En el vaivén de las olas - Alex Nogués Otero - E-Book

En el vaivén de las olas E-Book

Alex Nogués Otero

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"Este libro es un libro de microviajes, una guía de submarinismo en tierra firme para bucear con la mente;pero, sobre todo, es un inventario de tesoros, un gabinete de curiosidades de lo que el mar trae hasta nuestros pies y la huella que eso deja en nuestras vidas." A través de 40 textos breves y evocadores, a caballo entre el ensayo y la narrativa y al ritmo del vaivén de las olas, Alex Nogués nos adentra en los asombrosos mundos que se pueden descubrir durante un simple paseo por la orilla del mar, hallazgos que salen a nuestro encuentro y que nos hablan de otras realidades, de otras vidas, pero también de nosotros mismos, con una mirada nueva.

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Editorial GG, SL

Via Laietana, 47, 3.º 2.ª, 08003 Barcelona, España. Tel.: (+34) 933 228 161

www.editorialgg.com

 

 

Edición a cargo de Carmen H. Bordas

Revisión de estilo: Iñaki Domínguez

Diseño de la colección y de la cubierta: Setanta

Ilustraciones: Alba Azaola

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir responsabilidad alguna en caso de error u omisión.

© de los textos: Alex Nogués, 2024

© de las ilustraciones: Alba Azaola, 2024y para esta edición

© Editorial GG, Barcelona, 2024

ISBN: 978-84-252-3510-8 (ePUB)

www.editorialgg.com

Índex

Introducción

El tiempo

Cosquillas

Flores, burros, olivas y ermitaños

Palabras

Tesoros

Reconstruyendo la nobleza de otro tiempo

La música del mar

Tafonomía

El hondo mar

La mirada de plata

Huellas

La linterna de Aristóteles

Pies de pelícano

Alas de pelícano

Botes salvavidas

Corazón de piedra

Carcoma de mar

Bolitas de colores

La deriva litoral

Sumo

Mola

Tintagel

Venus y la supervivencia

Pinna

Gloria

Huevos

Mil charranes

La vida que lo sostiene todo

Espirales

Punta Mujeres

Naufragios

Puerto Pirámides

Protofósiles

El arca de Noé

El faro del fin del mundo

Famara

Marea

Una estrella de siete brazos

Nácar y el cielo estrellado

Punta Tombo

Epílogo

Citas y referencias bibliográficas

Introducción

El libro que tienes entre las manos es un vaivén. Cada texto, como una ola, llegará con su propia historia, con su espuma y con los matices que el viento le dio. A su paso, dejará alguna cosa sobre la orilla: un recuerdo, una vibración, un eco… O eso espero.

Te ofrezco tesoros, mis tesoros, esparcidos por el espacio y el tiempo. Que su lectura sirva para despertar en ti la curiosidad por el mundo que nos rodea. O, si ya la tenías, que nos permita entonces, sin conocernos, compartir eso que tanto nos une.

 

 

 

A L., el niño-lapa, y a todas las olas que compartimos.

El tiempo

Amonites

“Todos esos momentos se perderán en el tiempocomo lágrimas en la lluvia…”

Nexus 6 en Blade Runner

Un día de principios de julio de hace unos años, caminábamos sobre un cementerio de enormes amonites. A un lado nos vigilaban los acantilados jurásicos de Lyme Regis, los mismos en los que Mary Anning había encontrado fabulosos esqueletos fósiles de reptiles marinos de casi doscientos millones de años de antigüedad. Al otro, el mar del canal de la Mancha se abría al océano Atlántico.

Embutidos en nuestros chubasqueros, recorríamos una estrecha grieta del espacio y del tiempo. Sorteábamos las rocas y nos sorprendíamos con cada nuevo amonites, más grande aún que el anterior. En pocas horas las mareas volverían a cubrir el cementerio. En pocos años el mar lo devoraría por completo. Aquel lugar mágico e irrepetible era una fotografía de un instante de un pasado remoto que estaba a punto de desvanecerse para siempre.

La orilla del mar, que había sido mar y que volverá a serlo.

No muy lejos, una foca asomó la cabeza y nos miró.

Era un ser de otro mundo, tan cercano y distante al mismo tiempo. Compartimos con ella y con tantísimas criaturas, una diminuta franja en la que comunicarnos, un lugar que no es mar, ni es tierra, por el que podemos caminar y encontrar tesoros que nos hablan de esos otros mundos, de otras vidas y, también, de nosotros mismos con una mirada nueva.

La foca se sumergió para seguir cazando, buscar pareja o cualquiera que fuera su menester de foca.

Nosotros seguimos caminando sobre un océano de amonites cazados por el tiempo.

¿Cuántos kilómetros habré caminado a la orilla del mar? Pensé.

¿Cuántas maravillas habré encontrado?

Este libro es un libro de microviajes, una guía de submarinismo en tierra firme, para bucear con la mente, pero, sobre todo, es un inventario de tesoros. Un gabinete de curiosidades de lo que el mar trae hasta nuestros pies y la huella que eso deja en nuestras vidas.

Cosquillas

Portumnus latipes

“When the child was a child, it didn’t knowIt was a childEverything for it was filled with life and all life was oneSaw the horizon without trying to reach it.”

Peter Handke, Song of being a child

Pasé casi todos los veranos de mi infancia en el delta del Ebro. Mi abuela nació allí. Mi abuelo, un joven gallego, pescador de alta mar que no sabía nadar, naufragó cerca de sus puertos. Al sur de la desembocadura, un brazo de arena de cinco kilómetros de longitud y menos de cien metros de anchura une el delta con una península llamada la Punta de la Banya. La barra y la península protegen del mar abierto una bahía de aguas tranquilas y poco profundas: la Badia dels Alfacs.

Cuando éramos pequeños pasábamos días enteros en aquellas playas. Durante gran parte del tiempo nos bañábamos en las aguas tranquilas de la bahía, un lugar perfecto para enfangarse, nadar y jugar sin riesgos. Desde allí veíamos la Sierra del Montsià. La llamábamos la mar de dins [‘el mar de dentro’].

Por la tarde, cuando se levantaba la marinada, cruzábamos a pie la ardiente arena del istmo y nos enfrentábamos a las olas. Frente a nosotros, tan solo el horizonte. Era la mar de fora [‘el mar de fuera’].

Nos estirábamos boca abajo en la orilla. Las olas llegaban por sorpresa sin parar. En su retirada nos llenaban de arena los bañadores. En ese vaivén de olas y risas, escarbábamos la arena con las manos a poca profundidad. Una de cada tres veces aparecían tallarinas vivas, con sus conchas pintadas de atardecer. Una de cada veinte, un diminuto cangrejo del color de la arena te daba un buen susto. Si tenías el coraje de mantenerlo en tu mano y llevarlo a un cubo, podías maravillarte con los pequeños dibujos blancos en su caparazón, que a veces parecían rombos, cuadrados, corazones… como si fueran las fichas de un juego subacuático.

Tengo un recuerdo muy vivo de las cosquillas que sentía al cerrar los dedos sobre el puñado de arena que encerraba a uno de esos cangrejos. Puedo volver a sentir la agitación de ese momento.

Las mañanas en las que íbamos a mar abierto sin detenernos primero en la mar endins, al salir del agua el cuerpo empezaba a chispear. Parecía que un ser invisible te acariciara los pies. La realidad era aún más sorprendente. Si te fijabas muy bien, multitud de larvas transparentes de gambas o langostinos se debatían entre la vida y la muerte en la fina película de agua que quedaba adherida sobre la piel.

El mar nos hacía cosquillas. Ese tipo de cosquillas que reconfortan, que te hacen sonreír. Las que te produce la brisa del atardecer, la espuma de las olas, la arena entre tus dedos, las patas de los cangrejos en tu mano o las larvas de langostinos danzando sobre tus pies. Todas son las mismas cosquillas: las de la exuberancia de la naturaleza, las de la plenitud de los sentidos, las cosquillas de estar vivo. Son un mensaje; “¡Vives! Siente a tu alrededor el paraíso”. Y no estamos vivos sino es en compañía. La del cangrejo, la tallarina, la gaviota, las incontables larvas y presencias invisibles que inundan el mar. Y como no, la compañía de las personas que queremos y con las que reímos y lloramos en la orilla del mar, viviendo juntos, sobreponiéndonos a los embates del tiempo y del azar, con la misma obstinación con la que las olas se lanzan una y otra vez contra lo imposible.

Flores, burros, olivas y ermitaños

Sabella pavonina

“Contempla la maravilla que es la existencia,y alégrate de poder hacerlo.”

Ted Chiang, Exhalación

En la bahía la abundancia era aún más evidente. Bancos de peces que llamábamos burrets surcaban sincronizados el límite del mar en busca de comida, acelerando su nado ante nuestra presencia. A pocos metros, cubiertos por dos palmos de agua salada, flores de diferentes colores se cerraban y se escondían bajo la arena a nuestro paso. Con la llegada del atardecer, miles de caracoles del color y el tamaño de un hueso de oliva, salían de la arena y dibujaban caminos sobre el limo. Y los ermitaños, en cantidades inquietantes, se paseaban con su casa a cuestas en busca de presas o carroña. Nuestros padres y tíos a veces se adentraban un poco más en aquellas aguas, sorteaban las praderas de posidonias y encontraban navajas, berberechos y cañadillas.

La oscuridad de los bosques de posidonias nos repelía. A medida que te acercabas a ellos, el suelo era más fangoso y el agua más fría. Su cercanía era lo más próximo al miedo que sentíamos aquellos días. El estremecimiento al sentir el fango bajo los pies y la negrura desbordando mentiras que nacían en el lado oscuro de la imaginación. A menudo veíamos enormes cangrejos en los lindes de las praderas, como si fueran centinelas custodiando una fortaleza.

Las flores acuáticas me fascinaban y su misterio se quedó flotando en forma de belleza y asombro. Aprendí tiempo después que eran los aparatos filtradores de gusanos que viven bajo la arena. El misterio fue resuelto, pero eso tan solo alimentó mi fascinación.

Con el tiempo también supe que las praderas de posidonias eran los lugares de mayor diversidad de los mares de esta región del planeta. Allí viven, por ejemplo, los caballitos de mar. Pero mi temor infantil me alejó de aquellos descubrimientos.

Ojalá los cangrejos hubieran sido suficiente para proteger las praderas cada vez más escasas y amenazadas.

Hoy ya no encuentro en la bahía gusanos con bocas en forma de flor.

Palabras

“Todo se lee.”

Juan Farias, Apuntes para una conferencia sobre literatura juvenil

En una librería de Lyme Regis encontramos una guía de beachcombing, una palabra que no tiene traducción directa al castellano. De forma literal significa ‘peinar la playa’ y se define como la acción de deambular por la orilla del mar buscando cosas de valor o interesantes con la intención de venderlas o tan solo por el placer de encontrarlas. Me encantó descubrir que en algún rincón del mundo se habían inventado un verbo para algo que me gustaba tanto hacer. Por otro lado, que existiera una guía que te mostrara lo que podías llegar a encontrar me pareció la peor de las ideas. ¿Qué interés podría tener deambular en busca de lo conocido? Creo que nunca me ha apetecido menos leer un libro.

Otra palabra que descubrí gracias a un amigo fue Strandgut, del alemán, de la que tampoco tenemos un equivalente en nuestro idioma. Sería algo así como ‘lo que trae el mar’, con una connotación a veces negativa (desechos), a menudo positiva (los tesoros, las cosas asombrosas). La traducción literal sería ‘los bienes de la orilla del mar’.

La playa nos permite divagar, ser durante un rato vagabundos sin un rumbo claro, tan solo definido por las sinuosas cadenas de restos en la orilla y como única frontera las olas en su infinita indecisión. Vague en francés, que quiere decir tanto ‘ambiguo’, ‘vago’, como ‘ola’. ¿Qué es sino una ola la máxima expresión de la ambigüedad? Hola y adiós.

Siempre he sido un beachcomber en busca de Strandguts, un vagabundo divagador entre las vagues. Seguro que tú también, alguna vez, has rastreado las cenefas de restos de la última marejada, deslumbrado ante la belleza de alguna concha que nunca habías visto o atesorado en tu puño un fragmento de vidrio reluciente, redondeado por décadas de olas en vaivén. Si no lo has hecho nunca, hazlo por primera vez. Tan solo te esperan sorpresas, aunque no todas buenas. El mar trae muchas cosas, a veces desgracias y a veces vergüenzas.

Tesoros

“Todo lo mejor de mi vidame ha llegado sin buscarlo.”

John Burroughs, El arte de ver las cosas

Hace muchos años, en el otro extremo de la bahía, en una de las playas de tierra firme, mi tía, buscando berberechos, perdió el anillo de bodas. Por más que lo buscaron, y eran unos cuantos en su búsqueda, no lograron recuperarlo. Años después, buscando berberechos, lo reencontró. O quizás el anillo la encontró a ella, como el Anillo Único hizo con el desdichado Déagol. Para encontrar algo, la mejor solución no siempre es buscarlo; a veces las cosas deben encontrarnos a nosotros y para ello, antes, debemos perdernos.

Cuando deambulamos por la orilla del mar, las cosas aparecen, como si nunca hubieran estado ahí, por eso nos parecen hallazgos extraordinarios. Si no hubiéramos escogido vagar al ritmo de las olas, no nos hubiera encontrado el asombro. No buscábamos esa piedra con forma de corazón, ni esas conchas agujereadas que parecen las cuentas de un collar. Nunca imaginamos encontrar una estrella de mar de siete brazos o un trozo de madera colonizado por percebes. El hallazgo se convierte en tesoro. El instante prende, se ilumina. El asombro nos captura. Lo mismo que le ocurre al poeta que da luz a un poema o al científico que confirma una hipótesis y la convierte en teoría. Lo imposible se hace posible. El asombro solidifica y, como atravesando un cristal de muchas facetas, se proyecta iluminando lugares antes sombríos o simplemente desconocidos.

Deambular por la playa a la búsqueda de nada y que el asombro nos encuentre.

Qué manera más bella de invertir el tiempo.

Reconstruyendo la nobleza de otro tiempo

Bolinus brandaris

“[…] pechinas agujereadas, nadie sabe por qué,pero te haré un collar cariño a juego con la piel.”

Delafé y las Flores Azules, 1984

Es habitual encontrar en las playas valvas perforadas de diferentes especies de moluscos. De pequeños, entre juego y juego, nos distraíamos recolectando chirlas y tallarinas agujereadas para hacer collares y pulseras. En los pueblos de la costa era habitual ver a niños y niñas, como inocentes manteros, vendiendo sus creaciones y soñando con ganar lo suficiente para comprarse un helado.

¿Pero qué hacen esas conchas en la orilla del mar?

¿Se le ha roto a alguien un collar y tan solo nos dedicamos a reconstruirlo?

Los seres humanos llevamos recolectando conchas e hilvanando collares desde hace más de ciento veinte mil años. Los primeros collares encontrados en el norte de África están hechos, precisamente, con pequeñas conchas marinas. Y estos adornos, como símbolos de distinción y poder, viajaron a lo largo y ancho de los continentes.

¿Quién ha podido hacer agujeros tan precisos si no un artesano de la prehistoria?

La respuesta, en el caso de nuestras pequeñas conchas perforadas a la orilla del mar, es aún más sorprendente. Los bivalvos cierran sus valvas con la ayuda de un potente músculo y se convierten, así, en un manjar inexpugnable. Pero no para ciertos caracoles que, con sus lenguas rasposas (rádulas) y secreciones de ácidos, son capaces de perforar las duras conchas. Acceden así al interior con largas probóscides para succionarlo. Muerto el bivalvo, las valvas se acaban separando y el mar las acerca hasta nuestros pies como una misteriosa ofrenda.

Dos de las familias de gasterópodos marinos que utilizan esta técnica de caza y que podemos encontrar con facilidad en la mayoría de los océanos y mares del mundo, son los murícidos y los natícidos. Entre los murícidos contamos por ejemplo con las cañadillas (Bolinus brandaris) y las cornetas (Heraplex trunculus). Y entre los natícidos, el caracol luna (Natica sp.).

En inglés a la cañadilla se la conoce como purple dye murex, el ‘murícido del tinte púrpura’. Estos caracoles, que surcan los fondos marinos blandos del Mediterráneo en busca de presas o carroña, además de hacer las delicias de los seres humanos en una buena mariscada, muy a su pesar tienen una estrecha y antigua relación con el poder. De sus vísceras (de su pequeña glándula hipobranquial para ser más exactos) se obtiene un tinte de color púrpura que fue muy apreciado en el Mediterráneo. Pero obtenerlo requería cosechar enormes cantidades de cañadillas, cornetas y otras especies de murícidos, cada una con sus matices de púrpura. Se calcula que unos nueve mil ejemplares eran necesarios para obtener un solo gramo de tinte. Así que, pronto, su uso pasó a ser signo de poder y distinción. Aquel capaz de vestir telas púrpuras disponía de grandes riquezas e influencias. Durante el Imperio romano, se acabó relegando su uso al emperador y sus allegados, quitándole la vida incluso a cualquier otro que se atreviera a vestir dicho color.

Las primeras evidencias de la explotación de la cañadilla se atribuyen a la cultura minoica. En diferentes puntos de la costa de Creta, se han encontrado concheros (acumulaciones de restos de conchas machacadas) de estos caracoles que datan de casi cuatro mil años de antigüedad. No obstante, griegos y romanos (que tanto amaban las telas púrpuras) llamaban a ese tinte “la púrpura de Tiro", pues fueron los fenicios quienes perfeccionaron la técnica de su producción; Phoenicia, el “pueblo púrpura", como los llamaban los griegos.

En algunos yacimientos arqueológicos se comprueba lo que parece evidente: la presión sobre las poblaciones de estos caracoles era insostenible. En Andriake (Turquía, siglo VI d. C.) se han encontrado vastos depósitos de hasta trescientos metros cúbicos formados por restos de caracoles murícidos. Los individuos de los estratos más antiguos eran más grandes que los de los estratos más modernos. En zonas del Mediterráneo alguna de las especies que se utilizaron en la producción del tinte estuvo al límite de la extinción.

La púrpura de Tiro, cada vez más escasa y costosa, fue adoptada por la Iglesia católica como símbolo de poder y riqueza, emulando a los emperadores romanos. Con el tiempo, otros exterminios se sucedieron para salvar a los murícidos: el de la cochinilla de la encina primero durante la Edad Media y el de la cochinilla del nopal después, tras la colonización de América. La Iglesia viró así del color púrpura al carmín.

Es fascinante y al mismo tiempo triste comprobar cómo el espíritu de explotación del ser humano sobre la naturaleza está tan arraigado en nuestra cultura, anclado en nuestra historia; un peso insoportable cuyas consecuencias quizás aún hoy nos envuelven.

Imagino a Helena de Troya, vestida con telas teñidas en Tiro o Sidón. Veo a Cleopatra y Julio César navegando por el Nilo, custodiados por cuatrocientos barcos y sus velas púrpuras. Intento borrar de mi memoria el hediondo ambiente que flotaba alrededor de las fábricas de tinte, con las montañas de cadáveres de cañadillas al sol. Oigo el incesante zumbido de las moscas. Escapo a un pasado lejano. Ahí está Hércules, paseando a la orilla del mar a las afueras de la ciudad-estado de Tiro. Su perro juguetea con unas conchas que la tormenta ha saqueado del fondo del mar. Se come una, dos. Su boca se mancha. Parece sangre coagulada. Hércules observa… y el mundo cambió para siempre.

La música del mar

“I hear you singyour ocean lullaby”

Michelle (Seashell), Siiga

En Kato Zakros, en el extremo oriental de la isla de Creta, existe una playa que abraza el mar con su forma de medialuna. Allí se encontró uno de los más antiguos yacimientos de restos de murícidos, una de las primeras evidencias de la emergente industria del tinte púrpura.

Es un lugar agreste. La roca casi desnuda, algunos olivos, algún tamarisco. Plantas espinosas crecen aquí y allá en formas semiesféricas, luchando contra el viento, la salinidad y la insolación. El paisaje es grieta y estrato al encuentro con el mar. Cerca, la imponente Garganta de la Muerte te recuerda la potencia del agua, que parece haber abandonado aquel rincón del mundo. Los restos de un palacio minoico dan fe de un pasado glorioso. Y a la orilla del mar los cantos rodados, danzando sin fin al son de las olas, componen una banda sonora con el permiso del viento.

Primero suena el entrechocar polifónico de los cantos arrastrados por el ímpetu de la ola. Después, al recolocarse con suavidad en su retirada, un murmullo apaciguador. Quizás llegue una pausa, si el tiempo es tranquilo; tan solo un suspiro, el suficiente para tomar consciencia de la textura del silencio en nuestro interior.

¿Cuánto tiempo necesita una roca, desprendida de un acantilado, para convertirse en un canto rodado? ¿Cuántas olas?

Una roca, que tardó millones de años en formarse y en un instante se arroja al mar. Un pequeño apocalipsis tras siglos de tempestades, fríos y calores y la acción constante del agua. En su caída no hará un mortal, pues ya está muerta. No es un suicidio, pues es inmortal. Dibujará una acrobacia de la que nadie será testigo. Y el mar la tomará en su regazo, la transformará en objeto liso, redondeado y hará de ella un instrumento a su merced.

Tendidos al sol, nos adormecemos acunados por la nana del mar y de sus cantos. Es la misma canción que oyeron los minoicos, quizás las mismas piedras, tan solo infinitesimalmente más jóvenes.

A la orilla del mar, el mismo mar. No debemos ser entonces tan diferentes a aquellas mujeres, hombres, niñas y niños que partían caracoles y soñaban con una buena y larga vida.