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Si alguien le hubiera dicho a Ryan Shaughnessy que acabaría casándose con Jessie Reilly, su mejor amiga y la mujer de sus sueños más secretos, y que estarían esperando gemelos, jamás lo habría creído. Pero ni siquiera en sus sueños más salvajes se le habría ocurrido que le pediría matrimonio para ayudarla a cumplir su sueño de tener un bebé. Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha, se podía observar en Jessie algo más que un cambio hormonal. ¿Podría esperar que algún día ella lo viera no solo como el padre de sus hijos, sino también como un marido cariñoso... y un amante apasionado? ¿Podría ser él el hombre de sus sueños?
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Seitenzahl: 190
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Anne Marie Rodgers
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un hijo tuyo, n.º 1140 - julio 2017
Título original: Billionaire Bachelors: Ryan
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-045-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
«El genio de las finanzas de Boston, Ryan Shaughnessy, queda en sexto lugar en nuestra lista de solteros más codiciados del Noreste. Shaughnessy, de treinta y dos años, multimillonario con intereses financieros en negocios diversos, ostenta la patente de Securi-Lock, una innovación tecnológica creada hace diez años que ha revolucionado el mundo de la seguridad en el hogar. Viudo desde hace dos años, y sin hijos, es un hombre que se ha hecho a sí mismo. Vive en el exclusivo barrio residencial de Brookline, en Back Bay, Boston, mide un metro noventa y dos y pesa noventa y tres kilos. Si quiere usted captar el interés de este eminente soltero de oro, no tiene más que ir a nadar, a remar, o a hacer jogging».
Ryan Shaughnessy escuchó a su acompañante en la mesa ocultando apenas el mal humor. La miró, y dijo:
–Aparta eso de mi vista.
–Estoy impresionada –respondió Jessie Reilly guardando la revista en el bolso con una sonrisa y un brillo en la mirada que Ryan conocía bien, después de haber crecido juntos–. ¿Quién habría pensado que el flacucho de mi vecino iba a convertirse en un «eminente soltero de oro»?
Pero el enfado de Ryan duró poco. Jessie estaba tan guapa como siempre, con su traje de chaqueta gris marengo y sus botas negras, de invierno. Ryan sintió una vez más la atracción sexual que había sentido siempre hacia ella, con solo sonreír.
–De haber sabido que ibas a traer esa basura, no habría venido.
Lo cierto era que Ryan jamás habría desperdiciado una oportunidad de ver a Jessie. Y él lo sabía. Jessie había sido su vecina durante la infancia, su primer amor, no correspondido, durante la adolescencia, y su mejor amiga durante toda la vida. Se veían todos los terceros miércoles de mes para comer. Jessie se sacudió la melena castaña lanzando destellos cobrizos. Ryan era perfectamente consciente de que más de un hombre la observaba, en el bar del hotel Ritz-Carlton.
–Pues me alegro de que hayas venido. He estado pensando en ti, preguntándome qué tal estarías –respondió Jessie contemplando el parque por la ventana, con sus ojos verdes grisáceos.
Ryan sabía que no se refería a qué tal le iba la vida en general. En realidad, lo que Jessie quería saber era qué tal estaba tras la muerte de Wendy. Ella le había hecho esa pregunta todos los meses, a lo largo de dos años, en medio de la conversación y de una forma completamente natural. Pero aquel día Ryan prefería no pensar en ello, de modo que contestó con un tópico:
–La vida me va bien. Los negocios marchan bien. Y tú, ¿qué tal?
–Bien –contestó ella con una breve expresión de reproche, dejándolo pasar–. Los negocios… son los negocios.
–¿Algo va mal en la galería?
–No, mal exactamente no –vaciló Jessie–. Esta mañana me he enterado de que mi mayor competidor se ha expandido. De momento no me ha afectado, pero con un local más grande, y más mercancía… estoy preocupada.
Jessie era propietaria de una galería de objetos artísticos a una manzana de allí, en Newbury Street, y proveía de artículos selectos a los ricos que aspiraban a un elegante estilo de vida. Ryan le había comprado regalos muchas veces, y siempre le había impresionado la calidad y la exclusividad de los objetos allí reunidos. Los precios, por supuesto, iban dirigidos directamente a las clases más poderosas.
–¿Y qué vas a hacer?
–No lo sé, apenas he tenido tiempo de pensarlo –contestó ella acariciando la copa de vino–. Esta mañana he estado muy ocupada, pero ya se me ocurrirá algo –añadió encogiéndose de hombros, sin darle importancia.
–Seguro –respondió Ryan alzando la copa en su honor–. Eres una mujer de recursos, la más imaginativa que he conocido nunca. Eso por no mencionar tu testarudez y tu tenacidad.
–¡Vaya!, gracias. Creo –añadió Jessie dando un sorbo de vino.
El camarero se acercó, y Ryan pidió dos emparedados de langosta. Mientras se los servían, charlaron sobre el tiempo, sobre un artista al que Jessie acababa de descubrir, que confeccionaba sábanas y pañuelos de seda a mano, y sobre una nueva idea financiera de Ryan. Minutos más tarde, una sombra alargada se proyectó sobre la mesa. Ryan levantó la vista, creyendo que sería el camarero, pero era una rubia de unos veinte años.
–¿Eres Ryan Shaughnessy? –preguntó la rubia en un tono calculadamente seductor.
–Sí, el mismo. Y ella es Jessie Reilly.
Jessie hizo ademán de estrecharle la mano, pero la rubia la miró breve y despectivamente y se volvió hacia Ryan, ofreciéndole la mano como si esperara que se la besara.
–Hola, yo soy Amalia Hunt, de los Hunt de Beacon Hill, ¿sabes? ¿Quieres cenar conmigo? Esta noche, si estás libre, o cualquier otra noche que te apetezca.
–Señorita Hunt, de los Hunt de Beacon Hill, muchas gracias por su oferta, pero me temo que tengo que declinarla –suspiró Ryan soltando la mano de la rubia, hastiado, incapaz de reprimir el sarcasmo, y mirando significativamente en dirección a Jessie.
–¡Lástima! –contestó la rubia mirando brevemente a Jessie y valorándola, probablemente, por su atuendo–. Aquí tienes mi tarjeta, por si cambias de opinión –añadió inclinándose sobre Ryan y guardándosela en el bolsillo superior de la chaqueta, mientras le ofrecía una tentadora vista de su escote–. Adiós.
Jessie tosió, reprimiendo una carcajada. Ryan la miró con el ceño fruncido. No iba a salir con aquella rubia, pero tampoco era de piedra.
–No digas ni una palabra. ¡Ni… una… palabra…! –repitió Ryan entre dientes, callando cuando el camarero se acercó con los emparedados.
–Bueno, teniendo en cuenta que me has utilizado como excusa para deshacerte de esa pobre chica…
–Sí, has sido muy útil. De camino aquí, otra mujer me ha hecho exactamente la misma proposición. Me habría venido muy bien que vinieras conmigo.
Ambos comenzaron a comer. Bueno, Ryan a devorar, y ella a picotear. Jessie tardaba tanto en comer como un sureño en recitar la Declaración de Independencia. Al terminar, Ryan miró el emparedado de Jessie.
–De ningún modo, querido –se adelantó ella, tapándolo.
–Tenía que intentarlo –respondió Ryan.
Jessie se mordía el labio inferior; parecía inquieta. Algo la preocupaba, sospechó Ryan. Habían crecido juntos en Charlestown, al norte de Boston, en el centro del distrito irlandés. El padre de Ryan había sido albañil, mientras Jessie vivía con sus abuelos y su madre, que toda la vida había sido una pluriempleada. Jessie tenía dos años menos que Ryan. Para él, ella había sido su primer amor. Bueno, en realidad solo había sido un capricho, aunque hubiera durado demasiado tiempo. Además, ella jamás le había correspondido. Ni siquiera lo sabía. Que Ryan supiera, Jessie jamás había descubierto lo que él había sentido de adolescente. Y probablemente fuera lo mejor, porque Ryan apreciaba mucho su amistad.
–Algo te ronda la cabeza –afirmó él.
–Sí –asintió ella–, quería hablar contigo sobre una decisión que he tomado.
–¿Conmigo?, ¿por qué conmigo?
–Porque tú eres mi amigo más antiguo, y probablemente me conoces mejor que nadie. Además, necesito una opinión sincera.
–Muy bien, ¿de qué se trata?
–Estoy pensando en tener un hijo.
Aquellas palabras rebotaron en el cerebro de Ryan como si se tratara de una pared. Sacudió la cabeza, tratando de darles sentido, pero fue inútil.
–No sabía que… que salieras con alguien –comentó Ryan sin mirarla a los ojos.
–No salgo con nadie.
Gracias a Dios, pensó Ryan de inmediato, involuntariamente, sintiendo un inmenso alivio que achacó simplemente a un instinto de protección hacia ella. Le tenía un gran afecto. La había amado loca, inútilmente, durante años, y había sufrido una inmensidad cuando Jessie comenzó a salir con otro. Pero había sabido dominar su obsesión y casarse con una mujer maravillosa, Wendy. Jessie y ella se habían hecho amigas nada más conocerse. Wendy solía asistir a las comidas mensuales, en los viejos tiempos. Era natural que sintiera afecto por Jessie, formaba parte de su pasado.
–¡Ryan!, ¿te encuentras bien? –preguntó Jessie al verlo callado–. No pretendía asustarte.
–Y si no sales con nadie, ¿cómo es que… piensas tener un hijo?
–Para eso sirven los bancos de esperma.
–¿Los bancos de esperma? –repitió Ryan incrédulo.
–Sí, guardan esperma congelado –explicó Jessie ruborizándose, sin mirarlo a los ojos–. De hecho, me he hecho ya una serie de test de fertilidad, y me han recomendado vitaminas y alguna otra cosa. Se supone que soy una candidata perfecta para el embarazo. Lo único que tengo que hacer es elegir un donante e iniciar el procedimiento.
–¿El procedimiento?
–De inseminación artificial. He seleccionado ya algunos candidatos, pero quería conocer tu opinión –añadió Jessie poniendo una carpeta encima de la mesa y alargándola hacia él.
–Dime que no estás hablando en serio –Jessie calló–. ¡Demonios! –exclamó Ryan pasándose la mano por los cabellos–. Hablas en serio, Jess… ¿por qué?, ¿por qué así?, ¿y por qué ahora, precisamente?
–Voy a cumplir treinta años en noviembre, Ryan –afirmó Jessie con calma–. Quiero tener familia. Hijos –se corrigió–. Quiero ser madre mientras sea joven aún, y tenga energía para criarlos y disfrutarlos.
Entre líneas, calladamente, surgió en ambos el recuerdo de la desgraciada y solitaria infancia de Jessie. Ryan recordaba a sus sofocantes abuelos, siempre reprochando, incapaces de perdonar a su hija por haberse quedado embarazada estando soltera. Y, en cuanto a la madre de Jessie… Bueno, lo mejor que había comentado acerca de ella la madre de Ryan, que nunca había hablado mal de nadie, era que «no habría estado de más que mostrara un poco de cariño por su hija».
–Treinta años no es tanto –argumentó Ryan–. Las mujeres ahora tienen hijos con cuarenta. ¿Por qué no esperas un poco más? Puede que cambies de opinión.
–No te pido tu opinión para que me critiques –contestó Jessie con dureza–. La decisión está tomada. Solo quería saber qué pensabas sobre la elección de donante, pero olvídalo –añadió retirando la carpeta, que él agarró inmediatamente.
–Espera, quiero echarle un vistazo –dijo Ryan buscando argumentos para convencerla de que era una locura, sintiendo repugnancia ante la idea de que Jessie, su Jessie, acudiese a un banco de esperma. Luego, abriendo la carpeta, releyó por encima–. Aquí no hay mucha información.
–Bueno, son informes preliminares. Si me gusta algún candidato, no tengo más que pedir la información detallada de la persona en cuestión. El informe es tanto a nivel personal como físico. Familia, logros académicos, ese tipo de cosas.
–¿Y quién proporciona esta información?
–El informe se hace tras una evaluación médica y un test de personalidad, pero la mayor parte de los datos los proporciona el donante.
–¿Y comprueba alguien que lo que dicen es cierto?
–Bueno, no lo sé, pero, ¿por qué iban a mentir?
–No sé, pero suponer que esa información es cierta me parece… ¿no es demasiado arriesgado? He leído el caso de un tipo que sabía que tenía un problema genético hereditario, un defecto del corazón poco frecuente, que produce la muerte, y no lo mencionó en su declaración. Después se sintió culpable y consultó a un asesor, pero era tarde. Su esperma había sido utilizado en varios casos. Se armó un buen follón.
–Bueno, pero ese será un caso aislado, ¿no te parece?
–Sí, pero la decisión es irreversible –insistió Ryan con impaciencia–. ¿Qué pasaría si el donante olvidara comentar que hay casos de diabetes en su familia, o de esquizofrenia, o de cualquier otra enfermedad genética?
–Los donantes son examinados antes de aceptar su esperma –contestó Jessie–. Se les hace un test físico y otro genético. Tengo informes sobre eso.
–Los médicos no pueden comprobarlo todo –señaló Ryan–. Además, ¿cómo saben si esos hombres dicen la verdad?
–No… no lo sé, dudo que lo sepan –contestó Jessie perpleja–. Se supone que contestan correctamente a todas las preguntas.
–Y quizá sea así –continuó Ryan–. Seguro que en un noventa y nueve por ciento de los casos esos hombres dicen la verdad. Bueno, puede que todos, incluso. Pero debes asumir la posibilidad de que mientan, por tu propio bien.
–¡Maldita sea, Ryan! –suspiró Jessie–. Debería haberme figurado que hablar contigo solo iba a confundirme más.
–Gracias.
–No era un elogio –sonrió Jessie guardando la carpeta en el bolso, preocupada–. Pensaba hacerme la inseminación enseguida, en cuanto ovulara, pero ahora voy a tener que meditarlo más.
–Bien.
El resto de la comida transcurrió sin incidentes. Jessie tenía que relevar a una de sus empleadas, así que tenía prisa. Al despedirse y besarla en la mejilla, la fragancia de Jessie invadió a Ryan inesperadamente. Él estuvo a punto de estrecharla en sus brazos, pero se reprimió a tiempo. Jessie, inconsciente por completo de todas esas emociones, dio un paso atrás y puso un dedo en su pecho:
–Recuerda, el mes que viene a la misma hora, en el mismo sitio.
Ryan se despidió y se quedó mirándola, mientras Jessie caminaba por Arlington Street. Finalmente se dio la vuelta y se marchó en dirección a la oficina, en State Street, en el distrito financiero. Estaba desorientado, inquieto. ¿Qué le había ocurrido? Simplemente echaba de menos a una mujer en su vida, se dijo. Tras la muerte de su esposa, en un accidente de tráfico, su vida era demasiado solitaria. Él se había sentido a gusto, viviendo en pareja. Le gustaba. Y detestaba volver a la rica mansión solitaria de Brookline, detestaba el silencio que se creaba tras la marcha de los sirvientes. Detestaba asistir solo a cócteles y fiestas de caridad, y que las madres arrojaran a sus pies a sus bellas hijas. En el fondo, lo que detestaba era estar soltero de nuevo. Además, por otro lado, estaba la idea de los hijos, idea a la que había tenido que renunciar años atrás. Hasta que Jessie había vuelto a mencionarla.
Hijos. Una ola de anhelo invadió su alma. Ryan había deseado tener hijos con Wendy, ambos habían querido siempre fundar una gran familia… pero las cosas no eran tan sencillas. «Pues cásate con Jessie. Ella quiere tener un hijo… y tú quieres tener familia». La repentina idea lo sobresaltó tanto que Ryan paró en seco en medio de Tremont Street, tropezando con una mujer que lo miró de mal humor.
Casarse con Jessie. La mera idea le aceleraba el corazón. Era curioso, pero tenía que reconocer que algunas cosas jamás cambiaban. En cierto sentido seguía siendo el adolescente enamorado de su vecina. Casarse con Jessie. Ella y Wendy no podían ser más diferentes. Wendy era rubia, de ojos azules, menudita. Callada, encantadora, casi pasiva, apenas discutía con él. Wendy se había conformado con crear un hogar, jamás había sentido la necesidad de demostrar su valía, ejerciendo una profesión. Era musical, elegante. Lo esperaba cada noche en el salón…
En cambio Jessie… Jessie no era ninguna de esas cosas. Excepto elegante, claro. Sí, aquellas largas piernas, aquella forma de moverse, eran definitivamente elegantes. Pero solo de pensar en ella sentada en el salón, esperando a su marido, se moría de la risa. Jessie era volátil, estaba decidida a triunfar. Y si en alguna ocasión sus opiniones no coincidían, no dudaba en decirlo. Tenía poco oído para la música, pero si a alguien se le ocurría sugerirlo se ofendía.
Por primera vez en la vida, el hecho de que comparara a ambas mujeres lo hizo reflexionar. ¿Sería posible que hubiera elegido a Wendy precisamente por ser tan distinta de Jessie? La idea era inquietante. Ryan se había repetido mil veces que su amor por Jessie estaba superado, que no había sido más que una fantasía de adolescente, que se había casado con otra mujer y que la había olvidado. Pero en el fondo de su alma tenía que reconocer que había pasado más de diez años comparando a todas las mujeres que conocía con Jessie. De todos modos, lo había superado. El hecho de que en aquel momento no pudiera dejar de pensar en ella no significaba nada, excepto que ella seguía atrayéndolo físicamente como siempre. Pero, si lo atraía, ¿por qué iba a ser absurdo tratar de rehacer su vida con ella, de tener con ella los hijos que siempre había deseado?
Ryan llegó al edificio de oficinas, y al salir del ascensor tomó una decisión. Nada más colgar el abrigo y revisar los mensajes pendientes descolgó el teléfono. ¿Qué tenía que perder?
Tras la comida, Jessie estaba atendiendo a un cliente cuando sonó el teléfono. Se disculpó, y contestó.
–Galería Reilly, ¿en qué puedo ayudarlo?
–¿Jess?
–¿Ryan? –preguntó ella sorprendida. Por lo general, Jessie y Ryan no volvían a saber nada el uno del otro en el plazo de un mes, a menos que sus caminos se cruzaran casualmente–, ¿es que he olvidado algo?
–No –contestó Ryan con cierta inseguridad–. Me preguntaba si… llamaba para preguntarte si quieres cenar conmigo.
–¿Por qué?
Ryan se echó a reír, y de pronto sus carcajadas sonaron como las de un adulto, como las del adulto seguro y confiado en sí mismo que siempre había sido.
–Se me ha ocurrido una idea sobre tu… tu proceso de selección, y quería discutirla contigo.
–Ah –contestó Jessie contenta. Tras oír la opinión de Ryan durante la comida, Jessie estaba muy preocupada por los posibles riesgos–. ¿Dónde y cuándo?
–¿Qué te parece mañana? Iré a recogerte. ¿Te parece bien a las siete?
–Sí, mañana me viene bien. Las siete es buena hora.
Tras colgar, Jessie comprobó que su ayudante atendía al cliente y se dirigió a la oficina. Sobre su mesa yacía la solicitud de crédito que había recogido en el banco de camino a la galería, después de la comida. No tenía salida. Si quería competir con su rival, tenía que expandir ella también el negocio. Y para ello o pedía un crédito o utilizaba el dinero reservado para la inseminación artificial. Pero la última opción no le convenía.
Jessie se quedó mirando la solicitud. Pagaba con regularidad los intereses de la deuda que había contraído al fundar su negocio, pero tenía que reconocer que últimamente le costaba. Era una situación temporal, debida al enorme pedido que había tenido que hacer de cara a la primavera y el verano, plagados de turistas. Sin embargo era mejor liquidar esa deuda antes de pedir otro crédito. Y luego estaban las ventas y la contabilidad… le llevaría tiempo poner las cosas en orden.
Otro crédito. La idea la inquietaba. Había trabajado mucho, para llegar a donde estaba. Podía pagar sus facturas, vivir cómodamente y ahorrar para la jubilación. Pero si pedía otro crédito tendría que recortar sus gastos personales y observar cada céntimo en la galería. Además, estaba segura de que la apuesta no iba a ser del agrado del señor Brockhiser, el hombre del Boston Savings con el que siempre trataba.
Al llegar a casa por la noche Jessie volvió a pensar en Ryan. Temía que él tuviera razón en cuanto a los donantes de esperma. ¿Cómo podía saber que los datos eran correctos? Era una ruleta. Nada más presentarse por primera vez en la clínica de fertilidad, la primera pregunta que le habían hecho era si tenía donante o deseaba solicitar los servicios del banco de esperma. Jessie jamás había pensado en la posibilidad de pedirle ese favor a ninguno de sus amigos, habría sido demasiado violento. Eso por no mencionar el hecho de que, en el fondo, se sentía reacia. ¿Qué ocurriría, si el donante decidía un día reclamar sus derechos? Probablemente se tratara de un miedo irracional, pero… Además, la mayor parte de sus amigos estaban casados, y a sus mujeres probablemente no les habría gustado.
Solo quedaban los amigos solteros. Jessie se estremeció. La mayor parte de los hombres solteros que conocía lo eran por una buena razón. Jessie había salido con unos cuantos, pero ninguno la había impresionado. ¿Cómo pedirle un favor así a un hombre que ni siquiera le gustaba? Las opciones se reducían. Jessie abrió una bolsa de ensalada preparada, se sirvió una copa de vino y se sentó a cenar mientras confeccionaba una lista de posibles candidatos.
Edmund Lloyd. No estaba tan mal, excepto por aquel pequeño tartamudeo que a veces no lograba dominar. ¿Sería un defecto hereditario? Jessie escribió un signo de interrogación junto a su nombre. Charles Bakler. Era un encanto pero… no era el hombre más inteligente del mundo. Y Jessie quería que su hijo fuera inteligente, de modo que anotó otro signo de interrogación junto al segundo nombre. Bien, pero tenía que haber más solteros atractivos. ¿Y Ryan? No, pensó de inmediato, desechando la idea nada más surgir en su mente. No podía pedírselo a Ryan. No era una opción. Aun así… debía incluirlo en la lista. Sin embargo Jessie no escribió ningún signo de interrogación junto a su nombre. Geoff Vertler. Era una posibilidad, excepto por el hecho de que le gustaba demasiado el vino, y Jessie no quería que su hijo tuviera inclinación a la bebida.
Jessie dejó el lápiz y suspiró frustrada. Hacer una lista era una estupidez. No sabía más acerca de esos hombres de lo que sabía acerca de los candidatos anónimos del banco de esperma. De quien sí lo sabía todo era de Ryan, pensó. Jessie dio un trago de vino. Sin duda, era el mejor candidato. Inteligente, amable, deportista, toda su familia había tenido buena salud. Físicamente, era perfecto. Y si alguna vez tenía un hijo que se le pareciera, estaría encantada. Pero ¿cómo pedírselo?
Jessie sacudió la cabeza y se levantó. Imposible, no podía. Sin embargo, mientras fregaba los platos, se le ocurrió una idea. Iba a cenar con él al día siguiente, Ryan tenía algo que decirle. ¿Y si pensaba ofrecerse voluntariamente como donante? Sí, eso debía ser, se dijo Jessie tapándose la boca. ¿Por qué otra razón iba a querer cenar con ella?
Jessie salió bailando de la cocina al dormitorio. Era perfecto. Jamás se habría atrevido a pedírselo, pero si él se ofrecía… era sencillamente perfecto. Además, no había esposa que pudiera ofenderse. Era una pura casualidad que Ryan no estuviera casado. Jessie se desvistió y se metió en la cama, pero no pudo dormir.
Cuando Ryan y Wendy se conocieron, ella estaba en la Universidad de Alabama. Jessie ni siquiera volvió a casa para asistir a la boda. Por aquel entonces, Ryan había comenzado a ganar mucho dinero.