Escrito en la arena - Tyson Yunkaporta - E-Book

Escrito en la arena E-Book

Tyson Yunkaporta

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Beschreibung

Los occidentales queremos que el mundo sea simple, pero nos relacionamos con él de manera complicada. El pensamiento indígena, por el contrario, entiende que el mundo es complejo y que simplificarlo sería, de hecho, destruirlo. Por este motivo, encuentra formas profundas para comunicar este conocimiento, que se despegan de la lógica neoliberal: a través de imágenes y tallas en lugar de palabras, marcan el terreno y cuentan sus propias historias. Como miembro del clan apalach, Tyson Yunkaporta mira los sistemas globales desde una perspectiva única, ligada al mundo natural y espiritual, y considera que la vida contemporánea se aparta del patrón de la creación. Con tono reflexivo busca alternativas que reviertan este proceso. Honrando las tradiciones aborígenes australianas, se vale de la escritura en la arena, costumbre ancestral de dibujar imágenes en el suelo para transmitir conocimientos, y se pregunta qué ocurriría si aplicamos esa forma de pensar al estudio de la historia, a la educación, la economía o el poder, para crear una visión del mundo que pueda hacer frente a la situación social, política y ecológica actual y ensayar nuevas posibilidades para una vida más sostenible.

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Tyson Yunkaporta

Escrito en la arena

Cómo puede salvar al mundoel pensamiento indígena

Traducción deRicardo García Pérez

Título original: Sand Talk. How Indigenous Thinking Can Save the World

Traducción: Ricardo García Pérez

Diseño de portada: Toni Cabré

Edición digital: José Toribio Barba

© 2019, Text Publishing Company, Melbourne

© 2023, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-4984-0

1.ª edición digital, 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

ÍNDICE

EL PUERCOESPÍN, LA PALEOMENTE Y EL GRAN PROYECTO

UN CHICO ALBINO

LA PRIMERA LEY

SIEMPRE LIMITADOS

LÍNEAS EN LA ARENA

DEL ESPÍRITU Y LOS ESPÍRITUS

AVANZADA Y JUSTA

NOVELAR LA EDAD DE PIEDRA

APÓSTROFES DESPLAZADOS

LIMONADA PARA EL DOLOR DE CABEZA

CAZAR PATOS ES COSA DE TODOS

LO INAMOVIBLE CHOCA CON LO IRRESISTIBLE

SÉ COMO TU LUGAR

POR DÓNDE

AGRADECIMIENTOS

EL PUERCOESPÍN, LA PALEOMENTE Y EL GRAN PROYECTO

A veces me pregunto si los equidnas sufren el mismo tipo de delirios que padecen muchos seres humanos: creer que su especie y su inteligencia son el centro del universo. Son bastante listos, pues su córtex prefrontal, la zona del cerebro dedicada al razonamiento complejo y la toma de decisiones, es proporcionalmente mayor que el de cualquier otro mamífero en relación con el tamaño de su cuerpo. Para las labores de procesamiento más complejas, los equidnas utilizan hasta el cincuenta por ciento del cerebro. Los seres humanos no utilizamos ni siquiera el treinta por ciento.

Al reconocer este detalle, rindo honor a los seres totémicos sentientes de toda Australia, donde los equidnas siguen las líneas de canción marcadas por la creación: las líneas de canción son una especie de mapas de historias portadoras de conocimiento, algo así como una energía que se manifiesta al unísono en la mente y en la tierra como Ley y que conforma una red a lo largo y ancho de los territorios tradicionales de los Aborígenes Australianos.

Tal vez quien lea este texto también quiera rendir homenaje a los pueblos y demás seres de todo el mundo que respetan la ley de la Tierra.

A los Ancianos y custodios tradicionales de todos los lugares donde se escribe y se lee este libro.

A los Ancestros, a los antepasados de todos los Pueblos que hoy viven en este continente y en sus islas.

A nuestros parientes no humanos, entre ellos las diversas especies con púas de todo el mundo, los puercoespines y erizos que husmean el suelo en busca de hormigas y después hacen Dios sabe qué cuando no los vemos.

No sé por qué Stephen Hawking y otros científicos se han preocupado tanto por si hay seres superinteligentes que vayan a venir aquí desde otros planetas y quieran utilizar sus conocimientos avanzados para infligir al mundo lo que la civilización industrial ya le ha hecho. Aquí ya hay seres con una inteligencia superior, siempre los ha habido. Solo que todavía no la han utilizado para destruir nada. Pero si se cansan de la incompetencia del ser humano domesticado, tal vez lo hagan.

A lo largo de las profundidades del tiempo los seres humanos han evolucionado en el seno de culturas complejas y localizadas en determinados territorios hasta desarrollar un cerebro con capacidad para realizar más de cien billones de conexiones neuronales, de las cuales ahora solo utilizamos una pequeñísima parte. La mayoría de nosotros hemos sido desplazados de aquellas culturas originarias, lo que ha dado lugar a una diáspora global de refugiados amputados no solo de la tierra, sino también del auténtico espíritu que se deriva de pertenecer a un territorio con el que se mantiene una relación simbiótica. En la Australia de los aborígenes, nuestros Ancianos nos cuentan historias, relatos antiguos que nos advierten que si no nos desplazamos con la tierra, la tierra nos desplazará. Nuestros asentamientos y las civilizaciones que los engendran no tienen nada de permanente. Tal vez la razón por la que todas las potentes herramientas de observación que apuntan al cielo no han sido capaces de detectar civilizaciones alienígenas altamente tecnologizadas sea que esas sociedades insostenibles no duran lo suficiente para dejar un rastro cósmico. Una idea inquietante.

Quizá tengamos que revisar los brillantes senderos de pensamiento de nuestros ancestros paleolíticos y recuperar unas cuantas funciones cognitivas para corregir los absurdos trastornos que ha producido la civilización, antes de que los equidnas decidan echarnos a todos y asumir el mando como especie custodia de este planeta.

Los relatos que hoy definen nuestro pensamiento describen una eterna batalla entre el bien y el mal, nacida de un pecado original. Pero esos términos no son más que simples metáforas de algo bastante más difícil de explicar: una exigencia relativamente reciente para imponer orden y simplicidad a la complejidad de la creación, una necesidad nacida de una antigua semilla de narcisismo que ha prosperado debido a un nuevo desequilibrio en las sociedades humanas.

El universo y todo lo que contiene siguen un patrón. Hay sistemas de conocimiento y tradiciones que siguen ese mismo patrón para mantener el equilibrio, para mantener a raya las tentaciones del narcisismo. Pero recientemente han aparecido tradiciones que echan abajo los sistemas de creación como lo haría un virus, infectando de una simplicidad artificial esos patrones complejos, ejerciendo un control civilizador sobre lo que algunos consideran un caos. Los sumerios fueron los primeros. Los romanos perfeccionaron ese quehacer. La angloesfera lo heredó. Ahora el mundo está enfangado en esa simplicidad.

En realidad, la guerra entre el bien y el mal es una imposición de la estupidez y la simplicidad sobre la sabiduría y la complejidad.

Un conjunto de páginas llenas de marcas que representan sonidos del habla supone una forma complicada de comunicarse, sobre todo si queremos transmitir una idea práctica del patrón de la creación para tratar de arrojar luz sobre las actuales crisis a las que se enfrenta el mundo. Es una forma complicada, no compleja. Son dos cosas muy diferentes. Ver el mundo a través de la lente de la simplicidad parece complicar siempre más las cosas, pero al mismo tiempo volverlas menos complejas.

Para un aborigen australiano originario de una cultura oral enormemente interdependiente e interpersonal, escribir símbolos de sonidos del habla para que los lean unos extraños complica las cosas. Y esto se acentúa aún más cuando al público lector le preocupa la autenticidad y la posición concreta del autor como miembro de una minoría cultural que ha perdido el derecho a definirse a sí misma. La capacidad de escribir con fluidez en la lengua de la potencia ocupante parece contradecir la pertenencia de un autor aborigen a una comunidad a la que se considera incapaz de escribir siquiera sobre sí misma. De manera que, llegado a este punto, tendré que explicar quién soy y cómo terminé escribiendo este libro.

En mi mundo, yo me conozco a mí mismo por cómo me conoce mi comunidad: un chico que pertenece al clan apalech, del oeste del cabo York; un hablante del idioma wik-mungkan que tiene vínculos con muchos grupos lingüísticos de este continente, algunos de ellos adoptivos. Algunos de esos vínculos adoptivos son informales, como los que tengo en Nueva Gales del Sur y en Australia Occidental, pero mi adopción tradicional por los apalech hace dos décadas se rige por la Ley Aborigen, que es estricta e inalienable. Esta Ley me impide identificarme con afiliaciones de linajes noongar/koori/escocés y exige que asuma exclusivamente los nombres, roles y genealogías que demanda el hecho de pertenecer al clan apalech. Lo cumplo pase lo que pase, aun cuando sé que no todo el mundo lo comprende y me hace parecer ridículo: mientras que la gente del sur me dice que parezco indio, aborigen, árabe o latino cuando estoy junto a mi padre adoptivo, que tiene la piel muy oscura, parezco Nicole Kidman.

La historia de mi vida no sirve para salvar a nadie ni resulta en modo alguno edificante, por lo que no me gusta contarla. Me avergüenza y me traumatiza y debo protegerme tanto a mí como a quienes han sido vapuleados por los huracanes de esta caótica historia colonial. Pero no sé por qué la gente insiste en conocerla antes de leer mi obra, de manera que contaré la versión resumida.

Nací en Melbourne, me trasladé al norte de Australia cuando era niño y me crie en una docena de comunidades remotas o rurales de toda Queensland, desde Benaraby hasta Mount Isa. Tras un exigente y a menudo horrendo período de escolarización, finalmente me soltaron al mundo, al que llegué siendo un joven machote enfadado, en medio de un vendaval de puños y de disforia cultural. Para hacerse una idea más ajustada de lo que sucedía basta mezclar lo peor de las películas Guerreros de antaño, Conan el bárbaro y Uno de los nuestros. De pequeño no era un niño alegre, y tomar el control de mi vida siendo ya legalmente adulto no mejoró mi actitud. De eso no culpo a nadie más que a mí mismo.

Encontrar a mi «tribu» en el sur y volver a conectar con ella no cumplió lo que auguraban las fantasías de regresar a casa que durante tanto tiempo había imaginado, lo cual me dejó un devastador sentimiento de soledad. Pero tampoco todo fue malo. Tuve la suerte de recabar mucho conocimiento cultural, fragmentario y localizado en el territorio acerca del cuál había sido la travesía de mi vida hasta ese momento. En la década de 1990 trabajé de maestro; era responsable de programas de apoyo escolar a los niños aborígenes de los centros, donde enseñaba teatro e idiomas, fabricaba diyeridús, lanzas y bilmas, bailaba en reuniones y ceremonias sagradas, cazaba canguros y realizaba las exóticas actividades propias de mi cultura que había ido aprendiendo a lo largo de los años. Pero todo aquello resultaba inconexo y vacío, no eran más que unos cuantos elementos dispersos y para el escaparate. Cuando lo pienso, me avergüenzo de ello.

Aunque en medio de todo aquel caos conseguí, no sé cómo, estudiar, casarme y tener dos hijos preciosos, mi vida había estado tan marcada por una pauta de violencia y consumo de sustancias que yo ni siquiera era una persona real: tan solo un manojo de reacciones extremas e ira. A los veintimuchos años me vi de nuevo en el norte del país, siendo un canalla sin familia ni propósito en la vida. Había vivido demasiado tiempo con la etiqueta de «medio aborigen», o de «manchado de alquitrán», y las instituciones en las que trabajaba o estudiaba se mofaban de mí. No llevaba bien los interminables ciclos de interrogatorios sobre mi identidad. «No eres blanco, ¿de qué nacionalidad eres? ¿Eres aborigen? Qué va, pareces blanco. ¿Cuánto porcentaje de aborigen tienes? Bueno, todos llevamos un poco. La mayoría de los australianos blancos podrían obtener un certificado de aborigen si se hicieran un análisis de sangre y reconstruyeran su árbol genealógico».

Allá, en el norte, la violencia racista que encontré me llevó al límite. Descarrilé por completo y aquello casi supuso el final de todo. Una noche espantosa, Papá Kenlock y Mamá Hersie me encontraron en un momento de peligro en el que podría haberme autolesionado y me salvaron la vida. El año anterior habían perdido a su hijo pequeño —tenía mi edad cuando pasó por la misma situación— y decidieron educarme como si fuera su hijo. Desde entonces, soy su hijo.

Esa familia se convirtió en el centro de mi vida, alrededor del cual giraba, viviendo más tiempo en cabo York que en cualquier otro lugar en el que hubiera vivido antes y viajando al sur con algunos familiares para que se quedaran allí conmigo cuando me iba a trabajar en diferentes empleos temporales. Aquello les daba acceso a una educación y unos servicios de calidad que no había en nuestra comunidad del norte. Tampoco había allí ningún trabajo realmente provechoso, de modo que Papá Kenlock me dijo que utilizara mis conocimientos para «luchar por los derechos y la cultura de los abo­rígenes».

Viajaba regularmente desde mi hogar habitual para trabajar con grupos y comunidades indígenas de toda Australia, mientras mis pobres hijos, su madre y mi familia extensa soportaban mis prolongadas ausencias. Obtuve mucho conocimiento, pero pagué un precio por ello. Tuve que trabajar y estudiar mucho para poder mantener a mis hijos y mi familia extensa, que dependían de mí. Pero también tenía que vivir y crecer en mi cultura. Ambas cosas son relevantes. Sin embargo, nadie puede hacer las dos sin que se deterioren sus relaciones más importantes. Al final, el intento me costó el matrimonio. Falté a muchos funerales y cumpleaños, y en mi comunidad pasé a convertirme en el ejemplo vivo de una advertencia: «Demasiado trabajo y demasiada formación… nada bueno… acabarás como el hermano Ty».

Pero lo que conseguí era muy importante. Durante buena parte de aquella época viví a la intemperie y forjé lazos estrechos con muchos Ancianos y custodios del conocimiento de toda Australia, que me enseñaron más cosas sobre la Ley tradicional: la Ley de la tierra. Trabajé con lenguas, escuelas, ecosistemas, proyectos de investigación, tallas de madera, asociaciones filantrópicas y líneas de canción aborígenes.

En mis viajes aprendí que lo que nos enseñaba y sustentaba era nuestra forma de comportarnos, no nuestras posesiones. Entonces empecé a buscar palabras e imágenes para expresar esos patrones de pensamiento, existencia y comportamiento, que por lo general son invisibles y están ensombrecidos por esa manía de centrarse en elementos y actos más exóticos. Comencé a traducir aquellas ideas a la lengua inglesa para que los demás pudieran comprenderlas y para que nuestra propia gente pudiera reivindicarlas; lo hice a base de terminar másteres, grados y doctorados universitarios, también publicando artículos. Poco tiempo después de mudarme a Melbourne empecé a escribir artículos fundamentados en este punto de vista, de modo que pasé algún tiempo viviendo y trabajando en mi tierra natal. Me pidieron que escribiera un libro sobre los artículos que publiqué en aquella época… y aquí estamos. Estoy escribiendo esto justo un poco más allá del lugar en el que nací, mientras me esfuerzo por adaptarme a la vida urbana y arreglo los desaguisados que he cometido en las cinco últimas décadas.

Como decía, este no es un relato edificante sobre la redención, tampoco sobre el triunfo ante la adversidad. No represento una historia de éxito, no soy un ejemplo, ningún experto ni nada que se le parezca. Todavía soy un chico desabrido y con un pronto fácil al que aterroriza el mundo; aunque ahora ese carácter se ha visto un tanto atemperado por un núcleo de sosiego e inteligencia que mi familia se ha esforzado mucho en hacerme desarrollar. Esto es lo que me lleva a seguir respirando, junto con toda una red de relaciones y afiliaciones culturales desplegada por todo el continente y con las que tengo obligaciones que me exigen que transite el mundo con cuidado y respeto. O que trate de hacerlo, pues no siempre lo consigo. Pese a todo, sé que hay muchas personas que me cuidan y me defienden, y que cuando viajo por ahí habrá siempre un poco de comida, alguien con quien conversar y una cama donde pueda dormir. Mi mujer, mis hijos y mi comunidad me sostienen y me guardan las espaldas, igual que yo guardo las suyas. Sé quién soy, de dónde soy y cómo me llamo. Y con eso basta.

De todas formas, cuando estoy lejos de mi comunidad me encuentro con personas que pretenden encasillarme en categorías inusuales, y hasta yo mismo no consigo decidir cómo calificarme. Muchas veces tengo que llamarme Bama porque en el sur algunas personas mayores han insistido en llamarme así. Da igual que sepa que esa palabra significa simplemente «hombre» o que lo pronuncie con una p en lugar de con B. O que en mi comunidad la única situación cultural en la que una persona se calificaría realmente a sí misma como pama es cuando está intentando provocar una pelea y quiere proclamar su excepcional hombría: «Ngay pama! ¡Soy un hombre!». O que en realidad yo no sea un iniciado, lo que significa que a mis cuarenta y siete años todavía tengo los conocimientos culturales y el estatus de un chaval de catorce. En el espacio de iniciación que había en mi tierra construyeron una piscina, así que ya no se celebra ese tipo de ritos de paso. Pero cuando estoy en Roma trato de hacer como los romanos: de modo que soy un Bama, lo que en la mayoría de las presentaciones exige que trocee mi identidad en pedazos más fáciles de asimilar.

Hablando de Roma, hay que reconocer que no es nuevo que las culturas imperialistas impongan clasificaciones a los pueblos indígenas. Los romanos clasificaron a los galos en tres grupos: galos con toga (básicamente, romanos con bigote), galos de pelo corto (semicivilizados) y galos de pelo largo (bárbaros). Aunque he pasado buena parte de mi vida en Australia siendo un galo de pelo largo, ahora tengo que poner en duda mi derecho a afirmarlo. Para ser honesto conmigo mismo, debo reconocer que no recuerdo cuál fue la última vez que comí tortuga excepto en un funeral; quiero decir, como forma de vida real más que como un modo de recordar a personas y rememorar otros tiempos. Tengo los pies, las manos y el estómago suaves y utilizo el término «neoliberalismo» con mucha más frecuencia que la palabra miintin (tortuga). Quizá de vez en cuando piense: «Vaya, ahora es temporada de recoger huevos de tortuga y ñames y los banquetes de cerdo salvaje alimentado con ellos tendrán una grasa ciertamente suculenta. Ahora también podría ir a buscar sacos de azúcar (miel silvestre)». Pero en este preciso momento estoy en un tren de camino a Melbourne para ir a trabajar porque no tengo paciencia ni disciplina para consumirme en un programa de trabajo para desempleados de una comunidad remota, a la espera de que llegue el fin de semana para dedicarme a cazar cerdos. Debo reconocer que tengo algo de galo de pelo corto.

Pero pensémoslo un poco: ¿a qué tipo de galo se dirigiría un romano si quisiera buscar en el Conocimiento Indígena soluciones para una crisis de su civilización? Por supuesto, los romanos no buscaron nada que se pareciera al Conocimiento Indígena, lo cual contribuiría a explicar por qué su sistema se vino abajo al cabo de tan solo mil años. Y si lo hubieran buscado, ¿qué galos les hubieran ofrecido las soluciones que necesitaban? Los galos de pelo largo quizá les habrían enseñado a gestionar los pastos y las manadas de caballos a perpetuidad, pero como esos galos no sabían cuáles eran las necesidades del imperio —ya fuera en lo que se refiere a la distribución de grano o a los derechos de tierra para los sabios y veteranos—, su consejo tal vez habría resultado interesante, pero imposible de aplicar. Los galos con toga habrían sido los más adecuados a quienes preguntar por la verdadera naturaleza de la externalización de la recaudación de impuestos en las provincias (aunque, al principio, habrían tenido que torturarlos un poco), pero estos otros galos aceptaban tantos sobornos y compensaciones por eliminar su propia cultura que habrían aportado muy pocas soluciones posibles procedentes del Conocimiento Indígena.

Por otra parte, los galos de pelo corto eran portadores de un Conocimiento Indígena demasiado fragmentario y sin duda estarían haciendo demasiados esfuerzos para convivir con la dura realidad de la transición a la romanización como para ofrecer alguna clase de idea híbrida; tal vez algún que otro consejo innovador para la sostenibilidad de ese imperio condenado al fracaso que había ocupado sus tierras, su corazón y su mente.

Como es natural, las categorías simplistas que clasifican a los Pueblos ocupados según su grado de domesticación no reflejan las complejas realidades de las comunidades, identidades y conocimiento indígenas contemporáneos. En Australia, ciertamente no sirven.

Nuestra compleja historia como Pueblos Aborígenes australianos no se ajusta a la mayoría de los criterios que los colonos exigen para darles carta de autenticidad y reconocerlos. El «yo» indígena que los forasteros han diseñado para que los programas de autodeterminación les resulten fiables no refleja nuestra realidad. Ni siquiera su forma de agruparnos en «naciones» independientes (para negociar el soporte jurídico de unos Títulos de Propiedad Indígenas que facilitaran la extracción de mineral) refleja la complejidad de nuestra identidad y conocimientos. Todos hemos tenido alguna vez múltiples afiliaciones e idiomas, en virtud de los cuales nos agrupamos periódicamente con diferentes grupos para comerciar o unirnos en matrimonio, o mediante las habituales adopciones entre miembros de esos grupos, algunos de ellos de Asia o Nueva Guinea. Sé que para muchas personas hay elementos de esas leyes y costumbres que todavía rigen. Y yo soy una de esas personas.

Pero también sé que el espantoso proceso de ocupación europea supuso la expulsión de la mayoría de nosotros de nuestras comunidades de origen, muchos con destino a reservas e instituciones muy alejadas de nuestro hogar, en el marco de programas de asimilación forzosa. Se intentó llevar a cabo un genocidio biológico haciendo un esfuerzo generalizado por eliminar la piel oscura mediante «crianza selectiva», una política de la que las infames Generaciones Robadas solo representan una pequeña parte. Para muchas mujeres, casarse o someterse a varones colonos para que sus hijos pasaran por blancos fue la única forma que encontraron para sobrevivir a este apocalipsis mientras esperaban tiempos mejores para regresar a casa.

Así que el reciénte requisito de «autenticidad» que exige acreditar una tradición cultural ininterrumpida que se remonte hasta el origen de los tiempos es una exigencia impuesta que a la mayoría nos resulta difícil cumplir, pues lo cierto es que tenemos afiliaciones con múltiples grupos, afiliaciones que a su vez se ven interrumpidas durante algunos períodos. La seguridad de muchas personas se vería comprometida si hablaran de estas traumáticas relaciones, mientras que otras reivindican vínculos y conexiones que no pueden acreditar con demasiada certeza.

¿Cómo podríamos identificar y utilizar los diversos conjuntos de Conocimiento Indígena dispersos por todo este caleidoscopio de identidades? No mediante una clasificación simplista, sin duda. Si miramos a través de la lente de la simplicidad, los contextos históricos de interconexiones y turbulencias quedan marginados y la autenticidad del Conocimiento Indígena así como la identidad vienen determinadas por una ilusión de aislamiento provinciano, un fragmento más de exotismo primitivo que hay que examinar, etiquetar y exhibir. En ambos lados de la frontera cultural hay vigilantes celosos, suprimiendo elementos. La mayor parte del conocimiento que sobrevive a este proceso queda reducido a contenidos básicos, artefactos, recursos y datos, todo ello dividido en extrañas categorías para que sea almacenado o saqueado, según convenga. Nuestro conocimiento solo se valora si está fosilizado, mientras que nuestras costumbres y patrones de pensamiento en evolución se consideran con desagrado y escepticismo.

No puedo participar en este diálogo desigual entre ocupantes y ocupados. Para empezar, no soy un manth thaayan: alguien que pueda hablar por el conocimiento cultural. Soy un «hermano menor», así que según nuestras costumbres ese papel no está a mi alcance. Puedo hablar desde el conocimiento, pero no en nombre del conocimiento ni de todos sus detalles. Sin embargo, sí puedo hablar de los procesos y patrones que conozco por mi práctica cultural, desarrollada a partir de las diferentes afiliaciones que he sostenido con mi comunidad originaria y con otras comunidades aborígenes de todo este continente, entre ellas los pueblos nyoongar, mardi, noongar y koori.

Nuestro conocimiento pervive porque todo el mundo es portador de una parte, por fragmentaria que sea. Si queremos ver el patrón de la creación hablamos con todo el mundo y escuchamos atentamente. Es fácil verificar si los procesos de conocimiento son auténticos cuando se está familiarizado con ese patrón, pues cada una de las partes refleja el diseño de todo el sistema. Si el patrón está presente, el conocimiento es verdadero, tanto si el hablante lleva una falda de hierba, traje y corbata o un uniforme escolar.

Así que le doy la vuelta a la lente y miro desde el otro lado.

No voy a hablar de los sistemas de Conocimiento Indígena para que un público de ámbito mundial se haga una idea de lo que es. Voy a examinar los sistemas mundiales desde la perspectiva del Conocimiento Indígena. Los símbolos de la imagen me ayudan a expresar este concepto central empleando un gesto de la mano.

El lector podría interpretar este gesto físico como un texto viviente asemejando esta imagen, la de la mano izquierda hacia un lado y con los dedos juntos, con la representación de una página o una pantalla, o con el conocimiento basado en términos generales en lo impreso. Y la de la mano derecha, con los dedos separados a modo de plantilla para dibujar sobre roca, con la representación de las culturas orales y los conocimientos de los Aborígenes Australianos. El primer gesto requiere colocar la mano con los dedos juntos a cierta distancia de los ojos, lo que aporta perspectiva para contemplar la mano cerrada.

Esta es la perspectiva básica que adoptaré en este libro. Para evitar que se pierda en el vacío de lo impreso, he basado cada capítulo en determinados intercambios con la cultura oral: una serie de narraciones de diferentes personas, todas las cuales me hacen sentir incómodo. Converso con esas personas porque ensanchan mi pensamiento mucho más que quienes sencillamente saben lo mismo que yo. A algunas de esas personas las llamaré por su nombre, mientras que muchas otras han preferido no quedar atrapadas en lo impreso y adhe­ridas a un instante de pensamiento particular por lo que han optado por habitar calladamente en la práctica cultural generativa de las narraciones que expresan. Esa especie de fábulas trenzadas son como conversaciones, pero adoptan la forma tradicional que hemos utilizado siempre para crear y transmitir conocimiento.

Antes de volcar a lo impreso las secuencias lógicas y las ideas que emanan de estas narraciones, las he tallado en objetos tradicionales para cada capítulo. Lo he hecho para impedir que mi perspectiva, propia de una cultura oral, se fragmente y se deforme al escribir.

Para esta introducción, por ejemplo, dediqué un par de estaciones del año a fabricar escudos de corteza de árbol con mi cuñado Hayden Kelleher y con un artista worimi llamado Adam Ridgeway. Adam y yo trenzamos una conversación sobre todo lo que me preocupaba de escribir este libro y qué tendría que hacer para protegerme. Arrancamos corteza de eucaliptos rojos en la estación adecuada, cuando la savia circulaba por el árbol, los tejones australianos merodeaban por ahí y las aves lira estaban inmersas en la temporada de apareamiento. Moldeamos la corteza en el fuego y le colocamos unos palos para que los escudos fueran más gruesos. Adam utilizó algunos de ellos para una exposición en la que hizo dibujos de la creación a partir de la luz reflejada por unos fragmentos de espejos rotos fijados sobre los escudos. También dibujó en su iPad los símbolos de las manos que acabo de mostrar. Así que las ideas de esta introducción están a su vez grabadas en los escudos. Yo simplemente me fijé en esos objetos y trasladé a la letra impresa los elementos de conocimiento que veo en ellos.

Este es mi método de trabajo. Lo llamo umpan porque esa es la palabra que utilizamos para referirnos a arrancar algo, tallarlo y fabricar un objeto; también es la palabra que se utiliza ahora para referirse a escribir. Mi método de escritura incorpora imágenes y relatos adheridos a un lugar y a las relaciones, expresadas en primera instancia a través de una actividad cultural y social. El sumario de este libro es visual y tiene este aspecto:

Cada capítulo incluye un poco de «escritura en la arena», que evoca la costumbre aborigen de dibujar imágenes en el suelo para transmitir conocimiento. No puedo difundir mucho conocimiento simbólico porque o bien está restringido (por edad, orden de nacimiento, género o niveles de maestría) o bien porque solo es adecuado para un lugar o un grupo concretos: por ejemplo, aunque Brolga Lore sea relevante para mí por ser miembro del clan apalech, o para otros por tener el mismo tótem, no es algo que se pueda generalizar para todos los lectores. Así que el conocimiento que transmita en la sección de escritura en la arena de cada capítulo será de nivel de iniciación. Tal vez esa sección aluda a algunas historias, pero no se relatarán en su totalidad. Sin embargo, contaré fragmentos de una gran historia, una metahistoria que conecta toda Australia y se extiende por toda ella a través de líneas de canción inmensas grabadas en la tierra y en el cielo, un Sueño de las Estrellas que Juma Fejo, del pueblo larrakia, quiere compartir con todos los Pueblos. Lleva a todos los lugares a los que llegan las tortugas. Y hay tortugas en todo el mundo, incluso en países desérticos… de modo que conecta a todas las personas.

Juma y yo —dos-nosotros— llevamos trabajando con este conocimiento y conectando estas historias por todo el continente desde 2012, el año que mucha gente pensaba que según una extraña interpretación del calendario maya se iba a acabar el mundo. En cada capítulo incluyo algunos fragmentos del Sueño de las Estrellas de Juma que sirven para comprender mejor y más profundamente los conceptos. Seis de estas imágenes, las tres de cada extremo del caparazón de la tortuga que compone el sumario, van acompañadas de un hilo de conversación. Las otras siete imágenes han sido diseñadas por mí, durante los años previos a mis estudios de doctorado, porque me preocupaba que mi conocimiento académico eclipsara mi conocimiento cultural. Primero tenía que crear a mi manera algo que fuera una obra mayor que una tesis. Yo ya había hablado de estas ideas con personas de muy diferentes lugares para ayudarles a introducirse en las formas de pensamiento y conocimiento aborigen, a modo de marco para la necesaria comprensión que favoreciera la co-creación de sistemas sostenibles.

He asistido a muchas conferencias y charlas sobre Conocimiento Indígena y sostenibilidad y he leído numerosos artículos sobre el tema. Casi todos transmiten el mismo mensaje simplista: los Aborígenes Australianos llevan aquí x miles de años, saben cómo vivir en equilibrio con este territorio y deberíamos aprender de ellos a encontrar soluciones para los actuales problemas de sostenibilidad (a menudo me pregunto a quién se refiere el «nosotros» de esta frase). Después, esas ideas ofrecen ejemplos aislados de prácticas anteriores a la colonización. Eso es todo. El público se queda preguntándose: «Sí, pero ¿cómo? ¿Qué idea aporta eso para resolver los problemas que hoy vivimos?».

Estas preguntas continúan sin respuesta porque, por lo general, los indígenas ofrecen narraciones personales predecibles y artefactos culturales a modo de ventana por la que los forasteros puedan asomarse para contemplar una versión cuidadosamente elaborada de su pasado; entonces la mirada va solo en una dirección. Cuando miramos por la ventana desde afuera hacia adentro no estamos compartiendo lo que vemos. Al principio hay una ceremonia de bienvenida y al final una danza, y todo el mundo se va a su casa contento, pero sin ser más sabio.

Raras veces los problemas de sostenibilidad global se abordan desde perspectivas y procesos de pensamiento indígenas. No vemos modelos econométricos construidos a partir de pa­trones de pensamiento indígena. En su lugar, se nos muestra un cuadro diseñado a base de puntos y se nos ruega que nos aseguremos de incluir en los proyectos puestos de trabajo indígenas para duplicar «sosteniblemente» la población de una ciudad al cabo de un par de décadas. Cualquier debate sobre los sistemas de Conocimiento Indígena es siempre un educado reconocimiento de la vinculación con la tierra en lugar de un auténtico compromiso con ella. Siempre se ocupa del qué y nunca del cómo.

Aquí me propongo invertir ese fenómeno. Quiero utilizar un proceso sustentado en patrones de pensamiento indígena para criticar los sistemas actuales y transmitir una impresión veraz de cómo es el patrón de la creación. Quisiera evitar el omnipresente género literario indígena de la narración personal y la autobiografía, aunque cuando haga falta un ejemplo incluiré alguna anécdota y algún que otro hilo de conversación. Lo que diga seguirá siendo subjetivo y fragmentario, claro está, y a los cinco minutos de estar escrito ya se habrá quedado anticuado. Es un problema habitual de todos los textos impresos. El verdadero conocimiento seguirá desplazándose por los territorios y los Pueblos y yo me desplazaré con él. El lector también se desplazará. Cualquiera podrá adoptar el gesto de la mano ya expuesto, añadirle sus propias vetas de significado, compartirlo con otros y, a partir de ese patrón, cultivar algo que jamás pudiera imaginarse impreso en una página. Tengo que transmitir estos conceptos para poder dejarlos atrás e ingresar en la siguiente fase de conocimiento. Si no consigo transmitirlos significa que estoy cargando con él como si fuera una piedra y que estrangula mi crecimiento, así como la regeneración de los sistemas en los que vivo. Estoy cansándome de ser un chico de mediana edad de mi cultura.

Este libro solo es la traducción de un fragmento de una sombra congelada en el tiempo. No afirmo poseer ninguna verdad absoluta, tampoco ninguna autoridad. Cuando menos se espera, cambio de tema y de voz pasando de un tono más académico al de una conversación ante una fogata en el campo. Puede parecer que las cosas no están estructuradas; solo dejo que la lógica siga los complejos patrones que trato de describir, que no reflejan las habituales relaciones causa-efecto del pensamiento basado en lo impreso. Quizá aparezcan con mayúsculas palabras que normalmente se escriben con minúsculas, lo que también cambia en diferentes contextos cuando esas palabras tienen matices de significado distintos. Una de las facetas más emocionantes de la lengua inglesa es que se trata de una lengua criolla especializada, así que allá donde va adopta una forma distinta. Rendiré homenaje a esta cualidad llevándola a dar una vuelta para ver cómo circula por algunos recodos más estrechos.

Esto supone un reto porque la lengua inglesa coloca inevitablemente la visión del mundo de los colonos en el centro de todos los conceptos, lo que dificulta la verdadera comprensión. Por ejemplo, explicar la concepción aborigen del tiempo es un ejercicio inútil, pues en inglés solo se puede describir diciendo que es «no lineal», lo cual coloca de golpe y porrazo una enorme raya atravesada en las sinapsis occidentales. No registra el «no», solo lo de «lineal»: así es como se procesa esa palabra, esa es la forma que adopta en la mentalidad occidental. Y lo peor de todo: solo describe el concepto diciendo lo que no es en lugar de lo que es. En nuestras lenguas aborígenes no tenemos una palabra para decir «no lineal», pues en primera instancia a nadie se le pasaría por la cabeza la posibilidad de viajar, pensar o mantener el hilo de una conversación siguiendo una línea recta. Decir que un camino es sinuoso no es más que decir cuál es la forma que siempre tiene, por lo que no hay necesidad de añadir ningún adjetivo.

Hace miles de años un hombre trató de caminar en línea recta; lo llamaron wamba (loco) y lo castigaron arrojándolo al cielo, hacia lo alto. Se trata de una historia muy antigua, una de las muchas que nos dicen que debemos viajar y pensar siguiendo patrones muy diversos, advirtiéndonos contra la idea de cargar hacia adelante como si estuviéramos locos. De manera que serán las historias, las imágenes y las narraciones las que harán que el inglés funcione en este libro, donde el sentido se encontrará en los meandros de los caminos entre las palabras y no en las propias palabras aisladas.

En inglés hay muchas palabras para describir a nuestros Aborígenes Australianos, y como ninguna de ellas es del todo adecuada o precisa recurro cíclicamente y un poco al azar a una u otra, cada una de las cuales es el término predilecto para alguien y una etiqueta ofensiva para otro. Antes de la ocupación europea sencillamente nos llamábamos a nosotros mismos, en nuestras diferentes lenguas, «Pueblo». Pero como no hablo en nombre de ningún grupo lingüístico en particular, cuando tengo que referirme a todos nosotros colectivamente utilizo muchos de los inadecuados términos del inglés. También empleo muchos otros términos que no me gustan particularmente, como «Tiempo del Sueño» (que es una mala traducción y peor interpretación), porque muchos ancianos a quienes respeto y que me han transmitido conocimiento emplean esas palabras. No me corresponde a mí faltarles al respeto rechazando sus decisiones sobre el vocabulario. Ellos y yo sabemos lo que quieren decir, así que también podríamos perfectamente emplear esas etiquetas. En cualquier caso, es casi imposible hablar inglés sin ellas, a menos que cada cinco minutos queramos decir «ontología interdimensional suprarracional endógena a complejos rituales de custodia». Así que se queda Tiempo del Sueño.

En una divagación libre que nunca debería tomarse al pie de la letra analizo conocimientos de cosmología aborigen de principiante. Después busco patrones y a continuación implicaciones para la sostenibilidad. Más que para representar hechos, escribo para provocar pensamientos en lo que sería una especie de proceso dialógico y reflexivo con el lector. Por ello, muchas veces utilizo la primera persona dual. Se trata de un pronombre común en las lenguas indígenas, pero que no existe en inglés; esa es la razón por la que la traduzco como «dos-nosotros»; mis dedos teclean esas letras mientras mi boca está diciendo ngal.

El diseño de las soluciones para problemas complejos requiere muchos tipos de mentalidad y puntos de vista muy dispares, así que tenemos que hacerlo juntos, vinculándonos con tantos dos-nosotros como sea posible para formar redes de interacción dinámica. No estoy ofreciendo respuestas de ex­perto, sino planteando diferentes preguntas y formas de ver las cosas. Aunque se me da bien estimular el pensamiento para la conexión, no soy ninguna autoridad en ninguna de las ideas expuestas en este libro y mi punto de vista es marginal, incluso en mi propia comunidad. Pero en los márgenes hay terreno fértil.

Esta es la esperanza: que desde este punto de vista liminal dos-nosotros seamos capaces de ver algunas cosas que se han perdido, de vislumbrar un aspecto del patrón de la creación y de realizar unos cuantos experimentos mentales para ver adónde nos lleva ese patrón. Le funcionó a Einstein, que raras veces ponía el pie en un laboratorio, sino que simplemente decía «si tal, entonces cual y entonces esto otro», creando simulaciones en un espacio de Tiempo del Sueño con el fin de obtener pruebas y soluciones de una complejidad y precisión asombrosas. En un espacio así, incluso lo que él consideró su mayor error resultó ser su descubrimiento más importante. No puede ser tan difícil. Si nos atascamos, pediremos ayuda a los equidnas.

Tenemos que empezar por las primeras preguntas, que siempre representan una barrera para aproximarnos a ese conocimiento. ¿Quiénes son los verdaderos Pueblos Indígenas? ¿Cuáles de ellos son portadores de verdadero Conocimiento Indígena y qué aspectos de ese conocimiento son relevantes para enfrentarnos al diseño de sistemas sostenibles en la actualidad?

UN CHICO ALBINO

Dos-nosotros caminamos por las líneas de canción con Clancy McKellar, el hombre-canción del pueblo wanggumara. Las líneas de canción son sendas antiguas del Tiempo del Sueño grabadas en el paisaje de canciones e historias y cartografiadas en nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestra relación con todo lo que nos rodea: es un conocimiento almacenado en cada cauce de agua y cada piedra. Ahora caminamos por el terreno fronterizo donde se dan cita Queensland, Australia Meridional y Nueva Gales del Sur. Él identifica mis líneas ancestrales y me enseña dónde conectan esas historias con la suya.

Ninguno de nosotros tenemos la piel particularmente oscura, y quizá sea esa la razón por la que él destaca los rasgos albinos de su acervo tradicional. Una mujer búho blanca con la tez blanca y el pelo rubio que se vuelve Gubbiwarlga, o sabia, y finalmente se convierte en una piedra de cuarzo. Un chico albino al que algunos miembros irritantes de su comunidad condenan al ostracismo y finalmente expulsan. Cuando llegamos al emplazamiento de roca construido por el chico albino me quedo sin palabras. Mientras estuvo expulsado no anduvo por ahí cabizbajo y apesadumbrado; trabajó duro y no se saltó ningún día de esfuerzo.

Por todo aquel lugar hay unas rocas enormes talladas y pulidas, levantadas por el chico para que mantengan el equilibrio con otras rocas erguidas, apiladas u ordenadas formando filas. En este inmenso lugar hay más de las que dos-nosotros podamos contar, entre ellas un reloj y calendario solar que marca las estaciones y los movimientos de los cuerpos celestes. No entiendo por qué nunca he oído hablar de este lugar, por qué no es tan famoso como Stonehenge. Pongo la mano sobre una de las rocas y se percibe un duum profundo que asciende desde el suelo a través de la roca y que cuando me atraviesa el hombro reverbera y desciende hasta mis tripas, momento en que creo que acabo de recibir la respuesta a mi pregunta.

Este no es un yacimiento arqueológico que haya que excavar y analizar. Sigue habitado. El chico todavía está aquí y seguramente no quiere recibir la visita de nadie que no haya sido invitado. Esto no es ningún monumento. Este lugar está vivo. Cada piedra está animada y es sentiente; según nuestra visión del mundo esto vale para todas las piedras. A lo lejos hay una cueva secreta con una réplica en miniatura de este lugar, construida en el suelo de la cueva. Se dice que las personas que saben entender a las piedras son capaces de viajar entre estos emplazamientos en un abrir y cerrar de ojos. Y estos lugares están conectados con otras disposiciones de piedras de todo el continente.

Más adelante, durante el equinoccio, estoy de pie en Wurdi Youang, en Victoria, junto a una disposición de piedras con forma de C que señala el movimiento del sol a lo largo del año. Miro ladera abajo desde la piedra señalada como lugar de observación mientras el sol se pone tras otra piedra indicadora en lo alto del conjunto, al tiempo que la luna se alza directamente detrás de mí y Venus, Júpiter, Saturno y Marte se alinean siguiendo ese mismo trazado. Este momento no es solo un instante en que los cuerpos celestes forman una hilera ordenada; también remite a un millar de historias diferentes que convergen y al patrón que crean en un diálogo entre la tierra, el cielo y yo. La forma en que cada persona conoce estas historias es subjetiva; cómo esa persona la conoce en su momento y en ese lugar constituye un punto de vista único que es sagrado, una comunicación entre el bando de la tierra y el bando del cielo, entre la gente y el cosmos sentiente. Dos-nosotros estamos allí, pero cada uno ve historias diferentes.

En ese momento las aves que nos sobrevuelan forman parte de la canción de la creación. Un satélite. Un avión. Dos nubes en el norte trazando curiosas espirales con forma de serpiente. A eso lo llamamos un «algo», una señal o un mensaje de los Ancestros. Pienso en la historia de las Dos Serpientes y dónde la escuché por primera vez, viajando desde Gundabooka, en el noroeste de Nueva Gales del Sur, hacia la costa. Por encima de mí veo a Marte y a Venus y los reconozco como los ojos del creador, que en muchas regiones meridionales ve durante el día a través de los ojos del águila y por la noche a través de esos planetas.

Cerca de la frontera de Nueva Gales del Sur y Queensland se celebra periódicamente una ceremonia a la que Murris trae ópalo rojo de Quilpie y ópalo azul de Lightning Ridge, uno del norte y otro del sur, para unir a Marte y a Venus como ojos del creador. Pienso en esto y en otro lugar más al sur, cerca de Walgett, donde los ojos del águila son dos agujeros profundos en la roca. Pienso en la relación totémica de mi mujer con el águila y en que ella encarna esa conexión. Sigo expandiéndome en el cielo a través de esta red de conexiones entre las comunidades terrestres y el territorio del cielo. Allá arriba hay rocas vivientes igual que las hay aquí abajo y las zonas oscuras que hay entre las estrellas no son un espacio vacío, sino territorios sólidos que tienen masa y sensibilidad, y reflejan lugares y épocas de la tierra. Puedo ver cuál es el patrón allá en lo alto, hasta el instante en que trato de escribirlo, momento en que se desvanece como el humo.