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"Estoy tratando de comportarme de un modo honorable, Grace. Te aconsejo que no me presiones..." Emilio Santana tenía poder, dinero y vínculos de sangre. ¿Cómo podía pensar Grace Chandler que conseguiría la custodia de aquel bebé? Después de todo, el niño era su sobrino huérfano y, por consiguiente, el último de los Santana. Grace no estaba dispuesta a permitir que Zac viajara sin ella a un país desconocido y aceptó la oferta del multimillonario para ocuparse del pequeño. No tardaron en darse cuenta de que entre ellos latía la pasión, pero el deseo sin confianza era una mezcla muy peligrosa...
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Seitenzahl: 171
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Elizabeth Lane
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
El último heredero, n.º 1975 - abril 2014
Título original: The Santana Heir
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4278-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Urubamba, Perú. 21 de enero
Emilio Santana observó el dosier que tenía encima del imponente escritorio de caoba, el mismo que habían utilizado todos los cabezas de familia de los Santana desde hacía siete generaciones. Hasta hacía dos semanas, ese escritorio había pertenecido a su hermano. En aquel momento, le pertenecía a él.
Aún no había logrado hacerse a la idea de que Arturo había fallecido en un accidente de tráfico, pero las innumerables empresas de los Santana no podían esperar más. Emilio se había visto catapultado de repente al sillón del jefe y tenía muchas cosas que aprender. Desgraciadamente, disponía de muy poco tiempo para hacerlo. Él jamás había anhelado tal responsabilidad, sin embargo, descansaba ya sobre sus hombros para siempre.
Arturo se había hecho cargo de todo mientras Emilio recorría el mundo, codeándose con estrellas de la canción y saliendo con glamurosas mujeres. Se había ocupado de la finca familiar en Urubamba, había dirigido la corporación empresarial desde Lima y se había encargado de la cartera de inversiones y de propiedades mundiales que componía la fortuna de los Santana. Siempre constante y muy competente, Arturo había echado una mano a su alocado hermano menor para sacarle de algún que otro lío. Ya no estaba. Emilio aún no había conseguido asimilar su pérdida.
Desde el entierro y el funeral, Emilio se había pasado gran parte del tiempo revisando los informes y archivos que Arturo tenía en el despacho de su casa. Albaranes, contratos, correspondencia empresarial. Había mucho que asimilar, pero no había encontrado nada fuera de lo común.
Hasta aquel instante. El dosier etiquetado como «Personal» estaba en el fondo de un cajón. En su interior, Emilio encontró un sobre certificado dirigido a Arturo que se había enviado hacía diez meses desde Tucson, Arizona. Había una carta doblada, impresa en un sencillo papel blanco y firmada por una mano femenina, aunque muy poderosa.
10 de marzo
Estimado señor Santana:
Me entristece profundamente informarle de que Cassidy Miller, mi hermanastra, falleció el 1 de marzo del presente debido a un tumor cerebral...
¿Cassidy había muerto? ¿Cómo podía ser? Emilio contempló la carta con incredulidad. Cassidy había sido una mujer tan hermosa, tan llena de vida... Modelo con una cierta reputación de juerguista, Cassidy Miller estaba haciendo unas fotos en Cuzco cuando Emilio la conoció. Después de la sesión, Emilio la invitó a ella y a varias de sus amigas modelos a pasar unos días en la finca familiar de Urubamba. Le había bastado cruzar una mirada con Arturo para cancelar su siguiente contrato y quedarse allí con él. Durante las cinco semanas que pasaron juntos, Arturo jamás había parecido más feliz. Entonces, Cassidy desapareció de su vida. Emilio se había preguntado el porqué en innumerables ocasiones. Si Arturo sabía la razón, jamás le había dicho una palabra al respecto.
Siguió leyendo:
Sé que esta noticia le supondrá una gran sorpresa. Cassidy me suplicó que no le dijera nada de su enfermedad. Sin embargo, ahora que ella ya se ha ido, siento que es mi deber escribirle, aunque por otra razón. En los últimos días de su vida, Cassidy dio a luz a un niño. Dado que nació nueve meses después de que estuviera con usted, tengo razones para creer que ese niño es su hijo.
Puede estar tranquilo, no le escribo para reclamarle dinero o propiedad alguna. De hecho, si está usted de acuerdo, me gustaría criar al niño yo misma. El pequeño Zac, nombre que le puso Cassidy, estará bien aquí conmigo. Me lo he traído a mi casa y me encantaría criarlo como si fuera mi propio hijo. Mi abogado me ha aconsejado que lo informe a usted de su nacimiento y que le pida permiso antes de dar los pasos necesarios para formalizar la adopción.
Le adjunto mi tarjeta de visita. Si no tengo noticias suyas, daré por sentado que no tiene usted interés alguno por el niño y procederé con los trámites de la adopción.
Le saluda atentamente,
Grace Chandler
Emilio releyó la carta. Arturo había dejado un hijo. Un hijo que había mantenido en secreto. ¿Por qué? Mientras trataba de encontrar una respuesta, desdobló un segunda hoja de papel. En aquel caso, se trataba de una fotocopia de la respuesta de Arturo.
31 de marzo
Estimada señorita Chandler,
le transmito mi más sentido pésame. Tiene usted mi permiso para adoptar al niño con la condición de que él no tenga ningún contacto en el futuro con la familia Santana ni presente reclamación alguna sobre los bienes de los Santana. Pienso casarme muy pronto y formar una familia. La aparición de un hijo ilegítimo causaría dolor y vergüenza, algo que deseo evitar a toda costa.
Si puedo confiar en que usted comprenda mi postura y honre mis deseos, dejaré el asunto completamente en sus manos.
Suyo afectísimo,
Arturo Rafael Santana y Morales
Emilio estudió la carta. La redacción de la misma era brusca, incluso fría. Sin embargo, así era precisamente como se mostraba Arturo después de que Cassidy se marchara. Arturo siempre había antepuesto los intereses familiares a los sentimientos personales. Por la época en la que escribió la carta, se había prometido con Mercedes Villanueva, la hija de un acaudalado vecino. La boda no se había llegado a celebrar, pero Emilio comprendía que Arturo no deseara que interfiriera en su vida un hijo ilegítimo.
Ilegítimo. ¡Qué palabra tan fea para un niño inocente! Emilio se giró para mirar por la ventana, desde la que se dominaba parte de la finca de los Santana. Estaba situada en el fértil Valle de los Incas y aquellas tierras pertenecían a su familia desde el siglo XVII, cuando el conquistador español Miguel Santana las adquirió por concesión real. Santana se casó con una princesa inca y se acomodó a su vida allí. Las reformas territoriales realizadas en los años sesenta habían recortado gran parte de la concesión original, pero la familia logró conservar el corazón de la finca, al igual que una fortuna muy bien gestionada.
En lo personal, a los miembros de la familia Santana no les había ido tan bien. El hermano mayor de Emilio murió de pequeño. Tras la muerte de Arturo, Emilio era el único que quedaba. A menos que se casara y engendrara un heredero, algo que le parecía tan terrible como una sentencia de cárcel, las propiedades de la familia podrían verse arrebatadas por el gobierno o divididas entre una serie de familiares lejanos.
Emilio releyó ambas cartas. Arturo jamás había deseado engendrar un hijo fuera del matrimonio. La impulsiva Cassidy debía de haberlo seducido sin protección alguna.
Sin embargo, lo que importaba en aquellos momentos era que Arturo había dejado un hijo, un niño que tendría casi un año de edad. Fuera legítimo o no, Emilio no podía darle la espalda a un niño que llevaba su sangre, en especial cuando ese pequeño podría ser la clave para la continuidad del legado de los Santana.
Tal vez esa tal Grace Chandler estuviera dispuesta a llegar a un acuerdo. Si no, Emilio tenía los medios necesarios para ejecutar los derechos legales de su familia. Escribirle o llamarle solo complicaría la situación. Se marcharía a Arizona al día siguiente.
Tucson, Arizona
–¿Qué te parece si almorzamos un poco, grandullón? –preguntó Grace mientras sacaba a Zac de la sillita de paseo y lo llevaba al interior de la casa. El niño tenía once meses y no tardaría en andar. Entonces empezaría lo bueno.
Colocó al niño en la trona y le ajustó el cinturón. Después, fue a lavarse las manos y le dio unas zanahorias cortadas y cocidas. Mientras observaba cómo el niño comía, pensó que el hijo de Cassidy era muy guapo. Tenía unos rizos negros como el ébano y unos deliciosos ojos castaños. El color de sus rasgos era de su padre peruano, pero cuando lo miraba era a Cassidy a quien veía en el rostro del pequeño.
El papeleo para adoptar a Zac le estaba llevando meses, pero la espera estaba a punto de terminar. Dentro de unas pocas semanas, el proceso finalizaría y Zac se convertiría en su hijo, el único hijo que podría tener nunca.
¡Plas! Un trozo de zanahoria hervida y aplastada le golpeó en la mejilla. Zac sonrió y soltó una carcajada, dejando al descubierto los dientecillos que le acababan de salir. Arrojar comida era su último descubrimiento, y se le daba muy bien.
–Menudo brazo tienes, señorito. Creo que cuando seas mayor, deberías ser jugador de béisbol –dijo ella riendo mientras lo sacaba de la trona y le quitaba el babero–. Hora de lavarse. Vamos.
Zac había conseguido dejarse tanta comida en la cara y en las manos como en la boca. El pequeño le había manchado la camiseta blanca y un mechón del cabello. Entre eso y que había salido a correr aquella mañana, Grace estaba muy poco presentable. En cuanto el pequeño se echara la siesta, se daría una ducha.
Acababa de entrar en el cuarto de baño cuando el timbre sonó. El timbre volvió a sonar, más insistentemente en aquella ocasión. Grace suspiró y se colocó al bebé sobre la cadera izquierda. Se dirigió a la puerta principal y abrió.
El hombre alto y moreno que había en el porche era un desconocido, pero Grace lo reconoció casi inmediatamente por las fotografías que había visto en los periódicos sensacionalistas y las revistas. Presintió que Emilio Santana había acudido allí con un propósito que debía de tener algo que ver con Zac.
Abrazó con fuerza al bebé y se preparó para lo peor.
Emilio observó a la mujer y al niño. Ella tenía una constitución atlética. Sus largas y bronceadas piernas quedaban al descubierto gracias a unos pantalones cortos. Unos mechones de cabello rubio oscuro se le habían escapado de la cinta con la que se sujetaba el cabello y que enmarcaba un rostro manchado de zanahoria. Unos grandes ojos castaños, su rasgo más hermoso, lo miraban con desafío. Con el color de su cabello y la desafiante actitud, a Emilio le recordó a una leona defendiendo a su cachorro.
En cuanto al bebé... Al mirar al niño, Emilio sintió una extraña sensación en el corazón. El color oscuro de los ojos y el cabello eran como los de su propia familia, pero veía los rasgos de Cassidy también. A pesar de lo sucio que tenía el rostro, el niño era la perfección personificada.
Aquel era el hijo de Arturo.
–¿Grace Chandler? Me llamo Emilio Santana.
–Sé quién es usted –respondió ella estrechando al pequeño con más fuerza entre sus brazos–. ¿Qué está haciendo aquí?
–Puede que esto nos lleve algún tiempo. ¿Puedo entrar?
–Por supuesto.
A pesar de las corteses palabras, Grace sentía una profunda desconfianza hacia el recién llegado. Lo dejó pasar. Emilio vio que la casa era pequeña, pero estaba amueblada con gusto y bien cuidada. No había señal alguna de que allí viviera también un hombre, y ella no llevaba alianza. Bien. Así todo sería mucho más fácil.
–Le ruego que se siente –dijo ella indicando un sillón de cuero–. Cuando llamó a la puerta, estaba a punto de bañar al bebé y cambiarlo. Si nos perdona un momento...
–Tómese su tiempo. Puedo esperar...
Cuando ella se marchó, Emilio se acomodó en el sillón. Agradeció tener un instante para recomponer sus pensamientos. Ver al hijo de su hermano le había dejado sin palabras. El niño era el seguro de que el legado familiar continuara. No regresaría a Perú sin él.
En cuanto a la tía del pequeño... Había conseguido obtener alguna información de ella en la red durante el vuelo en su avión privado. Se había enterado de que Grace Chandler era una famosa ilustradora de libros infantiles. No había logrado encontrar una fotografía, pero su atractiva apariencia había resultado ser una agradable sorpresa, en especial aquellas largas y doradas piernas... Era mejor dejar ese pensamiento para una ocasión más adecuada.
Examinó el pequeño salón. Los coloridos cojines, las estanterías llenas de libros, las hermosas plantas y la guitarra apoyada en un rincón. Todo tenía un aspecto acogedor y bien cuidado, aunque ciertamente distaba mucho del lujo al que él estaba acostumbrado.
De repente, su mirada se topó con una fotografía que había en una estantería. En ella, aparecía Cassidy apoyada en una barandilla de hierro con el cielo a sus espaldas. Tenía una expresión alegre en sus ojos verdes y su cabello castaño bailaba con el viento. Emilio apretó la boca. ¿Cómo podía haber fallecido alguien tan lleno de vida?
Aquellas semanas en las que estuvo en su casa pareció que gozaba de una salud perfecta. Entonces, Emilio recordó los dolores de cabeza que se apoderaban de ella con demasiada frecuencia. ¿Habría sabido Cassidy incluso entonces que se estaba muriendo? ¿Sería posible que hubiera querido quedarse embarazada de Arturo?
Tenía muchas preguntas. Su única esperanza de obtener respuestas dependía de Grace Chandler.
A Grace le temblaban las manos mientras le ponía el pañal a Zac. Al menos, ya estaba presentable para... su tío.
Después de la carta de Arturo, había creído que no tendría problema alguno con la adopción. Había empezado a hacer planes. Aquella presencia podría cambiarlo todo. ¿Lo habría enviado Arturo o habría acudido él por voluntad propia?
Lo más importante de todo era lo que quería.
Colocó a Zac en la cuna y se quitó la camiseta para cambiársela por una limpia, de color negro. Después, se quitó la cinta, se lavó la cara y se cepilló el cabello. Mientras se aseaba, llegó a la conclusión de que su aspecto no importaba. Ella no era a quien Emilio Santana había ido a ver. Sabía que él había ido a ver a Zac. Estaba dispuesta a luchar.
Emilio se levantó cuando ella regresó al salón con Zac en brazos.
–¿Cree que me dejará que lo tome en brazos?
–No está muy acostumbrado a la gente. Siéntese. Le daremos la oportunidad de que lo decida por sí mismo –dijo. Se inclinó y dejó a Zac en la alfombra–. Siento no tener nada que ofrecerle, señor Santana, a menos que se conforme con un té helado. No esperaba compañía.
–Te ruego que me llames Emilio. Y no te preocupes por el té –dijo él mientras volvía a sentarse.
Tenía un inglés impecable. Si Grace cerraba los ojos, podría haberse imaginado a Antonio Banderas, aunque aquel hombre era más turbador e incluso más guapo.
Zac decidió investigar al recién llegado. Se puso a gatear en su dirección. Grace tuvo que contenerse para sujetarlo. Si aquel hombre tan presuntuoso se creía que iba a entregarle al niño sin más, estaba muy equivocado.
–¿Cuál es su nombre completo? –le preguntó Emilio sin dejar de estudiar al bebé–. ¿Izac? ¿Zachary?
–Simplemente Zac. Así fue como lo quiso Cassidy. Zac Miller, aunque pienso cambiarle el apellido cuando la adopción sea definitiva.
–Entonces, no tienes lazos de sangre con el pequeño.
–No –admitió Grace con un nudo en la garganta–, pero Cassidy quería que yo lo criara. Y tengo una carta de tu hermano en la que consiente la adopción.
–Lo sé. He visto una copia de esa carta. La encontré cuando estaba revisando los papeles de mi hermano –dijo–. Arturo ha muerto. Falleció en un accidente de tráfico el mes pasado.
Grace sintió que el alma se le caía a los pies. Miró fijamente a Emilio, esperando el segundo golpe que estaba segura de que no tardaría en llegar.
–He comprobado el estado de la adopción de Zac. Sé que los trámites no han terminado. Como albacea del testamento de mi hermano, te pido que la dejes en suspenso.
–¿Por qué? –preguntó Grace con la voz rota. El corazón le latía a toda velocidad.
–Mi hermano accedió a la adopción con la condición de que el niño no tuviera nada que ver con nuestra familia, dado que él planeaba casarse y tener su propia familia. Sin embargo, su muerte lo ha cambiado todo. Por lo que yo sé, ese niño es el único hijo de Arturo.
Zac llegó por fin al sillón y se agarró al brazo para ponerse de pie. Permaneció mirando a Emilio con unos ojos capaces de deshacer el granito. Emilio le acarició suavemente los delicados rizos oscuros. Fue como un sutil gesto de posesión.
Grace tomó rápidamente al bebé entre sus brazos.
–Es decir, quieres llevártelo. ¿Y si digo que no?
–Ya me he puesto en contacto con mis abogados en Los Ángeles. Si es necesario, están dispuestos a paralizar la adopción y a llevar el asunto a los tribunales.
Grace abrazó con fuerza a Zac. La adopción ya le había costado mucho dinero. No le quedaban recursos para una batalla legal. Sin embargo, no podía dejar que aquel precioso niño creciera rodeado de desconocidos.
–Hay lazos mucho más fuertes que la sangre –dijo–. Uno de ellos es el amor. Zac es mi hijo en todo lo que importa. Nada me podría obligar a dejarlo marchar.
–Lo comprendo.
–¿Sí?
–¿Y tú, Grace? Que yo sepa, mi hermano no tuvo más hijos. Este niño podría ser el heredero de más de lo que tú nunca has podido soñar. Tú lo quieres como a un hijo. ¿Acaso no quieres lo mejor para él? Tengo un plan. Al menos, te pido que me escuches.
–No necesitamos tu dinero, si eso es lo que estás pensando. Yo gano lo suficiente para salir adelante y Cassidy dejó un depósito para la educación de Zac.
–Te pido que me escuches –insistió él con impaciencia–. Esto no tiene nada que ver con el dinero, sino con el niño. Tú eres la única madre que conoce. Separaros a los dos sería cruel y, a pesar de la opinión que tú puedas tener sobre mí, no soy un hombre cruel. Consideraba a Cassidy una buena amiga y quiero que su hijo sea feliz.
Grace lo miró confundida. No comprendía lo que Emilio quería hacer.
–Te propongo que os vengáis los dos a Perú –prosiguió–. Así, tú podrías ver la finca en la que Zac crecería y la vida de privilegios que disfrutaría. Después de eso, tendrías tres opciones: podrías dejarlo bajo mi custodia y regresar a casa, podríamos acordar un régimen de visitas o podrías elegir quedarte en Perú y criarlo.
Aquellas palabras helaron a Grace hasta los mismos huesos. Si trataba de retener a Zac a su lado, Emilio Santana tenía el poder suficiente para levantar un ejército de abogados en su contra.
Respiró profundamente.
–Lo que estás diciendo es que si me quedara en Perú, podría ocuparme de Zac, pero no adoptarle.
–Así es. La elección sería tuya.
–Sin embargo, no sería su madre –le espetó ella–. Sería más bien una niñera.
Emilio entornó la mirada.
–Al menos, serías parte de su vida –dijo–. La única otra opción que te queda es dejarlo marchar para siempre.
El avión comenzaba a descender para aterrizar en Lima. El sol se estaba poniendo entre las nubes envuelto en tonos rosados. Por debajo del avión, increíblemente cerca, las desgajadas cumbres de los Andes se proyectaban hacia arriba como si fueran dagas con la punta de hielo.
–Increíble... –murmuró Grace.
–¿Verdad que sí? Yo jamás me canso de regresar a mi país –dijo Emilio.