Otra clase de amor - Anne Marie Winston - E-Book
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Otra clase de amor E-Book

Anne Marie Winston

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Beschreibung

Cal McCall pretendía resistirse a la atracción que sentía por su atractiva ama de llaves, recién llegada al rancho. Sin embargo, cuando el tormentoso pasado de ella empezó a causarle problemas, Cal le ofreció su protección en forma de una proposición de matrimonio conveniente para los dos... Lyn sabía que una licencia matrimonial no garantizaba que fueran a ser felices para siempre, pero no podía rechazar la proposición del atractivo Cal. Además, su proximidad era una tentación a la que resultaba imposible oponerse. ¿Podría Cal curar las heridas del alma de Lyn con un amor sincero?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Anne Marie Rodgers

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Otra clase de amor, n.º 1019 - enero 2019

Título original: Rancher’s Proposition

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o

parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-473-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

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Prólogo

 

 

 

 

 

No podía creer que su hermana le hubiera hecho aquello.

Cal McCall apretó los dientes y aguantó la furia en silencio mientras contemplaba a la mujer que estaba de pie enfrente de él. Como miembro del sexo femenino, resultaba algo alta, pero ni siquiera la enorme sudadera ni los amplios pantalones vaqueros que llevaba puestos conseguían disimular su extrema delgadez. Tenía la cabeza gacha y una espesa mata de pelo rojizo le ocultaba la mayor parte de la cara y la parte superior del tórax. Mostraba una actitud pasiva, inmóvil, esperando… ¿Esperando qué?

Cal dio por sentado que eran preguntas. Instrucciones. Le había pedido a su hermana que le contratara un ama de llaves, así que todo lo que había pasado era solo culpa de él. Silver tenía el mejor corazón de Dakota del Sur. Ella le había dicho que Lyn Hamill necesitaba trabajo y un lugar en el que alojarse cuando salió de los servicios de protección. Y, para su hermana, Cal era la solución perfecta.

Una vez más, volvió a mirar a su nueva empleada. No parecía estar lo suficientemente bien como para haber salido del hospital y mucho menos, para encargarse del extenso rancho que él acababa de comprar. Sabía que ella había sido víctima de violencia doméstica y simpatizaba completamente con lo que había sufrido. Sin embargo, él necesitaba a alguien que pudiera pintar y empapelar, frotar bien las bañeras, encargarse de la ropa sucia, cuidar del huerto e incluso cuidar de los toros y asear a los caballos si era necesario. Y parecía que aquella mujer necesitaría ayuda para asearse ella misma.

–Y bien –dijo él– … según tengo entendido, usted desea trabajar para mí.

Asintió con la cabeza. El ligero movimiento sacudió la cortina de pelo, haciendo que el reflejo del sol le sacara destellos cobrizos del cabello. Cal tuvo que contenerse para no extender la mano y engancharle un dedo entre los rizos que le colgaban bien por debajo de los hombros. Había que decir en su favor que aquella mujer tenía una melena muy hermosa.

Cal suspiró. Silver lo había colocado entre la espada y la pared y ella lo sabía. Uno de sus sueños había sido comprar el rancho que su padre había poseído. Cuando le había surgido la oportunidad no la había dejado escapar y Silver le había ayudado a limpiar y a decorar la antigua casa. Desgraciadamente, se había enamorado de uno de sus vecinos rancheros y se había casado antes de terminar el trabajo. Y Cal seguía necesitando ayuda. Por si aquello era poco, Silver le había dicho que el único regalo de boda que esperaba de él era la promesa de que le daría a aquella mujer una oportunidad.

–Bueno, supongo que podemos intentarlo –añadió él–. Estoy terminando con unas obras, así que va a haber algo de jaleo de vez en cuando. Además, necesitaré que me ayude también con las tareas propias del rancho. ¿Dónde están sus cosas? –añadió después de una pausa, al ver que ella ni respondía ni se movía–. Yo iré cargándolas mientras usted se despide.

La mujer volvió a asentir. Sin levantar la cabeza, señaló una voluminosa bolsa de papel con dos asas de unos conocidos grandes almacenes, que estaba apoyada contra uno de los postes del porche del albergue de mujeres al que había ido a recogerla.

–¿Eso es todo? –preguntó Cal, sorprendido. Nunca había conocido a una mujer que fuera capaz de viajar ligero. Era imposible que aquella bolsa fuera su único equipaje.

–¿Estás lista para marcharte, querida? –le preguntó una mujer regordeta, que avanzaba por el porche, tomando a Lyn entre sus brazos–. Entonces, usted debe de ser el señor McCall. Yo me llamo Rilla. Su hermana es una persona encantadora –añadió, indicando por el tono que dudaba de que él compartiera los atributos de Silver.

Cal sonrió todo lo sinceramente que pudo. Era la sonrisa que convencía siempre a docenas de cautos inversores para que le confiaran sus ahorros. Aquella vez, tampoco le falló.

–Le prometo que trataré a la señorita Hamill con el máximo respeto, señora. ¿Hay algo que pueda hacer para que ella se sienta más cómoda?

La mujer se echó a reír.

–Aparte de una operación de cambio de sexo, dudo que haya algo que pueda hacer para que ella se sienta más cómoda.

–Lo siento, pero eso no forma parte de mis planes –respondió Cal, sonriendo mientras Rilla le daba a su protegida un último abrazo y la empujaba hasta la furgoneta.

–Venga, querida. Quiero que hables con el señor McCall.

La joven murmuró algo en voz baja que Cal no pudo entender. Era el primer sonido que la había oído articular. Entonces, la joven devolvió el abrazo a Rilla y las dos mujeres se separaron. Lyn fue a recoger su patética bolsa de papel.

–Yo lo haré –dijo Cal.

Cuando hubo agarrado la bolsa, la joven dio un grito. Involuntariamente, Cal dio un paso atrás y Lyn hizo lo mismo, aferrándose a la empleada del albergue.

–Cariño, cariño –susurró la mujer, con voz tranquilizadora–. No pasa nasa. El señor McCall es un caballero. Solo va a llevarte la bolsa –añadió, empujando ligeramente a Lyn–. Venga, métete en la furgoneta.

Hubo un breve silencio. Entonces, Lyn respiró profundamente y temblorosamente avanzó hasta el vehículo. Cal sacudió la cabeza, retirándose el sombrero de la cara y enganchándose los pulgares en los bolsillos de los vaqueros. Aquello tenía peor aspecto cada vez. ¿Cómo iba a poder trabajar con un ama de llaves que estaba aterrorizada de él?

–No estoy seguro de que esto vaya a funcionar –le dijo a Rilla.

–Bueno, yo tampoco –respondió la oronda mujer, con las manos en las caderas–. Su hermana piensa que usted es un santo. Sin embargo, francamente, no estoy segura de que usted sea capaz de desempeñar la tarea de tratar con una criatura tan herida como esa –añadió, señalando a la furgoneta, en la que Lyn se había sentado obedientemente.

–Claro que puedo encargarme de ella –replicó Cal, herido por aquellas palabras–. Solo que no quiero asustarla más de lo que ya lo está.

–Tiene que acostumbrarse a volver a estar con hombres. Su hermana me ha dado referencias sobre usted y todas las personas con las que he hablado me han dicho que es usted un buen hombre.

–¿Que ha llamado a gente que me conoce para que le den referencias sobre mi carácter?

–Por supuesto. Tengo que asegurarme que mis chicas van a estar a salvo cuando se marchen de aquí. Señor McCall –añadió, en tono muy serio–, no puede usted imaginarse las coas que hemos vistos, las cosas que han tenido que superar muchas de estas mujeres. Para algunas de ellas, simplemente sobrevivir es una victoria. La pequeña Lyn tiene muy buenas razones para tener miedo de los hombres. La vi justo después de que su hermana la llevara al hospital y sé que los médicos no estaban nada seguros de que volviera a ser la misma. Ni física ni mentalmente. Ella dice que no recuerda nada de lo que le pasó. Tal vez nunca lo recuerde. Lo importante es que tenga un lugar agradable y tranquilo en el que recuperarse.

–¿Hay algo especial que yo debería hacer por ella? –preguntó Cal, a pesar de que una vocecita dentro de él le decía que no tenía tiempo para hacer de niñera. Había demasiado que hacer en el rancho.

–No necesita tratamiento médico, solo tiempo para permitir que le curen las heridas que tiene en el corazón. Sea amable, dele mucho espacio y el tiempo hará el resto. Tiene un grupo de apoyo que se reúne aquí si ella lo necesita. La llamaré de vez en cuando para ver cómo va. Y su hermana dijo que iría a verla alguna vez.

Cal asintió, intentando reprimir la sonrisa que amenazaba con formársele en los labios al oír la mención a su hermana. Sabía que para Silver, «alguna vez» probablemente significaba dos o tres veces al día.

–Va a volver de su luna de miel dentro de unos días y me imagino que vendrá a vernos para asegurarse de que todo va bien –dijo Cal–. Bueno, señorita Rilla, venga a visitarnos cuando quiera. Podrá comer con nosotros y hay muchas habitaciones en las que alojar a una invitada.

–Gracias –respondió la mujer, extendiendo la mano para que él se la estrechara–. Cuide de Lyn y llámeme si tiene alguna pregunta. Aquí tiene mi número –añadió, sacándose un papel del bolsillo–. Puede llamar a cualquier hora del día o de la noche. Las emergencias no tienen horario fijo.

–Sí, señora. Pero esperemos que esa pobre mujer haya tenido ya todas las emergencias que se puedan tener en una vida.

El trayecto de media hora en coche desde Rapid City nunca había parecido tan largo. La mujer estaba sentada en silencio. Cal se sentía algo confundido y tampoco hizo esfuerzo alguno por intentar conversar con ella. Cuando llegaron a la ciudad de Wall, le preguntó si necesitaba parar por algo, pero la mujer negó con la cabeza. Cal esperaba que aquello significara que no iba a necesitar ir al baño durante un buen rato porque Kadoka, su destino, estaba todavía a una hora de camino.

Cuando llegaron a las inmediaciones de Kadoka, él volvió a preguntarle si necesitaba parar, pero ella volvió a negar con la cabeza. Tras dirigirse hacia el sur de la ciudad, alcanzaron por fin el desvío al rancho. Su rancho. Aquella noción todavía le producía una agradable sensación de placer cada vez que recordaba que él era el dueño de aquellas tierras.

A medida que iban acercándose a la casa, Cal no pudo evitar mirar a su empleada para ver su reacción. Entonces, se dio cuenta de que ella estaba llorando. Él se sintió tan alarmado que detuvo inmediatamente el coche y apagó el motor.

–Tranquila, tranquila… No pasa nada…

Ella trató de tomar aire, temblando. Cal se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo. Cuando notó que estaba lo suficientemente tranquilo como para hablar, preguntó:

–¿He hecho algo para molestarla?

La mujer sacudió violentamente, haciendo que el pelo le volara por encima de los hombros. Sin embargo, a Cal le pareció que seguía sin mirarlo.

–Entonces, ¿por qué está llorando? –añadió, sin poder evitar un ligero tono de exasperación.

Lyn levantó la cabeza. Lentamente, se volvió a mirarlo y, por primera vez, Cal le vio el rostro. Tenía los ojos verdes, parecidos a enormes lagunas de color esmeralda. Desgraciadamente, alrededor de aquellos hermosos ojos había hematomas de un color entre verdoso y amarillento. A pesar de las contusiones sobre ojos y nariz, su piel era clara y mostraba unas ligeras pecas sobre las mejillas. Sin embargo, fue la boca lo que le llamó más la atención.

Una larga y fea herida desfiguraba la parte inferior de sus turgentes labios. La cicatriz venía desde debajo de la mandíbula y le alcanzaba el labio. Unas marchas rojas indicaban que se le acababan de retirar los puntos. Cal sospechaba que se había hecho algo de cirugía estética, porque la zona tenía un aspecto limpio, sin rastro de lo que seguramente había sido un corte horripilante.

Tenía miedo de que ella se diera cuenta de que la estaba mirando fijamente, así que rápidamente volvió a mirarla a los ojos, deseando ignorar los daños evidentes que había sufrido aquel rostro. Tenía las cejas y las pestañas de un rico color castaño y las primeras se arqueaban elegantemente sobre aquellos ojos inolvidables, que todavía seguían reluciendo, llenos de lágrimas.

–¿Por qué estás llorando? –insistió él tuteándola.

Ella abrió la boca. La movió pero no emitió ningún sonido. Lo volvió a intentar de nuevo y aquella vez los oídos de Cal captaron un ligero susurro.

–Yo solía vivir aquí.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Nueve semanas más tarde…

 

Lyn Hamill miró el tosco reloj que llevaba en la muñeca izquierda. No era una pieza de joyería de quitar el hipo, pero ella lo tenía en mucha estima porque Cal McCall se lo había regalado la segunda semana después de su llegada al rancho. Eran casi las cuatro en punto. Bien. Se limpió el sudor de la frente con el brazo y agarró las tenazas, sacando diestramente los tarros del agua hirviendo y colocando otros en su lugar mientras los primeros se enfriaban. Tendría tiempo de terminar la última remesa antes de que su jefe regresara para cenar.

Tras llevar una carga de tarros de tomate en conserva al sótano, se tomó un momento para contemplar su trabajo llena de satisfacción. Aunque había llegado al rancho en julio, demasiado tarde para plantar nada, había conseguido empezar a hacer unas buenas reservas para el invierno. En aquellos momentos, cebollas y ajos colgaban de las vigas de madera del techo y cestas llenas de patatas se agolpaban en el suelo de tierra. Las estanterías estaban llenas de tarros de judías verdes, guisantes, mantequilla de ciruelas, gelatina y los tomates que acababa de poner.

Cal le había dado una asignación económica para la casa de la que ella tenía que comprar las viandas y todo lo que necesitaran. Lyn era una compradora más que frugal y la asignación era generosa, así que había podido comprar las verduras para reemplazar las que habría plantado si hubiera llegado al rancho en primavera. Los vecinos le habían dado los tomates y otras cosas, o, más exactamente, se lo habían dado a Cal para darle la bienvenida por su regreso a la comunidad y ella había sido la receptora lógica ya que él se pasaba la mayor parte del tiempo en el campo.

Lyn había ayudado a la hermana de Cal a cavar patatas y Silver había insistido en que se llevara algunas. Justo el día anterior, había cosechado algunas calabazas que habían salido solas a pesar de pasar todo el verano sin atención. Era septiembre y Lyn llevaba en su casa, casi nueve semanas. Una y otra vez se recordaba que aquella ya no era su casa. Era simplemente una empleada del nuevo propietario y, como tal, tendría que recolectar manzanas al día siguiente y hacer pastelillos con las más pequeñas. El resto, servirían para hacer compota de manzana y mantequilla.

Arriba, sonó un portazo. Lyn se llevó la mano a la garganta y su cuerpo se tensó. La respiración se le aceleró y, por un momento, le pareció escuchar los latidos del corazón en los oídos. Los pies parecían habérsele pegado al suelo.

La había encontrado. Wayne. ¿Qué iba a hacer? Estaba atrapada en el sótano. ¿Y si él…? ¿Y si él qué? Como cada vez que había intentado recordar los acontecimientos de los últimos meses, se encontró con un vacío en la memoria. Si por lo menos pudiera recordar…

–¿Lyn? ¿Dónde está el peróxido?

Era Cal. Aliviada, Lyn relajó inconscientemente todos sus músculos, que se habían contraído por un desconocido pavor. Respiró profundamente y se dijo que era solo Cal.

Rápidamente, subió los escalones que conducían a la cocina. Su jefe estaba allí, delante del fregadero. Al llegar a su lado, vio que la sangre le goteaba de un corte que tenía en el dedo. Rápidamente, sacó el peróxido de un armario y se lo entregó, con manos temblorosas por el miedo que la había atenazado. Entonces, se dio cuenta de que él no parecía poder abrir el frasco, por lo que lo hizo ella para limpiarle la herida después.

Cal silbó entre dientes al notar que el desinfectante le lavaba la sangre y empezaba a burbujearle en la piel. No le gustaba hacerle daño, pero no había más remedio. Suavemente, deslizó la mano bajo la de él y vertió un poco más de peróxido. Gracias a eso, consiguió reemplazar el miedo por otro sentimiento.

El fuerte brazo de Carl se apretaba contra su hombro. Lyn tembló de placer ante su proximidad. Él la trataba de un modo casual, amigable, pero había habido muy pocas veces en las que ella hubiera estado tan cerca de él, muy pocas veces lo había tocado.

Los dedos de Lyn temblaron bajo los de él. Cal hizo un movimiento abrupto y le tomó el frasco de las manos y se apartó de ella.

–Gracias –dijo él–. Ya me curo yo.

Lyn se sintió tan desilusionada por aquel gesto que estuvo a punto de llorar. Se dio la vuelta y se dirigió a la cocina, para sacar el resto de los tarros del agua hirviendo.

–Tomates –dijo Cal, con voz esperanzada–. Tal vez este invierno podrías hacer un poco de salsa para los espaguetis con unos pocos de esos.

Ella asintió, incapaz de impedir que el rostro se le iluminara. Mentalmente, anotó aquella sugerencia en su archivo de las «Cosas especiales que hacer por Cal». Olvidar cualquier cosa que pudiera hacer la vida de Cal McCall más cómoda o más agradable le parecía algo imperdonable. Él le había dado tanto que ella nunca podría pagarle. Aquel era su modo de hacerle saber lo mucho que lo apreciaba.

Sentía el mismo agradecimiento por la hermana de Cal, Silver, y por su marido Deck. Ellos la habían ayudado cuando ella no conocía a nadie en el mundo que pudiera hacerlo. Los pequeños regalos que les hacía en forma de alimentos, recetas y ropas hechas a mano eran su modo de darles las gracias.

Sin embargo, no era del todo cierto que tuviera los mismos sentimientos por ellos que por Cal. Lo que sentía por Cal era único. Tal vez había cosas que no podía recordar, que nunca recordaría, pero sabía que lo que sentía por él nunca lo había sentido antes. Con toda seguridad, nunca había sentido por su ex marido lo que sentía por Cal.

Lo miró de reojo. No se había quitado el sombrero de paja que llevaba puesto. Casi nunca lo hacía, hasta por la tarde, cuando iba a darse su ducha después de trabajar durante todo el día, pero aquello no le importaba. Aquel sombrero era tan parte de él que casi parecía desnudo si no lo llevaba.

Todavía hacía mucho calor durante el día, por lo que llevaba una ligera camisa de manga larga que se le pegaba a sus anchos hombros. Había estado montando a caballo y una oscura mancha de sudor le empapaba la espalda de la camisa, desde el cuello hasta incluso por debajo de los pantalones.

Los pantalones. A Lyn le encantaba el modo en que le sentaban aquellos pantalones. Todavía recordaba la primera vez que había notado cómo la tela se le moldeaba contra su prieto y redondeado trasero. Entonces, ella llevaba tres días en el rancho, tres días en los que Cal había insistido en que se centrara en conocer el rancho y en sentirse como en su casa. Ni siquiera le había permitido cocinar al principio, hasta que la mañana del tercer día, ella se había levantado antes que él y le había preparado un buen desayuno de galletas y café. También le había preparado el almuerzo para que se lo llevara, ya que él le había dicho que iba a estar trabajando con el heno todo el día. Cuando Cal entró en la cocina, había olisqueado el aire con gusto. Entonces, ella le había entregado una taza de café.

–¡Estás contratada! –había exclamado él, tras degustarlo.

Luego, se había dirigido hacia la puerta para recoger sus botas, que ella le había limpiado la noche anterior. Mientras se inclinaba, la tela vaquera se le tensó sobre los fuertes muslos, secándole la boca de un modo que la sorprendió tanto que no pudo hacer otra cosa más que darse la vuelta para servirle el desayuno.

Semanas después, aquellos recuerdos casi le provocaban una sonrisa. Se dirigió al fregadero, donde él estaba todavía. Mientras llenaba una jarra de agua, le miró la herida. No era tan profunda como para necesitar puntos, pero una venda y una pomada antibiótica no le vendrían mal.

Rápidamente, echó el agua en la cacerola donde hervía el tomate y luego tomó todo lo que necesitaba de uno de los armarios. A continuación, se acercó a él, extendiéndole las cosas que había sacado.

–Sí –dijo él, asintiendo–. Creo que es mejor que me ponga algo. El cable saltó y yo me agaché, pero a pesar de todo me dio en la mano.

Lyn se echó a temblar, pensado en el daño que el alambre de espinos podía hacer cuando se veía liberado de la tensión de estar entre dos postes. Tomó una de las vendas y la abrió para luego añadirle algo de crema antibiótica. Entonces, tomó la mano de él entre las suyas. Cal extendió el dedo y ella, con mucho cuidado, le colocó la venda, envolviéndosela con mucho cuidado alrededor de la herida. Al sentir la mano dura y callosa de él entre las suyas, Lyn se echó a temblar. Por la noche, sus sueños se veían inundados de imágenes de aquellas manos y de la magia que podían crear sobre su cuerpo.

Sin embargo, aquellos eran solo sueños. Estar de pie, sujetando la mano de Cal, era real y su cercanía le provocaba una dulce tortura. Su ancho tórax se cernía sobre ella, haciendo que Lyn se sintiera pequeña y femenina, a pesar de que no tenía nada de baja. En el colegio, todo el mundo la llamaba «poste de la luz».

–Ya está –afirmó ella–. Creo que sobrevivirás.

–Ese es el primer chiste que te he oído –respondió él. La cercanía permitía que ella pudiera admirar aquellos hermosos ojos plateados, enmarcados por negras cejas y pestañas–. Has mejorado mucho desde el día que te traje aquí.

–Estoy empezando a sentirme… útil de nuevo.

–¡Claro que eres útil! –exclamó él–. Tanto, que no sé cómo se pudo mantener este lugar hasta que tú llegaste.

Antes de que Lyn pudiera darse cuenta, Cal la rodeó con sus brazos y la estrechó contra su pecho. En aquel momento, un miedo ciego, terrible, amenazó con apoderarse de ella, pero se desvaneció rápidamente. Aquel era Cal y nada podía hacer que tuviera miedo de él. Lyn cerró los ojos y aspiró su aroma. Olía a cuero y a caballo, a heno y a sudor y algo, mucho más difícil de definir que era una esencia exclusiva de él.

De todas las cosas que había esperado que él hiciera, nunca hubiera supuesto que sería aquello… Sin embargo, si seguía abrazándola de aquella manera, no le importaba. De repente, aquel momento terminó, tan rápidamente como había empezado.

–Siento haberte asustado –dijo él–. Pero es que aprecio mucho tu ayuda.

Lyn bajó la cabeza y asintió, sin mirarlo. Se sentía avergonzada. ¿Acaso habría notado lo que ella sentía por él? Si así fuera, se sentiría profundamente humillada.

–No me has asustado –se apresuró ella a contestar–. Es que me pillaste por sorpresa, eso es todo.

–¡Vaya! –replicó él, con una sonrisa–. Me estaba empezando a preguntar si eras capaz de decir más de una frase a la vez.

–Claro que puedo –respondió ella, a la defensiva–. Es que no he tenido mucho que decir.

Se dio cuenta de que su voz sonaba más baja, más ronca de lo que recordaba. El médico le había dicho que el intento de estrangulamiento podría haberle provocado un daño permanente a las cuerdas vocales. Sin embargo, no le importaba mientras pudiera comunicarse.

–¿Qué pasa? –añadió, al notar el modo en que Cal la miraba.

–Tienes la voz muy ronca. ¿La has tenido siempre así?

–Es distinta. Ya no suena como lo hacía antes.