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En las redes del magnate Abby Green El atractivo millonario francés Pascal Lévêque se sintió cautivado por Alana Cusack: aquella aparente inocencia en una mujer que había estado casada le intrigaba... Después del desastre de su matrimonio, Alana se había sentido poco atractiva y nada deseada. Convertirse en la amante de Pascal la adentró en el mundo del placer. Novia por chantaje Annie West El despiadado magnate Dario Parisi reclamará el legado familiar que le fue arrebatado incluso si para ello tiene que obligar a la nieta de su más acérrimo enemigo a casarse con él. Alissa Scott no es en absoluto la esposa dócil y sumisa que Dario deseaba… Una esposa conveniente Maggie Cox El magnate Nikolai Golitsyn estuvo a punto de seducir a Ellie, la joven que cuidaba de su sobrina. Pero entonces ocurrió una tragedia y, al descubrir que ella era la responsable de la muerte de su hermano, lo último que quiso fue convertirla en su amante.
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Seitenzahl: 553
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 423 - diciembre 2021
© 2009 Harlequin Books S.A.
En las redes del magnate
Título original: The French Tycoon’s Pregnant Mistress
© 2009 Annie West
Novia por chantaje
Título original: Blackmailed Bride, Innocent Wife
© 2009 Maggie Cox
Una esposa conveniente
Título original: Bought: For His Convenience or Pleasure?
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-952-4
Créditos
Índice
En las redes del magnate
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Novia por chantaje
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Una esposa conveniente
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CON UN final que nos deja mordiéndonos las uñas podemos afirmar que este torneo es uno de los más emocionantes que hemos presenciado. Alana Cusack, en directo desde Croke Park. Devolvemos la señal al estudio, Brian.
Alana continuó sonriendo hasta que cortaron la emisión y le entregó el micrófono a su ayudante, Aisling. Se sintió aliviada al dejar de estar en el aire. Evitó mirar al hombre que todavía estaba de pie frente a ella, apoyado en la pared. Tenía las manos metidas en los bolsillos y llevaba un abrigo negro con el cuello levantado. Había estado hablando con uno de los jugadores franceses, pero en aquel momento, se había vuelto a quedar solo.
El desconocido seguía mirando a Alana. Llevaba observándola durante todo el partido, que se había jugado entre Irlanda y Francia dentro del torneo de las Seis Naciones. Aquella mirada la había inquietado y distraído aunque no sabía por qué.
Mentira; sabía perfectamente la razón. Era un hombre moreno, alto y tan atractivo que la primera vez que sus miradas habían coincidido por casualidad, Alana había sentido un nudo en el estómago. Había sido una mirada furtiva, pero intensa y realmente desconcertante. Nunca un hombre le había hecho sentir algo así con sólo una mirada.
Ni siquiera su marido.
La impresión había sido tan fuerte que no había podido evitar contestar con una sonrisa y había arqueado una ceja en señal de sorpresa. Había percibido un brillo extraño en los ojos oscuros de aquel hombre, a pesar de que le había dado la sensación de que se estaba riendo de ella.
Era la primera vez que coincidían. Alana jamás había visto aquel rostro anguloso ni aquellos labios sensuales que apreció a pesar de estar sentada a cierta distancia. De repente se dio cuenta de que llevaba un buen rato mirándolo y se ruborizó.
Tenía que ser francés. Se parecía más a los jóvenes apuestos que formaban la afición francesa que a los pálidos seguidores del equipo local. El hombre había estado sentado en los asientos reservados para la gente VIP, situados justo debajo de la tribuna de prensa. Y realmente tenía aspecto de ser un VIP. Le había bastado con mirarlo una sola vez para darse cuenta de que destacaba entre la muchedumbre. Cada vez que se había levantado, como el resto del público, en alguna falta o en algún tiro, su altura y su porte habían sobresalido.
¿Acaso la estaría esperando porque pensaba que Alana le había invitado a un acercamiento? Inmediatamente rechazó aquella ocurrencia. No podía ser tan descarado.
–¿Quieres que te acerque a algún sitio, Alana? –le preguntó Derek, el cámara. Aisling y el resto del equipo ya habían terminado de recoger. De repente se sintió desconcertada y aquello no le sucedía casi nunca. Siempre se habían metido con ella por mantener un aspecto frío y contenido.
–No –contestó inmediatamente. El extraño acababa de desaparecer de su campo de visión. De repente sintió pánico, quizás estuviera detrás de ella, esperándola–. Después tengo que ir a una cena familiar, así que me he traído el coche.
–¿Entonces no te vas a pasar por la fiesta de celebración de los franceses?
–Pasaré sólo un momento para dejarme ver y que Rory se quede contento.
–Hoy has hecho una buena retransmisión –añadió su compañero echando ya a caminar junto al resto del equipo.
Alana se sintió complacida. Era todo un halago viniendo de Derek, todo un veterano en la televisión. Llevaba mucho tiempo trabajando duro para conseguir ser respetada.
–Gracias, Derek. Te agradezco mucho que me lo digas –repuso sonriendo.
Su compañero le guiñó un ojo antes de girarse y salir.
Alana recogió sus cosas conteniendo la alegría en el pecho. Cuando ya estaba dispuesta a marcharse, se dio cuenta de que su ordenador portátil y el cuaderno de notas estaban todavía en la tribuna de prensa.
Se dio la vuelta mientras el corazón le latía con fuerza. Quizás se volviera a encontrar con la mirada del desconocido. Al no verlo se sintió aliviada y decepcionada a la vez. Era obvio que se había aburrido de esperar y se había marchado. Mientras se montaba en el ascensor para subir al piso principal se obligó a sí misma a dejar de pensar semejantes tonterías. Se había llegado a imaginar que se había dado una comunicación silenciosa y especial en aquel intercambio de miradas.
Él pensó que la había perdido cuando se había acercado un momento al campo de juego. Aquella sensación de pérdida, le produjo pánico momentáneamente, cosa que no le gustó nada.
Sin embargo ella estaba allí aún.
En aquel momento Pascal Lévêque estaba con los brazos cruzados detrás de aquella mujer, una visión muy sugerente. Tenía una silueta llena de curvas y llevaba una falda muy ajustada. Se acababa de agachar para recoger el bolso. Él la recorrió con la mirada. Largas piernas, esbelta figura, tobillos bien definidos, caderas perfectas y cintura de avispa. Pascal no pudo evitar preguntarse si llevaría pantys o medias y con sólo esa pregunta se estremeció.
No sabía qué era lo que tenía aquella mujer para haberlo cautivado así. No había despegado la mirada de ella ni se había movido del sitio, a pesar de que debía haberse marchado ya. ¿Por qué no había podido quitarle ojo en toda la tarde a pesar del gran partido?
Preciosa.
Ésa era la explicación. Era una preciosidad con aquella falda ajustada de rayas, los zapatos sencillos, el pelo liso cuidadosamente recogido. Lo llevaba en una coleta, pero si se lo hubiera soltado, una hermosa melena le habría cubierto los hombros. ¿Pero desde cuándo estaba él interesado en chicas «preciosas»? Pascal era famoso por estar siempre rodeado de mujeres seductoras, sensuales, vestidas para incendiar la imaginación y los sentidos de cualquier hombre. Mujeres a las que no les asustaba engatusarlo ni utilizar sus encantos para proporcionarle placer.
Ella se puso un abrigo negro largo, como si se estuviera escondiendo, y Pascal se sintió rabioso, excitado y perplejo a partes iguales. ¿Qué demonios estaba haciendo? Prácticamente se estaba arrastrando detrás de una muñequita tonta de la televisión. Era consciente de que en cualquier momento ella se daría la vuelta y su rostro no resultaría tan atractivo como le había parecido a distancia. Aquella piel brillante, los labios carnosos y sensuales, los ojos almendrados bajo unas cejas oscuras que contrastaban con el cabello rubio rojizo.
No; cuando ella se diera la vuelta iba descubrir que tenía el rostro cubierto de maquillaje. Y se lo iba a quedar mirando. ¿O acaso no lo había estado mirando tímida, pero insistentemente durante el partido? En cuanto se diera la vuelta lo iba a pillar. Justamente estaba intentando buscar alguna excusa para justificar su extraño comportamiento cuando la mujer se giró. Pascal abrió la boca sorprendido y de repente su mente se quedó en blanco.
Alana no sabía lo que le estaba esperando. Tenía al desconocido atractivo justo frente a ella. Apenas a un metro. Y la estaba mirando fijamente. Los dos de pie, solos en un estadio con aforo para ochenta mil personas. La atracción que había tratado de disimular toda la tarde explotó en aquel momento. El corazón le comenzó a latir a toda velocidad en respuesta a la virilidad que destilaba el hombre.
Estaba de pie, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás y las manos metidas en los bolsillos. El abrigo resaltaba la anchura de sus hombros y el tono tostado de la piel. Pero fueron los ojos los que la atraparon de manera que no pudo apartar la mirada. Unos ojos grandes, oscuros, despiertos. Con un brillo ardiente y sensual que la dejó sin aliento.
Agarró con fuerza el cuaderno que tenía pegado al pecho. Se alegró de haberse puesto el abrigo porque tenía la sensación de que aquel hombre la estaba desnudando con la mirada. Alana agitó la cabeza y con alivio se dio cuenta de que había recuperado el habla.
–Perdone, ¿le puedo ayudar en algo? –le preguntó en un tono de voz que hasta a ella le sorprendió. ¿Desde cuándo tenía un registro tan seductor como el de las cantantes de jazz?
Alana sintió miedo, pero no porque estuvieran solos. El motivo era bien distinto.
–Me has estado mirando –contestó Pascal, incrédulo ante el tono acusador y directo de su propia voz. Estaba aún impactado por aquel encuentro cara a cara. Ella había resultado ser aún más bonita de lo que le había parecido desde lejos. Era pálida y brillante a la vez. Húmeda. Tenía las mejillas sonrosadas por la brisa fresca… ¿o quizás fuese por otro motivo? Aquel pensamiento hizo que se excitara y, desgraciadamente, tuvo la sensación de que estaba perdiendo el control de la situación. Aquellos ojos desprendían una hermosa luz verde. Los labios carnosos y tentadores, sin pintar. Pascal nunca había visto a nadie con un encanto tan natural.
–¿Perdona? –replicó. Alana agradeció el ataque de indignación que le acababa de entrar y se dijo a sí misma que no era adrenalina. ¿Pero desde cuándo la indignación le hacía temblar?
Había estado en lo cierto al pensar que el tipo no era más que un turista en busca de un poco de diversión. Era obvio que había malinterpretado el significado de las sonrisas de Alana. Ella no estaba en el mercado para ese tipo de aventuras.
–Si no recuerdo mal, tú también me has mirado bastante. Me has dado otra impresión, lo siento y perdóname si te he hecho pensar que estaba abierta a algo más. Ahora, si me disculpas, tengo que volver al trabajo –añadió alzando la barbilla y olvidando el tratamiento de usted que solía dar a los desconocidos.
El hombre soltó una sonrisa irresistible y Alana se quedó atontada unos segundos.
–Ya me he dado cuenta de que estás trabajando. Te acabo de ver entrevistando al entrenador de Irlanda. Tan sólo estaba haciendo una observación, eso es todo. Porque me has estado mirando.
–No más de lo que tú me has mirado a mí –dijo tratando de recuperar el control sobre sí misma.
Él se balanceó levemente y un nuevo brillo le iluminó los ojos. Era un destello peligroso. Alana se dio cuenta de que estaba realmente atrapada. El espacio entre los asientos era demasiado estrecho para ni siquiera intentar empujarlo para pasar. La única alternativa era saltar a la siguiente fila, lo que no era muy propio de una señorita y además era un movimiento desesperado. Con la falda que llevaba puesta, misión imposible.
Alana se sintió aterrorizada. Se colgó la bolsa con el ordenador portátil y se dispuso a marcharse, con la esperanza de que él pillara la indirecta.
–Esta conversación no nos lleva a ninguna parte. Y ahora, de verdad, tengo que volver a la oficina. Además estoy segura de que tú tienes algún lugar más emocionante al que ir.
Después de un instante eterno e intenso, él dio un paso atrás y la invitó a pasar. Alana se sintió inmensamente aliviada. Apretó los dientes y, a pesar de que arqueó el cuerpo para no estar tan cerca de aquel extraño, pudo percibir la fuerza que emanaba y su perfume a almizcle.
El perfume del sexo.
Oh, cielos, ¿pero qué le estaba pasando? ¿Desde cuándo estaba preparada para saber si alguien olía a sexo o no? ¿Acaso sabía cómo olía el sexo? Se sintió débil, pero se dio cuenta de que sólo tenía que llegar hasta el ascensor para volver a la realidad.
Sin embargo, a pesar de las plegarias de Alana, el hombre la siguió y entró con ella en el ascensor. Compartir un espacio tan pequeño fue algo realmente intenso, tanto que casi pegó un bote cuando las puertas se volvieron a abrir.
Alana encaminó sus pasos hacia el coche. Tenía la sensación de que estaba caminando por un alambre ya que notaba que el desconocido la estaba siguiendo. De repente oyó que se detenía. Parecía un depredador a punto de saltar sobre su presa. Alana también se detuvo y se dio la vuelta, a pesar de que el sentido común le estaba diciendo que hiciera todo lo contrario. Su corazón estaba latiendo aceleradamente.
Él la miró fijamente con aquellos ojos brillantes.
–La verdad es que sí que tengo un lugar más emocionante al que ir. Quizás te apetezca acompañarme –sugirió finalmente.
Alana estuvo a punto de desmayarse al escuchar aquel acento, al principio no había prestado atención porque habían sido demasiadas emociones juntas. Ese hombre era arrollador e iba a por ella. Alana no daba crédito, era perfectamente consciente de que no era especial, simplemente una chica del montón. ¿Qué demonios querría aquel tipo de ella? Cualquiera se hubiera dado cuenta de que jugaban en categorías diferentes. Las campanas de alarma sonaron cada vez más fuerte.
Alana negó con la cabeza y comenzó a girarse para reanudar su camino, pero era difícil resistirse al magnetismo de aquel hombre. En aquel momento apareció frente a ellos un deportivo negro. Evidentemente era el coche de él, conducido por un chófer, que había estado aparcado en la zona VIP.
–Lo siento, señor… –dijo Alana antes de darle totalmente la espalda.
–Lévêque.
–Señor Lévêque –hasta su nombre sonaba sexy. Importante–. Tengo que volver a la oficina. Estoy en mi horario de trabajo. Disfrute de su fin de semana en Dublín. Hay muchas mujeres en la ciudad –añadió recuperando la distancia.
«No serás tan estúpida como para marcharte así», pensó sin poder evitarlo. Se puso a caminar hacia el coche y tras unos pasos se sintió contenta con su decisión.
Pascal no cedió al deseo de mirar el coche de aquella chica cuando estaba saliendo del estadio. Aún no podía creer que lo hubiera rechazado. Una mujer no lo rechazaba desde… no podía ni recordarlo. Apretó los labios. Ella había tenido razón, había muchas otras mujeres en la ciudad. Al fin y al cabo, no era muy especial.
¿Entonces por qué no se le borraban de la mente aquellos labios tan sensuales, los ojos verdes de infinitos tonos y ese cuerpo increíble escondido bajo la ropa que Pascal había querido arrancar para descubrirla?
Evidentemente estaba aburrido. Eso era todo. Llevaba varias semanas sin ninguna amante. Aquella misma noche iba a ir a una fiesta. Si lo que quería era una aventura de una noche, no sería difícil conseguirlo.
Se sintió aliviado al ver que poco a poco recuperaba la cordura. Se recostó en el asiento y se relajó. Sin embargo, instantes después pegó un bote y se volvió a tensar. No sabía cuál era su nombre. Ni siquiera sabía si estaba casada. No recordaba haberle visto un anillo, pero tampoco se había fijado. De repente volvió a recuperar el sentido común. Aquello no podía ser, estaba decidido a echar a aquella mujer de su mente. Estaba deseando que llegara la noche para deshacerse de la desazón que se había instalado en su cuerpo.
–Alana, no te puedes marchar todavía.
–Pero, Rory, tengo que ir a casa. Mi hermano cumple cuarenta años.
El jefe hizo caso omiso a sus argumentos, la agarró de la mano y la volvió a meter en la algarabía de gente de la que Alana había logrado salir segundos antes. Cerró los ojos exasperada.
–Alana, tienes que conocerlo, le vas a entrevistar mañana. Ha llamado en persona después del partido y ha pedido que seas tú quien lo entreviste. Debe de haberte visto en el estadio o algo así, qué más da, ¿no te das cuenta de lo importante que es? Es un patrocinador muy importante de las Seis Naciones… un famoso… millonario.
Alana caminó atropelladamente entre la multitud e intentó seguir a su jefe. Apenas si podía escuchar lo que le estaba diciendo. ¿Algo sobre una entrevista? Eso no era nada excepcional, hacía entrevistas casi todos los días. ¿Por qué tanto número por aquélla? Miró rápidamente el reloj. La fiesta sorpresa iba a comenzar media hora después y ése era el tiempo que necesitaba para llegar a casa de sus padres en Foxrock. No quería perderse el comienzo de aquella fiesta por nada del mundo.
En ese momento Rory se detuvo y la miró con preocupación.
–Vas a hacerlo y es una pena que no estés más arreglada. Alana, podías haberte esforzado un poco, de verdad –dijo molesto.
Alana se irritó. Con demasiada frecuencia la gente esperaba que fuera tal y como había sido… antes.
–Rory, me he vestido para una fiesta familiar, ¿te acuerdas? No para la celebración del equipo francés.
Aunque tenía que reconocer que la celebración era algo más que una fiesta. Estaba claro que había gente a la que le sobraba el dinero. La fiesta se estaba celebrando en los salones del Hotel Four Season de Dublín. Alana no llevaba un vestido de tela brillante, como la mayoría de las mujeres presentes, pero su traje era muy digno. Y estaba más cómoda así. Tenía demasiados recuerdos desagradables de las fiestas en las que había llevado vestidos demasiado ajustados, demasiado cortos, demasiado todo… Pero ya no y sabía que en situaciones como aquella fiesta era cuando podía dibujar la línea entre la mujer que había sido y la mujer que era en aquel momento.
Rory miró por encima de Alana, se puso en tensión y la volvió a mirar. La agarró por los hombros como si fuera una chiquilla.
–Nuestro hombre acaba de llegar. Tienes que darte cuenta de lo importante que es. Aparte del papel que juega en el patrocinio del torneo, es el jefe ejecutivo de uno de los mayores bancos del mundo. Te lo presento y después te puedes ir, ¿vale? De todas maneras está claro que esta noche tendrá cosas más importantes que hacer que conocerte a ti.
Rory la volvió a agarrar del brazo y, antes de que Alana pudiera decir nada, la llevó hasta un hombre que estaba de espaldas vestido con un traje negro. Lo rodeaba un nutrido grupo en el que destacaban dos mujeres despampanantes. Y de repente, a Alana le flaquearon las piernas. Su corazón comenzó a latir con fuerza al reconocerlo. Fue aún peor cuando Rory se acercó a su oído.
–Se llama Lévêque. Pascal Lévêque –susurró.
–Creo que la he visto cubriendo el partido esta tarde, ¿no es así? –dijo Pascal en un tono inocente que resultó realmente sexy. Era como si nunca se hubieran conocido.
Por segunda vez en aquel día, Alana se perdió en sus ojos. Unos ojos que no había podido olvidar en toda la tarde. Se le secó la boca y le empezaron a sudar las manos. Aquella reacción era alarmante. Había jurado que no quería volver a tener nada que ver con los hombres, que no tenía tiempo para coqueteos ni frivolidades. No entendía por qué la presencia de ese hombre la afectaba de aquel modo. Otros hombres habían coqueteado con ella, la habían pedido salir y Alana los había rechazado sin ningún problema. Pero aquella situación era diferente. Y lo había sabido desde el primer momento en que había visto a Pascal, por eso había salido huyendo.
El silencio se alargó y Rory la pellizcó discretamente, pero con fuerza. Inmediatamente Alana tendió la mano.
–Sí, sí. Nos hemos visto antes.
Pascal Lévêque estrechó la mano de Alana. Tenía una mano enorme y cálida. Casi a cámara lenta se llevó la mano a los labios, sin dejar de mirarla a los ojos, y la besó en el dorso. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Alana. Inmediatamente intentó soltarse, pero él no se lo permitió hasta que rozó con el dedo índice la parte interna de la muñeca, allí donde el pulso de Alana estaba a punto de estallar. Entonces, se puso derecho y la soltó. Fue un gesto sutil, pero que hizo temblar el suelo.
Pascal apartó la mirada y Alana se quedó sin aliento. En ese momento Rory los dejó a solas y dijo que se iba a por unas bebidas. El grupo que había estado rodeando a Pascal también había desaparecido. Volvió a mirarla intensamente.
–Has tenido tiempo de cambiarte de ropa, por lo que veo. Dime, ¿esto lo consideras también trabajo?
Alana se sintió irritada.
–Por supuesto que me he cambiado… Estamos en una fiesta. Y sí, estoy trabajando.
Pascal la recorrió con la mirada, a pesar de que llevaba un traje nada atrevido. Un traje negro, sin mangas y con cuello, cubierto por una chaqueta del mismo color. Nada tentador.
–Tú también te has cambiado –añadió Alana. Se sentía ridícula porque sabía que pasaba desapercibida entre las demás mujeres. Sin embargo Pascal conseguía destacar entre la multitud de hombres vestidos de idéntica manera: esmoquin negro, camisa blanca y pajarita.
–¿No quieres quitarte la chaqueta? Hace calor –dijo él con una mirada intensa.
¡Calor!
Alana estaba sintiendo una gota de sudor correr entre sus pechos. Era como si las palabras de Pascal hubieran convertido el salón en una sauna.
–No, estoy bien –mintió. Estar junto a él y a solas era excesivo.
Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo se llevó la mano al pelo y se colocó un mechón detrás de la oreja. Era un gesto propio de cuando estaba nerviosa. Él la miró y Alana se ruborizó. Maldición. No quería ponerse en evidencia delante de Pascal.
–Tu pelo está perfectamente… arreglado –dijo él con una media sonrisa.
¿Se estaba riendo de ella? En ese momento recordó lo que Rory le había comentado y dejó caer la mano.
–¿Es cierto que has pedido que te entreviste yo?
Él se encogió de hombros despreocupadamente.
–Es cansado, pero de vez en cuando tengo que ceder a las demandas de la prensa. Así que, sí, he pedido que vengas tú… con la esperanza de que, si eres tú quien me pregunta, quizás sea una experiencia más divertida de lo habitual.
Su mirada era cálida y sensual. Alana se sintió atacada como profesional ante aquellas formas. No obstante sonrió a pesar de que un fuego se estaba desatando en su interior. Trató de ignorar la reacción de su cuerpo.
–Señor Lévêque, si piensa que sólo por que soy una mujer voy a limitarme a preguntarle cuál es su color favorito, está muy equivocado –dijo recuperando el trato de usted para marcar distancia.
Si era necesario, se quedaría toda la noche despierta investigando la vida de aquel hombre.
La mirada de él se tornó fría y Alana se estremeció.
–Y si tú piensas que por ser una mujer voy a desconfiar de tu profesionalidad, estás aún más equivocada. El interés que pueda sentir es puramente profesional. He revisado tu trabajo y me ha impresionado.
Aquel comentario pilló completamente desprevenida a Alana y le entraron ganas de disculparse. Sin embargo la mirada de Pascal era gélida. Debía de ser horrible como enemigo.
–Bueno, yo… Es que no había pensado que… –comenzó a decir, pero él cortó la posible disculpa.
–Como ya he dicho, mi interés es puramente profesional… en lo que se refiere a la entrevista. Sin embargo… –dijo, y se acercó más a ella. El tiempo se detuvo. Alana inspiró. La mirada de Pascal se volvió ardiente y ella se sintió desorientada–. No puedo prometer que mi interés no vaya más allá.
Como ya le había pasado en el estadio, a Alana le dio la sensación de que la multitud había desaparecido. La adrenalina estaba recorriendo su cuerpo y sintió la urgencia de escapar.
–Señor Lévêque. Lo siento mucho, pero verá…
–¿Estás casada? –le soltó bruscamente. Alana se quedó impresionada.
–Sí –contestó sin pensar, y vio cómo los ojos que tenía frente a ella se ensombrecían. ¿Qué efecto tenía aquel hombre en su cerebro?–. No, quiero decir, estuve casada –añadió. Se mordió el labio y miró a su alrededor desesperada. Estaba deseando que Rory regresara. Volvió a mirar a Pascal y encontró un brillo nuevo en sus ojos. ¿Cómo demonios habían entrado en un terreno tan personal? De repente recordó sus palabras: «No puedo prometer que mi interés no vaya más allá».
Un torrente de recuerdos y de antiguas sensaciones invadió la mente de Alana. Aquella fiesta era demasiado parecida a su pasado y sintió claustrofobia.
–Estaba casada. Mi marido murió hace dieciocho meses –añadió tras inspirar profundamente.
Pascal fue a decir algo, pero justo en ese momento las plegarias de Alana fueron escuchadas y Rory regresó con las bebidas. Le entregó una copa de champán a ella y un vaso con un licor que parecía whisky a él.
Alana dejó la copa sobre una mesa cercana y derramó parte de ella. Abrió el bolso y sacó el teléfono móvil. Diez llamadas perdidas.
–Estoy en un apuro –gimió, y se volvió hacia Rory–. Me tengo que ir –añadió, y miró por un instante a Pascal–. Lo siento, pero llego tarde a otro compromiso.
Dio unos pasos atrás, haciendo caso omiso a la expresión del rostro de Rory. Se chocó con otro invitado y pidió disculpas. Se volvió a toquetear el pelo. Estaba muy nerviosa y a punto de perder los papeles.
–Encantada de… haberlo conocido, señor Lévêque. Estoy deseando entrevistarlo –concluyó, aunque era mentira.
–Igualmente –contestó él con una sonrisa enigmática–. Á demain, Alana. Hasta mañana.
Resultaba desconcertante tratar de mantener una conversación coherente cuando Pascal acababa de tener el ataque de deseo más fuerte de su vida. A pesar de la feliz noticia de que Alana no estaba casada, la mente de Pascal no podía detenerse. ¿Con quién se habría ido, adónde? ¿Sería una cita?
–¿Y qué es lo que le ha hecho decidirse por Alana Cusack para la entrevista? –le preguntó Rory Hogan, el director de los informativos deportivos del canal nacional y jefe de Alana. Aquel hombre le estaba empezando a poner nervioso. En parte porque no dejaba de adularlo y en parte porque le estaba recordando el corto trayecto en coche desde el estadio a la fiesta. Durante el recorrido había tratado de borrar a Alana de su mente, pero no había logrado evitar hacer unas llamadas para averiguar quién era exactamente. Finalmente había terminado solicitándola para la entrevista.
–Me he decidido porque es la mejor reportera que tiene, por supuesto.
–Bueno, gracias. Sí, es buena. De hecho nos ha sorprendido a todos –dijo, y se acercó un poco más a Pascal. Se notaba que cada vez estaba más borracho–. La cosa es que sólo le dimos una oportunidad porque era quien era.
–¿A qué se refiere? –preguntó con curiosidad aunque intentó fingir indiferencia.
Rory soltó una carcajada y rodeó con el brazo a Pascal.
–¿Ve a todas las mujeres que hay aquí? –preguntó.
Estaban rodeados. Pascal puso una expresión de disgusto. Aquellas fiestas siempre atraían a mujeres que estaban a la caza de deportistas millonarios o con tarjetas de crédito infinito. Las mujeres que ya habían conseguido casarse con uno miraban con desdén a las que lo intentaban, pero eso no las convertía en menos peligrosas.
–Bueno, pues Alana era una de ellas. La reina, de hecho. Estaba casada con Ryan O’Connor –explicó Rory.
Pascal inspiró impresionado. Incluso él había oído hablar del legendario jugador de fútbol. Aquella historia no le pegaba nada con la mujer discretamente vestida de negro y de cuidada melena rubia que acababa de marcharse.
–La boda fue la mayor que se había celebrado en Irlanda en años. Fue la primera gran boda de un famoso. El equipo irlandés de fútbol estaba en racha y consideraban a Alana su mascota porque iba a todos los partidos. Era el matrimonio ideal, una época preciosa… hasta que ella lo estropeó todo –dijo Rory sonrojado. No había quien lo parara–. Bueno, no quiero decir que ella personalmente fuera la responsable, pero…
–¿Qué quiere decir? –preguntó Pascal tratando de recordar lo que sabía del futbolista. Estaba impresionado con la historia.
–Bueno, ella lo abandonó, ¿o no? Sin motivo alguno. Entonces Ryan se descarrió. La suerte de Irlanda se acabó. Y después él se mató en un accidente de helicóptero justo antes de que el divorcio llegara a término. Nosotros acabamos dándole el trabajo porque fue tremendamente insistente y conoce perfectamente el mundo del deporte, desde dentro y desde fuera. Lo lleva en la sangre, su padre también jugó en la selección de rugby de Irlanda.
Pascal comparó la imagen que tenía de Alana con la de las mujeres que lo rodeaban en aquel momento, enfundadas en vestidos tan cortos que dejaban poco a la imaginación. Se había marchado sonrojada y toqueteándose nerviosamente el pelo. Había sido justamente aquella actitud la que había despertado su deseo. Había tenido la sensación de que ella también se había derretido bajo aquella apariencia tan fría.
El hecho de que hubiera pertenecido a aquel grupo de mujeres disgustó a Pascal. Era evidente que Alana no había coqueteado con él. A menos que tuviera una estrategia. En tal caso estaba preparado para descubrirlo, para jugar con ella y ver hasta dónde estaba dispuesta a llegar y él se largaría cuando ya hubiera obtenido lo que quería. Una cosa estaba clara, quería seducirla urgentemente.
Al día siguiente Alana se miró en el espejo del servicio de mujeres del estudio. Se arregló la melena por enésima vez porque, aunque odiara reconocerlo, estaba nerviosa. Se hizo una coleta, como siempre que trabajaba, y se recogió los mechones que quedaron sueltos. Se inclinó para revisar el maquillaje. Había tenido que ponerse más de lo habitual para ocultar las ojeras. La noche anterior había llegado tarde a casa y se había puesto a buscar toda la información posible sobre Pascal Lévêque. Lo cierto era que no había logrado demasiada. Era rara la vez que concedía una entrevista, la anterior había sido dos años atrás. Era el director ejecutivo de Banque Lévêque y había alcanzado aquel puesto a una edad muy temprana. En aquel momento, bien entrado en la treintena, había logrado transformar un pequeño y anticuado banco en una de las instituciones financieras más influyentes del mundo.
Alana se dio cuenta de que estaba ruborizada y se echó unos polvos más para disimular. Apenas si se sabía nada de la infancia o la familia de Pascal, sólo que había nacido en uno de los suburbios de París y que era hijo de madre soltera. Nada sobre su padre.
Sonrió con ironía. No le hubiera sorprendido mucho descubrir que era un hombre casado. Sabía por experiencia que el sagrado sacramento del matrimonio era un aliciente más para muchos hombres a la hora de coquetear con otras mujeres. Dejó de intentar disimular el rubor. Si seguía pintándose, parecería un payaso. Se miró a los ojos y no le gustó el brillo extraño que halló.
En todas las fotos que había encontrado de Pascal en Internet había aparecido abrazado a mujeres espectaculares. Daba la sensación de que había sido cortejado por un número indecente de actrices de renombre, modelos y mujeres florero. Eso sí, ninguna mujer aparecía en más de una foto.
Era evidente de que se trataba de un seductor en serie y buen conocedor de las mujeres. Un donjuán con mayúsculas. Y Alana Cusack, que provenía de una buena y sencilla familia de clase media, con un cuerpo y una cara relativamente bonitos, no jugaba en aquella liga. Ni de lejos.
Él era rico. Poderoso. Un hombre de éxito que sólo jugaba para ganar. Era la encarnación de todo aquello que Alana había jurado que no volvería a entrar en su vida. Recogió el maquillaje y se miró por última vez. Había escogido un traje de chaqueta y pantalón azul marino junto con una camisa de seda de color crema. Se había abotonado hasta arriba para parecer ante todo profesional. Se colocó el collar de perlas falsas. Con un poco de suerte Pascal habría seducido a alguna de las mujeres de la fiesta la noche anterior y ni siquiera recordaría que había mostrado cierto interés por ella.
–Vamos a empezar, ¿de acuerdo? –propuso Alana con eficiencia cuando Pascal entró en el estudio. Sin embargo percibió cómo algo acababa de cambiar en el ambiente. Se podía palpar la tensión. Alana no había notado un magnetismo igual nunca.
El asesor de imagen de Pascal le había pasado una breve nota en la que le advertía que no se adentrara en temas personales y que, bajo ningún concepto, le preguntara sobre sus relaciones con las mujeres. Como si Alana hubiera tenido la intención…
–Dame un par de minutos. Necesito volver a comprobar las luces –le contestó Derek. Alana murmuró algo contrariada sin motivo. Quería que aquello acabara lo antes posible.
–¿Te acostaste tarde anoche? –le soltó Pascal.
Alana alzó la mirada y se dio cuenta de que nadie salvo ella había oído la pregunta. Le molestó el tono de confidente que acababa de emplear. Hacía sólo veinticuatro horas que lo conocía. Tenía que cortar aquellas confianzas de raíz. Miró fijamente a Pascal, a pesar de los escalofríos que estaban recorriendo su cuerpo.
–No –replicó en un tono gélido–. No especialmente, ¿y usted? –replicó. ¿Por qué demonios le acababa de hacer esa pregunta?
Él sonrió, lenta y lánguidamente. Alana estuvo a punto de desmayarse. Apretó los dientes. Pascal, de nuevo, tenía una presencia impecable: traje negro, camisa de un color pálido y corbata de seda. El aspecto propio del exitoso hombre de negocios que era.
–Yo me fui a la cama pronto tras tomarme un vaso de leche con cacao y soñé contigo y tu camisa abotonada hasta arriba –contestó. Y antes de que ella pudiera reaccionar al comentario, un brillo especial iluminó los ojos de Pascal–. Veo que has variado de modelo. ¿Tienes un traje diferente para cada día de la semana?
Alana se ruborizó sin poder controlarlo. Estaba tan furiosa porque estuviera intentado jugar con ella, que se quedó sin palabras.
–Todo listo, Alana. Estamos preparados para empezar –le anunció Derek, y logró así que se le enfriara la sangre.
Miró detenidamente a Pascal mientras luchaba para recuperar el control sobre sí misma. No había dejado de mirarla ni un instante y en aquel momento tenía una inocente sonrisa dibujada en los labios. Con gran esfuerzo Alana logró calmarse e iniciar la entrevista. Después de las primeras preguntas y de las respuestas incisivas e inteligentes de Pascal, ella comenzó a relajarse. Había encontrado una estrategia que estaba funcionando: mirarlo sólo cuando era estrictamente necesario.
Y funcionó hasta que él dijo:
–Siento que no está conectando realmente conmigo.
Alana alzó la mirada.
–¿Perdone?
Pascal sonrió con picardía.
–No siento la conexión.
Alana era consciente de que estaban rodeados de gente que los contemplaba con interés. Tuvo ganas de levantarse y largarse, o mejor aún, de pegarle una bofetada para borrar aquella estúpida e intensa mirada.
–Lo siento. ¿Y cómo puedo ayudarlo a sentir… esa conexión?
Pascal la miró de tal manera que las palabras sobraron.
–Me serviría de ayuda que mantuviera el contacto visual –sugirió.
Alana oyó unas risitas y sintió una desazón bien conocida. Nunca faltaba un recordatorio de que había gente que estaba deseando verla fracasar.
–Desde luego –replicó con una sonrisa radiante.
La entrevista iba a tomar un rumbo totalmente distinto porque Alana no iba a permanecer inmune a aquella mirada, y Pascal lo sabía. A medida que las preguntas se sucedían, Alana iba sintiéndose absorbida por un extraño magnetismo. La sensación de que la estaba atrapando una red demasiado íntima se estaba convirtiendo en insoportable.
En un intento desesperado por llevarlo a su terreno, Alana se desvió del guión.
–¿Cómo desarrolla un chico de los suburbios de París su interés por el rugby? ¿No se considera un deporte propio de las clases medias?
Pudo sentir la tensión de Rory y la del asesor de imagen de Pascal, pero ninguno de los dos intervino. Evidentemente, a diferencia de otros famosos, Pascal Lévêque era un hombre que se bastaba solo. Era capaz de controlar cualquier situación. Por primera vez en toda la entrevista, no contestó inmediatamente. Se limitó a mirarla y sonrió con cierta tensión. Alana se estremeció con miedo.
–Veo que ha estado investigando.
Ella asintió sin dejar de arrepentirse por haber sacado un tema tan personal.
–Fue por mi abuelo –contestó él finalmente.
–¿Su abuelo?
Pascal asintió.
–Me llevaron a vivir con él al sur de Francia cuando llegué a la adolescencia –añadió encogiéndose de hombros–. Un adolescente y los suburbios de París no son una buena combinación.
Hubo algo en la mirada de Pascal que hizo que Alana sintiera ganas de decirle que no hacía falta que dijera nada más y se extrañó ya que nunca le había costado plantear preguntas difíciles. No sabía por qué aquella cuestión tenía tanto trasfondo, pero Pascal continuó hablando como si la tensión entre ellos hubiera desaparecido.
–Mi abuelo estaba metido en la liga de rugby. Era una liga pequeña, pero muy unida a la historia de Francia. Él logró inculcarme el amor a este deporte en todas sus variantes.
Alana no tuvo duda de que había tocado un tema muy personal y algo en la mirada de Pascal la advirtió de que, si seguía por ese camino, estaría jugando con fuego. Pero de repente a ella le entraron unas ganas locas de profundizar.
–¿Y nunca ha considerado jugar usted mismo?
Él negó con la cabeza. Sus ojos negros brillaron con fuerza, pero seguían inescrutables.
–Enseguida descubrí que se me daba bien utilizar la cabeza y hacer dinero. Prefiero dejar que sean los profesionales los que se embadurnen en el barro.
Alana se ruborizó. ¿Acaso estaba insinuando que ella estaba jugando sucio por entrar en el área prohibida de su pasado personal? Miró hacia abajo un instante para recomponerse y se dio cuenta de que aún había muchas preguntas en el guión. Y las planteó. Después, justo cuando iba a darle las gracias y a despedirlo, Pascal se echó levemente hacia delante y la interrumpió.
–Ahora soy yo quien tiene una pregunta –le soltó.
–¿Ah, sí? –preguntó aterrorizada.
La mirada de Pascal ya no era ni tan oscura… ni inescrutable.
–¿Quiere cenar conmigo esta noche?
Alana se quedó petrificada. Y enfadada de que le estuviera haciendo semejante proposición delante de todo el equipo. La cámara aún estaba grabando. La tensión flotaba en el estudio.
Fingió una sonrisa, pero sus palabras sonaron forzadas.
–Me temo, señor Lévêque, que mi jefe no aprueba que mezclemos el trabajo con el placer.
Rory dio un paso al frente e indicó al equipo que empezara a recoger.
–No seas tonta, Alana, ésta es una situación especial y estoy seguro de que estás encantada de mostrarle al señor Lévêque nuestra gratitud por habernos cedido tiempo de su apretada agenda para esta entrevista –dijo el jefe.
Pascal se recostó en la silla satisfecho.
–Es mi última noche en Dublín. Pensaba que sería agradable ver algo de la ciudad. Me gustaría tu compañía, Alana, pero si insistes en decir que no, por supuesto lo entenderé –dijo recuperando el tuteo y poniéndose en pie. Miró a Rory mientras se estiraba los pantalones–. ¿Puedes mandar la cinta de la entrevista a mi hotel? Estoy seguro de que no hay ningún problema, pero me gustaría tener la oportunidad de aprobar todo el contenido si saco un rato.
La mirada asustada de Rory dejó bien claro que Alana tenía en sus manos la posibilidad de evitar que Pascal les denegara en permiso de emisión. Se puso en pie también e intervino antes de tener tiempo para arrepentirse.
–No será necesario, señor Lévêque. Estaré encantada en cenar con usted. Será un placer.
NO ME gusta sentirme manipulada, señor Lévêque.
Pascal miró el perfil de la mujer que estaba sentada en el otro extremo del asiento de atrás del coche. Tuvo que controlarse para no demostrarle lo mucho que le gustaría en realidad sentirse «manipulada». Estaba claro que ella también era consciente de la tensión sexual que había entre ellos. En un momento dado de la entrevista, cuando ella había ido muy lejos, tal vez demasiado lejos, sus miradas se habían encontrado durante unos segundos y había descubierto deseo en aquellos pozos verdes, aunque Alana lo negara.
–Yo prefiero considerarlo como un sutil empujoncito.
Ella lo miró inmediatamente y soltó una queja.
–No ha tenido nada de sutil. La amenaza de negarnos los derechos de emisión de la entrevista ha estado muy clara, señor Lévêque.
–Que es algo que todavía ahora podría hacer sin problema –puntualizó. Alana se giró aún más para mirarlo. Sus ojos despedían rayos y centellas. Pascal sintió una descarga de adrenalina. Estaba harto de que todo el mundo le rindiera pleitesía. Y aquella brujilla de ojos verdes no parecía dispuesta.
–¿Es ésta la manera en la que normalmente lleva sus negocios? –le preguntó sin importarle que la oyera el chófer.
En un rápido movimiento Pascal se acercó a ella, quien se echó hacia atrás bruscamente. Pudo oler aquella esencia única que ya era capaz de reconocer. Pascal estiró un brazo sobre el respaldo y su mano quedó demasiado cerca de la cabeza de Alana. Pascal estaba levemente inclinado sobre ella y sus anchas espaldas tapaban la luz tenue del atardecer. De repente pareció que estaban solos los dos en el mundo.
–Lo que tú me haces sentir no tiene nada que ver con los negocios. Y, digamos que, normalmente, no me suele hacer falta recurrir a amenazas para que las mujeres acepten una invitación a cenar.
Alana se preguntó cómo debía reaccionar. Tenía la sensación de que algo inevitable iba a suceder.
–No, por lo que he visto en los archivos, no parece que le suela hacer falta.
–Dime, Alana. ¿Por qué tantas reticencias para cenar conmigo?
«¿Y tú por qué estás tan empeñado?», pensó, y estuvo a punto de gritárselo. Tenía las manos sobre el regazo hasta que Pascal, antes de que ella pudiera evitarlo, se las agarró y entrelazó sus dedos con los de ella. Alana tuvo ganas de dejarse llevar y un deseo intenso la estremeció.
–Yo… ni siquiera te gusto –dijo olvidándose del trato de usted que había empleado para mantener las distancias.
–No me conoces lo suficiente como para saber si me gustas o no. Y lo que está pasando entre nosotros ahora mismo es mucho más que gustar.
Era lujuria en estado puro. No hacía falta que lo dijera.
–Yo…
Pascal la apretó con fuerza. Alana miró hacia abajo, estaba muy confundida. Vio sus manos pequeñas y pálidas entre las manos grandes y morenas de él. Haciendo un esfuerzo sobrehumano consiguió liberarse y alejarlas del alcance de Pascal. Se atrevió a mirarlo a los ojos, a pesar de que era consciente de que se iba a mostrar cautivada. Estaba cautivada. Ryan nunca la había mirado nunca de esa forma tan carnal y además la herida que le había dejado aún estaba abierta. Sin cicatrizar.
Pascal seguía muy cerca y le retiró un mechón de pelo de la cara.
–Me gusta tu pelo suelto.
–Mira, Pascal…
Tuvo una extraña sensación al llamarlo por su nombre. Él dejó caer la mano.
–Alana, es sólo una cena. Vamos a comer algo, a charlar y después te llevaré a casa.
–Vale –contestó, aunque estaba decidida a pillar un taxi para volver a casa. Después nunca más volvería a ver a Pascal.
El coche se detuvo frente a uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Se bajaron y entraron. Todo el mundo los miró al pasar y Alana fue consciente del interés que estaban despertando. Aquél era un punto negativo más en la lista de las cualidades del hombre que la acompañaba.
–No tienes de qué preocuparte, Alana. No me hago ilusiones. Ya sé que esta cena para ti es sólo parte de tu trabajo –dijo cuando se sentaron. Alana se limitó a mirarlo y él arqueó una ceja–. Has insistido en recogerme en mi hotel, en vez de dejar que fuera a buscarte a casa. No te has cambiado de ropa.
–No he tenido tiempo de cambiarme. Y sí, para mí esto es trabajo –contestó tensa. Se sentía muy vulnerable–. Ya he tenido la experiencia de vivir muy expuesta a la opinión pública y no estoy dispuesta a que me vuelva a suceder. Estar aquí contigo, que me vean contigo simplemente, me puede colocar en una situación incómoda. No quiero que la gente piense que estamos teniendo una cita –añadió, y se recostó. La mirada de Pascal se ensombreció y el corazón de Alana comenzó a latir con fuerza.
–Así que sueles tener citas, ¿no, Alana?
–No.
–Pero estuviste casada con Ryan O’Connor.
–No has tenido que investigar mucho para enterarte –repuso a pesar de que se sentía muy frágil.
–No más de lo que tú has investigado sobre mi vida.
–Era para una entrevista profesional.
–¿Te tengo que recordar que tus preguntas no han seguido precisamente el guión?
Alana se ruborizó. El destello en los ojos de Pascal era mitad hielo, mitad fuego.
–Has de saber que, si respondes a la prensa, siempre corres el riesgo de que se te hagan preguntas fuera de guión –replicó a la defensiva. Él inclinó la cabeza.
–Por supuesto, no soy tan ingenuo. Pero no sé por qué no me había imaginado esa actitud de ti.
Aunque fuera ridículo, Alana se sintió herida y culpable. Pascal tenía razón, en otras circunstancias, con otra persona que no la hubiera apretado tanto las tuercas, no se habría salido del guión.
En ese momento apareció la camarera. Los dos pidieron pescado y una botella de vino blanco. Una vez que los dejó de nuevo a solas, Pascal se puso recto.
–Te puedes decir a ti misma que ésta es una cena de trabajo, Alana, pero yo no te he pedido que me acompañes para hablar de trabajo. Es un tema que me resulta realmente aburrido cuando hay cuestiones mucho más interesantes de las que hablar…
–¿Como por ejemplo? –preguntó engatusada por aquella mirada fría, pero que albergaba una oscura promesa.
–Por ejemplo, dónde estuviste anoche ya que no tienes citas –replicó tras beber un sorbo de vino. Alana lo imitó, se le había secado la boca.
La tensión pasó a un segundo plano porque Alana se estaba derritiendo literalmente y no lo podía evitar. Algo en ella estaba respondiendo a las señales de Pascal y era muy difícil no ceder un poco. Así que accedió a contarle la fiesta de cumpleaños de su hermano. Aquello desvió la conversación hacia sus seis hermanos y hermanas. Y hacia sus padres.
–¿Están todos felizmente casados y con hijos?
Alana sonrió ante la mirada de horror de Pascal. A mucha gente le sorprendían las familias numerosas irlandesas. Asintió, pero por dentro volvió sentirse culpable una vez más. Ella era la oveja negra de la familia.
–Mi familia es el vivo ejemplo de una gran familia. Tengo un abuelo, un total de quince sobrinos y mis padres llevan felizmente casados más de cincuenta años –explicó sobreponiéndose a sus sentimientos.
–¿Y cuál es tu lugar?
–Yo soy la niña pequeña. Soy la hija menor, me llevo diez años con el anterior hermano. Por lo visto soy fruto de un afortunado desliz. La distancia en edad con mis hermanos ha hecho que, a pesar de pertenecer a una gran familia, a veces me haya sentido como una hija única. Recuerdo estar casi siempre sola con mis padres.
Alana se quedó en silencio pensando en sus padres. Cada vez estaban más mayores y delicados, sobre todo su padre. El año anterior le habían tenido que poner un triple by-pass. Debido a que sus hermanos estaban muy ocupados con sus propias familias, el cuidado y la preocupación sobre los padres recaía sobre todo en ella. A Alana por supuesto no le importaba. Sin embargo, se daba cuenta de que ellos estaban preocupados por ella ya que querían verla establecida como sus hermanos. Sobre todo después de Ryan.
Alana probó el café y evitó la mirada penetrante de Pascal. Tenía la sensación de que le estaba adivinando el pensamiento. Ojalá el café despejara los efectos del vino, que había sido como un néctar embriagador. Se había quitado la chaqueta y el tacto de la seda de la camisa le estaba resultando realmente sensual. Se dio cuenta de que resultaba muy fácil charlar con Pascal Lévêque. Era atento, encantador, mostraba interés… y era un hombre interesante.
–¿Entonces qué te pasó? –le preguntó con suavidad sacándola de sus pensamientos.
–¿A qué te refieres?
–A tu matrimonio. Estabas a punto de divorciarte cuando tu marido murió, ¿no es así?
Inmediatamente el encanto del momento se desvaneció y Alana se puso en alerta. Se echó por encima la chaqueta como si estuviera buscando algún tipo de protección.
–Ya veo que tu fuente de información no se ha quedado en lo superficial y ha entrado en detalles –dijo secamente. Pascal se quedó boquiabierto.
–No te estoy juzgando ni nada por el estilo, Alana. Es sólo una pregunta. Ya me imagino que no debió de ser fácil tomar la decisión de divorciarte viniendo de la familia que me has descrito.
Aquel hombre no conocía ni la mitad de la historia. Ni siquiera la familia de Alana la conocía. Se habían quedado tan desconcertados y consternados con el comportamiento de Alana como el resto del país. Y su marido había explotado aquella situación para ganarse todas las simpatías.
Desvió la mirada hasta que recuperó fuerzas para volver a mirar a Pascal.
–Preferiría no hablar de mi matrimonio.
Pascal se vio tentado a presionarla un poco más, pero era evidente que Alana se había cerrado en banda. A medida que había ido avanzando la velada la había visto más y más relajada. Él se había tenido que contener para no observar la deliciosa curva de sus pechos. Seguía sin entender por qué se empeñaba en ir tan tapada.
Decidió no presionarla en aquel momento porque, si lo hacía, la perdería y nunca antes le había intrigado una mujer de aquel modo. Tenía que ser paciente y cuidadoso, no obstante la caza había comenzado.
–No hay problema –dijo con su mejor sonrisa antes de pedir la cuenta. Inexplicablemente la expresión de alivio de Alana le llegó muy dentro.
Pascal no estaba dispuesto a escuchar las protestas de Alana. Insistió en llevarla a su casa, que estaba a sólo diez minutos del restaurante. Era una casa baja pequeña situada en una plazoleta en el casco antiguo de Dublín. El coche era demasiado grande como para pasar y Alana aprovechó para, prácticamente, saltar del coche en marcha. Sin embargo, él también fue rápido en salir y la acompañó caminando hasta la casa.
Cuando llegaron a la puerta, Alana se giró. Era ridículo, pero se sentía asustada, más que de él, de sí misma. Estaban muy cerca. La luna brillaba en el cielo despejado y el viento de febrero era fresco. Sin embargo, ella no tenía frío, sino todo lo contrario. Sabía que, si Pascal intentaba besarla, no iba a ser capaz de resistirse. Y ese pensamiento hizo que se estremeciera. Le echó la culpa al vino. Y al encanto innato y seductor de aquel francés.
De repente Pascal dio un paso atrás y ella uno adelante, como si estuvieran unidos por un hilo invisible. Los ojos de él brillaron como si hubieran percibido y comprendido ese gesto.
Antes de que Alana se diera cuenta, Pascal le estaba besando la mano, tal y como había hecho la noche anterior en la fiesta. Aquel gesto tan pasado de moda le conmovió, pero la dejó desconcertada. Tenía las hormonas disparadas entre el deseo y la tensión. Y fue entonces cuando Pascal, tras una última mirada penetrante, se dio la vuelta y comenzó a caminar de vuelta al coche. Alana pronunció su nombre casi sin querer, a pesar de lo que le estaba diciendo el sentido común, y él se giró.
–Sólo… sólo quería darte las gracias por la cena.
Pascal caminó hacia ella. Por un instante a Alana le dio la sensación de que se estaba acercando para besarla. Dio un paso atrás, fruto del pánico y de la anticipación. Pero él se detuvo al llegar junto a ella. Le retiró un mechón de la cara. Era un gesto que ya había repetido en el coche. A ella le entraron las ganas de girar el rostro para que le acariciara la mejilla, pero la mano de Pascal acababa de dejar de tocarla. Sus ojos brillaban en la oscuridad.
–De nada, Alana. Pero no te confíes. Nos volveremos a encontrar, te lo prometo.
Se dio de nuevo la vuelta y regresó al coche. Entró, cerró la puerta y el coche desapareció. Alana se quedó paralizada, boquiabierta.
A pesar de que se había estado repitiendo a sí misma que no estaba interesada en aquel hombre, tenía que admitir que era mentira. Pascal había traspasado el muro que había construido tras la boda con Ryan O’Connor, cuando su vida se había convertido en una pesadilla. Era aterrador que en el plazo de veinticuatro horas, se sintiera decepcionada porque un hombre que apenas conocía se hubiera marchado sin besarla. La actitud fría que la caracterizaba, que escondía cada amarga decepción, cada sueño roto, de repente se estaba tambaleando.
La mañana siguiente, mientras se tomaba un té de pie en su pequeña cocina, Alana se sintió más tranquila. No tenía más que mirar a su alrededor, a su casa diminuta para notar que pisaba tierra firme. Aquélla era la realidad. Aquello era lo que se había podido permitir después de la muerte de Ryan. A pesar de lo que la gente pensara, no había heredado millones después de que su marido, la estrella de fútbol, hubiera muerto en el accidente.
Todavía estaba recuperándose emocional y económicamente de los cinco años de matrimonio. Las heridas emocionales sabía que cicatrizarían algún día, los problemas económicos la iban a mantener en aquella casa mínima y trabajando duro durante mucho tiempo. Lo cierto era que Ryan había dejado deudas astronómicas y, como el divorcio no se había consumado antes de su muerte, en aquel momento eran responsabilidad de Alana. La venta de la mansión en el lujoso barrio de Dalkey, apenas si había cubierto algunos préstamos.
Alana apuró el último trago de té y enjuagó la taza. Era consciente de que el orgullo no era una virtud, pero al menos le había servido para no perder totalmente la dignidad. Nunca le había confiado a nadie la situación desesperada en la que se había hallado su matrimonio, ni el día en el que había entrado en su dormitorio y se había encontrado a Ryan junto a tres mujeres que habían resultado ser prostitutas. Todos estaban puestos de cocaína. Él había estado tan fuera del mundo que ni siquiera se había dado cuenta de que había llevado a sus invitadas al dormitorio de Alana. Para entonces ya llevaban tres años durmiendo en habitaciones separadas.
Aquel día la humillación había llegado al límite. La presión de tener que mantener la fachada de un matrimonio feliz se había vuelto insoportable. Alana se había marchado y había solicitado el divorcio.
Pero su astuto marido se había asegurado de que pareciera que había sido ella quien lo había abandonado fríamente. Alana no había sospechado nada cuando Ryan se había ofrecido amablemente a mudarse de casa, pero debería haberlo adivinado. El hombre con el que se había casado se había transformado en una persona completamente distinta cuando había empezado a ganar grandes sumas de dinero y se había convertido en una estrella nacional.
A Alana se le había roto el alma al reconocer que su matrimonio había fracasado. No había querido contarle a nadie aquella verdad tan espantosa. No obstante, aunque hubiera querido no se hubiera atrevido ya que la salud de su padre era muy frágil y su madre estaba completamente centrada en él. Además, por aquella época, a una de sus hermanas le habían diagnosticado cáncer de pecho. Alana, al separase se había mudado a casa de su hermana para ayudar a su cuñado con sus tres hijos durante los meses en los que Màrie había recibido tratamiento. Sus problemas matrimoniales habían pasado a un segundo plano y ella lo había agradecido. Había ocultado sus verdaderos sentimientos.
Había sucedido tal y como Pascal había intuido la noche anterior. Le había resultado muy difícil, rodeada de hermanos felizmente casados, ser la única que había fracasado en el matrimonio y preocupar tanto a sus padres. Era evidente que no tenía buen criterio respecto a los hombres. No podía confiar en ella en ese tema. Y Pascal Lévêque había hecho sonar todas las alarmas.
Alana bruscamente agarró las llaves y el abrigo. No estaba dispuesta dejar que su mente siguiera la ruta equivocada, la de ceder a los avances de Pascal Lévêque. Además, estaba claro, que en aquel momento, él ya se habría olvidado completamente de la irlandesita que le había llamado la atención durante apenas treinta y seis horas.
Treinta y seis horas. Eso había sido todo. Pero no había sido bastante. Pascal estaba de pie asomado a la ventana de su despacho de París, situado en el barrio de La Dèfense.
Alana Cusack estaba ocupando un espacio en su mente que normalmente estaba reservado a las cifras y los hechos. Habitualmente Pascal no tenía ningún problema en aparcar los pensamientos sobre las mujeres a un lado. No solía pensar en ellas durante el día. Sólo las necesitaba para el placer, para un placer fugaz. Siempre le había gustado sentirse libre, así como la emoción de la conquista. Sin ataduras, sin compromiso.
Pero en aquel momento una brujilla de ojos verdes, cargada de preguntas impertinentes le había despertado un deseo incontenible. Tenía que sacarse a aquella mujer de la cabeza. Se tenía que demostrar a sí mismo que el deseo había aumentado sólo porque ella llevaba una coraza y se había mostrado misteriosa. El hecho de que hubiera estado casada lo intrigaba. Era evidente que se había quedado asustada después del matrimonio. ¿Estaría ahí la explicación de que estuviera tan tensa, tan alerta y a la defensiva? ¿Estaría penando aún por su difunto esposo?
Pascal, impaciente, se pasó la mano por el pelo. ¡Suficiente! Se dio la vuelta y llamó a su secretaria personal. Ella escuchó las instrucciones y apuntó todos los detalles. Era lo bastante profesional como para no decirle a Pascal que lo que acababa de pedirle no estaba en absoluto dentro la normalidad.
Porque no lo estaba.
–Hay algo para ti en tu mesa, Alana.