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Adrienne Rich fue una poeta galardonada, una ensayista influyente, una feminista radical y la voz intelectual más importante de su generación. "Ensayos esenciales" reúne veinticinco de sus ensayos más renombrados en un solo volumen, demostrando el brillo duradero de su voz, su visión profética y sus puntos de vista revolucionarios sobre la justicia social. Los ensayos de Rich unen lo político, lo personal y lo poético como ningún otro. Enfatizando el compromiso intelectual de por vida vida de Rich, los ensayos seleccionados en este volumen van desde la década de 1960 hasta 2008. Como escribió el New York Times, Rich "llevó la opresión de mujeres y lesbianas a la vanguardia del discurso poético".
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A finales de los años sesenta el espectro del feminismo recorrió continentes encarnándose en un movimiento internacional de lesbianas y feministas, de mujeres rebeldes e insumisas a sus destinos culturales y biologicistas. Esta rebelión colectiva articuló la rabia generalizada y las iras concentradas en explosiones de esas rupturas sociales, generando una energía creativa única, contagiosa, efervescente y capaz de resignificar el mundo con las palabras, con el arte, con los propios cuerpos y con los destinos de aquellas que participaron de ese nuevo horizonte de posibilidades hecho de realidades concretas. En ese contexto de profundas reconstrucciones políticas y vitales, Adrienne Rich (1929-2012) brilló con luz propia a través de una prolífera teoría trazada en verso y en prosa.
En su revelador artículo «Apuntes para una política de la localización» (1984)[1], Rich propone que la teoría es aquello que ve los patrones que muestran el bosque a la vez que los árboles, que puede ser como el rocío que se eleva de la tierra y se reúne formando nubes de lluvia para volver luego a la tierra, pero que si en el camino se ha ido perdiendo el olor a tierra, entonces ya no es bueno para la tierra. Con esta metáfora Rich pide volver a la tierra, no con el paradigma de ser el lugar para las «mujeres», sino como un lugar situado.
Para Rich, ese lugar situado[2] se da tanto en la prosa como en la poesía, puesto que para ella ambas han sido herramientas para trazar su teoría. Su posicionamiento parte de sus experiencias, de su cotidianidad en el ámbito de lo privado, de materiales que inspiran el comienzo de sus escritos: una mesa de cocina llena de verduras que emplatan las ideas, sus sueños, sus memorias, sus diarios, sus incertezas ante los abordajes de su disperso pensamiento… La obra de Rich parte de su corporalidad atravesada por los contextos, por los tiempos y los ritmos vitales de sus propios centros. Parte de una centralidad interpretativa que es profundamente autocuestionada por la autora en una atenta búsqueda de la comprensión del lugar histórico ocupado como mujer, como judía, como lesbiana y feminista.
Desde sus identidades conjugadas, Rich interroga el mundo a partir de sí misma, sabiendo que desde su propio posicionamiento las estructuras de poder actúan conjuntamente definiendo esos lugares incluso antes del nacimiento: «Fui definida como blanca antes de ser definida como mujer»[3]; o sabiendo que el lugar y tiempo donde se nace pueden cambiar drásticamente las vidas de esas identidades, siendo judía, por ejemplo, en una época en que la vida judía era institucionalmente depreciada y asesinada masivamente en Europa.
En el prólogo de Blood, Bread and Poetry (Sangre, pan y poesía) se define, por encima de todo, como poeta, puesto que la poesía es algo que la acompañó toda su vida. Nacida en 1929 en Baltimore (Estados Unidos), en el seno de una familia judía acomodada de ascendencia sefardí y askenazí —padre médico patólogo académico y madre pianista, compositora, educada en Nueva York, París y Viena—, formada en casa durante los cuatro primeros años de su vida, junto a su hermana, por su madre y a través del intenso programa educativo del padre. A los tres años ya había aprendido a leer copiando poemas de los grandes escritores y ya había oído a su padre recitar versos rimados con el nombre de su madre: Helen. Años después caería en la cuenta de que sus referencias poéticas de infancia y adolescencia fueron, fundamentalmente, las de los hombres que encuadran la cultura en un mundo todo en blanco, tal como ella misma explica en «La distancia entre el lenguaje y la violencia» a través del ejemplo del Soneto de Navidad de Allen Tate, estéticamente estudiado en la universidad como parte de un canon académico que celebra una sociedad blanca y androcéntrica, sin tener en cuenta la autoría segregacionista y simpatizante del KKK de una poesía florecida en la aristocracia de las letras sureñas.
La poesía de Rich se abrió paso a través de los silencios, de lo que está desaparecido, lo impensado y lo no hablado; en «Artes de lo posible»[4] la autora propone que es a través de esos agujeros invisibles de realidad que la poesía encuentra su camino preguntando sobre quién rompe ese silencio y sobre el tipo de silencio que se rompe. En 1951, Rich se gradúa y rompe el silencio ganando su primer premio literario en un certamen de poetas jóvenes de Yale, con un primer libro de título oracular: A Change of the World («Un cambio del mundo»).
Tras un viaje por Europa y una beca de estudios en Oxford (Inglaterra), en 1953 se casa con un profesor de Harvard y entre 1955 y 1959 tiene tres hijos. En «Ira y ternura»[5] confiesa que durante uno de sus embarazos la poesía tan solo le inspiraba tedio e indiferencia. En medio de sus arrebatos de ira, depresión y sensación de estar atrapada al tratar de conciliar su escritura con la vida familiar decidió —a través de un procedimiento clínico batallado con la clase médica— no tener más descendencia y reenfocar su vida, puesto que «nunca había renunciado a la poesía»[6], en tanto que, según sus palabras, «la poesía era el lugar donde vivía sin ser la madre de nadie, donde existía como yo misma»[7].
Tal como explica en «Voces desde las ondas»[8], un poema puede liberarnos de la lucha existencial, y en esta idea profundiza en «Una membrana permeable»[9] al reconocer que existe una permeabilización de los intercambios que se dan entre el arte y la sociedad, por la cual es inconcebible un arte —en su caso la poesía— desapegado de la política, que tan solo sirva para decorar la mesa que lo secuestra.
La falta de esa permeabilidad y la imposibilidad de separar el arte de la dignidad humana y la esperanza fue la razón principal por la que, en 1997, Rich se convirtió en la única persona que ha rechazado la Medalla Nacional de las Artes de Estados Unidos. En una carta dirigida a Bill Clinton y publicada en su artículo «Por qué no acepté la Medalla Nacional de las Artes» (1997), la autora critica la falta de fondos para las artes a la vez que denuncia un sistemático deterioro social expresado en el desmantelamiento de la educación pública, la venta de la sanidad al mejor postor, el aumento de presos afroamericanos en las cárceles, la deslocalización de la industria, la culpabilización generalizada de la inmigración…
Con la poesía como herramienta de resistencia sociocultural, Rich llama a atravesar esos poros que conectan el arte con lo social, con la política, con las realidades vividas, apelando a quienes han escrito contra los silencios de su tiempo y localización, porque tal como recuerda en «Seis meditaciones en lugar de una conferencia»[10] parafraseando al poeta salvadoreño Roque Dalton: «La poesía es como el pan, de todos». Y por ello es el medio que perdura cuando todo lo demás se derrumba, propone la autora al recordar que tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, se hace notable como se agudiza el estado de «guerra sin fin» y el fomento de un clima de odio y miedo que tiene un reflejo directo en los recortes de la libertad de expresión y de la creación artística por parte de los poderes del Estado y académicos.
La poesía de Rich es efectiva incluso cuando se trata de prosa, porque en ella va integrada su poesía; por ello, en los artículos seleccionados en esta colección, al igual que en su vida, la poesía siempre está presente, porque es una herramienta de expresión social incontrolable, tal como ella misma apunta en «La poesía y el futuro olvidado» cuando recoge el titular del San Francisco Chronicle del 17 de julio del 2005: «Escribir poesía fue el bálsamo que permitió no enloquecer a algunos prisioneros de Guantánamo»; porque siempre hay algo en la poesía que no puede ser aprehendido, que no puede ser descrito, que sobrevive a las críticas teóricas, a las lecciones y argumentos, a la tortura, a los intentos de controlar el arte. Por ello mismo, Rich vive en poesía cada día de su existencia, cada uno de sus escritos, porque en la poesía reside «una forma de conocimiento»[11] y porque, tal como anuncia en «Poder y peligro. Obras de una mujer corriente» (1977): «La necesidad de la poesía es algo que es preciso afirmar repetidamente, pero solo para quienes tienen motivos para temer su poder».[12]
Su prosa, en cambio, tiene un recorrido más corto en la vida de la autora. Rich produce ensayos que no renuncian a integrar la poesía entre sus páginas, pero su prosa emerge como la expresión de una conciencia sobrevenida después, en la mitad de su vida y sobre todo a partir del momento en que toma contacto con el movimiento feminista.
El 26 de agosto de 1970, cuando tenía cuarenta y un años, fue invitada a repartir propaganda llamando a una huelga nacional de mujeres por la igualdad. Vemos aquí una muestra de la validez de su teoría hecha en prosa respecto a la facilidad con que este tipo de datos se borran de las genealogías feministas.[13] En el prólogo de On Lies, Secrets and Silence (Sobre mentiras, secretos y silencios), titulado «Sobre la historia, el analfabetismo, la pasividad, la violencia y la cultura de las mujeres»,[14] escribe:
Toda la historia de la lucha de las mujeres por su autodeterminación ha quedado sepultada bajo el silencio una y otra vez (…). [Existe] la tendencia a recibir cada obra feminista como si surgiera de la nada; como si cada una de nosotras hubiera vivido, pensado y trabajado sin un pasado histórico y sin el contexto de un presente. Este es uno de los procedimientos por los que las obras y el pensamiento de las mujeres se han presentado como algo esporádico, accidental, huérfano de tradición propia.[15]
Rich llama a esta revelación «el fenómeno de la interrupción» y subraya, a pie de página, que esta conceptualización ha sido elaborada por quien será su amante y compañera durante el resto de su vida: Michelle Cliff[16] (1946-2016), novelista, ensayista y poeta de origen jamaicano que, en 1976, une su vida a la de Rich.
Antes de esa huelga de mujeres Rich ya había entrado en contacto con el feminismo en Nueva York, en 1969, siendo testigo de cómo iban «miles de mujeres dirigiéndose en oleadas hacia un movimiento de mujeres que la izquierda trivializó primero y denunció e intentó subvertir más tarde».[17] En ese primer contacto narrado en el prólogo de Sangre, pan y poesía, Rich confiesa el reparo que le causaba la palabra «feminismo» por la carga peyorativa y de mofa que expresaba y cómo el uso de «por la liberación de las mujeres» revalorizaba y dignificaba un movimiento del que, una vez implicada, aclara: «Me identifiqué como feminista radical y poco después —no como acto político, sino fruto de sentimientos poderosos e inconfundibles— como lesbiana».[18]
En 1974 Rich muestra su compromiso colectivo con las mujeres cuando su colección de poemas Diving into the Wreck («Sumergirse en los restos del naufragio») gana el Premio Nacional del Libro, junto a otro autor, y rehusando tomar parte en la competición patriarcal decide compartirlo y recogerlo con Alice Walker y Audre Lorde, también nominadas al premio.
Su primer libro de prosa es Of Woman Born. Motherhood as Experience and Institution (Nacemos de Mujer.La maternidad como experiencia y como institución) (1976). En esta colección de artículos, como el subtítulo indica, la autora distingue entre la maternidad como institución patriarcal y la experiencia materna. En «La primacía de la madre»[19] Rich hace un recorrido histórico y antropológico tras las huellas ginocéntricas a través de distintas autorías con relación a la maternidad como potencia transformadora de las sociedades y a cómo el patriarcado se erige con el control reproductor de las mujeres.
Aunque años después Rich aclara que está mucho menos interesada en buscar las causas y los orígenes del patriarcado que en analizar cómo se extiende por el mundo[20] y aunque en «Desobediencia y Estudios de las mujeres»[21] expone que la maternidad como institución patriarcal actúa de forma radicalmente diferente según sea el color de la piel que se tenga, en el capítulo de Nacemos de mujer dedicado a «La domesticación de la maternidad» profundiza en la universalidad de la Diosa Madre y en cómo el monoteísmo patriarcal redujo su potencialidad simbólica al estatus de madre-hija propiedad del esposo-padre, confinando a las mujeres a los límites del parentesco y haciendo de sus «órganos (…) un objetivo de primer orden de la tecnología patriarcal».[22]
En «Madre e hijo, mujer y hombre»[23] pone en valor la relación madre-hijo dentro de la cultura patriarcal y explica cómo ella misma sintió satisfacción al traer al mundo hijos varones, porque era lo que quería su marido, porque era lo que había querido su padre sin haberlo conseguido nunca su madre y porque ni siquiera cuando adquirió conciencia feminista consiguió ver a sus hijos como partes integrantes del patriarcado. En este artículo Rich pone en jaque la culpa como herramienta de control de las mujeres, reflexiona sobre la rabia de las madres con relación al estigma de mala madre / mujer, sobre el proceso de separación madre / hijo y sobre el miedo, compartido con el resto de madres feministas, a la alineación de los hijos con la masculinidad patriarcal.
En «La condición de madre y la condición de hija»[24] repasa el vínculo con su madre y se pregunta por qué siguen siendo las madres las correas de transmisión de la educación patriarcal de las hijas. En lo que ella llama el núcleo de su libro, en resonancia con los postulados genealógicos de Luce Irigaray (1985),[25] admite: «Antes de la sororidad hubo la conciencia —transitoria, fragmentaria, tal vez, pero original y crucial— de lo que significa ser madre y ser hija».[26] Partiendo de su propia experiencia vital como madre que se reconoce lesbiana en el ecuador de su vida, Rich invoca aquello que De Lauretis (1994)[27] denomina «la metáfora maternal», aquella asociación que minimiza el deseo sexual de las relaciones lesbianas y maximiza el vínculo simbólico-psicológico materno-filial, por el cual se permite a las amantes «privilegiadamente» llegar a ser, a la vez, madre e hija, en una exploración fusional y mutua de conexión «única». Rich explora esa conexión materno-filial en la amante, en las madres diosas mistéricas conectadas a lo largo de los tiempos y, volviendo de nuevo a Irigaray (1985), se pregunta si «a lo mejor todo contacto sexual o íntimo nos evoca ese primer cuerpo».[28]
A finales de la década de los años setenta y principios de los ochenta, Rich participa activamente del feminismo y lesbianismo radical colaborando regularmente con artículos en la revista Sinister Wisdom[29]junto a Michelle Cliff[30]. La pareja se encarga de la edición de la revista desde el número 16 de 1981 hasta el número 24 de 1983, donde Rich explica que, por razones de salud y debido a la artritis reumatoide que padece desde los veintiún años y las operaciones quirúrgicas como consecuencia de ello, poco a poco tuvo que ir dejando el trabajo en manos de una Cliff que fue a menudo invisibilizada, puesto que las colaboraciones y correspondencias que recibían tendían a dirigirse exclusivamente a Rich, como si esta fuese la única editora, razones por las cuales ambas deciden dejar la responsabilidad de editar Sinister Wisdom.[31]
En 1979 publica On Lies, Secrets, and Silences: Selected Prose 1966-1978 (Sobre mentiras, secretos y silencios. Prosa escogida 1966-1978), una recolección de escritos que habían ido viendo la luz de forma dispersa. La mayoría de textos seleccionados en el presente volumen pertenecen a esta obra; por ello citaré solo algunos de los más representativos que enuncian el viaje de su propio pensamiento: la interrogación de las distintas opresiones en relación con un feminismo lesbiano que va más allá de la preferencia sexual y de la lucha por los derechos civiles al interesarse por todo aquello que atañe a las mujeres que luchan por «un mundo que respete y reconozca la integridad de todas las mujeres —no de una minoría selecta— en todos los aspectos de la cultura».[32]
Esa es exactamente la intención que Rich desarrolla en «Nuestra tarea ha de ser ampliar continuamente el significado de nuestro amor a las mujeres» (1977), donde separa claramente los sujetos políticos lesbiana y mujer: «Antes de que existiera ni pudiera existir ningún tipo de movimiento feminista, ya había lesbianas»;[33] Rich señala la fusión de los silencios con que se enfrentan las lesbianas como parte de un gran silencio invisibilizador de todas las mujeres. Este silencio común es a lo que hay que hacer frente alzando la voz colectivamente, acabando con los secretos y expandiendo constantemente el amor por las mujeres, porque «hemos llegado por primera vez a un punto en que el lesbianismo y el feminismo comienzan a fusionarse. Y esto es precisamente lo que más ha de temer el patriarcado».[34]
En «Las mujeres y el honor. Algunos apuntes sobre el mentir» (1975)[35], insiste en la idea de que «el amor de las mujeres por otras mujeres se ha representado casi exclusivamente a través de silencios y mentiras»[36], que la mentira es una estrategia de supervivencia al patriarcado que ejercen el conjunto de mujeres sujetas a sus reglas, mintiendo con las palabras, los secretos, los silencios y los cuerpos: «Se esperaba que (…) blanqueásemos o enrojeciéramos la piel, que alisáramos o rizáramos nuestro cabello, que nos depiláramos las cejas, las axilas, que usásemos rellenos en diversos puntos o que nos ciñéramos el talle, que camináramos a pasitos, que nos pintásemos con esmalte las uñas de las manos y de los pies»;[37] por ello considera prioritario replantear la sinceridad de y entre las mujeres.
En 1986 Rich publica Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985 (Sangre, pan y poesía: prosa selecta 1979-1985), en cuyo prólogo aclara que no hay una opresión «primaria», sino que las opresiones trabajan conjuntamente en la construcción de las identidades y lugares de dolor y privilegio, y hace patente que abandona la idea de dar respuesta al racismo y la identidad racial asiendo estas cuestiones «con un gancho fundamentalmente antipatriarcal».[38]
Este cambio respecto a cómo aborda la autora el racismo se puede apreciar al leer el texto de 1978 «Desleales a la civilización. Feminismo, racismo, ginefobia»[39], donde hace un concienzudo esfuerzo por buscar una historiografía feminista que incluya los momentos, que documentalmente existieron, de lucha conjunta de las mujeres blancas y afrodescendientes contra el abolicionismo esclavista y que contemple los puntos comunes con que la clase y el patriarcado someten tanto a las mujeres blancas como a las afrodescendientes. Teniendo en cuenta ese lugar de subordinación común al patriarcado, opina: «La piel blanca no protegió a ninguna mujer de ser apropiada por los hombres; solo le otorgó un privilegio superficial que podía inducirla a engañarse sobre su condición fundamental de objeto, sin derechos y dominada».[40]
En Sangre, pan y poesía, en cambio, Rich abandona el historicismo y la condescendencia para con la blancura y denuncia enérgicamente cómo actúa el racismo a través de los feminismos y lesbianismos en el presente. En «Desobediencia y Estudios de las mujeres»[41] (1981) expone cómo en los feminismos académicos se teme, se ignora y se invisibiliza tanto a las lesbianas como a las afrodescendientes y cómo ella misma pensaba que, con sus credenciales —su voluntad expresa de abordar y combatir el racismo, además de tener una pareja afrodescendiente—, «aun siendo blanca, no era portadora de racismo».[42]
En «Apuntes para una política de la localización»[43] (1984) interroga un «nosotras» que no tiene en cuenta cómo se interrelacionan los distintos ejes de opresión, llamando a un descentramiento del sujeto blanco. Aborda el sentimiento de culpa paralizante que emana de los feminismos blancos al ser confrontados ante el racismo, la reacción defensiva típica al percibir la crítica como «un ataque airado contra el movimiento de mujeres blanco. Los sentimientos blancos continúan situados en el centro».[44] Y aboga por un trabajo antirracista continuado, tanto a nivel individual como colectivo.
En toda la prosa de Rich podemos encontrar arremetidas contra el racismo y una voluntad expresa de localizar y sacar a la luz pública los lugares donde camaleónicamente se esconde sobreexponiéndose la blanquitud. En «Para una crítica más feminista»[45] (1981), ella misma pone como ejemplo su credibilidad radicada en el privilegio blanco estructural al exponer lo hiriente que resulta el alto valor otorgado a su palabra cuando, por ejemplo, habla sobre las producciones narrativas de mujeres afrodescendientes. Rich argumenta que su mirada es externa y no deja de ser una interpretación mediada por su posición social y, aun así, constata que se la toma más en serio, por el hecho de ser blanca, que a cualquier mujer afrodescendiente, «cuya experiencia personal sumada a su labor de reflexión le permite acceder a un conocimiento y una percepción mucho más penetrantes que los míos».[46]
Esta actitud beligerante contra el racismo en los feminismos y en los lesbianismos también se puede percibir en «Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana»[47] (1980), aunque lo más característico de este texto es el impacto fusional que tuvo en las relaciones entre lesbianas y feministas.
En este icónico texto, Rich compone su teoría a través de tres conceptos conjugados que configurarán el lesbianismo feminista de la década de los años ochenta: la heterosexualidad obligatoria, entendida como institución política y no como preferencia sexual por la cual se controla al conjunto de las mujeres; la existencia lesbiana, entendida como agencia política colectiva y distanciada de la clínica y del estigma que la palabra «lesbiana»conlleva; y el continuum lesbiano, entendido como el vínculo de resistencia antipatriarcal que une a las lesbianas y las mujeres desobedientes a sus destinos de género, y cuya energía liberada por las rupturas sociales potencia un feminismo que Rich erotiza con la llamada a un lesbianismo político, fundamentado en la idea cantada por Alix Dobkin (1973): «Cualquier mujer puede ser lesbiana».[48]
Rich desarrolla esta influyente teoría lesbiano-feminista con el objetivo principal de evitar la cancelación[49] de laexistencia lesbiana, entendida como aquellas fuerzas sociales —que Laura Cottingham bautiza como «sobredeterminación heterosexual»—[50] que fantasmizan a las lesbianas incluso a través de los mismos lesbianismos y feminismos. Rich pone un ejemplo de esta fantasmización en «Para una crítica más feminista»[51] cuando se pregunta cómo es posible que, un año después del impacto que tuvo su publicación «Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana» en la revista Signs, «el presente número de dicha revista pueda iniciarse con un extenso artículo que alega con firmeza que el pensamiento feminista está “repensando cómo se piensa” y comenta una serie de libros de crítica feminista académica de reciente aparición, todos “blancocéntricos” y heterosexistas».[52]
Todas estas inquietudes se manifiestan al desnudo a lo largo de la selección teórica ofrecida en esta propuesta, donde los textos compilados provienen de seis publicaciones clásicas de la autora: Of Woman Born: Motherhood as Experience and Institution (1976), On Lies, Secrets, and Silence: Selected Prose (1979), Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985 (1986), What Is Found There. Notebook on Poetry and Politics (1993), Arts of the Possible: Essays and Conversations (2001) y A Human Eye: Essays on Art in Society, 1997-2008 (2009). Los artículos aquí escogidos han sido traducidos directamente del inglés al castellano por Mireia Bofill, a excepción de «Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana» (1980), que se publica en traducción de Maria Milagros Rivera Garretas.[53]
La teoría de Rich trata de desmontar constantemente los discursos androcéntricos, heterocéntricos y blancocéntricos desde una retórica marcada por el ritmo de los números romanos con que acostumbra a separar sus capítulos. Tras cada punto seriado desarrolla una mirada lúcida y quirúrgica que es capaz de diseccionar y exponer cómo actúan los haces de fuerzas que tienden a blanquear y heterosexualizar sociedades, lesbianismos y feminismos, empujándonos a revisar los propios privilegios de clase, raciales, sexuales y de género.
Es por lo que su teoría no deja de ser de rabiosa vigencia y por lo que esta nueva traducción al castellano actualiza su pensamiento al hacerlo accesible a nuevas lecturas, poniendo a circular sus ideas en los saberes, poderes y resistencias de nuestros tiempos. Porque Adrienne Rich vive en cada una de sus obras y releerlas, aparte de ser un placer, implica aprender a detectar cómo y dónde funciona «el fenómeno de la interrupción» para poder reconectar genealogías de desobediencias heteroetnocispatriarcales y extender su crítica —con alma de poesía— a las vidas que nos rodean, mirando el mundo situadamente, desde lo personal hecho política.
Porque efectivamente, tal como su primer libro ya apuntaba: a distintas generaciones de lesbianas y feministas, leer a Rich nos cambió el mundo. Sigamos, pues, viajando con sus palabras por ese cambio colectivo.
Marzo de 2019,Segundo Año de Huelga Feminista
[1]Adrienne Rich, «Notes toward a Politics of Location (1984)», en A. Rich, Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985, W.W. Norton, Nueva York, 1986. Incluido en este volumen de Ensayos esenciales.
[2]Existe en ese concepto de Rich y a pesar de la distancia en el tiempo un eco con los «conocimientos situados» de Donna Haraway (Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1995, pp. 313-346).
[3]«Apuntes para una política de la localización», op. cit., p. 538 de este volumen.
[4]En este volumen, pp. 617-639.
[5]Adrienne Rich, «Anger and Tenderness», en A. Rich, Of Woman Born,W. W. Norton, Nueva York, 1976. Incluido en este volumen de Ensayos esenciales, pp. 261-284.
[6]Op. cit., p. 268.
[7]Ibid., p. 272.
[8]En este volumen, pp. 559-563.
[9]En este volumen, pp. 655-658.
[10]En este volumen, pp. 583-606.
[11]A. Rich, Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985, op. cit., p. XIII.
[12]Ibid. En este volumen, p. 179-193.
[13]Por ejemplo, haciendo aparecer experiencias posteriores en el tiempo y espacio como las huelgas feministas del 8 de marzo del 2018 y del 2019, del Estado español, como si fuesen iniciativas novedosas, cuando en realidad ya ha habido experiencias previas y muy potentes de huelgas de mujeres.
[14]Rich, Adrienne (1983), OnLies, Secrets and Silences: Selected Prose 1966-1978, W. W. Norton, Nueva York, 1979. Incluido en este volumen, pp. 29-40.
[15]Ibid., p. 31.
[16]Cliff, Michelle (1979), «The Resonance of Interruption», en Chrysalis: A Magazine of Women’s Culture, n.º 8, pp. 29-37.
[17]A. Rich, Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985, op. cit., p. IX.
[18]Ibid., p. VIII.
[19]A. Rich, Of Woman Born, op. cit. En este volumen,pp. 285-315.
[20]A. Rich, «Apuntes para una política de la localización», en este volumen, p. 535.
[21] A. Rich, Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985, op. cit. En este volumen, pp. 489-497.
[22]A. Rich, Of Woman Born, op. cit. En este volumen, p. 337.
[23]Ibid. En este volumen, pp. 339-378.
[24]Ibid. En este volumen, pp. 379-424.
[25]Luce Irigaray, El cuerpo a cuerpo con la Madre. El otro género de la naturaleza. Otro modo de sentir, Mireia Bofill y Anna Carvallo (trad.), Barcelona, laSal, 1985.
[26]Of Woman Born, op. cit. En este volumen, p. 388.
[27]De Lauretis, T. (1994), The Practice of Love. Lesbian Sexuality and Perverse Desire, Indiana University Press, Bloomington e Indianápolis.
[28]Of Woman Born, op. cit. En este volumen, p. 409.
[29]Revista lesbiano-feminista iniciada en 1976 en Carolina del Norte por Harriet Desmoines y Catherine Nicholson, que cuenta, desde sus inicios, con aportaciones de Audre Lorde, Barbara Smith, Bonnie Zimmerman, Julia Penelope, Pat Califia, Tee Corine, Marilyn Fry, Sarah Lucia Hoagland, Joan Nestle, Andrea Dworkin, Susan Bronwmiller, Gloria Anzaldúa, Cheryl Clarke o Cherríe Moraga, entre otras muchas, y que sigue vigente en la actualidad. Se pueden consultar los primeros números en http://sinisterwisdom.org/archive
[30]Los artículos de Rich aparecen por primera vez en 1977, en el n.º 3 con «It is the Lesbian in us…», pp. 6-9, y los de Cliff en 1978, en el n.º 5 con «Notes on Speechlessness», pp. 5-9.
[31]Un repaso de sus artículos por las páginas de Sinister Wisdom permite conocer, situadamente y mucho mejor, la implicación de Rich en el lesbiano-feminismo y su influyente participación en los debates del movimiento, sirva como ejemplo «Notes for a Magazine: What Does Separatism Mean?», en Sinister Wisdom, n.º 18, pp. 83-91.
[32]On Lies, Secrets and Silences, op. cit. En este volumen, p. 39.
[33]Ibid., p. 159.
[34]Ibid., p. 161.
[35]Ibid., pp. 119-129.
[36]Ibid., p. 125.
[37]Ibid., pp. 123.
[38]Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985, op. cit., p. XII.
[39]On Lies, Secrets and Silences,op. cit. En este volumen, pp. 215-258.
[40]Ibid., p. 235.
[41]Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985, op. cit. En este volumen, pp. 489-497.
[42]Ibid., p. 495.
[43]Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985, op. cit. En este volumen, pp. 535-556.
[44]Ibid., p. 556.
[45]Blood, Bread and Poetry: Selected Prose 1979-1985, op. cit. En este volumen, pp. 449-513.
[46]Ibid., pp. 508-509.
[47]En este volumen, pp. 437-488.
[48]Un estribillo que se hizo tan popular que eclipsó el título original de la canción «View From Gay Head», del álbum Lavender Jane Loves Women.
[49]Utilizo aquí la palabra aportada por María Milagros Rivera Garretas, porque esta es la traducción que se incluye en este volumen.
[50]Cottinhgam, Laura (1996), «Sobre la especificidad de las lesbianas en la historia del arte y de la cultura (algunas consideraciones metodológicas)», Mª José Belbel Bullejos y Azucena Vieites García (trad.), en http://www.caladona.org/grups/?p=67
[51]Op. cit.
[52]En este volumen, p. 507.
[53]Traducción que revisa la publicada en DUODA. Revista de Estudios Feministas, n.º 10, 1996, pp. 15-45 y n.º 11, 1996, pp. 13-37.
Sobre la historia, el analfabetismo,
la pasividad, la violencia
y la cultura de las mujeres
En octubre de 1902 murió Elizabeth Cady Stanton, a los ochenta y siete años de edad. Susan B. Anthony había trabajado con ella durante cincuenta años. Juntas habían aprendido el sentido del activismo en el marco del movimiento abolicionista; juntas habían elaborado estrategias y discursos políticos al lado de las cunas de los siete hijos e hijas de Stanton; juntas habían viajado de una ciudad a otra para organizar encuentros a favor del voto femenino; juntas habían sido blanco de ataques e indignación, burlas y difamación; juntas habían discutido, disentido y perseverado, unidas por los vínculos de un afecto y una lealtad permanentes. Tras la muerte de Stanton, Anthony, que acababa de perder a su más íntima amiga y su colega de mayor confianza, se vio acosada por periodistas cuyas preguntas revelaban cuán poco sabían sobre el movimiento que ella y Stanton habían impulsado durante medio siglo y cuán poco lo comprendían. Su exclamación impaciente encontraría eco en las feministas radicales actuales: ¿Cómo podremos conseguir que el mundo esté bien informado algún día sobre nuestro movimiento?
En el momento de escribir estas líneas, en Estados Unidos en 1978, la lucha por la constitucionalización de la igualdad de derechos para las mujeres se enfrenta a muchos contrincantes con los que ya se topó la lucha por el derecho al voto: poderosos intereses empresariales, que deseaban conservar una reserva de mano de obra femenina barata o que se sentían amenazados por la independencia económica de las mujeres; los medios de comunicación que obtenían ingresos de la publicidad de estas empresas; la supresión de la memoria del pasado político e histórico de las mujeres, con lo cual cada nueva generación de feministas es vista como una excrecencia anómala; la trivialización de la reivindicación misma, a veces incluso por parte de sus propias defensoras cuando no la vinculan con los problemas más profundos que estamos abordando las mujeres del siglo xx en nuestro momento concreto de la historia feminista. Susan B. Anthony comprendió que la reivindicación del derecho de sufragio era una reivindicación radical, no solo porque confiaba en que las votantes harían uso de él para cambiar la vida de las mujeres, sino también porque percibía un profundo simbolismo en la negación de ese derecho: el mismo tipo de simbolismo que en la historia del racismo estadounidense ha rodeado el concepto de los lavabos, fuentes, escuelas «separados pero iguales», el simbolismo que impregna cualquier disposición adoptada por un grupo dominante para las personas con menos poder o sin poder. A menudo se ha presentado a Anthony como una fanática con una sola «idea fija», obsesiva, con una visión restringida, incapaz de ver más allá del derecho a voto y cuyo mérito residía en una infatigable tenacidad fanática. Basta leer sus cartas, escritos y discursos publicados para reconocer que fue una notable filósofa política que amaba profundamente a las mujeres, que a su vez también la amaban, y ese amor fue la fuente de su fortaleza y perseverancia; que comprendió que tanto el matrimonio de clase media como el trabajo en las fábricas esclavizaban a las mujeres; que fue plenamente consciente del simbolismo radical de la enmienda constitucional por la que ella y Stanton lucharon toda la vida, sin aceptar jamás ningún compromiso al respecto, y cuya ratificación ninguna de las dos alcanzó a ver.
Pero la mayoría de las feministas del siglo XX no han leído las biografías ni las obras de Anthony y Stanton, excepto, tal vez, algún extracto recogido en las antologías. Los seis volúmenes de la historia del sufragio femenino, History of Woman Suffrage, y la biografía de Anthony en tres volúmenes de Ida Husted Harper —dos fuentes de información cargadas de datos sobre el verdadero pensamiento y los verdaderos sentimientos del feminismo del siglo XIX— se pueden encontrar en ediciones facsímiles; solo la autobiografía de Stanton se ha reeditado en formato de bolsillo.[54]De igual modo, también se ha devaluado o silenciado la obra de propagandistas y teóricas feministas anteriores, como Jane Anger, Rachel Speight y Elizabeth Carey en el siglo XVI en Inglaterra. La historiadora Patricia Gartenberg ha señalado cuán poco influyó el reinado de Isabel Tudor —ensalzada a menudo como heroína feminista— sobre las posibilidades para las demás mujeres de su tiempo: las autoras no proliferaron durante su reinado y la situación económica y política de las mujeres en realidad empeoró. Sin embargo, lo que nos ha quedado ha sido Isabel I, mientras perdíamos las voces y las vidas de Rachel Speight, Jane Anger, Elizabeth Carey y Anne Askew, esta última torturada hasta la muerte y quemada en la hoguera como hereje.[55]
Toda la historia de la lucha de las mujeres por su autodeterminación ha quedado sepultada bajo el silencio una y otra vez. Un grave obstáculo cultural con el que se topa cualquier autora feminista es la tendencia a recibir cada obra feminista como si surgiera de la nada; como si cada una de nosotras hubiera vivido, pensado y trabajado sin un pasado histórico y sin el contexto de un presente. Este es uno de los procedimientos por los que las obras y el pensamiento de las mujeres se han presentado como algo esporádico, accidental, huérfano de tradición propia.[56]
En realidad, contamos con una larga tradición feminista —oral y también escrita—, una tradición que se ha reconstruido una y otra vez, recuperando elementos esenciales incluso cuando habían sido sofocados o eliminados. Aun así, se sigue leyendo a Mary Wollstonecraft —calificada como «la hiena con enaguas»— sin ninguna referencia a sus antecesoras, no solo a las propagandistas del siglo xvi, sino tampoco a las mujeres sabias y las brujas que habían sido objeto de persecución y masacres masivas durante tres siglos. De igual modo, se ha leído a Simone de Beauvoir sin ninguna referencia a la destrucción de los círculos políticos de mujeres de la Revolución francesa ni a los escritos de Olympe de Gouges y Flora Tristán. Y el elocuente feminismo político y el socialismo de Virginia Woolf han quedado ensombrecidos, igualmente, por la idea de que era una «Bloomsbury», individualista, elitista, sin conciencia de clase y gay en el sentido más frívolo de la palabra, sin ninguna referencia a sus relaciones con Margaret Llewelyn Davies, el Women’s Cooperative Guild («Gremio Cooperativo de Mujeres»), la antropóloga antipatriarcal Jane Harrison, la activista sufragista lesbiana/feminista Ethel Smyth.[57] Y del mismo modo es atacada o menospreciada también ad feminam cada teórica feminista contemporánea, como si sus ideas políticas fueran simplemente fruto de un estallido de resentimiento o de rabia personales.
El movimiento de mujeres de finales del siglo XX, en particular, se está desarrollando en el contexto de una cultura de pasividad manipulada (cuya imagen especular es la violencia, indiscriminada y también institucional). Las pantallas de los televisores suministran por doquier sus mensajes capciosos; pero, además, incluso en los casos en que el mensaje podría parecer intelectualmente menos nocivo, las propias características del medio de transmisión fomentan la pasividad, la docilidad, la concentración intermitente. La reducción de la tasa de alfabetización entre las personas adultas no significa solo una mengua de la capacidad de leer y escribir, sino también del impulso de hacerse preguntas, reflexionar, consultar el diccionario, musitar, discutir, dar la vuelta a los mensajes en un arranque de euforia verbal, de hacer uso de ese «incomparable medio de comunicación» que es el lenguaje —la expresión es de Tillie Olsen—. Y esa pérdida se produce, irónicamente, en un momento de la historia en el que las mujeres, la mayoría de la población mundial, somos más conscientes que nunca de la necesidad de una auténtica alfabetización, de conocer nuestra historia; más inquisitivamente conscientes también de las mentiras y las distorsiones que han ideado los hombres de la cultura, ahora que por fin estamos preparadas para emprender la reevaluación más compleja, sutil y drástica jamás intentada sobre la condición de la especie.[58]
La pantalla del televisor ha sustituido en todo el mundo o está sustituyendo rápidamente a la poesía oral, los cuentos de viejas, la representación de cuentos como un juego, la transmisión verbal de conocimientos tradicionales, las canciones de cuna, las partidas de cartas al juego de las siete y las discusiones políticas, la lectura de libros demasiado difíciles pero que de algún modo la gente conseguía leer, las historias de «cuando yo tenía tu edad» contadas por madres y padres, abuelas y abuelos que vinculaban a las criaturas a su propio pasado, el canto coral, la memorización de poemas, la transmisión oral de habilidades y remedios, la lectura en voz alta, la recitación, la vida en comunidad y también la soledad. La gente llega a la edad adulta no solo sin saber leer —una competencia de reciente adquisición para la mayoría de la población mundial—, sino sin saber conversar, contar historias, cantar, escuchar y recordar, argumentar, desmontar los argumentos de un contrario, usar metáforas, imágenes y exageraciones inspiradas como parte del discurso; crece rodeada de una pálida luz parpadeante desprovista del resplandor concentrado de la llama de una vela o de la mecha de una lámpara de petróleo o de la bombilla de una lámpara de sobremesa: un brillo pálido, intermitente, rectangular que emite un ruido incesante, cuya relación con el conocimiento o el razonamiento reales es equivalente a la que tienen los lamentos obsesivos o llorosos de un borracho con un discurso responsable. Sin embargo, los borrachos consiguen mantener la atención del público y otro tanto sucede con la pantalla rectangular mal enfocada.[59]
La cultura de las mujeres, en cambio, es activa; las mujeres han sido las personas verdaderamente activas en todas las culturas, sin las cuales la sociedad humana se habría extinguido hace tiempo, aunque la mayor parte de nuestra actividad la hemos realizado en sustitución de los hombres y las criaturas.[60] Ahora las mujeres hablamos entre nosotras, estamos recuperando una cultura oral, contando nuestras historias de vida, leyendo en voz alta las unas para las otras los libros que nos han conmovido y nos han sanado, analizando el lenguaje que ha mentido sobre nosotras, leyéndonos en voz alta nuestras propias palabras. Pero nombrar y fundar una cultura propia exige una verdadera ruptura con la pasividad de la mente occidental en este siglo XX. La mortífera «pasividad radical de los hombres» (la expresión es de Daly) nos ha legado una cultura dominante con una voz esencialmente pasiva, cuyos artefactos son los idóneos para promover una pasividad y una sumisión cada vez más intensas: arte «pop», televisión, pornografía.
Cuestionarlo todo. Recordar lo que ha estado prohibido mencionar siquiera. Reunirnos para contar nuestras historias, contemplar con una nueva mirada —y luego describir para nosotras— las pinturas rupestres de la Edad de Hielo, los desnudos del «gran arte», los sellos y estatuillas minoicas, el paisaje lunar repujado con las huellas de las botas de unos pies masculinos, los virus microscópicos, el cuerpo lacerado y torturado del planeta Tierra. Para realizar esta clase de tareas se requiere la capacidad de mantener una presencia activa constante, de dedicar una atención de naturalista a fenómenos minúsculos, de leer entre líneas, de indagar atentamente en busca de disposiciones simbólicas, de decodificar los mensajes difíciles y complejos que nos han dejado las mujeres del pasado. Es, en suma, una tarea que tiene en contra a toda la cultura capitalista masculina blanca del siglo XX y es contraria a ella.
¿Cómo podremos conseguir que el mundo esté bien informado algún día sobre nuestro movimiento? No creo que la respuesta sea ofrecer una versión sencilla, popular e instantáneamente gratificante del feminismo. Hacer malabarismos con la cultura pasiva y adaptarse a sus normas es degradar y negar el pleno alcance del significado e intención de nuestro movimiento. Cuando me planteé la posibilidad de publicar estos textos y estuve reflexionando sobre cómo podrían ser leídos, me vi obligada a contemplar un efecto significativo de la pasividad cultural: para muchas lectoras el movimiento feminista es simplemente lo que los medios de comunicación de masas dicen que es, ya sea en las pantallas del televisor o en las páginas del New York Times o de las revistas Psychology Today, Mother Jones o Ms. Ignorancia deliberada, reduccionismo, caricaturización, distorsión, trivialización son los instrumentos habituales, presentes no solo en la retórica de la oposición organizada. Los encontramos en las reseñas anodinas de libros feministas y en el miedo al feminismo que impera en el mundo erudito y académico. Como señala la cineasta Michelle Citron: «La cultura en general da por sentado que las películas [léase el arte, el periodismo, los estudios, etcétera] realizadas por hombres son objetivas y las realizadas por mujeres, subjetivas; la subjetividad masculina se sigue considerando el punto de vista objetivo sobre todas las cosas y, en particular, sobre las mujeres».[61]
Esta cultura de pasividad manipulada, que alimenta la violencia en su seno, tiene todo el interés en impedir que las mujeres nos apropiemos activamente de nuestras vidas. Entre todos los asuntos por los que se están movilizando actualmente las mujeres en todo el mundo, la reivindicación del derecho al aborto ha sido la más utilizada para distorsionar y desvirtuar el mensaje de nuestro movimiento. El aborto, como la práctica abusiva de la esterilización, es un tema concreto; aunque dista mucho de ser el tema que las mujeres escogeríamos para simbolizar nuestra lucha por la autodeterminación, posiblemente ha sido el más mitificado, más intelectualizado y emocionalizado, y el que más llama la atención entre la compleja diversidad de cuestiones que se plantean en torno a la reivindicación femenina de la integridad física y, por tanto, también espiritual. El acoso sexual en el trabajo, las agresiones, la violación, la mutilación genital, la pornografía, la psicocirugía, la prescripción de medicamentos peligrosos y/o nacortizantes a las mujeres, la igualdad salarial por un trabajo igual, los derechos de las madres lesbianas, la supresión de las mujeres de la historia humana son algunas de esas cuestiones; y desde luego también la apropiación violenta de los úteros de las mujeres pobres y del Tercer Mundo por parte de los agentes de las campañas de esterilización forzosa. Creo que no es casual que, a pesar de la cantidad de cuestiones que viene abordando nuestro movimiento, el aborto se haya convertido en la más visible y emocionalmente cargada entre el conjunto de nuestros esfuerzos por hablar con voz propia y defender nuestras vidas. Se ha elegido este procedimiento, calificado como asesinato, para presentar la lucha feminista radical como contraria a la vida, irresponsable o despiadada, y como precursora de otros actos contra la vida.[62] Existe una pornografía asociada a la literatura y la iconografía antiabortista: el feto que no interrumpirá nunca el sueño de la madre; el fetichismo de los deditos de las manos y los pies; la imagen de la madre que decreta despiadadamente la muerte. Las feministas han respondido a esta campaña obscena con manifestaciones con colgadores de alambre para recordar a la opinión pública los millares de mujeres —la mayoría pobres y de color— que han muerto o morirán a resultas de un aborto provocado por ellas mismas o practicado ilegalmente sin condiciones. Pero la iconografía de la violencia infligida por una mujer contra el feto o contra ella misma persiste. Las violencias institucionales y físicas contra las mujeres que las conducen a la decisión de abortar, que nos obligan a dedicar nuestras energías morales y políticas a esta cuestión en vez de emplearlas en las posibles maneras de crear un mundo más vivible para las personas vivas, continúan innombradas e invisibles en la retórica de la oposición.
Debates filosóficos, jurídicos y jesuíticos sobre la moralidad del aborto han llenado durante largo tiempo los anales jurídicos y teológicos, los manuales de ética médica. Mientras tanto, en las iglesias y en las cámaras legislativas el tema se debate con la emotividad justiciera que antaño caracterizó la expulsión de la madre soltera de la comunidad. Ambos debates se han estructurado desde la perspectiva de una moral, una ética, una conciencia social de creación masculina y definidas por los hombres. En consecuencia, las preguntas que se plantean (¿En qué momento deviene persona el óvulo fecundado? ¿Cuándo comienza a existir el alma? ¿Debe financiarse con fondos federales el aborto, en el caso de que sea legal?) son inevitablemente preguntas masculinas, formuladas en el marco de una concepción del mundo y un sistema ético que han negado de manera continuada el valor moral y ético de las mujeres y nos han considerado personas marginales, sospechosas o peligrosas que requieren un control especial. Ya es hora de que formulemos nuestras propias preguntas sobre esta cuestión, igual que sobre cualquier otra, y que lo hagamos con plena conciencia del peso del lenguaje, de la teodicea y de la política que querrían impedírnoslo.[63]
En un mundo dominado por hombres violentos y pasivo-agresivos y por unas instituciones masculinas que imparten violencia, resulta llamativo observar con cuánta frecuencia se representa a las mujeres como perpetradoras de violencia, sobre todo cuando simplemente intentamos defendernos o defender a nuestras hijas e hijos, o cuando intentamos transformar colectivamente las instituciones que nos han declarado la guerra, a nosotras y a nuestras criaturas. En realidad, podríamos decir que el movimiento feminista está intentando visualizar y abrir camino a un mundo en el que el aborto no fuera necesario; un mundo libre de pobreza y de violaciones, en el que las niñas pudieran crecer con una estima inteligente y un buen conocimiento de sus cuerpos y respeto a su intelecto, en el que la socialización de las mujeres para el romance heterosexual y el matrimonio ya no fuera su principal lección cultural; en el que las mujeres solteras pudieran criar hijas e hijos sin tener que pagar un coste tan abrumador; en el que la creatividad femenina pudiera optar por expresarse o no a través de la maternidad. Sin embargo, cuando las feministas radicales y las lesbianas/feministas empezamos a hablar de ese mundo, cuando empezamos a bosquejar las condiciones de vida que hemos visualizado colectivamente, lo más probable es que de entrada se nos acuse de ser violentas, de «odiar a los hombres». Se nos dice que el movimiento de mujeres está incitando a los hombres a violar, que ha provocado un aumento de los delitos violentos cometidos por mujeres, y cuando reclamamos el derecho a tener criaturas en unas condiciones que les permitan aspirar a algo más que la supervivencia física, se nos llama asesinas de fetos. La violencia doméstica contra las mujeres en todas las zonas del país, la violación de las hijas por sus padres y hermanos, el temor a la violación que impide salir tranquilas a la calle a las mujeres mayores y también a las jóvenes, la violencia masculina esporádica, que puede servirse de un coche para empujar fuera de un camino rural a dos mujeres que habían salido a correr, la explotación sádica de los cuerpos de las mujeres para alimentar un imperio pornográfico multimillonario, la decisión adoptada por varones blancos poderosos que decretan la esterilización de una cuarta parte de las mujeres del mundo o el uso de grupos seleccionados de mujeres —pobres y del Tercer Mundo— para la experimentación de técnicas de psicocirugía y de anticonceptivos, todos estos sucesos habituales, cotidianos, tienen que llevarnos inevitablemente a preguntarnos: ¿Quién odia en realidad a quién?, ¿quién mata a quién?, ¿quién ve favorecidos sus intereses, materializadas sus fantasías, cuando se presenta el aborto como expresión egoísta, caprichosa, moralmente contagiosa de la predilección de las mujeres por la violencia?
Desde una perspectiva feminista radical y lesbiano-feminista, la pregunta, en definitiva, es si se ha de considerar que los cuerpos de las mujeres están básicamente al servicio de los hombres y en qué medida la institución de la heterosexualidad promueve y fomenta la convicción de que así es. Tanto el aborto como el lesbianismo se han definido y se siguen definiendo como conductas perversas y criminales por parte de la misma cultura que aprueba la conducta sadomasoquista homosexual y heterosexual masculina, la pornografía violenta y la esterilización forzosa. La historiadora feminista marxista Linda Gordon observa en su libro Woman’s Body, Woman’s Right: A Social History of Birth Control in America («Cuerpo y derechos de las mujeres: una historia social del control de la natalidad en Estados Unidos») que las relaciones heterosexuales conllevan riesgos extremos para las mujeres y que la distribución del poder entre los sexos en todos los ámbitos tendrá que cambiar para que la anticoncepción y el aborto puedan transformar efectivamente sus vidas. Gordon es una de las pocas feministas heterosexuales que han cuestionado con tanta claridad la institución de la heterosexualidad como un importante baluarte del poder masculino. Ya es hora de que esa institución sea sometida al mismo examen detallado que se ha aplicado y se sigue aplicando a la clase social y la raza y de cuestionar el adoctrinamiento de las mujeres en la heterosexualidad del mismo modo que desde el feminismo se ha cuestionado su adoctrinamiento en los roles y modos de comportamiento «femeninos».
También es fundamental una concepción del feminismo lesbiano en su sentido más profundo y más radical, como el amor a nosotras mismas y a las demás mujeres, el compromiso con la libertad de todas nosotras, una concepción que trascienda la categoría de la «preferencia sexual» y la perspectiva de los derechos ciudadanos para constituir una política dedicada a formular las preguntas que se plantean las mujeres, a reivindicar un mundo que respete y reconozca la integridad de todas las mujeres —no de una minoría selecta— en todos los aspectos de la cultura.
Los textos incluidos en este libro son una representación del trayecto que ha recorrido mi pensamiento hasta llegar al párrafo que acabo de escribir. Un viaje de este tipo no es lineal. Lamentaría que alguien que lea esta colección de textos pudiera llegar a imaginar que he avanzado sin dificultad de un punto al siguiente. Al contrario, espero que las contradicciones y repeticiones que hallarán en el libro hablen por sí mismas. A lo largo del texto discuto conmigo misma y en el momento actual contemplo a la vez con severidad y ternura a las mujeres que he sido, cuyos pensamientos encuentro aquí recogidos.
Evidentemente, una antología como esta implica una elección, una criba. Por ejemplo, decidí no incluir recensiones de libros, excepto «La mujer antifeminista» y la reseña de un libro de Eleanor Ross Taylor, esta última porque su extraordinaria poesía es muy poco conocida y porque en ese texto toqué temas que están presentes a lo largo de todo el libro. No he incluido nada que no crea que todavía puede ser útil en alguna medida, es decir, que forme parte del esfuerzo para definir una conciencia femenina que es política, estética y erótica, y que se niega a ser incluida o quedar contenida dentro de la cultura de la pasividad.
[54]Mari Jo y Paul Buhle (eds.), The Concise History of Woman Suffrage: Selections from the Classic Work of Stanton, Anthony, Gage, and Harper (University of Illinois Press) se publicó en formato de bolsillo cuando este libro estaba en prensa.
[55]Patricia Gartenberg, «Women in the Culture of Renaissance England: 1500-1640», ponencia presentada en la Berkshire Conference on Women’s History, Mount Holyoke College, agosto de 1978.
[56]Para una descripción detallada de los efectos del «fenómeno de la interrupción» sobre la cultura de las mujeres, véase Michelle Cliff, «The Resonance of Interruption», en Chrysalis: A Magazine of Women’s Culture, Los Ángeles (California), n.º 8.
[57]Véase Jane Marcus, «No More Horses: Virginia Woolf on Art and Propaganda», en Women’s Studies, vol. 4, 1977. También su ensayo «Thinking Back Through Our Mothers», en la compilación de ensayos con el mismo título editada por ella (de próxima publicación en 1979).
[58]Según un estudio de la NBC, las mujeres que tienen un empleo ven mucho menos la televisión que las que se quedan en casa (National NOW Times, octubre de 1978). Es interesante considerar las consecuencias para el sector televisivo de una pérdida masiva de su público femenino, sobre todo en horario diurno. Es evidente que al sector y a sus anunciantes les interesa mantener la adicción de las mujeres, no solo a la televisión, sino también a los modos de organización social que nos mantienen aisladas en el hogar y refuerzan la dependencia económica y el recurso a panaceas apolíticas para problemas políticos.
[59]Ver primero en una sala cine y luego en la televisión alguna película con un cierto grado de profundidad o de sutileza permite experimentar directamente cómo las condiciones de la transmisión televisiva diluyen y degradan todo lo que nos llega a través de ella. La diferencia entre la televisión y el cine es inmensa y merece un examen más detallado que el que puedo intentar abordar aquí.
[60]El mito de la pasividad femenina ha quedado desmentido —confío en que a estas alturas así sea— por autoras como Mary Daly (Gin/Ecology: The Metaethics of Radical Feminism) y Susan Griffin (Woman and Nature: The Roaring Inside Her), si no lo habían hecho ya antes las Brontë en la Inglaterra del siglo XIX, Sojourner Truth con su famosa declaración o algunas novelistas del siglo XX como Zora Neale Hurston (Their Eyes Were Watching God), Toni Morrison (Sula) o Tillie Olsen (Tell Me a Riddle; Yonnondio).
[61]«Women and Film: A Discussion of Feminist Aesthetics», en New German Critique, n.º 13, invierno de 1978, p. 104.
[62]Para un examen del parasitismo masculino a expensas de las mujeres y de la identificación con el feto, véase Marilyn Frye, «Some Thoughts on Separatism and Power», en Sinister Wisdom, n.º 6, verano de 1978.
[63]He intentado plantear algunas de estas preguntas al final del texto titulado «Maternidad. La emergencia contemporánea y el salto cuántico», en este mismo volumen, pp. 195-213.
(1972)
Escribí este artículo a petición de la New York Review of Books, como reseña del libro de Midge Decter The New Chastity, and Other Arguments Against Women’s Liberation («La nueva castidad y otros argumentos contra la liberación de las mujeres»). Decter acusaba a las feministas de ser perezosas, egocéntricas y autoindulgentes, de no interesarse por los hombres ni las criaturas, y de cultivar un rechazo «puritano» a las obligaciones del matrimonio, la familia y (por consiguiente) la heterosexualidad.[64] Acabé escribiendo una crítica del patriarcado y un análisis de lo que, a mi entender, constituía la verdadera fuerza motivadora y sustentadora de la nueva ola del feminismo.
Al releer este texto en 1978, encuentro en él opiniones que ahora cuestiono: ¿Todos los hombres llevan dentro una «mujer fantasma»? ¿Qué quería decir con eso? Algunas partes me parecen superficiales: por ejemplo, mis comentarios sobre la familia (la violencia doméstica, las violaciones conyugales, el incesto padre-hija aún no estaban documentados como problemas feministas y subestimé el papel de la violencia en el mantenimiento de la subordinación de todas las mujeres). Y el artículo contiene afirmaciones que ahora sé que sencillamente no son ciertas, como: «La mayoría de las primeras feministas no cuestionaban la familia patriarcal como tal». Muchas lo hicieron y dentro del movimiento sufragista, sin duda alguna. El estilo también me parece poco fluido; el lenguaje, encorsetado. Lo atribuyo al hecho de que escribía para un periódico que en realidad no me había pedido un artículo feminista y del que yo no tenía ningún motivo para esperar que acogiera con agrado las ideas feministas. Con estas restricciones, intenté expresar de manera adecuada ese intenso proceso de autoeducación, de lecturas y reflexión, y de experiencias y percepciones colectivas que marcó el inicio de la nueva época para mí, al igual que para tantas mujeres. Evidentemente, estaba solo en los inicios de un proceso que todavía continúa y que imagino infinito.
Pero escribir ese artículo tuvo más consecuencias: me impulsó a reflexionar sobre la maternidad bajo el patriarcado no como un dilema personal de cada madre ni desde el punto de vista de los problemas aislados de los métodos anticonceptivos, el aborto y el cuidado de niñas y niños, sino como un asunto social y político central, con una proyección sobre las vidas de todas las mujeres, fuesen hijas o madres, y sobre todos los aspectos de la supremacía masculina. De aquí nació, cuatro años después, mi libro Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia y como institución (Of Woman Born: Motherhood as Experience and Institution).
* * *
El libro objeto de esta reseña es inofensivo, predecible y triste. Como buena parte del periodismo ad hoc, es frívolo, porque la autora lo ha escrito con la intención de etiquetar y destruir un fenómeno en desarrollo, el movimiento de mujeres, en vez de reflexionar sobre las necesidades y los conflictos que lo han generado. El texto de Midge Decter carece de toda percepción del pasado y de cómo este nos sigue persiguiendo, iluminando y seduciendo. En su opinión, el movimiento de mujeres es producto de una pereza emocional e intelectual disfrazada de «pasión por la justicia social» y tendrá como consecuencia, si se permite que siga adelante, que «todos nosotros, hombres, mujeres y criaturas, viviremos los efectos del vendaval».
No nos dice cuál será ese vendaval ni cómo puede cambiar nuestras vidas. El libro es un sermón, dirigido a un supuesto colectivo de fieles. Me cuesta imaginar que nadie pueda leerlo —