de todos modos. El cuerpo de Alice no se localizará nunca. En la actualidad, Willow James trabaja como arquitecta en un proyecto de remodelación de la zona y descubre que la tierra guarda un secreto. Pronto halla una maraña de injusticias y mentiras y, cuando otra niña de los Hilton desaparece en el mismo lugar, Willow comprende que la única forma de evitar que la historia se repita es rectificar un terrible error del pasado. Durante décadas, el destino de las familias Hilton y James ha estado entrelazado en las tierras de Yew Tree. Todo comenzó con el secreto de una comadrona, condenada en 1919 por un espeluznante crimen…

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El secreto de la mansión de Yew Tree

Emily Gunnis

Traducción de Gemma Benavent

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Árbol genealógico

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Epílogo

Agradecimientos

Nota de la autora

Sobre la autora

Página de créditos

El secreto de la mansión de Yew Tree

V.1.1: Octubre, 2022

Título original: The Midwife's Secret, publicado originalmente por Headline Review, un sello editorial de Headline Publishing Group.

© Emily Gunnis Ltd, 2021

© de la traducción, Gemma Benavent, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.

Se declara el derecho de Emily Gunnis a ser reconocida como la autora de esta obra.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: tupungato - iStock

Corrección: Isabel Mestre

Publicado por Lira Ediciones

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

[email protected]

www.liraediciones.com

ISBN: 978-84-19235-05-3

THEMA: FFH

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El secreto de la mansión de Yew Tree

La apasionante historia de dos familias y el terrible secreto que las une

En la Nochevieja de 1969, mientras los Hilton preparan la fiesta de fin de año en su mansión de Yew Tree, su hija pequeña, Alice, desaparece. Las sospechas recaen en Bobby James, un joven granjero que fue la última persona que vio con vida a la pequeña. Bobby defiende que es inocente, pero es castigado de todos modos. El cuerpo de Alice no se localizará nunca.

En la actualidad, Willow James trabaja como arquitecta en un proyecto de remodelación de la zona y descubre que la tierra guarda un secreto. Pronto halla una maraña de injusticias y mentiras y, cuando otra niña de los Hilton desaparece en el mismo lugar, Willow comprende que la única forma de evitar que la historia se repita es rectificar un terrible error del pasado.

Durante décadas, el destino de las familias Hilton y James ha estado entrelazado en las tierras de Yew Tree. Todo comenzó con el secreto de una comadrona, condenada en 1919 por un espeluznante crimen…

«Esta novela llegará al corazón de los lectores. Estamos ante una historia apasionante y desgarradora de amor, lealtad y secretos familiares. Me recordó a los libros de Kate Morton y de Eve Chase.»

Fictionophile

Qué han dicho de los libros de Emily Gunnis

«Una novela totalmente adictiva, llena de giros argumentales y venganza.»

Heat

«Una novela emocionante, llena de sorpresas y conmovedora. Esta historia permanecerá en el corazón del lector mucho tiempo. Me atrapó por completo.»

Sophie Kinsella, autora best seller

«Un libro totalmente apasionante, poderoso y con una tensión muy bien construida. La trama está llena de emociones y es conmovedora. Le doy cinco estrellas.»

Adele Parks, autora best seller

«¡Me ha encantado! Qué tensión y cuántas emociones.»

Jenny Ashcroft, autora

«No podrás dejar de leer. Esta novela tiene un ritmo rápido y una trama brillante, aunque triste en algunos momentos; en definitiva, todos los ingredientes de un best seller.» 

Lesley Pearse, autora

«Una lectura realmente brillante y conmovedora. Me ha encantado.»

Karen Hamilton, autora

«Una novela cautivadora y llena de suspense.»

Jessica Fellowes, autora

Para Grace y Eleanor, mi inspiración

«Nadie hace más daño a la

fe católica que las comadronas.»

Heinrick Kramer y Jakob Sprenger,

Malleus Maleficarum

___

«Los que son amados no pueden morir,

pues el amor es inmortalidad».

Emily Dickinson

Prólogo

Lunes, 8 de enero de 1945

Kingston near Lewes, Sussex Oriental

—Ya están aquí.

Tessa James se asomó a la ventana de la habitación en el momento en el que dos coches de policía aparcaban frente a la Rectoría. Las ráfagas de sus luces la sobresaltaron y la hicieron correr hacia su nieto de seis años, que temblaba de terror sentado en el descansillo. 

—Baba, tengo miedo. No quiero estar solo en la oscuridad. 

Cuando Alfie la miró fijamente, con esos ojos azules como el hielo de la familia James, sintió que el niño veía a través de ella. 

El pequeño la tomó de la mano mientras ella movía el último escalón del rellano para revelar una pequeña habitación oculta bajo las escaleras: un «agujero de cura» lo bastante grande para colocar un colchón y poco más; lo había descubierto casi por accidente al mudarse a aquella casa de campo prácticamente abandonada, cuando estaba embarazada de la madre de Alfie, más de dos décadas atrás. 

—Entra, corre —le urgió.

Como no tenía otra opción, el pequeño se metió de mala gana. Después, se giró para mirarla y se echó a llorar con las mejillas enmarcadas por el pelo negro.

—Alfie, escúchame, no salgas de aquí si no es absolutamente necesario. Debes permanecer escondido. Tienes provisiones para cinco días. Le he enviado un telegrama urgente a mamá, y ya sabe que estás aquí. Vendrá a por ti antes de eso; quizá incluso mañana.

—¿Y si no viene? ¿Qué hago entonces? —dijo entre sollozos. 

—Vendrá, Alfie.

Tessa le limpió las lágrimas. Necesitaba volver a colocar el escalón que hacía de tapa de la habitación oculta antes de que la policía irrumpiera y viera la entrada secreta. Con la madre de Alfie trabajando como sirvienta en Portsmouth, Wilfred Hilton no dudaría en mandar al pequeño —su nieto ilegítimo— al otro lado del océano para que nadie volviera a verlo o a oír hablar de él. 

—¿Me lo prometes, Baba? Porque sé que siempre cumples tus promesas. 

Las lágrimas le dejaron surcos en las mejillas manchadas de barro por haber estado jugando en el campo durante la mañana. Había corrido dentro para escapar de la lluvia casi al mismo tiempo que Sally, la criada de la casa de los Hilton, había llegado y aporreado la puerta de la Rectoría con la ropa empapada. 

—Tiene que venir, señora James —le había pedido, con los ojos llenos de pánico y entre jadeos por haber corrido a través de los bosques que conectaban la mansión de Yew Tree y la Rectoría, donde vivían—. La señora Hilton está de parto y el bebé está atascado. El doctor dice que la madre morirá si no nace pronto. Ha pedido que viniéramos a por usted. No sabe qué hacer. 

A Tessa se le revolvió el estómago al pensar que Evelyn Hilton estaba sufriendo tanto a manos del doctor Jenkins. 

—Sally, sabes que el señor Hilton me ha prohibido acercarme a su esposa. No he tenido consultas con la señora Hilton. Traer al bebé al mundo sano y salvo es tarea del doctor.

—Por favor, el doctor me ha suplicado que viniera aquí —explicó Sally—. Me ha dicho que le contará al señor Hilton que exigió su presencia y que cargará con todas las consecuencias. Por favor, señora James, hay mucha sangre. Dice que usted es la única que puede salvarla. Ambos morirán si no viene. Creí que no podía soportar más sus gritos, pero ahora que está en completo silencio es mucho peor. 

—¿Dónde está el señor Hilton? —quiso saber Tessa.

—Se ha marchado en el coche después de su discusión sobre el arrendamiento de la Rectoría. Verá, esta mañana han recibido un telegrama que decía que el señorito Eli ha muerto en combate. La señora Hilton estaba muy triste, y ha roto aguas poco después de que el señor Hilton se fuera. He llamado al doctor Jenkins, como me habían ordenado, pero el bebé viene de nalgas y el doctor dice que no se lo esperaba. No deja de gritarme que busque al señor. Y lo he buscado por todas partes en Kingston: en La Rosa y La Corona, y en los establos. He mirado en todos lados, pero ha desaparecido. —La chica estaba muy nerviosa y empezó a sollozar—. Por favor, no la deje morir, señora James. ¡Por favor! —Tiró del brazo de Tessa y la acercó a la puerta—. Richard solo tiene seis años; quedará huérfano de madre. 

Eli Hilton había fallecido. Tessa todavía no se lo creía. El amado de Bella y padre de Alfie había muerto en la guerra ahora que estaba a punto de terminar. Había estado presente cuando Eli llegó al mundo y, poco después, ella misma dio a luz a Bella, y ambos habían sido inseparables desde entonces. Eli había sido como un hijo para ella y, mientras la joven criada la observaba de pie bajo la lluvia, Tessa notó que le faltaba el aire. Pero no había tiempo para reaccionar, ni para gritar, ni llorar, ni lamentarse. La necesitaban.

—Alfie, quédate aquí calentito y mantén vivo el fuego —le pidió mientras se ponía las botas militares negras y se enrollaba el chal sobre los hombros antes de sumergirse en la tormenta.

Había traído a los otros dos bebés de Evelyn, Eli y su hermano pequeño Richard, sanos y salvos al mundo, pero ambos partos habían sido complicados. Los alumbramientos de Evelyn parecían no tener fin. Era menuda y su canal del parto, estrecho, por lo que asistirla requería de paciencia, algo de lo que Tessa estaba convencida que carecía el doctor Jenkins. Había que moverla durante el parto y había dado a luz a ambos bebés a cuatro patas en el suelo de su dormitorio, en la mansión de Yew Tree. Temía que el doctor Jenkins la hubiera atado con estribos a la cama y hubiera empleado fórceps para sacar al bebé. 

Mientras corrían desde donde limitaba el bosque hasta el camino de piedra de la inmensa mansión de estilo georgiano, el recuerdo de la discusión con Wilfred Hilton esa misma mañana hizo que Tessa se entristeciera. «Los quiero a usted y a ese niño bastardo fuera de la Rectoría y de mis tierras —le había dicho—. Ha traído la vergüenza a la Iglesia y a mi familia. Veo cómo trata de esconder a las mujeres a quienes provoca abortos. ¿Creía que no me daría cuenta si las traía en mitad de la noche? Es usted una vergüenza, señora James, con sus secretos, sus hierbas y sus medicamentos orgánicos. Necesitamos médicos de verdad, como el doctor Jenkins, no hechiceras que odian a Dios, como usted, y que extienden su odio hacia las buenas prácticas médicas en nuestra comunidad como si de un cáncer se tratara. 

Desde que se había convertido en comadrona, las mujeres le habían preguntado cómo podían deshacerse de los bebés que crecían en su interior. Siempre las había escuchado con empatía, pero sabía que era ilegal: se encarcelaba a toda persona que llevara a cabo un aborto. Sin embargo, no era la ley lo que la disuadía, sino sus instintos (había dedicado su vida a salvar las vidas de los bebés, no a acabar con ellas), por lo que, en su lugar, les ofrecía consuelo. Escuchaba sin juzgar, ya que sabía que una mujer tenía sus motivos para no querer tener un bebé. Quizá ya tenía demasiados a los que cuidar, o estaba tan enferma de haber traído a tantos al mundo que otro la mataría y, sin ella, ¿qué pasaría con sus otros hijos? Les daba hierbas que se recomendaban para forzar las menstruaciones, pero la mayoría no funcionaban. Algunas estaban tan desesperadas que amenazaban con suicidarse. Esas eran las que más le preocupaban. Si no las ayudaba, quizá beberían lejía o intentarían provocarse el aborto con una aguja de coser o una de punto de cruz, o con cualquier otro medio que solía tener horribles consecuencias. Era un mundo de hombres, y pocos sabían lo mucho que su disfrute las hacía sufrir. 

—¿Y qué aprendió el doctor Jenkins en la escuela de medicina? —le había respondido a Wilfred Hilton—. ¿Cuántos partos ha asistido? Allí no aprendes a calmar a una madre que apenas tiene la edad para serlo y que está a punto de morir a causa del dolor del parto. O a una mujer que es incapaz de dar a luz porque su vagina es demasiado estrecha. 

—¡Debería darle vergüenza, señora James! Ha embrujado a las mujeres de este pueblo con esa lengua. La quiero fuera de aquí mañana. 

El pensamiento de la hemorragia la animó a cruzar la casa y subir las escaleras hacia la habitación de Evelyn. El bebé se había dado la vuelta y Evelyn estaría débil a causa de la pérdida de sangre, quizá incluso sería incapaz de hacer fuerza para sacar al pequeño. No importaba lo que Tessa pensara de Wilfred Hilton: debía ayudar a su amiga. 

Pero nada la habría preparado para la escena que encontró en cuanto entró en la habitación. Jamás había visto tanta sangre en los treinta años que había ejercido como matrona. Las sábanas blancas bajo Evelyn y su propio camisón de color marfil estaban completamente teñidos de rojo. Su amiga yacía en el centro de la cama con dosel, pálida e inmóvil, con las piernas atadas con los estribos mientras el doctor tiraba de las piernas del bebé, que aún tenía la cabeza en el interior de su madre. 

—¡Por el amor de Dios, haga algo! —gritó el médico en cuanto la vio—. Los hombros están atascados. No puedo sacar al bebé. La he cortado, pero no funciona. —La miraba fijamente mientras jadeaba por el esfuerzo, con sangre hasta los codos. 

Tessa se precipitó hacia Evelyn y le bajó las piernas de los estribos. Con solo mirarla, y por toda la sangre que había, supo que ya era tarde para salvarla. Pero las piernas del bebé se movían; aún había esperanza para el niño. Se apresuró a buscar el hombro del bebé por el abdomen de Evelyn y le presionó la barriga justo por encima del hueso pélvico.

—¿Qué está haciendo? —El doctor jadeó con el rostro aún enrojecido y cubierto de sudor.

—Le he dislocado el hombro al bebé —respondió Tessa—. Ayúdeme a poner a Evelyn a cuatro patas.

El doctor la miró con los ojos como platos. 

—¡No lo haré! ¡No quiero tener nada más que ver con esto! —Recogió su bolsa y salió a toda prisa de la habitación con la camisa blanca salpicada con la sangre de Evelyn.

Tessa vio cómo se marchaba, consciente de lo que eso significaba: que la culparía por lo que él había hecho y que su trabajo como comadrona estaba acabado. Miró a Evelyn y después a Sally, que estaba encogida en el pasillo mientras lloraba en silencio.

—¡Ayúdeme! —espetó, paralizada por el terror—. Sally, usted me ha rogado que viniera. Por favor, la señora Hilton la necesita. —La joven miró a Tessa, asintió y caminó hacia ella.

Juntas giraron a Evelyn y Tessa le introdujo las manos en la vagina para darle la vuelta al bebé con gran esfuerzo. 

—Evelyn, empuja —le susurró a su amiga en el oído a la vez que venía la siguiente contracción. 

Evelyn empleó la poca fuerza que le quedaba para empujar y Tessa tiró tanto como pudo hasta que el bebé salió: era una niña preciosa que tenía los miembros largos y pálidos y los labios de rosa teñidos de azul. 

Pasaron unos minutos eternos. Sally lloraba en una esquina y Tessa se sentó en el suelo para hacerle el boca a boca a la bebé mientras le frotaba el suave abdomen en un intento desesperado por insuflarle algo de vida. Al final, se dio por vencida y alzó la mirada para comprobar que Evelyn había dejado de respirar. 

No sabía con exactitud cuándo había entrado Wilfred Hilton en la habitación, con el doctor Jenkins pisándole los talones, pero nadie gritó ni estalló de rabia; el hombre la ignoró por completo y caminó despacio hacia su mujer. Observó su piel blanca como la porcelana y después a su hija sin vida antes de cubrir el rostro de Evelyn con una sábana. Tessa se levantó con piernas temblorosas y dejó el cadáver del bebé en la cuna que estaba junto a la puerta. 

—¿Qué hace Tessa James aquí, doctor Jenkins?

—Ha entrado por la fuerza, señor Hilton. Cuando me he marchado, la señora Hilton y el bebé estaban muy vivos —dijo el doctor.

—Sally, llama a la policía —ordenó Hilton.

El miedo se adueñó del corazón de Tessa. Solo podía pensar en Alfie sentado junto al fuego en la Rectoría; el nieto del que el señor Wilfred Hilton renegaba y del que quería deshacerse con todas sus fuerzas. 

—¡Quédese aquí, señora James! —gritó Hilton, pero ella no titubeó. Sabía lo que tenía que hacer, por lo que se abrió paso a empujones entre los dos hombres, bajó las escaleras a toda prisa y se dirigió hacia el camino. No se detuvo hasta que llegó a la oficina de correos de Kingston y, con la ropa y las manos aún manchadas de la sangre de Evelyn, escribió un telegrama urgente a su hija en Portsmouth. 

Mi querida Bella. Ven enseguida. Alfie te espera en nuestro sitio secreto. Mamá. X

Las piernas le temblaban mientras corría hacia la Rectoría, donde encontró a Alfie dormido en el suelo junto al fuego. 

Bam. Bam. Bam. 

—¡Policía, abran la puerta!

—Baba, prométemelo y te creeré —dijo el pequeño, que la miraba con ojos suplicantes desde la habitación secreta. 

Tessa se detuvo, temerosa de que la promesa se convirtiera en una mentira, pero era mucho peor dejar a un niño de seis años solo en la oscuridad, durante días, preocupado por si nadie iba en su busca. 

—Te lo prometo —respondió al final, pues había decidido que, si Bella no regresaba al pueblo en cinco días, llamaría a la policía para contarles dónde estaba Alfie. Esperar más tiempo sería sentenciar al pequeño a una muerte segura. Tessa haría todo lo que estuviera en su mano para evitar que acabara en el orfanato al que Wilfred Hilton había planeado enviarlo, pero jamás habría puesto en riesgo su vida. 

Se inclinó hacia el niño y tomó sus mejillas entre las manos.

—Alfie, si alguien te ve, te alejaran de aquí. Y Wilfred Hilton se asegurará de que te escondan en algún lugar donde tu madre no te encuentre jamás. Esta es nuestra única esperanza. 

Bam. Bam. Bam.

—Sabemos que está ahí dentro, señora James. ¡Abra!

—Tienes que ser valiente. Toma la llave y enciérrate dentro. —Se quitó la llave ornamentada con un sauce que llevaba alrededor del cuello y se la dio al niño—. Sal siempre que sea necesario, pero intenta no hacerlo —añadió con firmeza.

Empezó a bajar del tejado a la habitación mientras recordaba el día en que la descubrió. Había planeado barnizar las oscuras escaleras de madera de caoba y las había estado lijando. Tuvo que hacer especial fuerza en el último escalón, donde algo hizo clic y se abrió con un resorte. Tomó una vela y se adentró. Era un espacio estrecho, lo bastante grande para tumbarse, pero, por alguna razón, no resultaba claustrofóbico. Al final había una pequeña ventana hecha de ladrillos de vidrio azul del mismo tono que los penetrantes ojos de Alfie y Bella, y la habitación daba la sensación de ser una casa del árbol, una guarida, un refugio. De inmediato, se le ocurrió que podría emplearlo en su trabajo para aquellas mujeres que necesitaran algún lugar en el que esconderse mientras se recuperaban de los estragos del parto o de un aborto. Mujeres que no podían permitirse regresar a casa con sus familias avergonzadas o sus maridos violentos. 

Bam. Bam. Bam. 

—Abra la puerta, señora James, o la echaremos abajo. Tiene diez segundos. Diez…

Tessa miró a su nieto de solo seis años, a quien le corrían las lágrimas por las pálidas mejillas. 

—Eres un James, Alfie. Te quiero. Debes ser fuerte. 

El niño le devolvió la mirada y, de repente, de la nada, la fuerza superó al miedo y su pequeño cuerpo se alzó a raíz de la desesperación; la confianza y el valor lo apuntalaron mientras se erguía para dejar marchar a su amada abuela. 

—¿Más que a todas las estrellas? —murmuró a la vez que se limpiaba las lágrimas con la manga.

—Cinco…

—Más que a todas las estrellas y a la Luna. Aguanta, mamá está de camino. Permanece en silencio, mi amor. —Le besó en la cara una y otra vez y notó el sabor salado de las lágrimas. 

Bam. Bam. Bam.

—¡Ya voy! —gritó. Cerró la puerta del agujero y esperó hasta que el pequeño puso el pestillo. Clic. 

—Tres…

—Ya voy. Por favor, no destrocen mi puerta —exclamó.

—Dos…

No había pasado ni una hora desde que había estado junto a la cama de Evelyn, desde que su amiga se había desangrado hasta la muerte frente a ella. Desde que había dejado al bebé sin vida de Evelyn en la cuna, a su lado. 

—¡Uno!

Abrió la puerta principal y los focos de dos coches de policía la cegaron de inmediato a la vez que cuatro agentes irrumpían en su pequeña cocina iluminada por el fuego.

—Tessa James, queda arrestada bajo sospecha por el homicidio de Evelyn Hilton. Tiene derecho a permanecer en silencio, pero cualquier cosa que diga podrá emplearse como prueba ante un tribunal de justicia. 

—¿Dónde está el niño? —exigió uno de los agentes mientras sus compañeros pasaban junto a ellos y se dirigían a las escaleras.

—Con su madre —respondió Tessa en voz baja.

—Tenemos instrucciones de llevarlo con su tutor, Wilfred Hilton —espetó el policía. 

—Bueno, no podrá ser. Se ha marchado —dijo Tessa.

—¿Cuándo? Sabemos que su hija trabaja en Portsmouth. ¿Cómo ha llegado hasta allí tan rápido?

—No hay rastro de él. —Otro policía, que se había quedado sin aliento de buscar por la casa, apareció junto a ellos. 

—Lo he subido a un tren.

—Tiene seis años. —Un agente que tenía bigote y un fuerte aliento se inclinó y miró fijamente a Tessa a los ojos—. Nos está mintiendo, señora James. Está aquí. —Se giró hacia sus compañeros—. Llevadla a la comisaría y que pase la noche en una celda; la interrogaré por la mañana. Esperaré aquí toda la noche, si es necesario, hasta que el niño salga de su escondite.

A Tessa le fallaron las piernas de la impresión y el cansancio a medida que tomaba conciencia de que esa sería la última vez que pisaría el umbral de su amado hogar. Era la palabra del doctor Jenkins contra la suya, y Wilfred Hilton haría todo lo posible por respaldarlo. 

Jamás regresaría a la Rectoría. 

A través de la ventana de vidrio azul, Alfie vio en silencio y aterrorizado cómo el coche de la policía arrancaba y se alejaba con su abuela dentro. Permaneció sentado en la oscuridad durante horas. Apenas se atrevía a respirar mientras la policía atronaba a su alrededor, gritaba su nombre, pisaba con fuerza el suelo y golpeaba las paredes hasta que, al final, todo se volvió silencioso. 

Aun así, Alfie permaneció callado, pues, gracias a la ventana de ladrillos de cristal que había en su habitación secreta, sabía que había otro coche aparcado fuera. 

Se tumbó en la oscuridad mientras pensaba en su madre. Con la salida del sol, rezó con todas sus fuerzas para que le entregaran el telegrama que Baba había mandado esa misma mañana, se diera prisa en hacer la maleta y tomara el primer tren a Kingston para ir a por él antes de que llegara otra noche larga y aterradora. 

Capítulo 1

Vanessa

Jueves, 21 de diciembre de 2017

Vanessa Hilton, de pie a la entrada del bosque que unía la mansión de Yew Tree y la Rectoría, bajó la mirada hacia los campos, donde se encontraba la casa en ruinas tras la que salía el brillante sol de aquella mañana de invierno. 

Los constructores la habían acordonado con cinta blanca y roja, y una inmensa grúa amarilla se alzaba con una bola de demolición a la espera de golpear las paredes del edificio protegido, que su hijo Leo todavía no tenía permiso para echar abajo. 

Un par de hombres con cascos y carpetas señalaban el tejado y se paseaban por el exterior de la casa. Era evidente que planeaban su caída. La Rectoría estaba en el centro del área que Leo le había dicho que iban a despejar para construir diez casas adosadas. No había duda de que todos ganarían mucho dinero con esto, pero ella no recordaba que le hubieran pedido permiso para llevar a cabo el proyecto. O quizá lo habían hecho y lo había olvidado. Para ella, los constructores eran como tiburones que nadaban en círculos alrededor de su presa, pues sus ansias por deshacerse de la vieja casa eran demasiado obvias. 

Vanessa se miró los zapatos negros de cuero, empapados, y se percató de que no sentía los pies. No llevaba el calzado adecuado para caminar; tampoco se acordaba de por qué había salido de casa. Quizá solo quería ver a su nieta Sienna. Tal vez deseaba alejarse de los hombres que estaban recogiendo sus cosas. 

Se sentía cansada de intentar recordar a todas horas. El médico le había dicho que tuviera paciencia. Que le resultaría difícil acordarse de los nombres de las personas y que habría palabras que se le quedarían en la punta de la lengua, pero que el pasado lejano permanecería completamente intacto en su mente: recordaba aquello que deseaba olvidar y olvidaba todo lo que anhelaba recordar. 

Supuso que debía de haber hablado con su familia sobre la venta de la propiedad, pero no recordaba la conversación, solo una sensación de malestar por todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, como si la marea se hubiera desbordado y nadie pudiera detenerla. Había conversaciones que escapaban de su control, los hombres de la mudanza iban y venían y los arquitectos realizaban reuniones en la cocina. La impotencia y la preocupación se cernían sobre ella como una sombra, al principio del día con una frívola sensación de inquietud que la invadía poco a poco hasta que, a la hora de irse a dormir, apenas podía respirar por el temor a olvidar. Sabía que debía marcharse, pero desconocía el motivo.

—¡Mamá! ¿Estás ahí fuera? 

Oía cómo Leo la llamaba, pero lo ignoró. La casa estaba abarrotada, llena de actividad y atestada de personas que planeaban su demolición. Se sentía como una araña a la que barren con una escoba para echarla por la puerta; todos eran amables, educados y le ofrecían infinitas tazas de té cuando era evidente que solo deseaban deshacerse de ella y de las pertenencias de toda una vida de la manera más rápida y eficaz posible. No dejaba de preguntarle a Leo dónde se mudaban, pero jamás recordaba la respuesta. 

Se giró y volvió por el bosque, donde los árboles formaban un arco sobre su cabeza. Eran los mismos fresnos bajo los que Alice pasó la noche en que desapareció. En los días de viento como este siempre se removían como si susurraran. Como si trataran de decirle algo. Si solo pudiera preguntarles qué vieron aquella noche, dónde fue cuando desapareció en la nieve… La habrían visto chocar con Bobby, el hijo del vecino y la última persona que la vio antes de que se esfumara. Bobby James. Eran un nombre y un rostro que jamás olvidaría, incluso con la mente nublada.

¿Qué le ocurrió a Alice después de eso? Casi cincuenta años después, ni siquiera se acercaba a descifrar el misterio. Solo sabía que el chico le contó a la policía que su hija de seis años había salido corriendo tras su perrito hacia la Rectoría. Nadie la volvió a ver.

Vanessa echó la que pensaba que sería la última mirada por encima del hombro hacia la vieja casa. Recordaba que la reunión de planificación era al día siguiente —Leo le había hablado de ella esa mañana— y, si conseguían el visto bueno, no perderían el tiempo a la hora de echarla abajo. 

Al mirar el frágil edificio a la luz del sol de la mañana, dudaba de que requiriera mucha fuerza. Nadie había vivido en la Rectoría desde la noche del accidente de Alfie James —la misma en que Alice desapareció—. Eso había sido hacía casi cincuenta años y, en ese tiempo, la que una vez fue una casa preciosa, se fue deteriorando poco a poco hasta quedar completamente en ruinas. Ahora atraía a adolescentes y viajeros, que encendían hogueras en el piso inferior mientras se apretaban los unos contra los otros, pues las ventanas y la puerta principal estaban rotas y apenas ofrecían protección contra el viento o la lluvia.

Hacía décadas que ella misma no entraba; le traía demasiados recuerdos de una noche que había pasado una vida intentando olvidar. Durante los primeros diez años tras la desaparición de Alice, había repasado una y otra vez en su mente cada segundo hasta aquel momento: qué no había visto o notado y en qué había fallado para mantenerla a salvo. Se había vuelto loca poco a poco. Ahora ni siquiera podía pensar en ello. Se había cansado de torturarse a sí misma. En cambio, había decidido recordar a Alice en las tierras de la mansión de Yew Tree. En sus largos paseos, imaginaba a la pequeña delante de ella, vestida con su abrigo rojo favorito, mientras le hacía preguntas sin parar, se reía, brincaba y corría. En el fondo de su corazón sentía que Alice todavía existía en algún lugar, en otro mundo, en otro sitio. Sin embargo, Vanessa no tenía permitido visitarla. Aún. 

Debería haberse alegrado tanto como Leo de que derrumbaran la Rectoría. La casa era un recordatorio constante de la familia James, que había llegado a sus vidas al final de la Primera Guerra Mundial y había estado unida de manera intrínseca a ellos por la tragedia desde entonces. 

Pero, de algún modo, pensar en que iban a demoler el lugar la entristecía más de lo que comprendía. Era una estampa brutal del paso del tiempo, como arrancar el yeso de una pared; el mundo se movía mientras ella seguía congelada en el tiempo.

A medida que se acercaba al otro lado del bosque, empezó a ver la mansión de Yew Tree y Sienna, su nieta de siete años, se dirigió hacia ella a toda velocidad en su bicicleta roja. Se parecía tanto a Alice que le resultaba insoportable. No era solo por el pelo rubio, también por su audacia, su curiosidad y el destello travieso en esos ojos azules. 

—Hola, abuela —la llamó—. Papá te estaba buscando. 

—¿Ah, sí? —respondió Vanessa—. Ve con cuidado, cariño, que hace frío. ¿Y no tendrías que estar en el colegio? 

—Sí, mamá se está vistiendo —respondió la pequeña al tiempo que pedaleaba carretera abajo.

Vanessa soltó un suspiro amargo y el cansancio la invadió. La pesadez de las piernas le hizo percatarse de que llevaba demasiado tiempo fuera de casa, por lo que decidió volver dentro. Mientras atravesaba el umbral y dejaba los guantes, oyó a Leo hablar por teléfono en voz baja desde el estudio. 

Al pasar frente al espejo dorado y antiguo de cuerpo entero que habían desatornillado de la pared y apoyado sobre esta, comprendió que la anciana con los hombros encorvados, figura frágil y pelo ralo gris claro era ella. Se detuvo y giró el rostro hacia su reflejo, a pesar de que deseaba darse la vuelta con desesperación. 

Jamás había sido una belleza clásica, pero se le daba bien sacarle partido a lo que tenía: unas facciones finas y una sonrisa amplia que jamás le fallaba a la hora de conseguir lo que deseaba. Richard la llamaba Megavatio, pues la noche en que se conocieron le contó que sintió como si le atravesara el corazón un relámpago. 

Siempre había sido alta. Su padre le puso el apodo «Palo» porque tenía las piernas y los brazos muy largos y bronceados. Recordaba vivamente cómo los pasaba alrededor de su espalda cuando él la subía a caballito durante sus largos paseos. Al ser hija única, su interés por ella le había otorgado una firme autoestima y un infinito suministro de positividad que no se agotó hasta la noche en que Alice desapareció. 

Ahora, su pelo rubio, denso y largo era fino, casi blanco, y lo llevaba corto, a la altura de la mandíbula, en un intento por disimular su frágil estado. Tenía la piel pálida, casi traslúcida, y se le marcaban las clavículas bajo la blusa. Fijó la mirada en el espejo y sus ojos verdes la observaron con el ceño fruncido. En su juventud, habían sido como dos brillantes esmeraldas, pero, ahora, eran como dos botellines de cerveza sucios. Su madre ya le había advertido de que la vejez era cruel, pero, al ser joven, le había parecido muy lejana. Sin embargo, ahora le había llegado. 

—La reunión de planificación es mañana. Gracias. Sí, te llamaré lo antes posible. No, no creo que haya problemas. El jefe de planificación está decidido a aprobarlo, lo que significa que ya está todo listo. —A través de la puerta medio abierta, Vanessa oía el estrés en la voz de su hijo.

En cuanto levantó la mirada y la vio, cortó la llamada en cuestión de segundos y apareció en el pasillo, nervioso y con el ceño fruncido. 

—Mamá, ¿estás bien? —dijo con el aliento entrecortado. 

—Estoy bien, cariño. Gracias. —Se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero que estaba lleno de prendas, pero, en cuanto colocó la suya, otra cayó al suelo—. Esta cosa está a punto de venirse abajo —comentó con un suspiro—. No estaría de más que Helen ordenara las cosas de vez en cuando. 

—Lo siento, mamá. Yo me encargaré. —Leo se apresuró a recoger la chaqueta que yacía a sus pies. 

—Tú ya tienes mucho que hacer —añadió Vanessa—. No sé cómo puedes con todo, de verdad. 

—Estoy bien, mamá. —Leo frunció ligeramente el ceño—. No sabía dónde te habías ido, has estado fuera mucho tiempo. He ido hasta los límites del bosque, pero no te he visto. 

Vanessa le sonrió. Leo era alto, como su padre, y, aunque su sexagésimo cumpleaños se aproximaba, todavía tenía una buena mata de pelo que le caía sobre los sonrientes ojos verdes. Tenía la apariencia robusta y atractiva de Richard y la piel curtida de haberse pasado la vida al aire libre, pero ahí acababa el parecido entre padre e hijo. Richard había sido un hombre con una enorme confianza en sí mismo, un toro malhumorado que no dudaba en embestir contra la vida y todo el que se cruzara en su camino sin considerar el caos que dejaba a su paso. En cambio, Leo era un aprensivo nato que se inquietaba por lo que la gente, y sobre todo su padre, pensara de él, y que se lo tomaba todo a la tremenda. Se había pasado la mayor parte de su vida adulta intentando arreglar las consecuencias de los desastrosos comportamientos de su padre, pero ella había comprendido hacía poco que su hijo había llegado al final del camino. Vender era su única opción, una que le hacía sentir que había fracasado. 

—Quería estar sola —añadió Vanessa—. No te preocupes tanto por mí; ya tienes mucho que hacer. Te vas a poner enfermo. 

—Estoy bien. Esta mañana tengo la última reunión en el pueblo y quería asegurarme de que estabas bien antes de irme. 

Vanessa recorrió el pasillo con la mirada: el perchero sobrecargado, los montones de botas de montaña cubiertas de barro, el montículo de correas de perro, sombreros y guantes en el sucio suelo de azulejos blancos y negros. Leo siempre estaba trabajando en la granja o metido en eternas reuniones con los arquitectos y los funcionarios de planificación. Mientras que Helen, su mujer, se limitaba a revolotear por la casa todo el día, como un pájaro con un ala rota, al tiempo que remarcaba su presencia, fisgaba entre las cosas que no necesitaban su atención e ignoraba las que sí que la requerían. La casa era un vertedero y estaba descuidada. Cocinaba para Sienna, pero casi nunca para Leo, y, mientras su hija iba siempre de punta en blanco, Leo iba hecho un desastre. Helen manejaba la vida de Sienna como si de un buque naval se tratara, pero era evidente que Yew Tree, la casa que Vanessa había querido toda su vida, no le interesaba lo más mínimo. Le rompía el corazón que fuera tan evidente que Helen no podía esperar a deshacerse de la casa para, en un principio, hacerse con el dinero. 

Como si sus pensamiento la hubieran invocado, Vanessa se sobresaltó al ver a su nuera en el pasillo. 

—Hola, Vanessa —la saludó con amabilidad—. Perdona, no quería asustarte. —Bajó la mirada a los zapatos de su suegra—. Madre mía, estás empapada. Estarás congelada. Si quieres ir a la sala de estar, Leo ha encendido la chimenea. 

—Vale, gracias, Helen.

Vanessa miró a su nuera durante un largo rato, como si buscara algo, una pista de lo que realmente se ocultaba detrás de esos profundos ojos azules. No quería incomodarla, pero Helen le recordaba al ratón que había aparecido en la cocina cada noche durante gran parte del año. Solía sentarse en un rincón y hacerle compañía mientras veía la televisión, hasta que, un día, desapareció tan abruptamente como había llegado. Ella fingía que miraba la pantalla, pero en realidad vigilaba a la criatura, como si tratara de comprenderla. Parecía dulce e inocente y, aun así, siempre estaba alerta, listo para salir escopeteado con los bigotes crispados. Era difícil no hacer comparaciones con los gestos nerviosos de Helen. 

Vanessa nunca supo qué había visto Leo en Helen. No le disgustaba como tal, pero cogerle cariño era difícil. Nunca mostraba sus verdaderas intenciones, y siempre parecía sospechar hasta de su propia sombra. Leo se podría haber casado con cualquiera —toda mujer con la que hablaba se derretía ante su sola presencia y, por la forma en que las amigas de Vanessa le preguntaban por él, diría que cualquiera de sus hijas habría aprovechado la oportunidad de echarle el guante—, pero él había escogido a Helen, alguien que no se ofendía con facilidad, pero con la que no podías mantener una conversación. Aunque Helen tenía cincuenta y tres años, se comportaba como una niña hasta el punto de que, en ocasiones, parecía más vulnerable que Sienna, que llegó por sorpresa cuando Helen estaba en plenos cuarenta. Helen tenía la desesperada necesidad de complacer a todo el mundo y siempre tenía una firme sonrisa en los labios que jamás se reflejaba en sus ojos tristes. 

—¿Has visto a Sienna fuera? —preguntó mientras Vanessa la seguía hacia la sala de estar. Se acercó a la ventana y movió unas revistas sobre la mesa de café de la esquina. «Un montón de basura sobre otro», pensó Vanessa.

—Sí, se lo está pasando en grande con la bicicleta. Pero tenéis que iros al colegio, ¿no? —comentó Vanessa, y miró su reloj de pulsera. 

—Creo que Leo la llevará de camino a la reunión —contestó Helen.

—Creo que deberías llevarla tú, Helen. Leo está muy estresado, parece que la carga de trabajo nunca acaba.

Helen respondió con una leve sonrisa y empezó a recoger las cosas de su hija que estaban esparcidas por la habitación para meterlo todo en una mochila. Al verla, Vanessa pensó que Sienna debía de ser lo único por lo que Helen sentía verdadero interés. Apenas tenía vida social ni quedaba con amigas; ella y Leo nunca celebraban grandes cenas ni salían a los pubs. Su mundo giraba en torno a las actividades extraescolares de Sienna, a las citas para ir a jugar y a sus deberes. La vigilaba como un halcón y gastaba cada gota de energía en ella. No había un solo pensamiento de la niña que su madre no supiera. Helen dormía con su hija la mayoría de las noches, mientras que Leo las pasaba solo. De haber querido hacer eso Vanessa, Richard jamás lo habría permitido una sola noche, menos aún durante siete años. Quizá era algo generacional, pero había sido así desde que Sienna era un bebé. En alguna ocasión, Vanessa se había preguntado si ese era el motivo por el que Leo se había distanciado de su hija: Sienna lo adoraba, pero él siempre se mostraba distante cuando estaba con ella, y Vanessa dudaba de si se debería a que la pequeña se había interpuesto entre Helen y él. Siempre había dicho que no quería hijos y, de repente, a los cuarenta y cinco años, su mujer anunció que estaba embarazada. Leo no era borde con Sienna, pero apenas jugaba con ella y tampoco parecía estar especialmente enamorado o comprometido con ella del modo en que Richard lo había estado con Alice. Por otro lado, Helen era tan absorbente que era raro que Leo pasara tiempo a solas con su hija. 

En sus momentos más oscuros, Vanessa había llegado a pensar que los celos eran la causa de lo mucho que le irritaba la obsesión de Helen con Sienna. Estaba convencida de que Alice y ella habían tenido una relación maravillosa, pero la realidad de los hechos era que Helen jamás perdería a Sienna. Ni en un millón de años. Jamás se permitiría perderla de vista durante demasiado tiempo. Aunque también era posible que la desaparición de Alice fuera el motivo por el que vigilaba a su hija como un halcón. Helen había visto lo que la pérdida de un hijo hacía a una madre. De hecho, a pesar de que había pasado casi medio siglo, las consecuencias de la ausencia de la niña habían convivido con todos ellos en la mansión de Yew Tree hasta la actualidad. 

—¿Has dado un buen paseo? —preguntó Helen, que devolvió a Vanessa al presente mientras vigilaba a Sienna por la ventana.

—Sí, he ido hasta la Rectoría. Parece que ya están listos para demolerla. 

Helen se giró despacio y la miró con las mejillas sonrojadas, pero no dijo nada. 

—Es extraño pensar que esa casa fría y vacía estuvo una vez llena de vida. No sé qué fue de la familia James. ¿Se llamaban Nell y Bobby? ¿Tú sabes algo, Leo?

—¿Qué, mama? —Leo apareció en la puerta con el ceño fruncido—. Helen, ¿has visto las llaves de mi coche?

Helen todavía miraba a Vanessa.

—Creo que están en la mesa del comedor. 

—Mira bajo los montones de papeles y periódicos —añadió Vanessa—. No me extrañaría que Bobby James estuviera en prisión. Era un niño horrible que le prendió fuego al establo. ¿Lo recuerdas, Leo? 

—Eh, sí, vagamente. —Leo miró a Helen, que le había dado la espalda.

—¿Vagamente? Yo jamás lo olvidaré. Estaba dispuesto a quemar vivos a esos animales, pero Richard llegó a tiempo. —Vanessa frunció el ceño—. ¿Adónde vas?

—Ya te lo he dicho, mamá. Es la última reunión de planificación en el ayuntamiento del pueblo. Mañana es el Día D. 

Helen pasó junto a ellos con la mochila de Sienna. 

—¿Por qué no dejas que Helen lleve a Sienna al colegio? —preguntó Vanessa a Leo—. Puedo preparar una fritada rápida. 

—Comeré algo después de la reunión, mamá. Helen, ¿puedes prepararle algo para desayunar a mamá? Tengo que irme o llegaré tarde —dijo tras haber encontrado las llaves, y salió escopeteado. 

Vanessa miró a su alrededor y vio que Sienna entraba a toda prisa en la habitación. 

—¡Adiós, abuela! —exclamó, y se lanzó a sus brazos con las mejillas sonrojadas por el frío. 

—Adiós, cariño. Que tengas un día maravilloso. 

—Te veo en la reunión, Helen —exclamó Leo—. Te guardaré un sitio. 

Vanessa miró a su nuera, que parecía haberse sumido en uno de sus momentos de tristeza. No le gustaba estar con Helen cuando estaba callada y pensativa; le hacía elucubrar de lo que yacía bajo la superficie. Jamás había confiado en ella, pero desconocía el motivo, y eso la hacía sentirse culpable y vacía. 

—Creo que voy a echarme un rato —anunció Vanessa—. He paseado más de lo que debería. 

Se detuvo al comienzo de la larga escalera que se enroscaba hacia la planta superior de la casa. La gran mansión georgiana daba una sensación de abandono. La pintura de la ventana junto a la que estaba se había desescamado, la alfombra de las escaleras estaba descolorida y desgastada y algunas baldosas bajo sus pies estaban ligeramente agrietadas. La calefacción estaba baja, si es que la encendían, por lo que en la casa siempre hacía frío. 

Empezó a subir los peldaños despacio y vio que cada uno estaba repleto de libros, prendas de ropa y periódicos. Siguió con la mirada el papel de pared medio despegado y decorado con varios cuadros grandes y espejos sobredimensionados, hasta que llegó arriba del todo, donde había una fotografía de Richard y Leo apoyada en la pared. Era una imagen en blanco y negro de los dos montados en un tractor, y recordaba el día a la perfección. Había sido una calurosa tarde de verano en pleno mes de julio. Leo tenía cuatro años y Richard lo había sentado en su rodilla para que condujera. Al pequeño no le gustó la experiencia y lloró todo el tiempo. Richard perdió la paciencia y le abofeteó. Vanessa estaba embarazada de Alice por aquel entonces y, como su marido había pasado semanas recogiendo heno en el campo a diario, había decidido preparar un pícnic para que los tres comieran durante su descanso. Leo no había querido ir y ella sabía que la situación acabaría en lágrimas, pero lo preparó de todas formas porque se sentía sola: el destino de la mujer del granjero.

Como ella, Leo también odiaba la vida en la granja, pero, a diferencia de su madre, él no lo ocultaba. Lloraba si se caía, gemía cuando uno de los animales lo perseguía o cuando se ensuciaba las manos. A Alice, por el contrario, le gustaba casi tanto como a su padre. Cuanto más terrible fuera la experiencia, mejor. Se adoraban, y la pequeña lloraba cuando él se iba a vivir aventuras sin ella. En cuanto comenzó a caminar, lo seguía a todas partes y regresaba de dar de comer a las vacas o de arreglar una valla sobre los hombros de Richard tan llena de barro que Vanessa apenas le veía la cara. 

«Más, papi» era su frase estrella siempre que la lanzaba en el aire, o sobre un muro alto, o sobre una zanja, cuando se caía y se hacía daño mientras Vanessa retrocedía de horror. Entonces, en cuestión de segundos, la niña se sacudía la tierra de encima y levantaba las manos en el aire al tiempo que decía: «Más, papi». 

Vanessa alcanzó la puerta de su dormitorio y se detuvo, como siempre, a mirar el cuadro de Alice. Uno que encargó de su hija vestida con el mismo vestido de fiesta rojo que llevaba puesto la noche en que desapareció. 

—Mami, ¿por qué no puedo llevar el peto? —había preguntado en un tono agudo.

Vanessa bajó la mirada para ver cómo los ojos verdes de la niña la observaban con curiosidad mientras caminaba hacia ella por el rellano. Alice arrastraba el vestido rojo con una mano, uno de satén azul con la otra y llevaba un mono empapado de nieve fangosa de haber estado jugando fuera. Tenía manchas de lo que parecía tarta de chocolate alrededor de la boca y los mofletes, y las puntas de los dedos rojas por el calor de la casa. Vanessa tomó las manos frías de su hija y las apretó y frotó para calentárselas. La pulsera de plata que le había comprado por Navidad, de la que colgaba una A, brillaba con la luz.

En la habitación, Vanessa fue hacia la ventana y miró el camino de la entrada. Sienna la saludaba por la ventanilla del coche. Le devolvió el saludo mientras doblaban la esquina y desaparecían, pero la imagen del rostro de la pequeña seguía en su mente. 

«Cómo se parece a Alice», pensó. El parecido era tal que resultaba insoportable.

Capítulo 2

Willow

Jueves, 21 de diciembre de 2017

Las botas de tacón de Willow James resonaban con fuerza mientras subía las escaleras de madera y atravesaba el escenario del ayuntamiento de Kingston, hogar de cientos de representaciones de la natividad, de ferias de verano y de noches de bingo. 

Colocó las notas en el atril, ocultó las manos temblorosas tras la espalda y miró el mar de rostros que la observaban expectantes. De pronto, fue consciente de su atuendo, pues había escogido un conjunto más elegante de lo habitual: una americana azul oscuro y una camisa blanca de Zara, unos pantalones pitillo y unas botas marrones. Se había secado la melena oscura con el secador, se había aplicado su pintalabios color carne de Chanel favorito y había optado por un sombreado ahumado en los ojos que contrastaba con sus ojos azules como el hielo. Y, ahora, le preocupaba ir demasiado formal. Había intentado vestir con un estilo más casual en reuniones anteriores con los habitantes del pueblo con la intención de no parecer demasiado seria, pero tenía la sensación de que para estar hoy de pie frente a ellos, en la presentación final, necesitaría pintura de guerra. 

Peter, el conserje, le había dicho con orgullo que había preparado más de cien sillas a la expectativa de que hubiera una gran asistencia. Todas estaban llenas, y aún seguían entrando asistentes que llegaban tarde. El hombre, de aspecto amable, sombrero blanco y ojos sonrientes le había contado que hacía casi cuarenta años que había empezado a trabajar como conserje. 

Mientras esperaba a que la cacofonía de la charla previa se calmara, escudriñó al público en busca de caras familiares y encontró a Mike Scott, su jefe, que estaba al teléfono. Su cliente, Leo Hilton, con quien llevaban trabajando desde hacía un año en un plan de viviendas de cinco millones de libras, acababa de llegar y atravesaba el pasillo para sentarse junto a él. Como era habitual, Mike iba recién afeitado y llevaba el clásico jersey de cuello alto, unos tejanos y un abrigo negro. En contraste, Leo vestía con una cazadora impermeable, unos botines cubiertos de barro y una gorra. Había una silla vacía junto a Leo, y Willow supuso que sería para su mujer. Había coincidido con Helen en un par de ocasiones, pero era una mujer callada de rasgos finos que no estaba demasiado involucrada en el proyecto. 

Dos filas más hacia atrás estaba Charlie, el novio de Willow, y sus padres, Lydia y John. La miraban orgullosos mientras charlaban animadamente con sus amigos y vecinos de Kingston, donde vivían desde hacía más de una década. John le guiñó el ojo para animarla y Lydia la saludó con alegría. 

Al final, el silencio se apoderó de la sala con la excepción de un niño que no hacía más que gritar al fondo. Willow inspiró y forzó una sonrisa.

—Hola a todos, y gracias por haber venido —dijo. Aunque se había inclinado hacia el micrófono, su voz apenas se escuchaba en aquel lugar repleto de gente. 

—No te oímos, cielo —gritó una voz masculina desde el fondo mientras los habitantes del pueblo que se habían reunido murmuraban entre ellos. Willow notó que se sonrojaba y las mariposas en su estómago se intensificaron cuando bajó la mirada hacia Mike, que la observaba con el ceño fruncido desde su asiento. 

Toqueteó el micrófono y le dio uno golpecitos infructuosos hasta que Leo, a quien le asomaban mechones de pelo rubio bajo la gorra, se acercó dando brincos y lo encendió. 

—Aquí tienes —dijo, y le guiñó un ojo.

—Oh, gracias, Leo —respondió Willow al tiempo que el chillido del acople salía del micrófono. Observó cómo una fila de mujeres de mediana edad que estaban cerca del escenario lo miraban con adoración mientras él saltaba de donde estaba y regresaba a su asiento. En todos sus encuentros, se había fijado en que Leo tenía un efecto extraordinario en la gente, tanto en hombres como en mujeres. Rezumaba encanto, pero no a primera vista; era cálido, amable, simpático, y a menudo recordaba pequeños detalles de la vida de la gente. Era muy abierto en cuanto a sus propios defectos: era desordenado, despistado y olvidadizo, pero siempre se desvivía por ayudar. Necesitaba un corte de pelo y vestía ropa bastante desgastada, pero era muy guapo y a Willow le recordaba a los vaqueros de las películas del oeste que veía su padre. Sienna adoraba a su padre, aunque Leo no parecía estar especialmente prendado de ella. Nunca había sido mezquino, pero, si ella se subía a su regazo durante una reunión y le hacía preguntas, rara vez se enzarzaba en una conversación con ella, o, si se escapaba para acompañarlos en sus visitas al lugar, le decía que volviera a toda prisa a la casa. Pero qué sabía ella, pensó Willow. Su relación con su propio padre tampoco sería ganadora de un premio, así que no tenía mucho en lo que basarse.

Willow tomó aire y habló de nuevo. 

—Buenos días, y muchas gracias a todos por venir en este frío día de diciembre. —Su voz retumbó por la sala cuando el micrófono, por fin, cobró vida—. Es una prueba del maravilloso espíritu de comunidad de Kingston, un lugar que he tenido la oportunidad de conocer bien a lo largo del último año, que tantos de ustedes hayan venido a ver el modelo final de este emocionante proyecto que mañana presentaremos al departamento de planificación urbana.

Respiró de nuevo y miró a su alrededor. Cruzó la mirada con varios vecinos con los que había trabajado durante el último año: los había escuchado y había aliviado sus preocupaciones por el incremento del tráfico que supondría la construcción de la urbanización, se había reunido con ellos para tomar un café con el objetivo de disipar su temor a perder el salón municipal y habían hablado de sus dudas sobre el diseño de la urbanización para presentárselas a los funcionarios de conservación de Brighton —con los que había forjado una relación sólida y de confianza— con el fin de llegar a varios compromisos que beneficiaran a todas las partes.

—Ahora que nos acercamos al final del proyecto, quiero que sepan que les estamos muy agradecidos a cada una de las personas que se han dirigido a nosotros, han trabajado con nosotros y han apoyado la visión que compartimos en Sussex Architecture, junto con el señor Leo Hilton, en esta nueva empresa sostenible, emocionante y beneficiosa para ambas partes en Kingston. Sé que a muchos de ustedes les entristece la idea de que vayamos a reemplazar este precioso salón municipal y la Rectoría, pues ambos ocupan un lugar muy especial en sus corazones. Sin embargo, les aseguro que los hemos escuchado con atención y hoy nos gustaría mostrarles una presentación de lo que será la nueva casa del pueblo, la cual incluirá una biblioteca que esperamos que se convierta en el corazón del lugar. 

Willow se giró hacia la pantalla del proyector y pulsó en la primera imagen. Le había llevado un mes diseñar todo el proyecto, que se componía de diez viviendas independientes y un centro comunitario, como a Mike le gustaba llamarlo. Pero a eso le habían seguido doce meses de lucha hasta llegar a donde estaba ahora: recopilar declaraciones, elaborar informes, ganarse a los distintos asesores para que aprobaran los planes y, lo más difícil de todo, conseguir que los habitantes de la zona estuvieran de acuerdo para que no se opusieran a la solicitud de urbanismo, que se aprobaría en poco más de veinticuatro horas.

—¿Alguien podría apagar las luces? Gracias, Peter, eres mi héroe —dijo Willow cuando Peter alzó los pulgares desde el otro extremo de la sala y los sumió a todos en la oscuridad—. Tendré que comprarte una capa para Navidad —añadió, y el público sonrió agradecido.

Willow comenzó a hablar a través de la imagen que aparecía en la pantalla del proyector de los primeros bocetos del proyecto en una página titulada «Yew Tree Estate: Una visión hecha realidad», lo que la transportó al día en que Mike la llamó a su despacho para anunciarle que iba a dirigir su primer gran proyecto. Después de casi cinco años en los que se había esforzado por demostrar su valía, dibujando los bocetos de otros arquitectos, atrapada en su escritorio, pues rara vez la invitaban a visitar las obras o a las reuniones de planificación, deseando con desesperación crear espacios propios y nunca teniendo la oportunidad, le entregaban un proyecto de cinco millones de libras. 

—No será una tarea fácil, Willow —dijo Mike, inclinado sobre ella—. No solo vamos a demoler una casa señorial georgiana protegida para construir nuevas viviendas, sino que la Rectoría y el salón municipal deberán desaparecer para construir la infraestructura de carreteras. —Golpeó el bloc de notas con el bolígrafo hasta que el papel empezó a rasgarse—. Esta casa es importante para el departamento de conservación, pero bloquea el lugar, no podemos construir a su alrededor. Es una gran mansión a la que los habitantes del pueblo le tienen mucho aprecio, así que debes diseñar una nueva urbanización que tenga mejor aspecto que el edificio actual. Luego, buscaremos un asesor de conservación que alegue que el diseño mejora y preserva la zona, así como varios especialistas en medioambiente que declaren lo ecológico que será.

A medida que hablaba, Willow se dio cuenta de que la casa que le estaba describiendo, la que estaba en el centro del proyecto, le resultaba terriblemente familiar. Enseguida, la euforia dio paso al miedo cuando una sensación de ardor le subió por el cuello.

—Lo más importante es conseguir que gente de la zona admita que el edificio es una monstruosidad, y aquí es donde pensamos que darás lo mejor de ti. Además, habrá que encontrar a un ingeniero de estructuras que diga que se cae a pedazos, y eso no será fácil.

—¿Está hablando de la mansión de Yew Tree? —preguntó ella con los ojos como platos. 

—Ah, genial, la conoces. Así que ya sabes a qué nos enfrentamos. —Se pasó las manos por el flequillo y se reclinó en la silla. 

—¿Por qué Leo quiere demolerla? Ha pertenecido a su familia durante generaciones. ¿Su madre sigue viva? —indagó Willow, que no pudo ocultar la conmoción. 

Mike frunció el ceño. 

—A estas alturas, vamos a preocuparnos por muchas cosas, pero no creo que la madre de Leo Hilton sea una de ellas. Ha mencionado que no está muy bien y que él tiene poder notarial. Eso es lo único que importa. Parece que conoces a la familia —añadió.

—Oh, no. No. Los padres de mi novio viven en Kingston y alguna vez han mencionado la mansión de Yew Tree. Los Hilton son muy conocidos —agregó ella, con las mejillas sonrojadas. 

—Es estupendo que tus suegros vivan en Kingston. Podrían ayudarnos a conseguir el apoyo de la gente de la zona. Pero, si este proyecto te supone un problema, se lo puedo proponer a Jim. Creía que estarías emocionada. 

Estuvo a punto de preguntar si también iban a demoler la Rectoría, el hogar de su padre durante los primeros trece años de su vida, pero eso habría despertado demasiadas sospechas. Pronto lo sabría. Por un momento, se cuestionó si Leo Hilton había preguntado por ella en concreto, pero no estaba segura de que supiera que existía, y mucho menos dónde trabajaba. Y, aunque así hubiera sido, ¿por qué la habría buscado?

Su jefe la observaba fijamente, con los ojos entrecerrados y sin dejar de tamborilear con los dedos en la silla, y cada fibra de su ser sentía el deseo de decirle que no podía hacerlo. Su mente se agitó ante la situación que se le presentaba: era una oportunidad para demostrar su valía después de años de estudio y deudas estudiantiles. Incluso cuando obtuvo el título de arquitecta por el RIBA, le costó que la tomaran en serio en un sector dominado por hombres. Y ahora, de repente, le ofrecían en bandeja de plata un proyecto con el que solo podía soñar cuando comenzó, pero con la advertencia de que debía trabajar con los Hilton, la familia que había destruido la vida de su padre.

—Estoy en una nube. Gracias, Mike —contestó al final—. Creo que estoy un poco abrumada. Ha sido muy inesperado.