El único amor - Atada a un bárbaro - Terri Brisbin - E-Book

El único amor - Atada a un bárbaro E-Book

Terri Brisbin

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Beschreibung

El único amor Terri Brisbin Para recuperar el control de su clan, Robert Matheson debía tomar a Lilidh MacLerie como rehén y utilizarla como moneda de cambio. Pero Lilidh no era una prisionera cualquiera. Era la mujer a la que en otra época había amado… y rechazado. Las caricias de Rob quedarían marcadas para siempre en el recuerdo de Lilidh y, sin saber que él se había visto obligado a repudiar su amor, ella nunca había olvidado al hombre que le había roto el corazón… Atada a un bárbaro Carol Townend La doncella Katerina era una antigua esclava que había prometido ayudar a la princesa que la rescató. Ahora había llegado ese momento y tenía que convencer al guerrero Ashfirth el Sajón de que ella era la princesa. La tarea de Katerina se volvió casi imposible cuando se vio obligada a pasar unos días en calma y unas noches llenas de calor con aquel hombre…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 52 - septiembre 2019

 

© 2013 Theresa S. Brisbin

El único amor

Título original: At the Highlander’s Mercy

 

© 2010 Carol Townend

Atada a un bárbaro

Título original: Bound to the Barbarian

 

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-372-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

El único amor

Carta de los editores

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Epílogo

Atada a un bárbaro

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

En un mundo regido por luchas de poder, batallas entre clanes y tratados en los que el amor brillaba por su ausencia, ellos eran solo el jefe del clan y su rehén, pero en aquella noche llena de placer y pasión, Rob había hecho que Lilidh se sintiera plena por primera vez y cuando se marchara de allí su corazón siempre estaría con él. Se acabarían las noches en las que parecían hechos el uno para el otro, todo se volvería un recuerdo… o quizá el futuro los llevase por otros caminos. De momento, solo nuestra autora lo sabe, y con ella nosotros, que tenemos el gusto de recomendar su lectura, una magnífica novela de Terri Brisbin. Su nombre por sí solo es promesa de una historia llena de solidez e intensidad. Os invitamos a desvelar sus incógnitas…

 

¡Feliz lectura!

 

 

Los editores

Uno

 

 

 

 

 

Lilidh MacLerie, hija mayor del laird MacLerie y conde de Douran, miró por la ventana e intentó sopesar sus opciones. Aquel momento silencioso entre la tarde y la noche era su favorito cuando necesitaba tomar decisiones. Se detuvo al recordar que ella sola había tomado la decisión que la había llevado a aquel lugar y a aquel momento. ¿Debería esperar tal vez a la mañana siguiente?

Se apartó de la ventana, contempló la enorme estancia y supo que tenía poco tiempo y poca capacidad de decisión… otra vez. El pergamino seguía donde lo había dejado. Lo levantó y lo giró para que la luz de las diversas velas le permitiera leerlo. Por quincuagésima vez pronunció las palabras y siguió sin poder decidir qué más escribir, cuando necesitaba decir muchas más cosas.

Al conde y a la condesa de Douran, comenzaba con los títulos. Padre y madre, después.

Y entonces desaparecían las palabras.

¿Cómo podía explicar la tristeza tras la muerte en público del que había sido su marido desde hacía solo dos meses? La muerte de MacGregor se había mantenido en secreto hasta que su heredero, su hermano pequeño, había sido aprobado por los mayores del clan como líder. El propósito de su matrimonio, que era unir ambos clanes y engendrar un heredero para MacGregor, había resultado un fracaso. Aunque, a pesar de ser una joven inocente al casarse, comprendía que las cosas entre Iain MacGregor y ella no habían sido como deberían.

El pergamino que tenía en la mano se movía con la corriente del aire caliente producido por el calor de las velas y le recordó que aquella tarea también estaba inacabada. Se sentó a la mesa, agarró la pluma, sacudió el exceso de tinta y se obligó a escribir sobre la página las palabras que la avergonzarían y humillarían a los ojos de sus padres y de su clan.

 

Siento que necesito vuestro consejo con respecto a mi situación aquí en casa de Iain MacGregor. Como su viuda, y sin esperanzas de concebir un heredero, sé que…

 

¿Qué sabía? Se había casado con él mediante un contrato negociado por su tío y firmado por su padre. Su dote estaba bien protegida para que pudiera usarla, y le habían dado la opción de quedarse allí formando parte del clan de su marido o de regresar a su propio clan. Su tío se había asegurado de protegerla en el contrato, pero la capacidad de decisión hacía que las cosas fuesen más difíciles que si le hubieran dicho lo que tenía que hacer sin más.

Si se quedaba, le concertarían otro matrimonio con un hombre adecuado para mantener el vínculo entre ambos clanes. Si regresaba a casa, también concertarían otro matrimonio, pero además tendría que enfrentarse a la decepción de su familia por haber fracasado. Y sin manera de explicarlo y sin nadie con quien poder hablar sinceramente de ello, ¿qué podía decir? Lilidh volvió a mojar la pluma en la tinta y colocó la punta sobre el pergamino.

Estaba siendo una tonta. Sus padres la querían y aceptarían su regreso, con o sin explicación. Su madre era la única con quien podía hablar de asuntos personales. Como había hecho antes de casarse, aunque aquella conversación no explicase lo que sucedía, o más bien lo que no sucedía, entre un marido y una esposa. Contempló la llama de la vela, respiró profundamente e hizo la única cosa sensata que podía hacer: pedir permiso para regresar a casa.

 

No veo razón para quedarme aquí y pediría vuestro permiso para regresar a Lairig Dubh tan pronto como podáis enviar un escolta. También os pediría consejo sobre otros asuntos personales de importancia, pero no quiero expresarlos en esta carta.

Padre, por favor, envíame un mensaje si te parece bien.

Madre, por favor, mantenme en tus oraciones y pide al todopoderoso que cuide de mí en estos momentos tan difíciles.

 

Era breve, pero claro, y sinceramente había poco más que pudiera decir en su misiva. Esperó a que la tinta se secara, después dobló la carta y la selló con el anillo que le había regalado su padre por su cumpleaños el año anterior. La enviaría al día siguiente con uno de los siervos de MacLerie que la habían acompañado hasta allí. Con suerte, en menos de dos semanas habría recibido una respuesta de sus padres y sabría lo que le deparaba el futuro.

¿Pero cómo podía explicar que, a pesar de haber sido novia y viuda, nunca había sido esposa?

 

 

Jocelyn MacCallum, esposa de Connor MacLerie, sujetó el pergamino que tenía delante y volvió a leerlo. La tristeza en las palabras de su hija era evidente. Lilidh, su hija mayor, siempre se mostraba segura de sí misma. Pero el tono de aquella última carta indicaba que Lilidh estaba perdida.

—¿Vas a darle permiso? —le preguntó a su marido mientras este se levantaba de la cama y se acercaba hacia donde ella estaba. Al levantar la mirada, su corazón de madre le dio un vuelco en el pecho. Lilidh estaba lejos y lo único que Jocelyn deseaba hacer era abrazarla y aliviar el dolor que se mostraba tan evidente en sus palabras.

—Estoy hablándolo con Duncan y el resto de los mayores —respondió Connor mientras le quitaba el pergamino y volvía a colocarlo sobre la mesa—. Los MacGregor han mantenido en secreto la muerte de Iain hasta que haya un heredero. Con tantas tensiones y una guerra inminente contra su clan rival, los MacKenzie, no quieren exponerse a un ataque. Pero, por esta noche, no hay nada que podamos hacer, Jocelyn. Vuelve a la cama —le dio la mano y tiró de ella para levantarla.

Jocelyn permitió que su marido la estrechara entre sus brazos, como deseaba hacer ella con Lilidh, pero se dio cuenta enseguida de que lo que él quería no tenía nada que ver con consolar a una niña perdida. Aguantó la respiración cuando él la levantó en brazos y la llevó de vuelta a la cama.

Pero, antes de permitirle saciar su necesidad, le repitió la pregunta, no contenta con dejar que los hombres tomaran aquella decisión tan crítica sin su opinión.

—¿Vas a traerla a casa? —observó cómo diversas emociones surcaban el rostro de su marido, pero la última fue de aceptación. Como sabía que así sería.

—Sí. Simplemente estaba esperando su carta.

Jocelyn se inclinó hacia él y le dio un beso en la boca.

—¿Le has enviado ya tu respuesta? —la acercó a él y la rodeó con su fuerza y con su amor. La besó en la frente y después apoyó la barbilla en su cabeza.

—El mensaje a los MacGregor saldrá mañana por la mañana. Debería estar en casa en una semana.

—¿Y las consecuencias? —preguntó ella.

Aquel contrato matrimonial se había acordado entre clanes y jefes de los clanes, no entre un hombre y una mujer. Y una de las misiones de los padres había sido la de encontrar la mejor pareja para sus hijos. Dado que aquello afectaba a su hija, habían mantenido a Jocelyn al margen de casi todas las conversaciones, salvo las privadas que mantenía con Connor. ¡Conversaciones en las que siempre parecían acabar en la cama!

—Ya conoces las consecuencias. No me han preguntado sobre su implicación en la muerte de Iain, así que los MacGregor deben de estar tranquilos con cómo sucedió. Nos devolverán su dote y yo me encargaré de futuros matrimonios.

Esas eran las palabras que ella deseaba escuchar. Lilidh regresaría a casa con su familia y su felicidad futura volvería a recaer en manos de su padre, junto con las opiniones de sus parientes y consejeros más cercanos… y de ella.

Pero dado que a Jocelyn aquel matrimonio le había parecido una buena opción, no podría quejarse mucho sobre la decisión de Connor. Lo ocurrido entre Iain y Lilidh, y lo que provocó la muerte de él, había impedido que pudiera demostrar que llevaba razón.

Tras terminar de consolarla, Connor levantó la cabeza y la besó en los labios. En pocos segundos floreció la pasión entre ellos y Jocelyn pudo saborearla. Aquello era lo que había esperado que Lilidh encontrara en su matrimonio. Aunque fuese mayor y ya hubiese estado casado, Iain le había parecido un alma noble que adoraba a su hija. Su compromiso y su matrimonio habían estado llenos de promesas, y a Jocelyn no le había quedado duda de que pronto tendría nietos.

Pero ahora Iain había muerto y Lilidh iba a volver a casa.

Averiguaría las verdaderas razones cuando tuviera a su hija de vuelta y pudieran hablar con franqueza. En la carta le pedía consejo, prácticamente se lo rogaba, y ayudaría a su hija en todo lo posible.

Pero por el momento su marido demandaba sus atenciones y, cuando la Bestia de las Highlands de Escocia llamaba a su hembra, ella siempre respondía.

Siempre.

 

 

Robert Matheson apretó los dientes hasta creer que se le iban a romper de la presión. Cualquier cosa con tal de no dar rienda suelta a su rabia y a su frustración como le habría gustado. Apretar los puños tampoco le ayudó, y no podía dejar que aquella locura continuara.

—¡Parad! —les gritó a quienes discutían frente a él—. Atacar a los MacLerie solo conllevará nuestra destrucción —los miró a todos a los ojos y se dio cuenta de lo inútil que era intentar detenerlos. Si no podía detenerlos, entonces debía retrasarlos—. Si vamos a hacerlo, debemos tener un plan y prepararnos. No puede hacerse tan deprisa como os gustaría —o tan fácilmente como pensaban.

Los mayores del clan Matheson le habían aceptado como laird tras la muerte de su padre, pero había sido una batalla difícil. Su primo Symon, hijo de la hermana mayor de su padre, le había disputado también el puesto, y era apto para los consejeros belicistas. Rob, por otra parte, comprendía perfectamente la fuerza y el poder del clan MacLerie porque había pasado años entre ellos.

Como el hijo de acogida de Connor MacLerie.

Rob había vivido con ellos durante cinco años, entrenándose en combate con sus mejores guerreros, aprendiendo las estrategias de guerra junto a sus estrategas y las maneras de evitar el combate con su negociador. De modo que no tenía ninguna intención de entrar en conflicto con un clan al que no podía derrotar. O peor aún, con un clan que los destruiría y no dejaría nada en pie dentro de sus tierras. Aunque, mientras escuchaba a los miembros del consejo divagar sobre las razones por las que deberían luchar, le daban ganas de permitirles entrar en combate sin estar preparados.

Aun así, la lealtad que sentía hacia su familia y amigos le impedía incitarles a algo así. Miró a su otro primo, Dougal, el que no deseaba ser jefe del clan, y esperó a que la única persona con algo de sentido común hablara y apoyara su plan. Dougal habló y, aunque los que apoyaban la guerra no se callaron por completo, sí que prestaron atención.

—Robbie tiene razón —gritó Dougal—. Precipitarnos a la hora de enfrentarnos a ese clan hará que acabemos todos muertos —algunos murmuraron al oír su declaración, pero otros se callaron y esperaron a que siguiera hablando—. Dejad que él estudie la situación y haga los planes necesarios. Y escuchadle bien cuando lo haga, pues nadie como Rob conoce mejor a los MacLerie. Si tienen alguna debilidad, él la encontrará —su voz resonó en el silencio, pero Rob no sabía si aplaudir o estrangularlo.

¿La mejor manera de derrotar a MacLerie, la Bestia de las Highlands?

No la había.

Tal vez Connor incluso considerase que las acciones de Rob hasta el momento eran una traición al vínculo que los unía. Atacarlos sería una sentencia de muerte para él y para el resto de los Matheson. La única debilidad que tenía MacLerie eran sus hijos y, aparte de eso, era despiadado a la hora de deshacerse de sus enemigos y de enfrentarse a los traidores. Romper los lazos con Connor a petición del consejo para buscar el favor de los MacKenzie había sido la cosa más difícil que había hecho en su vida. No le cabía duda de que pagaría por ello.

Dougal terminó de hablar, dio un paso atrás y permitió que Rob se colocase en el centro de la tarima mientras sus hombres mantuvieran la calma.

—Ya he estado recopilando información —dijo—. He enviado mensajeros para que determinen cuáles son sus debilidades y vulnerabilidades. En unos días, como mucho una semana, nos reuniremos y prepararemos el plan.

Los despidió con su gesto más autoritario, con la esperanza de que obedecieran; y así lo hicieron. Todos salvo Dougal le dejaron en paz. Regresó a la mesa y rellenó su copa de cerveza. Cuando se dio la vuelta, Dougal seguía allí. Sirvió otra copa y se la entregó a su primo, el que no deseaba ser jefe.

—Sonabas convincente, Rob —dijo Dougal. Dio un par de sorbos a su cerveza y se limpió la boca con la manga—. ¿Tienes un plan?

—¿Además de rezar al todopoderoso por que haya una inundación?

—Tenías esa mirada —dijo Dougal riéndose—. Nunca se te ha dado bien mentir —su primo le miró a los ojos y se puso serio—. ¿Qué vas a hacer?

—Ganar más tiempo —respondió Rob—. No entiendo por qué quieren enfrentarse a los MacLerie. Llegados a este punto, no puedo ser yo el único que conoce su fuerza.

Rob dio un trago a su copa mientras observaba cómo los sirvientes del salón lo preparaban todo para la cena. No era un salón tan espacioso y tan bien amueblado como el de Lairig Dubh, pero al menos era suyo. Había jurado proteger a su familia y, si tenía que protegerlos de sí mismos, que así fuera. Pero sucedía algo más, algo que podía sentir, pero no ver, y era crucial descubrir la verdadera razón por la cual algunos miembros de su clan deseaban aliarse con los MacKenzie y romper los lazos con los MacLerie.

—¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó Dougal dejando su copa vacía sobre la mesa.

Ambos se quedaron mirando cuando una atractiva doncella se acercó y agarró la copa y la jarra para rellenarla. Soltera y una de sus primas más hermosas, aunque muy lejana, Ellyn les sonrió y se alejó moviendo las caderas con un ritmo hecho para llamar la atención. Pasaron varios segundos hasta que retomaron el tema de conversación.

—¿Cómo puedo ayudarte? —repitió Dougal.

Rob miró a su amigo más cercano y decidió que debía confiarle a alguien el asunto antes de que todo se descontrolara. Dio un paso hacia delante y bajó la voz.

—Hay alguien detrás de toda esta idea de convertir a los MacLerie en nuestros enemigos. Aunque no son amigos ni enemigos de los MacKenzie, evitan meterse en sus terrenos y en sus asuntos. Así que esta incitación no es algo que nadie desee, y desde luego no podemos permitirnos meternos en algo así —hizo una pausa y miró a su alrededor para ver si había alguien. Al no ver a nadie, continuó—. Sospecho que mi primo Symon está detrás de todo esto, pero sin pruebas no puedo acusarle.

Dougal se quedó mirándolo y después asintió.

—Veré lo que puedo hacer.

Rob le dio una palmada en el hombro.

—Estaré en deuda contigo.

Dougal se marchó y dejó a Rob con los otros asuntos cotidianos propios del laird, el jefe del clan. Quejas de los aldeanos. Peticiones del clan. Exigencias de los mayores para que se casara con su prometida, la hermana de Symon, pues así las dos facciones de combate se unirían antes. Y así todos los días.

Al ser acogido por Connor, jamás había soñado con ocupar aquel cargo; jefe de su familia, a cargo de todas sus propiedades. El laird, su padre biológico, era un hombre fuerte y lo suficientemente joven para engendrar un heredero varón además de las hijas que había tenido con diversas esposas. Su última esposa estaba en avanzado estado de gestación y todos esperaban que naciese un niño. Un heredero legítimo y directo.

Siendo hijo de la hermana mayor del jefe del clan, Symon no debería haber tenido más expectativa que la de ser consejero del próximo laird, o servirle de alguna manera. Siendo hijo bastardo del jefe del clan, las expectativas de Rob eran menores aún. Pero ahora su padre y su esposa habían muerto en un accidente y él, ilegítimo o no, había sido elegido para liderar el clan.

Y su primo Symon, legítimo o no, había quedado en un segundo plano.

Al ver a Dougal salir del salón, supo que descubriría la verdad. Mientras tanto, necesitaba reunir a aquellos que le eran fieles y prepararse para desbaratar aquel plan descabellado; el de usurparle el puesto que había descubierto que deseaba y el de acabar con los acuerdos que tenían con los MacLerie y los MacKenzie.

Solo rezaba para que aún quedase tiempo antes de que el desastre inminente llamase a su puerta.

Dos

 

 

 

 

 

Lilidh giró hacia la derecha para intentar decidir si realmente estaba viendo a alguien moviéndose junto al camino entre las sombras o si era una ilusión provocada por la luz y las hojas. Se quedó mirando la oscuridad del bosque y observó con atención durante algunos segundos. Siguió cabalgando sin estar segura y sin mencionárselo a sus acompañantes ni a sus guardias. Y entonces, justo al tomar la curva del camino que los conduciría hacia Lairig Dubh, se produjo el ataque.

Estaban cabalgando tranquilamente y de pronto aparecieron los hombres por las colinas que los rodeaban. Y, aunque Lilidh era una buena amazona, se encontró sin caballo y rodeada de cinco guerreros armados. Se quedó mirándolos mientras sacaba su daga. Se enfrentaría a ellos si su pierna se lo permitía.

Y así lo hizo. Le dio la vuelta a la daga en la mano para agarrarla mejor y la agitó frente a ella para evitar que se acercaran demasiado deprisa. Miró a su alrededor para ver cómo se las arreglaban los demás y se dio cuenta de que ella era la única que quedaba en pie, mientras que los demás yacían en el suelo, ya fuera muertos o inconscientes. Tomó aliento e intentó huir, pero alguien la agarró por detrás y la arrastró contra su cuerpo grande y musculoso. Fue como si se estrellara contra un muro de piedra e hizo que se quedara sin aire. Notó una mano fuerte en el pelo que le echó la cabeza hacia atrás. Con el cuello al descubierto de aquella manera, sabía que era cuestión de segundos antes de morir. Rezó en silencio para que perdonaran sus pecados y esperó el golpe mortal.

—¿Quién es? —preguntó una voz ronca junto a ella. El que la sujetaba se giró sin soltarla hasta que Lilidh pudo ver a su doncella al otro lado del claro. O al menos vio su cuerpo sin vida mientras uno de los hombres la tocaba con el pie.

Isla no se movió ni emitió ningún sonido. Lilidh tomó aire de manera entrecortada al pensar que la anciana que había ayudado a criarla estuviera muerta. Sintió las lágrimas quemándole en los ojos, pero entonces la rabia se abrió paso ante aquella idea. Aquella mujer debía encargarse de su comodidad y ahora yacía muerta porque… ¿por qué? ¿Por quién? La hija de la Bestia de las Highlands de Escocia sintió el orgullo corriendo por sus venas.

—¿Quién sois vos para atacar a quienes viajan bajo el estandarte de MacLerie? —preguntó mientras luchaba por zafarse—. ¿Qué queréis?

Uno de los hombres se apartó del resto y se dirigió hacia ella. La expresión de su mirada oscura le hizo dar un paso atrás, pero el hombre situado a sus espaldas era como un muro que la mantuvo en su lugar.

—Sois la hija de MacLerie.

No era una pregunta, así que Lilidh no contestó. Simplemente levantó la barbilla. Su orgullo no le permitiría escabullirse ni ocultar su herencia. Además, quería saber quién se atrevía a atacarlos.

—¿Y vos quiénes sois? ¿Por qué habéis de matar a una mujer inocente? —preguntó, y se negó a gritar cuando el hombre que la tenía prisionera tiró fuertemente de su cabeza hacia atrás.

El hombre de ojos oscuros les hizo gestos con la cabeza al que la sujetaba y también al que estaba más cerca de Isla. Lilidh abrió la boca para exigir que la soltaran, pero en ese momento sintió el golpe por detrás y todo su mundo se volvió negro.

 

 

Los siguientes días pasaron de ser malos a ser algo parecido al infierno. Rob logró calmar a una facción de su familia, pero entonces fue la otra la que empezó a quejarse. Durante aquellos últimos días se preguntó en varias ocasiones cómo Connor MacLerie hacía que pareciera tan fácil. Al levantar la vista por encima de su copa, preparándose para otra disputa en su salón, se dio cuenta de que algo con lo que Connor contaba para ayudarle era su temible y merecida reputación de Bestia de las Highlands de Escocia. Mientras observaba a los Matheson discutiendo entre ellos, pensó en la posibilidad de asesinarlos a todos y ganarse una reputación similar.

Symon se había mostrado más callado de lo normal, pero aquello era preocupante. Al menos cuando hacía ruido o se quejaba, Rob sabía lo que se proponía. Su primo se había ausentado de la fortaleza y del pueblo sin decir palabra. Y aquello era preocupante también.

Rob estaba a punto de llamar a Dougal cuando las puertas del salón se abrieron y entró un grupo de guerreros capitaneados por Symon, todos gritando y cantando como si estuvieran celebrando alguna victoria. Rob le hizo gestos al hombre al que había designado como capitán y, para cuando su primo y los demás llegaron al otro extremo del salón, ya habían entrado más soldados y habían ocupado sus posiciones alrededor de la estancia. Si Symon se dio cuenta, no dijo nada, pero su pavoneo y sus modales olían a problemas.

—Rob —dijo Dougal mientras se aproximaba desde el otro lado. Ocupó su lugar tras el laird cuando Symon llegó a la tarima—, no se propone nada bueno.

Rob simplemente asintió, sin apartar la mirada del grupo de hombres furiosos, y esperó. El ataque no tardaría en llegar.

—Llevas demasiado tiempo dando largas al asunto, laird —empezó Symon, empleando su título como provocación—. Los Matheson no se merecen un jefe que no los lidere.

Se alzaron gritos a favor y en contra de él; gritos que pronto atrajeron a una multitud mayor para escuchar las amenazas de Symon.

—Pero ahora no importa —continuó Symon—, porque he hecho lo que tú no has podido ni has querido hacer.

Tras lanzar aquel desafío contra su liderazgo, Symon se acercó y subió el primer escalón. Rob le impidió seguir avanzando. Todos en el salón se tensaron y el aire se cargó de descontento y hostilidad. Dougal llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero Rob negó con la cabeza para disuadirle.

—No me importan tus palabras, Symon —dijo Rob bajando los escalones y obligando a Symon a retroceder—. Yo soy el líder y tomaré las decisiones del clan.

Se cruzó de brazos y observó la expresión de Symon mientras los que le eran fieles se alineaban tras él. Todos los mayores salvo uno, Murtagh, se agruparon con él, pero la reacción de Murtagh no le sorprendió. El anciano había apoyado a Symon durante la época de inseguridad y en aquel momento no cambió de opinión.

—Te niegas a actuar contra los MacLerie, aunque nosotros lo deseamos —dijo Symon.

Rob sintió un nudo en el estómago, advertencia de que algo malo iba a pasar. Las siguientes palabras de su primo lo confirmaron.

—¡Lachlan, ven! —gritó.

Symon hizo un gesto con la mano y sus hombres se apartaron. Uno de los hombres se acercó desde el fondo del salón. Lachlan llevaba un bulto al hombro y Rob no sabía lo que contenía. Entonces vio que el bulto se movía, como se movería un cuerpo si lo transportaran de esa forma, y tomó aliento a través de sus dientes apretados.

—Symon —susurró—, ¿qué has hecho?

Apartó la mirada de la cara de satisfacción de su primo y se volvió hacia el hombre y el bulto. Sin cuidado alguno, Lachlan tiró el bulto al suelo frente a ellos y dio un paso atrás. Aquello no iba a acabar bien, ni para él ni para la persona que habían secuestrado.

—Tú has orquestado todo esto. Vamos, Symon, déjanos ver quién hay ahí —dijo. Sería mejor ver el desafío al que se enfrentaba en vez de prolongar más el momento.

Symon, que no era un hombre pequeño, aunque no tan grande como Lachlan, se acercó al bulto, desató las cuerdas y liberó un extremo. Tiró de él y el paquete fue desenrollándose hasta que una mujer quedó tendida a sus pies.

Una mujer con las muñecas y los tobillos atados y un saco en la cabeza. Una mujer que ahora no se movía, a pesar de que Symon le dio un golpe con el pie. ¿Una mujer que habría muerto de asfixia?

—¿Qué diablos has hecho, Symon? —gritó mientras se inclinaba sobre la mujer. Le quitó el saco de la cabeza, después la mordaza, y llamó entonces a una de las mujeres para que se encargara de ella mientras él se levantaba y arrastraba a Symon hacia un lado.

—¿Quién es y por qué la habéis secuestrado?

—No la hemos secuestrado, Rob. Es una prisionera de guerra —respondió su primo.

—No estamos en guerra —dijo Rob mientras una posibilidad comenzaba a rondar por sus pensamientos. Ni siquiera Symon podía ser tan tonto y atrevido como para… ¡No! No podía ser. ¿Realmente se trataba de Lilidh MacLerie?

Rob se había dado la vuelta para mirar a la mujer que yacía inconsciente en el suelo. La doncella le había apartado el pelo de la cara y estaba limpiándole la suciedad con un trapo húmedo. Rob se fijó en la calidad de su ropa y en los anillos que llevaba en la mano, entre ellos una alianza de oro que indicaba que estaba casada.

Entonces advirtió sus cejas ligeramente arqueadas, la curva de su cuello y aquellos labios carnosos que le habían atraído incluso en su juventud, y que seguían atormentando sus sueños; y supo que era ella.

—¿Habéis secuestrado a la hija de MacLerie? Está casada con Iain MacGregor.

Maldijo en voz baja al darse cuenta de las posibles consecuencias. Aquel era un acto de guerra contra dos clanes poderosos. Peor aún, porque no se trataba de robarles el ganado o de quemar algunas granjas, cosa que ya habría sido suficientemente insultante. Se trataba de un ataque personal hacia ambos clanes y sus jefes. Santo Dios, ¿en qué les había metido Symon?

—Dougal, prepara a los guardias. Brodie —llamó a su ayudante—, lleva a las familias de la periferia al pueblo y aprovisiona los almacenes.

Empujó a Symon a un lado y se acercó para observar mejor a Lilidh. Como podría haber imaginado, había luchado contra sus captores; los hematomas de su cara y las uñas rotas daban fe de ello. Al ver la marca de los dedos de un hombre en su cuello, apretó los puños. ¿Qué más cosas le habrían hecho?

—¿Cómo la habéis encontrado? —preguntó dirigiéndose hacia Symon. Nada le habría dado más placer en ese momento que estamparle la cabeza a su primo contra el suelo y romperle algunos huesos. Le agarró del cuello y le obligó a retroceder varios pasos hasta quedar aprisionado con la espalda contra la pared—. ¿Dónde están los demás?

Symon miró algo o a alguien por encima de su hombro y Rob supo que Lachlan se acercaba. Con un movimiento de cabeza, sus hombres se encargaron de esa amenaza.

—¿Dónde están? —volvió a preguntar, apretando con fuerza el cuello de Symon hasta dejarle casi sin respiración.

—Iba de regreso a Lairig Dubh. La asaltamos en el camino, pasado el río, justo cuando abandonaba las tierras de los MacGregor —respondió.

—¿Y sus guardias? ¿Sus sirvientas? —la hija de MacLerie y esposa de MacGregor no viajaría sola.

—Algunos de los guardias han muerto. Abandonamos al resto y nos llevamos sus caballos.

—¿Os vieron? —preguntó Rob, aunque ya sabía la respuesta. Se habrían asegurado de que los identificaran como Matheson. Symon deseaba que los MacLerie y los MacGregor supieran quién había secuestrado a Lilidh. Querían obligarle a entrar en guerra.

Tiró a Symon al suelo y se volvió hacia la doncella que atendía a Lilidh.

—Búscale una habitación.

—Es mi prisionera, Rob. Quiero que la encierren en la atalaya.

—¿Tan peligrosa crees que es? —preguntó él, señalando a la mujer inconsciente tirada en el suelo.

La atalaya se encontraba en una de las partes más antiguas de la fortaleza y estaba a merced del viento. Un rayo había hecho pedazos el tejado y nadie se había molestado en repararlo. Aunque apenas se usaba, había sido utilizado como celda para prisioneros en el pasado… en un pasado muy lejano. Rob se dio la vuelta para responder a Symon y reafirmar su control sobre cualquier prisionero, cuando la chica se movió.

En pocos segundos le había arrebatado la daga a uno de sus hombres y tenía a la doncella como rehén. La expresión salvaje de su mirada indicaba su confusión, pero también advertía de su comportamiento imprevisible. Rob extendió las manos para mostrar que no iba armado y comenzó a caminar hacia ella muy despacio.

—Tranquila, muchacha —dijo suavemente—. Deja libre a Edith y no pasará nada.

Tal vez sus palabras habrían funcionado hasta que Symon comenzó a burlarse de ella, y con él sus hombres. Agobiada y herida, Lilidh miró a su alrededor para evaluar sus vías de escape. Arrastró a Edith con ella, usándola de escudo mientras se movía. Cuando parpadeó varias veces y se tambaleó, Rob sospechó que tenía una lesión en la cabeza. Intentó seguir sus movimientos, manteniéndose siempre a la misma distancia y hablando con tranquilidad, pero su voz quedaba ahogada por los gritos de los hombres de Symon.

—¡Silencio! —gritó para intentar recuperar el control de aquella situación de peligro.

Al menos consiguió controlar a los hombres, pero eso le proporcionó a Lilidh la oportunidad que estaba esperando, empujó a Edith hacia él y corrió hacia la puerta. Rob dejó a Edith cuando esta hubo recuperado el equilibrio y corrió hacia ella antes de que llegara a la puerta o de que Symon la alcanzara. Symon fue más rápido y se interpuso entre la puerta y ella, lo que le obligó a detenerse. Rob se preguntó cómo Lilidh podía moverse tan deprisa con una pierna herida.

—Vamos —le dijo Symon—. ¿Quieres ponerme a prueba otra vez? —preguntó.

Rob juró que mataría a Symon por aquello, pero primero debía detener a Lilidh antes de que acabase seriamente herida. Dudaba que Lilidh supiera dónde estaba o quién era él. No parecía reconocerlo cuando sus miradas se encontraban, pero habían pasado años desde la última vez que se vieron, y él había experimentado el cambio típico de los jóvenes al madurar.

No importaba cómo se hubieran despedido, nunca olvidaría su aspecto. Volvió a centrar su atención en ella y decidió que tenía que ganarse su confianza.

—Lilidh MacLerie —le dijo—, ¿te acuerdas de mí? —preguntó mientras le hacía señas a Symon para que se apartara. Cuando sus hombres se prepararon para intervenir, Symon finalmente retrocedió, aunque la expresión de sus ojos indicaba que no había puesto fin aún al desafío hacia el liderazgo de Rob—. ¿Lilidh?

A Lilidh comenzó a temblarle la mano con la que sujetaba la daga y perdió el equilibrio de nuevo. Justo cuando Rob pensaba que iba a caerse al suelo, se enderezó, se apartó el pelo de la cara e intentó concentrarse en él.

—¿Quién sois? ¿Por qué habéis hecho esto? —preguntó mientras los miraba de uno en uno—. ¿Mi padre lo sabe? —Rob esperó a que volviera a mirarle y entonces le dirigió una sonrisa.

Pasaron los segundos en silencio hasta que un brillo de entendimiento iluminó sus ojos verdes. Pero entonces Lilidh negó con la cabeza, aunque Rob no sabía si era por la confusión o por la incredulidad. Lilidh abrió la boca varias veces, pero no dijo nada. Aquella distracción fue lo único que Rob necesitó para recuperar el control sin hacerle daño, de modo que recorrió la distancia que los separaba en pocos pasos, le agarró la muñeca y la apretó hasta que soltó la daga. Le dio una patada al cuchillo sin soltarla. Como probablemente habría hecho también cuando Symon la atrapó, Lilidh no se estuvo quieta. Comenzó a retroceder y a dar tirones, intentando zafarse.

No se daba cuenta de que no tenía posibilidad de escapar. Cuando Dougal y algunos más regresaron al salón, Rob dio un tirón fuerza, la pegó a su cuerpo y la rodeó con los brazos desde atrás. Advirtió el olor a sangre y vio la mancha en su cabeza; la habían golpeado y había quedado inconsciente.

La agarró con más fuerza, se inclinó hacia ella y le susurró al oído para que nadie más pudiera oírle:

—Lilidh, estás a salvo conmigo. Nadie te hará daño.

En todas las ocasiones en que había soñado con abrazarla así, nunca se había imaginado que sería así. Pero su cuerpo reaccionó, sin importar el cómo y el porqué, al notar sus curvas de mujer bajo sus brazos. En cuanto descubriera quién era, cualquier posibilidad de abrazarla así desaparecería para siempre. Pertenecía a otro hombre y nunca podría ser suya. Era la hija de un poderoso laird y él era un bastardo que fingía ser jefe del clan.

Nunca sucedería, así que ¿por qué no dejarlo claro desde el principio? Tomó aliento y pronunció las palabras que los separarían para siempre… otra vez.

—Lilidh, soy yo, Rob Matheson.

Lilidh se puso rígida y después intentó darse la vuelta para mirarlo. Rob relajó los brazos un poco para permitirle hacerlo.

Inspeccionó con sus ojos verdes su rostro, y advirtió los cambios que la edad y las batallas habían provocado en su cara. Y él vio cómo su expresión cambiaba. El miedo seguía estando ahí, pero además pareció sorprendida y empezó a temblar de nuevo. Pasaron unos segundos antes de que apareciera en sus ojos verdes otro sentimiento. El sentimiento que él estaba esperando y que a ella la ayudaría a sobrevivir a cualquier cosa que sucediera a su alrededor.

La rabia. Sus ojos se llenaron de rabia y levantó la mano como él había esperado. Aunque la agitó con todas sus fuerzas para abofetearle, Rob la agarró sin esfuerzo y la mantuvo entre ellos.

—Yo también me alegro de verte, Lilidh. Ha pasado mucho tiempo —la provocó a propósito.

—Bastardo —murmuró ella—. ¿Tú estás detrás de todo esto?

Antes de que pudiera responder, Dougal le llamó.

—Se acercan algunos de los aldeanos. Las puertas están protegidas —dijo Dougal mientras se acercaba, y se fijó en la hermosa mujer que tenía entre sus brazos—. ¿Así que esta es la hija de MacLerie?

—Sí. Su hija mayor —respondió Rob fingiendo desinterés.

—¿Y os conocíais?

—No seas tonto, Dougal. Toma… —le ofreció la mano de Lilidh y la empujó hacia él— … enciérrala en algún lugar de momento.

Dougal entornó los párpados y los miró a los dos.

—Symon dijo que en la atalaya. ¿Es ahí donde la quieres? —Dougal lo miraba fijamente mientras le hacía las preguntas.

¿Dónde la quería? En su cama, desnuda. Ese fue el primer lugar que se le ocurrió, pero jamás podría admitirlo. Negó con la cabeza para expulsar el deseo de sus pensamientos. Pensó en la atalaya, situada en la vieja torre. Solo podía accederse a ella mediante una escalera, y podría defenderse con facilidad. Encerrarla ahí dejaría satisfecho a Symon y eso sería un problema menos. Y, si su familia iba a buscarla antes de lo esperado, se lo pensarían dos veces antes de atacar la fortaleza sabiendo que ella estaba ahí dentro.

¡Maldición! ¿En qué estaba pensando?

La atalaya era un lugar horrible con sus muros abiertos y su tejado destrozado. Meterla ahí sería otra manera de provocar a los MacLerie y a los MacGregor para actuar con mayor rapidez. Se apartó de Dougal y de Lilidh y se pasó las manos por el pelo. Los demás estaban allí esperando sus palabras; Symon, Dougal, sus hombres, los mayores, todos los que le consideraban laird y también los que estarían encantados de derrocarlo al primer paso en falso.

—Llévala a mis aposentos —ordenó, y le molestó ver que Dougal arqueaba una ceja a modo de censura silenciosa.

Todos en el salón empezaron a gritar; tanto los que apoyaban a Symon como los que le apoyaban a él. Recuperaría el control de la situación y haría que Lilidh le odiase más de lo que debía de odiarle ya.

—¡Es mi prisionera! —gritó Symon agitando el puño. Sin previo aviso, Rob se acercó a él y le dio un puñetazo en la mandíbula que le lanzó al suelo, como llevaba días queriendo hacer.

—Yo soy el laird y es mi prisionera. ¿Querías enfurecer a MacLerie para que nos atacara? ¿Pretendías conseguirlo secuestrándola? Bueno, pues la has traído aquí y ahora es mía. Llevármela a la cama será más efectivo para atraerlo hasta aquí.

—Yo no pienso… —empezó a decir Lilidh, pero él no le dio tiempo a decir más. Se dio la vuelta y se colocó frente a ella antes de que pudiera terminar cualquier declaración que pensara hacer.

Para demostrarles a ella y a los demás quién estaba al mando, la agarró por los hombros y la besó en la boca para dejarles claro a todos que poseería su cuerpo y su alma antes de que aquello hubiese acabado.

Su demostración tuvo tanto éxito que todos comenzaron a aplaudir y a vitorearle.

Lilidh relajó la boca y él pudo saborear la dulzura que había anhelado durante años. Saborear la pasión que había permanecido latente entre ellos por muchas razones. Razones que importaban antes, pero que ahora volaban como una bandada de gansos huyendo del frío del otoño. Sus pensamientos se dispersaron y su cuerpo reaccionó a la boca de Lilidh mientras esta le acariciaba la lengua con la suya.

Hasta que le mordió la punta con fuerza. Se reprendió a sí mismo por dejarse llevar mientras aparentaba delante de todos y volvió a colocarla en brazos de Dougal, riéndose mientras se limpiaba la sangre de la boca.

—Symon, espérame en la sala. Dougal, llévala a mis aposentos. Emplea una cuerda, o cadenas, si es necesario, para retenerla ahí. Ya me encargaré de ella más tarde —declaró.

Lilidh no dijo nada mientras Dougal se la llevaba, pero la expresión de sus ojos se parecía a la de Symon minutos antes.

Una expresión que prometía muerte y caos; y él sería el objetivo.

Se dio la vuelta para encargarse de otros asuntos antes de enfrentarse a aquellos que desafiaban su autoridad, y se preguntó si su clan y él sobrevivirían a aquel encuentro con Lilidh MacLerie.

Tres

 

 

 

 

 

Lilidh intentó caminar hasta sus aposentos, intentó mantener su rabia encendida, pero, cuando llegaron al segundo tramo de escaleras que conducía a la torre, ya se había quedado sin fuerzas. Se habría caído al suelo de no ser por el ayudante de Rob, que la agarró y la llevó a cuestas el resto del camino. El mareo que inundaba sus sentidos tampoco ayudaba. Cualquier fuerza que pudiera quedarle para seguir resistiéndose se esfumó al verse sobrepasada por el dolor y el agotamiento.

Y en aquella mezcla de emociones también reconocía la confusión la rabia y un poco de alivio. No importaba que los Matheson hubieran roto sus acuerdos con los MacLerie, y no importaba el distanciamiento que pudiera existir entre Rob y ella, pues sabía que él nunca le haría daño.

No importaba aquel beso y su amenaza de llevarla a la cama… Su cuerpo se estremeció al recordar su boca devorándola. El Matheson llamado Dougal se la cambió de brazo al tomar otro pasillo.

—Ya casi hemos llegado —dijo tranquilamente. ¿Nada de amenazas, o cuerdas, o cadenas? Aquello no tenía ningún sentido. Finalmente se detuvo frente a una puerta y esperó a que la abriera una sirvienta cercana. Entró en la habitación y la dejó en el suelo junto a la cama.

Y cuando necesitó que su pierna la sujetara, volvió a fallarle, y sintió los músculos del muslo dañado palpitando de dolor.

Se llevó la mano al muslo mientras se sentaba en el suelo, incapaz de ocultarle su dolor a Dougal ni a la sirvienta, que entró tras ellos en la habitación.

—¡Maldito Symon! —exclamó mientras se acercaba a ella—. ¿Qué te ha hecho? —comenzó a levantarle la falda, pero ella se lo impidió. Nadie le vería la pierna. Nadie.

—¡No! —exclamó mientras intentaba zafarse—. Es un calambre debido a… —no se le ocurrió ninguna excusa, así que le apartó con una mano y tiró de la falda hasta casi los tobillos—. Es un calambre —repitió. Al fin y al cabo era verdad.

Dougal se apartó y la miró de arriba abajo. Se cruzó de brazos y se encogió de hombros.

—No puedes negar que te has lastimado la cabeza. ¿Hay algo más que se haya roto o esté sangrando?

Solo su corazón…

Ignoró aquel pensamiento de debilidad y pensó en el dolor que recorría su cuerpo.

—Tengo golpes y hematomas, creo —dijo mirándolo directamente—. ¿Así que sois el ayudante de Rob?

—Ven —dijo Dougal ignorando su pregunta mientras le ofrecía una mano—. Dame la mano para ponerte en pie —por suerte su mano y su brazo eran mucho más fuertes que los de ella, pues si hubiera tenido que depender de su propio cuerpo, se habría quedado en el suelo. Con un movimiento fluido, Dougal la puso en pie, pero no la soltó—. Ya está.

Lilidh apretó la mandíbula para evitar gritar debido al dolor que sentía en la pierna. Apretó los puños y luchó contra la necesidad de gritar y de dejarse caer. La debilidad no era una opción en esos momentos. No mientras fuese prisionera, mientras estuviese amenazada y mientras su presencia allí pudiera desencadenar una guerra que había creído poder detener.

¡Qué tonta era!

Primero por pensar que podía enfrentarse a los guerreros experimentados que la habían capturado. Segundo por pensar que podría arreglar las cosas entre Rob y su padre. Tercero, y lo peor de todo, por pensar que al volver a verlo, después de todo lo que habían compartido y perdido, sentiría menos dolor que la última vez.

Dougal le acercó una silla de madera y le indicó que se sentara. Lilidh tomó aliento para soportar el dolor y el miedo a caerse y atravesó lentamente la habitación hasta alcanzar la silla y sentarse. Cerró los ojos y esperó a que Dougal cumpliera las órdenes de su señor y la encadenase allí. Pasaron varios segundos, se atrevió a abrir los ojos y lo encontró de pie frente a ella, con una mano extendida, sujetando una taza de… algo.

—Bébete esto —dijo mientras se lo acercaba. Lilidh lo olisqueó, pero solo advirtió las especias que se usaban para aromatizar el vino. Aceptó la taza y se la llevó a los labios—. Te calmará el dolor mientras Beathas te cura la cabeza.

La mujer que les había abierto la puerta había estado de pie junto al umbral todo el tiempo y Lilidh no se había dado cuenta. El dolor de la cabeza afectaba a sus sentidos y le impedía elaborar un plan ahora que sabía quiénes eran sus atacantes. Cuando la cabeza dejara de dolerle y de sangrarle, podría pensar con claridad, pero primero debía hacer una pregunta.

—¿Qué hay de mis guardias y de mi doncella? ¿Quién se encargará de ellos? —preguntó al recordar a quienes habían cuidado de ella, y a los que había visto por última vez sin vida tirados en el camino. Un escalofrío recorrió su cuerpo al hacer la pregunta.

Dougal se encogió de hombros.

—El laird me ha ordenado que me encargue de ti. Enviará a alguien a encargarse de ellos.

Al darse cuenta de que aquello era lo máximo que iba a obtener, Lilidh se bebió el contenido de la taza. A juzgar por el olor acre y el sabor familiar, sospechó que se trataba de una pócima para dormir o de algo que le aliviara el dolor de cabeza. Justo en aquel momento rezó para que fuera justo eso. Estiró la mano con la taza vacía y la sirvienta se acercó para retirársela. Pronto la habitación comenzó a cambiar ante sus ojos.

Advirtió que las llamas de la chimenea, una chimenea bastante grande para una única habitación, oscilaban de un lado a otro, y ella comenzó a mover la cabeza con el mismo ritmo. Oyó susurros a su alrededor, pero no logró distinguir ninguna palabra. Levantó la cabeza, se giró hacia la puerta y toda la habitación comenzó a dar vueltas. Se carcajeó y se dejó llevar por el calor que recorría su cuerpo.

Entonces la puerta se abrió de golpe y entró Rob.

Los recuerdos inundaron sus pensamientos; él de pequeño, jugando con su hermano, aprendiendo el manejo de las armas, creciendo y haciéndose más fuerte.

Y su primer beso.

Lilidh se estremeció al recordar aquel roce inocente de sus bocas. Al mirarlo a los ojos recordó su pasión creciente, sus abrazos secretos y la manera en que sus caricias escandalosas la volvían loca. Entonces recordó el frío de su mirada al revelarle la verdad que le rompió el corazón.

Sus ojos azules no brillaban ahora con el júbilo que la había tentado a dejar atrás el comportamiento decoroso. Ahora sus ojos brillaban con rabia, y otro escalofrío recorrió su cuerpo. El vino estaba haciéndole efecto y le anulaba el miedo que pudiera sentir, así que se puso en pie con piernas inestables para desafiarlo.

—No pienso ser tu amante —dijo en voz alta. Y las palabras resonaron tanto dentro como fuera de su cabeza.

Observó cómo Rob ordenaba salir a Dougal y a la sirvienta con un simple movimiento de cabeza. Cuando la puerta se cerró, supo que era el momento.

—No pienso ponértelo fácil, Rob.

Fuera lo que fuera lo que esperase de él, desde luego no era aquella risa tranquila, ni la sonrisa triste que se asomó a sus labios y le dio ganas de volver a besarlo. Se cubrió la boca al sentir el cosquilleo de sus labios y esperó. Si al menos no hubiera bebido el vino, quizá hubiera podido disuadirlo.

—No, Lilidh, tú nunca me pones las cosas fáciles.

Dio un paso lento hacia ella, y después otro. Lilidh intentó retroceder, pero la silla situada a sus espaldas se lo impidió. Cuando Rob la agarró por los hombros y la condujo hacia la cama, debería haber gritado, pero no le quedaban fuerzas para luchar.

Cualquiera se daría cuenta de que estaba a punto de derrumbarse, debido a la poción que le había dado Beathas y al sufrimiento que le habían hecho pasar Symon y sus hombres. Su cuerpo se rindió y Rob la guio hacia la cama. Se inclinó sobre ella, la tomó en brazos y la tumbó allí. Aunque hubiese soñado con poder hacer aquello, no era ni el momento ni el lugar en el que deseaba hacer sus sueños realidad.

Lilidh se quedó dormida en cuanto su cabeza tocó la almohada, y eso le puso las cosas más fáciles. Rob le acarició la mejilla y ella no se movió. Le recogió el pelo, del color oscuro del cielo a medianoche, y se lo apartó de la cara en busca de más lesiones que pudiera tener.

—Es una luchadora —dijo Dougal desde la puerta, que había vuelto a abrir. Rob asintió, dio un paso atrás e hizo gestos para que Dougal y Beathas volvieran a entrar en la habitación.

—La han llamado eso y muchas otras cosas —admitió, aunque no pronunció las palabras que normalmente usaba para describirla—. Encárgate de sus lesiones, Beathas. De todas.

Se le calentó la sangre con la rabia al pensar en lo que Symon y sus hombres podrían haberle hecho a Lilidh desde que la apartaran de sus guardias. Pronto recibiría noticias con relación a esos guardias, pero por el momento lo único que podía hacer era intentar que se sintiese cómoda antes de que se desencadenase el infierno a su alrededor. Otra vez.

La anciana asintió, recopiló todos los materiales necesarios y los dejó sobre la cama. Después se quedó mirándolo. El mensaje estaba claro; quería que se marchara. Así que se dio la vuelta para hacerlo, llevándose a Dougal con él, y decidió colocar dos guardias en la puerta para evitar que alguien entrara. Pero, cuando llegaron a la puerta, tropezó con una pila de cadenas con diversos candados. También había pedazos de cuerda junto a las cadenas.

—¿De verdad, Dougal? De todas las ocasiones para obedecer mis órdenes, ¿eliges esta? —había nombrado las cadenas y las cuerdas solo como amenaza pública, pero no tenía intención de usarlas.

—Uno nunca sabe cuándo necesitará usar cuerdas o cadenas al tratar con una muchacha como ella —respondió Dougal con gran respeto. Respeto por la mujer inconsciente tirada en su cama. La ironía era evidente.

—Dado que la poción la hará dormir durante horas, tengo que ir a ver a Symon y a sus secuaces. Aquí no necesitaremos cuerdas ni cadenas —dijo. Y al ver que Dougal arqueaba una ceja, continuó—: Por ahora.

Cuatro

 

 

 

 

 

—No te saldrás con la tuya.

Symon simplemente se rio de sus palabras cuando Rob entró en la pequeña habitación y cerró la puerta tras él. No importaban los intentos de Symon por provocarle delante de todos, pues manejaría su reacción en privado. Ya habría tiempo más tarde de avergonzarle delante del clan.

—Tú tienes tanto o más que perder que yo, Symon —le advirtió mientras se acercaba tranquilamente a la ventana para contemplar la actividad frenética que habían desencadenado las actividades de su primo.

—Eres una vergüenza para el clan —respondió Symon con desprecio. Rob se volvió para mirarlo y le sorprendió el odio genuino que vio en sus ojos—. No deberían haberte elegido.

—Pero lo hicieron. Y no soy el primer bastardo elegido como jefe de un clan, Symon. Si dejaras de darte tanta importancia y mirases solamente por el bien de clan… —ni siquiera había terminado de hablar cuando Symon empezó a negar con la cabeza.

—Yo debería ser jefe del clan. Tengo más derecho que tú.

—¿Más derecho que el que otorga la propia sangre? —preguntó Rob.

Ilegítimo o no, su padre había sido el jefe del clan, y las reivindicaciones de Symon a través de su madre, alegando que tenían un abuelo en común, no habían sido lo suficientemente fuertes como para dejar a Rob a un lado. De ahí aquel desafío constante. Sus palabras despertaron algo en Symon, que entornó los párpados y después apartó la mirada.

—Si la esposa de mi padre hubiera dado a luz a un hijo pocos meses después, ninguno de nosotros estaríamos cuestionando nuestro lugar aquí —respondió, y esperó ver alguna señal que indicara la implicación de su primo en el reciente accidente que se había cobrado la vida de Angus Matheson y de su esposa, en avanzado estado de gestación.

—Sí, pero eso no pasará —dijo Symon, pero ni la expresión de sus ojos ni su actitud revelaron nada más.

—Ahora tienes el mismo cargo que habrías tenido en esas circunstancias; primo y consejero del nuevo laird.

Los mayores ya habían dado su apoyo al compromiso entre Rob y la hermana de Symon, para que se acabaran las disputas entre ambas ramas del clan y se reforzaran las relaciones entre todos ellos. Aunque Rob tenía sus dudas y sus reservas al respecto, sí que parecía la respuesta perfecta a los problemas provocados por la actitud de Symon. La sangre de Symon, a través de los hijos de su hermana, gobernaría el clan y él sería un consejero valioso para el siguiente laird. La mirada de Symon se oscureció, pero él permaneció en silencio. Rob se preguntó si su primo se habría dado cuenta de que todos esos acuerdos quedarían enturbiados con la presencia de Lilidh MacLerie.

—Mi hermana no aprobará que te lleves a la cama a la hija de MacLerie —le advirtió Symon.

Rob arqueó una ceja y sonrió.

—Algo en lo que deberías haber pensado antes de traerla aquí. Estoy seguro de que Tyra comprende cómo funcionan las cosas entre los hombres.

Los hombres, sobre todo los hombres con poder, tenían mujeres que satisfacían sus necesidades. Las esposas les proporcionaban herederos, pero nadie, absolutamente nadie, cuestionaría el derecho de Rob de tratar a Lilidh como deseara. Si aquello iba a convertirse en una guerra, era el laird el que controlaba a los rehenes y el modo en que se les trataba. Dado que Symon se la había ofrecido en bandeja, solo podría culparse a sí mismo si a su hermana no le hacía gracia la situación. Symon tragó saliva y se negó a devolverle la mirada. Rob asintió una vez más.

—Ya te he dado bastante libertad para expresar tus opiniones, Symon. Pero eso se ha acabado. Nos has obligado a afrontar unas circunstancias que podrían suponer nuestra destrucción. Si sigues interfiriendo y no sigues mis órdenes, te desterraré —Symon se dio la vuelta en ese momento y le miró con los puños apretados.

—¡No puedes!

—Los mayores me aprobaron como jefe del clan. Sí que puedo. Y lo haré si sigues presionándome —le prometió Rob—. Si no puedes conformarte con el puesto que tienes aquí, serás expulsado. No lo dudes.

Pareció que Symon iba a rebatirle, pero en el último momento asintió y se dispuso a marcharse. A Rob le pareció mejor añadir una última advertencia para que Symon la tuviese en cuenta mientras meditaba sobre sus opciones.

—No me casaré con la hermana de un traidor, Symon, ni siquiera aunque los mayores crean que es la mejor manera de solucionar las diferencias entre las dos ramas. No me casaré con ella si no puedes serme fiel. Así que piénsatelo bien antes de permitir que tus palabras y tus actos te delaten como un traidor.

La puerta se cerró de golpe, pero al rebotar y volver a abrirse, Rob vio a Symon atravesar el salón. En vez de ir a buscar a sus compinches, los ignoró y abandonó la fortaleza.

Dado que Rob estaba seguro de que Connor se presentaría ante su puerta debido a las actividades de Symon, tenía muchas cosas de las que ocuparse. Todos los mayores y los consejeros del clan se responderían a su llamada. Cuando les explicara lo que Connor podía hacerles, seguro que comprenderían lo precario de su posición y querrían ponerle fin cuanto antes. La amenaza hacia el clan, hacia sus tierras y hacia la fortaleza, debería ser suficiente para disuadirlos de aquella idea tan peligrosa.

 

 

Se le habían presentado diversas tareas al mismo tiempo, de modo que se encargó de ellas y esperó a recibir noticias sobre los guardias y los sirvientes de Lilidh. Si estaban vivos y ella seguía ilesa, aquello calmaría el temperamento legendario de MacLerie antes de acabar con todos y cada uno de los Matheson. Al salir de la habitación se dio cuenta de la ironía.

No sería digno de llamarse laird si capitulaba sin más y liberaba a Lilidh para que regresara con su padre y con su marido.

Aunque por las razones equivocadas, la presencia de Lilidh allí le daba a él la oportunidad de mejorar las condiciones de su familia. Con ella como moneda de cambio podría mejorar las cosas para los Matheson. Claro, eso significaría consolidar el odio que Lilidh sentía hacia él, y sería la última vez que la vería o que hablaría con ella.

Y aunque secuestrar a una heredera era una tradición muy antigua en las montañas de Escocia, secuestrar a la hija de un jefe del clan que además era la esposa de otro hombre no solía tener los mismos resultados. Con una heredera, un hombre podía acabar siendo rico y su clan también. Con la hija de un laird, las consecuencias implicaban guerra, muerte, humillación y, posiblemente, decapitación y castración. De modo que, como lo primero no era una opción, tenía que encontrar la manera de impedir que sucediera lo segundo.

 

 

Para cuando Rob regresó a sus aposentos aquella noche, ya había logrado solucionar varias cosas. Symon parecía intimidado por el momento. Solo dos de los guardias de Lilidh habían muerto y, aunque aun no se lo había dicho a ella, su vieja doncella se recuperaría. Beathas lo informó de que las únicas lesiones que Lilidh había sufrido eran las evidentes, y que se curarían.

Sin embargo, los problemas causados por Lilidh no habían desaparecido y aumentarían con cada hora que permaneciera en su fortaleza. Hasta que estuviera curada y hasta que él pudiera llegar hasta el fondo de aquel asunto, debía vigilarla de cerca; para protegerla a ella y para protegerse a sí mismo también.

Atravesó el pasillo que conducía a sus aposentos y despidió a los dos guardias con un movimiento de su mano. Ya les había ordenado que estuvieran allí siempre que él no estuviera en la habitación, de modo que sabía que regresarían al amanecer. Quitó el pestillo y entró preparado para cualquier cosa.