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Jazmín Identidad Secreta 4 Él nunca la había visto antes… y sin embargo la entendía mejor que nadie en el mundo. Nada más conocer a un hombre tan poderoso y atractivo como Brendan Reilly, la ex modelo Lynne Devane sintió el deseo de confesar de una vez por todas quién era ella realmente. Brendan tenía la intención de llevarse a Lynne a la cama, pero confiar en ella era algo muy distinto. La experiencia le había enseñado a mantenerse alejado de las mujeres misteriosas… Así que, si Lynne lo deseaba de verdad, tendría que demostrárselo.
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Seitenzahl: 175
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2006 Anne Marie Rodgers
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Identidad oculta, n.º 4 - mayo 2023
Título original: Holiday Confessions
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 9788411417297
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Si te ha gustado este libro…
Lynne Devane estaba recogiendo más cajas vacías para sacarlas al pasillo cuando oyó un ruido, un golpe y a alguien maldiciendo con mucha creatividad.
Vaya.
Había estado en muchos lugares y con gente muy variopinta, pero jamás había escuchado aquella combinación de palabras.
Lynne dejó las cajas en el suelo y se apresuró a salir al pasillo del encantador edificio de ladrillo antiguo al que se acababa de mudar en Gettysburg, Pensilvania.
Había cajas por todas partes y un hombre, un hombre muy grande, se estaba poniendo en pie y quitándose el polvo de los pantalones. A su lado, un golden retriever lo olisqueaba preocupado.
–Oh, vaya, lo siento mucho –se disculpó Lynne.
–No es para menos –la interrumpió el desconocido mirando con sus enormes ojos azules a su perro en lugar de a ella–. Los pasillos no están para dejar la basura.
Lynne se había quedado tan estupefacta ante su cortante respuesta que no supo qué decir, así que se limitó a observar al hombre, que se dirigió a la puerta de enfrente y sacó unas llaves.
–Feather, vamos –le dijo al perro.
–Un momento –le dijo Lynne–. ¿Está usted bien? ¿Se ha golpeado en la cabeza?
El hombre se giró lentamente hacia ella mientras el perro entraba en la casa.
–No, no me he dado en la cabeza sino en la rodilla y en la mano, pero no se preocupe, no la voy a denunciar.
–No lo decía por eso… –contestó Lynne sorprendida ante sus malos modos–. Por un instante me pareció que estaba usted mareado o desorientado y me he preocupado.
–Estoy bien –insistió el hombre–. Gracias por preocuparse por mí.
Y, dicho aquello, palpó la puerta en busca del tirador. Fue entonces cuando Lynne se dio cuenta de que su vecino era ciego.
Mientras se metía en casa, Lynne pensó que no era aquélla la mejor manera de conocer a sus nuevos vecinos.
Por supuesto, se apresuró a retirar las cajas vacías del pasillo y a llevarlas al contenedor de reciclaje de papel que había visto en el sótano del edificio. Si hubiera sabido que su vecino tenía problemas de vista, jamás habría dejado cajas en mitad del pasillo.
Mientras pensaba en él, se dio cuenta de que era increíblemente atractivo. Tenía el pelo moreno y rizado, la mandíbula cuadrada y un hoyuelo en la barbilla. Lynne recordó que el perro se había puesto un poco nervioso y se preguntó si sería un perro guía.
No, no debía de serlo. Si lo hubiera sido, el hombre no se habría chocado con las cajas. En cualquier caso, el vecino no llevaba bastón. ¿Y si no era ciego? A lo mejor, era simplemente torpe.
En cualquier caso, daba igual. Lo importante era que le debía una disculpa y decidió que la mejor manera de ofrecérsela era llevándole galletas.
Pocos hombres podían resistirse a las galletas de chocolate y mantequilla de cacahuete de su abuela, una receta de familia que le había sido desvelada el día en el que había terminado el colegio.
Ninguno de ellos tenía manera de saber tampoco que habían pasado diez años desde que Lynne había podido comerlas de nuevo.
Lynne volvió a subir a su casa para realizar un segundo viaje. A lo mejor, salía su vecino y podía disculparse, pero la puerta de enfrente de su casa estaba cerrada y tenía toda la pinta de irse a quedar así.
Tras cuatro viajes, hizo un descanso y aprovechó para colgar el espejo con marco de caoba de su abuela en el comedor. Al ver su reflejo, se quedó mirándolo y se encontró momentáneamente sorprendida por la desconocida que la miraba desde el otro lado.
Aquella mujer era delgada y llevaba el pelo, rubio platino, recogido. La mujer que ella había esperado ver era una mujer de pelo cobrizo y muy delgada. No delgada, sino realmente escuálida. Además, ella no habría llevado jamás unos vaqueros viejos y una camiseta de algodón normal y corriente si no alguna prenda increíble de la última colección de otoño.
Había pasado más de un año desde que había dejado su carrera como modelo porque la agenda le había parecido suicida. Por si acaso le entraba la tentación de querer volver, había quemado todas sus naves. Acababa de terminar su primera edición del calendario de bañadores de Sports Illustrated cuando había tomado la decisión. Tenía un gran futuro como modelo por delante, pero había decidido dejarlo.
–¿Por qué? –le había preguntado con frustración Edwin, su agente–. Eres la modelo más guapa desde Elle McPherson. Podrías convertirte en la mejor modelo del mundo. Piénsatelo bien. A'Lynne, el nombre de una estrella, el rostro de… Clinique o de Victoria's Secret o incluso de marcas más importantes. ¿Por qué quieres dejarlo?
–No soy feliz, Ed –le había contestado Lynne sinceramente.
Ya estaba harta de saltar de avión en avión para ir a hacer sesiones de fotografías en las que se moría de frío, estaba harta de tener que vigilar hasta la obsesión todo lo que comía para no engordar absolutamente nada y estaba harta de las fiestas y de los actos a los que estaba obligada a ir.
La gota que había colmado el vaso había sido que uno de los productores de la sesión para Sport Illustrated le había dicho «chica, podrías perder dos o tres kilos más». Aquello había sido demasiado.
A Lynne le parecía que para su metro ochenta, ya estaba demasiado delgada. Además, ya ni siquiera recordaba su color de pelo natural porque, al igual que muchas compañeras, lo llevaba teñido.
Menos mal que, a diferencia de otras muchas, no había tenido que recurrir a estrategias bulímicas como utilizar laxantes o provocarse el vómito para perder peso. Sin embargo, Lynne se había preguntado varias veces si no sería anoréxica. No lo creía porque estaba convencida de que, si no se dedicara al modelaje, comería tranquilamente todo lo que quisiera.
Sin embargo, quería estar segura.
–Aunque no seas feliz, eres famosa y ganas mucho dinero. ¿Quién quiere ser feliz cuando se es millonaria?
Tanta frivolidad la había asustado sobremanera. Lo último que quería Lynne era convertirse en una mujer sin escrúpulos.
–No quiero vivir así –había contestado con resolución–. No pienso seguir viviendo así. Lo dejo. Por supuesto, voy a cumplir con los contratos que tengo firmados pero, luego, me voy.
–¿Se puede saber qué demonios vas a hacer? –le había preguntado Ed perplejo pues en su mundo la vida estaba compuesta por la fama y el dinero.
–Ser feliz –había contestado Lynne tranquilamente–. Quiero ser una persona normal y corriente con preocupaciones normales y corrientes, quiero tener horarios tranquilos, comer lo que me dé la gana, hacer trabajo de voluntariado e ir a la iglesia, quiero ser una persona a la que tengan en cuenta por el bien que hace en el mundo, no una persona a la que tienen en cuenta porque luce como la mejor los diseños más raros del mundo.
Sí, había quemado todas las naves.
Para seguir, se había quitado la A que a su madre le había parecido tan sofisticada junto al apellido Lynne y había comenzado a utilizar su verdadero apellido en lugar del de soltera de su madre.
A'Lynne Frasier había muerto para dar paso a Lynne Devane.
A continuación, había vuelto a Virginia, junto a su madre, había engordado hasta dejar atrás la apariencia de campo de concentración y se había dejado el pelo largo. Sin maquillaje, había conseguido pasar desapercibida y, de momento, los medios de comunicación no la habían agobiado.
Después de un año viviendo con su madre, había decidido independizarse y había elegido Gettysburg porque su hermana vivía a una hora de allí y porque, con un poco de suerte, en un pequeño pueblo de las montañas de Pensilvania nadie la reconocería.
Tras bajar las últimas cajas, pensó que, si no se encontraba con ningún adicto a Sports Illustrated, tenía posibilidades.
Estaba bastante cansada, así que se dirigió al portal del edificio y se sentó en los escalones de la entrada a disfrutar del ambiente de pueblo de su nuevo hogar.
Increíble.
Ella que creía que estaba en forma… aquellas escaleras se le estaban haciendo cada vez más cuesta arriba. Una vez sentada en el primer escalón, tomó aire varias veces.
–¿Es que me voy a tener que volver a tropezar con usted y con sus cosas?
Lynne se giró sorprendida y se encontró de nuevo con su vecino, que acababa de abrir la puerta principal. Llevaba en la mano izquierda un perro, pero no era el de antes. Éste era negro y más grande.
Efectivamente, no se había equivocado al pensar que aquel hombre era ciego.
Lynne se apresuró a ponerse en pie y abrió la boca para pedirle perdón, pero se dio cuenta de que el desconocido le sonreía y se percató de que no le había hablado en tono enfadado sino divertido.
–Perdón, es que estaba descansando un poco –le explicó–. Me parece que voy a tener que empezar a correr por las mañanas.
El vecino chasqueó la lengua.
–Menos mal que no vivimos en un rascacielos.
–Menos mal –sonrió Lynne–. Claro que, si se tratara de un rascacielos, tendríamos ascensor–. Siento mucho lo de las cajas de antes. Supongo que se habrá dado cuenta de que las he quitado.
–Sí –dijo el vecino sonriendo.
Al hacerlo, dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos que hicieron que a Lynne aquel hombre se le antojara increíblemente atractivo.
–Yo también quiero pedirle perdón. Normalmente, no tengo tan mal genio y no suelo salir de casa sin mi perro guía.
–Disculpas aceptadas –contestó Lynne–. ¿Le ha teñido el pelo al perro para que le haga juego con la ropa o qué?
El vecino enarcó las cejas y se rió.
–Éste es Cedar, mi perro guía. La de antes era Feather, la perra guía que tenía antes. Como sólo bajaba por el correo, la he llevado a ella.
–Yo creía que, cuando no se lleva perro guía, hay que llevar bastón.
El vecino sonrió.
–La verdad es que es una lata tener que ponerle el arnés para un paseo tan corto, así que normalmente no lo llevo. Es cierto que tendría que llevar bastón, pero los buzones están nada más bajar la escalera y tengo la pared y la barandilla para agarrarme, así que hago trampa –le explicó tendiéndole la mano derecha–. Brendan Reilly. Supongo que usted es mi nueva vecina.
–Así es –contestó Lynne estrechándole la mano–. Lynne Devane. Encantada de conocerlo.
Sí, realmente encantada. Aquel hombre tenía una mano grande y cálida que, al estrechar la suya, hizo que Lynne sintiera una punzada de placer en lo más profundo de su ser.
–Encantada también de conocer a Cedar –se apresuró a añadir.
A Lynne le pareció que su nuevo vecino tardaba más de la cuenta en soltarle la mano.
–¿Ha terminado con la mudanza?
Lynne asintió, pero se dio cuenta de que Brendan no la veía.
–Sí –contestó–. Ya me lo he traído todo. Sólo me falta desembalar seis cajas más.
–¿Sólo? –bromeó su vecino sacudiendo la cabeza.
Aquel movimiento tan natural hizo que Lynne pensara que aquel hombre no era ciego de nacimiento.
–En unas cuantas horas más, lo tendré todo colocado.
–Si fuera un caballero, tendría que quedarme a ayudarla, pero, por desgracia, tengo que volver al trabajo.
–¿Estaba haciendo un descanso para comer?
Brendan asintió.
–Sí, suelo venir a casa para sacar a Feather de paseo y estar un ratito con ella. Soy abogado y trabajo a unas manzanas de aquí.
–Qué maravilla tener el trabajo tan cerca.
–Sí, así no necesito que nadie me traiga en coche.
–Le entiendo perfectamente. Cuando me decidí a dejar la gran ciudad, me puse a buscar un sitio más tranquilo, pero tampoco quería que fuera en mitad de la nada. Por eso, este lugar me pareció perfecto.
–¿En qué ciudad vivía antes?
–En Nueva York. Vivía en un estudio en Manhattan.
–Vaya, supongo que le saldría un poco caro.
–Parece que lo sabe por experiencia.
–Sí, estudié Derecho en la Universidad de Columbia y, aunque compartía piso con otros tres estudiantes, me seguía pareciendo caro.
Lynne asintió y se dio cuenta de que no podía verla. Aquel detalle le hizo replantearse la cantidad de mensajes que se cruzaban entre las personas con el lenguaje corporal.
–Desde luego. Yo me di cuenta realmente de lo caro que era cuando empecé a buscar algo por aquí. Estoy encantada.
–Sí, Gettysburg es un pueblecito ideal. ¿Alguna razón en particular la ha llevado a elegirlo?
–No, la verdad es que no –mintió Lynne.
No tenía la más mínima intención de contarle a nadie de su nueva vida nada de la pasada.
–Vine aquí con el colegio hace muchos años y me encantó. Decidí volver y me volvió a encantar, así que me puse a buscar casa.
–Pues ha tenido suerte porque estas casas no se suelen quedar vacías así como así. El inquilino anterior llevaba aquí treinta años.
–¿Quién sabe? A lo mejor, yo sigo aquí dentro de otros treinta –contestó Lynne–. Bueno, no quiero entretenerlo. Ha sido un placer conocerlo.
–Lo mismo digo –contestó Brendan–. Buena suerte con las demás cajas.
–Prometo no dejarlas en el pasillo –se despidió Lynne chasqueando la lengua.
–Si hubiera llevado a mi perro guía conmigo, que era lo que tendría que haber hecho, no habría tropezado –se despidió su vecino–. Que pase una buena tarde.
–Gracias –contestó Lynne levantando la mano para despedirse.
–Cedar, adelante –le dijo a su perro.
Lynne se quedó observando cómo Cedar guiaba a su amo hacia la plaza y se preguntó cómo habría perdido aquel hombre la vista. Era obvio que no era ciego de nacimiento porque tenía gestos de vidente, como la naturalidad con la que extendía la mano cuando conocía a alguien o la facilidad con la que la miraba a los ojos cuando hablaban.
De no haber sabido que era ciego, le habría parecido que la estaba mirando de verdad.
Lynne pensó en las galletas de su abuela y decidió que, a pesar de que por lo visto su vecino había aceptado sus disculpas, se las iba a hacer de todas maneras.
Brendan estaba leyendo el correo aquella tarde cuando llamaron al timbre. Feather y Cedar, que estaban cada uno tumbado a un lado de su butaca, se pusieron en pie, pero ninguno ladró. Cedar se dirigió a la puerta, pero Feather se quedó con él. Brendan se puso en pie y cruzó el despacho.
–¿Quién es? –preguntó al llegar a la puerta.
Brendan sentía el rabo de Cedar moviéndose contra su pierna izquierda. Feather permanecía quieta a su lado.
–Soy Lynne. Su vecina.
No habría hecho falta que le explicara quién era. Con el nombre habría bastado. Brendan se acordaba de ella perfectamente. Recordaba su nombre, la suavidad de su mano y su preciosa voz.
«Ya basta, no me interesa», se dijo.
Claro que era mucho más fácil decírselo que creérselo.
–Hola –la saludó abriendo la puerta–. No creía que nos fuéramos a volver a ver tan pronto.
–Le he traído una cosa para hacer las paces.
Brendan escuchó el ruido del papel de aluminio al retirarse y, a continuación, percibió un aroma delicioso.
–¿Qué es? Huele de maravilla.
–Son galletas de chocolate y mantequilla de cacahuete –contestó Lynne–. Receta de mi abuela.
–No hacía falta que se molestara.
–Ya lo sé –contestó Lynne.
Brendan estaba seguro de que se había encogido de hombros.
–La verdad es que siento mucho lo que ha sucedido esta mañana con las cajas pero, sobre todo, necesitaba una buena excusa para comerme unas cuantas galletas.
Aquello hizo reír a Brendan.
–Desde luego, si están tan buenas como huelen, no me extraña. ¿Quiere pasar?
–Oh, no, yo…
–Por favor, pase –insistió Brendan–. Tengo intención de probarlas inmediatamente y le aseguro que me encantaría compartirlas con alguien que diga algo más que «guau».
En aquella ocasión, fue Lynne la que se rió.
–En ese caso, lo acompaño con mucho gusto.
Brendan se apartó para dejarla pasar y esperó a oír sus pisadas para cerrar la puerta. Una vez hecho aquello, le indicó que se sentara en el salón.
–¿Quiere beber algo?
–Leche o agua, por favor –contestó Lynne.
–No tengo leche, así que… ¿el agua con hielo o sin hielo?
–Con hielo, por favor.
¿Por qué demonios la había invitado a su casa? Mientras servía un par de vasos de agua, Brendan decidió que había sido por su voz. Había pensado que interesarse por su nueva vecina podría resultar problemático, pero había algo en aquella voz sensual que lo había desbordado. Al llegar al salón, sacó los posavasos de un cajón y situó los vasos sobre la mesa.
–Ya está.
–Qué bien educados están sus perros –se maravilló Lynne quitando de nuevo el papel de aluminio de las galletas–. Cuando era pequeña, teníamos un cocker que ya se habría comido las galletas tranquilamente.
–Menos mal que no era un perro grande.
Lynne se rió y el eco de su risa le pareció a Brendan música celestial.
–Aunque es cierto que no era grande, Ethel se subía a las sillas y a las mesas y llegaba a todas partes. A mi madre la volvía loca.
–¿Se llamaba Ethel? –le preguntó Brendan extrañado.
Había oído nombres raros para perros, pero aquél era increíble.
–Sí, también teníamos otra que se llamaba Lucy, pero la que era un diablillo era Ethel.
Brendan sonrió.
–¿Todos los perros guía están así de bien educados?
–Sí, normalmente sí –contestó Brendan–. Claro que no hay que olvidar que son perros porque, cuando empiezas a creer que el animal es perfecto, hace algo que te recuerda que no es así.
–Supongo que se pasará mucho tiempo entrenándolos.
–Lo que hacemos sobre todo es insistir en la obediencia y trabajar con comandos específicos que utilizamos constantemente. Los educadores de cachorros son los que se encargan de que se comporten tan bien.
–¿Educadores de cachorros?
–Sí, son las personas que se encargan de ellos cuando son pequeños. Les enseñan a obedecer, los sacan con mucha gente y con otros animales y les enseñan a portarse bien en casa.
–Ah, por eso no agarran comida de la mesa.
–Exacto. Tampoco buscan comida en la basura ni en ningún otro sitio, lo que es realmente difícil de conseguir tratándose de un labrador retriever. Además, les enseñan a no perseguir a los gatos, a no ponerse a dos patas cuando ven a alguien, a no subirse a los muebles…
Aquello hizo carraspear a Lynne.
–Pues siento decirle que hay un perro grande y negro tumbado muy a gusto en su sofá.
Brendan se rió.
–Por favor, no se lo diga a nadie.
–¿Les regañarían?
–No. El perro es mío. Por lo único por lo que la escuela te quita al perro es si hay sospechas fundadas de malos tratos. Yo no conozco a ningún ciego que lo haya hecho.
–¿Feather no se sube al sofá?
–Feather nunca se separa de mi lado y jamás ha querido subirse ni al sofá ni a la cama.
–Sí, ya me he dado cuenta de que iba con usted a la cocina y volvía a su lado.
–Le está costando mucho aceptar la jubilación.
–¿Se tienen que jubilar a una edad en concreto? Esta perra parece que está perfectamente.
–Está perfectamente para ser la mascota de una familia, pero tiene casi diez años y tienen artritis. Estaba empezando a cansarse cuando andábamos mucho y a dudar.
–¿A dudar?
–Sí, estaba empezando a perder la confianza en sí misma. No quería cruzar la calle aunque no vinieran coches. Un día, se paró en mitad de un cruce y no se quería mover. No sé si fue por miedo, si le dolía algo o si se había desorientado, pero aquel día me di cuenta de que iba necesitar un perro nuevo.
–Supongo que sería un momento duro.
–Muy duro –contestó Brendan con voz trémula–. Hemos ido juntos a todas partes durante ocho años. Fue un momento espantoso. Me sentí como si la estuviera apartando de mí. Estoy seguro de que ella se sintió así –suspiró–. Hay gente que se queda con sus perros guía una vez jubilados, otros se lo devuelven a la persona que lo crió, otros perros son adoptados por un miembro de la familia del ciego o por un amigo o por alguien que le parezca bien a la escuela de entrenamiento. A mí no me apetecía separarme de ella, pero ahora ya no estoy tan seguro –carraspeó–. Perdone, le estoy agobiando con mis cosas.
–No, en absoluto. Me parece muy interesante.
Brendan oyó que Lynne dejaba el vaso de agua sobre la mesa.
–Pruebe las galletas –lo animó–. Están más ricas cuando todavía están calentitas.
–¿Dónde están?
–Sobre la mesa. Un poco hacia su derecha…