Escándalo en Venecia - Caitlin Crews - E-Book
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Escándalo en Venecia E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Era una pasión prohibida... y un embarazo, ¡escandaloso! Lo único que se interponía entre el consejero delegado Matteo Combe y su empresa era que la doctora Sarina Fellows estaba evaluando su personalidad. Ella ya había lidiado con hombres arrogantes como Matteo y no iba a intimidarla, pero Sarina, que era virgen, no estaba preparada para ese fuego abrasador que Matteo encendía dentro de ella. Dejarse llevar por el indescriptible placer lo cambió todo entre ellos, sobre todo, cuando ella supo que estaba embarazada, ¡esperaba gemelos del poderoso italiano!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2019 Caitlin Crews

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Escándalo en Venecia, n.º 161 - febrero 2020

Título original: The Italian’s Twin Consequences

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-182-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

YA SÉ que su consejo de administración le pasó por escrito las condiciones de estas sesiones, señor Combe, pero creo que nos vendrá bien repasarlas. Si bien usted y yo conversaremos, tengo que recalcar que usted no es mi cliente. Presentaré mis conclusiones al consejo, no buscaré soluciones terapéuticas con usted. ¿Entiende lo que quiere decir eso?

Matteo Combe miró fijamente a la mujer que estaba sentada enfrente de él en la biblioteca de la villa veneciana que había sido de la familia de su madre desde los albores de la historia. Los San Giacomo eran aristócratas con una sangre tan azul como el mar. Incluso contaban con algunos príncipes italianos, el bisabuelo de Matteo entre ellos… y Matteo sabía que una de las mayores decepciones en la vida de su abuelo había sido que no hubiese transmitido su título.

Sería muy afortunado si pudiera preocuparse por semejantes decepciones, pero tenía unas preocupaciones más apremiantes en ese momento, como conservar la empresa que los antepasados de su padre, de clase trabajadora, habían levantado de la nada en el norte de Inglaterra durante la revolución industrial. Que hubiese elegido ocuparse de esa situación en la aristocrática villa, que tanto decía de sí mismo, era para su propia satisfacción.

Además, quizá también hubiese pensado que así podía intimidar a la mujer, a la psiquiatra, que estaba con él.

La doctora Sarina Fellows era, que él supiera, la primera persona estadounidense que ponía un pie allí… y le sorprendió vagamente que la villa no se hubiese hundido en el Gran Canal como forma de protesta. Aunque, claro, las villas de Venecia eran tan famosas como él por la tenacidad ante las adversidades.

Sarina era tan enérgica y eficiente como habían sido sus palabras, y eso no presagiaba nada bueno. Iba vestida de negro de los pies a la cabeza, pero no caía en lo lúgubre por la calidad de lo que llevaba. Él reconocía el diseño artesanal italiano en cuanto lo veía. El pelo era como seda negra y estaba recogido en un moño en la nuca. Los ojos tenían un tono ámbar con un anillo oscuro en los iris. Los labios eran perfectos, como si le rogaran a un hombre que los paladeara y, quizá por eso, no llevaban ningún color.

Supuso que parecía lo que era, la mano ejecutora de su destrucción si sus enemigos se salían con la suya, aunque él no estaba dispuesto a que ni nada ni nadie lo destruyera. Ni esa mujer ni la inesperada muerte de sus padres con unas semanas de diferencia y que lo único que habían dejado detrás había sido las consecuencias de los secretos que habían guardado y que él fuese, contra su voluntad, el albacea de todo lo que habían ocultado mientras habían vivido. Ni siquiera las desafortunadas decisiones de su hermana menor, que lo habían llevado directamente a esa situación, a que el presidente del consejo de Industrias Combe, el mejor amigo de su difunto padre, quisiera hacerse con las riendas.

Nada lo destruiría, no lo permitiría.

Sin embargo, antes tenía que aclarar esa situación tan absurda.

Sarina le dirigió lo que él supuso que quería ser una sonrisa compasiva, aunque a él le pareció más bien desafiante, y él nunca había rechazado un desafío, y menos cuando debería haberlo rechazado para mantener la paz.

Sin embargo, ya detestaba todo ese proceso y no había hecho nada más que empezar.

Se acordó de que ella le había hecho una pregunta y él había asentido, ¿no? Había dado su palabra.

Se quedaría allí, se sometería a esa intrusión y contestaría sus preguntas, todas y cada una. Aunque tuviera que hacerlo con los dientes apretados.

–Sé muy bien por qué está aquí, señorita Fellows –consiguió replicar él.

Lo que no consiguió fue disimular la impaciencia y la frustración, y lo que su secretaria de toda la vida se atrevía a llamar, en su propia cara, sus malas pulgas.

–Doctora.

–¿Cómo dice? –preguntó él al no haberlo entendido.

–Doctora Fellows –le explicó ella con una sonrisa cortante–, señor Combe. No señorita Fellows. Espero que esa diferencia le convenza de que estas conversaciones son plenamente profesionales, aunque pueda resultar complicado.

–Encantado de oírlo.

Matteo se preguntó si lo habría hecho intencionadamente.

Siempre se había enorgullecido de ser tan contundente como su padre, quien había sido famoso por la virulencia de sus ataques. Aunque, claro, él nunca se había visto en una situación como esa.

–No he pasado mucho tiempo, ningún tiempo si soy sincero, en terapias impuestas, pero el carácter profesional de esta experiencia era, como es natural, lo que más me importaba –añadió Matteo.

La tormenta de finales de primavera azotaba las ventanas, llegaba de la laguna y amenazaba con inundar la plaza de San Marcos como solía hacer en otoño e invierno. Esa amenaza de inundación reflejaba perfectamente el estado de ánimo de Matteo, pero la mujer que tenía enfrente se limitaba a dirigirle una sonrisa tan imperturbable como la lluvia que golpeaba contra el cristal.

–Entiendo la resistencia a este tipo de terapias, o a cualquier tipo de terapia. Quizá lo mejor sea ir directamente al grano.

Estaba sentada en una butaca antigua de respaldo alto que él sabía, por experiencia propia, que era incomodísima, pero que parecía hecha a la medida de ella, quien repasó ostensiblemente las notas que tenía en una carpeta de cuero que levantaba como un arma por delante de ella.

–Usted es el presidente y consejero delegado de Industrias Combe, ¿correcto?

Matteo se había vestido de una forma informal para esa entrevista, o sesión, como se empeñaba en llamarla ella. En ese momento, se arrepentía. Habría preferido la comodidad de uno de sus exclusivos trajes para recordarse que no era un granuja sacado de la calle. Era Matteo Combe, el hijo mayor y heredero, a regañadientes, de la fortuna de los San Giacomo y la empresa multinacional que los tenaces antepasados de su padre habían levantado de la nada hacía mucho tiempo en las ciudades industriales del norte de Inglaterra.

Su secretaria había insistido en que tenía que… humanizarse. Naturalmente, el problema era que a Matteo nunca se le había dado muy bien ser humano. No había tenido mucha práctica con su familia, con su madre escandalosa y negligente y su padre celoso, agresivo y seguro de sí mismo, y con las escenas que montaban.

Hizo un esfuerzo para esbozar una sonrisa, algo en lo que tampoco tenía mucha práctica.

–Era presidente antes de que mi padre muriera. Había estado formándome para que ocupara su lugar durante algún tiempo –en realidad, desde que nació, pero se lo calló–. Me convertí en consejero delegado después de que muriera.

–Y decidió señalar la fecha de su fallecimiento peleándose físicamente con uno de los asistentes al sepelio, con un príncipe nada menos.

A él se le heló la sonrisa.

–En aquel momento, me daba igual quién fuese. Solo sabía que era quien había dejado embarazada y había abandonado a mi hermana.

Sarina volvió a comprobar las notas y pasó las páginas con una firmeza que irritó a Matteo, que le irritó más, mejor dicho.

–Se refiere a su hermana Pia, unos años menor que usted, pero que es, a todos los efectos, una mujer adulta que, en teoría, puede decidir tener un hijo si quiere.

Matteo miró a la mujer que estaba sentada en esa butaca donde su abuelo lo sentaba cuando creía que tenía que enseñarle algo de humildad. Naturalmente, él también tenía un informe de ella. Sarina Fellows había nacido y se había criado en San Francisco, y había sobresalido en una de las academias privadas más relevantes de la ciudad. Había estudiado primero en Berkeley y luego en Stanford y, en vez de ejercer como psiquiatra, había abierto su propia consultoría. En ese momento, viajaba por todo el mundo y asesoraba a las empresas que necesitaban perfiles psicológicos de los directivos.

Matteo era su víctima más reciente.

Había golpeado a ese príncipe que había dejado embarazada y sola a Pia, algo de lo que no se arrepentía lo más mínimo. Su hermanita era la única integrante de la familia a la que había adorado incondicionalmente, aunque muchas veces desde la distancia, y era la heredera de dos grandes fortunas. Era una diana para cazafortunas sin escrúpulos y, al parecer, para príncipes. Lo repetiría encantado de la vida, pero lo había hecho delante de los paparazis y les había alegrado el día.

Habían dicho que de tal palo tal astilla y, a los pocos días de su muerte, habían sacado a relucir los abundantes escándalos y altercados de su difunto padre, por si alguien había estado tentado de olvidarse de quién había sido Eddie Combe. Habían bastado cuatro noticias despectivas para que la prensa sensacionalista empezara a preguntarse si él era la persona indicada para dirigir su maldita empresa.

No había tenido más remedio que ceder a las exigencias de su remilgado consejo de administración, quienes, uno a uno, habían afirmado que no habían visto nada parecido en toda su vida. Algo que era una mentira descarada porque todos habían sido nombrados por Eddie, quien había sido pendenciero por naturaleza.

Sin embargo, Eddie estaba muerto y era algo que a él seguía costándole creerse. Había desaparecido esa energía y furia y él tenía que sacar buenas notas con la doctora por su comportamiento en el sepelio de su padre, o se arriesgaba a un voto de censura.

Podría haber aplastado la moción tranquilamente, pero sabía que la empresa estaba pasando por un momento de transición. Si quería dirigir, no amenazar, mentir y atacar, que era lo que había hecho su padre toda su vida, tenía que empezar con buen pie. Sobre todo, cuando sabía qué más ocultaban los testamentos de sus padres.

–Mi hermana es ingenua y confiada –comentó Matteo–. La criaron para que no supiera gran cosa del mundo, y menos de los hombres. Me temo que no me gusta que se aprovechen de su forma de ser.

Sarina se movió ligeramente en la butaca y lo miró fijamente, como si fuera un experimento científico. Las mujeres no solían mirarlo así y no podía decir que le gustara mucho. Sobre todo, cuando no pudo evitar darse cuenta de que la doctora no estaba nada mal. Tenía unas piernas esbeltas y tersas y era muy tentador imaginárselas por encima de sus hombros mientras él entraba…

Tenía que concentrarse.

Sabía lo suficiente de ella como para imaginarse que no le gustaría lo que estaba pensando. Sabía que había levantado la consultoría de la nada y que era implacable y decidida, dos cualidades que él también tenía y que solía apreciar en los demás. Aunque, quizá, no en ese caso, cuando esa firmeza penetrante como un cuchillo iba dirigida contra él.

–Parece como si hubiese visto un fantasma –comentó ella casi sin darle importancia–. ¿Lo ha visto?

–En una casa como esta, hay fantasmas por todos lados –contestó Matteo con inquietud.

No le inquietaba la idea de los fantasmas, sino la extraña sensación que lo había dominado, la idea de que conocía a esa mujer cuando sabía que no era así. Dejó a un lado esa sensación.

–Las salas están abarrotadas con mis antepasados –siguió Matteo–. Estoy seguro de que a más de uno le divierte dar sustos, pero no puedo decir que me hayan molestado. Quédese a dormir si quiere y, a lo mejor, le visita un fantasma…

–No estaría mal, ya que no creo en los fantasmas –replicó ella ladeando la cabeza–. ¿Usted sí cree?

–Si creyera, no lo diría. No me gustaría suspender su examen.

–No es un examen, señor Combe. Son conversaciones, nada más. Usted entenderá que a sus accionistas y directivos no les haya gustado ese comportamiento violento y antisocial que mostró en el sepelio.

Él se encogió de hombros con una despreocupación que no había sentido nunca.

–Estaba protegiendo a mi hermana.

–Si no le importa, ayúdeme a entender su forma de pensar –Sarina apoyó un codo en el brazo de la butaca y se tocó la mandíbula con unos de sus largos y elegantes dedos–. Su hermana está embarazada de seis meses y, según todos los informes, no tiene la más mínima incapacidad. Mis indagaciones sobre Pia indican que es una mujer bien formada, viajada e independiente. Aun así, usted sintió una necesidad arcaica de salir en su defensa, y de hacerlo de una forma brutal.

–Soy lamentablemente brutal –Matteo no supo por qué esa palabra había ardido como una llama dentro de él, aunque quizá fuese que le gustaría tener la mano en su mandíbula, como el dedo de ella–. Sospecho que es una consecuencia natural de haberme criado en una familia… histórica.

–Señor Combe, todas las familias son históricas por definición, se llaman generaciones. Lo singular es su historia, con villas venecianas y pretensiones de nobleza –a él le pareció captar un destello de algo en su mirada, pero lo sofocó acto seguido–. Sigamos con su hermana. ¿Creía que defendía su honor? Qué… patriarcal.

A él no le gustó cómo dijo la palabra, marcando todas las sílabas como si fuesen venablos.

–Pido disculpas por querer a mi hermana.

Matteo amaba a Pia, desde luego, aunque no podía decir que la entendiera. Mejor dicho, no entendía sus decisiones cuando tenía que saber que todo el mundo estaría observándola. Sin embargo, también era posible que a ella no se lo hubiesen metido en la cabeza desde muy pequeña como le habían hecho a él.

–Me parece muy interesante que emplee el verbo «querer» en estas circunstancias –comentó Sarina–. No sé cómo me sentiría yo si mi hermano decidiera expresar su supuesto cariño dándole un puñetazo al padre del hijo que estoy esperando.

–¿Tiene un hermano?

Él sabía que Sarina Fellows era la única hija de un profesor universitario de Lingüística y de una bioquímica japonesa que se habían conocido en la facultad en Londres y habían acabado dando clase en la misma universidad de California.

–No tengo un hermano –contestó ella sin inmutarse porque la había desenmascarado–, pero me criaron unas personas que defendían la no violencia. Al revés que usted, si es cierto lo que sé del pasado turbulento de su familia.

A él le habría gustado preguntarle a qué pasado turbulento se refería. Los San Giacomo se habían batido en duelos y habían conspirado durante siglos. Los Combe habían sido más directos, más propensos a dar puñetazos. Sin embargo, se mirara como se mirase, eran turbulentos.

–Si soy culpable de algo, es de ser un hermano mayor demasiado protector.

Entonces, Matteo recordó, con esa mezcla de pasmo y pesar de siempre, que él también tenía un hermano mayor, un hermano mayor que su madre había abandonado cuando ella era muy joven, pero al que había incluido en su testamento, un hermano mayor al que no había conocido todavía y que seguía sin creerse que fuese real.

Quizá por eso no hubiese hecho nada al respecto, todavía.

Intentó esbozar otra sonrisa, aunque no sirvió para nada. La doctora no cambió ni un ápice su expresión. Se quedó en silencio hasta que a él se le borró la sonrisa.

Sabía que era una estratagema que él mismo había empleado cientos de veces, pero no le gustaba que la emplearan con él. Sintió la necesidad de llenar ese silencio, como le pasaba a todo el mundo, pero se contuvo.

Se quedó en la butaca antigua donde se había sentado su abuelo hacía décadas, cuando le corroía la amargura por ser noble, pero no de la realeza. Se quedó como recordaba que hacía su abuelo, intentando parecer tan despreocupado como debería estar porque aquello solo era un pequeño contratiempo, un fastidio y nada más.

Estaba sometiéndose a eso porque había querido, porque así podría demostrarle a su consejo de administración que era riguroso y distinto a su padre… no porque se hubiese sentido obligado.

Le daba igual si la doctora no se daba cuenta de eso.

Además, cuanto más tiempo lo mirase en ese silencio que se espesaba entre ellos, más le costaba pensar en algo que no fuese lo atractiva que era. Él había esperado a una mujer más parecida a una bruja, una mujer, por ejemplo, entrada en años y quisquillosa.

Sospechaba que su belleza era otra estratagema porque Sarina Fellows no parecía en absoluto el tipo de mujer que podría ejercer ese supuesto poder sobre la vida de él. Más bien, parecía el tipo de mujer que a él le gustaría llevarse a la cama. Esbelta y elegante, segura de sí misma. Él las prefería inteligentes y refinadas porque una conversación inteligente le gustaba tanto como otros entretenimientos más sensuales e insaciables.

Si no la hubiesen mandado para que lo juzgara, quizá le hubiese divertido encontrar la manera de introducir la mano por debajo de la falda tubo que llevaba y…

–Masculinidad tóxica –sentenció ella con cierto tono de satisfacción.

–¿Es un diagnóstico? –preguntó Matteo parpadeando.

–La buena noticia, señor Combe, es que no es el único –los ojos oscuros de ella dejaron escapar un brillo de satisfacción evidente–. Usted parece incorregible. Piense un poco acerca del asunto. Normalmente, un sepelio se celebra para que los seres queridos puedan despedirse del fallecido. Usted decidió convertirlo en un cuadrilátero, derramó sangre, aterró a quienes estaban allí y humilló a esa hermana a la que afirma amar… y todo para reparar su sentido del honor roto.

Él no suspiró aunque tuvo que hacer un verdadero esfuerzo.

–Evidentemente, no ha conocido a mi padre. No había seres queridos en su sepelio y, además, habría sido el primero en jalear en un combate de boxeo.

–Me cuesta creerlo y, francamente, es una prueba más de esa incorrección de cowboy que parece parte integrante de Matteo Combe.

–Doctora Fellows, soy italiano por una parte y británico por la otra. No tengo nada de cowboy en ningún sentido.

–Empleo la expresión para ilustrar un proteccionismo masculino y tóxico del que, que yo sepa, no se ha disculpado, ni entonces ni ahora.

–Si me pareciera que tengo que disculparme por defender el honor de mi hermana, y no me lo parece, sería algo que tendría que hablar con Pia, no con usted ni con el consejo de administración ni mucho menos, claro, con el público en general –replicó Matteo sin alterarse.

–Entonces, ¿siente remordimientos por su brutalidad o no?

Sospechaba que lo que sentía haría que ella lo llamara cosas mucho peores que «cowboy». Extendió las manos por delante de él como si fuera una especie de rendición, aunque no tenía ni la más remota idea de cómo rendirse, ni a nada ni a nadie.

–El remordimiento se parece mucho a la sensación de culpa o a la vergüenza, sentimientos inútiles que tienen mucho más que ver con los demás que con uno mismo –él bajó las manos–. No puedo cambiar el pasado, ni aunque quisiera.

–Qué cómodo. Como no puede cambiar el pasado, tampoco va a molestarse en hablar de él. ¿Esa es su forma de actuar?

–No puedo decir que tenga una forma de actuar porque nunca había tenido una conversación, entre comillas, como esta.

–No me sorprende…

–Sin embargo, aquí estoy, ¿no? He prometido contestar a todas las preguntas que me haga. Podemos hablar largo y tendido de todo lo que quiera. Soy muy complaciente –Matteo volvió a sonreír aunque fue una sonrisa helada–, y, al parecer, tóxico.

–Es interesante que haya elegido la palabra «complaciente» –él estuvo seguro de que había captado un tono burlón en la voz, aunque no se había reflejado en su cara–. ¿Le parece una palabra acertada para describir su comportamiento?

–He abierto mi casa, la he invitado y, quién lo iba a decir, ha venido. He aceptado tener todas las conversaciones que usted considere necesarias y, a cambio, me llaman tóxico en vez de acomodaticio.

–Esa palabra le molesta.

–No diría que me molesta, pero a nadie le gusta que le llamen «tóxico». No es un halago precisamente.

Lo que le molestaba era la inutilidad de todo eso, la pérdida de tiempo y energía y, efectivamente, que fuese tan hermosa, algo que solo era otra arma y tenía que tenerlo muy presente.

–Y, claro, usted es un hombre acostumbrado a los halagos, ¿no?

Quiso evitarlo, pero, aun así, notó que su boca esbozaba otra sonrisa.

–A lo mejor le extraña saberlo, pero a la mayoría de las mujeres que me conocen no les parezco nada tóxico.

–Señor Combe, ¿está intentando llevar la sesión a un terreno sexual?

Matteo vio que los ojos de ella dejaban escapar un destello y habría jurado que era un destello triunfal. Comprendió que estaba metido en un lío mayor del que se había imaginado incluso antes de que ella sonriera con sarcasmo.

–Vaya, esto es mucho peor de lo que había creído –añadió Sarina.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MATTEO COMBE era el típico hombre arrogante, ostentoso y adinerado con un poder desmesurado e inmerecido que Sarina Fellows no podía soportar.

También era considerablemente guapo, algo que, para ella, había sido un punto en su contra desde el principio. Tenía ese tipo de atractivo que hacía que las personas se idiotizaran cuando se lo encontraban. Era como darse de narices contra una pared o como empezar a reírse como una boba de doce años y a ella le espantaba sentir cómo crecía esa reacción dentro de ella cuando hacía mucho tiempo que se consideraba inmune a ese tipo de hombres.

Sin embargo, él tenía algo distinto, él era… más. Era algo relacionado con el brillo de su pelo oscuro y la firmeza de su mentón, era su nariz aristocrática y esos ojos grises como una tormenta, era esa seguridad en sí mismo que cubría como un manto su cuerpo alto, delgado y atlético y que dejaba muy claro que cedía ante ella, a esa evaluación que había exigido su propio consejo de administración, porque él quería, que no había nada en el mundo que pudiera obligarlo a hacer algo que no quisiera hacer. Le recordaba a un río poderoso que rugía sobre un saliente enorme, arrollador, imparable… y peligroso, le susurró algo por dentro.

Sarina lo desechó en cuanto la palabra se formó en su cabeza. Efectivamente, era hermoso, austero y exuberante a la vez, era guapo y rico, asquerosamente rico. Una de las ramas de su familia estaba arraigada en la industria de Yorkshire y la otra se remontaba al Renacimiento italiano, más o menos, cuando se construyó esa villa en concreto.

Ella entendía perfectamente por qué se había empeñado en que esa primera reunión fuese allí, en el cuento de hadas hecho realidad que era Venecia. Quería que ella se sumergiera en esa ciudad de palacios antiguos e historia que era como un tapiz resplandeciente donde su familia era un hilo de oro, donde ella se quedaría boquiabierta ante su esplendor y riqueza…. aunque ella no era de las que se quedaban boquiabiertas y Matteo Combe no sabía dónde se había metido.

No solo odiaba a los hombres como él, además, los conocía. Sabía de lo que eran capaces y había llegado a tener alergia a esa forma de arrogancia. Su amiga de la infancia, a quien había considerado una hermana, se había hecho adicta a los hombres como Matteo. Seguros de sí mismos sin reparos, respaldados por la historia y todo el dinero que les había llegado a lo largo de los siglos y tenidos en cuenta por cualquiera que se cruzara en su camino todos los días de sus vidas.

Efectivamente, lo sabía todo sobre los hombres como él.

No necesitaba destruirlo, pero los hombres como Matteo le parecían unos globos enormes y muy hinchados y ella se había propuesto ser una aguja bien afilada. Llevaba mucho tiempo desinflando desmesurados egos masculinos en su profesión y tenía cierta reputación de poder bajarles lo humos a los masters