En el centro del círculo - Arne Dahl - E-Book

En el centro del círculo E-Book

Arne Dahl

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2024
Beschreibung

UNA TENSA NOVELA POLICÍACA SOBRE LA CAZA DE UN ACTIVISTA CLIMÁTICO CONVERTIDO EN ASESINO. «Arne Dahl demuestra una vez más que es uno de los mejores autores policíacos. No podrás dejar de leer esta novela». RUHR NACHRICHTEN (Alemania) «La novela de Arne Dahl convence en todos los ámbitos, desde la crítica social hasta lo profundamente personal, siempre brillante desde el punto de vista lingüístico, con una buena investigación y una tensión muy dramática».KAPPRAKT (Suecia) El primer caso de Eva Nyman: crímenes en nombre del clima. Un directivo de la industria siderúrgica aparece muerto dentro de su BMW quemado. No se trata de un «accidente» aislado: alguien está llevando al extremo el propósito de que se tome conciencia del cambio climático y se haga algo al respecto. El miedo a que pronto el objetivo del criminal escale y haya un atentado masivo se apodera de la inspectora Eva Nyman. Para evitarlo, recurre a su unidad especial Nova. Lo que no sabe es que, durante el transcurso de la investigación, tendrá que lidiar con una serie de pistas que la llevarán a revivir una historia traumática de su pasado. Arne Dahl está de vuelta con una serie protagonizada por la inspectora Nyman. ¿Conseguirá descubrir quién se esconde en el centro del círculo?

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ARNE DAHL

EN EL CENTRO DEL CÍRCULO

Traducción de Laura Pascual

Título original sueco: I cirkelns mitt.

del texto: Arne Dahl, 2023.

Publicado gracias a un acuerdo con Salomonsson Agency.

© de la traducción: Laura Pascual, 2024.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: septiembre de 2024.

ref.: obdo369

isbn: 978-84-1132-831-9

aura digit • composición digital

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

ÍNDICE

Prólogo

1

2

3

1 La primera cacería

4

5

6

7

8

9

10

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2 El interrogatorio

3 La segunda cacería

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Epílogo

103

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106

107

108

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

prólogo

1

«Seguro que es una tía, joder», piensa mientras pisa el acelerador a fondo, adelanta al primer coche eléctrico y le dirige una mirada de odio al conductor. La peineta se la reserva para más tarde.

Uno tiene que elegir sus batallas.

El jefe de división Alf Stiernström se ha levantado con el pie izquierdo esta mañana de primavera. En realidad, hace mucho tiempo que se levanta con el pie izquierdo. El primer correo que leyó desde el móvil (con la cabeza hundida en la almohada y los ojos legañosos) era, precisamente, de su abogado, siempre tan madrugador.

Los madrugones son lo que más odia de este puesto, que por fin ha conseguido tras haberse tirado toda la vida luchando por él. Pero tiene que aceptar que la dirección del grupo de una de las grandes empresas líderes en Escandinavia necesita dar sus respuestas afirmativas de madrugada. Y no solo eso: también hay que considerarlas un signo de superioridad, como si ya hubieras cogido la delantera a tus competidores cuando estos se acaban de despertar. Es necesario estar en el campo de batalla antes que el enemigo, como ya constató el maestro del arte de la guerra Sun Tzu.

Stiernström trataba de empaparse de filosofía del liderazgo mientras leía el correo del abogado, pero, cuando entendió que su futura exmujer exigía aún más dinero, la filosofía se volatilizó. No ha hecho más que transigir y transigir, pero nada es suficiente. Esa arpía quiere apoderarse de todo lo que él ha conseguido.

El puto feminismo ha ido demasiado lejos.

Ahora, en la autopista a las afueras de Uppsala, Alf Stiernström ve a lo lejos cómo un coche eléctrico se dispone a adelantar a otro. Abre el regulador, deja que las nubes de diésel se dispersen sobre el ondulado campo de colza y le chupa las ruedas al abrazaárboles de delante. Observa con satisfacción cómo el imbécil vacila en su adelantamiento cuando acaba unos metros por delante de su elegante BMW. El coche eléctrico acelera con brusquedad y Stiernström ve cómo el friki que lo conduce, encima con pinta de inmigrante, se lanza aterrorizado delante del conductor del carril derecho, que apenas circula un poco más lento que él.

Stiernström sobrepasa al supuesto coche y le saca el dedo corazón demasiado tarde. Ya ha adelantado al coche, así que el conductor apenas podrá verlo, pero lo hace de todos modos.

Ha elegido su batalla.

Justo cuando está acelerando al máximo, se da cuenta de que el coche se comporta de forma extraña.

Los prismáticos capturan el momento exacto del adelantamiento. Desde arriba, los coches parecen estar torcidos, pero se aprecia con total claridad cómo el coche que circula por el carril izquierdo pierde el control justo después del adelantamiento, recorta la curva en el punto equivocado, empieza a arder antes de regresar al carril derecho y sale disparado hacia el ominoso campo de colza amarillo, atravesándolo como una bola de fuego.

Lo último que captan los prismáticos a través del parabrisas es el dedo corazón ardiendo como una antorcha.

Los prismáticos descienden, al igual que el disparador remoto.

El universo oye una profunda exhalación.

Ya ha empezado.

2

Es un hermoso día de primavera en el bosque primitivo. Los débiles rayos de sol se filtran tímidamente entre los altos troncos de los árboles. La pequeña laguna del bosque yace oscura y cristalina, como si escondiera el más turbio de los secretos. En el aire, que alberga todo tipo de hedores, pestes y olores, resuenan murmullos, gorjeos y zumbidos. Un rastro de melancolía atraviesa el bosque a medida que empieza a recobrar vida después del invierno.

Sabe que está condenado a morir.

A un lado de la laguna, el bosque se va dispersando hasta formar un claro. En el lindero hay un tupido matorral. Allí hay movimiento, un tipo de movimiento poco común para un matorral, pero ni siquiera cuando se hace evidente que se trata de una persona agachada se produce un contraste demasiado radical con la naturaleza circundante. No se debe únicamente al hecho de que el hombre lleve ropa color caqui, sino a que parece pertenecer por completo a este lugar. Este es su mundo.

Termina de arrancarse las canas y se enjuaga el rostro recién afeitado con agua de un cuenco de madera. A continuación, se levanta y se guarda el gran cuchillo de caza en la cinturilla de los pantalones. Parece rondar los cincuenta años; tiene un aspecto nervudo, arisco y curtido. Cuando levanta el rostro hacia el pálido cielo azul y olfatea el aire, queda claro que su bien entrenado sentido del olfato acaba de atrapar justo el olor que necesita captar.

Está agradecido porque no se trata otra vez de un oso, sino de al menos dos corzos que han caído en la trampa durante las últimas veinticuatro horas. Por suerte, ya ha retirado los explosivos.

Él también está a punto de retirarse. Ha tomado una decisión que le cambiará la vida. Ha sido fiel a sus convicciones hasta el final y ahora ha llegado el momento.

Ya ha empezado.

Sabe que ahora es importante que recuerde su propio nombre. En la naturaleza no ha tenido ninguno. En la naturaleza no existen los nombres, solo rastros de olor, sonidos característicos, cambios de comportamiento. Pero ha llegado el momento de recuperar su nombre y nadie pasará por alto.

Levanta los prismáticos y otea en dirección al agua. Allí no hay nada. Cuando se acerca a la laguna, con esa superficie que parece alquitrán, vuelve a tener un nombre.

Lukas Frisell.

Lo recuerda.

Ese nombre conlleva una civilización, una historia, una vida que debería haber sido diferente. Cierra la trampa vacía al borde del agua y la desata del árbol; trata de limpiar los restos de explosivos de los troncos, deja caer la trampa dentro del saco de arpillera y mira hacia la negra superficie del agua.

Debe regresar a las ruinas de la decadencia.

Igual que en su día se marchó para no regresar jamás.

Lukas Frisell se cuelga al hombro el saco de arpillera y recorre con la mirada el mundo del que se ha permitido formar parte durante todo este tiempo. La naturaleza lo acogió en su seno, lo hizo parte de ella.

Él le estará eternamente agradecido.

Acelera el paso para contener la melancolía, aunque sin mucho éxito. Ha llegado el momento de regresar a las ruinas para dar el siguiente paso implacable en la vida.

La naturaleza le hace compañía. Le da la impresión de que se estuviera despidiendo, como si quisiera asegurarse de que sabe lo que está haciendo. Se siente abrumado por la riqueza del planeta Tierra y, por un breve instante, cree que la naturaleza está tratando de detenerlo, de evitar que dé el drástico paso que él se siente obligado a dar.

Aquí, Lukas Frisell nunca ha estado solo. Durante todos estos años alejado de las personas, nunca se ha sentido solo de verdad.

Es necesario un ojo acostumbrado al bosque para discernir los leves contornos junto a la colina que tiene enfrente y reconocerlos como algo más que los constantes cambios de la naturaleza. No obstante, se trata de algo más. En el punto en el que la colina se convierte en un barranco, la vegetación adquiere una forma algo antinatural. Allí es hacia donde se dirige.

Hacia su casa.

Mientras se desliza ladera abajo, otra punzada de melancolía le atraviesa la curtida piel. Su morada, su escondite. Lo que durante tantos años ha sido el centro de su vida hasta que, finalmente, extrajo la única conclusión imaginable del cada vez más visible decaimiento del entorno.

Atraviesa sus extensos cultivos: verduras, hortalizas, hierbas... Todo está creciendo, todo vuelve a extenderse hacia el sol, pero este año dejará la cosecha a los animales.

Casi ha llegado hasta su morada, que tanto se ha esforzado por camuflar, cuando siente el golpe del instinto. Nota algo diferente. Agarra el pesado cuchillo de caza que le cuelga del cinturón y, entonces, lo ve: una inscripción reciente, recién tallada en el marco de su puerta.

Se trata de un círculo dentro de otro círculo.

Vuelve a dirigir sus ojos azul claro hacia el cielo y olfatea el aire. El único olor diferente se volatiliza tan rápido que no está seguro de si lo ha percibido en realidad. Es posible que fuera olor a castañas, pero no hay ningún castaño en las cercanías.

Una ráfaga de viento barre la porción de bosque de Lukas Frisell y levanta en un remolino las astillas de la puerta que hay en el suelo.

3

otoño de 2008

Bajo la tenue luz que cae sobre la mesa de interrogatorios se pueden distinguir dos personas. Las dos están sentadas en el mismo lado; no hay nadie frente a ellas. En la sala de vigilancia, tras el espejo unidireccional de la pared, tampoco hay ni un alma viviente.

Eva Nyman es inspectora de la Policía Nacional de Suecia y el ojito derecho de su jefe. Se pasa la mano por la inusualmente elegante ropa de marca y, cuando cruza la mirada con los ojos azul claro de su superior, puede ver con gran claridad cómo este trata de controlar su impaciencia.

La paciencia nunca ha sido el punto fuerte del comisario Lukas Frisell.

—¿Sabemos algo de Peter? —pregunta.

Eva Nyman sacude la cabeza y se encoge de hombros, haciendo ondear su abundante melena castaña.

—Había conseguido una pista. Dijo que daría señales de vida.

Frisell da un bufido. Asiente con la cabeza, se aparta el cabello medio rubio y golpea la mesa con el bolígrafo. Como siempre, se trata de un único caso. Este otoño de 2008, todo gira en torno a la chica secuestrada, Liselott Lindman: hace una semana, la prensa recibió una foto suya, atada en el suelo junto al periódico del día. Ya entonces era evidente que estaba escuálida y medio inconsciente. El perpetrador celebraba el primer mes de su secuestro enviando una foto reciente de su víctima a los medios de comunicación.

Lo peor de todo es que saben quién es. Están prácticamente seguros de que el hombre que hace un mes cometió el espectacular secuestro en plena calle es el exmarido de Liselott, Dick Lindman. El problema es que no saben dónde está.

Quien sí lo sabe, con toda probabilidad, es el mejor amigo de Dick, Robban Svärd, que ha sido detenido recientemente por delitos fiscales en las Maldivas. Pero se está haciendo de rogar. Este va a ser su segundo día en la sala de interrogatorios y se está resistiendo de un modo irritante.

—Hoy lo tenemos —dice Lukas Frisell, deja de dar golpes con el boli y empieza a hacer girar su alianza.

Eva Nyman observa el movimiento, consciente de todo lo que contiene, y coloca su móvil nuevo sobre la mesa.

No se parece a ningún otro móvil del año 2008. Se trata de un iPhone, que acaba de lanzarse en Suecia.

Al verlo, Frisell hace una mueca, deja caer las manos debajo de la mesa y se queda observando la inscripción en la madera junto al teléfono inteligente. Pronuncia mentalmente las tres iniciales grabadas: «L. B. R.». Libre. Puede que se trate de una visión grabada por un preso que aún no ha perdido toda esperanza, aunque a saber cómo diablos habrá conseguido meter algo tan afilado en la sala de interrogatorios.

Puede que eso fuera la libertad.

—Las nuevas tecnologías nos van a lavar el cerebro a todos —dice entonces.

—Es el futuro —responde Nyman—, tanto si nos gusta como si no.

Ninguno de los dos tiene ganas de discutir al respecto. Lo único que quieren es empezar el interrogatorio y utilizar las pistas recién obtenidas para encontrar a Liselott Lindman. Por el momento, están abandonados a su suerte.

—Ya sabes cómo empezó este caso —continúa Frisell.

Eva Nyman asiente con la cabeza. Sabe que todo empezó con Facebook. Liselott tenía identidad protegida, hasta que en la recién inaugurada red social apareció una foto de una fiesta en un jardín en la que se la veía de fondo. Dos días después, fue secuestrada en la calle en la que se encontraba su nueva vivienda ultrasecreta.

Eva Nyman se alegra de que esta vez no se produzca ninguna discusión. En los últimos tiempos, han acabado demasiadas veces en un callejón sin salida. Para ella, todo se resume en que Frisell es el jefe; él es quien decide. Sin embargo, no todos piensan de la misma manera. Peter, por ejemplo.

—¿Una pista, dices? —pregunta Frisell, leyéndole los pensamientos, algo que hace con excesiva frecuencia—. ¿Peter dijo que iba a dar señales de vida?

Nyman se encoge de hombros. Sabe que la cosa no se va a quedar ahí.

—No podemos confiar todo el trabajo policial a una tecnología que no ha sido probada y que viola la privacidad. Además, la triangulación es un método terriblemente inseguro que convierte a nuestros teléfonos móviles en soplones poco fiables. Nos estamos olvidando del trabajo de investigación tradicional, al mismo tiempo que nos alejamos de la naturaleza. Avanzamos por las ruinas de la decadencia y nos vamos alejando cada vez más de nuestros propios orígenes. Lo que resuelve los casos es el seguimiento de pistas y los interrogatorios, no los ordenadores y... este tipo de cosas... —Frisell señala con desprecio el flamante iPhone de Nyman—. Tú espera a que desarrollen todo su potencial —dice para terminar, y guarda silencio al oír unos conocidos pasos en el pasillo, fuera de la pequeña sala de interrogatorios.

La tensión aumenta de forma significativa. Los vigilantes de seguridad hacen entrar a Robban Svärd. En la comisura izquierda de su boca vuelve a percibirse esa sonrisa sarcástica. Su abogado entra detrás de él. Svärd se deja caer sobre la silla.

Se oye una clara y disonante señal de alarma, a la que siguen varios segundos de desconcierto. Lukas Frisell se da cuenta de que nunca había oído sonar un iPhone. En primer lugar, aquí dentro debería estar apagado.

Eva Nyman responde a la llamada.

—Eva Nyman... Joder, Peter, no puedes llamarme... ¿Qué?... Vale, espera un momento.

La reacción de Frisell no se hace esperar. Echa de allí a empujones a vigilantes, sospechosos y abogados armando un gran jaleo y cierra de nuevo la puerta. Nyman logra activar la función de altavoz del iPhone y vuelve a dejar el móvil sobre la mesa. La voz de Peter resuena en la sala. No suena del modo habitual y la información es exigua.

—Empieza por el principio —lo interrumpe Frisell con brusquedad.

Se oye claramente cómo Peter hace un par de inspiraciones profundas para tranquilizarse.

—Por fin hemos conseguido que piquen en la triangulación —explica.

Frisell se vuelve hacia Nyman frunciendo el ceño. Ella se limita a sacudir la cabeza. Claro que se imaginaba que Peter y su cuadrilla habían llevado a cabo una triangulación secreta a espaldas de Frisell, pero no lo sabía a ciencia cierta.

—Eso nos guio hasta una dirección a las afueras de Järna —continúa Peter—, una casa en las regiones salvajes. Entramos, pero allí no había nadie; al menos, nadie con teléfono móvil. Lo que había era un sótano y, cuando bajamos, vimos que se trataba de un suelo de tierra...

Lukas Frisell deja escapar un sonido inarticulado. Ya sabe lo que viene a continuación. En su fuero interno, Eva Nyman también lo sabe.

—Es tan pequeña... —dice Peter con voz débil—. Como un pajarillo. Un pequeño pajarillo amordazado.

Durante unos instantes, hay un silencio absoluto, un silencio de muerte, tanto en la sala de interrogatorios de la estación de policía de Estocolmo como en el sótano a las afueras de Järna. Entonces, Peter añade, con una voz más firme y un poco más furiosa:

—Todavía está caliente, Frisell. Si hubiéramos empezado un poco antes con la triangulación...

Eva Nyman se abalanza sobre el móvil y corta la llamada, pero es demasiado tarde: Frisell también lo ha oído.

—Si hubiéramos empezado un poco antes con la triangulación —dice con voz monótona—, ahora Liselott Lindman seguiría viva.

Su voz no es más que un susurro. Mira fijamente las letras grabadas que tiene delante.

L. B. R. Libre.

Nyman se acerca a él con cautela y trata de rodearlo con un brazo, pero él le aparta el brazo, sin agresividad alguna. Entonces, vuelve a sonar el teléfono. Una foto permanece visible durante un rato en la pantalla hasta que Nyman consigue ocultarla.

Liselott Lindman muerta realmente parece un pajarillo.

Con los ojos cerrados, Lukas Frisell susurra:

—Creo que no debería estar aquí.

1la primera cacería

4

Cada vez que dobla la esquina de Odengatan con Dalagatan, levanta la mirada hacia la ventana de Astrid Lindgren. El hecho de que fuera allí donde se sentaba a escribir sus clásicos libros infantiles confiere un aura de creatividad a todo el vecindario. De vez en cuando, Jesper Sahlgren incluso considera que su propio escritorio, con vistas a Vasaparken, es el centro creativo del barrio. Esta es una de esas ocasiones. La campaña de primavera de la agencia ya está causando furor en el mundo sueco de la publicidad.

Esta es la campaña que ha hecho que Jesper Sahlgren se levante a una hora insólitamente temprana esta mañana de domingo de mayo, que haya dejado a su familia durmiendo en Täbyvilla y se metiera en el Tesla para ir conduciendo hasta un Estocolmo que da la impresión de estar sumido en el abandono, incluso ahora que el reloj marca las 6:23. Por otra parte, esto le permite la libertad de aparcar el coche en el lado izquierdo de la calle, en sentido contrario al tráfico. Cruza la puerta con el iPad Pro a todo volumen, sube un par de escalones y llega a la robusta puerta en la que unas letras modernas y angulosas indican «A Dos Velas» y, con algo menos de estilo: «Puede que esta no sea tu agencia». Recuerda el momento en el que presentó el eslogan ante la junta directiva. También recuerda el momento exacto en el que las caras de desprecio se tornaron en gestos de perspicacia.

Sahlgren teclea el código, mira fijamente al lector de iris y espera que el mensaje de texto que recibió ayer sea veraz, que la chica para todo de la agencia, como quiera que se llame, realmente fuera a trabajar el sábado desde Vallentuna o desde Märsta, o desde donde quiera que viva, y que recogiera el paquete con los impresos de prueba.

Cuando, finalmente, la puerta blindada se abre, Sahlgren es incapaz de seguir conteniéndose. Mientras se desliza por la familiar oficina panorámica (sigue recordando lo mucho que la echó de menos durante la pandemia), deja que el iPad le muestre la serie completa de las fantásticas fotografías de todos los líderes de partido de clase media junto a los surtidores de gasolina.

Apenas puede aguantarse para ver la campaña impresa.

Ventana tras ventana, aunque sin mirar hacia el exterior, atraviesa la oficina hacia Vasaparken. A excepción de un leve movimiento, quizá una sombra, junto al árbol más próximo a la carretera, el mundo parece seguir deshabitado.

Jesper Sahlgren llega a su puesto de trabajo. El suspiro de alivio resuena por toda la oficina panorámica cuando ve el paquete de forma cilíndrica sobre el escritorio.

Se permite prolongar un poco el momento. Fija la mirada en su robusto reloj de pulsera, que marca las 6:28.

Estuvo en la cola durante veinticuatro horas para hacerse con un auténtico Omega Speedmaster Moonwatch Titanium, el que quizá sea el reloj más resistente del mundo. Se trata de la versión de titanio del reloj que en su día rodeaba la muñeca de Neil Armstrong cuando puso el pie en la superficie de la Luna.

«Un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad», piensa Jesper Sahlgren y se dispone a abrir el paquete con forma de cilindro.

Cuando los prismáticos captan movimiento detrás de la ventana, la sombra se oculta detrás del árbol. Al amparo del árbol.

Los prismáticos descienden.

El universo oye una profunda exhalación seguida de una sorda explosión y el ruido distorsionado del cristal roto sacude la solitaria mañana. Una figura flota por el aire como si de un astronauta se tratase y aterriza pesadamente sobre el césped de Vasaparken.

En el jardín de Vasaparken.

La sombra se aleja del árbol en completo silencio. Sobre la hierba yace algo amorfo, un humeante y deformado montón de carne negra.

Lo único que recuerda que era una persona es un obstinado reloj de pulsera que sigue haciendo tictac. Son las 6:29.

Junto a la raíz del árbol hay un montón de astillas frescas.

5

Mientras se dirige hacia la pila del correo del día, la comisaria Eva Nyman le dirige una rápida mirada al espejo gustaviano, la joya de la corona en su intento por adecentar su lúgubre despacho. La mirada acaba demorándose un poco.

Eva Nyman no es una persona que cuente demasiado sobre sí misma. Lo tomó por costumbre hace ya quince años, cuando le salpicó toda la mierda. Es consciente de que es un enigma para la mayoría de sus subordinados, que apenas saben de ella que ronda los cincuenta años. Lo cierto es que ni siquiera a su única amiga de verdad le ha mencionado el motivo por el que el cabello se le ha llenado de canas de forma repentina.

Sin embargo, ella lo sabe. No era su intención cortar el contacto. No era la intención del cosmos. Sus caminos no tenían que haberse separado. La naturaleza protesta.

Ella es consciente de todo esto. Aun así, se detiene frente al espejo.

¿En serio ya se le ha vuelto gris la mitad del cabello?

Sigue el surco de las arrugas, que le dan un carácter innecesariamente adusto, hasta llegar al cabello junto a las sienes. Se estira un poco e inclina la cabeza en distintos ángulos para verlo mejor. Por supuesto que sí: unas partes grises, otras marrones.

Se echa a reír y se dirige a su anticuado escritorio. Se pasa las manos por la elegante y bien combinada ropa, se acomoda frente a la mesa, se pone las gafas de lectura y exhala un suspiro antes de empezar con la pila de cartas. Le resulta curioso que lleguen tantas. ¿Acaso no vivimos en la era digital?

Entre el correo encuentra un sobre que parece confirmar sus pensamientos. La dirección está escrita a máquina, a la antigua usanza: «Comisaria Eva Nyman, NOA, Comisaría de Policía, Estocolmo». Se dice a sí misma en voz alta:

—Como un saludo de otra época.

Abre el sobre con un abrecartas y saca una carta escrita frenéticamente a máquina. Suspira profundamente y echa un vistazo al texto.

Las fuerzas del orden reciben demasiadas cartas de querulantes. Es evidente que enviar un correo electrónico no satisface la necesidad del mismo modo; puede que tenga algo que ver con la artesanía del propio trabajo manual, del trabajo físico.

Algunos fragmentos del texto la dejan embelesada: «Es hora de dejar que la santa ira arrase la tierra podrida en la que un día vivió el ser humano». «El mínimo estallido ya ha despedazado al hombre de acero sobre el mar amarillo». «Debemos visibilizar a los culpables, al otro lado de las ruinas de la decadencia». La carta está sorprendentemente bien escrita, pero eso no es suficiente para evitar que vaya a parar directamente a la papelera.

Eva Nyman tiene mejores cosas que hacer.

Aunque, si ha de ser sincera, lo cierto es que no las tiene. Su grupo y ella se encuentran «entre misiones». Claro que aún quedan algunos cabos sueltos, pero no pasará mucho tiempo hasta que se lleven a los pocos policías que le quedan para nuevas misiones en la otra punta (o incluso fuera) del Departamento Nacional de Operaciones de la Policía sueca, más conocido como NOA.

El martes sigue estando dominado por la gran noticia del domingo: la explosión, el hombre quemado cuyos restos han quedado esparcidos por el césped de Vasaparken. Eva Nyman ha visto las fotos. Es un caso para la policía de Estocolmo. Un caso importante, envidiable; una noticia de ámbito nacional que ha traspasado fronteras.

¿Por qué querría alguien hacer explotar una agencia de publicidad? Un domingo por la mañana, para más inri.

Sacude la cabeza y sigue ojeando los últimos delitos del mes, mientras siente que algo la carcome por dentro. No tiene la menor idea de qué se trata, más que la sensación de que algo se le ha pasado por alto.

Entonces, se topa con una actualización policial. Es cierto que se efectuó hace más de veinticuatro horas, pero la diferencia con la descripción del suceso es bastante grande. Un depósito de gasolina que, al parecer, tenía una fuga, tras una investigación más precisa del Centro Forense Nacional ha resultado ser un artefacto explosivo.

Eva Nyman está a punto de dejar pasar el caso, pero se detiene. Hay un detalle.

Un campo de colza. Un terreno amarillo.

Eso hace que suenen algunas campanas en la distancia.

Se queda sentada durante unos instantes. El campo de colza. El mar amarillo. El hombre de acero.

¿Quién era la víctima? Un jefe de división de la empresa de acero SSAB, que circulaba a toda velocidad por la autopista de Uppsala, explotó y salió disparado hacia un campo de colza en el que su coche fue consumido por las llamas.

¿Y qué? Los delitos reales suelen ser objeto de las fantasías de frustración de los querulantes. ¿Por qué iba a tener que significar algo?

Eva Nyman se queda un rato sentada.

Entonces, se inclina con desgana y tira de la papelera. Aunque ya ha llenado de huellas dactilares tanto el sobre como la carta, vuelve a cogerlos con el mayor de los cuidados y los coloca sobre el escritorio.

El mensaje escrito a máquina tiene un estilo intenso, denso, y está ceñido a los bordes del folio; cuando el texto termina, se repite de forma incesante hasta llenar por completo toda la cara del papel. La otra cara está vacía. El texto dice así:

Tened cuidado, descendientes tardíos del Homo sapiens. Es hora de dejar que la santa ira arrase la tierra podrida en la que un día vivió el ser humano. Pronto los rayos del sol dejarán de alcanzar a los inánimes entre las ruinas de la decadencia. Ya ha empezado. El reloj no puede seguir funcionando por sí mismo: hay que hacerlo avanzar con violencia. Es necesario quitar los frenos para que podamos sobrevivir. El mínimo estallido ya ha despedazado al hombre de acero sobre el mar amarillo. En el momento de escribir estas líneas, el embustero cae en picado sobre la tumba verde del parque. El salón del infierno no tardará en llenarse de terror. Esto es solo el principio. La recuperación acaba de empezar; debemos visibilizar a los culpables, al otro lado de las ruinas de la decadencia. Tened cuidado, descendientes tardíos del Homo sapiens...

La comisaria Eva Nyman se coloca las gafas sobre el canoso cabello castaño y se queda sentada con la carta delante.

Está mejor escrita de lo que le había parecido tras el primer vistazo rápido; es una especie de dramatización, entre amenazadora y apocalíptica, del típico debate sobre el clima. «Estamos viviendo los últimos días, el reloj no puede seguir funcionando por sí mismo, hay que hacerlo avanzar con violencia». Aunque parece que a eso le sigue una críptica relación del atentado cometido recientemente. Lo que despedazó al «hombre de acero» sobre el campo de colza fue una bomba. También fue una bomba lo que lanzó al «embustero», el publicista, hacia la tumba verde de Vasaparken y lo mismo parece que sucederá con el «salón del infierno».

En el futuro.

Sin embargo, la carta contiene otra marca temporal que ahora mismo le resulta más interesante: «En el momento de escribir estas líneas».

Eva Nyman aparta un poco la carta para centrarse en el sobre. Observa el código de barras estampado en el papel, levanta el auricular y marca un número. Mientras espera a que responda alguien del servicio de mensajería de Postnord, piensa en dos cosas.

¿Por qué diablos le han dirigido esta carta personalmente a ella? ¿Cómo puede tratarse de algo personal?

La otra cosa en la que piensa es una expresión del texto que, de algún modo, está relacionada con la primera cuestión.

«Las ruinas de la decadencia».

6

El jefe del NOA, el Departamento Nacional de Operaciones de la Policía sueca, se encuentra en su no especialmente majestuoso despacho y levanta la mirada con expresión ceñuda. Sacude la carta, que está dentro de una carpeta de plástico transparente, y dice:

—Este texto es una auténtica locura.

La comisaria Eva Nyman está sentada frente a él, tratando de desengancharse con disimulo las gafas del pelo. Responde con una pregunta.

—¿Se había establecido ya alguna relación entre estas dos explosiones?

El jefe del NOA hace una mueca y sacude lentamente la cabeza.

—No —reconoce, al fin—, pero cualquier chiflado puede conectar dos crímenes que los medios han hecho públicos. Sobre todo, si al menos uno de ellos ha sido un caso espectacular.

Nyman interrumpe de nuevo su pelea con las gafas.

—El código —dice mientras intenta comprobar que no se nota que ahora las gafas le cuelgan del pelo.

El jefe del NOA la mira fijamente. Ella señala con el dedo y dice:

—La otra carpeta de plástico, Peter.

Él coge la otra carpeta y le echa una ojeada al sobre a través de la cubierta de plástico.

—Ahí hay un código de barras —indica Nyman—. Es la versión moderna de Postnord de un matasellos. Hoy es martes y el código impreso a máquina en el sobre indica que la carta se envió el viernes.

El jefe del NOA asiente con la cabeza y suelta un profundo suspiro.

—Y al publicista de Vasaparken no lo hicieron estallar hasta el domingo por la mañana.

Se observan el uno al otro durante unos instantes, con mutuo respeto y escepticismo. Es Eva Nyman quien rompe el silencio.

—El redactor de la carta no solo menciona dos atentados con dos muertes, una de las cuales todavía no se había producido, sino que también hace referencia a una atrocidad futura: el salón del infierno que se llenará de terror.

El jefe del NOA sacude la cabeza.

—De todos modos, no estoy muy convencido.

—La compañía de acero SSAB puede considerarse el peor enemigo del clima en Suecia, según se mire, y la agencia de publicidad A Dos Velas acaba de darle los últimos retoques a una campaña de publicidad nacional para la industria del petróleo, con varios líderes de partidos posando sonrientes junto a surtidores de gasolina. En el peor de los casos, nuestro remitente podría no ser más que un salvaje crítico de la civilización, como el Unabomber de Estados Unidos. Incluso podría tratarse de un grupo de extremistas climáticos.

Eva Nyman no tiene ninguna intención de suplicar. Está dispuesta a discutir, a defender su punto de vista hasta la tumba, pero no a suplicar. Lo que sea menos suplicar. No a Peter.

Él arruga la frente y da unos golpecitos con el boli.

—Lo que yo me pregunto es por qué la carta está dirigida de forma tan inequívoca a ti, Eva. ¿Existe una conexión personal?

Eva Nyman estaba esperando esta pregunta. Quiere posponerla, al menos hasta confirmar que tiene asegurado el caso, pero ¿cómo puede responder sin mentir, sin que sus palabras supongan una declaración que pueda volverse en su contra y atacarla por la espalda?

—La he buscado —dice Eva—, pero lo cierto es que no encuentro ninguna.

El jefe del NOA asiente con la cabeza y hace una mueca. Su rostro se relaja.

—No encuentro argumentos suficientes para quitarle el caso a la policía de la zona correspondiente —explica—. Tal como están las cosas, no puedo convocarlos.

Eva Nyman tiene toda una serie de argumentos en la punta de la lengua, pero permanece a la espera. Su jefe no parece haber terminado de hablar.

—Sin embargo —dice él con mucha seguridad—, quizá merezca la pena hacer un seguimiento de esta posible pista terrorista en concreto.

Nyman se queda completamente inmóvil.

Finalmente, el jefe del NOA continúa:

—En estos momentos, tu grupo está relativamente ocioso y cada uno va por su lado. Tienes permiso para reunirlos y seguir la pista del activismo hasta el final... Lo que implica que también tendréis un nombre oficial, que se te comunicará después de la reunión de la jefatura de hoy. Eso sí, ni una sola palabra sobre terrorismo o sobre activismo ante el público. No podemos permitirnos ni pensar en ningún tipo de terrorismo climático a menos que esté confirmado al cien por cien. ¿Queda claro?

Nyman asiente con la cabeza. El jefe del NOA fija la mirada en sus ojos castaños y le sostiene la mirada durante un buen rato antes de continuar.

—Aunque no sé si eres capaz de asumir una tarea de supervisión en este momento, Eva, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado.

Nyman cierra los ojos, embargada por una inesperada sensación de alegría, y dice con toda la seriedad de la que es capaz:

—Estoy completamente segura de que soy capaz de asumirla.

Cuando vuelve a abrir los ojos, la mirada del jefe del NOA sigue clavada en ella. Parece que esté intentando leer la verdad en lo más profundo de su interior. Al fin, hace una breve señal con la cabeza.

—Bien —dice—. En ese caso, tu grupo puede seguir la pista, Eva. Pero con discreción. Tratad de no interferir en la auténtica investigación.

Nyman intenta mantener el rostro serio mientras se levanta con toda la firmeza posible.

El jefe del NOA la detiene y le dice:

—Pero tienes que hacer algo con esas gafas.

Eva camufla la risa con una tos y se queda de pie junto a la puerta. A pesar de todo, hay una expresión que se muere de ganas por pronunciar.

«Las ruinas de la decadencia».

Sin embargo, consigue contenerse; sería una estupidez dispararse al pie precisamente ahora.

Ya encontrará la manera de resolverlo.

«A puerta cerrada», piensa y cierra la puerta al salir.

7

La comisaria Eva Nyman está sentada en el estrado al frente del salón de actos al que, por algún extraño motivo, llaman la sala de espera. Está esperando a su grupo, que en estos momentos está bajo mínimos: por el momento, se compone de cero personas.

Lo lógico sería que se tratase de una sala en la que la gente espera. Al personal, por supuesto, aunque quizá también la jubilación, la muerte, o una carrera profesional que se ha quedado estancada. Lingüísticamente, también cabría la posibilidad de que fuera la propia sala la que esperase. La sala que espera. La sala que, a pesar de su miserable estado de salud, se ve obligada a esperar por toda la eternidad.

En medio del torrente de pensamientos filosóficos de Eva Nyman, aparece Annika Stolt (a quien todo el mundo llama, simple y llanamente, Ankan, «el pato») y mira con asombro a su alrededor. No suele ser la primera en llegar. Por una parte, Nyman está segura de que la enérgica policía rubia, que siempre parece llevar puesto el uniforme, se ha recuperado sorprendentemente bien tras los traumáticos acontecimientos del año pasado. No sabe con exactitud qué es lo que ha hecho Ankan, pero, desde hace un mes, ha adquirido un nuevo brillo.

«¿Un brillo?», piensa Nyman y sonríe para sus adentros. Puede que ella también acabe de adquirir un nuevo brillo, porque, cuando Shabir Sarwani entra en la sala, se queda mirando fijamente a su jefa durante más tiempo de lo habitual. Aunque, por otra parte, es posible que el móvil perpetuo del grupo, siempre tan observador, simplemente haya notado algo anómalo en el peinado de Eva Nyman, en la zona justo por encima del flequillo, donde al final había tenido que cortar un mechón de pelo para poder quitarse las gafas de lectura.

Entonces, llega Anton Lindberg, arrastrando consigo el nubarrón que últimamente lo sigue de forma habitual. El fornido padre de familia se sienta y, como de costumbre, trata de colocarse el siempre demasiado largo e indómito cabello castaño claro.

Mientras Eva Nyman espera al último miembro del grupo, su pensamiento retorna una vez más a la expresión «las ruinas de la decadencia». Lo más seguro es que se trate de una casualidad. Sin pruebas concretas, es la única conclusión a la que se puede llegar. Claro que existe el riesgo de que se esté obsesionando con ello, al igual que existe el riesgo adicional de que esa fijación interfiera en la «auténtica investigación».

Cuando, finalmente, una mujer atlética de pelo rapado y con ropa algo holgada entra en la sala de espera, Nyman todavía no ha decidido qué va a hacer.

Sonja Ryd la saluda con un breve movimiento de cabeza y toma asiento entre Ankan y Sarwani. «Por suerte, hoy parece estar en buena forma», piensa Nyman, mientras se deja sorprender una vez más por la peculiar combinación entre el entrenamiento disciplinado y..., bueno, lo otro. El modo en que Sonja Ryd ha conseguido superar su pasado en las investigaciones de los peores delitos sexuales imaginables.

Eva Nyman intenta capturar la reacción del grupo, observar su entusiasmo cuando oigan la noticia.

—Hace ya tiempo desde la última vez que estuvimos aquí —empieza, se levanta y rodea el estrado—. Hace ya tiempo desde nuestro último caso de verdad, como grupo. Ahora volvemos a estar cerca de un caso muy sonado del que los medios se harán eco largo y tendido.

Todas las miradas están clavadas en ella. Con gran atención, sin distracciones. Con los oídos alerta. Expectantes. Bien.

—¿Estamos cerca de un caso? —pregunta Sonja Ryd al fin.

—Estamos siguiendo una pista que hay entre dos casos, y que podrían ser tres —responde Nyman, tal como tenía preparado—. Y, si resultan ser tres casos, serán uno solo.

—Suena como un acertijo un poco torpe —dice Ryd.

—Vamos a investigar si tenemos un hombre bomba en activo en Estocolmo en estos momentos —puntualiza Nyman—. Incluso es posible que se trate de un grupo terrorista con motivos climáticos.

—¿Estamos hablando de Vasaparken? —pregunta Anton Lindberg—. ¿Eso no le corresponde a la policía de Estocolmo?

—El caso es suyo —responde Nyman—, pero no el aspecto terrorista. Tenemos que ser muy discretos con esto. Vamos a investigar si es posible relacionar el suceso de Vasaparken con un caso bastante menos sonado que ya hace un tiempo se descartó como accidente de tráfico. Una semana antes de que la bomba lanzara por la ventana de Dalagatan a Jesper Sahlgren, de treinta y siete años, explotó un BMW en la E4, a las afueras de Uppsala, con el jefe de división de la compañía de acero SSAB a bordo, Alf Stiernström, de sesenta años. Además, vamos a investigar si hay algo sustancial en una amenaza sobre un atentado. Y, por si fuera poco, hemos recibido un nombre oficial.

—¿Un nombre? —exclama Ankan.

—Abreviando: ahora somos el grupo Nova.

—Pero ¿qué cojones? —interviene Anton Lindberg—. ¿Qué tomadura de pelo es esta? El puto soporte informático se llama Nova.

—Ya lo sé —admite Nyman—. Tenemos el honor de llevar el mismo nombre que nuestro sistema de incidencias. Sin embargo, lo que realmente importa es que nos vamos a constituir como un grupo oficial, por lo que será más difícil que nos despidan.

—Nova dentro del NOA —dice Sarwani con un resoplido.

Durante unos instantes, se hace el silencio en la sala de espera.

—Has dicho «motivos climáticos» —recuerda Sonja Ryd—. ¿Acaso hemos recibido algún tipo de manifiesto?

Nyman observa a Ryd. En este preciso momento, se da cuenta de que la necesita. Ryd a la cabeza.

A ver cómo lo hace.

—No sé si se puede considerar directamente un manifiesto —dice Nyman, tecleando en el ordenador portátil que tiene delante. La carta aparece proyectada en la pared a sus espaldas. Nyman lee en voz alta.

Tened cuidado, descendientes tardíos del Homo sapiens. Es hora de dejar que la santa ira arrase la tierra podrida en la que un día vivió el ser humano. Pronto los rayos del sol dejarán de alcanzar a los inánimes entre las ruinas de la decadencia. Ya ha empezado. El reloj no puede seguir funcionando por sí mismo: hay que hacerlo avanzar con violencia. Es necesario quitar los frenos para que podamos sobrevivir. El mínimo estallido ya ha despedazado al hombre de acero sobre el mar amarillo. En el momento de la redacción, el embustero cae en picado sobre la tumba verde del parque. El salón del infierno no tardará en llenarse de terror. Esto es solo el principio. La recuperación acaba de empezar; debemos visibilizar a los culpables, al otro lado de las ruinas de la decadencia. Tened cuidado, descendientes tardíos del Homo sapiens...

Cuando se apaga la voz de Eva Nyman, un silencio sepulcral se extiende por la sala de espera. Resulta difícil saber por dónde empezar. Nyman decide romper el silencio.

—La carta me la enviaron a mí personalmente, aquí, al NOA.

—¿Tienes alguna idea de por qué? —pregunta Shabir Sarwani.

—No, la verdad es que no. Bueno, ¿qué me decís del contenido de la carta?

—Es muy literaria —responde Sonja Ryd—. Quien la haya escrito es una persona culta.

—Un loco de remate con buen vocabulario —replica Anton Lindberg.

—Parece que su convicción es auténtica —opina Ankan.

—Se puede interpretar que las víctimas son criminales climáticos —constata Sarwani—. ¿Creéis que pudiera tratarse de una especie de Unabomber? Un idealismo distorsionado.

—También puede tratarse de un pobre chiflado, sin más —propone Lindberg.

—Bien —repone Eva Nyman—. Me alegra ver vuestro entusiasmo. Por supuesto, la cuestión fundamental es cómo han llegado las bombas al coche de Alf Stiernström y a la oficina de Jesper Sahlgren. Si descubrimos el cómo, descubriremos el quién.

—Supongo que nuestra máxima prioridad debería ser encontrar el «salón del infierno», ¿no? —Ryd señala el texto a espaldas de Nyman y continúa—: «El salón del infierno no tardará en llenarse de terror». Si vamos a creernos lo que pone ahí, «no tardará» significa que no disponemos de mucho tiempo. Entre los dos primeros casos pasó una semana, ¿no? Puede que ahora sea menos tiempo.

—Putos acertijos —gruñe Lindberg—. ¿Qué cojones es un salón del infierno? ¿Se refieren a esta sala? ¿La sala de espera es el salón del infierno?

El grupo irrumpe en carcajadas.

—¿Creéis que es posible detener algo expresado de un modo tan vago? —pregunta Sarwani.

—Vamos a hacer todo lo posible —dice Eva Nyman—. Antes que nada, tenemos que crear una visión de conjunto lo más completa posible. Vamos a empezar hablando con los investigadores activos y los técnicos forenses. De ese modo, podremos saber cuanto antes si nos encontramos ante posibles terroristas. Por lo tanto, Nova hará hoy todo lo que pueda con el siguiente reparto de tareas: Anton se encargará del BMW y del jefe de división despedazado, Ankan se encargará de Vasaparken y del publicista a la parrilla, Shabir se encargará del impreciso «salón del infierno».

En mitad del profundo suspiro de Shabir Sarwani, Eva Nyman toma su determinación y concluye:

—Y Sonja vendrá conmigo.

8

Eva Nyman y Sonja Ryd entran en el despacho de Nyman. Ryd se dirige de inmediato al tresillo situado junto a la ventana, se deja caer en el sofá, se recuesta hacia atrás y mira a su alrededor.

—Tienes buen ojo para la decoración.

Nyman se echa a reír y se sienta en el sillón que está frente a ella.

—Puede considerarse un desafío —dice y golpea con la mano el tapizado de tela beis.

Las dispares amigas cruzan la mirada. Así es como se han sentado desde que Nyman fue nombrada comisaria, en este espacio aislado de confianza mutua y seguridad entre la elegante comisaria y la desgarbada inspectora. Un espacio en el que pueden decirlo todo, en el que no existen las habituales jerarquías. Nyman ronda los cincuenta años y Ryd tiene algunos menos, pero esa diferencia también desaparece aquí dentro. Por una vez, Eva Nyman no es un enigma, ni siquiera para sí misma.

—¿Solo quieres comprobar qué tal estoy o realmente tienes una misión secreta para mí? —pregunta Sonja Ryd sin dejar de frotarse el pelo rapado.

—Una cosa no excluye la otra —responde Nyman—. Aunque misión secreta es mucho decir. Extraoficial, a lo sumo. Pero sabes que también tengo que comprobar cómo estás. ¿Cómo diablos te mantienes tan en forma?

Los ojos azul claro de Sonja Ryd se vuelven más serios.

—Una adicción por otra —responde—. Cuando me entran las ganas por la noche, tengo que entrenar. La otra opción es darme a la bebida. Pero, oye, cuéntame qué es eso tan secreto.

—¿Solo por la noche, o qué?

—En lo que respecta a entrenar, puede que incluso más por la mañana, cuando se ha acumulado toda la ansiedad de la noche. Pero ya sabes que eso no afecta a mi trabajo.

Nyman hace una mueca, lo que hace que Ryd se incline hacia delante y diga:

—En lo profesional, tú has tenido peores meteduras de pata que yo, Eva.

Nyman consolida su mueca.

—«Las ruinas de la decadencia» —dice.

Ryd asiente con la cabeza; Nyman percibe su agudeza.

—Dos veces —dice Ryd—. Es la única repetición en toda la carta.

—Me imaginaba que te darías cuenta. Se trata de una expresión muy especial. Y tú tienes un ojo muy especial, Sonja. ¿Te he hablado de mi primera experiencia como comisaria?

—No lo suficiente.

—Tenía un jefe que me enseñó todo lo que sé. Sigue siendo el mejor policía con el que he trabajado nunca. Odiaba el desarrollo tecnológico con todas sus fuerzas. Veía los riesgos antes que la mayoría de nosotros. Pero llevó sus convicciones demasiado lejos: se negó a hacer una triangulación para salvar a la víctima de un secuestro y eso supuso su muerte. Una muerte bastante horrible. Y el asesino sigue en libertad.

—Estamos hablando de Liselott Lindman, ¿verdad? —pregunta Sonja Ryd con asombro—. Ese caso es un clásico. No tenía ni idea de que habías estado involucrada.

—La jefatura policial dio el caso por cerrado y el grupo fue dispersado.

—¿Qué pasó con tu jefe?

—No continuó en el cuerpo.

—¿Y qué tiene que ver él con todo esto?

Nyman suspira profundamente.

—Era un friki de la naturaleza y un activista climático. Su expresión favorita era «las ruinas de la decadencia»: así era como designaba a la podrida época actual.

—¡Hostias! —exclama Ryd.

—Es obvio que el uso de «las ruinas de la decadencia» en dos ocasiones es algo muy vago para justificar una investigación específica, pero nunca he oído a ninguna otra persona utilizar esa expresión. Esa carta refleja su forma de hablar. Además, él es el tipo de persona que encajaría en todo esto.

—En ese caso, necesito que me cuentes todo lo que recuerdes de él. Pero, antes que nada, ¿por qué iba a mandarte su manifiesto, o como cojones quieras llamarlo, precisamente a ti? ¿Teníais una relación tan cercana?

—Yo era su mano derecha.

—¿Y hacías el trabajo típico de la mano derecha de los tíos? No me jodas, Eva. ¿Te lo follabas?

Nyman se aclara la garganta y se dispone a explicar.

—Estaba casado y era un policía entregado a su trabajo que procedía de un entorno complicado. Todo apuntaba a que acabaría teniendo una carrera delictiva, hasta que su amor por la naturaleza lo salvó. Su amor por la naturaleza y un policía obstinado al que conoció en el correccional de menores y que le dio la murga hasta hacerlo entrar en vereda. Se metió en alguna escuela de conservación de la naturaleza, no recuerdo exactamente cuál, pero la dejó para hacerse policía. Llamó a su contacto policial y él lo engatusó para que entrara en la academia de policía y se convirtió en su mentor.

—Me da la impresión de que se trata de dos personas con las que debería hablar. Pero ¿qué pasó con él después de la hecatombe del secuestro? ¿Dónde está ahora?

—No tengo ni la menor idea. Nos distanciamos y él volvió a esa escuela de conservación de la naturaleza. Más tarde, oí que se había hecho preparacionista o algo así. Lo busqué en Google: no aparecía por ninguna parte, pero tampoco está registrado como fallecido.

—¿Preparacionista? ¿En serio? ¿En plan survivalista, que vive en el bosque sin agua ni electricidad? ¿Practica la supervivencia? ¿Desconfía de toda civilización?

—No es más que un rumor. Trata de averiguar todo lo que puedas. Empieza por esos dos en los que ya habías pensado: el antiguo mentor de Frisell, Edward Rasmusson, un comisario ya retirado con un alcance legendario en los correccionales de menores, y la exmujer, Nina Strömblad. Actúa con discreción.

—¿También ante el grupo, dices? ¿Con... el grupo Nova?

Nyman hace una mueca, una mueca fruto de la indecisión.

—Al menos al principio —responde—. Si se trata de un cabo suelto, lo olvidaremos sin más.

Se producen unos instantes de silencio. Sonja Ryd vuelve a observar el pequeño pero elegante despacho.

—Voy a encontrar a tu antiguo jefe —afirma Ryd al fin—, aunque sea para averiguar qué coño había entre vosotros. ¿Por qué te escribe esto a ti personalmente, Eva? No vamos a poder evitar esta pregunta.

Eva Nyman suelta un suspiro. Finalmente, dice:

—Creo que Lukas Frisell quiere que le dé caza.

9

Shabir Sarwani llegó a Suecia como menor no acompañado en una de las olas de refugiados afganos y lo fueron pasando de un lado a otro entre familias de acogida a cada cual más inadecuada (algunas islamistas, otras solo avariciosas). La conclusión que extrajo de la experiencia fue que debía convertirse en sueco lo antes posible.

Mentiría si dijera que durante su proyecto no se topó con unos cuantos obstáculos, pero, cuando inició sus estudios en el centro de formación policial en la Universidad de Umeå, obtuvo la máxima nota en todas las asignaturas. Según varios historiadores de la policía independientes, nunca antes en Suecia había sucedido tal cosa.

Sin embargo, cuando Sarwani celebró su trigésimo cumpleaños la semana pasada, no hubo un solo sueco de pura cepa entre los invitados. Con el mayor de los secretos, ha hecho que su misión en la vida sea ayudar a jóvenes descarriados a que vuelvan por el buen camino, hablar con ellos en su propio idioma justo antes de que caigan en las redes criminales de las zonas vulnerables. Al fin y al cabo, él mismo había acabado yendo a parar a una zona vulnerable en el seno de una familia funcional, donde había recibido una buena educación y un tiempo de ocio constructivo. Es cierto que fueron otros tiempos, pero mantiene su convicción de que de Rinkeby pueden salir ciudadanos destacables. Por consiguiente, celebró su trigésimo cumpleaños con estos jóvenes.

Claro que Sarwani no debería estar pensando en estas cosas ahora que se encuentra aquí sentado, completamente solo, en la oficina panorámica de lo que ahora es el grupo Nova, pero tampoco resulta sencillo mantener la concentración mientras todos los demás están ahí fuera con tareas de verdad, tareas de campo. En lo que debería estar pensando es en el salón del infierno.

Ese espacio que no tardará en llenarse de terror.

Es una auténtica tarea de mierda. Aunque puede que sea una tarea de mierda muy importante.

Si acaba resultando que se encuentran ante un caso real.

Decide empezar por el principio: ¿qué caracteriza al infierno y qué caracteriza a un salón? En el infierno hace calor, ahí es donde castigan a los malos, pero ¿qué es realmente un salón? ¿Un local grande y abierto? ¿Una sala de conciertos, un salón de actos, un salón comedor? ¿Una sala de espera que se llenará de terror, convirtiéndose así en un salón del infierno?

Los pensamientos de Sarwani fluyen hasta los grandes salones de Estocolmo: piensa en el ayuntamiento, piensa en el Grand Hotel, piensa en el Palacio del Príncipe Heredero, incluso piensa en el Palacio Real de Estocolmo. Su mente se pierde entre el esplendor y el lujo suecos antes de toparse con un problema.

¿Realmente es eso lo que dice la carta? ¿Se trata de una cronología? Primero, un salón de fiestas; después, un salón del infierno. ¿No sería más lógico que se tratase de un salón del infierno desde el principio, que posteriormente se llenará de terror?

Es decir, un salón caliente. Un salón caliente, abierto... ¿Podría ser una nave industrial? Todo lo opuesto a la frivolidad de un salón de fiestas.

¿Qué tipo de industria podría ser? ¿Una planta siderúrgica? La primera víctima, Alf Stiernström, era el jefe del gigante del acero SSAB. Es sencillo imaginar una nave industrial en la que el acero fundido fluye como en un salón del infierno.

Aunque el publicista estaba más metido en el tema del petróleo.

Sarwani hace retroceder sus pensamientos. Si la carta y los tres atentados (dos cometidos, uno por cometer) realmente están conectados entre sí, si de verdad hay un perpetrador común, ¿de quién se trata? Un primer esbozo.

El compromiso climático parece ser auténtico, puede que polifacético: es posible que el atentado dé visibilidad a distintos tipos de delitos climáticos. Hasta ahora, el criminal ha puesto en el punto de mira a la industria del acero y a la industria del petróleo. ¿Qué más puede haber? ¿Qué incluye en una sala caliente un criminal climático?

Una campanita suena en la cabeza de Shabir Sarwani. Internet. La red que actualmente consume el veinte por ciento de toda la electricidad del mundo. La crisis eléctrica de Suecia. La nube. Los gigantes digitales Facebook, Google, Amazon y Microsoft: todos cuentan con enormes centros de procesamiento de datos devoradores de energía precisamente en Suecia. La famosa nube, con ese nombre tan romántico, no existe; en realidad, se trata de ardientes y ruidosos «salones del infierno» despilfarradores de energía que, de forma bastante desproporcionada, se encuentran ubicados en pequeños países del norte, que se sienten tan halagados por el interés de los gigantes que les ofrecen ingentes descuentos fiscales a pesar de que crean muy pocos puestos de trabajo.

Si se hace una buena búsqueda en Google, se descubre que hay al menos una decena de centros de procesamiento de datos de gran tamaño en el país, desde Luleå, en el norte, hasta Staffanstorp, en el sur. Facebook ha apostado por el norte, Microsoft tiene centros un poco aquí y allá, Amazon en Mälardalen y Google en Dalarna. Por supuesto, también están los centros de las empresas informáticas nacionales, pero, entonces, la cantidad resulta abrumadora.

En la red hay muy pocas fotos del interior de las grandes salas y Sarwani presiente un gran secretismo más relacionado con los Estados Unidos que con Suecia. Sarwani llama a Eva Nyman; esta, además de darle una palada de elogios sinceros, le comunica que va a celebrar una reunión de urgencia con el jefe del NOA. En el mejor de los casos, podrán crear una estrategia para avisar de forma rápida y discreta a los gigantes digitales.

Shabir Sarwani compila una lista de todos los salones del infierno que logra encontrar y, de pronto, los ve con ojos de terrorista climático: enormes espacios calientes y estruendosos que alojan el monstruo que acabará por destruir nuestra civilización.

Está cada vez más seguro de que una de las salas de su lista muy pronto se llenará de terror.

10

Fueron demasiados los colegas de Anton Lindberg que resultaron afectados por los disturbios de Pascua como para que él pueda ignorar el asunto y continuar con su vida. Su alma quedó atrapada allí. Es un trauma que no puede superar, el nubarrón que siempre lo acompaña.

Los disturbios de Pascua se produjeron en abril de 2022, mientras Suecia estaba ocupada con el grotesco ataque de Rusia a Ucrania y la posible necesidad de unirse a la OTAN. Por supuesto, un provocador de extrema derecha tenía que celebrar la Semana Santa presentándose en una zona vulnerable del país para quemar el Corán. Su provocación tuvo un éxito inexplicable. Las facciones violentas de los manifestantes pasaron al ataque, pero no contra el provocador, sino contra la policía sueca.

Muy pocos atacantes resultaron heridos.

Sin embargo, entre los heridos hubo al menos trescientos policías.

Anton Lindberg no fue uno de ellos, pero estaba allí. Se encontraba en Rinkeby aquel fatídico quince de abril. Estaba convencido de que su cuerpo alto y fornido sería un elemento lo suficientemente disuasorio; en lugar de eso, vio cómo les lanzaban adoquines a la cabeza a sus compañeros. Vio el odio infinito en los ojos de los atacantes. La gestión policial no fue muy enérgica, pero él, a pesar de todo, siguió manteniendo la resolución de no disparar a bocajarro. Lo único que deseaba es que hubiera habido otra alternativa que no fuera recibir pasivamente pedradas en la cabeza.

Hasta aquí avanzan sus pensamientos antes de llegar a la salida cerca de Uppsala, donde el coche de policía lo está esperando. Su compañero uniformado tiene una cicatriz relativamente reciente en la cara. Por algún motivo, le entran ganas de preguntarle si se la ha hecho con un adoquín. ¿Qué es lo que quiere comprobar?

Se abstiene de decir nada. En lugar de eso, se arregla un poco el obstinado cabello castaño claro y sigue con la mirada la dirección que indica la mano estirada de su compañero sobre el dorado campo de colza.

—El coche diésel salió volando directo hacia el biodiésel —dice el compañero, retira la mano y se acaricia la cicatriz.

—¿El biodiésel? —inquiere Lindberg.

—También ha florecido bastante temprano, la verdad.

A pesar de la proximidad de las grandes ciudades, se da cuenta de que el compañero es de la región. Puede apreciar el dialecto de la campiña de Uppland.