Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"… -¿Esto es todo lo que tienes? -vociferaba a los cuatro vientos-. No me hagas reír. Como un llamado de guerra, dio un grito tan potente que el cielo se abrió. La cruel ventisca sucumbiendo a su voluntad se despejó a varios cientos de metros a la redonda. Conforme avanzaba, los nubarrones perdían poco a poco su furia, hasta quedar un cielo tan despejado como al inicio de esa mañana …". Traído de vuelta por Primado, Eros descubre la verdad sobre sus habilidades y destrezas únicas entendiendo que tanto el Arcángel Miguel como Lucifer le ocultaron el enorme potencial que poseía tras una existencia mortal que se caracterizó por una infancia enfermiza, una adolescencia vigorosa, una trayectoria académica melancólica y una madurez llena de fortuna y plenitud familiar, hasta el fatídico accidente que acabó con su estilo de vida y que lo encaminaría hacia el sendero de la espiritualidad, metafísica y el entendimiento del porqué de las cosas; ha decidido que es el momento de que él tome las riendas de su destino ejecutando acciones que resonarán hasta los confines más recónditos del universo y que, seguramente, llamarán la atención de los poderosos. El autor de Eros: El principio de la caída de los Ángeles y Demonios nos transporta a una fascinante realidad alternativa, donde se revelan nuevas aplicaciones tecnológicas, ideas sobre el origen de la vida y cómo la espiritualidad tiene presencia en todo. Convergiendo con fuerzas que han trazado el curso de la humanidad desde su concepción y que estando escondidas entre la luz y la oscuridad, ahora se exhiben cuando ven dar comienzo a una profecía que implica el final de todo lo que se conoce.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 1055
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
© E. A. Suárez
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
Comentarios sobre la edición y contenido de este libro a:
ISBN: 978-84-1114-588-6
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
.
Este libro está dedicado a mi madre, padre y hermanas.
Porque la familia va primero.
Con amor y gratitud.
A mi amigo Óscar.
Por todo el apoyo incondicional.
De verdad, muchas gracias.
.
Eros: El principio de la caída de los ángeles y demonios es una obra literaria de tipo ficción. Los nombres, personajes, pensamientos religiosos, aplicaciones científicas, lugares e incidentes que aparecen en esta obra no corresponden al mundo real. Son producto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con personas, eventos y situaciones actuales, pasadas o futuras del mundo real son meramente coincidencias.
NOTA DEL AUTOR
Imagina por un instante que más allá de las afirmaciones religiosas existen Dios y el diablo, de manera contundente e inequívoca. La lucha incansable entre el bien y el mal que todos los cultos pregonan es una realidad palpable. El poseer habilidades y destrezas que, a la vista de cualquiera, solamente pueden ser catalogadas como dones o magia. Diferentes realidades interactuando con la nuestra y vida de seres con inteligencia superior a la de la raza humana, desarrollándose fuera de este mundo y plano.
En pocas palabras: tener la certeza sobre la presencia de Dios, el diablo y seres siderales… Ahora bien, yo te hago una pregunta: ¿has pensado cómo se relacionan todos ellos?
E. A. Suárez
PRÓLOGO
Hacía mucho que no se escuchaba algo sobre la rebelión.
Los rumores apuntaban hacia dos direciones. El primero, que definitivamente se habían extinguido. Regresando a ser parte del polvo estelar que bañaba a los planetas desde el espacio. Mientras que el segundo, a falta de pruebas contundentes que corroboraran la certeza del primero, era que estaban escondidos. Aguardando el momento oportuno para hacer su aparición de nueva cuenta y dar el golpe final. Cumpliendo con la amenaza que habían prometido desde hace mucho, muchos sucesos atrás.
Manteniéndose siempre alerta, como era su deber, observaba por enésima vez, mediante las pantallas flotantes que lo seguían a todas partes, que en la periferia de su estación de vigilancia y hogar perpetuo no se observaran extraños merodeando por ningún lado. A pesar de mirar el paisaje tranquilo en los monitores, nunca dejaba de lado la posibilidad de que intentarían abordarlo de manera sorpresiva. «Que vengan. Aquí los espero», pensaba de camino a la sala de control.
El recinto de mando poseía paredes y techo curveados, todo en matiz blanco brilloso. Resaltando las esquinas gracias a los relieves de los alargados asientos de la habitación y en el centro, permanenciendo ingrávida, una mesa ovalada tan delgada como una hoja de papel. Al poner la mano sobre el mueble, se proyectó una minúscula esfera de color verde agua. En ella, introdujo sus alargados y cristalinos dedos para hacerla rotar. Inmediatamente, en el techo se dibujó el basto pero finito universo.
Esa era la idiosincrasia predominante con los de su especie. Después de haber durado, atestiguado y razonado tanto, creían que lo conocían todo, que lo sabían todo. Obteniendo con ello que el cosmos le fuera restado su belleza y magnificencia.
Con sus conocimientos tan diversos, detallados y probados una y otra vez, era bastante común la idea de creerse superiores a todos. Dicho cúmulo de sabiduría podía equipararse con la cantidad de galaxias existentes en el universo. Pero de vez en cuando, en medio de alguno de los eones que cursaban, una idea disparatada salía del lugar menos esperado. Convirtiéndose en una posible amenaza para el estilo de existencia de los suyos, mas no de su existencia en sí.
Aquel ermitaño habitaba solo en la estación, pero no extrañaba la compañía. Prefería disfrutar de la paz y tranquilidad que le daba la ausencia de la interacción con otros a tener que tolerar la hipocresía de la cortesía y buenos modales de un total desconocido de su especie. Quien solamente se comportaba de esa manera por meras normas de etiqueta, mas no porque le agradara. Por desgracia, el protocolo para actividades de vigilancia exigía la convivencia de un mínimo de dos habitantes por base. A razón de que, si llegara a haber un percance, dos usuarios daban el doble de oportunidades de un aviso oportuno, que uno.
Su último compañero, un aspirante a dominar la antropología social, tenía la virtud de ser muy callado. Tan silencioso que, en más de una ocasión, el misántropo llegó a creer que había caído en un sueño del que nunca iba a despertar.
Su objetivo, al estar en aquella recóndita base, era el de observar y determinar el por qué la especie predominante local, con todos sus recursos y avances científicos, no consolidaba la paz global. Conluyó que las acciones que involucraban actos de avaricia, egoísmo y desinterés por el bienestar del prójimo ocasionaban la fractura empática social, situación que se notaba en todos los niveles sociales. Después de esas resoluciones, dio por terminada su estadía en aquel lugar.
—¿Cuándo te irás? —preguntaba un poco sorprendido el eremítico, al recibir de manera súbita la noticia por parte de su compañero.
—Dentro de cinco ciclos de rotación de este mundo —decía sin expresarle ninguna clase de emoción—. La contrariedad recae en que te quedarás sin compañero durante varios ciclos de traslación.
—No le veo la contrariedad a eso.
—Que no es correcto que te quedes tú solo.
—Estuve solo una temporada antes de que tú llegaras —le decía tratando de diezmar sus inquietudes—. No me pasará nada malo. Y la sociedad que has estudiado tan meticulosamente no mostrará cambios justamente cuando tú partas. Ve tranquilo. Aquí todo estará cubierto.
Esa fue la última plática relevante que tuvieron antes de quedarse solo.
Su gusto por el aislamiento social voluntario le duró muy poco. No pasó mucho cuando le llegó el aviso de que su nuevo compañero ya había sido asignado y que pronto estaría con él. «Lo que daría por que fuera tan mudo como el anterior». Pero sus esperanzas se desvanecieron al momento de conocerlo.
Aquel día al salir de la base y quedar expuesto a las condiciones climatológicas de la superficie, su cuerpo le podía transmitir el gélido frío del ambiente, algo que no le afectaba en absoluto. Ya fuera el más congelante o quemante de los climas, sus cuerpos no resultaban afectados por dichas condiciones hostiles. No obstante, él siempre prefería la baja temperatura que las calidas o elevadas.
De pie en la superficie del satélite, el fino polvo que revoloteaba a su alrededor, le sepultaba los pies. Obligándolo a sacudirlos de vez en vez. Desempolvando la extremidad izquierda, vio llegar la nave de su compañero.
El navío interestelar tenía mucho parecido con la forma de un prisma octaédrico, partido por la mitad más larga. Al verlo recordó las ventajas aerodinámicas que daba ese diseño, mas nunca dejó de contemplarla con un cierto desagrado. Cuando estuvo lo bastante cerca de él, la nave se estabilizó. Quedando flotante abrió una escotilla, descendiendo una escalera vertical, generando anillos de luz a su alrededor; con la finalidad de proteger al usuario que bajara de esta.
De aquella escalerita, vio descender a quien sería su nuevo compañero.
El individuo cargaba un costal a su espalda y en la mano izquierda sujetaba un robusto maletín. Sin duda, era más del doble de equipaje que llegó a tener su anterior colaborador. Al estar con los dos pies firmes sobre la tierra, la nave se elevó de nueva cuenta, hasta perderse en el oscuro horizonte, adornado de puntos brillantes de estrellas finadas.
—¿Por qué se marchó la nave sin antes recargar? —preguntaba olvidando presentarse.
—Hay una nave de reconocimiento no muy lejos de aquí —respondía el nuevo en tono jovial—. La tripulación me comentó que tienen recursos suficientes para regresar.
—¿Te dieron algo para mí? —cuestionaba al caminar de regreso al interior de la base. Dejando que su colega cargara solo sus maletas.
—Negativo —respondía acelerando el paso para alcanzarlo—. El capitán me dijo que con los informes que mandabas era más que suficiente. No hay nuevas instrucciones para ti de momento. Por cierto, me llamo Parkiss.
—Yo me llamo Alfa-Rum —le dijo sin dejar de mirar el camino que tenían por delante.
La verada sobre la superficie era traicionera para cualquiera que no fuera precavido. Poseyendo desfiladeros por ambos lados y la tierra sin compactación, era perfecta para ocasionar caídas por deslaves. La base se encontraba ubicada en la parte con la menor visibilidad natural del satélite. Derivado a que la luz que irradiaba la estrella incandescente al centro de aquella galaxia, llegaba esporádicamente.
El objetivo de instalarla en esa zona era porque la especie predominante a la que monitoreaban ya contaba con la maquinaría suficientemente sofisticada, para tener equipos de visión orbitando muy por encima de la superficie de su mundo. Los rudimentarios artefactos eran capaces de capturar imágenes de otros lugares del cosmos, incluyendo donde moraban. Gracias al sistema cavernoso natural donde residían, que realizaba el trabajo de un escudo, los mantenían alejados de cualquier tipo de lente.
Llegado al complejo y cruzando la entrada principal, Parkiss encontró un extenso pasillo en tonalidades de color aluminio y blanco. Mirando cómo el polvo que había ingresado por culpa de ellos era retirado de la cabina por los extractores. Colocó sus pertenencias en el piso, justamente donde le indicó su compañero y temporal instructor del puesto de vigía.
—Acompáñame —le decía Alfa-Rum mirándolo de frente—. Te mostraré el lugar. Luego podrás regresar por tus cosas.
La excursión consistió en presentarle al nuevo inquilino las partes que conformaban la instalación subterránea.
La sede constaba de un pequeño archipiélago de seis edificaciones tipo iglú. Todas comunicadas por medio de un pasillo principal, que eran la única forma de acceder a ellas. La primera a la que entraron correspondía a la sala de control. Donde se monitoreaba a los especímenes en cuestión y se elaboraban los reportes que eran enviados a la nave de reconocimiento. La siguiente era un laboratorio para productos orgánicos, muy bien equipado. El habilidoso ermitaño le mostraba a Parkiss las herramientas de precisión quirúrgica que contaba. Al igual que envases de duplicación para organismos pilocelulares y una cámara de recuperación, la cual nunca había tenido el gusto de utilizar en las muestras que recolectaba de vez en vez.
El tercer y cuarto recinto correspondían a las habitaciones para los residentes. Cada cuarto tenía la capacidad para albergar a dos compañeros y en sus techos estaban instalados varios proyectores. Para simular cualquier tipo de escenario que el usuario que la habitara pudiera seleccionar y entretenerse. A diferencia de las habitaciones restantes, una vez que llegaban a las semiesferas para el descanso y privacidad, el pasillo rodeaba el perímetro del recinto. Mientras que otra puerta frente a la boca del corredor daba acceso al cuarto.
—Esta será tu habitación —le decía Alfa-Rum estando los dos dentro del cuarto iglú—. En el centro de la habitación, hay una compuerta de escape seguro. Si algo malo llegase a ocurrir, entra a esa compuerta. Te llevará por un pasillo independiente a los otros, y te conducirá a la nave.
El quinto iglú estaba destinado a un área recreativa para los usuarios alojados. Pero el recién llegado tenía la impresión de que nunca lo había utilizado su sedentario compañero y temporal mentor.
El sexto cuarto contenía las maquinas que daban soporte a la infraestructura y uno que otro artículo que permitían el reconocimiento directo.
—¿Has operado alguno de los planeadores de alta velocidad? —preguntaba Parkiss entusiasmado de ver aquellos vehículos compactos, que podían flotar gracias al uso adecuado del campo magnético del planeta.
—Al principio sí. Pero conforme fui conociendo este lugar a detalle preferí ya no utilizarlas. Están en perfectas condiciones. Puedes operar una o todas, si así lo quieres. Más adelante, te daré un recorrido por el pasillo seguro para que sepas cómo llegar a la nave y te indicaré cómo la debes despegar. Por lo pronto, te puedes instalar en tu habitación. Descansa. Ya habrá oportunidad de que te explique todo lo demás.
Los siguientes ciclos de rotación y traslación, para Alfa-Rum, fueron los más largos y tediosos que le haya tocado lidiar.
Después de tener que escuchar un sinfín de cuestionamientos, pensamientos caóticos de índole labora-existencial, errores de primera vez y una larga lista de recuerdos, relatados con lujo de detalle, Alfa-Rum descubrió que Parkiss era la primera vez que tenía un trabajo de esta clase. En sus labores previas, el poco experimentado colega le había tocado ejecutar actividades de servicios diplomáticos, administrativos e inclusive terapéuticos. Haciéndole pensar que el novato había tomado esta diligencia desconociendo lo aburrido, fastidiosa y sumamente repetitiva que sería. Ya que el trabajo consistía en monitorear e informar. Monitorear e informar. Monitorear e informar…
La misión vitalicia, en parte, se enfocaba en recabar toda la información imprescindible del mundo que se custodiaba. Eran pocos planetas que tuvieran las condiciones suficientes como para sustentar y permitir que organismos complejos pudieran existir, desarrollarse y prosperar. Pero en ningún tópico de la plática introductoria, que era dada antes de que se aceptara el trabajo de vigilancia, informaba sobre lo rutinario y deprimente que se volvía, transcurriendo muchos sucesos después.
En una ocasión, Alfa-Rum habló tanto en el transcurso de una sola jornada que terminó fastidiado de escuchar su propia voz. Teniendo presente que trataba con un neófito, Rum intentó ser lo más compresivo posible con Parkiss. Pero, cuando cayó en la cuenta de que su compañero no tenía la vocación para esta clase de trabajo, comenzó a desesperarse. La simple idea de calcular todo lo que tendría que pasar para que su compañero estuviera completamente apto para desempeñarse de manera independiente en sus funciones, o renunciara a ellas, lo tenía de muy mal humor.
Le hubiera encantado reportarlo ante los superiores. Decirles lo poco productivo que era. Pero faltaba mucho para que concluyera el periodo de prueba. Y si Parkiss lo decidía, podía pedir dos oportunidades más antes de ser definitivamente cambiado de instalación. Rum tenía que pensar rápido en la manera de cómo solucionar su predicamento.
Fue entonces que tuvo una revelación. Una clase de epifanía que lo salvaría de la desesperación.
—¿A qué te refieres con monitoreo especifico? —preguntaba Parkiss algo confundido en la sala de control.
—El monitoreo específico consiste en que seleccionas un determinado grupo de sujetos o, incluso, un solo individuo, y lo comienzas a estudiar a fondo. Puede ser algún líder o una figura que sea fuente de respeto o temor. Mi anterior colega hacía seguido esta práctica. Porque trataba de entender y predecir los comportamientos de aquellos sujetos de prueba, que eran capaces de cambiar el orden social conocido por la mayoría.
—Pero para determinar posibles comportamientos en un individuo, se tienen varios algoritmos, que son altamente efectivos.
«Creo que no estás entendiendo el objetivo de esto».
—Es correcto. En la mayoría de los casos, estos simuladores suelen tener siempre la razón. Pero no son del todo infalibles. En ocasiones, uno entre diez mil millones, inesperadamente, lo cambia todo. El colega que te menciono tuvo la suerte de ver cómo uno de sus monitoreados especificó que en menos de tres ciclos de traslación propició la muerte de varios millones de su especie. Fue impactante el verlo.
—No te creo —le contestaba Parkiss con cierta duda, pero a la vez se había enganchado del anzuelo llamativo que le lanzó su capacitador.
—Deberías —le decía en un tono motivador—. Tu predecesor, al reportar esta situación, fue como consiguió subir de rango. Esto también te podrá ayudar a ti.
—¿Y si es tan prometedora esta actividad como dices por qué no la haces?
—Tengo muy mala suerte para escogerlos. Mira, te demostraré cómo se hace.
Colocando la mano sobre la delgada mesa, puso a la vista el orbe con el que tantas veces su anterior compañero como él habían explorado aquella parte del universo. Al sumergir sus dedos en ella, mostró a Nuúana. Ese era el nombre del mundo que tenían que vigilar minuciosamente. Aquel ecosistema esférico contaba con grandes extensiones del líquido vital, del cual se sustentaban todas las especies que lo han habitado. También poseía tierra visible. Bastas prolongaciones de superficie por encima de sus mares, donde la especie predominante había instalado sus civilizaciones. Las más antiguas se habían extinguido desde hacía mucho y las actuales tenían el reto de sobrellevar los estragos de un gran enfrentamiento masivo que tuvo lugar hace pocos movimientos de traslación atrás.
Manipulando el luminoso orbe, Alfa-Rum acercó tanto como pudo la imagen, mostrando dos individuos en medio de una sección aislada del vital líquido. Permaneciendo inmóviles los dos, permanecieron a la expectativa de lo que les pudiera pasar.
—Estos son un padre y su hijo. Están realizando una acción que ellos llaman pescar.
—¿Y qué es lo que tienen de interesantes ellos?
Durante algunos momentos, Rum deseaba encontrarse en ese mismo lugar. Lejos de las molestias de tener responsabilidades y de estar adoctrinando.
—El mayor tiene un cargo de mando vitalicio. Dicho cargo se llama rey. Lo que hace un rey es reinar a un grupo grande de individuos, denominados súbditos. El reinar involucra tomar decisiones, disposiciones que afectan a todos sus pobladores y quizás, si lo cree conveniente, puede llegar alterar el orden establecido. El menor es su hijo. Llegado el suceso indicado, tomará el puesto de su progenitor. Y lo mismo le sucederá con su descendencia.
—Parece ser interesante.
—Y lo es. Este es tan solo un pequeño ejemplo de lo que puedes encontrar para observar. Podrás hallar todo tipos de casos. Algunos te resultarán muy aburridos. Otros extremadamente sorprendentes. Habrá los que nunca comenten eso que llaman mala conducta. Mientras que otros no creerás de lo que son capaces.
—De acuerdo, me convenciste, ¿qué debo hacer?
—Es simple. Comienzas a seleccionar al azar unos cuantos candidatos de prueba. Ese mismo grupo lo vas reduciendo, hasta llegar con aquellos individuos que más te convencen.
—¿Y si me equivoco?
—Sencillamente lo vuelves a intentar. Ahora te enseñaré cómo se deben llenar los informes.
Y desde la llegada de Parkiss, Alfa-Rum no había sentido tanta paz y dicha como cuando su compañero se plantó frente al monitor y se comprometió de lleno en su actividad.
Siguiendo sus recomendaciones, el novato tomó una postura en extremo meticulosa y detallista. Todo con la finalidad de poder encontrar un individuo de estudio específico que cumpliera con sus expectativas o las sobrepasara.
Mientras tanto, con la usurpación de su compañero en las cámaras, Rum se la pasaba dando manutención a las instalaciones y equipos del lugar. Reparando fugas, mantenimiento correctivo a la maquinaria, revisando la conformación rocosa de la cueva, etc. Tan grande fue el gozo de disfrutar de la paz y tranquilidad que, sin darse cuenta, de vez en vez, salía de la base para tomar largas caminatas sobre la superficie del planeta donde estaban escondidos.
Su alegría no radicaba solamente en que le fue retirada la monotonía de tener que vigilar los monitores. Sino en que su compañero lo había dejado de molestar. Se habían acabado las preguntas, el escuchar los divagues filosofales, las excusas del por qué una actividad no había salido conforme a lo esperado. No lograba el precisar cuándo fue la última ocasión en la que se encontraba así.
—Es en serio —le decía Parkiss incrédulo—. No te creo que antes eran dos planetas lo que albergaban esta clase de organismos.
—No te miento. En un principio. Los orgánicos con mayor capacidad de razonamiento estaban existiendo en el cuarto planeta. Mientras que en el tercero la especie predominante era demasiado salvaje y algunos, en extremo, agresivos. Eran grandes y con cerebros muy pequeños. Se comían los unos a los otros. Aunque debo admitir que el planeta no resentía las acciones de ellos.
—Cuéntame más de los del cuarto planeta. Es increíble que hayas estado monitoreándolo desde ese entonces.
—Lo recuerdo perfectamente. La base que habitaba era una nave que orbitaba sobre el planeta. La especie predominante contaba con un buen nivel de razonamiento. Pero no estaban tan tecnológicamente avanzados como los actuales.
—Hasta donde vi en los registros, ellos podían volar, levantar con la mente algunas cosas. Quizás eso no los orilló a tener que dar grandes pasos en su ciencia.
—Si lo he llegado a pensar. Pero no tengo la manera de cómo confirmarlo. Eran más grandes y fuertes, pero no tan desarrollados en conocimiento.
—¿Y en entendimiento?
—Eran más avanzados. Sí. Pero al final fueron mal aconsejados. Se volvieron demasiado arrogantes, soberbios.
—¿Como nosotros?
—Peores.
—¿Y cómo acabó?
—Me di cuenta de que un gran grupo de asteroides se dirigían hacia ellos. Nunca he vuelto a ver una cantidad tan grande. Cuando pedí refuerzos para destruirlos, se me indicó que me alejara a una zona segura y registrara el suceso. Cuando todo terminó, aquel planeta, siendo una bella mezcla de colores azul, café, amarillo y un poco de purpura, se había vuelto todo rojo. Un tono es bastante similar al de su sangre.
—¿Y fue cuando se pasaron al tercer planeta?
—No exactamente. Un asteroide que no impactó en el cuarto planeta lo hizo en el tercero. La magnitud del golpe fue lo suficiente para extinguir a la mayoría de los organismos policelulares, pero los que quedaron fueron evolucionando. Todo fue muy gradual, muy aburrido para mí. Cuando los elementos del planeta fueron los acordes para sustentar la existencia de una raza con capacidad de razonamiento, fue el inicio de la nueva especie predominante.
—Pero recibieron ayuda de nosotros para edificar sus civilizaciones.
—Eso es cierto. Vinieron otros compañeros y les enseñaron cosas básicas. Sobre las estrellas que podían mirar, agricultura, construcción. Incluso un poco, pero muy rudimentaria ciencia médica.
—¿Por qué no les enseñaron más?
—Porque la tecnología con la que contaban no lo permitía. Pero han avanzado bastante, en comparación con otras epocas.
—Eso es cierto. Lo puedo ver en sus tecnologías para comunicarse entre ellos. ya la están haciendo portátil. Pero, aun así, me llaman la atención aquellos individuos que tienen habilidades que la mayoría no tienen. Como esas que te decía de mover los objetos con solo pensarlo o de leer las mentes de otros. Ya quiero entablar conversación con ellos.
—Aún no es propicio que lo hagas.
—¿Qué tiene de malo? Tú lo has hecho.
—Bajo ciertas circunstancias y con determinados individuos. Como norma general, no interactuamos con ellos. Les dejamos hacer las cosas como ellos crean que es conveniente para ellos.
—Pero llegará el suceso en que tengamos que presentarnos a todo el planeta.
—Cuando su tecnología haya progresado lo suficiente, sí. Mientras no.
Los ciclos de traslación del planeta que monitoreaban sobre la estrella incandescente siguieron su curso. Estando aquel sistema solar en lo que parecía ser una trayectoria sin un destino en específico. Pero avanzaban lentamente, sin la más remota intención de llegar pronto.
De repente, todo cambió.
Estando en la sala de actividades recreativas, Alfa-Rum brincó del susto que le propició el encendido y apagado de las luces de alerta. Los fulgores eran alternaciones de dos colores: rojo y amarillo. Encendiéndose el rojo, apagándose el rojo. Encendiéndose el amarillo, apagándose el amarillo. Una y otra vez bailaban el conjunto estroboscópico, junto con el sonido de ambientación que se había convertido en llamados de advertencias. Advirtiendo que algo muy malo había acontecido.
Tan rápido como pudo, corrió por todas las semiesferas, hasta llegar a la sala de controles. Encontrando a Parkiss sentado en el suelo, asustado y con el aspecto de haber recibido la mayor impresión de su vida.
—¿Qué paso? —preguntaba Alfa-Rum, sujetando los hombros de su compañero para hacerlo entrar en razón—. Habla. Di algo.
—Vi un gran estallido en el planeta —hablaba en voz alta, casi gritando; con las alarmas dando indicaciones de alerta—. Todo se iluminó.
—¿Fue una explosión provocada por ellos?
—No. Fue de origen geológica.
Si lo que decía Parkiss era correcto, tendría que haber registro de la energía emanada. También se verían las fluctuaciones en los números de organismos que trascenderían a causa de la inclemencia natural. Dejando a su colega en el piso, Rum corrió para ver las pantallas. Pero su sorpresa fue grande al ver que aquel azulado mundo, con extensiones de tierra que sobresalían del vital líquido, se encontraba inalterado. Todo tenía la apariencia de ser normal. Sin embargo, las alarmas no dejaban de sonar y la danza de los colores de advertencia no había concluido. Sin duda, algo había sucedido.
Revisando los múltiples sensores que tenía, Rum comenzó a buscar qué era lo que había puesto en ese estado a las alarmas y avisos de advertencia. Tras unos segundos de búsqueda, encontró la respuesta.
Simplemente no lo podía creer. Los sensores naturales insertados en el planeta le estaban indicando que había ocurrido un acontecimiento improbable. Un evento que su especie solamente había teorizado, pero jamás aplicado o presenciado. Era inaudito que esto pasara. Y más una, porque le había tocado en la guardia de un poco talentoso observador. Revisó el estado de operación de sus máquinas, los cuales no mostraban ninguna clase de fallo. Aquella situación no dejaba de ser inverosímil para el experimentado veterano.
—¿Qué hacemos? —preguntó Parkiss, habiendo recuperado el autocontrol y estando de pie junto a su compañero.
—Hay que llamar a la nave de reconocimiento. Esto nos sobrepasa.
I
Con la tarde aún clara, el sol no tardaría en esconderse en el horizonte y dar paso a que se extendieran las sombras. Espectros negros emergidos de las siluetas de los árboles que yacían en la Piazza Adriana.
Cruzando la calle, dejó atrás el Castel Sant’Angelo para adentrarse en el pequeño restaurante que tenía por vista el río Tiber.
—Hola, buenas tardes —saludó la joven recepcionista con una grata sonrisa y levantando sus cejas color dorado—. ¿Tiene reservación?
—No —respondió muy serio el hombre—. Un compañero hizo una reservación a nombre de Diego Campisi.
—Okay… —Buscó con su dedo índice el nombre proporcionado en la libreta de reservaciones—. ¡Ah! Aquí esta. Por favor, sígame —le decía al mismo tiempo que le abría la puerta de madera trabajada que permitía el acceso al restaurante.
El lugar era sencillo pero acogedor. De lado izquierdo se encontraba una hilera de seis mesas cuadradas para dos personas, vestidas de manteles blancos, pegadas a la pared donde la vista apuntaba al río Tiber y al puente VittorioEmanuele II. De lado derecho reposaba una barra con sillas acojinadas de patas largas y de respaldo corto. Donde el barman atendía a una pareja de edad avanzada en un extremo, y al otro tres hombres se encontraban entretenidos viendo la televisión.
El hombre caminaba a pasos cortos, sin prestar atención en el ritmo delicado e informal que portaba la recepcionista por el angosto pasillo. Deteniéndose en la cuarta mesa, la joven giró de sobre un costado para dar paso al recién llegado. Extendiendo su mano, indicó que la quinta mesa era la de la reservación.
—¿Gusta que le deje la carta? —preguntó ella mostrando la carta con la otra mano.
—No. Una taza de café, nada más. Gracias.
—Sí, claro. Con su permiso.
Cediendo el paso a la recepcionista para que esta se apartara de él e indicara su pedido a una de las meseras vio al hombre sentado en la mesa. Tenía cabello rubio, con bucles anchos que le llegaban a los hombros. Sus manos y su rostro eran de color blanco caucásico. Con unas tenues pecas que adornaban el contorno de su nariz y los pómulos. Vestía traje negro de dos piezas, acompañado de una camisa azul que contrastaba con el color de su piel y saco. En su parte de mesa tenía servido un plato de ensalada, acompañada de un vaso de agua fría y unas rebanadas de pan con un pedazo de mantequilla a un lado.
Al sentir la mirada que lo escudriñaba, levantó la vista para exhibir sus ojos color miel.
—Ven —dijo quien hiciera la reservación, extendiendo su mano y señalando la silla—. Siéntate, por favor.
A pesar de los escasos centímetros de separación, el interés del invitado por llegar y sentarse para hacerle compañía a su anfitrión era inexistente. También portaba un traje negro de dos piezas, pero el color de su camisa era blanca perla. Esbelto y erguido. De cabello color negro, muy corto. De labios delgados y su rostro cubierto con una barba cerrada de igual color que su cabello. Su nariz era respingada y por encima de esta unos grandes ojos azules, exhibiendo una mirada seria y de urgencia.
—¿Ahora te haces llamar Diego? —preguntó con brusquedad al momento de acomodarse en la silla.
—He tenido varios nombres —dijo al terminar de ingerir su bocado de ensalada—. Uno más no creo que me afecte. Por el contrario —tomó un trajo de agua para aclararse la garganta—, tú pudiste brindar tu nombre, pero no lo hiciste. Nadie de aquí te va a dilapidar por llamarte Miguel.
—Y si los que están aquí supieran tu verdadero nombre, saldrían corriendo. —Dio espacio para que la mesera le pusiera su taza de café, junto con la crema y sobres de azúcar—. Gracias.
—O tratarían de enviarme a las entrañas de la tierra, pensando que ahí es mi lugar. —Tomó un pedazo de pan y le untó la mantequilla de manera lenta y uniforme—. Obviamente sabiendo que no tienen ni la remota posibilidad de hacerlo. —Dio un pequeño mordisco al pan.
—Sabes de sobra que ellos cuentan con la voluntad de poder hacer eso y más. —Vertió un poco de crema y conforme la revolvía con la cuchara, dejó caer la azúcar que salía del sobre.
—Y tú estás perfectamente consciente de que por más voluntad que tengan nunca ganarán por completo. ¿Y sabes por qué? Porque no tienen ni la menor idea de nuestro origen. Es curioso cómo esta raza ha tratado de imponer la idea que tienen concebida del origen de muchas cosas. Pero aún carecen del conocimiento acerca de su propio inicio. Y por esa y muchas otras razones, no pueden concluir nada de manera definitiva conmigo.
—Ellos saben que cuentan con nosotros. Sin importar si saben su origen o el nuestro, el apoyo que les brindamos les sirve para no claudicar ante ti.
—Solo dan ustedes un servicio a cuentagotas. Si realmente quisieran que no sucumbieran ante mí, les darían el conocimiento completo de lo que somos y de lo que son. Pero no lo hacen. —Su tono de voz era sombrío. Inclinó su espalda hacia delante para aproximarse a Miguel—. Porque, si lo hicieran, tendrían los mismos resultados.
—¡Basta! —gritó molesto. Dando un golpe con la palma de su mano sobre la mesa, ocasionando que unas gotas de café mancharan el mantel.
Las últimas palabras dichas por su acérrimo rival enfurecieron al arcángel Miguel. A pesar de que su grito fuera bastante alto, ninguna de las otras personas les prestaba atención, como si todo lo que se decían en ese momento nadie más pudiera escucharlo. Todo parecía normal para el resto del mundo; pero sin que supieran los comensales que se encontraban en el restaurante, las energías del arcángel Miguel se estaban entremezclando con las del serafín Lucifer.
—¿Basta de qué, Miguel? —Se echó para atrás y descansó su espalda en el respaldo de la silla—. ¿De decir las cosas como son en verdad? ¿De no negar los hechos que nos afectan a todos nosotros? ¿De no fingir que los estragos de la fatídica guerra que se llevó a cabo aún repercuten? —A pesar de su pose relajada, sus manos extendidas sobre la mesa comenzaban a calentarse de tal manera que la madera empezó a desprender humo—. Mi única maldición es haber tenido una visión. Una visión por la cual di como pago el desapego de casi todos los míos.
»Perdí a Atiel. Conseguí una enemistad contigo. A los que me siguieron lo hicieron sin comprender bien las razones de mis actos. Y después, con la llegada de esta raza rellena de vacío, fui temido y aborrecido. Y todo a causa de que aclare su columbrar. Pero no fue suficiente. Jamás les dije que usaran las palabras para dirigirse a sus iguales y hacia nosotros.
—Les diste el conocimiento, pero no les enseñaste a usar el entendimiento. Su conocimiento les enseñó que antes de la obra está la palabra, pero esta nace del pensamiento y el pensamiento se alimenta de los sentimientos. Y son los sentimientos los que no han alcanzado a comprender todavía. Y de ahí es que se han desencadenado todos los acontecimientos que hemos contemplado y participado. Hasta el punto de quedarnos solamente como observadores.
Con cada palabra que decía para captar la atención de Lucifer, Miguel aprovechaba para modificar su tipo de visión. Las mesas, sillas, cuadros que colgaban de la pared del fondo y las personas; todo pasaba a un segundo plano. El contorno de las cosas había cambiado. Poseyendo en un principio diversas formas llenas de detalles propios pasaron a tener una sola representación. Resultaba imposible diferenciar qué era vidrio, plástico, papel, metal y madera. Los únicos que alcanzaban a rescatar su forma original eran las personas. Su aspecto era de humanos, pero carecían de ropa, accesorios corporales, cabello y rostro. Todo lo que representaba a los comensales eran sus siluetas con colores tenues, que pasaban a brillantes. Cambiando de color de un momento a otro.
Con la modificación de la vista del arcángel, alcanza a notar cómo reaccionaba la energía del ambiente con la voluntad que emanaba Lucifer.
Todos los objetos inanimados de la zona irradiaban una ligera luz que cambiaba de color de manera pausada. Que surgía de una mezcolanza de sentimientos que les impregnaban los seres vivos del lugar. Algo que Miguel había visto en todos los lugares a los que había estado conviviendo con esa clase de seres. Pero al enfocar sus ojos en Lucifer la situación era distinta. Con cada palabra dicha por Miguel, el celestial caído emanaba una energía con el aspecto de una neblina con ramificaciones anaranjadas. Delgadas líneas ardientes que se esparcían por todo el cuarto. Posando su mirada al piso, vio cómo la neblina de Lucifer rodeaba su energía, pero no se unía a ella. Su celaje individual era blanca brillante y que no se alejaba mucho de su cuerpo carnal. Al pasar aquella energía color naranja brilloso por los objetos, estos dejaban de emitir su mezcla de colores, para volverse del mismo tono que la de su enemigo.
En pocos momentos la neblina naranja tendría contacto con las personas del lugar.
—Pero aun estando como observadores estamos con ellos. —Lo distrajo Lucifer—. Y de vez en vez, alteramos el curso de las cosas… Pero dejemos de lado este diálogo sin fin. ¿Aún no me has preguntado por qué te he citado a venir aquí, Miguel?
—¿Por qué me has citado aquí? —Optó por darle de su lado, hasta saber qué estaba tramando.
—Por mi visión. Por lo que alguna vez vi en un suceso determinado. —Los ojos humanos color miel pasaron de una mirada asertiva a una melancólica—. Una revelación donde la luz había dejado de ser nuestra luz. La calidez no provenía del Creador de todo. Tú, yo y el resto de todos nosotros no estábamos aquí. Ya no éramos partícipes de la expresión máxima del alfa y el omega. El suceder de las cosas no era por las circunstancias que siempre habíamos visto, era por otra cosa.
—¿De qué hablas? —Miguel trató de disimular su escepticismo lo mejor que pudo—. ¿Qué tiene que ver tu atisbar de El Segundo con todo esto? Explícate.
—Mi visión ya se ha consolidado. El Segundo ya está aquí.
El Segundo. El mal augurio que dio comienzo a todo.
Cuando Miguel fue concebido y tuvo conciencia de quién era él, su eterno rival y hermano del mismo instante, el serafín Lucifer, tuvo una epifanía que lo orilló a hacer todos aquellos acontecimientos, que no fueron doctos a la sabiduría de su creador. Instancias las cuales orillaron a los seres de alta oscilación y la llamada raza rellena de vacío a desencadenar grandes guerras, miles de batallas, y una lucha incesante que continúa hasta los sucesos actuales. Tanto en el mundo donde ellos degustaban de una ensalada y una taza de café, como fuera de ese.
Una relevación que había surgido de manera tan espontánea, como si se tratara de un árbol el cual creció en un instante, sin tener una semilla de la cual brotar. Lo único que tenía esa simiente era un nombre: El Segundo.
—Eso no es posible. —No esperaba Miguel escuchar esas palabras. Esperaba cualquier otro tópico de conversación, pero las reuniones «pacíficas» no eran muy frecuentes entre ellos—. No he sentido ninguna perturbación en este mundo. Ni siquiera en los planetas que giran alrededor de este sol.
—Tú no la puedes sentir porque tú no tuviste la revelación. Pero yo que he estado cargando con ella desde el comienzo de todo la he podido notar. Está aquí, ha germinado de aquello que no es parte del Creador de Todo. Ha adquirido la forma de un alma. Y ahora busca un portador para deambular en este mundo. Esta es la singularidad que da principio a nuestro fin, Miguel.
—Eso no está definido aún.
—Claro que lo está. Sabes perfectamente lo que se tiene que hacer. Hay que acabar con ella antes de que se cristalice. No han transcurrido muchos sucesos desde que me he enterado y he estado alterando las vibraciones de las energías de todo el planeta para que no se percataran de las anomalías. Tú eres el mejor ejemplo de que mi trabajo ha surtido efecto.
Con su visión modificada, Miguel miró cómo debajo de los pies de Lucifer mucha de su energía se desvanecía en el piso. Revisó el resto de la cavidad que formaba el restaurante, pero no sabía a dónde mandaba esa energía.
—Ven conmigo, Miguel —pidió Lucifer de manera amable y un poco temerosa—. Acompáñame y sé partícipe de cómo mi espantosa visión cae de una vez. De cómo las cosas se mantienen en el orden en el que tienen que estar. No te pido que hagas algo, solo mantente al margen mientras yo…
—¡Jamás! —Golpeó la mesa con la fuerza suficiente para que las patas se agrietaran—. No pienso tolerar ni mucho menos ser partícipe de lo que traes orquestado. Te he perdonado muchas cosas que has hecho a lo largo del transcurrir de todos los sucesos, y todo lo hice por amor hacia ti. Siempre pensé que estabas errado. Que querías hacer las cosas a tu manera. Pero esto está por encima de ti y de mí. ¿Cómo esperas que no tome acciones ahora que sé de la llegada de El Segundo? Mi amor por ti es muy grande, pero no por ello tomaré una postura contraria a los deseos de nuestro engendrador. Su sentimiento es de aceptación por aquel ser. Y si tú me dices que está aquí, es mi emoción de compromiso el velar por su bienestar.
—No entiendes verdaderamente lo que sientes. Ni mucho menos comprender que tu emoción de compromiso se volverá de hostilidad. Pero, si tú no quieres apoyarme, está bien. No te culparé ni dejará de amarte por ello. Es obvio que si tú no me acompañas otros lo harán. Me desharé de él.
—No te desharás de nadie. Y si afirmas no estar solo en tu decisión, es de esperarse que yo tampoco lo esté en la mía.
—¿Cuántos más de nosotros tienen que ser desprendidos de nuestro creador antes de comprender que es necesario hacer esto? —Lucifer se puso de pie de un solo salto con grito encolerizado—. ¿Cuántos…?
De un momento a otro, las personas cayeron muertas en ese instante. Ese era el resultado del toque de la energía de Lucifer: una muerte instantánea.
—Acaso crees que todos los hechos que me han acontecido han sido para nada —le respondía Miguel enérgico—. Yo en este mismo momento acudiré a él y me aseguraré de que… —En su estado humano, comenzaba a ponerse mareado.
Con su forma carnal, Miguel trató de ponerse de pie y encarar a su adversario. Pero al intentar separarse de su asiento se dio cuenta de que se encontraba inmóvil. Sus piernas, glúteos, torso y brazos estaban adheridos a la silla.
Al volver a ver el piso con su vista modificada notó la trampa. La energía de Lucifer se había mezclada con la suya. Aquella fusión ocasionó que su cuerpo permaneciera pegado a la banca. Pero la unión de las energías no era lo que lo tenía debilitado. Como si se tratara de una defensa natural, la propia Ciudad del Vaticano le hacía frente, pensando que se traba de Lucifer, siendo este anticuerpo urbano una neblina de color magenta clara. Creada a partir de los sentimientos acumulados a lo largo de los siglos de amor, devoción y encarar todo tipo de mal, la neblina cruzaba el río Tiber. Moviéndose por voluntad propia, hasta apresar aquella negatividad y temor que solamente podían ser propios del serafín. Desafortunadamente, también tomaron como presa a Miguel, cuya energía se encontraba mezclada con la de su hermano, impidiendo ser diferenciado por el aura vaticana.
Lucifer, demostrando una vez más sus capacidades como estratega, había tomado medidas por si la situación se salía de control.
Mantener a Miguel a raya en su asiento era fácil. El verdadero reto consistía en manipular todo flujo de energía alrededor del planeta para que la singularidad no fuera detectada, ni por toda la milicia celeste, ni por aquellos a los que llamaba seres rellenos de vacío. Su atención se enfocaba en el control del flujo de energía, pero aún tenía todos sus asuntos cotidianos que debía atender y no podía prescindir de ellos, para no levantar sospechas.
Sabía perfectamente que la reunión con el arcángel Miguel terminaría de manera ríspida. Por lo que su energía oscilaba de manera diferente a la habitual, ya que se encontraba alterado. Su miedo le hacía perder el control y como un efecto secundario podría terminar con la vida de toda Roma. Su única medida era colocarse cerca de la Ciudad del Vaticano. Lo suficiente para no despertar la energía de manera automática, pero sí lo necesario por si se llegara a descontrolar. Sabiendo que la Ciudad tomaría partida por cuenta propia, sin afectar la vida de las personas, mezcló un poco de su aura con la de su hermano, a sabiendas de que también a él le tocaría parte del ataque colectivo de la urbe.
—Si tu intención no era pelear conmigo, Lucifer, ¿cuál era? —cuestionaba el arcángel dando débiles movimientos, intentando liberarse de la trampa.
Desprendiéndose de toda la energía que emanaba y dejándola para que luchara con las vibras de la Ciudad del Vaticano y mantener atrapado a Miguel, Lucifer se movía torpemente.
—Impedirte marcharte de aquí —le decía Lucifer, caminando por en medio de los clientes muertos para salir del restaurante.
II
La luz del ocaso se colaba por las ventanas del Ospedale Santa María degli Incurabili, en Nápoles.
El pasillo era todo blanco; su piso, paredes y el plafón del techo. Incluso las tres bancas de acero sin respaldo que abarcaban el largo de la pared. Todo plagado de un blanco opaco que mostraba el pasar de los años con una mínima manutención e impregnado el ambiente con el aroma del desinfectante. Sus únicas variantes eran el extinguidor que sobresalía de una de las columnas y la luz roja del foco que estaba arriba de la puerta que conducía al quirófano.
Cada vez que sus pasos lo ubicaban de frente a la puerta, alzaba la vista para observar cómo continuaba encendida la luz color sangre.
«Maldición. Ya llevan demasiado tiempo».
Agachaba la cabeza para volver a su caminata impaciente de un lado para el otro. Sus tenis lo trasladaban al otro extremo del pasillo de manera ágil y silenciosa; y de ahí, de regreso a la puerta; expectativo de lo que pudiera salir de ella. La camisa tipo polo de franjas blancas y rojas estaba empapada con su sudor frío. Sus jeans tenían marcas de humedad que abarcaban sus muslos y rodillas. El cigarro lo había consumido más de la mitad cuando encendió el siguiente. Había prometido dejar el tabaco antes de que naciera el bebé, pero las circunstancias lo orillaron a no poder mantener su palabra.
A la mitad del pasillo, en su enésima vuelta, la luz del foco se apagó. Antes de que saliera alguno de los médicos por la puertezuela metálica, el doctor Enós Draven dio pasos apremiantes para ganarles. Aún cubierto por la mascarilla quirúrgica y el gorro azul claro, pudo reconocer a su amigo de tantos años.
—¿Cómo se encuentran, Marcus? —preguntó el doctor Draven sacándose el cigarro de la boca.
—Lamento ser yo quien te dé estas noticias, Enós —respondía su compañero cirujano, quitándose el cubre bocas y el gorro—. Pero se presentaron bastantes complicaciones durante el parto… —Inhaló profundamente y exhaló—. No pudimos salvar a An.
Las palabras del doctor Marcus Racchelli, quien aparte de ser el médico obstetra de su esposa era su amigo entrañable desde la facultad, padrino de bodas y futuramente padrino de su hijo, lo dejaron perplejo. El embarazo de su esposa Annalisa siempre fue de mucho cuidado. La mayor parte del tiempo guardando reposo. Y aunque los diagnósticos de Marcus en cada consulta siempre dieron esperanza a la pareja, al final, unas molestias en la zona baja del vientre de la cónyuge grávida propiciaron labores de parto prematuro.
—¿Qué me estás diciendo, Marcus? —Las manos de Enós tomaron los delgados brazos de su amigo—. Tú eres de los mejores obstetras de la ciudad. No me puedes decir que se presentaron complicaciones. Tú no me puedes decir simplemente que la vida de An, de mi An, se te fue de las manos. —Sin fijarse, sus uñas se hundían en la carne de su colega.
—Ya basta, Enós —dijo Marcus alzando los antebrazos y dibujó un círculo que se abría para liberarse del apretón—. ¿Tú crees que no me duele a mí también? A An la conocí casi el mismo tiempo de conocerte a ti. Fui yo quien te prestaba dinero para que le compraras flores. Era yo quien pasaba por ella cuando tú no podías a causa de tus residencias. Me tocó estar presente las tres veces que rompieron durante su noviazgo, antes de unir sus vidas en el altar. No me digas que dejé que su vida se me escapara de las manos. Como si no hubiera hecho nada para evitarlo.
Enós no forcejeó más con su amigo y colega. Sabía que tenía la razón. Asimilando la tragedia, dio unos pasos atrás y tomó asiento en la fría banca. Involuntariamente, sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas. Sus esfuerzos por gesticular palabras eran infructíferos. La presión en el pecho lo hacía respirar con dificultad. «Se ha ido». De un instante a otro, su mundo se convirtió en un caos. «Ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme de ella». El saber que nunca más estaría con su esposa lo tenía desbastado.
Las últimas imágenes que pasaban por su cabeza fueron estando los dos en el interior de la ambulancia, que los transportaban al hospital. Yacía An recostada en la camilla, con una sábana que la acobijaba de la cintura para abajo. La mayor parte de la frazada estaba mojada por causa del líquido de la placenta derramado, como sus jeans al momento de cargarla para acomodarla en la camilla. Sabía que ella lo miraba cómo hablaba con los paramédicos y a la vez con Marcus, por medio de su enorme aparatejo móvil. Accesorio tecnológico que le abarcaba desde la cabeza hasta la barbilla, sobresaliendo la rígida antena por encima de su sien. «Nunca le gustó cómo el celular me cubría el rostro». Ella apretaba su mano contra la suya. Con tanta fuerza que daba la impresión de que lo único que la mantenía aferrada a este mundo eran los dedos de su esposo.
—Enós… —La voz de Annalisa humedecía la mascarilla que le suministraba oxígeno—. Tengo miedo.
—Te repito, Marcus, su presión arterial es de 165/80… ¿Qué dices, An? Marcus, te llamo en unos minutos. ¿Qué pasa, amor? —Su voz se suavizó al ver los ojos color verde marrones desbordados en llanto.
—Tengo miedo —susurraba mientras las lágrimas se escurrían por las mejillas.
—No digas esas cosas. —Trataba de mostrarle un buen semblante, algo que pudiera indicarle que todo saldría bien, pero la cara congestionada revelaba otra cosa—. Debes calmarte. Te pondrás mejor.
—No es cierto. Algo no va bien. —Colocaba la mano libre encima de su barriga—. Siento como si el bebé estuviera luchando. No por salir, sino por sobrevivir.
—Tranquila, An. La gestación del feto vía in vitro fue difícil. —Había dejado de lado el enorme celular para postrar su mano encima de la mano de ella que tocaba su vientre—. Pero no te alarmes, todo va a estar bien. Te lo prometo.
—Te amo, Enós —le decía con su voz débil y quebradiza.
—Y yo a… —Sintiendo el frenado del vehículo médico y por el tiempo transcurrido, supo que habían llegado—. Ya estamos en el hospital. Marcus debe de estar listo y esperándote en el quirófano.
Al apagar el motor, Enós se posicionó junto con los paramédicos para ayudarles a que descendiera su esposa. Una vez abajo, se acercó a la enfermera para decirle los por menores de la ruptura de la fuente, mientras Annalisa era llevada al quirófano.
—Lo lamento, Marcus —decía Enós con la mirada perdida. Presenciando sin ver cómo por fuera de las ventanas el ocaso daba paso al anochecer—. ¿Cómo pasó?
—Annalisa comenzó a tener hemorragias internas a mitad de la cesárea. —La explicación del doctor Racchelli era sin tanto lujo de detalle. El reciente viudo también era doctor, así que no necesitaba darle mucha información para que su compañero pudiera deducir cómo se presentaron las cosas—. Se desangró muy rápido. Fue arduo, pero conseguirnos retirar al niño en el menor tiempo posible. —Durante unos breves instantes, pudo distinguir en los labios de Enós una diminuta sonrisa por saber que la criatura se encontraba viva—. El bebé nació antes de cumplir treinta semanas, en estos momentos lo tenemos dentro de la incubadora, ya que no puede mantener el calor corporal. —Tragó saliva para poder decir su última oración—. Enós. No tengo muchas esperanzas de que el bebé sobreviva.
—Mantenlo con vida. —Sus manos se engarrotaron en sus rodillas, pegándose por su sudor y el líquido amniótico cuajado—. Acabo de perder a mi esposa. No sabría qué hacer si pierdo al bebé también.
—Haré todo lo que pueda.
Sin esperar respuesta de Enós, el doctor Racchelli se colocó de nueva cuenta su gorro y mascarilla para regresar al quirófano.
A pesar de que el corredor era extenso, Enós no tardo en sentirse atrapado por las paredes. Observó por unos instantes el cigarro en el piso, con su estela de humo que subía hacía el extractor del techo falso. Lo tomó y abrió una ventana para arrojarlo.
Sin saber cómo, había llegado a la entrada de la Iglesia de Santa María del Popolo. Uno de los dos recintos santos que custodiaban el acceso principal para vehículos y caminantes ajenos al personal de trabajo. No tenía interés en entrar a la capilla. Prefirió tomar asiento en las escaleras y sentir la suave brisa en su cara. Se quedó mirando la fachada de la farmacia de la Incurable. «En tus más de 400 años de existencia, ¿a cuántas has visto partir de este mundo y cuántos más has visto llegar?».
—¿Tienes fuego? —una voz rasposa rompió con un exabrupto el trance de Enós.
—Ah. Sí. —Buscó en el bolsillo de su pantalón de mezclilla—. Tome. Aquí esta.
Siendo analítico por naturaleza, Enós calculaba que el hombre que le había pedido el encendedor pasaba de los cincuenta años. Era de mediana estatura y le falta cabello. Su piel era blanca como leche bronca. Con unos ojos azules muy intensos y barriga amplia.
—No sé qué habrá pasado —comentó el hombre mientras apretaba con un extremo de sus labios el cigarrillo, para poderlo encender sin dejar de hablar—. Acompaño a mi hija para su cita mensual con el doctor Racchelli, el maldito obstetra de aquí, y me dicen que se encuentra ocupado. Gracias. —Le entregó el encendedor a la vez que exhalaba el humo por la nariz—. La pobre lleva ya ocho meses de gestación y tiene la panza tan grande que no puede estar de pie por mucho tiempo. Ella quiso esperar a ver si lograba que la viera el doctor.
—Lamento que mi esposa fuera la causa de que no pudieran atender a su hija. Señor. —Enós se levantó acomodándose los jeans en la cintura y estirando la camisa tipo polo—. Créame que esa no era nuestra intención.
Enós Draven llevaba fungiendo labores como médico cirujano por más de siete años. Dándole la experiencia y el temple suficiente para saber cómo sobrellevar situaciones de suma tensión. Pero en esos momentos su calma y las formalidades que utilizaba tanto con el paciente que trababa como con los familiares se habían ido al carajo por la situación en la que se encontraba lidiando. A pesar de la mirada penetrante llena de enojo y el tono despectivo con el que se dirigía, el hombre de mediana edad no mostraba signos de sentirte incómodo por sus palabras.
—Discúlpeme. No quise ser grosero. Dígame: ¿su esposa se encuentra bien?
—Ella falleció. —Apretó con fuerza los dientes al punto de sentir que rechinaban. Trató de controlarse lo mejor posible, para no volver a caer en llanto—. Y en estos momentos el doctor no me da muchas esperanzas para mi hijo.
—Lo lamento. —El tono de su voz era suave y comprensiva—. Verá. Hace siete meses yo también perdí a mi esposa, de hecho, fue mi esposa y mi yerno. —Inhaló y exhaló el humo del cigarro—. Mi hija y yo tenemos un negocio familiar, somos asesores jurídicos. Una noche, un expediente de despido injustificado nos llevó más tiempo del que creíamos. Mi hija le pidió a su esposo que pasara por su madre. Mi señora trabajaba como directora de una primaria. En el trayecto de la escuela a la casa, sufrieron un choque con un camión de productos lácteos. —Observó cómo la mirada del joven que escucha ya no era tan dura con él—. Fue muy difícil. Por poco muere también mi hija de la impresión.
—¿Qué fue lo que hizo? —La voz de Enós era baja y carecía del tono agresivo que tenía al principio.
—Me armé de valor y dejé de pensar en mi persona. Mi hija y yo fuimos a terapia para poder reponernos. Tuvimos el apoyo de mi familia, así como también de la de mi difunta esposa. La familia de mi yerno culpa a mi hija por su muerte. No los culpo. Pero no tengo interés de tratar con ellos, y menos ahora, que estoy armando un caso para que mis consuegros no traten de arrebatarle a mi hija su bebé.
—¿Por qué dice que dejó de pensar en su persona?
—Porque cuando un hombre se convierte en padre su vida, sus esfuerzos, lo que piensa y lo que hace dejan de ser en gran medida para él. Se presenta el caso de que uno no piensa tanto en la pareja, sino lo que direcciona hacia sus hijos. A mí no me interesa el saber que los genes hacen lo posible para perdurar la especie. A mí lo que realmente me importa es que mi hija pueda salir delante de cualquier golpe que le ha dado la vida.
—Comprendo. A veces Dios juega de manera muy cruel con nosotros.
—No culpo a Dios de que mi esposa haya muerto. O de que mi hija perdiera a su esposo. A veces las cosas pasan simplemente por la suma de actos previamente transcurridos. Si mi yerno aceleró para poder ganarle al semáforo o si el tipo del camión de lácteos perdió el control porque se le derramó el café mientras conducía, no me interesa. Mi mente se enfoca en lo que viene y lo que tengo que hacer para sacar lo mejor de mí y salir adelante… Bueno, eso es lo que creo yo.
Enós no sabía qué decir con respecto al pequeño discurso que le había dado el hombre calvo y de piel láctea. Escuchando sus palabras, impactaban contra su mente, golpes repentinos de recuerdos de cómo Annalisa y él se esforzaban por tener un bebé. Las primeras citas con Marcus para organizar la gestación del nonato de manera in vitro. Lo felices que eran al saber que un embrión se había pegado en el útero de An. Los postres en el café al final de cada revisión mensual. Hasta las visitas a los centros comerciales para comprar la cuna y los diversos accesorios de la habitación de la criatura.
Al final de sus recuerdos tuvo una visión.
En la entrada del cuarto de su hijo, frente a él estaba su amada esposa An. Cargando entre sus brazos a su bebé para arrullarlo con una canción de cuna. Detrás de ella, podía ver la luz del ocaso que traspasaba las cortinas de encaje de los ventanales del cuarto.
—No hagas ruido, Enós —decía An con una voz tan baja que le costaba el poder escucharla—. Ven, acércate despacio. Mira cómo Eros está a punto de dormirse.
—¿Eros? ¿Como el dios del amor?
—Así es. Esta es la forma de nuestro amor, Enós.
Al posar la mirada sobre el bebé, Enós Draven vio los ojos adormilados color verde marrones de su hijo. Acercó su dedo índice para acariciarle la frente. Las lágrimas ya recorrían más de la mitad de sus mejillas cuando alzó la vista para decirle algo tierno a su esposa, y fue cuando descubrió que An ya no se encontraba con ellos.
—¿An? —preguntaba angustiado Enós estando de pie en medio del cuarto, girando de un lado para el otro con el pequeño Eros en brazos—. ¿An?, ¿An?, ¡¿Aaaan?! —Sus gritos descarnados provocaron el llanto de su hijo.
El berreo lo hizo comprender que su esposa ya no estaría nunca más con él. Ella se había marchado y jamás regresaría. «An, te amo». Tomó asiento en la mecedora y comenzó a cantar una canción de cuna. Con cada palabra que tarareaba, su hijo dejaba de lado el llanto para cambiarlo por grandes risas y sonidos guturales de felicidad.
Cada minuto transcurrido en la explana de la Incurable perdía los detalles a causa de la llegada de la noche. Vio cómo el hombre tiraba al suelo el cigarrillo para apagarlo con la suela del zapato. Alzó la mirada para contemplar el cielo nocturno. La luna ya estaba a la vista, pero las estrellas no. Notó que su respiración se encontraba en su ritmo normal y que la pesadez del pecho se había esfumado.
—Discúlpeme, señor —dijo Enós tomándolo del brazo—. Debo de retirarme.
—Está bien. Creo yo que ya es tarde. Y lo mejor será que me lleve a mi pequeña a casa, a que descanse. Mañana veré si puedo agendar una nueva cita con ese maldito doctor.
—No se preocupe. Hablaré con Marcus para que atienda a su hija mañana a primera hora.
—Se lo agradecería enormemente.
Con un simple ademán de manos, Enós se despidió para volver a entrar al hospital.
III
La noche comenzaba a extenderse por toda Nápoles.
Inició cubriendo primero con sombras claras los castillos, edificios, parques y calles de la ciudad. Luego le prosiguieron otras más oscuras, que envolvían todo el entorno. Los árboles daban forma a seres retorcidos de gran altura y suma esbeltez, mecidos de un lado para el otro por la fuerza del viento. Hablando a través del graznido de los pájaros, que salían volando de ellos. El golfo de Nápoles reinaba hasta donde alcanzaba la vista del hombre, como si se tratara de una inmensa frazada, que cubría de negro el resto de la tierra. Mágicamente, como un acto de autoconservación, todo recuperaba su forma gracias a las luces artificiales que se encendían por las calles, en el interior de los edificios y por los vehículos que seguían transitando.
El Ospedale Santa María degli Incurabili no era la excepción. Devorada por las sombras, la institución parecía un enorme ladrillo de obsidiana. Del cual, unas cuantas ventanas emanaba luz eléctrica, dando el aspecto de un rostro con muchos ojos y una sonrisa de pocos dientes.
Reptando por las proyecciones oscuras ubicadas por doquier, trataba de pasar desapercibido.
No era algo nuevo lo que hacía. Había perdido la cuenta de cuántas veces lo había hecho. Recordaba las guerras que presenció de esa manera, los ataques furtivos, las conspiraciones, los asesinatos. El copular de las parejas, ya fuera acobijados por las estrellas o en el interior de habitaciones de diferentes tipos, tamaños, olores y texturas. Los nacimientos a los que ocasionalmente asistía. El desvelo de los mortales a causa del trabajo y de las labores domésticas. Pero lo que solía observar más a menudo eran los rezos. Le prestaba suma atención a cómo estos seres rellenos de vacío invocaban por medio de susurros a sus deidades. Los nombres eran diversos e incontables los métodos de súplica. Siendo el objetivo siempre el mismo: pedir algo que sentían que ellos mismos no podrían lograr con sus propias fuerzas.
Eso era la oración. Un murmullo de peticiones que llegaban a ser tan sencillas como extravagantes. Incluso inverosímiles a las circunstancias previas o a las acciones venideras que se necesitaban para llegar a ellas.