Identidad secreta - Anne Marie Winston - E-Book
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Identidad secreta E-Book

Anne Marie Winston

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Beschreibung

Jazmín Identidad Secreta 2 Entre los brazos de aquel desconocido se sentía como en casa. Catherine Thorne no comprendía por qué se sentía tan bien con un completo desconocido como Gray McInnes. Con él había vuelto a sentirse atractiva y dispuesta a dar rienda suelta a unos deseos que llevaba demasiado tiempo reprimiendo. Gray tenía el corazón de otro hombre en el pecho y la cara de una desconocida en la mente. Estaba seguro de que, si hubiera conocido a una mujer como Catherine, no habría podido olvidarla, y sin embargo parecía conocerla mejor que nadie. ¿Habría recibido algo más que el corazón de su donante? ¿Acaso tenía también sus recuerdos?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2003 Anne Marie Rodgers

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Identidad secreta, n.º 2 - marzo 2023

Título original: Billionaire Bachelors: Gray

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411414043

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

–Me alegro de saber que le va tan bien, señor McInnes –el médico escribió una receta–. Veinticuatro meses desde el transplante es una buena marca. El corazón parece que funciona maravillosamente. Esta es otra receta para sus medicamentos contra el rechazo. ¿Alguna pregunta?

Gray tomó el papel que le entregaba el médico.

–Gracias –se acarició la zona que rodeaba a la cicatriz que marcaba el punto donde latía el corazón del donante–. ¿Alguna vez ha oído…? ¿Algún otro receptor le ha comentado… que sintiera cosas raras después del transplante?

El médico dejó de ordenar el historial de Gray y lo miró fijamente.

–¿Cosas raras? ¿Como qué?

Gray se encogió de hombros. Se sintió ridículo por sacar el tema.

–La verdad es que no es nada. Algunas cosas que no me pasaban antes. Comida que no me gustaba y que ahora sí me gusta…

El médico sonrió sin dejar de mirarlo.

–A lo mejor quiere hablar con otros receptores. Tenemos un grupo de apoyo que colabora con el hospital –dudó un instante–. Hay pruebas, obtenidas de comentarios de pacientes, de que algunas veces los recuerdos se transplantan con el órgano. Se llama memoria celular. Un paciente descubrió que le entusiasmaba el pollo frito y a otra le gusta la cerveza, cuando antes no la soportaba.

«¿Pero cuántos recuerdan una cara?» se preguntó Gray para sus adentros. «¿Cuántos recuerdan una voz y tienen recuerdos íntimos de una mujer concreta que no conocen?»

–Gracias –dijo en voz alta–. Lo pensaré.

–Se reúnen los terceros jueves del mes, creo –el médico miró disimuladamente el reloj–. ¿Es todo?

–Una cosa más. Me gustaría darle las gracias personalmente a la familia del donante. Ya sé que va contra las normas…

El médico sacudió la cabeza antes de que terminara la frase.

–Ya sabe que el programa de transplantes tiene unas normas de confidencialidad muy estrictas. Puede escribir una carta y los encargados del programa se la harán llegar a la familia. Puede poner su nombre y teléfono. Si ellos quieren ponerse en contacto, puede hacerlo.

–Ya lo he hecho –había escrito una nota una semana después del transplante, pero no había dado su nombre–. Sólo… me gustaría conocerlos. Aunque fuera verlos desde lejos.

Quizá escribiera otra carta con su nombre.

El médico sonrió con comprensión.

–Es muy loable que quiera expresar su agradecimiento, pero hay familias que no pueden soportar que les recuerden lo que han perdido. Para ellos es excesivo encontrarse de repente con alguien que tiene un órgano de alguien querido.

–Lo entiendo –Gray lo dijo con un tono calmado aunque por dentro gritaba que quería saber quién era la mujer que se había metido en su cabeza–. Gracias.

–De nada. Siga así. Creo que nunca había visto a un paciente con un corazón transplantado que estuviera en tan buena forma física. Desde luego, usted tenía mejor salud, salvo por las consecuencias del accidente, que la mayoría de personas que están en la lista de transplantes.

Gray asintió con la cabeza.

–Por el momento, me siento de maravilla.

«Excepto porque al parecer tengo la memoria de otra persona además de su corazón».

–No dude en llamarme inmediatamente si tiene fiebre o le pasa algo inusitado. Si no, lo veré dentro de seis meses para el reconocimiento y la biopsia.

El médico se levantó y extendió la mano, que Gray estrechó. El médico salió de la habitación y Gray agarró la camisa del gancho donde la había colgado para que el médico lo examinara. Se dio cuenta de que tenía la receta en la mano y la dejó sobre la mesa para vestirse.

Al hacerlo, se fijó en un historial. Su historial. Dudó mientras sus principios se debatían con la necesidad de saber más, pero lo agarró y lo abrió. Echó una ojeada a las primeras páginas y no encontró lo que buscaba, pero por lo menos supo que el corazón del donante había llegado desde el hospital John Hopkins, en Baltimore, al de Temple, en Filadelfia, donde él lo había recibido.

Al cabo de unos momentos, mientras se abotonaba las mangas, el médico volvió a entrar y tomó el historial mientras sacudía la cabeza.

–Me parece que necesito uno de esos medicamentos para la memoria que toma todo el mundo –dijo con una sonrisa forzada–. Cuídese, señor McInnes.

Capítulo Uno

 

–¿Me concede este baile?

Catherine Thorne, que estaba hablando con su suegra, se volvió lentamente para mirar al desconocido. La verdad era que había empezado a cotillear con Patsy cuando aquel hombre se levantó para cruzar la habitación, de modo que él seguramente sabría que no interrumpía nada importante.

Había estado observándola toda la noche, aunque ella no sabía quién era. El baile benéfico para el programa de donantes estaba abierto a todo el mundo.

–Se lo agradezco… pero no bailo.

No recordaba la última vez que había dicho una mentira y las palabras se le atragantaban.

Patsy Thorne se rió.

–Qué bobada, Catherine –se volvió hacia el alto desconocido cuyo pelo negro y muy corto tenía reflejos que parecían azul oscuro–. Claro que baila. Le encanta bailar. Adelante.

La última palabra se la dirigió a Catherine.

Catherine esbozó una sonrisa forzada. Adoraba a su suegra, con quien seguía manteniendo un trato muy íntimo a pesar de la muerte de Mike, el marido de Catherine, y sabía que Patsy tenía buena intención. La buena mujer le había dicho muchas veces que era demasiado joven como para encerrarse, que Mike habría querido que saliera y encontrara a alguien con quien compartir su vida, pero ella preferiría que su suegra dejara de intentar emparejarla. Durante los últimos seis meses le había presentado un montón de solteros.

Posó lentamente la mano en la que tenía extendida el hombre y lo miró a los ojos mientras sentía que la calidez del contacto le alteraba el pulso.

–Gracias… será un placer…

Él tenía los ojos más azules y más oscuros que había visto en su vida y la mirada era tan intensa que se olvidó de lo que había dicho. Él la miraba penetrantemente, casi indiscretamente, como no había dejado de hacerlo desde que sus miradas se cruzaron al principio de la velada.

¿Quién era?

La agarraba con fuerza de la mano mientras la acompañaba a la pista de baile. Cuando él se volvió y la tomó entre sus brazos, ella se puso tensa antes de que pudiera evitarlo. No había bailado ni había estado en los brazos de un hombre desde la muerte de Mike.

–Soy inofensivo –le susurró él al oído mientras la llevaba al compás del vals.

Ella lo miró con incredulidad.

–¿Lo es?

Él arqueó las cejas negras y pobladas y sonrió.

–Más o menos. Me llamo Gray McInnes.

–Encantada de conocerlo, señor McInnes –replicó ella intentando no hacer caso de la punzada que había sentido en las entrañas cuando él sonrió–. Yo me llamo…

–Catherine –terminó él–. Catherine Thorne.

Ella esbozó una sonrisa inexpresiva para que no se notara lo mucho que le alteraba su proximidad y la forma de decir su nombre como si fuera interminable.

–Me saca ventaja, señor McInnes. ¿Nos conocemos?

Él negó con la cabeza.

–No, pero me ha resultado muy fácil saber su nombre sólo con preguntar quién era la preciosa mujer vestida de azul. Usted ha organizado el baile y casi todo el mundo la conoce.

Era verdad, pero ella tenía la sensación de que esa explicación tan amable ocultaba algo.

–¿Es usted de Baltimore, señor McInnes?

Ella se concentraba en una charla trivial para intentar no pensar el los músculos que notaba claramente debajo del impecable esmoquin.

–Por favor, llámame Gray. Soy de Filadelfia, pero me trasladé a Baltimore hace unas semanas. ¿Te has criado aquí?

–Sí –ella inclinó la cabeza–. En Columbia, fuera de la ciudad.

Él la llevaba en círculos y ella se sentía diminuta en comparación con su poderoso cuerpo. Medía casi un metro y setenta centímetros y nunca se había sentido baja. Su marido, Mike, medía más de uno ochenta, pero tenía un cuerpo esbelto y atlético. Gray McInnes era unos quince centímetros más alto que Mike y si no había sido jugador de fútbol americano, había perdido una oportunidad de oro.

Se movía con una ligereza increíble para un hombre tan grande y la llevaba con mucha soltura.

–Daría cualquier cosa por saber lo que piensas.

Lo dijo con un susurro grave y ella sintió un estremecimiento en todo el cuerpo. Se rió e intentó disipar cualquier rastro de intimidad.

–No vale nada. Estaba pensando en lo mucho que me gusta bailar.

–Entonces, deberías hacerlo con frecuencia.

–Soy viuda. No tengo muchas ocasiones –las palabras, dichas en voz alta, le parecieron atrevidas y muy dolorosas.

–Lo siento. ¿Hace cuánto falleció tu marido?

Aunque las palabras eran convencionales, él no parecía sorprendido por la confesión. Quizá se hubiera enterado cuando se enteró de su nombre.

–Dos años –contestó ella–. Más tiempo del que pasamos casados.

Él le agarró la mano con más fuerza durante un instante.

–¿Fue algo inesperado?

–Un accidente de coche. Un camión nos sacó de la carretera.

El rostro de Gray se crispó.

–¿Estabas con él?

Ella asintió con la cabeza.

–Pero todo el golpe fue en su lado –sacudió la cabeza–. Lo siento. No es la conversación más apropiada para un acto social.

–No te preocupes –el vals dio paso a un ritmo más rápido, pero él no la soltó–. Entiendo que no tienes hijos…

–¡Sí! –sonrió de oreja a oreja como siempre lo hacía al acordarse de Michael–. Tengo un hijo. Nació después de la muerte de su padre. Ya tiene casi diecisiete meses.

Gray McInnes se quedó rígido con los brazos alrededor de ella. Abrió los ojos de par en par y ella llegó a pensar que sus palabras lo habían impresionado.

–¿Lo sabía tu marido?

–No. Yo no lo supe hasta después del accidente.

Gray se paró y ella lo miró con preocupación.

–¿Te pasa algo? –le preguntó.

–No. Estoy bien –seguía mirándola con aquellos ojos penetrantes–. Ha tenido que ser muy doloroso.

Ella consiguió sonreír, aunque los meses de embarazo habían sido espantosos por la muerte de Mike y por saber que su hijo se criaría sin padre.

–Lo fue, pero también fue un regalo increíble.

–No puedo imaginarme todo lo que has tenido que pasar.

Ella volvió a sonreír y se tomó las palabras al pie de la letra.

–El embarazo no estuvo mal, pero me habría ahorrado el parto.

–No me extraña –Gray sonrió y se le iluminaron los ojos–. ¿Quieres seguir bailando?

Ella asintió con la cabeza y entraron en una parte más movida del baile, pero ella notó que él parecía distinto. ¿Qué le habría pasado por la cabeza durante los últimos minutos? No podía dejar de pensar que había tenido algo que ver con la conversación sobre su hijo. Quizá él también hubiera tenido una muerte reciente y estuviera sensible.

Se dijo para sus adentros que eso era una tontería, que llevaba demasiado tiempo sin tratar con hombres y que había perdido práctica.

Bailaron hasta que acabó la canción. Ella sabía que no debería estar demasiado tiempo con él y darle esperanzas, pero hacía mucho tiempo que no bailaba y era un magnífico bailarín. No se parecía en nada a su marido, bailaba mucho mejor que Mike, pero la agarraba de una forma que hacía que se sintiera a gusto. Como se sentía en brazos de Mike. Era bastante desconcertante y cuando se dio cuenta, se apartó.

–¡Vaya! Será mejor que vuelva a la mesa. Me siento culpable por dejar sola a la pobre Patsy.

Él la acompañó a la mesa y comprobó que Patsy no sólo no estaba sola sino que se había encontrado con una de sus mejores amigas. Dos cabezas maravillosamente peinadas estaban inclinadas y juntas, pero se irguieron y separaron en cuanto vieron que ellos se acercaban. La amiga de Patsy, socia del club de bridge, sonrió y se levantó para volver a su mesa.

Catherine hizo las presentaciones pertinentes y Gray le separó la silla para que se sentara.

–Por favor, acompáñenos –le invitó Patsy–. Catherine y yo pasamos demasiado tiempo juntas. Necesitamos un apuesto caballero.

Gray sonrió y mostró unos dientes blancos y perfectos.

–Si están solas será porque quieren. Dos damas tan encantadoras como ustedes podrían tener a todos los hombres pendientes de ellas si quisieran.

Patsy se rió abiertamente y Catherine se dio cuenta, aterrada, de que su suegra estaba coqueteando con Gray McInnes.

–Además, es galante. Catherine, quizá debieras quedarte con este.

–A lo mejor no quiere que nadie se quede con él –replicó Catherine.

Estaba francamente incómoda con el celestineo descarado de Patsy.

–Y a lo mejor sí.

Los ojos de Gray tenían un brillo burlón, pero también tenían una calidez que hizo que Catherine tuviera que mirar a otro lado.

–¿Por qué ha venido a la gala de esta noche? –le peguntó Patsy sin dejar de sonreír.

Gray se encogió de hombros.

–No soy de aquí y me ha parecido que venir era una forma de conocer gente además de ayudar a una buena causa. Los transplantes de corazón han salvado muchas vidas.

–Es verdad, aunque, propiamente dicho, aquí no se recaudan fondos para los transplantes de corazón –dijo Patsy, cuya sonrisa se había desvanecido.

–Ya lo sé –afirmó él rápidamente–. Sólo quería decir…

–Pero tiene razón –le interrumpió Patsy–. Los transplantes de corazón pueden ser maravillosos.

Catherine estaba quieta como una estatua y sólo quería que sus acompañantes cambiaran de tema.

–No sé si Catherine se lo ha comentado, pero mi hijo, su marido, falleció –Patsy lo dijo en voz baja.

–Sí, me lo ha dicho. Lo siento mucho.

Patsy esbozó una sonrisa fugaz.

–Gracias. Mi hijo donó su corazón –hizo un gesto con la mano que abarcó toda la habitación–. Es un acto maravilloso donde se puede recaudar fondos para la donación de órganos.

Gray tragó saliva y se pasó un dedo por el cuello de la camisa como si estuviera demasiado apretado.

–Estoy completamente de acuerdo.

–Lo único que lamento es no haber conocido a la persona que recibió el corazón de Mike– siguió diciendo Patsy–. Me habría gustado ver la cara de la persona que lleva una parte del cuerpo de mi hijo.

Catherine hizo un gesto de impaciencia con la mano, pero se contuvo inmediatamente y juntó las manos sobre el regazo.

–Eso es imposible, Patsy. Ya conoces las normas. Es anónimo salvo que el receptor decida presentarse.

Patsy asintió tristemente con la cabeza.

–Ya lo sé –miró a Gray–. Recibimos una nota anónima del hombre que recibió el corazón. Era encantadora y me habría gustado mucho que hubiera querido conocernos.

Gray asentía con la cabeza y con gesto inexpresivo.

–Catherine no comparte mis ganas de conocer al receptor.

Catherine habría querido estrangular a su suegra.

–Es que… Mike ya no está y hay alguien por ahí que lleva su corazón. Me siento un poco… resentida. Ya sé que es mezquino e injusto, pero… –intentó sonreír para suavizar sus palabras–. Si funciona tan bien, ¿por qué no lo lleva Mike? Lo siento, Patsy, pero por el momento no quiero conocer a esa persona.

–Yo también lo siento, cariño –Patsy tomó la mano de Catherine–. No quería parecer insensible a tu dolor –sonrió y se volvió hacia Gray–. Los transplantes de órganos son bastante complicados y no sólo por una cuestión médica.

Gray asintió con la cabeza. Miraba a las dos mujeres con ojos abatidos.

–Muy complicado, desde luego.

Catherine sintió lástima. Estaba claro que el transplante de órganos no era algo agradable para él.

–Gray, ¿has venido a Baltimore por motivos de trabajo?

Él se volvió hacia ella con un alivio tan evidente que Catherine estuvo a punto de sonreír.

–Sí, soy arquitecto y he pensado abrir una sucursal de mi empresa aquí.

–¡Ah! Eres ese McInnes –exclamó Patsy mientras se volvía hacia Catherine–. Gray ha diseñado un no sé qué solar…

Se volvió hacia él para que se lo confirmara.

–Una ventana.

–Ha sido un éxito enorme. Leí un artículo sobre ti la semana pasada. Al parecer, tu ventana está revolucionando la construcción con energía solar.

–Quizá.

Él inclinó la cabeza. Era la viva imagen de la humildad, una imagen difícil de compaginar con la seguridad del hombre real.

–¿Utilizas esa ventana en tus proyectos? –le preguntó Patsy.

Él dudó.

–No siempre. Me gustaría que me conocieran por la calidad de mis proyectos, no porque llevan algo peculiar.

–¿Te has hecho una casa impresionante y podemos visitarla? –Patsy no callaba.

–¡Patsy!

Catherine estaba atónita, su suegra solía ser la personificación de la discreción.

Sin embargo, a Gray parecía no importarle.

–La triste realidad, señoras, es que vivo en una casa muy pequeña en una zona bastante ruidosa de la ciudad mientras construyen la que será mi casa. Además, el contratista me dijo la semana pasada que van retrasados, por lo que voy a tener que esperar más de lo que pensaba.

–Es una lástima –dijo Catherine.

–Es absurdo –le corrigió Patsy–. No puedes vivir así.

Gray sonrió y se encogió de hombros.

–Sí puedo, aunque no me guste.

–Seguramente no pases mucho tiempo en casa si estás poniendo un estudio nuevo –comentó Catherine.

–La verdad es que sí lo paso. Tengo un director de estudio extraordinariamente competente que se ocupa de todos los asuntos cotidianos para que yo pueda seguir haciendo proyectos. Mi estudio privado está en mi casa.

–Pero… para el proceso creativo es muy importante tener un espacio agradable –objetó Patsy–. Yo era pintora hasta que mis manos me lo impidieron… –levantó las manos y mostró los dedos retorcidos por la artritis–. Sé lo difícil que puede resultar.

–Afortunadamente –le dijo Gray–, es algo a corto plazo. El estudio estará funcionando dentro de dos meses y podré trabajar allí hasta que terminen mi casa.

–Pero no puedes seguir viviendo en un sitio donde estás incómodo… ¡oh! –Patsy se puso una mano en el pecho–. He tenido una idea genial.

El tono entusiasmado aterró a Catherine.

–¿De qué se trata?

–¡Gray puede vivir en la casa de invitados!

–¿La casa de invitados? –Catherine no daba crédito a lo que había oído–. Pero… el agua y la electricidad están cortadas.

Ni podían permitirse el contratarlas, se dijo a sí misma.

Además, las casa de invitados que había en la extensa finca que compartía con Patsy se veía desde la casa principal. La mera idea de tener a ese hombre tan cerca hacía que sintiera algo parecido al vértigo.

–Un detalle sin importancia. Es una solución perfecta –Patsy se volvió hacia Gray–. Es una casa de dos pisos con dos dormitorios, cocina completa, sala y comedor. Estoy segura de que es mucho más grande y más tranquila que donde vives ahora. ¡Sería perfecta para ti!

Catherine pensó que rechazaría amablemente el ofrecimiento después de agradecérselo una y mil veces.

–Es muy generosa, señora Thorne. Se lo agradecería eternamente –se detuvo–. ¿Está amueblada?

–No –Patsy inclinó la cabeza–. ¿Es un inconveniente?

–En absoluto. Tengo algunos de mis muebles en la casa de la ciudad –arqueó las cejas–. Si lo dice en serio, estaría encantado de aceptar.

Catherine lo miraba fijamente. ¡Eso no era lo que él debía decir!

–Maravilloso –el tono de Patsy indicaba que el asunto estaba zanjado–. Mañana la limpiaremos. Podrás mudarte a principios de la semana que viene.

–¿Cuál es la renta?

Patsy agitó una mano.

–No hace falta…

–Sí –lo dijo tan rotundamente que, por una vez, Patsy no parecía dispuesta a discutir–. Lo es. No puedo aceptar un regalo así. Además, yo me ocuparé del agua y la electricidad.

–Bueno, si insistes… –la voz de la mujer era un poco lúgubre–. Ya lo hablaremos más tarde y llegaremos a un acuerdo.

Catherine quiso gritar que eso era imposible, pero, en realidad, la casa era de Patsy y podía invitar a quien quisiera.

Miró a su suegra con la intención de que interpretara el mensaje que estaba mandándole con los ojos. ¿Qué sabía de Gray McInnes? Había leído algo sobre él, ¿pero era suficiente? Que hubiera patentado un invento no lo convertía en alguien aceptable.

–Como acabamos de conocernos –dijo Gray–, me parece que lo correcto es que le dé algunas referencias mías. Las mandaré el lunes.

Catherine pensó que era como si le leyera los pensamientos, pero había uno que no había captado. ¿Qué pasaría con Michael? ¿Había pensado Patsy en que la presencia constante de un desconocido podía afectar a su hijo? ¿Le gustaban los niños a Gray? Patsy le había prometido silencio y había veces que Michael era cualquier cosa menos silencioso. Ella tampoco iba a estar todo el día callando a su hijo porque el vecino necesitara paz para trabajar.

Tomó aire para tranquilizarse. Ese McInnes tenía algo que la desconcertaba, pero no sabía qué era. Era como si sus ojos azules traspasaran la careta que se había construido y llegaran hasta la mujer insegura que era en realidad. Era como si la conociera, aunque estaba segura de que no se habían visto jamás. Era un hombre que no se olvidaba fácilmente.

Gray, que parecía no darse cuenta de lo que pasaba por la cabeza de Catherine, tomó una mano de Patsy y la besó.

–No sabe cuánto se lo agradezco.

 

 

No podía creerse la suerte que había tenido

A la semana siguiente, Gray se maravillaba de la suerte que había tenido mientras dirigía la mudanza de sus muebles y de la mesa de dibujo.