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Una heredera en apuros Kathie DeNosky Brant se sintió intrigado al encontrar a aquella dama llamando a la puerta de su balcón, y cuando descubrió que Annie Deveraux estaba huyendo de un pretendiente rechazado, supo que debía ayudarla. Lo que no sabía era que una vez se la hubiera llevado a su rancho, comenzaría a sentir unos deseos desconocidos para él. A pesar de que venían de dos mundos diferentes, Annie tenía un efecto en él que ninguna mujer había tenido antes. Y, cuando más tiempo pasaba con ella, más le dolía no poder tocarla, porque tampoco podía dejarla marchar... Oferta de matrimonio Kathie DeNosky Morgan no sabía ni una palabra de asistir partos, pero cuando se encontró con aquella mujer a punto de dar a luz sola, supo que no tenía otra alternativa. Así que ayudó a traer al mundo al precioso hijo de Samantha Peterson. Después se dio cuenta de que la mamá y el niño necesitaban un lugar donde vivir y les ofreció quedarse en su casa. Entonces no sospechaba el deseo primitivo e irrefrenable que iba a provocar aquella bella mujer en él. A pesar de que había desechado la posibilidad de ser marido o padre, Samantha despertaba sus instintos más básicos y masculinos: proteger, defender... y poseer. Una noche junto a ti Kathie DeNosky Sólo con ver a la pequeña que Kaylee Simpson tenía en sus brazos, Colt Wakefield supo que era hija suya. Su obligación era ayudarlas, así que las llevó a su rancho. El problema era que pasar noche y día con la bella Kaylee le había hecho darse cuenta de que aquella mujer seguía desatando toda su pasión. Por mucho esfuerzo que ella hiciera para resistirse al deseo, Colt estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para recobrar su confianza y convencerla de que se quedara a su lado para siempre.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 533 - febrero 2024
© 2003 Kathie Denosky
Una heredera en apuros
Título original: Lonetree Ranchers: Brant
© 2003 Kathie Denosky
Oferta de matrimonio
Título original: Lonetree Ranchers: Morgan
© 2003 Kathie Denosky
Una noche junto a ti
Título original: Lonetree Ranchers: Colt
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-671-8
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Oferta de matrimonio
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Epílogo
Una noche junto a ti
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Con los zapatos en la mano, Anastasia Deveraux apretó su cuerpo contra el muro de ladrillos y esperó a que el vaho se borrara de los cristales de sus gafas.
–No debo mirar abajo –se susurró cuando los cristales terminaron de desempañarse–. Puedes hacerlo si no miras abajo.
Cerró los ojos y trató de hacer acopio de todo su valor. ¿Cómo ella, una inteligente y nada aventurera bibliotecaria, podía estar en la cornisa de una ventana, a cuatro pisos de altura, en la fachada del hotel Regal Suites de San Luis? Y encima a medianoche, ni más ni menos.
Miró hacia su izquierda y comprobó que, además, no había vuelta atrás. Si regresaba, estaba perdida. Su única opción era continuar hasta el siguiente balcón.
Respiró profundamente y se concentró en alcanzar la plataforma que tenía a la derecha. Pero las afiladas puntas de los ladrillos que tenía detrás se engancharon con un mechón de pelo y le rasgaron la blusa de seda y las medias.
El frío viento de febrero la hizo estremecer… Maldijo su falta de previsión. Debería haber agarrado su abrigo y su bolso antes de escapar de la habitación. Pero no lo había hecho y no tenía ningún sentido que se lamentara ahora.
Cuando, finalmente, notó el frío metal de la barandilla sobre su cadera, extendió la mano y se agarró a ella con desesperación. Su abuela jamás la perdonaría si encontraban su cuerpo en el basurero de abajo. Sería tremendamente indigno. Las mujeres Whittmeyer, aun cuando se apellidaran Deveraux, no podían perder la dignidad, jamás.
–Perdóname, abuela –susurró Anastasia–. Pero no hay modo digno de poder hacer esto.
Saltó por encima de la barandilla, cayendo patosamente sobre el suelo del balcón. Ignoró el dolor de su rodilla y de las palmas de las manos y se puso en pie.
Había luz en la habitación y rezó por haber llegado a una suite que estuviera ocupada. Sólo esperaba que el inquilino no se hubiera dormido.
Respiró profundamente y llamó al cristal de la puerta ansiosa por entrar.
Si Patrick regresaba, la echaba de menos y se le ocurría salir a la ventana, la vería.
Volvió a llamar, aún con más energía.
Una voz maldijo en el interior de la habitación, pero la imprecación fue seguida de un profundo silencio.
–¡Por favor, déjeme entrar! –dijo Anastasia con pánico creciente.
–¿Desde dónde demonios me habla? –preguntó la voz masculina.
–Desde el balcón. Por favor, apresúrese –añadió Anastasia, mirando con nerviosismo al balcón del la habitación contigua.
Las cortinas fueron apartadas con ímpetu y Anastasia vio a un espectacular caballero de ojos azules y torso musculoso, que llevaba tan sólo una leve toalla a la cintura. Un suave mechón de pelo negro le caía sobre la frente, suavizando la dureza de su rostro hermoso y anguloso.
–¿Qué demonios está usted haciendo ahí? –dijo él al abrir la puerta.
Ella dejó los zapatos sobre el suelo y dio un paso hacia atrás. Pero se tropezó ligeramente, tambaleándose. Él se apresuró a sujetarla.
–¡Cuidado, princesa! –dijo él con una voz profunda y sensual–. A menos que seas un ángel y tengas alas no creo que la caída libre desde aquí vaya a ser muy agradable.
–No –dijo Anastasia negando con la cabeza–. No tengo alas –miró por encima de la barandilla–. Y no creo que fuera un aterrizaje fácil.
El hombre la empujó suavemente hacia el interior de la habitación.
–Ya estás a salvo –le dijo, con un tono de voz mucho más delicado que al principio.
Ella se estremeció. Pero no estaba segura de si era por el frío o por el insinuante sonido de su timbre de barítono. Tampoco podía obviar la impresionante exhibición de músculos de que hacía gala su anfitrión. Parecía sacado de uno de aquellos calendarios que Tiffany, su ayudante en la biblioteca, había puesto en la habitación de personal. La idea de que aquel hombre no llevara nada debajo de la toalla le provocó otro escalofrío.
–Estás completamente helada –le dijo, malinterpretando su reacción.
La arropó en sus brazos.
–Gracias… gracias por dejarme entrar.
–¿Cuánto tiempo llevabas ahí fuera?
–No estoy segura –dijo. Había perdido la noción del tiempo–. Cinco o diez minutos.
Mientras seguía pensando en el tiempo que había permanecido fuera, de pronto reparó en que aún permanecía abrazada a aquel desconocido.
Posó las manos sobre su pecho fornido y se apartó. Pero una marca de sangre hizo que se detuviera.
–Déjame ver –le rogó él. Tomó sus manos y las observó preocupado–. ¿Qué ha sucedido?
–Me he caído al saltar a la barandilla.
–¿Cómo has llegado hasta mi balcón?
–He caminado… por la cornisa.
Él la instó a sentarse y vio las heridas de sus rodillas.
–¡Dios mío. Tienes cortes por todas las piernas!
Antes de que él pudiera sugerirle que se quitara las medias, unos golpes sonaron en la puerta.
Ella se levantó asustada.
–¿Espera a alguien? –preguntó Anastasia.
Él miró a la puerta.
–No –dijo y se encogió de hombros–. Pero tampoco te esperaba a ti.
–Es Patrick –dijo con terror–. No puede encontrarme aquí. Tengo que marcharme.
Brant Wakefield observó cómo aquella mujer buscaba con desesperación un lugar por donde escapar. Estaba tan aterrorizada que, sin duda, volvería al alféizar si no le daba una alternativa.
–Tranquilízate. No se quién es ese tal Patrick ni por qué huyes de él, pero no te voy a delatar. Siéntate tranquilamente que yo me ocupo de él –se encaminó hacia la puerta–. Cuando vuelva te curaré esas heridas.
Salió de la habitación en dirección a la pequeña sala de la suite y cerró la puerta. En cuanto se librara del intruso, iba a hacerle algunas preguntas a su inesperada visitante.
Un nuevo golpe en la puerta volvió a sonar, en aquella ocasión con más fuerza.
Al abrir se encontró con uno de esos tipos trajeados que tan poca confianza le inspiraban.
–¿Qué demonios quiere? –le preguntó con muy malos modos.
El intruso dio un paso hacia atrás.
–Siento molestarlo, pero estoy buscando a mi prometida –le mostró una foto–. Quizás la haya visto.
Pensó en una buena excusa y aprovechó su medio desnudez para quitarse a aquel pesado de encima.
–La única mujer que he visto últimamente es la que está en el dormitorio esperándome para quitarse las medias –dijo él insinuando la interrupción de un juego amoroso–. Estaba a punto de quitárselas yo cuando usted ha llamado.
El intruso sonrió.
–Le dejo volver a su entretenimiento –le dijo. Acto seguido se sacó una tarjeta de la chaqueta y escribió un número en la parte trasera–. Aquí tiene mi número de habitación y mi nombre. Si ve a una mujer de aspecto normal, vestida con una falda de color khaki y una camisa blanca, llámeme.
Puede que su prometida no fuera una reina de belleza, pero, sin duda, merecía por parte de su novio un calificativo mejor que el de «normal».
Cerró la puerta y regresó al dormitorio.
Al entrar no vio a nadie.
–¿Hay alguien? –preguntó desconcertado.
¿Habría vuelto al alféizar?
La duda lo inquietó. Aunque no conociera a aquella mujer, la posibilidad de que le sucediera algo no le agradaba.
La puerta del baño se entreabrió levemente en aquel momento.
–¿Ya se ha ido? –susurró.
–Sí, se ha ido y, si no me equivoco, no va a volver a molestarnos en lo que queda de noche.
Ella abrió la puerta del todo y se quedó en el vano con mirada indecisa. Con aquellas gafas de concha negras y aquellos ojos verdes asustados, le recordaba a su profesora de primero de básica, la señorita Andrews. La profesora miró a Brant con idéntica perplejidad cuando, a la tierna edad de seis años, había tratado de convencerla de que él no había introducido el grillo en el vestido de Susie Parker, sino que el travieso insecto había llegado hasta allí por sí solo.
–¿Por qué sabes que no va a volver?
–Porque le dejé bien claro que no quería ser molestado –se encogió de hombros y sonrió–. No es culpa mía si él ha querido creer que me estaba regocijando con una «conejita».
–¿Qué es una «conejita»? –preguntó mientras sacudía la cabeza y se encaminaba hacia la puerta–. No me lo digas. Creo que ya lo sé.
Brant la siguió hasta la sala de estar.
Se había quitado el moño que le constreñía el hermoso cabello rubio, dejándoselo libre. Parecía más joven.
También notó que se había quitado las medias. Tragó saliva y trató de desviar su atención de sus piernas bien formadas y suaves. Se sorprendió al ver que llevaba las uñas de los pies pintadas de un rojo intenso. Le parecía que estaba fuera de lugar, teniendo en cuenta que el resto de su atuendo era tremendamente conservador.
Finalmente, decidió que no era asunto suyo el color de las uñas de aquella señorita, ni que escondiera unas piernas de ensueño debajo de aquella falda demasiado grande.
–Siéntate un momento mientras me visto y, después, le echaré un vistazo a esa rodilla herida.
Ella asintió y se sentó en el sofá. Luego lo miró fijamente durante unos segundos.
–No quiero pecar de curiosa, pero he visto unos botes de pintura en el baño y me he preguntado si eres actor o algo así.
–No exactamente. Trabajo en los rodeos. Estoy en la ciudad este fin de semana en el PBR.
–¿Qué es eso?
–El encuentro de profesionales del rodeo.
–Suena muy interesante… tu nombre…
–Brant Wakefield.
–Yo soy Anastasia Deveraux –dijo ella en un tono extremadamente educado.
–Encantado de conocerte –le estrechó la mano y, en el instante mismo en que notó su palma, una fuerte corriente eléctrica se produjo entre ambos.
Incapaz de hablar, él se apartó de ella, se dio media vuelta y entró en el dormitorio.
Mecánicamente, se vistió y luego agarró del botiquín lo esencial para la cura.
Pero al regresar, se detuvo en seco al verla acurrucada en el sofá y temblando incontroladamente.
Se le puso un nudo en el estómago y se maldijo por no haberle ofrecido una manta.
Acercó la mesa y colocó el maletín de primeros auxilios. Luego comenzó a frotarle de arriba abajo los brazos.
Sospechaba que aquella reacción tenía más que ver con lo que le acababa de pasar que con la temperatura ambiente.
–Te traeré algo para taparte.
–Gracias –dijo ella.
En cuestión de segundos, ya estaba cubierta por una gruesa chaqueta.
–Esto te ayudará a entrar en calor.
Se arrodilló delante de ella, le levantó la falda y trató de obviar el liguero que pendía a pocos centímetros de su mano.
–¿Te importaría contarme qué es, exactamente, lo que te ha sucedido?
–No creo que sea buena idea.
Brant dejó la cura y la miró fijamente.
–Puedes confiar en mí –le dijo, con los ojos clavados en los de ella–. Sólo quiero ayudarte.
–¿Qué te hace pensar que tengo problemas?
–Has arriesgado tu vida caminando por una cornisa para llegar a la habitación de un desconocido. No creo que lo hicieras sólo por tomar el aire –cerró la botella de antiséptico y sacó un ungüento antibacteriano–. ¿Por qué no empiezas por explicarme por qué huyes de tu prometido?
–Señor Wakefield… –dijo, pasándose repentinamente al usted, como si quisiera poner distancia.
–Nos estábamos tuteando –le recordó él.
–Brant, estás siendo muy amable conmigo –dijo ella y él notó que al escuchar el sonido de su nombre dicho por su voz armónica sentía un cosquilleo en el estómago–. Pero creo que será mejor que no te impliques en todo esto.
–Demasiado tarde. Ya me he implicado.
Ella lo miró dudosa.
–Patrick Elsworth, el que se dice mi prometido, me ha amenazado.
Él trató de concentrarse en la historia de la que estaba siendo partícipe, en lugar de prestar atención a los inexplicables sentimientos que despertaban en él aquella desconocida.
Al fin y al cabo Anastasia Deveraux no era su tipo. Era refinada y culta, lo decían sus modales, su forma de hablar y su ropa. Incluso su nombre.
Él, por su parte, podía considerarse un triunfador, con una espléndida cuenta bancaria y un imponente rancho. Pero no era, para nada, refinado.
Además, ella estaba comprometida con aquella comadreja escuálida vestida con traje de chaqueta. Brant no era de los que se metía en el terreno de otro hombre, aunque el tipo en cuestión no mereciera ni el más mínimo respeto.
–Lo mejor sería que encontrara el modo de escapar del hotel sin involucrarte en todo esto –continuó ella.
–Sé cuidar de mí mismo –le dijo él, mientras desenrollaba la gasa y se la colocaba alrededor de la rodilla–. Te doy mi palabra de que ese prometido suyo tendrá que vérselas conmigo si te pone una mano encima, Annie.
Anastasia respiró profundamente. Era la primera vez, desde la temprana muerte de sus padres, cuando ella contaba con tan solo cinco años, que alguien la llamaba así: Annie.
Sintió una profunda tristeza. A pesar de que habían pasado diecinueve años, aún los echaba de menos.
Respiró profundamente para desterrar aquella sensación de pena y vacío. No tenía sentido perder el tiempo pensando en lo que habría podido ser su vida en otras circunstancias. Al menos eso era lo que decía su abuela y, lo que su abuela, Carlotta Whittmeyer, consideraba correcto, lo era. Nadie se atrevía a contradecirla.
Volvió su atención al hombre que le curaba las heridas. Lo observó unos segundos. Parecía de fiar, y la verdad era que necesitaba, desesperadamente, alguien en quien confiar.
–No sé por dónde empezar.
–¿Por el principio? –sugirió Brant.
Su sonrisa la animó a narrar su historia.
–Patrick es el contable de mi abuela –comenzó a decir Anastasia.
–¿Fue así como os conocisteis?
Ella negó con la cabeza.
–No. Él venía regularmente a la biblioteca en la que trabajo. Así fue como me pidió que saliéramos a cenar hace aproximadamente un año.
–¿Y has estado saliendo con él desde entonces?
–Sí –dijo ella–. Pero, antes de todo, quiero aclarar que Patrick Elsworth no ha sido ni jamás será mi prometido.
Brant miró el imponente brillante que llevaba Anastasia en la mano derecha.
–Entonces, ¿qué es eso? –preguntó, señalando el anillo–. Que yo sepa una piedra como ésa significa algo.
–De hecho es el anillo con el que Patrick trató de comprometerme.
–Y tú te quedaste el anillo, pero no te comprometiste.
–Exacto.
Aquella explicación carecía de toda lógica. A menos que, en realidad, ella fuera… ¿Había robado aquella cara pieza?
Como si le hubiera leído la mente, respondió.
–Si te estás preguntando si soy una ladrona, la respuesta es «no». En realidad este anillo pertenece por derecho a mi abuela.
Aquello acabó de confundir a Brant.
–Quieres decir que ese tipo te ha dado un anillo de compromiso que pertenece a tu abuela, pero no aceptaste casarte con él.
–Exactamente.
–¿Estás segura de que has empezado toda esta historia desde el principio? –preguntó él–. Porque, si es así, creo que te has olvidado de algún detalle.
Ella se bajó la falda hasta cubrir las rodillas, impidiéndole ojear sus impresionantes piernas.
–Bueno, yo he estado saliendo con Patrick durante un año…
–Hasta ahí lo he entendido –dijo Brant.
–Llevábamos viéndonos unos meses, cuando Patrick comenzó a darle a mi abuela algunos consejos para invertir su dinero. Muy pronto, mi abuela despidió al señor Bennett, quien había llevado sus cuentas durante años, y contrató a Patrick. Al principio todo iba bien pero, de pronto, empecé a apreciar un cambio en él.
Brant recogió el botiquín.
–¿Qué había cambiado?
–Al principio no era obvio, pero, poco a poco, se fue haciendo. Empezó por llevar ropa más cara. Yo creí que habría conseguido nuevos clientes. Pero en cuestión de dos meses reemplazó su coche por un BMW, se compró una casa en uno de los barrios más caros y la decoró con antigüedades y piezas de arte. Pronto me di cuenta de que su estilo de vida no se correspondía con el de un pequeño administrador que había empezado una empresa en una ciudad tan pequeña como la nuestra.
–¿No sois de San Luis?
–No. Vivimos en una pequeña ciudad llamada Herrin, en Illinois, con una población en torno a los diez mil habitantes.
El sentido común le decía a Brant que, efectivamente, se tardaba más de un año en construir un negocio con semejantes ganancias.
–La verdad es que suena francamente sospechoso.
Ella no paraba de girar el anillo en su dedo.
–Hasta esta noche sólo tenía sospechas, pero ahora tengo algo más.
–¿Pruebas?
Ella se mordió el labio inferior antes de responder.
–No, pruebas no.
–Entonces, ¿cómo puedes estar tan segura de que es un ladrón?
Ella se levantó y comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación.
–Sé que Patrick ha estado engañando a mi abuela, porque él mismo me lo ha confesado.
–¿Me estás diciendo que ese necio, después de aceptar que le estaba robando a tu abuela, te ha pedido que te cases con él?
–Sí.
Él negó con la cabeza.
–Ese idiota necesita que alguien le dé su merecido.
Anastasia dejó de moverse de un lado a otro.
–Eso fue, exactamente, lo que yo pensé –respondió ella–. El problema es que, cuando le dije que moriría antes que casarme con él, me dijo que eso era fácil de solucionar.
Brant la miró sorprendido.
–¿Ese tipo te ha amenazado?
–Sí.
–¿Crees que hablaba en serio?
Ella asintió.
–Me temo que sí –respondió ella–. Está desesperado.
Brant se alarmó. Se arrepentía de no haberle partido la cara a esa alimaña cuando lo tuvo delante.
–Tienes que ir a la policía.
–¿Y qué les digo? –preguntó ella–. Aunque haya admitido delante de mí que está estafando a mi abuela y me haya amenazado, no tengo ni pruebas ni testigos. Si las autoridades lo interrogaran, lo negaría todo. Sería su palabra contra la mía.
–Si ya sabías que ese hombre era una rata, ¿qué hacías en su habitación?
–Me he hecho la misma pregunta cien veces desde la cena –respondió ella disgustada–. He concluido que ha sido inmadurez o necedad y, en este momento, me inclino más por la segunda.
–Eres muy dura contigo mismo, Annie –dijo Brant, deslizando la mano por su espalda para apaciguar la tensión.
–Lo cierto es que, mi abuela tiene dos cuentas bancarias aquí en San Luis y, cuando Patrick me dije que tenía una cita aquí con el director del banco, pensé que era mi oportunidad de averiguar algo.
–Supongo que no encontraste nada .
–No, claro que no, porque esa cita nunca ha tenido lugar –cerró los ojos y agitó la cabeza–. No ha sido más que un modo de enredarme para que viniera con él hasta aquí. Según me ha confesado, sabía que yo empezaba a sospechar y que era solo cuestión de tiempo que se lo contara a mi abuela. Así que me compró un anillo de compromiso con el dinero de mi abuela; tenía la intención de pedirme en matrimonio.
Brant la miró confuso.
–¿En qué iba a ayudarlo estar casado contigo? Podrías, a pesar de todo, denunciarlo y llevarlo a los tribunales.
Anastasia abrió los ojos.
–Patrick sabe que mi abuela jamás pondría una denuncia al marido de su nieta. Crearía un escándalo. Cualquier cosa que pueda ensombrecer a la familia Whittmeyer tiene que evitarse a toda costa.
Brant notó un cierto tono de amargura en sus palabras. Sintió rabia. ¿Cómo podía aquella mujer sacrificar la felicidad de su nieta sólo por el buen nombre de la familiar?
Se apartó de ella y se metió las manos en el bolsillo, antes de hacer algo tan estúpido como tomarla en sus brazos para reconfortarla. El problema era que no estaba seguro de ser sólo consuelo o alivio lo que quería darle. Aquellos sentimientos eran ridículos, más aún, teniendo en cuenta de que la conocía de hacía menos de una hora.
–¿Por qué no llamas a tu abuela y le cuentas lo sucedido?
–No puedo, mi abuela está de viaje, haciendo un tour por Europa. La verdad es que no sé ni en qué país está.
–¿No hay nadie más a quien puedas avisar? Tus padres, por ejemplo.
–Mis padres murieron hace diecinueve años. Mi abuela y yo sólo nos tenemos la una a la otra.
Anastasia tenía un aspecto tan indefenso y solitario, que tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no dejarse llevar y abrazarla.
–¿Cómo te las arreglaste para escapar de él?
–Patrick había bajado a recepción para llamar a Las Vegas. Quería reservar una capilla y comprar los billetes de ida. Me había dejado encerrada con llave, por eso salí por el balcón –sufrió un escalofrío y Brant supuso que era por la experiencia que acababa de vivir–. Ahora tengo que encontrar alguna prueba que lo incrimine y mantenerme oculta durante al menos una semana.
–Está claro que no puedes volver a tu casa –dijo Brant–. Supongo que será el primer lugar al que vaya a buscarte.
Ella asintió.
–Me sería imposible ocultarme en Herrin. Todo el mundo me conoce. Pero no tengo adónde ir, ni dinero. Me dejé el bolso y el abrigo en la habitación de Patrick.
Se quitó las gafas y comenzó a frotarse el puente de la nariz.
Al librarse de aquellas pesadas lentes el rostro de Anastasia le resultó inesperadamente hermoso. Brant tuvo que hacer un esfuerzo para seguir concentrado en el tema que los ocupaba.
–No te preocupes por el dinero ni el lugar adonde ir. Te vendrás conmigo.
–Realmente te agradezco tu ofrecimiento, pero no puedo implicarte en un asunto como éste, que te es totalmente ajeno; además…
–Creo que es muy tarde para eso. Ya me implicaste en el instante en que entraste por el balcón.
–Pero…
–No hay «peros». Sé cómo hacerlo –se rió–. Créeme, sé cómo mantenerte a salvo hasta que tu abuela regrese, y es lo que voy a hacer.
–No puedo estar una semana contigo –protestó ella.
–¿Por qué no?
–Porque apenas te conozco. No sé nada sobre ti.
Él asintió.
–Eso tiene fácil remedio. Pregúntame lo que quieras saber.
Ella lo miró fijamente.
Lo cierto era que no se le ocurría ninguna pregunta brillante sobre su pasado ni sobre su presente. Solo la asaltaban cálidos pensamientos más basados en sus ojos azules e imponente musculatura que en su historia personal.
Entre sus dudas estaba cómo sería sentir sus labios regocijándose sensualmente con los de ella, o la sensación de su torso contra sus senos.
Anastasia tragó saliva y se recompuso mentalmente. No solía fantasear con los hombres con los que salía, así que, menos aún con los que apenas conocía.
–Bueno… cuéntame lo que quieras de ti.
Él dibujó una sonrisa tan endemoniadamente sexy que a Anastasia le provocó un cosquilleo en el estómago.
–Ya sabes mi nombre y mi profesión… –hizo una pequeña pausa para pensar–. Tengo treinta y dos años y un rancho en Wyoming que comparto con mis hermanos. Cuando sea demasiado viejo para dedicarme a mi profesión, me centraré en la cría de caballos para rodeos. ¿Alguna otra cosa que quieras saber?
Ella le miró la mano derecha, presumiblemente en busca de un anillo.
–Tu novia, ¿estará de acuerdo en que pase contigo una semana?
–No tengo novia.
–Ya.
Él sonrió.
–No te equivoques. Me gustan las mujeres como al que más. Simplemente, no he encontrado aún a la adecuada.
–No se me había ocurrido pensar que… –ella se ruborizó y decidió, de inmediato, cambiar el rumbo de la conversación–. ¿Cómo vas a sacarme del hotel sin que Patrick se entere?
–Déjame eso a mí –dijo Brant.
Se acercó al teléfono y agarró el auricular.
Anastasia no podía creerse lo que estaba sucediendo. Aquello era una locura. ¿Cómo podía estar en la habitación de un extraño planeando pasar una semana en su compañía, huyendo de un posible criminal y sin ninguna otra opción razonable a la que recurrir?
Observó a su improvisado anfitrión mientras marcaba el número. Lo cierto era que la perspectiva de emprender aquella aventura en compañía de un atractivo vaquero, lejos de acobardarla, le resultaba inexplicablemente excitante.
–Hola, Sarah. Soy Brant. Necesito tu ayuda –dijo al teléfono e hizo una pausa–. Sí, sé qué hora es –hizo una mueca y se apartó el teléfono, tapando el micrófono–. Sarah es la coordinadora in situ. Está un tanto indignada por haberla despertado a la una y media de la madrugada.
–Quizás todo esto no haya sido tan buena idea después de todo –dijo Anastasia al oír la voz crispada de la mujer a través del teléfono.
Brant se rió.
–Sí, ya sé que te vas a vengar por esto. Pero escucha, necesito un favor. Tienes que conseguirme un sombrero, una camisa, unos vaqueros y unas botas –se volvió hacia Anastasia–. ¿Qué tallas usas?
–Una cuarenta en ropa y un treinta y nueve en zapatos.
–Consigue una camisa y unos pantalones de la treinta y ocho. También necesito una cazadora de la misma talla. Que las botas sean del treinta y nueve.
En cuanto colgó el teléfono, Anastasia negó con la cabeza.
–No puedo llevar una talla treinta y ocho. Es demasiado pequeña.
Él volvió a dibujar su sonrisa encantadora y ella sintió un cosquilleo en el estómago.
–Confía en mí: será perfecto.
Brant sonrió satisfecho al ver a Anastasia salir de la habitación.
–¡Guau! Estás impresionante
Ella lo miró dudosa por encima de las gafas.
–No estoy segura de que esto sea buena idea.
–¿Por qué? –Brant no veía problema alguno. Con la inestimable ayuda de una talla menos, Anastasia se había transformado en una imponente fémina.
–Estos pantalones serán elásticos, pero me aprietan demasiado, y la camisa está demasiado ajustada.
Tenía razón, estaba demasiado ajustada y marcaba sus senos perfectos con excesiva precisión. ¡Era fabuloso!
Cuando ella se inclinó para recoger del suelo la etiqueta que se acababa de caer, el corazón de Brant se aceleró increíblemente. Se preguntó si llevaría ropa interior debajo de los pantalones, porque no se apreciaba ninguna marca.
La idea de que fuera desnuda por dentro hizo que su presión arterial se elevara peligrosamente.
Apartó los ojo de ella y se aclaró la garganta.
–Esa ropa es perfecta. Te camuflarás fácilmente entre la gente y ese maldito Elsworth no te reconocerá aunque pase a tu lado.
–Supongo que eso es lo que buscamos.
Brant asintió.
–Eso es, exactamente, lo que buscamos.
Ella comenzó a recogerse el pelo.
–Déjatelo suelto y ponte esto –la interrumpió él, mostrándole el sombrero.
–Jamás me he puesto un sombrero.
–Razón de más para que lo hagas. ¿Puedes ver sin las gafas?
–No muy bien. Soy miope y las cosas a cierta distancia me resultan borrosas.
–Pero no te vas a chocar contra un muro ni nada por el estilo.
–No.
–Entonces, quítatelas –dijo él–. Las pondré en mi bolsillo y te las devolveré cuando ya hayamos salido de aquí.
Anastasia se quitó las gafas con ciertas dudas y se las entregó.
–Alguna vez he pensado en ponerme lentes de contacto. Pero llevo tanto tiempo con gafas que no sé qué aspecto tendré si me las quito.
Él sonrió.
–Créeme, estás muy bien –dijo él.
Ella se preguntó si la mirada de aquel hombre decía exactamente lo que ella creía estar interpretando. ¿Realmente la encontraba atractiva?
El corazón le dio un vuelco, pero pronto recobró su ritmo normal. No podía ser. Estaba equivocada en su apreciación. Con o sin gafas, jamás había sido ni sería una de esas mujeres en las que los hombres reparan.
Brant se puso a recoger lo que quedaba por la habitación.
–Llévate la ropa que llevabas antes porque, después del rodeo, iremos directamente al aeropuerto.
Recogieron sus cosas y en unos minutos todo estuvo dispuesto.
–¿A qué hora empieza el rodeo? –pregunto Anastasia.
–Dentro de un par de horas. Pero tenemos que ir hasta el lugar y comer algo antes de que me cambie de ropa y me pinte la cara.
–¿La cara?
–Sí. Con las pinturas que viste en el baño.
Anastasia asintió y se obligó a sí misma, con grave temor, a salir del refugio de la habitación.
Su rostro debía de ser un reflejo de su ansiedad porque él rápidamente captó su estado.
Cerró la puerta y la tomó de la mano.
–Tranquilízate, todo irá bien.
El tacto de su palma le resultaba reconfortante y tranquilizador.
–Brant, realmente agradezco lo que estás haciendo por mí… –comenzó a decir ella.
Pero, antes de que pudiera terminar, él soltó lo que llevaba en la mano y la tomó en sus brazos.
–¿Qué crees que…
–Calla –le dijo él sólo momentos antes de que sus labios cubrieran los de ella.
Mientras Brant besaba a Anastasia, trataba, al mismo tiempo, de vigilar al hombre que acababa de salir del ascensor. Patrick Elsworth se dirigía hacia ellos y Brant quería asegurarse de que no reconocía a Anastasia.
Pero la sensación de aquellos labios suaves y del leve peso de aquel cuerpo femenino contra el suyo, le impedía pensar en otra cosa que no fuera la mujer que tenía en sus brazos.
No podía dejar de besarla. La suavidad de su pelo y el dulce sabor de su boca eran un elixir demasiado poderoso. Anastasia besaba como un ángel, mientras sus senos abundantes presionaban su torso recordándole que se trataba de una mujer con un cuerpo de ensueño. La virilidad de Brant respondió en consonancia con sus cálidos pensamientos.
–Buenos días –dijo repentinamente Elsworth.
Brant detuvo con dolor el beso, pero mantuvo a Anastasia en sus brazos para evitar que se volviera o actuara llevada por el pánico. O al menos ésas fueron las razones que él se adujo a sí mismo.
Al notar que el intruso no se movía de su sitio, se volvió hacia él con ceño fruncido.
–¿Quiere algo?
El hombre asintió.
–Sigo buscando a mi prometida. Supongo que ninguno de los dos la habrá visto.
Brant notó que Anastasia se tensaba.
–Como ya le dije anoche, la única mujer que he visto es la que tengo en mis brazos en este instante.
Brant notó que el tipo miraba a Anastasia de arriba abajo con cierta lujuria. Un sentimiento posesivo lo empujó a deslizar la mano hasta el trasero de ella para bloquearle al intruso la visión. Pero Elsworth mantenía su impertinente mirada fija en su objetivo.
–Si no es capaz de mantener a una mujer a su lado, déjenos a los que sí podemos que disfrutemos de las nuestras.
El gesto de Elsworth se transformó en una mueca de rabia, se dio media vuelta y se alejó.
–¿Ya se ha ido? –preguntó Anastasia pasados unos minutos.
–Creo que sí –respondió él. Se inclinó y agarró su bolsa–. Larguémonos de aquí antes de que ese idiota regrese.
Anastasia siguió a Brant hasta el ascensor con las piernas temblorosas.
Haber estado en sus brazos y haber notado su calor le había causado sensaciones únicas que la habían dejado sin palabras. Pero, sin duda, habían sido sus besos los que habían provocado que el mundo se detuviera por unos segundos. Jamás nadie la había besado así en sus veinticuatro años de existencia.
Lo más desconcertante de todo era que las sensaciones vividas no habían desaparecido, sino que quedaban presentes manteniendo alerta su recién despertada libido.
–¿Preparada para tomar un taxi? –le preguntó Brant.
Anastasia miró de un lado a otro confusa. No se había dado cuenta de cuándo habían tomado el ascensor, ni de cuándo habían salido del hotel.
Había estado tan absorta en sus pensamientos que no había reparado en que Brant ya había pasado por recepción. ¿Qué demonios le pasaba? Todo su interior estaba inusualmente agitado pero, sin duda, se sentía más viva de lo que lo había estado jamás.
–¿Estás bien? –le preguntó Brant, mirándola preocupado. Le posó la mano en la espalda para guiarla.
–Esto… sí, claro, estoy bien. Vamos.
Se disponían a salir, cuando una voz los retuvo.
–¡Eh, Brant! Espera –era un hombre–. Quiero hablarte sobre mi toro.
Anastasia se volvió a mirar al vaquero.
–¿Su toro? –preguntó ella extrañada.
–El toro que va a montar –le aclaró Brant–. La verdad es que esto era lo último que quería que sucediera –según se iba acercando el desconocido, el gesto de Brant iba pasando de la satisfacción al más puro descontento–. Pensé que anoche te habían aconsejado que no montaras.
–El médico me ha dicho que puedo montar –miró a Anastasia y sonrió–. ¿Quién es esta hermosa señorita?
Anastasia se quedó muy sorprendida al sentir que Brant le pasaba el brazo por los hombros en un gesto posesivo.
–Es Anastasia. Está conmigo.
–Encantado de conocerte, Anastasia. Yo soy Colt Wakefield, el hermano pequeño y guapo de Brant.
Tendió la mano para estrechársela.
Sin duda, Colt y Brant eran hermanos, pues se parecían enormemente. Tenían el mismo pelo negro y aquellos increíbles ojos azules.
–Encantada –murmuró ella.
–El placer es mío –dijo él, dejando su mano en la de ella más tiempo del preciso.
–Estábamos a punto de tomar un taxi –dijo Brant claramente molesto.
–Me iré con vosotros, y así me puedes decir lo que piensas de Black Magic.
Mientras estuvieron esperando el taxi, Brant mantenía a Anastasia agarrada, con su gran cuerpo protegiéndola del frío viento. Aunque el sol lucía espléndido, la temperatura era heladora. No obstante, Anastasia sentía un inexplicable calor.
–Deberías renunciar al rodeo de hoy –dijo Brant más como una orden que como una sugerencia.
–Sabes que no puedo hacerlo, hermano –negó Colt con la cabeza–. Una renuncia me dificultaría llegar a la final.
–¿A qué se refiere con «renuncia»? –preguntó Anastasia.
En ese instante un taxi se detuvo y todos se montaron.
Brant dio su explicación en el momento en que estuvieron en su asiento.
–«Renuncia» es cuando un vaquero se niega a montar el toro que le han asignado.
–Mi hermano quiere que me quede detrás de la barrera mientras Black Magic sale.
–Escucha, hermanito, es la primera temporada de ese toro –dijo Brant–. Es un toro joven e impredecible. Ya sufriste una caída anoche y no creo que sea inteligente exponerte a una lesión grave.
–Pero no podré llegar a la final si renuncio.
–Falta mucho hasta octubre. Puedes recuperar los puntos de aquí a entonces.
–Ya perdí la oportunidad de llegar a la final el año pasado, cuando Fireball me lanzó contra la barrera y me rompí el tobillo –respondió Colt–. No voy a perdérmelo este año por no tener suficientes puntos.
Pronto llegaron a su destino y Colt seguía firme en su propósito de montar.
Salió del taxi.
–Haré lo que tengo que hacer –dijo con firmeza–. Así que estaré en la arena cuando me llegue el turno –se volvió hacia Anastasia–. Ha sido un placer. Espero que volvamos a vernos.
Antes de que ella pudiera responder, el muchacho cerró la puerta con fuerza y se encaminó hacia la entrada de personal.
–¡Maldito necio! Juraría que va a cumplir quince en lugar de veintiséis años.
Anastasia lo miró.
–¿Por qué no quieres que tu hermano monte hoy?
Brant pagó al taxista mientras respondía.
–Colt se ha dado tres golpes fuertes en los últimos dos meses. Si no empieza a caer sobre sus pies en vez de sobre su cabeza, va a terminar quedándose sin cerebro.
Ella permaneció en silencio mientras pasaban por el control de seguridad del estadio. Luego, Brant la condujo por el interior de los establos, donde las bestias permanecían contenidas y quietas.
–¿Por favor, podrías darme mis gafas? –le rogó ella, ansiosa por ver aquel nuevo y desconocido entorno.
Él le entregó las lentes.
De pronto, lo que hasta entonces habían sido tan sólo manchas informes se convirtieron en feroces animales. Sólo pensar en la potencial violencia de sus fuerzas desatadas le hizo comprender de inmediato la aprensión de Brant hacia la imprudencia de su hermano.
–¿Éstas son las bestias con la que os enfrentáis?
–Sí, éstas son.
Ella miró a los animales durante unos segundo más.
–¿Os habéis vuelto locos? ¿Cuántos golpes has recibido tú últimamente?
Después de comer el almuerzo preparado específicamente para el personal y sus acompañantes, Brant condujo a Anastasia a los asientos reservados para familiares y se encaminó a los camerinos.
En el tiempo de espera, Anastasia no hizo sino recapacitar sobre todo cuanto había acontecido desde la noche anterior.
Si su abuela se enteraba alguna vez de lo que había ocurrido y seguía ocurriendo, iba a costarle una charla de semanas.
Carlotta era una de esas abuelas sobreprotectoras que consideraban que la vida había que vivirla en prisión para no correr riesgos. Probablemente la prematura muerte de su única hija le había dejado un regusto tan amargo que no quería tener que volver a enfrentarse a nada semejante.
Christine y Jack Deveraux, los padres de Anastasia, habían sido, desde que se habían conocido a los dieciocho años, dos aventureros convencidos de que la vida sólo valía la pena si se vivía intensamente.
Habían fallecido en un accidente de rafting cuando Anastasia tenía sólo cinco años.
Todavía recordaba con demasiada claridad el día en que había tenido que partir hacia la casa de su abuela, una desconocida de la que no sabía nada.
Esperanzada, había llegado allí pensando que el dolor y la pérdida las uniría.
Pero no había sido así. Su abuela había sido demasiado estricta y obsesivamente protectora desde el principio.
Anastasia suspiró. Sabía que su abuela la quería y que se había enfrentado a la situación lo mejor que había podido. Pero era inevitable pensar que su relación podría haber sido un poco mejor.
–¿Te importa si me siento aquí? –dijo una voz femenina sacándola de sus pensamientos.
Anastasia alzó la vista y vio a una hermosa muchacha de pelo castaño de unos veinte años que sonreía graciosamente.
–No, claro que no me importa.
–Soy Kaylee Simpson –se presentó ella.
–Encantada, Kaylee. Yo soy Anastasia.
–¿Has venido con alguien? –preguntó la recién llegada.
–Más o menos.
Las luces se apagaron y toda la parafernalia del rodeo dio comienzo. El presidente, tras un breve discurso, fue presentando a los participantes.
Cuando el nombre de Colt, el hermano de Brant, resonó en los altavoces, Kaylee se levantó y comenzó a aplaudir entusiasmada.
–¡Ése es el hombre con el que me voy a casar! –dijo la muchacha con una sonrisa radiante.
–¿Cuánto tiempo llevas comprometida con Colt, Kaylee?
–No, si no estamos comprometidos –dijo ella–. Colt Wakefield prácticamente desconoce que existo. Piensa que soy una cría.
–Pero acabas de asegurar que te casarás con él.
–Me casaré con él, tan pronto como se dé cuenta de que he dejado de ser la hermana pequeña de su mejor amigo.
–¿Cuántos años tienes? –le preguntó Anastasia.
–Cumpliré veinte el mes que viene –respondió Kaylee con una gran sonrisa.
El presentador eligió aquel momento para dar el nombre de Brant y Anastasia notó que se le aceleraba el pulso.
–Ése es el hermano de Colt.
–Brant –dijo Anastasia.
–¿Lo conoces?
–Más o menos.
Kaylee se rió.
–Te pregunto si has venido con alguien y me dices que «más o menos» y que si conoces a Brant y también respondes «más o menos» –de pronto su mirada se iluminó– ¡Cielo santo, es con Brant con quien estás!
–¡No! Bueno, sí –Anastasia se ruborizó–. Es complicado.
–Jamás antes había visto a Brant traerse una novia a los rodeos –dijo Kaylee, pensativa.
–Yo no soy una «novia» –Anastasia vio cómo Brant buscaba su sitio detrás de las puertas que estaban al final de la arena–. Somos sólo amigos.
¿Eran realmente amigos?
No. Brant y ella apenas se conocían.
–En realidad sólo somos conocidos.
Kaylee no parecía nada convencida con la explicación. Se rió.
–Si tú lo dices –de pronto la expresión del rostro de la muchacha cambió–. Por favor, no le cuentes nada de lo que te he dicho a Colt ni a Brant.
Anastasia sonrió.