Seducción total - Anne Marie Winston - E-Book

Seducción total E-Book

Anne Marie Winston

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Beschreibung

Sólo fue necesaria una noche... para cambiar su vida para siempre La última vez que la había visto, habían acabado en la cama. Ahora, dos años después, el soldado condecorado Wade Donelly tenía intención de repetir la experiencia de aquella maravillosa noche. Entonces Phoebe Merriman era una muchacha inocente, pero la intensidad de su deseo había sorprendido a Wade. Con sólo volver a mirarla a los ojos, Wade supo que ese deseo seguía vivo. El importante secreto que quería compartir con él tendría que esperar a que llegara la mañana. Al fin y al cabo, ya había esperado demasiado para volver a tenerla en sus brazos. Y ya no esperaría más...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Anne Marie Rodgers

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Seducción total, n.º 2043

Título original: The Soldier’s Seduction

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-704-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

No era lo que había esperado.

Wade detuvo el coche de alquiler junto a la acera y observó la casa de dos plantas, modesta pero acogedora. La casa de Phoebe.

Apagó el motor y se apeó del coche. De la puerta de la casa colgaba una corona de flores de colores otoñales, y en el segundo peldaño de las escaleras del porche había una calabaza hueca con flores altas en tonos dorados, burdeos y marrones dorados, la decoración típica de Halloween.

Wade había imaginado que Phoebe viviría en un apartamento, no en una casa unifamiliar. Cuando unos meses atrás regresó por fin a California se imaginó cómo sería volver a verla, pero se enteró de que Phoebe se había ido de California poco tiempo antes. No quiso recordar la terrible tristeza que se apoderó de él, una decepción tan abrumadora que le hizo sentir unas incontenibles ganas de sentarse y llorar.

Algo que por supuesto no hizo. Los soldados no lloraban. Y menos los soldados tan condecorados como él.

El regreso a casa fue duro. Solo dos meses antes de resultar herido en combate había estado allí para el funeral de su madre. Durante el tiempo que duró su recuperación, su padre había intentado por encima de todo mantener las cosas como siempre, aunque sin su madre era una tarea bastante imposible.

Wade preguntó a varias personas por el paradero de Phoebe, pero nadie parecía saberlo. Al mes de estar en casa, estaba tan desesperado que empezó a investigar. La secretaria del instituto no conocía su nueva dirección. Una rápida búsqueda en Internet tampoco obtuvo ningún resultado. Por fin llamó a Berkeley, la universidad donde Phoebe había estudiado la carrera, pero allí tampoco quisieron, o pudieron, darle información.

Estaba a punto de plantearse en serio contratar a un detective privado cuando se le ocurrió llamar a June, la única amiga de Phoebe aparte de su hermana gemela, Melanie.

Ponerse en contacto con la amiga de Phoebe fue la solución. Phoebe le había mandado una felicitación de Navidad cuatro meses después de mudarse, y gracias a Dios June había guardado la dirección.

El paradero de Phoebe también resultó una sorpresa. Se había mudado a la Costa Este, a una pequeña ciudad al norte del estado de Nueva York.

Paradójicamente, él conocía bien la zona. El nuevo hogar de Phoebe estaba a menos de una hora de West Point, la academia militar donde había pasado cuatro largos años esperando impaciente la llegada del día de su graduación para poder convertirse en un auténtico soldado.

De haber sabido lo que le esperaba en el campo de batalla, no habría estado tan impaciente.

Subió las escaleras del porche con cuidado. Los médicos le habían asegurado que se había recuperado por completo, al menos para la vida civil, pero el largo vuelo desde San Diego al aeropuerto Kennedy de Nueva York había sido mucho más duro de lo esperado y había dejado su huella. Probablemente lo más razonable hubiera sido buscar un hotel para pasar la noche y buscar a Phoebe al día siguiente, ya más descansado.Pero no había podido esperar ni un momento más.

Se detuvo delante de la puerta principal de la casa y llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Phoebe no estaba en casa.

Exhausto, apoyó la cabeza en el marco de la puerta. Estaba impaciente por verla. Pero… Echó un vistazo al reloj. Ni siquiera había pensado en la hora. Apenas eran las cuatro de la tarde.

La última vez que la vio, Phoebe era profesora del primer curso de primaria. Si seguía trabajando en lo mismo, no tardaría en llegar, se dijo con alivio.

Si no estaba casada, pensó, lo normal era que necesitara trabajar para mantenerse, y June no había oído nada de que se hubiera casado. Además, Wade sabía que mantenía su nombre de soltera porque lo había comprobado en la guía de teléfonos de la zona: P. Merriman.

Bien, se dijo. Esperaría.

Giró sobre sus talones para volver al coche, pero un balancín con cojines en el porche llamó su atención. Decidió sentarse allí a esperarla.

Si Phoebe estuviera casada, él no estaría allí, se aseguró. Si estaba casada, la dejaría en paz y no intentaría volverse a poner en contacto con ella.

Pero estaba bastante seguro de que no lo estaba.

Y a pesar de todas las razones que tenía para mantenerse lejos de ella, a pesar de que se había portado como un imbécil la última vez que estuvieron juntos, no había conseguido olvidarla. Y tampoco había logrado convencerse de que su fugaz relación había sido un error. Durante los largos meses de recuperación y terapia que siguieron a su lesión, apenas pensó en otra cosa.

Pero prefirió no llamarla ni escribirle. Quería verla en persona para saber si había alguna probabilidad de que le dejara entrar de nuevo en su vida.

Suspirando, Wade sujetó uno de los cojines y apoyó en él la cabeza. Si las cosas no se hubieran torcido tanto al final… Ya era bastante terrible que la hermana gemela de Phoebe, Melanie, hubiera muerto por su culpa. Indirectamente, pero por su culpa. Y empeoró aún más la situación al hacer el amor con Phoebe después del entierro para, acto seguido, salir huyendo.

 

* * *

 

Phoebe Merriman dio un respingo cuando el teléfono móvil de su coche empezó a sonar. Apenas la llamaban, y si lo tenía era principalmente para que la joven que estaba al cuidado de Bridget pudiera localizarla en caso de emergencia.

Asustada, miró el número de teléfono. Era el de su casa.

–¿Diga?

–¿Phoebe? –Angie, la canguro, habló casi sin aliento, angustiada.

–Angie, ¿qué ocurre?

–Hay un hombre sentado en el porche. En el balancín.

–¿En el balancín? ¿Y qué hace?

–Nada –Phoebe se dio cuenta de que Angie no estaba sin aliento, sino susurrando–. Ha llamado a la puerta una vez, pero no he abierto, y se ha sentado en el balancín. Por eso te llamo.

–Has hecho bien –le aseguró–. Si solo está allí sentado, quédate dentro y no abras la puerta. Estoy a un par de manzanas de casa.

Phoebe aparcó unos minutos después en el sendero de su casa sin colgar el móvil y vio el coche gris de alquiler aparcado delante de la casa.

–Vale, Angie –dijo–. Ya he llegado. Quédate donde estás hasta que yo entre.

Phoebe respiró profundamente. ¿Debía llamar a la policía? Por lógica, el hombre que estaba esperando en el porche no era un criminal, ya que no se quedaría a plena luz del día y delante de todo el vecindario. Sin embargo, por precaución, se colocó las llaves entre los dedos con una llave hacia afuera, como había aprendido en la clase de defensa personal. Después, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el porche.

Al llegar, vio al hombre alto y fuerte que empezó a levantarse del balancín. Se dispuso a enfrentarse a él.

–¿Qué ha…? ¡Wade!

¡No podía ser!

Wade estaba muerto.

Le flaquearon las rodillas y tuvo que sujetarse a la barandilla. El llavero se le fue de la mano y cayó al suelo.

–Eres… eres Wade.

Claro que era Wade.

Él sonreía, pero la observaba con extrañeza, a la vez que daba un paso hacia delante.

–Sí. Hola, Phoebe.

–Pe-pe-pero…

La sonrisa se desvaneció cuando ella dio un paso hacia atrás.

–¿Pero qué?

–¡Creía que habías muerto! –exclamó ella.

Sin fuerzas, Phoebe se sentó en el primer escalón, dejó caer la cabeza sobre las rodillas y tuvo que contener un fuerte deseo de romper a llorar histéricamente.

Los pasos de Wade resonaron en el porche al acercarse a ella y sentarse a su lado. Le puso una mano en la espalda.

–Dios mío –susurró ella–, estás aquí, ¿verdad?

–Sí, estoy aquí.

Era sin duda Wade. Phoebe reconocería esa voz en cualquier lugar, y sintió el impulso de meterse entre sus brazos y acurrucarse contra él.

«Pero nunca ha sido mío», se recordó.

–Siento que te sorprenda tanto –dijo él, con voz grave y cargada de sinceridad–. Creyeron que estaba muerto durante un par de días, hasta que pude regresar a mi unidad. Pero eso fue hace meses.

–¿Cuánto hace que has vuelto?

Lo enviaron al frente inmediatamente después del entierro de Melanie. El recuerdo despertó otros que ella había deseado olvidar desesperadamente, y se concentró en su respuesta, para no rememorar el pasado.

–Poco más de un mes. Te he estado buscando –Wade titubeó un momento–. June me dio tu dirección y ella sabía que había sobrevivido. Pensé que ella, o alguna otra persona, te lo habría dicho.

–No.

Aunque mandó una tarjeta de Navidad a June, apenas se había mantenido en contacto con ella.

Se hizo un silencio. Phoebe tuvo la sensación de que él tampoco sabía qué decir y…

¡Bridget! ¡Por un momento se había olvidado de su propia hija! Phoebe se puso en pie de repente y dio la espalda al hombre que había amado durante toda su adolescencia y su juventud.

–Voy… voy a dejar mis cosas dentro–dijo–. Después podemos hablar.

Le temblaban las manos, empapadas en sudor, y se le volvieron a caer las llaves al suelo. Antes de poder reaccionar, Wade llegó a su lado y las recogió.

–Gracias.

Phoebe sujetó las llaves con cuidado, sin tocarle la mano, y por fin logró meterla en la cerradura y abrir la puerta principal.

La realidad se impuso inexorablemente. Wade Donnelly estaba vivo y quería hablar con ella. Y ella tenía que decirle que había tenido una hija suya.

Al oírla entrar, Angie corrió hacia ella, pero Phoebe se llevó el dedo a los labios para indicarle que no hablara. Atravesó la casa hasta la cocina, en la parte posterior de la vivienda.

–Escucha –dijo allí a la canguro, sin alzar la voz–, no hay nada de qué preocuparse. Es un viejo amigo a quien hace mucho que no veo. ¿Puedes quedarte un poco más por si Bridget se despierta?

–Claro –respondió la joven, con los ojos muy abiertos.

–Voy a hablar con él afuera. No… no lo voy a invitar a entrar, y no quiero que sepa que tengo a Bridget. Por eso te pido que no salgas.

Angie asintió, con una sonrisa en los labios.

–No te preocupes. No quiero causarte ningún problema.

Phoebe estaba yendo hacia el salón, pero se detuvo.

–¿Causarme problemas?

–Con gente de tu pasado –respondió Angie, con un gesto de complicidad–. Sé que hoy en día mucha gente tiene hijos sin casarse, pero si no quieres que la gente de tu pasado lo sepa, es asunto tuyo.

Phoebe abrió la boca, pero la cerró bruscamente antes de que se le escapara una histérica carcajada. Angie creía que escondía a Bridget porque se avergonzaba de tener una hija ilegítima. ¡Ojalá fuera tan sencillo!

Tragó saliva y salió de nuevo al porche, cerrando la puerta tras ella. Wade estaba de pie, apoyado en uno de los postes del porche. Cielos, había olvidado lo alto y grande que era.

Lo observó un momento en silencio e intentó reconciliar el dolor que había sido su continuo acompañante en los últimos seis meses con la realidad de verlo de nuevo con vida y aparentemente en buen estado. Wade llevaba el pelo negro y ondulado bastante corto en comparación con la melena que había lucido en el instituto, aunque más largo que la última vez que lo vio, cuando llevaba un corte militar de apenas unos milímetros. Seguía teniendo los hombros anchos y musculosos, las caderas estrechas y el vientre plano; las piernas eran tan fuertes como cuando jugaba en el equipo de fútbol americano del instituto. Habían pasado casi doce años desde entonces, cuando ella era solo una adolescente totalmente enamorada de su vecino, unos años mayor que ella.

Phoebe se dio cuenta de que Wade la estaba mirando, con unos ojos grises tan transparentes y penetrantes como ella recordaba bajo las pobladas cejas oscuras. Se ruborizó y cruzó los brazos delante del pecho, tratando de tranquilizarse. Respiró profundamente antes de hablar.

–¿Por qué informaron de tu muerte si no estaban seguros? –preguntó ella con voz temblorosa al recordar la agonía que sintió cuando se enteró de que Wade había muerto para siempre–. Leí sobre tu entierro…

Interrumpió la frase al darse cuenta de que en realidad había leído sobre los planes para el entierro. En la nota necrológica.

Wade parpadeó, y en sus ojos Phoebe vio un destello de dolor.

–Fue un error –explicó él–. Encontraron mi placa de identificación, pero no mi cuerpo. Cuando se corrigió el error, ya habían informado de que había muerto en combate.

Phoebe se llevó una mano a la boca, luchando contra las lágrimas que pugnaban por salir.

–Me hirieron –continuó él–. En el caos que siguió a la explosión, un hombre afgano me escondió. Tardó tres días en establecer contacto con los míos, y entonces fue cuando se dieron cuenta del error. Claro que entonces ya se lo habían dicho a mucha gente. Y por cierto –añadió–, no hubo ningún entierro. Mis padres lo planearon, pero al final se canceló. Supongo que no fuiste, o te habrías enterado.

Phoebe abrió la boca, pero la cerró de nuevo y se limitó a sacudir la cabeza. Tenía ganas de llorar. No podía decirle que estaba dando a luz a su hija.

–No pude ir –dijo, dándole la espalda. Se acercó al balancín y se sentó–. Utilicé todo el dinero que tenía para mudarme aquí e instalarme.

No era del todo mentira. Había tenido suerte de encontrar aquella casa.

–¿Por qué te fuiste? –preguntó él, de súbito–. ¿Por qué elegiste mudarte al otro extremo del país? Sé que casi no tienes familia en California, pero allí están tus raíces. Allí creciste. ¿No lo echas de menos?

Phoebe tragó saliva.

–Claro que lo echo de menos.

«Inmensamente. Echo de menos las playas de arena y el agua helada del Pacífico, los días cálidos y las noches frescas que apenas varían. Echo de menos ir hasta Point Loma, o Cardiff a ver la migración de las ballenas en otoño. Incluso echo de menos la locura de conducir en las autopistas y el peligro de incendios. Pero sobre todo, te echo de menos a ti».

–Ahora mi vida está aquí.

–¿Por qué?

–¿Por qué qué?

–¿Qué hace que el norte del estado de Nueva York sea tan especial como para que vivas aquí?

Phoebe se encogió de hombros.

–Soy profesora. Dentro de dos años tendré una plaza fija y no quiero volver a empezar otra vez desde cero en otro sitio. El salario es bueno y el coste de vida bastante más manejable que en el sur de California.

Wade asintió.

–Ya.

Se sentó junto a ella en el balancín, cerca pero sin tocarla. Alargó el brazo por el respaldo del balancín y se volvió ligeramente hacia ella.

–Me alegro de volver a verte –su voz era cálida, sus ojos mucho más.

Phoebe casi no pudo respirar. Wade la miraba como siempre había soñado. Cuando él era demasiado mayor para ella, cuando él era el novio de su hermana, y últimamente, cuando lo creía muerto y estaba criando sola a su hija. A la hija de los dos.

–Wade… –Phoebe estiró una mano y le posó la palma suavemente en la mejilla–. Me alegro mucho de que estés vivo. Yo también me alegro de verte, pero…

–Cena conmigo esta noche.

–No puedo –dijo ella, y empezó a retirar la mano.

Pero él la sujetó y giró la cara, buscándole la cremosa piel con los labios.

–Entonces, mañana por la noche –le susurró sobre la piel.

Ella sacudió la cabeza, sin poder hablar.

–Phoebe, no aceptaré una negativa. No me iré hasta que aceptes –le aseguró él con firmeza.

Phoebe se echó hacia atrás y él finalmente le soltó la mano. Cenar con él no era una buena idea. Wade todavía le afectaba demasiado.

Había madurado mucho desde su maternidad. Ya no creía en el amor de las novelas rosas, al menos no en el amor mutuo y correspondido. Y ahora sabía que lo que ocurrió entre Wade y ella aquel día en la cabaña no fue más que la reacción del novio de su hermana ante su inesperada muerte.

Ahora Wade estaba allí, confundiéndola, despertándole sentimientos que había enterrado hacía más de un año. Deseó poder retroceder una hora en el tiempo y volver a casa sin encontrárselo en el porche.

Pero tenía que hablarle de Bridget.

Unas semanas antes de la noticia de su falsa muerte se dio cuenta de que no podía seguir ocultándole el hecho de que tenía una hija. Sin embargo, decírselo por teléfono o en una carta era impensable, y se había prometido ir a visitarlo donde estuviera destinado en cuanto pudiera viajar de nuevo.

Pero aún no. No podía invitarlo a entrar en una casa llena de juguetes y libros infantiles. Y además, Angie tenía clase por la tarde, por lo que no podía quedarse mucho más rato con la pequeña. Phoebe tenía que encontrar la forma de librarse de él y pensar en la mejor manera de hablarle de su paternidad.

–Está bien –dijo ella–. Cenamos mañana por la noche, porque tengo que decirte una cosa.

Wade alzó una ceja, pero ella no explicó nada más.

–¿Paso a recogerte a las siete?

–Mejor quedamos allí.

Wade estaba alojado en un hotel en el extremo opuesto de la ciudad que tenía un buen restaurante, y Phoebe sugirió que quedaran allí. Después, de pie desde el porche, lo observó caminar hasta el coche.

Él le sonrió antes de montarse.

–Hasta mañana por la tarde.

–Hasta mañana.

Mientras contemplaba cómo el coche se alejaba, Phoebe se preguntó si no sería más fácil desaparecer. Cualquier cosa sería más fácil que decirle a Wade que era padre. El padre de su hija.

Los recuerdos la bombardearon.

Tenían doce años. Su hermana gemela Melanie estaba a su lado montada en una bicicleta rosa idéntica a la suya violeta, y las dos observaban a los niños del vecindario jugando al béisbol en el parque.

–Cuando sea mayor me casaré con Wade –anunció Melanie.

Phoebe frunció el ceño.

–Él será mayor antes que nosotras –dijo–. ¿Y si se casa antes con otra?

La idea de que Wade Donnelly se casara con otra le provocaba un nudo en el estómago. Wade vivía en la casa de enfrente a la suya, y tenía cuatro años más que ellas. Phoebe había estado siempre enamorada de él.

–No se casará con nadie más –dijo Melanie, con total convicción–. Haré que se enamore de mí, ya lo verás.

Y así fue.

En el último año de instituto, Melanie empezó a llevar a cabo su plan. Phoebe fue al baile de graduación con Tim DeGrange, Melanie se lo pidió a Wade, a pesar de que acababa de licenciarse en West Point aquel año, para sorpresa de Phoebe, Wade aceptó.

Para Phoebe fue una de las noches más largas y tristes de su vida. Melanie se había pasado toda la velada pegada a él, tan apuesto en su nuevo uniforme de gala.

Aquel fue el principio. Melanie y Wade salieron durante todo el verano, hasta que terminó el permiso y Wade tuvo que regresar a la base. Para Phoebe, verlos juntos fue un infierno, pero el dolor se agravó cuando Melanie empezó a salir con otros chicos a pesar de seguir saliendo oficialmente con Wade.

–No nos debemos fidelidad, Phoebe – se justificaba Melanie.

–Wade cree que le eres fiel –Phoebe estaba segura de ello.

Durante todo el verano, había sido dolorosamente consciente de la devoción de Wade hacia su hermana.