¿En tu rancho o en el mío? - Kathie Denosky - E-Book
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¿En tu rancho o en el mío? E-Book

Kathie Denosky

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Beschreibung

Afortunado en el juego y en el amor. Una simple partida de póquer había convertido a Lane en el propietario del rancho Lucky Ace. El único obstáculo que se le presentaba para hacerlo su hogar permanente era la copropietaria, Taylor Scott, que era muy bonita, pero que estaba decidida a quedarse con la propiedad. Para colmo, se había ido a vivir… con él. Lane solo encontró una solución: jugarse el rancho en otra partida de cartas. Pero hasta entonces… ¿por qué no pasar un buen rato juntos?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Kathie DeNosky

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

¿En tu rancho o en el mío?, n.º 1999 - septiembre 2014

Título original: Your Ranch… Or Mine?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4579-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

Lane Donaldson no pudo evitar echarse a reír al ver a sus cinco hermanos comportándose como verdaderos tontos.

Era extraña la reacción que un bebé podía provocar en adultos inteligentes. Debía admitir que él no era diferente. También había puesto caras raras y emitido soniditos con el fin de hacer sonreír a la criatura.

Había invitado a la familia y a los amigos a una barbacoa para celebrar que había ganado en una partida de póquer el rancho Lucky Ace. Pero como su sobrino había nacido hacía unos meses, se celebraba también que hubiera un nuevo niño en la familia.

–Vais a asustar al pobre Hank –se quejó Nate Rafferty mientras sonreía al pequeño, que se hallaba en los brazos de su hermano Sam.

Nate y Sam eran tan distintos como el día y la noche, a pesar de ser los únicos hermanos biológicos del grupo de chicos que se habían criado en el rancho Last Chance. Mientras que Sam estaba felizmente casado y con un hijo de tres meses; Nate salía con tantas chicas como le era posible. De hecho, de los cuatro solteros recalcitrantes, incluido él mismo, Nate era el más reacio en sentar la cabeza.

–¿Y tú crees que con esa sonrisa bobalicona no le asustas, Nate? –dijo Ryder McClain riendo–. Me asustas más que los toros con los que tengo que vérmelas todos los fines de semana.

Ryder, jinete de rodeo en la modalidad monta de toro, era uno de los hombres más valientes que Lane había tenido el privilegio de conocer. Ryder también era el más despreocupado y más fácil de tratar de los cinco hermanos de acogida.

–Y tú, Ryder, ¿cuándo vas a ser padre? –preguntó T. J. Malloy antes de echar un trago de la botella de cerveza que tenía en la mano.

T. J. Malloy había sido un jinete de éxito en los circuitos de rodeo en la especialidad de caballo con montura. A los veintiocho años había dejado el rodeo y ahora se dedicaba a la cría y entrenamiento de caballos para el reigning, un deporte ecuestre y una de las disciplinas de la Monta Western.

–El médico nos dijo el otro día que, a partir de ahora, puede ocurrir en cualquier momento –respondió Ryder lanzando una preocupada mirada a Summer, su esposa, que estaba sentada charlando con Bria, la mujer de Sam, y Mariah, la hermana de Bria–. Y cuanto más se acerca la fecha…

–Nervioso, ¿eh? –intervino Lane con una sonrisa traviesa.

–Mucho –respondió Ryder desviando los ojos hacia su mujer, como si así quisiera asegurarse de que todo iba a ir bien.

–Te entiendo perfectamente, Ryder –declaró Sam asintiendo–. Un mes antes de que Bria tuviera a Hank, miré en el mapa el camino más rápido para ir al hospital e hice la ruta en coche varias veces para asegurarme de que llegaba a tiempo.

–Durante años, los dos habéis ayudado a las vacas a parir –dijo Nate en términos prácticos–. De no haber tenido otro remedio, podrías haber asistido en el parto de Hank, Sam. Y tú, Ryder, podrías hacer de matrona cuando Summer tenga al niño.

Todos lanzaron una mirada de desdén a Nate; después, sacudieron la cabeza y continuaron la conversación.

–¿Qué pasa? –preguntó Nate confuso.

–Cuando llegue el momento, quiero lo mejor para mi esposa, y soy lo suficientemente hombre como para reconocer que yo no soy lo mejor –respondió Ryder con una expresión que no dejaba lugar a dudas de lo que pensaba de la lógica de Nate.

–¿Has dado tu brazo a torcer por fin y le has preguntado al médico si va a ser niño o niña, Ryder? –preguntó Jaron Lambert mirando hacia el otro lado del patio, donde las mujeres estaban sentadas.

–La verdad es que nos da igual si es niño o niña con tal de que esté sano y de que Summer no sufra ningún percance –contestó Ryder sacudiendo la cabeza–. Summer quiere que sea una sorpresa y yo quiero lo que ella quiera.

–Pues yo espero que sea niña –declaró Jaron.

Lane lanzó una queda carcajada.

–¿Sigue Mariah sin hablarte, hermano?

–Todavía está enfadada por lo que dije cuando Sam y Bria nos contaron que iban a tener un hijo.

Jaron y Mariah llevaban discutiendo desde que se enteraron de que Bria y Sam iban a ser padres. Jaron había asegurado que iba a ser niño, en tanto que Mariah había insistido en que iba a ser niña. Al parecer, a Mariah no le había sentado bien el regodeo de Jaron por haber acertado.

–Sí, a las mujeres no les gusta que un hombre tenga la razón –comentó Lane sonriendo.

–Vaya, habló Freud –Lane se echó a reír.

–¿Por qué no dejas de marear la perdiz e invitas a esa chica? –preguntó Lane.

–Ya te lo he dicho en varias ocasiones, soy demasiado mayor para ella –respondió Jaron de mala gana.

–Eso es una tontería y lo sabes perfectamente –interpuso T. J.–. Solo le llevas ocho años. Quizá fuera distinto cuando tú tenías veintiséis y ella dieciocho, pero ella ahora tiene veintitantos. La diferencia de edad ya no importa.

–Exacto. Y, además, no creo que fuera a rechazar la invitación –añadió Ryder–. Le gustas desde que te conoció, aunque no consigo comprenderlo.

Interesándose de súbito por la puntera de sus botas, Jaron se encogió de hombros.

–En fin, da igual. No puedo permitirme distracciones en estos momentos, tengo que trabajar duro si quiero ganar el campeonato del mundo.

Iba a competir por tercer año consecutivo en el All-Around Rodeo Cowboy Championship, un campeonato en el que el vaquero debía participar en dos o más modalidades de rodeo.

–Bueno, mientras vosotros tratáis de hacer entrar en razón a Jaron, yo voy a ver si saco a bailar a esa dama –dijo Nate sonriente.

Todos volvieron la cabeza para ver a la mujer a la que Nate se había referido y, de repente, Lane se quedó sin respiración. Algo más alta que la media, la pelirroja en cuestión no era solo bonita, sino deslumbrante. El largo y liso cabello cobrizo contrastaba con su blanca tez blanca.

–¿Quién es esa? –preguntó T. J., que parecía tan perplejo como Lane.

–No sé, es la primera vez que la veo –respondió Lane mirando a su alrededor. No parecía acompañar a ninguno de los invitados.

–Acabará de llegar –dijo Nate–. De lo contrario, nos habríamos dado cuenta.

Mientras Nate se acercaba a la recién llegada, Lane pensó que esa mujer era, sin lugar a dudas, una de las mujeres más bonitas que había visto en su vida.

Cuando la banda de música paró para tomarse un descanso, Lane vio a Nate hablar con la mujer; después, vio a su hermano encogerse de hombros y volver hacia ellos. La mujer les miró desde el otro lado de la pista de baile y luego se acercó a la mesa con la comida y la bebida.

–No parece que hayas tenido mucho éxito, Nate –dijo T. J. riendo.

Nate sacudió la cabeza.

–Debo estar perdiendo mis encantos.

–¿Por qué dices eso? –preguntó Sam–. ¿Acaso ha oído hablar de tu fama de mujeriego?

–No, listillo –respondió Nate a Sam antes de dirigirse a Lane–. Me ha hecho preguntas sobre ti.

–¿Sobre mí? –era lo último que Lane había esperado oír. ¿Qué quería esa mujer saber de él?–. ¿Qué te ha preguntado?

–Quería saber cuánto tiempo llevas viviendo aquí, en Lucky Ace, y si tienes intención de quedarte en el rancho o venderlo –Nate frunció el ceño y volvió la cabeza para mirar a la mujer–. Ni siquiera sabía cuál de nosotros eras. He tenido que decírselo yo.

Lane miró con perplejidad a la desconocida, que estaba examinando la comida. Supuso que debía haber sido una de las espectadoras de alguno de los torneos de póquer en los que él había jugado. Pero, inmediatamente, rechazó la idea. De haber sido así, Nate no habría tenido que indicarle cuál de ellos era.

–Parece que tienes una admiradora, Lane –dijo Ryder sonriendo maliciosamente.

–Lo dudo –contestó Lane sacudiendo la cabeza–. Si ese fuera el caso, Nate no tendría que haberle dicho quién soy.

Todos sus hermanos asintieron.

Tras decidir que no podía pasarse el resto de la fiesta preguntándose quién era esa mujer, Lane respiró hondo.

–En fin, voy a ver a qué ha venido.

–Buena suerte –dijo Jaron.

–Si te va tan mal como a Nate, dímelo para que vaya a probar suerte yo –añadió T. J. riendo.

Ignorando las bromas de sus hermanos, Lane se dirigió a la mesa a la que estaba sentada sola aquella mujer.

–¿Le importa si me siento? –preguntó Lane al tiempo que sacaba una silla para sentarse–. Soy…

–Sé quién es. Usted es Donaldson –se quedó en silencio un momento; después, sin levantar la vista del plato, sacudió la cabeza–. Está bien, siéntese. No serviría de nada que le dijera que sí me importa.

La frialdad de su actitud, su negativa a mirarle directamente, le hizo vacilar. Estaba casi seguro de que no se conocían. ¿Qué podía haber hecho él para ofenderla? ¿Y por qué había irrumpido en su fiesta solo para amargársela?

–Perdone si no me acuerdo, pero… ¿nos conocemos de algo? –preguntó Lane, decidido a averiguar qué pasaba.

–No.

–En ese caso, ¿a qué viene tanta hostilidad hacia mí? –preguntó él directamente, volviendo a arrimar la silla a la mesa. No tenía intención de sentarse si ella no quería estar en su compañía.

–He venido a hablar con usted, pero prefiero no hacerlo delante de sus invitados –dijo ella. Y, cuando sus ojos esmeralda por fin le miraron, brillaban de ira–. Hablaremos cuando haya terminado la fiesta.

Lane examinó sus delicados rasgos mientras trataba de adivinar qué la habría llevado allí. No se conocían. Ella se había presentado a su fiesta sin que nadie la invitara y estaba muy disgustada con él. Y encima, para colmo, se negaba a decirle por qué.

No sabía qué se traía entre manos esa mujer, pero algo quería. Y él iba a descubrirlo, aunque tendría que esperar a que los invitados se hubieran marchado.

Indicando el plato de ella con un gesto, sonrió fríamente.

–La dejaré para que coma tranquila. La veré después de la fiesta.

Al alejarse, Lane se miró el reloj. Como jugador profesional de póquer, había aprendido a tener paciencia. Pero le iba a costar mucho aquella tarde. Estaba deseando que todo el mundo se marchara para ver qué quería esa mujer.

Mientras Taylor Scott esperaba a que los invitados se marcharan, se protegió con el manto de la ira y se recordó que estaba allí cumpliendo una misión. Donaldson era un tramposo y un sinvergüenza con pantalones vaqueros y un sombrero Resistol, tan negro como su corazón. Pero con lo que no había contado era con que fuese tan endiabladamente guapo.

Mientras le veía despedirse de una mujer a punto de dar a luz y de su marido, no pudo evitar notar lo alto que era y el magnífico físico que tenía: sumamente ancho de hombros, cintura estrecha, piernas largas y musculosas y calzado con botas. Parecía un hombre que se pasara la vida haciendo trabajo físico, no sentado durante horas interminables en una mesa de póquer. Pero lo que más le había sorprendido era la calidez y la sinceridad que había detectado en sus ojos color chocolate, rodeados de largas y negras pestañas, eran la clase de ojos en los que una mujer se podía perder sintiéndose al mismo tiempo a salvo.

Taylor sacudió la cabeza. Donaldson podía ser alto, moreno y guapo, pero no era de fiar. Era un tramposo, un engatusador y un ladrón. No era posible que hubiera ganado la mitad del rancho Lucky Ace jugando contra su abuelo sin hacer trampas. Durante más de sesenta años, su abuelo había sido considerado uno de los mejores jugadores profesionales de póquer a nivel mundial, y su abuelo no habría apostado la mitad de su rancho de no haber estado completamente seguro de ganar.

–Vamos adentro –dijo Donaldson tras acercarse a la mesa en la que ella estaba sentada.

–¿Por qué?

Hacía años que no estaba en la casa de su abuelo y no sabía si iba a poder contener las lágrimas.

Donaldson señaló a los de la empresa de catering, que estaban recogiendo.

–Me parece que estaremos más tranquilos en mi despacho –Lane se encogió de hombros–. Pero si usted prefiere…

–De acuerdo, vayamos al despacho –dijo ella poniéndose en pie–. Dudo mucho que usted quiera que nadie más oiga lo que tengo que decirle.

Él se la quedó mirando unos segundos antes de asentir. Después, se apartó para dejarla que le precediera hasta la entrada de la casa.

Taylor sintió la mirada de él en su espalda mientras subía los escalones y cruzaba el porche, pero ignoró el escalofrío de placer que sintió. Había ido a Texas por un motivo. Iba a enfrentarse al hombre que le había robado parte del rancho de su abuelo, le iba a comprar su parte y se iba a dar el gran gusto de echarle de la propiedad.

Pero al entrar en la cocina, una intensa emoción hizo que se olvidara de Donaldson. Casi no pudo soportar estar en casa de su abuelo, consciente de que él ya no estaba allí y no estaría jamás.

–El despacho es por ese pasillo y a la…

–Lo sé –le espetó ella, interrumpiéndole.

Le irritó tremendamente que un extraño le diera direcciones en una casa de la que guardaba los más felices recuerdos de la infancia.

Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas al entrar en el despacho de su abuelo.

–Por favor, siéntese, señorita…

–Me llamo Taylor Scott –respondió ella automáticamente.

Asintiendo, Donaldson le indicó uno de los sillones de cuero delante del escritorio.

–¿Le apetece beber algo, Taylor?

Oírle pronunciar su nombre con esa voz grave le provocó un hormigueo en el estómago, pero respiró hondo para recuperar la compostura mientras se sentaba en el sillón.

–No, gracias.

Él dejó el sombrero en el aparador; después, caminó hacia el escritorio y se sentó en una silla de respaldo alto.

–¿Qué es lo que tiene que decirme?

Quizá, si esperaba a revelar su identidad, podría lograr que él se incriminara y confesara que le había hecho trampas a su abuelo.

–Me gustaría saber qué piensa hacer con su parte de Lucky Ace –declaró ella mirándole a los ojos.

No le sorprendió que la expresión de él fuera impasible. Al fin y al cabo, era un jugador profesional de póquer y ducho en controlar sus emociones.

–No tengo por costumbre hablar de cosas de semejante naturaleza con los desconocidos –respondió él, eligiendo las palabras cuidadosamente.

–Tengo entendido que ganó la mitad de este rancho en una partida de póquer con Ben Cunningham –cuando Donaldson asintió, ella continuó–: He venido a comprarle su parte del rancho.

Él sacudió la cabeza lentamente.

–No está a la venta.

–¿Seguro, Donaldson? La oferta que voy a hacerle es sumamente generosa.

–Por favor, llámeme Lane –dijo él sonriendo, y a ella le dio un pequeño vuelco el corazón.

Tenía como clientes a algunos de los más famosos actores de Hollywood. Esos hombres habían gastado miles de dólares en el dentista y en cirujanos plásticos, y ni aun así podían igualar la perfecta sonrisa de Donaldson.

Sacudió la cabeza y decidió centrarse en el hecho de que era un tramposo.

–Estoy dispuesta a pagar más del precio del mercado si abandona la propiedad en el plazo de una semana –insistió ella.

–Me gusta esto y, aunque no me gustara, no vendería mi parte de Lucky Ace sin antes consultarlo con mi socio, que en estos momentos está en California –se la quedó mirando en silencio durante unos segundos, como si analizara la situación antes de volver a hablar–. ¿Por qué cree que quiere mi parte del rancho?

–No lo creo, lo sé –respondió ella impaciente.

–¿Por qué? –repitió él en tono exigente.

Taylor notó que Donaldson se estaba irritando con la situación. Pero confiada en tener un as en la manga, no pudo evitar sonreír.

–Antes de contestar a eso, ¿le importaría que le hiciera un par de preguntas, Donaldson?

Él se la quedó mirando momentáneamente antes de responder.

–Puede hacerlas, aunque no sé si las respuestas serán de su agrado.

–¿Cómo consiguió que Ben Cunningham apostara una parte de su rancho en una partida de póquer el otoño pasado? –preguntó Taylor.

–¿Por qué piensa que fue idea mía que cubriera su apuesta con la mitad de Lucky Ace? –preguntó él recostando la espalda en el asiento.

–¿Insinúa que lo hizo voluntariamente?

–¿Por qué opina que no fue así, Taylor? –dijo él con enervante tranquilidad.

Taylor había oído que era psicólogo y supuso que los rumores eran ciertos.

–Resulta que sé que no habría apostado su rancho a menos que hubiera estado completamente seguro de ganar –declaró ella.

–Así que conoce al señor Cunningham –dijo él con expresión impenetrable.

–Sí. Y bastante bien. Pero ya hablaremos de eso más tarde. Lo que me gustaría saber es por qué está viviendo en esta casa.

–Eso no es asunto suyo, señorita Scott.

–Usted ha ganado varios de los principales torneos de póquer. Yo supongo que, con su considerable fortuna, preferiría vivir en un lugar más animado, no en un rancho perdido en medio del campo –dijo Taylor, esperando que le diera una indicación del motivo que le había llevado a residir en casa de su abuelo.

–Lo siento, pero no voy a picar el anzuelo, Taylor –con sorpresa, le vio sonreír–. Y ahora… ¿por qué no empezamos de nuevo y me dice de una vez lo que tiene que decirme sin más rodeos?

Taylor, dándose cuenta de que no iba a sonsacarle nada sin decirle quién era, respiró hondo.

–Soy la nieta de Ben Cunningham y quiero saber cómo consiguió hacerle apostar la mitad del rancho en esa partida de póquer. También quiero saber por qué está viviendo aquí y qué le haría vender su parte del rancho y marcharse de Lucky Ace.

–Ya que me está sometiendo a un interrogatorio, no me queda más remedio que suponer que Ben no le ha dado ninguna explicación, ¿verdad? –Donaldson arqueó una oscura ceja.

–No.

–En ese caso, dado que él no le ha dicho nada a usted, yo no estoy en posición de traicionar su confianza –Donaldson sacudió la cabeza–. Lo que sí puedo decirle es que fue él quien sugirió que me viniera aquí y estuviera al cuidado del rancho mientras él estaba en California, haciéndole una visita a usted y a sus padres.

–Insisto, ¿cómo le obligó a que apostara el rancho? –dijo Taylor irritada–. ¿Cómo lo consiguió?

–Yo no tuve nada que ver con que Ben apostara la mitad de su rancho. Fue idea suya única y exclusivamente –respondió Donaldson.

–Me cuesta mucho creerle, Donaldson –incapaz de permanecer quieta, Taylor se puso en pie y se paseó por delante del escritorio–. Mi abuelo compró esta tierra hace sesenta años con el primer dinero que ganó con el póquer. Adoraba este lugar. Y cuando se casó con mi abuela, construyeron la casa y mi madre se crio aquí. Jamás se le ocurrió jugarse la propiedad. ¿Qué motivo podía tener para hacerlo el otoño pasado?

–Eso tendrá que preguntárselo a Ben –Donaldson sonrió–. Desde hace un par de meses no he tenido noticias de él. ¿Cómo está su abuelo? ¿Le está sentando bien el sol de California? ¿Ha mencionado cuándo piensa volver al rancho?

Taylor se detuvo y se volvió de cara a él. Las lágrimas le quemaban los ojos, pero se negó a permitir que su enemigo las viera. Respiró hondo para tranquilizarse.

–Mi abuelo murió hace tres semanas.

La sonrisa de Donaldson desapareció al instante.

–No sabe cuánto lo siento. Ben era un buen hombre y uno de los mejores jugadores de póquer que he tenido el honor de conocer. Le doy mi más sentido pésame.

–Gracias –contestó Taylor volviendo a sentarse en el sillón.

–Tenga, beba –dijo Donaldson al tiempo que le daba un vaso y se sentaba en el sillón contiguo al de ella.

–¿Qué es? –preguntó Taylor mirando el líquido transparente.

–Agua –contestó él con una amable sonrisa–. ¿De qué ha muerto? –preguntó en voz baja.

–Un ataque al corazón. Al parecer, llevaba tiempo con problemas de corazón, pero no se lo había dicho a nadie.

Guardaron silencio unos momentos.

–No comprendo por qué la federación de póquer no anunció el fallecimiento de Ben la semana pasada en el torneo de Las Vegas.