Esclava del jeque - Annie West - E-Book
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Esclava del jeque E-Book

Annie West

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Beschreibung

No era la típica damisela en apuros Por encima de todo, el jeque Amir quería redimir los escándalos de su familia. Así que lo último que deseaba era tener que enfrentarse a una sensual y bella extranjera que acababan de entregarle para que se convirtiera en su esclava sexual. Cassie había sido secuestrada por unos bandidos y entregada a un jeque como si fuera un objeto y no una persona, pero se negaba a ser el juguete de un hombre. Aun así, después de pasar una semana en la tienda de Amir fingiendo ser su amante, empezaba a darse cuenta de lo difícil que iba a ser resistirse a sus encantos. Sobre todo cuando tenían que compartir la misma cama…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Annie West. Todos los derechos reservados.

ESCLAVA DEL JEQUE, N.º 2217 - marzo 2013

Título original: Girl in the Bedouin Tent

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas

por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2676-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Con agradecimiento y amor a Andrew, que ha sido mi inspiración.

Capítulo 1

La grava crujía bajo las botas de Amir mientras atravesaba el campamento hasta la tienda que le habían preparado. Su camino solo lo iluminaban las estrellas. Había sido una tarde muy aburrida en compañía del líder de una tribu rival. Habría preferido ocupar su tiempo de otro modo, sobre todo cuando tenía pendiente un asunto personal muy importante que lo esperaba en su país.

–Alteza –lo llamó Faruq mientras corría hacia él–. Tenemos que preparar las negociaciones.

–No –repuso Amir–. Vete a dormir. Mañana va a ser un día muy duro.

Sobre todo para Faruq. Su ayudante se había criado en la ciudad y no estaba acostumbrado a esas regiones tan salvajes y remotas, donde las viejas costumbres dominaban y la diplomacia se hacía de forma mucho más directa y brusca.

–Pero Alteza...

No dijo nada más cuando vio que Amir le hacía un gesto a los guardias de Mustafá que tenía en la puerta de la tienda. En teoría, estaban allí para protegerlo, pero también para espiarlo.

Faruq agachó la cabeza.

–También está el asunto de la joven... –murmuró su ayudante.

«La joven...», recordó él mientras aminoraba la marcha. Pensó en la mujer que Mustafá, con gran orgullo, le había entregado esa noche.

Su pelo rubio había brillado a la luz de la lámpara. Le había parecido muy sedoso y suave y enmarcaba un rostro pálido. Sus luminosos ojos de color violeta lo habían mirado con audacia, sosteniendo su mirada. Era algo que pocos hombres y ninguna mujer se atrevían a hacer en esa región de valores tan tradicionales. La inesperada combinación de belleza y valentía había conseguido dejarlo unos segundos sin aliento.

Pero él prefería mujeres sofisticadas. Nunca se había dejado seducir por bailarinas ni mujerzuelas ataviadas con poca ropa y mucho maquillaje, el tipo de mujer que solían ofrecerle cuando visitaba a alguna autoridad. Tenía la posibilidad de elegir a mujeres hermosas por todo el mundo y no permitía que nadie lo hiciera por él.

Sin embargo, algo en ella había conseguido atraer su atención. Quizás fuera la manera en que lo había mirado, con orgullo y dignidad, como si fuera una emperatriz.

–¿Dudas de mi capacidad para manejarla? –le preguntó a su ayudante.

–Por supuesto que no, señor –se apresuró a responder Faruq–. Pero es que hay algo raro...

No le extrañó su comentario. En Montecarlo, Moscú o Estocolmo, sería normal ver a alguien como ella. Pero en esa región habitada por nómadas, bandidos y agricultores, no lo era.

–No te preocupes, Faruq. Estoy seguro de que llegaremos a entendernos de alguna forma.

Amir le hizo un gesto para que se retirara y entró en la tienda. Se quitó las botas en la pequeña antesala y suspiró al sentir las mullidas alfombras bajo sus pies.

Se preguntó si estaría esperándolo en la cama, si ya estaría desnuda...

Aunque no le gustaba esa situación, se le aceleró el pulso al recordar su exuberante y sensual boca. Tenía unos labios que habrían conseguido despertar el interés de cualquier hombre.

Apartó la pesada cortina para entrar en el dormitorio y vio que estaba vacío. Un segundo después, sintió que alguien se le acercaba por detrás. Levantó los brazos para protegerse.

Algo pesado lo golpeó y se dio rápidamente la vuelta para agarrar a su agresor.

Oyó el tintineo de unas monedas y supo quién era al instante.

Tomó su brazo y se lo retorció a la espalda. Lo hizo con movimientos controlados y precisos. Había aprendido a luchar con pesos pesados y no podía usar esas mismas tácticas con una mujer. Aunque fuera una que acababa de tenderle una emboscada en su propia habitación. La tenía bien sujeta, pero siguió luchando como una tigresa para tratar de liberarse.

–¡Ya basta! –le gritó con impaciencia.

Agarró el otro brazo justo a tiempo cuando vio que lo levantaba y lo bajaba sobre él casi con desesperación. Aunque se apartó deprisa, algo lo pinchó en la base del cuello.

–¡Es como un gato salvaje! –le gritó.

Le apretó la mano hasta que soltó el cuchillo. Amir enganchó el pie alrededor de sus piernas y la tiró al suelo, derrumbándose sobre ella. Capturó entonces sus finas muñecas y las sujetó sobre la alfombra, por encima de su cabeza. Parecía agotada y estaba tan inmóvil que se preguntó si aún respiraría, pero no tardó en sentir el movimiento de su pecho bajo su torso.

Lentamente, se llevó la mano a la garganta. Pudo sentir un rastro de humedad que bajaba hacia la clavícula. No podía creerlo. Esa mujer lo había apuñalado.

Apretó con más fuerza sus muñecas. Pero, cuando oyó que gritaba de dolor, las aflojó.

Recogió el cuchillo con el que lo había atacado. Era pequeño, afilado y muy bello. Una antigüedad con la que pelar fruta o causar graves lesiones a los incautos.

Vio que ella se estremecía, como si pensara que iba a usarlo para atacarla.

Maldijo entre dientes y lo lanzó al otro lado de la habitación.

–¿Quién la ha enviado para matarme? ¿Mustafá? –le preguntó.

No tenía ningún sentido. Su anfitrión no tenía motivos para desearle la muerte, pero no conocía a nadie más capaz de asesinar a un miembro de la realeza. Lo que hasta unos minutos antes había sido una aburrida visita, acababa de cambiar por completo.

Estaba furioso, pero esa mujer había despertado su curiosidad. Se fijó en sus exuberantes labios y sus increíbles ojos violetas que se había maquillado con kohl.

–¿Quién es? –le preguntó.

Estaba a unos centímetros de su cara. Ella lo miró y no dijo nada.

Maldiciendo, se levantó apoyándose en un brazo. El movimiento provocó que su entrepierna se apretara más contra el cuerpo de esa mujer y no pudo evitar que su mente se distrajera durante un segundo. Pero no era el momento para pensar en esas cosas.

Creía que, si lo había atacado con un cuchillo, podía tener otras armas. Rodó hacia un lado sin soltarle las muñecas y sujetando sus suaves muslos con una pierna.

Estaba casi desnuda, llevaba un traje de bailarina de danza del vientre. Sus pechos subían y bajaban rápidamente y temió que el corpiño no aguantara tanta presión. Le pareció que allí no había sitio para guardar un arma.

Bajó la mirada por su cuerpo. La piel de su torso era también muy pálida. Llevaba una cadena de monedas decorando sus caderas.

Alargó la mano para tocar su vientre y vio que se contraía asustada. Nunca había tocado a una mujer en contra su voluntad y no le gustaba tener que hacerlo, pero debía protegerse.

Deslizó su mano por debajo del cinturón y la mujer comenzó a revolverse con todas sus fuerzas, retorciéndose y tratando de apartarse.

–¡No! ¡Por favor, no! –le gritó la joven.

No hablaba en el dialecto local, sino en un idioma que pocas veces escuchaba en esa región.

–¿Es inglesa?

La miró entonces y se quedó helado al ver la expresión en sus ojos violetas. Estaba aterrorizada.

Cassie tenía un nudo en la garganta que le impedía respirar con normalidad y el corazón le latía con fuerza. Se sentía presa del pánico.

La estaba tocando con esa mano tan grande y sintió un sudor frío mientras lo miraba fijamente.

–¿Es inglesa? –le preguntó de nuevo en su idioma.

No sabía qué decir. Trató de decidir si sería mejor una nacionalidad que otra, si eso podría salvarla en esa región donde algunos viajeros eran secuestrados.

–¿Americana? –insistió el hombre.

No parecía enfadado, pero estaba atrapada y podría hacer lo que quisiera con ella.

Se estremeció al ver un hilo de sangre en su garganta. Había decidido atacarlo antes de que pudiera hacerle nada, dejándolo inconsciente con la olla de bronce, pero ese hombre era muy rápido. Demasiado rápido, demasiado fuerte y demasiado peligroso.

–Por favor –le susurró con desesperación–. No lo haga...

Todos los músculos y tendones de su cuerpo se tensaron mientras esperaba su respuesta.

–¿Quiere que la suelte después de lo que me ha hecho? –repuso él.

Estaba temblando. Él tenía un acento bastante fuerte, pero hablaba un inglés correcto. No podía creer que estuviera en esa situación. Era una pesadilla.

–Lo siento –le dijo ella–. Pero tenía que...

Sintió que todo daba vueltas a su alrededor, como si estuviera a punto de desmayarse. Eso la angustió. El miedo la había mantenido fuerte y alerta durante las últimas veinticuatro horas. Creía que, mientras siguiera hablando con él, podría estar a salvo.

Abrió los ojos y vio que él estaba más cerca. Sus ojos eran tan oscuros que parecían negros.

–Por favor –susurró con un hilo de voz–. No me viole...

Él se echó hacia atrás como si lo hubiera abofeteado. Abrió los ojos sorprendido y apretó con más fuerza sus muñecas. Se mordió la lengua para no gritar de dolor.

–¿Cree que...? –repuso él con una mueca de desagrado.

Parecía furioso, pero siguió mirándolo. Estaba a su merced y no le convenía parecer débil.

Vio que respiraba profundamente y que su torso se hinchaba. Era un hombre fuerte y musculoso. Sabía que no podría escapar si trataba de violarla.

Los recuerdos le llegaron de golpe. No había podido olvidar nunca el terror que sintió cuando un hombre, mucho más grande que ella, la inmovilizó contra una puerta a los dieciséis años. Recordaba perfectamente la sensación de tener una de sus manos bajo la camisa y la otra en el muslo. Su peso la había asfixiado mientras intentaba...

–Nunca haría algo así –le dijo el hombre muy ofendido–. Prefiero que las mujeres vengan a mí por su propia voluntad.

El turbante de su cabeza se había desprendido mientras peleaban y vio que su pelo era negro y brillante. Por primera vez, se dio cuenta de que era un hombre atractivo y que no tendría muchos problemas para encontrar mujeres dispuestas.

–Entonces, suélteme –le suplicó ella.

Estaba medio desnuda y seguía atrapada bajo su peso. No se sentía segura.

–No, antes tengo que asegurarme de que no oculta ningún arma.

Cassie lo miró sin entender. Se preguntó entonces si eso sería lo que había estado haciendo, registrándola para ver si ocultaba un cuchillo o una pistola bajo su ropa.

Pero, de haber tenido algo más grande que ese cuchillo, lo habría usado en cuanto entró por la puerta. Cuando vio que la tocaba, había estado segura de que iba a violarla.

Trató de controlarse, pero la idea era demasiado absurda. La provocativa ropa que llevaba era tan escasa que no habría podido ocultar nada. No pudo evitar echarse a reír.

–¡Basta! –le gritó ese hombre enfadado mientras sujetaba sus hombros.

La risa desapareció de forma tan repentina como había llegado.

La observaba con el ceño fruncido. Tenía la piel dorada y las cejas tan oscuras como su pelo. Su rostro era angular, con una mandíbula fuerte.

Seguía sujetándola por los hombros, un recordatorio de que aún estaba atrapada. En ese instante, sintió que algo pasaba entre ellos dos, pero se desvaneció cuando él retiró las manos.

Se frotó las muñecas. Le dolían mucho. La había soltado, le costaba creerlo.

–Gracias –susurró ella mientras tragaba saliva.

Se sintió de repente muy cansada. Supuso que empezaba a desvanecerse la adrenalina que la había sostenido durante su encierro. Esas veinticuatro horas de terror habían agotado sus fuerzas. Tardó un tiempo en recobrar algo de energía para poder moverse.

Era muy consciente de que seguía mirándola y evaluando cada movimiento. Ese hombre estaba aún demasiado cerca. Apoyó las manos en la alfombra y se preparó para levantarse. Apenas tenía fuerzas para hacerlo. Seguía casi sin aliento después de que ese hombre la tirara al suelo.

–¿Qué es esto? –le preguntó él entonces–. ¿Qué tiene en su espalda? Justo encima de la cintura y también en el muslo.

–Supongo que tendré moretones. A ese guardia le gusta ejercer su autoridad.

Hizo una mueca al recordar la crueldad del hombre que la había pegado. Había cometido el error de desafiarlo y temía tener que volver a estar a su cuidado.

El hombre murmuró algo en árabe. Lo miró de reojo, no le gustó nada la expresión que vio en sus ojos oscuros. Instintivamente, levantó las manos para defenderse.

–¡No me mire así! –exclamó él más enfadado aún.

Después, vio que respiraba profundamente, como si estuviera tratando de calmarse.

–Conmigo, no tiene nada que temer –le aseguró.

Vio que se fijaba en la cadena que rodeaba su cintura y en la otra, más pesada y fuerte, que conectaba la primera cadena a la cama. Había pasado horas tratando de abrir uno de los eslabones. Nada había funcionado, ni siquiera el cuchillo y se había hecho cortes en los dedos.

No pudo evitar sonrojarse al ver que miraba las cadenas que la ataban a la cama como si fuera una esclava. Estaba allí para proporcionarle placer y atender sus necesidades.

No quería saber lo que estaba pensando en esos momentos. Cada vez se sentía más indignada.

Era un tipo de situación que siempre había tratado de evitar. Teniendo en cuenta su propia experiencia, la idea de ser el juguete sexual de un hombre la aterrorizaba.

–¿Dónde está la llave? –le preguntó él.

–Si lo supiera, no estaría aquí –repuso indignada.

Seguía observándola. Después, se puso en pie y fue a por su capa, que seguía en el suelo.

–Tome, cúbrase con esto –le ordenó con brusquedad como si le ofendiera verla casi desnuda.

Parecía muy serio y apartó la mirada. Se preguntó si de verdad no estaba interesado en...

–Gracias –repuso mientras tomaba la capa.

Se cubrió con ella, pero seguía muerta de frío. Se agachó y envolvió los brazos alrededor de sí misma para darse calor. El aire de la montaña era muy frío por la noche.

Vio que el hombre encendía otra lámpara y el brasero. No tardó en sentir la calidez del fuego.

–Acérquese, hay comida –le dijo él–. Se sentirá mejor después de comer.

–¡No me voy a sentir mejor hasta que no me vaya de aquí! –replicó furiosa.

A pesar de la situación, no pudo evitar fijarse en lo alto y apuesto que era. Le parecía increíble que pudiera pensar en ello en esos momentos.

Él se le acercó entonces y le tendió una mano. Ignoró su gesto y se levantó con algo de dificultad. Se tambaleó un poco, pero no se apoyó en él, no quería su ayuda.

–¿Quién es usted? –le preguntó ella con un gesto desafiante.

–Mi nombre es Amir ibn Masud al-Jaber –repuso mientras inclinaba levemente la cabeza.

–Conozco su nombre... –murmuró ella tratando de recordar por qué le sonaba tanto.

Sabía que nunca lo había visto antes. Su cara y su presencia eran inolvidables.

–Soy el jeque de Tarakhar.

–¿Jeque? ¿Quiere decir que...?

Pero no podía ser, le parecía absurdo.

–En su idioma, significa «líder».

Lo miró con los ojos muy abiertos. No le extrañó que le sonara su nombre. El jeque de Tarakhar era famoso por su fabulosa riqueza y el poder absoluto que ejercía dentro de su reino. El país que había atravesado el día anterior.

No entendía qué hacía allí ni si tendría algo que ver con su secuestro. Volvió a sentir miedo.

–¿Y usted quién es?

–Me llamo Cassandra Denison, pero todos me llaman Cassie.

–Cassandra –repitió el hombre.

Pronunció su nombre de una manera muy seductora. Sintió que volvía a tambalearse.

–¡Acérquese! Necesita comer –le dijo él.

Emanaba autoridad por los cuatro costados y, al oírlo, hizo lo que le había ordenado. Le molestó que hubiera conseguido influenciarla de esa manera, pero tenía cosas más importantes en mente. El cuchillo volvía a estar donde lo había encontrado, en una fuente con frutas y almendras.

Se preguntó si confiaría en ella lo suficiente para dejar que usara el cuchillo o si todo sería un truco para que se relajara.

No sabía si los guardias seguían vigilando la tienda. Pero, aunque no estuvieran, no sabía cómo iba a poder escapar cuando seguía atada a la cama con una pesada cadena.

Sintió la mano de ese hombre en el codo y se sobresaltó. Vio que seguía mirándola con sus impenetrables ojos negros. Pero ya no fruncía el ceño, la miraba casi con compasión.

–No puede escapar. Los guardias de Mustafá la apresarían antes de que pudiera dar dos pasos. Además, no podría sobrevivir sola en las montañas, sobre todo de noche.

Cassie contuvo el aliento con desesperación. Ese hombre podía leerle el pensamiento.

–¿Quién es Mustafá?

–Es nuestro anfitrión. El hombre que me la ha ofrecido esta noche como regalo.

Sujetándola por el brazo, la llevó hasta un montón de cojines y la obligó a sentarse en ellos. En cuanto lo hizo, soltó inmediatamente su codo. Después, se sentó al otro lado de la baja mesa.

Ese hombre lo llenaba todo con su presencia y estaba dominando por completo sus sentidos. Le llegó su perfume, una mezcla de madera de sándalo y especias. Era un aroma muy masculino que consiguió conmoverla. Se enderezó en los cojines y trató de mirarlo con más seguridad de la que sentía.

La vacilante luz del brasero acentuaba sus fuertes rasgos. Era un rostro que parecía sacado de una de esas historias de Las mil y una noches.

–Ahora, Cassandra Denison, ¿puede decirme qué es lo que ha pasado? –le preguntó de repente.

Su profunda voz la sacó de forma repentina y brusca de sus pensamientos.

Capítulo 2

Cassie vio que parecía muy serio. Respiró lentamente y trató de tranquilizarse al ver que tomaba el cuchillo. Pero se relajó al ver que lo limpiaba con un paño y empezaba a pelar una naranja.

–No estoy acostumbrado a que me hagan esperar –agregó él con impaciencia.

–¡Y yo no estoy acostumbrada a que me secuestren! –repuso ella.

–¿Que la han secuestrado? –murmuró él frunciendo el ceño–. Eso cambia las cosas.

La observó en silencio durante unos segundos. Era como si pudiera ver más allá del maquillaje y la henna con la que habían decorado sus manos y sus pies. Le parecía que podía ver lo desesperada y asustada que estaba.

El silencio se alargó un poco más. Sabía que debía aprovechar ese momento para suplicar y pedirle que la ayudara. Creía que podría llegar a persuadirlo con su elocuencia.

–Perdone mi curiosidad, pero no estoy acostumbrado a que me ataquen con un cuchillo –le dijo.

Sintió algo de esperanza. Quería confiar en él, pero no sabía si podía hacerlo.

–Estoy encadenada. ¿No está claro que estoy aquí en contra de mi voluntad? –preguntó ella.

–Me temo que tenía otras cosas en la cabeza.

Muy a su pesar, le gustó su sentido del humor. Aunque acababa de ser atacado, no había perdido en ningún momento la compostura. Tampoco parecía haber perdido sus modales. Tomó una jarra y un cuenco y se los ofreció sin decir nada para que se lavara las manos.

El cortés gesto consiguió calmar sus nervios. Extendió sus manos sobre el cuenco. Él vertió agua sobre sus dedos y esperó a que ella se frotara las manos. Después, echó más agua.

Le pasó una toalla y lo hizo con cuidado para no tocarla.

–Además, lo de la cadena podría haber sido una estratagema.

–¿Una estratagema? –repitió indignada–. ¿Cree que me divierte estar atada? ¡Es pesada e incómoda! ¡Lo que me han hecho es inhumano!

Se sentía como si fuera un objeto, no una persona. El secuestro había sido terrible y aterrador, pero estar atada como un animal había sido lo más duro y terrorífico. Ni su madre, que había vivido para complacer a los hombres, se había tenido que ver en una situación tan brutal.

–Incluso en esta región del mundo donde no rige la ley, no esperaba encontrarme con un secuestro ni con una esclava. Antiguamente, ataban así a los esclavos, con cadenas. Pensé que Mustafá la habría encadenado como un gesto simbólico, no para evitar que escapara.

–¿Me cree capaz de acceder a algo así? ¿Piensa que he elegido yo misma esta vestimenta?

Recordó entonces la mirada ardiente de ese hombre cuando la llevaron a la tienda comunal. Esa mirada había conseguido calentarla por dentro como no podría haber hecho ningún fuego.

–No sé qué pensar, no la conozco.

Cassie respiró algo más calmada y asintió con la cabeza. Creía que tenía razón. Sabía tan poco de ella como ella de él. La cadena podría haber sido parte del atrezo, algo picante para atraer la atención de un hombre al que le pudiera gustar la idea de tener una mujer completamente a su merced. Una mujer cuya única misión en la vida fuera darle placer.

Sin previo aviso, volvieron a su mente los recuerdos más dolorosos de su pasado. Pensó entonces en Curtis Bevan. Había sido el novio de su madre cuando ella tenía dieciséis años. Se pavoneaba por el piso como si todo fuera suyo. También la había mirado a ella de esa manera. Sobre todo un día de Navidad, cuando volvió a casa y...

–¿Cassie?

El sonido de su nombre en esa exótica voz la devolvió a la realidad. Lo miró a esos ojos que parecían atravesarle el alma. Le costaba mantener la calma, se sentía atrapada entre la pesadilla del pasado y la del presente. Respiró profundamente y enderezó los hombros.

–Para que quede claro, ¡no quiero estar aquí! Cuando entró, pensé que...

No pudo terminar de decirlo. Había creído que entraba en la tienda para acostarse con ella y que poco le iba a importar si ella estaba dispuesta o no.

–Pensó que no tenía elección –terminó él–. El ataque preventivo fue un buen movimiento y uno muy valiente.

–No fui valiente, solo estaba desesperada –le confesó ella–. ¿Quién es ese Mustafá? ¿Por qué piensa que tiene derecho a entregarme a usted como un regalo?

Amir se encogió de hombros. No podía dejar de mirarlo. Tenía un torso ancho y fuerte, un rostro muy masculino y emanaba poder por los cuatro costados.

–Mustafá es el jefe de un grupo de bandidos, gobierna esta región montañosa hasta la frontera con Tarakhar. Ahora mismo estamos en su campamento –le explicó Amir mientras le ofrecía un gajo de naranja–. Pero ¿cómo llegó hasta aquí?

–Estaba atravesando Tarakhar en autobús...

–¿Sola? –le preguntó Amir con desaprobación en su tono.

–Tengo veintitrés años. ¡Soy perfectamente capaz de viajar yo sola!

Las circunstancias la habían obligado a ser independiente desde una edad muy temprana. Nunca se había permitido el lujo de confiar en los demás. Además, su destino, un pueblo rural cerca de la frontera no formaba parte de ninguna ruta turística.

–Los visitantes son tratados con respeto en Tarakhar, pero se aconseja no viajar solo.

–Ya he comprobado por qué –repuso ella–. Podría ser útil que se advirtiera a los visitantes extranjeros del peligro que corren aquí. Me habría gustado saberlo antes de venir.

Amir la miró con los ojos entrecerrados.

–Tiene razón –le dijo mientras asentía con la cabeza–. Hay que tomar medidas.

Cassie lo observó y se preguntó qué medidas tendría en mente. Aunque parecía tranquilo y sereno, algo le decía que no lo era.

–Me ha dicho que Mustafá gobierna estas montañas. Entonces, ¿esto ya no es Tarakhar?

–No, estamos en Bhutran y en el territorio tribal que Mustafá gobierna con puño de hierro.

Se le cayó el alma a los pies. Había experimentado en sus propias carnes esa mano de hierro. Había tenido la esperanza de que siguieran en Tarakhar, donde alguien habría ido en su socorro. Era, después de todo, el territorio del jeque Amir. Bhutran, en cambio, era un estado sin ley. Cada vez estaba más desesperada, pero sabía que no debía darse por vencida, tenía que encontrar una manera de salir de allí.

Miró la fuente de fruta, iba a necesitar energía para escapar.