En brazos de un rebelde - Anne Marie Winston - E-Book
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En brazos de un rebelde E-Book

Anne Marie Winston

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Beschreibung

Una sola noche en sus brazos y no pudo negarle nada... Reese Barone contaba los días que habían pasado desde la última vez que había visto a Celia. Llevaba tiempo navegando por todo el mundo, pero no podía quitarse de la cabeza el recuerdo de hacer el amor con ella bajo el sol de verano, de planear el futuro juntos. Pero en aquel entonces los falsos rumores y los problemas familiares lo habían obligado a abandonar a la única mujer a la que había amado realmente. Lo último que Celia Papaleo deseaba era volver a sentir algo por Reese Barone, revivir el pasado... y la pasión. Pero su amante rebelde había mejorado con el tiempo...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Harlequin Books S.A.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En brazos de un rebelde, n.º 1336 - octubre 2016

Título original: Born to Be Wild

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9054-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Quién es quién

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Uno

Si te ha gustado este libro…

Quién es quién

 

REESE BARONE: Hizo fortuna en la bolsa y ha visto las puestas de sol más impresionantes a lo largo y ancho del planeta. Pero finalmente se ha dado cuenta de que cuando se marchó trece años atrás perdió las cosas realmente importantes. Su familia… y Celia, la única mujer a la que ha amado.

 

CELIA PAPALEO: Algo extraño está ocurriendo en su puerto de Cape Cod. Algo relacionado con las misteriosas muertes de su marido y su hijo. Pero más extraño todavía es el regreso de su único y verdadero amor, Reese. Su vuelta era lo que más temía… y lo que más deseaba.

 

NICHOLAS BARONE: Es un experto en reuniones. Algunas no sirven para nada y por otras vale la pena esperar. ¿De qué tipo será el reencuentro con su hermano?

Prólogo

 

–¿Qué es lo que ha dicho?

Reese Barone, de veintiún años, estaba sentado en el gabinete de la casa familiar de Beacon Hill, en Boston, y miraba fijamente a su padre sin dar crédito a lo que oía.

–Eliza Mayhew dice que está embarazada y que tú eres el padre.

Carlo Barone permanecía de pie frente a la chimenea de mármol con las manos en la espalda.

–No es necesario decir que tu madre y yo estamos muy decepcionados contigo, Reese –aseguró su padre mirándolo con severidad.

–Pero yo nunca…

–Reese, no hay nada más que decir –lo atajó su padre con el tono de voz más frío que él le había escuchado jamás–. Harás lo que tienes que hacer y te casarás con la señorita Mayhew a finales de este mes.

–No lo haré –respondió Reese poniéndose en pie con tanto ímpetu que la silla en la que había escuchado las palabras de su padre se tambaleó–. El niño no es mío.

Enfrente de ellos, su madre, Moira Barone, dejó escapar un suspiro.

–¿No has manchado ya lo suficiente el nombre de la familia? –gritó su padre mirándolo con expresión furiosa–. Primero te lías con la hija de un pescador de Harwichport, y luego…

–Celia no tiene nada de malo –respondió Reese acaloradamente–, excepto que ha nacido sin pedigrí.

–No se trata de que no provenga de una familia de renombre –intervino su madre–. Creía que nos conocías mejor. Pero es que… Oh, Reese, eres tan joven, y ella pertenece a un mundo tan diferente…

–Ya os he dicho que es imposible que yo sea el padre del hijo de Eliza –respondió Reese secamente–. Yo…

–¡Ya es suficiente! –gritó Carlo haciendo un gesto enérgico con la mano–. No toleraré más mentiras. La señorita Mayhew es hija de una familia amiga y además es compañera de clase de tu hermana. ¿Cómo has podido tener tan poco cuidado?

–¿Se ha hecho la prueba de paternidad? –inquirió Reese–. Tal vez deberías pensar que no soy yo el que no tiene cuidado.

Reese podía sentir cómo la rabia que estaba tratando de controlar se le desataba. Las palabras salieron de su boca sin poder evitarlo, y ni siquiera el dolor que adivinaba en los ojos de su padre detuvo su lengua.

–¿Así que confías en la palabra de otra persona sin darme la oportunidad de defenderme? Muy bien –aseguró entornando los ojos–. No tengo por qué pasar por esto, papá. No pienso casarme con Eliza y no puedes obligarme –concluyó dirigiéndose a la puerta.

–¡No te atrevas a dejarme con la palabra en la boca! –exclamó su padre agarrándolo del brazo.

Pero Reese lo apartó bruscamente, ciego de rabia.

–Si vuelves a ponerme una mano encima te juro que te arrepentirás –murmuró entre dientes.

Recorrió el pasillo hacia la pesada puerta de entrada de la mansión, indiferente a los sollozos de su madre. Cuando la cerró tras de sí con un portazo que retumbó a su espalda, hizo un juramento: no volvería a poner los pies en la misma habitación que su padre hasta que no le pidiera disculpas.

Él no podía ser el padre de aquel niño. Ni siquiera se había acostado nunca con Eliza, pero no le habían dado la oportunidad de explicarse.

Se marcharía lo más rápido posible de Massachusetts en el primer vuelo. A la porra la universidad. Además, ¿para qué necesitaba un título de Harvard? Se le daba muy bien el mercado de valores. Ya se las había arreglado para aumentar significativamente el millón de dólares que había heredado en su último cumpleaños.

Pero si dejaba la universidad… ¿Qué haría?

La respuesta le llegó con suma facilidad, como si aquella idea hubiera estado esperando únicamente a que se formulara la pregunta. Llevaba soñando con navegar alrededor del mundo desde que tuvo edad suficiente para manejar un barco.

Sí, eso haría. Navegaría por todo el mundo.

Reese se subió a su coche y se marchó de la casa en la que había transcurrido toda su infancia. Entonces decidió que le pediría a Celia DaSilva que se fuera con él. En su cabeza reaparecieron las imágenes de su cuerpo desnudo brillando bajo la luz del sol. Cielos, cómo la amaba. Podrían incluso casarse.

Pero entonces cayó en la cuenta de la realidad. Celia tardaría todavía un mes en cumplir dieciocho años. Y no le daría a su padre la oportunidad de que la pillara con una menor. Y era consciente de que al padre de Celia tampoco le había entusiasmado la idea de que su hija se hubiera pasado el verano pegada a él.

Cinco semanas más y…

Pero no podía esperar tanto. Seguía estando furioso. Apenas podía esperar a marcharse de la ciudad. Lo haría aquel mismo día. Además, conocía a Celia demasiado bien. Si iba a por ella trataría de convencerlo para que esperara a estar más calmado y hablara con su padre. Y si no lo conseguía, lo persuadiría para que la llevara con él. Y lo peor de todo era que Reese no estaba muy seguro de tener la suficiente fuerza de voluntad como para resistirse. Aunque aquello significara ir a parar a la cárcel si los pillaban.

Le escribiría. Le escribiría una carta contándole lo que su padre había hecho, explicándole por qué tenía que marcharse tan precipitadamente. Ella lo entendería. Aquélla era una de las pocas cosas de las que podía estar seguro. Celia siempre lo entendía. Sí, le escribiría y le pediría que se reuniera con él después de su cumpleaños… le pediría que se casara con él.

Reese apretó las manos en el volante mientras pisaba con fuerza el acelerador de su coche deportivo. Al diablo con su padre. No necesitaba a nadie más siempre y cuando tuviera a Celia.

Capítulo Uno

 

Trece años más tarde

 

–Por cierto, Celia, ¿sabes lo que me han contado?

Celia Papaleo levantó la vista del periódico con sonrisa distraída. Gracias a Dios, estaban a finales de octubre. Habían llegado a ese momento del año en que los habitantes de Harwichport podían empezar a respirar de nuevo tras la marcha de los turistas que acudían a Cape Cod durante el verano para volver loca a la capitana de puerto de South Harwich y a todos los que trabajaban para ella.

–¿Qué te han contado, Roma? –preguntó levantando la cabeza y sonriendo a la mujer menuda vestida con jersey rojo que acababa de entrar en su despacho.

Roma era la mejor amiga de Celia desde sus días de escuela primaria. Llevaba a una niña pequeña en brazos y a otro que empezaba a andar agarrado de la mano.

Celia se puso en pie con gesto mecánico y agarró a la pequeña tratando de ignorar la punzada de dolor que sintió al abrazarla. Cómo le gustaba abrazar a Leo de aquel modo cuando era un bebé. Leo, que la semana siguiente habría cumplido cinco años.

–¿Celia? –preguntó Roma moviendo la mano delante del rostro de su amiga.

Celia se fijó en los ojos azules y alarmados de su amiga y supo que Roma se preocuparía. Dejó entonces a un lado el dolor que inevitablemente le brotaba e hizo un esfuerzo por sonreír.

–Lo siento –dijo–. Estaba pensando en cuánto me alegro de que el verano se haya terminado.

–Totalmente de acuerdo –aseguró Roma sin dejar de mirarla fijamente–. Bye-bye, turistas.

–Aunque esos turistas son los que nos dan de comer –tuvo que reconocer Celia señalando con un gesto a Irene y William, los niños–. Y dime, ¿qué es eso tan importante que te ha hecho venir aquí con estos dos en lugar de llamarme por teléfono?

–¡Oh! –exclamó Roma dándose una palmada en la frente–. Casi se me olvida. Será mejor que te sientes –aseguró con voz fúnebre.

–¿Por qué? –preguntó Celia arqueando las cejas.

–Reese Barone atracó anoche en la Marina de Saquatucket.

Reese Barone… Reese Barone… Aquel nombre se hizo eco en el interior de su cabeza como un vestigio del pasado sin el que podría haber seguido viviendo el resto de su vida. A Celia se le tensaron todos los músculos y sintió que se le detenía el corazón.

Durante un instante el mundo a su alrededor se congeló. Entonces se forzó a reaccionar.

–Vaya –dijo con toda la calma que fue capaz de expresar–. Hace años que no pasaba por aquí, ¿verdad?

–Sabes perfectamente cuánto tiempo lleva fuera –respondió su amiga Roma–. No ha regresado desde que te dejó tirada para hacerse cargo de aquel embarazo.

–Técnicamente no me dejó tirada por nadie. Lo último que escuché fue que se negó a casarse con ella y se largó –aseguró tendiéndole la niña a Roma y poniéndose a ordenar los papeles que tenía encima de la mesa–. Dudo mucho que lo veamos por aquí. Saquatucket está más preparado para recibir yates que nosotros.

–Tal vez venga a verte.

–Roma, seguramente ni se acuerde de mí –respondió Celia riéndose forzada–. Éramos muy jóvenes, casi unos niños. Mi vida ha cambiado completamente desde aquellos días y estoy segura de que la suya también.

–Quizá –concluyó Roma encogiéndose de hombros aunque no parecía en absoluto convencida–. Ya no tengo tiempo de ir a la compra. Si no me doy prisa ni siquiera llegaré a recoger a Blaine al jardín de infancia.

Celia asintió con la cabeza al tiempo que sentía otra punzada de dolor atravesándole el cuerpo. Leo era siete meses más pequeño que Blaine pero como había nacido en octubre iría un curso por detrás en la escuela. Aquel habría sido su último año en casa con ella.

«No sigas por ahí, Celia. Ya no eres una madre que se queda en casa. Ya no eres una madre. Punto. Ni una esposa. Ahora sólo eres la capitana del puerto».

–Hasta luego –dijo Roma agarrando a sus hijos y besando a Celia en la mejilla antes de salir por la puerta.

Celia se alegraba de que su amiga no hubiera captado su dolor. Se dejó caer de nuevo sobre la silla y colocó los codos sobre la mesa antes de apretarse los ojos con las palmas de las manos para impedir que le brotaran las lágrimas.

Habían pasado dos años y medio y ya no pensaba tanto en ellos, en Milo y en Leo. Sólo unas cuantas veces al día en vez de unas cuantas veces cada minuto. La agonía se había transformado en un dolor soterrado, a excepción de momentos de intensidad, como este último. Normalmente le surgían cuando veía a los tres hijos de Roma. Sospechaba que su amiga lo sabía, porque ya no los traía tanto como solía hacer.

Pero Celia se negaba a cavar un agujero y enterrarse en él el resto de su vida, y eso sería exactamente lo que tendría que hacer para evitar ver niños. Le gustaban muchos los hijos de Roma y también su marido, Greg. Había perdido a su propia familia pero eso no era razón para apartar a su amiga de su vida. Pero había veces en que era duro. Muy duro.

Apartó la mente de aquellos pensamientos porque no podía soportarlo. Cielos, no podía creer la noticia que le había contado Roma.

Reese. En el mismo espacio de tierra que ella. Había perdido la esperanza de volver a verlo hacía muchos años. Pero antes de eso… antes de eso hubo un tiempo en el que Reese Barone había formado parte de su vida de tal forma que no podía imaginarse una existencia que no lo incluyera a él.

Reese. Su primer amor, el chico con el que había pasado un verano despreocupado haciendo el amor y navegando todo el tiempo en que no estaba trabajando. Mirando atrás era fácil entender que nunca hubiera podido formar parte del mundo de Reese Barone. Ella era la hija de un pescador, una niña sin madre que sabía dónde encontrar los mejores peces pero que no entendía nada en absoluto de moda ni de cuestiones supuestamente femeninas. Entonces tenía diecisiete años y era una chica de pueblo que sólo había ido a Boston en un viaje del instituto, inexperta y fácil de engañar.

No podían haber sido más distintos. Él era el nieto de un inmigrante siciliano cuya ambición y buen hacer le habían proporcionado a la familia Barone fama y fortuna. Reese era el segundo de ocho hermanos y nació sabiendo cómo ganar dinero. Viajado y seguro de sí mismo, no le faltaban mujeres dispuestas a llamar su atención. Para Celia siempre sería un misterio por qué se había sentido interesado por ella.

Reese. Había escuchado rumores de que su familia lo había repudiado años atrás. Dejó embarazada a una joven y se había negado a casarse con ella. Si se hubiera tratado de una chica como ella, Celia dudaba mucho de que su poderosa y rica familia se hubiera sentido tan desairada. Pero al parecer era una joven de la alta sociedad cuya familia conocía a los Barone, y su negativa había causado un revuelo monumental en su círculo de amistades cuyos ecos habían llegado hasta la localidad de Harwichport, donde la familia tenía una residencia de verano.

Reese. Era ridículo, pero pensar en él todavía le hacía daño. ¿Seguiría teniendo aquellos ojos grises capaces de transformarse en plata o adquirir el color de la tormenta? ¿Llevaría aún el cabello lo suficientemente largo como para que le flotara al viento al navegar?

Pero tal vez la memoria la engañaba y sus ojos fueran en realidad de lo más vulgar. Tal vez lo único que tuviera plateado fuera el cabello. Tal vez aquel cuerpo musculoso y bien formado se hubiera rellenado demasiado. Tal vez.

Daba igual. Reese se había marchado con su barco sin decirle ni una palabra después de que las noticias sobre su próxima paternidad hubieran saltado de Boston a Cape Cod. La había dejado con la certeza de que para él no significaba nada más allá de una aventura de verano. Lo único de lo que pudo alegrarse Celia fue de que no la hubiera dejado embarazada.

Y sin embargo…

Una parte de ella se había lamentado de aquel hecho durante mucho tiempo. Reese no se habría quedado a su lado, pero al menos habría tenido una parte de él a la que agarrarse.

Aquella idea se suavizó cuando se casó con Milo y desapareció por completo al quedarse embarazada y tener a Leo. Lo cierto era que no había olvidado del todo a Reese, pero no había alimentado más deseos de volver a verlo alguna vez.

Bueno, aquél era un asunto discutible. Celia ordenó de nuevo innecesariamente los papeles de su mesa y descolgó el teléfono. Tenía trabajo que hacer.

Treinta minutos más tarde, uno de los jóvenes que trabajaban para ella en el puerto se detuvo bruscamente en la puerta de su despacho.

–¡Tiene que venir a ver esto, señora Papaleo! –exclamó–. Hay un barco de veinticuatro metros de eslora entrando en puerto. Y parece nuevo. Debe de costar una fortuna.

Celia se puso en pie y compuso una mueca parecida a una sonrisa mientras el chico cantaba las alabanzas del yate. La mayoría del personal había trabajado para Milo antes de que ella se hiciera cargo del puesto y no le gustaba nada que la vieran triste.

Se dirigió a la puerta, contenta con la posibilidad de distraerse con algo. El chico tenía tendencia a exagerar, pero sentía curiosidad por ver el yate. Celia se acercó hasta el muelle con los ojos entrecerrados para protegerlos del sol de la mañana. Al llegar a la zona de los amarres divisó la imponente silueta de la embarcación y observó cómo uno de sus hombres le hacía señas al capitán. Esperó hasta que el yate estuviera amarrado y luego vio cómo un hombre bajaba por la escalera hasta el muelle y cruzaba unas palabras con el marinero, que señaló en dirección a Celia.

El hombre avanzó hacia ella con paso firme. Era alto y fuerte, de hombros anchos, y se movía de una forma que obligaría a cualquier mujer a darse la vuelta para mirarlo dos veces. Su cabello oscuro brillaba bajo la luz del sol.

Y entonces Celia sintió que el corazón se le subía hasta la boca del estómago. El hombre que avanzaba por el muelle era Reese Barone.

Apenas tuvo tiempo de recobrarse y transformar su asombro y su emoción en una actitud profesional. Menos mal que Roma la había avisado de que andaba por la zona.

–Hola –dijo cuando lo tuvo cerca–. ¿Necesitas un amarre temporal?

–Sí. Me gustaría si tenéis alguno disponible –aseguró él con voz grave tendiéndole la mano–. Hola, Celia. ¿Te acuerdas de mí?

–Reese –respondió ella aclarándose la garganta y estrechándole la mano antes de retirarla rápidamente e introducirla en el bolsillo de su cortavientos.

¿Eran imaginaciones suyas o realmente se había desatado una descarga eléctrica cuando sus manos se rozaron?

–Bienvenido a South Harwich. Ha pasado mucho tiempo.

Amable y distante. Ésa era la intención.

–Trece años.

–Por ahí –respondió ella sin atreverse a mirarlo.

–Exactamente trece años –insistió Reese.

Había algo de rabia en su tono de voz grave y eso la impulsó a levantar la vista. Pero se arrepintió al instante. Sus ojos no eran ni por asomo lo vulgares que hubiera esperado, sino tan extraordinarios como los recordaba, grises y enmarcados por unas pestañas negras y rizadas. En aquellos momentos parecían tan brillantes y tormentosos como sonaba su voz. ¿Qué motivos tenía para estar enfadado? Era él quien se había largado sin decir una palabra.

–¿Señora Papaleo? –dijo Angie, su secretaria, asomando la cabeza por la puerta–. Los de mantenimiento están al teléfono.

Mantenimiento. Tenía que hablar con ellos. Necesitaba arreglar el pilote del muelle cuatro. No había sido él mismo desde que aquel barco chocó contra él. Angie podría ayudar a Reese.

–Tengo que irme –le dijo–. Pasa a mi despacho y Angie te enseñará lo que tenemos libre.

–¿Eres la capitana del puerto? –preguntó Reese con cierto tono de escepticismo.

–Sí –respondió Celia levantando inconscientemente la barbilla con orgullo mientras se giraba.

Pero no pudo evitar las sensaciones que la atravesaron mientras caminaba por el muelle. Podía sentir a Reese detrás de ella. Bueno, y qué mas daba. Él le había pedido un amarre temporal, lo que significaba que dentro de unos días se marcharía.

–¿Hace mucho que tienes este trabajo? –preguntó Reese a su espalda.

–Más de dos años –respondió ella sin girarse ni aminorar el paso.

–¿Se jubiló alguien? No recuerdo quién era antes el capitán.

Celia estaba ya en la puerta de su despacho. Aspiró con fuerza el aire antes de darse la vuelta para mirarlo directamente a los ojos. Tal y como ocurría en los viejos tiempos, el estómago se le puso del revés cuando aquellos ojos grises se clavaron en los suyos.

–Mi suegro fue capitán del puerto durante muchos años –dijo con calma–. Cuando él murió, mi marido ocupó su puesto. Y la junta me lo ofreció a mí después de que Milo falleciera.

–Oí que te habías quedado viuda.

Ella asintió con la cabeza. Cielos, cómo odiaba aquella palabra.

–Lo siento.

Celia vio que algo se movía en sus ojos y apartó inmediatamente la vista. De entre todas las personas, la compasión de Reese sería la que peor podría soportar.