Fabulosas - Paulina Vieitez - E-Book

Fabulosas E-Book

Paulina Vieitez

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Beschreibung

Emprendedoras, resilientes, valerosas, solidarias, plenas… fabulosas. Estas veinte mujeres son ejemplo de cómo, desde todos los ámbitos y con las historias familiares y profesionales más diversas, es posible remontar los retos de la vida, luchar por defender nuestros valores y reconciliarnos con el tiempo, la edad, nuestra espiritualidad y sexualidad, y caminar el día a día con energía y orgullo. Nicole Aloi • Erika Alonso • Ana Rosa Beltrán del Río María Luisa Berdejo • Marcela Celorio • Celina del Villar Alexandra Diez • Ana Paula Domínguez • Georgina Ferrer Mónica Garza • Natalia Gil Torner • Alejandra Groff • Ana López-Montes • Zaida Marcos • Claudia Marcucetti Rosenda Ruiz • Sofía Sánchez Navarro • Vivian Silberstein Hilda Téllez Lino • Ligia Urroz "Como entrevistadora, Paulina Vieitez tiene la magia de indagar, escarbar y llevarnos a esos lugares interiores que uno mismo no ha reconocido". Gaby Vargas "Admiro a Paulina como entrevistadora. Es una gran profesional que conoce su oficio, sabe escuchar, se prepara a fondo y sobre todo tiene una enorme empatía. Este libro nos lo demuestra con creces". Cristina Morató "Paulina Vieitez entrevista con todos los sentidos. Conversar con ella es un verdadero placer y, sin duda, un reto a la inteligencia". Mariano Osorio

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A ti, María, la niña de mis ojos.

Deseo que con este libro, hecho con tanto amor, puedas darte cuenta de lo que significa ser una mujer fabulosa, en toda la extensión de la palabra.

A mi mamá, María Rosa, la primera mujer fabulosa en mi vida.

A cada una de las mujeres que dijeron sí, que se atrevieron, y cuyos ejemplos de valor y libertad son mi referente y mi espejo.

A ti, que por algo más grande de lo que podemos intuir o controlar has llegado al encuentro con estas historias, para que sean inspiración y fuerza.

© Cristina Quintanilla

Hoy las mujeres nos encontramos en medio de un gran concierto de voces que cantan de un lugar a otro del planeta, replicando los mensajes de justicia e igualdad, de entereza y denuncia, porque hemos decidido ya no callarnos más. No es una tendencia, sino un hito trascendente construido por la inquebrantable valentía de millones que gritamos:¡Basta!

Cuán estimulante es sabernos acompañadas en un camino en el que por fin se trabaja abiertamente en pro de frenar las injusticias, alcanzar la igualdad de género y parar de una vez por todas la violencia, el machismo y los cultos que incitan a degradar a la mujer. Ya no hay marcha atrás, a pesar de que falten aún tantas leyes y consensos, así como una transformación radical del modo de vida de pensar tan arraigado entre culturas y sociedades.

Sin embargo, aunque se nos habla de que vivimos en una época en la que impera lo femenino, los medios y redes sociales suelen exhibir referentes casi inalcanzables al respecto, por mucho que sepamos que podrían ser emulados con educación, voluntad, esfuerzo, preparación, trabajo físico, decisiones saludables y conciencia del ser. Modelos, estrellas de cine, monarcas y presidentas desfilan ante nosotros como los paradigmas a los que sólo podemos aspirar. Las líderes representan sin duda millones de anhelos conjugados, y es preciso reconocer y honrar sus cualidades, sus éxitos logrados. Lo que no se nos suele presentar tan a fondo es la vida íntima de ellas, la búsqueda interior de estas mujeres ni sus tormentos o retos.

En mi ejercicio profesional como comunicadora, periodista y escritora, me fascino con historias como la de Megan Rapinoe y querría sin duda que ella fuese imagen y guía para jóvenes como mi hija María, quien a sus trece está en plena construcción de su personalidad. Constantemente me descubro impactada por mujeres que, cercanas a mi edad, como Michelle Obama, Chimamanda Ngozi Adichie o la primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern, quienes han logrado lo que a muchas les seguirá siendo vedado por varios años más.

Surgió en mí una apremiante necesidad de salir en busca de historias de vida cercanas a la realidad de tantas de nosotras en este presente. Y no tuve que recorrer ni un solo kilómetro para darme cuenta de que tenía la inmensa fortuna de estar rodeada de ellas: mujeres convertidas en su propio referente, que viven libres de prejuicios, son conscientes de su cuerpo, dueñas de su espiritualidad, resilientes, seguras y plenas en toda la extensión de la palabra.

Curiosamente, su edad promedio ronda los cuarenta y cinco años, pocos más, y me cuestioné muy profundamente acerca de si el paso del tiempo nos vuelve tan maduras como para ser capaces de andar de regreso nuestros caminos, revisando lo vivido bajo la lupa de lo forjado, de la conquista de una misma al pasar de los años que, si en profundidad se viven, son capaces de dotarnos de mayor sabiduría, templanza y equilibrio. Estas mujeres de carne y hueso no son figuritas de pastel o imágenes de revista: son personas genuinas, llenas de inquietudes, que atraviesan dificultades, que trabajan día a día para conseguir lo que necesitan, que saben que no hay mejor pelea que la que le damos a la vida para ser más nosotras mismas y menos lo que “deberíamos ser” según los cánones impuestos.

Repasando lo que conocía de estas mujeres, que empecé a enlistar en un cuaderno, me percaté de que me encantaría saber mucho más a profundidad de sus logros, sus sueños y, aún más importante, de sus limitantes, sus dolores y fracasos.

Aparecieron esas que en su sencillez y en su hacer diario, como muchas, consiguen ser extraordinarias. Cada una de estas veinte mujeres en su personalidad propia, en su ejercicio profesional y en su vida cotidiana es, en gran medida, referente de lo que puede conseguirse con tenacidad, congruencia y valentía.

Habría que hacer un libro que reuniera entrevistas con ellas, y que se convirtiera en una pequeña muestra del inmenso número de vivencias desgarradoras pero también únicas y dignas de ser contadas, de las vidas de billones de mujeres valientes que transitan nuestro presente, este hoy tan fracturado que requiere ser transformado desde la dignidad y el amor femenino. Decidí comentarlo con uno de mis editores favoritos, un hombre brillante y generoso que es capaz de escuchar ideas y hacerlas realidad, y de inmediato me contestó que le interesaba. Armé la lista de mujeres y las contacté. Abrí primero una conversación entre diez de ellas y les propuse mi proyecto; de entrada, les fascinó. Pedí que cada una sugiriera a una mujer más para totalizar veinte. Empezamos a trabajar juntas desde el segundo en que creyeron en mí y en el que se sintieron dichosas al saber que podrían compartir con miles de personas —con miles de mujeres, en concreto— sus sencillos secretos y las tareas que han emprendido para construirse, orgullosas de sus logros y dispuestas a hablar de su vida y compartir sus experiencias.

Cuando reunimos la lista definitiva, compuesta a propósito por mujeres de distintos ámbitos profesionales y con historias familiares muy disímbolas, nos sorprendió todo lo que tenían en común. Por un lado, contamos con un grupo muy diverso, que lo mismo incluía una diplomática que una publirrelacionista, una artista plástica, una comunicadora o una defensora de los derechos humanos. Pero también constatamos que comparten su coraje, su profundo amor y lealtad a sus seres cercanos, su compromiso con la verdad y la solidaridad, su preocupación por el futuro de nuestro país y de sus pares.

El proceso de las entrevistas fue extraordinario, conmovedor y estimulante. En éstas hubo lágrimas, risas compartidas, confesiones inéditas, repasos de sinsabores, descubrimientos y grandes dosis de valentía. Confiadas, serenas, entusiasmadas, abrieron las puertas de su intimidad, reconocieron sus aprendizajes, acomodaron su dolor y le dieron cauce a través de relatos y anécdotas que elaboraron con enorme franqueza, sin detenerse ni amedrentarse. Pude ver sufrimiento en sus pupilas, orgullo en su mirada, honor en sus palabras, y fui testigo de instantes de enorme alegría mientras se reconocían a sí mismas al contarme su vida. Fueron verdadero oro molido esos momentos, que dejaron una huella permanente en la mía.

Me siento absolutamente gozosa, porque sé que con sus confesiones estas veinte mujeres han logrado abrir los temas que nos preocupan, exhibir nuestros miedos más íntimos, hablar de las tareas que nos ocupan, de los retos que se nos demandan, de nuestras emociones más profundas, de los placeres que nos colman y de lo mucho que hemos logrado en la maravillosa libertad de ser únicas, distintas, irrepetibles.

El tiempo que pasamos juntas nos obligó a cuestionarnos varios puntos clave: cómo nos sentimos en el aquí y el ahora, cómo nos reconciliamos con nuestra edad, qué tan conscientes somos de nuestros entornos, de si nos sentimos valoradas y en paz, de nuestras rutas para conseguir lo que deseamos.

Comprendí que no era fácil responder esas preguntas (y seguramente tú, al leer estas líneas, estás pensando algo similar), cuando me empecé a cuestionar qué pasaría si entre mujeres nos habláramos más francamente y compartiéramos lo que hemos vivido, lo que nos ha resultado, lo que ha dirigido nuestro camino hacia los horizontes anhelados y ya conseguidos. Abrazarnos y reconocernos desde esta edad. Hablar sin cortapisas de nuestras huellas de dolor, los kilos que nos sobran, el tránsito hacia la menopausia, los hijos acercándose a la adolescencia o a la edad de emprender el vuelo, nuestros padres que se hacen mayores, de lo que sentimos por la pareja que elegimos y cómo llevamos esas relaciones.

Queremos compartir con miles de mujeres esta etapa fabulosa para que cada una viva (y que también vivamos juntas) la merecida plenitud para volar libres hasta los horizontes que nos planteemos y que seguramente conseguiremos alcanzar, caminando con paso firme, alegre y resuelto, eligiendo las rutas que más resuenen, y con la certeza de que gozaremos intensamente hasta que lleguemos a los noventa y más.

Agradezco infinitamente la lectura de las páginas que albergan estos testimonios y a quienes con entrega y compromiso decidieron hacer posible que esta idea sea hoy tan real como la textura de sus páginas y tan preciosa y única como las mujeres que nos confían lo más preciado que tienen: la maravilla de ser ellas mismas.

1. Celina del Villar; 2. Hilda Téllez Lino; 3. Vivian Silberstein; 4. Alejandra Groff; 5. Ligia Urroz; 6. Alexandra Diez; 7. Nicole Aloi; 8. Georgina Ferrer; 9. Mónica Garza; 10. Ana Rosa Beltrán del Río; 11. Natalia Gil Torner; 12. Zaida Marcos; 13. Ana Paula Domínguez; 14. Rosenda Ruiz; 15. Paulina Vieitez; 16. Sofía Sánchez Navarro; 17. Erika Alonso

© Uriel Santana

© Carlos Bracho

8Nacida en Italia, después de una exitosa carrera como arquitecta, dejó su profesión y comenzó a escribir. Desde entonces, ha publicado seis libros.

Si tuvieras que definir un parteaguas en tu vida, ¿cuál sería?

MI LLEGADA A MÉXICO, sin duda. Fue incluso traumática. Se divorciaron mis papás cuando yo tenía nueve años y estuve internada un tiempo, luego me mandaron a vivir con los abuelos, a quinientos kilómetros de distancia de mi casa en Italia. Hubo muchos puntos de quiebre en ese periodo, pero el más fuerte fue cuando mi mamá decidió poner un océano de por medio y llevarme a vivir a México. Yo no hablaba español y no sabía nada de ese país exótico que no podía ni pronunciar. Recuerdo mis primeras impresiones a mi llegada, mientras aprendía el idioma: la venganza de Moctezuma por ejemplo, hasta tenía que lavarme los dientes con agua hervida para no enfermar, o cuando entré a la escuela de monjas y escandalicé a todos al decir que estaba a favor del aborto. Venía de una cultura mucho más liberal y a menudo hacía corto circuito con mi entorno.

Tenía entonces trece años, pero siempre fui precoz. Como era hija única y muy inquieta, para entretenerme mi mamá me enseñó a leer y escribir antes de entrar al kínder. Me acuerdo de que me moría de ganas de ir a la escuela y estudiar. Siempre fui matadísima y, ya en México, aun sin hablar el idioma, me las arreglaba para sacar las mejores calificaciones. Me adapté rápidamente a mi nuevo país y ésa fue una etapa muy alegre, por descubrir un mundo diferente al que yo había vivido en Italia y por integrarme, por pertenecer a una sociedad que me acogió muy hospitalariamente. Un cambio radical que a la larga fue muy positivo. Construí en este país una nueva y mejor vida, a pesar del trauma inicial.

Y anhelabas la otra tierra. ¿Tenías oportunidad de viajar?

Sí, iba bastante a Italia, porque al principio mantuve relación con mi papá y con mis abuelos. Recuerdo que desde ese entonces me sentía muy orgullosa de México y lo defendía frente a cualquier crítica: para mí era el paraíso. Estamos hablando de hace más de treinta años, y la Ciudad de México era ya una metrópolis de veinte millones de habitantes, pero no tenía problemas de seguridad, no había violencia o, por lo menos, no inmediata. Así que gozaba yo de la bondad de dos mundos, una situación muy enriquecedora y privilegiada. Hoy soy el producto de esa dualidad, que se manifiesta en lo que escribo.

¿Cómo fue haciéndose tu relación con tu mamá? ¿Ella también se reconformó en México? ¿Cómo transcurría su vida juntas?

Inicialmente, íbamos a estar en México sólo dos años, pero a ambas nos encantó y nos quedamos. Lo único que siento es que mi mamá nunca “rehízo su vida”, como dice esa frase tan lapidaria. Quizá tuvo amores, pero no volvió a hacer una familia, y creo que eso me pesó a mí también, en el sentido de que me hubiera encantado tener hermanos, aunque fueran postizos, o una figura masculina en casa, que me quitara la presión de tener a mi mamá a cargo. Además, con ella tuve una relación dificilísima: éramos dos mujeres demasiado fuertes, una frente a otra…

Yo sé que tú, y muchas otras, son muy entusiastas del tema de la solidaridad femenina, pero yo creo que las relaciones entre mujeres son difíciles… entre una madre y una hija ni se diga. No por nada los griegos escribieron las grandes tragedias familiares con las dinámicas entre padres e hijos. Hay una competencia arquetípica entre madre e hija, y la proyección de los sueños y traumas de una en la otra. Mi madre quería que yo viviera lo que ella no había podido, así que nuestra relación se volvió un continuo choque. Fue una mujer que hasta determinado momento admiré mucho, era muy adelantada a su tiempo, pero luego comenzó a comprometer sus ideales, a renunciar a sus sueños. Supongo que sucede con la edad…

¿Se quedó siempre en México?

Sí, salvo un periodo en el que regresó a Italia. Cuando volvió, tratamos de ir a terapia, pero fue un desastre. Hubo mucho distanciamiento. Sé que muchas mujeres han basado su fuerza en su familia, en sus hijos o en sus parejas. Yo no he sido esa persona. Obviamente, te define tu familia en muchos sentidos, pero siempre he mantenido mis distancias con todo y con todos; tal vez es un ardid de los supervivientes, que no quieren tener nada que puedan perder.

Nada emocional tan fuerte que los haga vulnerables.

Exacto. Nunca he permitido que nadie sea suficientemente cercano para que su pérdida destroce mi vida: ni madre, ni padre, ni pareja alguna y tal vez por eso no he tenido hijos.

Veo que tu mamá también tomó esa decisión: no quiso tener más hijos, no quiso tener una pareja formal. Han sido determinantemente mujeres en soledad, enriqueciendo su vida a través de esta voluntad de estar solas y gestionar consigo mismas.

Creo que mi mamá sufrió mucho en ese sentido porque sí quiso, pero no pudo. Tal vez yo también estoy en las mismas, pero asumo la responsabilidad de mis decisiones y eso simplifica todo. Lo he analizado mucho, pues siempre estoy en alguna terapia. Creo que hay muchas maneras de mejorar como personas y todas son válidas, pero sin caer en extremos.

Mientras tenga sentido para ti y creas honestamente en que lo que estás haciendo te mejora, sea lo que sea, todo sirve. La conclusión a la que llegué en el rubro de no tener una familia es que me fui acomodando mejor en la vida sola. Para mí, estar en pareja, o en familia, no es lo natural. No puedo evitar sentir que me quita más de lo que me da.

¿Cómo te ha ido socialmente como mujer sola? Estamos hablando de un cambio de una generación a otra, en la que todo mundo quería empujarte a una vida en pareja.

Cuando estás en pareja no es fácil aceptar a quien no lo está. Dices: “A ver, ¿dónde y con quién va a encajar esta mujer sola? ¿Dónde la vamos a sentar?”. O: “No vaya a insinuársele a mi marido”.

Se vuelve algo peligroso para la gente.

Yo misma a veces he pensado: “Vamos a ser puras parejas y tal amiga o amigo no se va a sentir a gusto”, sobre todo en México, que tenemos estructuras convencionales. Sin embargo, tengo amigas con extraordinarios matrimonios, que admiro y respeto, que me incluyen muy generosamente en sus vidas, tal vez porque he sabido comportarme a la altura de su confianza o tal vez porque les aporto algo que ellas no tienen y viceversa. Por ejemplo, gozo a sus hijos. Me encanta ser parte de estos engranajes familiares en los que me aceptan y me quieren, pero no tengo obligaciones ni compromisos. Claro, todo es relativo porque en la vejez, o incluso a partir de la menopausia, no es tan agradable la soledad. Pero siempre me pareció egoísta tener pareja o hijos para no estar solo, o para que alguien te cuide.

Nunca quise cobijarme ahí. O sea, he tratado siempre de organizarme de modo independiente. Creo que cada quien tiene que vivir como más le acomode. El problema es cuando no nos acomodamos; tengo amigas que no se divorcian sólo porque le resulta más cómodo seguir siendo parte de su clan. Ése no es mi pensamiento. Siempre he sido el bicho raro entre mis amistades, una outsider. Es una pulsión innata en mí: prefiero no ser demasiado parte de nada.

¿Dónde encuentras tu fuerza interior? ¿Cómo cultivas tu ser? Porque parece que estamos muy determinados por la fuerza que nos dan nuestras relaciones. Si nada de eso te influye, ¿de dónde sacas ese empuje que tienes?

Del único lugar en el que puedes encontrar tu fuerza: en ti misma. Y me siento muy fuerte. Tengo momentos de crisis, sí, pero los manejo y punto. Trabajo mucho mi ser.

¿Eres muy consciente de dónde estás parada, de qué es lo que quieres y hacia dónde vas?

No tanto lo que quiero ni adónde voy, sino consciente de quién soy. Soy una enamorada del ser humano y de la fuerza que tenemos, individualmente, pero también como especie. ¿De dónde viene? Del alma, pero quizá también de los libros. Ahí se concentra la sabiduría humana, el conocimiento que nos hace ser parte de nuestra civilización y nos acompaña siempre. No siento la necesidad de tener al lado a otra persona porque hay un mundo que nos cobija y del cual me siento orgullosamente parte. Siempre de lejitos. Lo necesito ver de lejos porque cuando estás demasiado integrado a una familia o a un grupo, tu mirada es menos imparcial. Mi fuerza radica también en mi capacidad de cuestionamiento. Lo hago a través de la escritura especialmente: ésa es mi manera de meditar, de ordenar las ideas, de conocerme mejor, de sentir e incluso de gozar.

El otro día me preguntaba uno de mis seguidores en Facebook: “¿Cómo ves los momentos tan difíciles que vivimos?”. La gente no se da cuenta de que siempre los hemos vivido, y aun así la humanidad ha mejorado bastante. A mí esa perspectiva me ha funcionado porque te da la oportunidad de abrir la mente, de ver lo pequeño que es un problema frente a la grandeza de la humanidad, pero también hay otros ardides, como el humor por ejemplo. Siempre logro ver las cosas con humor. A los que se quieren suicidar les llego con energía vital, la que me hace ignorar —y a veces hasta apreciar— las desgracias.

Has sido una arquitecta que ha ejercido su profesión, que tiene esa formación estética y funcional, y que ha abierto una nueva ventana hacia su vida interior a través de la literatura. ¿Qué es para ti construir y crear?

Los interpreto casi como sinónimos. Construir un edificio o crear un libro es para mí muy similar, entra en lo que me gusta hacer, lo que sé hacer, lo que creo que constituye tener una vida plena. Son dos verbos clave para eso. Cuando hablo de mi más reciente novelaDonde termina el mar, un tributo a la vejez y a la capacidad humana de no darse por vencido, me gusta contar la anécdota de mi maestra de filosofía, una mujer agnóstica que admiro profundamente. En su festejo número cien, dio las gracias a los presentes por acudir a su cumpleaños ochenta. Todos pensamos: “Ya desvarió”, pero luego rio y dijo: “¡Perdón! Es que me siento de ochenta”, y continuó con la confesión de la palabra más importante para ella:crear. “Por eso sigue viva”, pensé. La creación es la esencia más intrínseca del ser humano.

Volviendo al tema familiar: hace unos momentos hablabas de la experiencia con tu mamá, pero también tienes una historia con tu padre.

Dejé de ver a mi papá muy joven, pero cuando reapareció tomé la decisión consciente de reconciliarme con él, de conocerlo. Tenía una serie de ideas preconcebidas sobre él.

Lo mirabas a través de los ojos de otros, de las circunstancias.

Lo curioso fue que una vez que lo tuve enfrente me divertí muchísimo con él, me pareció un ser excepcional, que inspiró, con su personalidad y su filosofía de vida, al personaje de la novela que recién te mencioné.

La vida de mi protagonista no refleja exactamente la de mi padre, porque tengo un componente imaginativo muy activo. Siempre reconstruyo la realidad. Y para mí es más importante esa construcción —creación— que la realidad en sí. Entonces, con mi padre acabé haciendo eso. Pero lo interesante es que su personalidad es rescatada por completo en el libro, que me sirvió para aceptarlo. Porque uno tiene el papá que tiene, no lo escoges, lo único que puedes hacer es aceptarlo o no.

Churchill decía que no puedes cambiar las circunstancias, lo único que puedes cambiar es cómo te sientes frente a ellas. Y eso es lo que yo cambié, mi actitud hacia él. Dije: “Es divertido tener a este señor cascarrabias, jugador, mujeriego, aventurero e irresponsable por padre”. A la mejor yo también cambié de edad. A los quince años no podía con él, a los cincuenta es aceptable.

Fue muy sano, tanto con mi padre como con mi madre, haberlos cuidado al final de sus vidas. Creo que los de nuestra edad tenemos el gran compromiso de cerrar el ciclo con los padres, porque nos encontramos en el momento en el que normalmente nos toca verlos morir. Y es un periodo difícil, porque uno está lidiando con su propio descenso y al mismo tiempo tienes que afrontar la vejez irreversible de tus padres. Es una dicotomía llena de emociones contrastantes.

Como dices, cuando tenemos que cuidar tanto de los hijos como de los padres, estamos contemplando algo muy importante: saber cerrar los ciclos. Admiro a la gente que ha podido cuidar de sus padres, que se ha reconciliado con la idea de que es necesario que los cuiden.

Pues no es forzoso. Yo hubiera podido decir: “Mi padre no me cuidó, no lo voy a cuidar yo a él”, pero creo que hay que valerse de la propia ética personal para conseguir la paz con uno mismo.

¿Eres la misma de tus veinticinco años?

Dios me libre, no… Eso sí, a los veinticinco estaba más guapa, más joven, pero más inmadura. No alcanzaba a ver mis incoherencias y frivolidades, mi ego y mis apegos. También tenía cosas buenas, que se perdieron: momentos en los que me sentía invencible, con la certeza de que podía hacerlo todo… Extraño esa capacidad de aventarme con el arrojo propio de la juventud. Pero es que llegas a una edad en la que ya escribiste en tu cuaderno, ya la página no está en blanco. El pasado pesa, tienes que lidiar con las decisiones que ya tomaste.

¿Cómo cuidas tu salud? ¿Tienes algunos remedios, una procuración metódica de tu estabilidad física?

Soy muy ordenada y sana, aunque achacosa. Dice mi quiropráctico que me veo bonita por fuera y que nadie imagina lo jodida que estoy por dentro. Tengo escoliosis, osteopenia, hernia hiatal, reflujo, etcétera, pero nunca enfermedades graves. No fumo, no tomo café y poco alcohol, como bien, sin frituras ni irritantes. Parece aburrido, pero es porque así me gusta. Sí hago ejercicio, pero no soy esa mujer que pasa horas en el gimnasio. Me aburre el tema, por lo que en la caminadora o en la bicicleta estática, leo. Hago pilates dos veces a la semana y todos los días mis ejercicios de fisioterapia para la espalda, porque si no, me duele. No tengo ningún afán de tener cuadritos en la panza, pues me gustan los cuerpos “contentos”. Soy flaca de nacimiento y con un metabolismo privilegiado, por lo que me permito ser golosa y si sobrepaso mi peso normal, dejo de cenar un par de noches y ya está. Nunca he hecho ningún deporte en particular, utilizo la bici como medio de transporte porque es ecológico, y me gusta esquiar porque disfruto estar en medio de las montañas. Creo que mis dioses son los árboles, porque sentir sus ramas encima de mi cabeza me hace sentir protegida, me comprueba que hay algo por encima de nosotros.

Y no me importa cómo se llame, creo que todos los nombres con que llamamos a Dios son válidos, pero los árboles me gustan mucho. Bajo su sombra, me siento como en una catedral de la naturaleza. Las iglesias son construidas por los hombres y confirman la fuerza del ser humano, no la de Dios. En cambio, los árboles, la naturaleza, nos hablan de la presencia de un ser superior. Más allá de mis creencias personales, creo que en materia religiosa o espiritual todo se vale, así como en el amor y en la guerra, todo es aceptable y respetable, y cada quien debe conformar su código personal de valores y lo que le da sentido…

Ése sería el cultivo de tu ser espiritual, esta parte de conexión con lo natural, de comprender un poco que hay algo más allá.

Conexión más bien con uno mismo y con todo lo que no es uno mismo, con lo que nos rodea. Los que vivimos en una jungla de cemento, por ejemplo, tenemos que saber conectar con eso. Escribí un texto, que se convirtió en un libro sin que lo hubiera concebido así, sobre mi viaje a la India. Estuve un mes meditando, haciendo yoga, comiendo de acuerdo con midosha. Todas esas cosas que son una manera común de conectar con el espíritu. De regreso a México, entendí que hubiera podido hacer lo mismo en mi cama. Es un descubrimiento obvio tal vez, pero a veces uno necesita vivirlo en carne propia para entender sus procesos. Por mi parte, siempre estoy en esa búsqueda espiritual, en las diferentes terapias, religiones, procedimientos mentales. Digamos más simplemente que creo un poco en todo, pero no demasiado en nada. Nada me clava ni me define… Tiendo a ser libre también en materia espiritual.

Pero ¿qué haces concretamente?

Siempre estoy peloteando, con alguien o con algo formal, y profesionalmente, mis ideas, mis preocupaciones, mis sentimientos. Encuentro que todo suma, depende del momento. Lo que sí es importante es siempre tener una disciplina de hacer algo por ti, lo que sea que te sirva para cuidar el espíritu, desde los pequeños rituales personales como tomarte tu té en la mañana o hacer yoga, o rezarle a Dios. La vida espiritual consiste en regar tu jardín, como lo insinuó Voltaire en Cándido.

Y en esa conciencia de tu cuerpo, ¿cómo es tu relación con tu sensualidad más íntima? Creo que de las muchas mujeres que conozco eres de las más sensuales.

Me gusta estar en mi cuerpo. Me gusta estar desnuda porque estoy a gusto con mi cuerpo. Me ha dado mucho placer, lo he disfrutado siempre, aun cuando me ha fallado. Y sí, hay una parte sensual en mí muy desarrollada, en la piel, en el eros. Tal vez estoy en un momento menos intenso, no tengo los mismos impulsos de cuando era más joven, es cierto. No hay esa parte desbocada y salvaje, pero ahora vivo una sensualidad más madura. Obviamente, empiezas a ver cosas que no te gustan de tu cuerpo y es importante preservarlo en la medida de lo posible. Amarlo y cuidarlo porque es tu mejor aliado. No creo que las enfermedades te las busques, pero me parece que todo está conectado y más vale que cada parte esté en armonía. Soy nerviosa y ansiosa, pero nunca he tomado medicinas para eso; de hecho, trato de tomar el menor número de medicamentos posible. No es que no crea en la medicina tradicional, la utilizo cuando hace falta porque no por nada hemos llegado a los adelantos que tenemos hoy, pero trato de no abusar. En particular, no creo en las medicinas psiquiátricas: los problemas de la mente los arreglo en la mente.

Eso me lleva a hablar de esta plenitud que se te ve. A partir de lo que hemos hablado sobre nuestras edades, ¿dónde radica el sentido de plenitud?

Creo que en sentirte. A veces te sientes mal, a veces bien: plenitud es saber gozar esa mezcla de placer y de dolor. Soy feliz tanto en el sufrimiento como en la alegría, porque sé que ambos estados son necesarios. Aun cuando todo es negro, puedo ver un rayo de sol en algún lado y comienzo a ir hacia allá. Normalmente en esos casos hago una lista de lo mucho que puedo agradecer y se empieza a ir la oscuridad. Otra de mis costumbres es que una vez al año hago un recuento de errores y aciertos, y escribo mis proyecciones. Siempre trato de mantener ordenada mi mente.

La libertad, ¿está asociada con la plenitud?

A menudo la libertad te trae más problemas que beneficios. He tenido mucha libertad, a veces demasiada, tal vez por eso no la aprecio tanto. Y no, no es necesariamente sinónimo de plenitud: hay gente que no es tan libre y es plena. Además siempre vives con alguna limitación.

© Jorge Moreno Cárdenas

8Desde la mirada de dos culturas, hizo carrera en comercio internacional. Después de años de aprendizaje en el área de equipo médico, fundó su propia empresa en el ramo.

Si tuvieras que repasar un momento definitivo en tu vida, ¿cuál sería?

HABER TOMADO LA DECISIÓN de siempre trabajar. Lo he hecho desde la universidad, y eso me ha llevado a tener seguridad y satisfacción, a ser autosuficiente, a tener lo que siempre había querido, poder viajar… Mis padres, claro, tienen mucho que ver en todo esto. Y esta autonomía es por la que siempre seguiré trabajando toda mi vida.

Las carreras se determinan a una edad en la que muchos de nosotros no sabemos realmente a qué nos queremos dedicar. A esa edad yo nunca dije: “Voy a ser médico o voy a ser ingeniero”, nunca tuve una carrera en mente. Lo único que pensé es: “Soy buena en artes plásticas, buena para dibujar. ¿Qué carrera hay?”. Así que me metí a diseño gráfico. Pero tampoco fue una meta ser buenísima en ello. Lo que siempre quise desde chica fue viajar. Mis padres, en la medida que pudieron, me mandaban a Estados Unidos con su familia. Cuando tenía diecinueve años, la embajada americana contrataba gente temporalmente y comencé a trabajar como asistente comercial. Mi trabajo era buscar distribuidores para fabricantes de Estados Unidos. Al hacer esto, conocí una empresa de Santa Cruz, California, fabricante de equipo médico, que me contrató como intérprete de forma temporal para asistir a congresos en la Ciudad de México.

Cuando salí de la carrera, me llamaron del área de turismo de la embajada americana para cubrir una incapacidad durante sesenta días en la recepción y lo acepté. No me importó el puesto, lo importante era que llevaba dos semanas fuera de la universidad y al menos tendría trabajo por dos meses. El trabajo, que era temporal, se extendió año y medio, porque cuando volvió la persona que estaba sustituyendo, yo había ya aprendido otras tareas. Durante esos meses, la empresa americana que conocí me ofreció ser representante de ventas para México, Centroamérica y el Caribe.

El trabajo de ventas me empezó a gustar, y por supuesto que viajar fue fascinante.

¿Qué habían sembrado tus padres en ti sobre el trabajo?

En algún lado escuché que las mujeres independientes suelen tener un común denominador (no siempre, pero es muy frecuente): que el padre está muy presente, eso empuja mucho a la hija a desarrollarse, a ser independiente. Mi papá es norteamericano y mi mamá mexicana. Somos dos hijos, mi hermano mayor y yo. En la casa, ambos sabíamos cocinar, coser, planchar. Mi papá nos exigió por igual a los dos. A los dieciséis años, cuando salí por primera vez con un chavo, mi papá me dio dinero y me dijo: “Nadie debe invitarte nada, debes pagar siempre tus cosas, no le vas a deber nada a nadie”. A los diecinueve años, ya no les costaba mucho a mis papás; sí les costaba la carrera, pero yo me pagaba el material, el dentista, mi ropa, todo lo adicional que quisiera. Creo que esa forma de pensar hace que no voltees ni siquiera a ver como opción el ser ama de casa. Mi mamá siempre trabajó.

Creo que influyó que tu papá venía de otra cultura, que te sacó de un contexto y de una serie de creencias que estaban en tu entorno inmediato. ¿Te dabas cuenta de eso?

No, no lo veía así. Más bien, para mí siempre fue inexplicable que una mujer decidiera dejar de trabajar y que la familia dependiera de un solo ingreso. Porque la vida te presenta cosas inesperadas. A mis sobrinas y a mi hija les digo que siempre trabajen porque no sabemos qué pueda suceder. Nunca se me ha hecho justo que el hombre cargue con la cruz de ser el proveedor. Si queremos vivir mejor, si queremos educar mejor a nuestros hijos, necesitamos buscar la forma de que ambos integrantes de la pareja sean socios igualitarios dentro de la casa.

Así como señalas que, por serlo, los hombres quedan marcados como proveedores, también las mujeres nos compramos este discurso que nos presentan sobre hallar a quién nos mantenga. Esto hace que no pensemos en prepararnos, autodeterminarnos o mostrarnos a nosotras mismas que sí podemos. ¿Tú cómo te demostraste que podías?

Con el trabajo en la embajada. Ascendí muy rápido a un puesto que otras personas de ahí querían, en parte gracias a lo que aprendía de las mujeres maravillosas con las que trabajaba. En la empresa de equipo médico de Santa Cruz, California, tuve una capacitación muy básica, y la experiencia la fui adquiriendo por un camino empedrado, porque se involucraban muchos temas de los que yo no tenía conocimiento, como la parte médica y la de comercio internacional. Sin embargo, nunca me sentí menos; cuando la fábrica nos reunía en Estados Unidos, no me sentía intimidada por los vendedores que llevaban ya muchos años. Simplemente tenía una cuota que cumplir, trabajaba fuerte, con pasión, y lo lograba. Cuando ves que puedes lograrlo, cuando ves los números incrementarse, no quieres dejar de vender, se vuelve una pasión.

Cuando tuve que salir de la empresa por una crisis financiera, un amigo me propuso que fuéramos representantes de ventas internacionales independientes, trabajando con empresas pequeñas y medianas de América Latina, Asia y Europa, que no tuvieran la capacidad de pagar a gente interna para expandirse internacionalmente. Y lo hicimos.

La segunda empresa con la que trabajé por cinco años cotizaba enNASDAQ, estaba yo en las ligas mayores. Aquí sí recibí capacitación durante un mes en Nueva Jersey con un grupo de catorce hombres americanos y yo. Aunque el mundo del equipo médico es mayormente de hombres, nunca me sentí menos, y siempre he podido desarrollar una amistad genuina y entrañable con muchos de ellos. Han sido grandes compañeros que me cuidan, como yo los cuido.

Desde hace trece años, hice una sociedad con un amigo y nos establecimos como distribuidores de equipo médico, con cero inversión, sólo una excelente negociación de precios y crédito con los proveedores que ya nos conocían, y la confianza de los clientes que decidieron seguirnos. Me da satisfacción saber que mi voz tiene mucho peso. Sí, el mío es un medio con mucho machismo en México. Cuando estamos sentados en una reunión, los hombres sólo se dirigen a otros hombres. Pero esto, lejos de molestarme, me resulta divino: como no me están viendo, yo los estoy observando. Al final de la reunión, mi socio les dice que yo soy la administradora y socia, que toda la parte de logística y financiera la llevo yo.

Entonces, ¿tanto las características de los hombres como las de las mujeres están estereotipadas?

Hay un equilibrio, veo mujeres que quieren actuar como hombres y no es el camino, cada quien tiene su personalidad. ¿Cómo lo digo sin que suene raro…? Cuando estoy negociando con hombres, me siento igual, no me siento hombre o mujer, me siento un ser humano en la misma cancha. Nunca me he sentido menos ni con más ventajas por ser mujer.

Cuéntame sobre tu crecimiento personal y sobre las cosas que te fuiste adjudicando como responsabilidades.

Sin darte cuenta dices: “Yo puedo, yo hago, yo resuelvo”, y dejas de exigirles a los demás, les quitas poder de esa forma. Me pasó con Joaquín, mi marido: en un punto dejas de pedir ayuda y eres quien resuelve. Un amigo me describió perfecto: llego a mi casa con el portafolio, el súper, con las llaves en la boca tratando de abrir la puerta y me dicen: “¿Te ayudo?”. “No, yo puedo”.

La escena me dio mucha risa. Es apenas de seis años para acá que he aprendido a pedir ayuda. Trabajé sola desde mi casa más de quince años, yo era la que sacaba copias, llevaba paquetes a la mensajería, cotizaba, cobraba… Cuando me volví empresaria y empecé a tener empleados, no sabía dar instrucciones, no sabía explicar y capacitar, no delegaba. Mi socio fue quien me enseñó esta parte de trabajar en equipo y soltar la responsabilidad a los demás, aunque se equivoquen. Todavía me sigo tropezando, y quiero hacer cosas que otros pueden hacer. Lo mismo hago en mi vida personal, soy quien resuelve todas las necesidades de mis padres. Nos lleva tiempo entender que no podemos ser el colchón de todos, terminamos por desgastarnos.

Como hijos tenemos una responsabilidad, pero debemos poner límites. Me pasó en mi matrimonio: siempre quise resolver, ayudar, controlar, hasta que nos desgastamos y nos gritamos. Mi esposo me dijo: “No me dejas ayudar, y te veo tan confiada que dejé que tú tomaras todas las decisiones”. Fuimos todos entrando a una zona de confort, él se relajó, y fue como si me diera las llaves del auto y yo tuviera que manejar el resto del viaje mientras él dormía. Y esta dinámica hizo que le quitara autoestima. Ahora buscamos el equilibrio, le pido ayuda y él me apoya con gusto. Otro tema es la culpa, pienso que si algo sale mal es por mí. Lo cierto es que no podemos ser tan egocéntricos y pensar que todo se mueve a nuestro alrededor; por lo mismo, te adjudicas toda esa responsabilidad, cargas a todos y terminas enfermo.

Y después de que has forjado todo esto, los demás cuentan con ello, por lo que de alguna manera se crean relaciones dependientes. ¿Cómo has ayudado o educado a Emilia? Porque también es difícil lograr que un hijo único no sea el centro de todo, que sea independiente y libre, y pueda ir asumiendo responsabilidades.

Cuesta trabajo. Por ejemplo, lo que pienso es que si ella se va de México, se independizará. No voy a ser de esas madres que quieren que les hablen a diario; es justo lo que no me ha gustado de mi mamá. A Emilia le explico lo que nos da independencia; a mí me ha costado trabajo y constancia. Y es a través de la exigencia, de tener una rutina y una disciplina que lo logramos. Hacerle ver que la vida no es tan fácil. Que ella debe hacer sus cosas, su tarea y responsabilidades de la casa y el colegio.

¿Cómo te acostumbraste a ser tan franca, a ser tan congruente con quien eres, con tu naturaleza? Muchas veces nos pasa que por querer adaptarnos socialmente nos vamos anulando, disfrazando un poco quienes somos de manera natural. ¿Cuál ha sido tu fórmula para alcanzar esa congruencia?

La franqueza me ha causado muchos distanciamientos y no me ha importado mucho. Me duelen, sí, pero escuchamos muchas mentiras de todos lados. Pero de la misma forma que soy honesta, crezco más cuando son honestos conmigo. Joaquín es una persona cruda para la crítica, que me ha hecho crecer mucho más que si tuviera al lado una persona que me dijera: “Ay, qué lindo te quedó, qué bonito”. Su nivel de exigencia es muy alto, tiene una crítica muy interesante, es un tipo que a pesar de ser muy conservador es muy progresista. Eso me ha servido para crecer.

¿Cómo es la relación de las mujeres con el dinero? Hay quien lo busca para aparentar, pero en realidad está solventando algo, una necesidad que va más allá de lo económico.

Eso es para un análisis psicológico, no soy yo quien podría decirlo. Mi interpretación de las personas que salen con ropa y accesorios estampados con marcas es que sienten que su valor es la ropa y no ellas. Por ejemplo, los hombres con los autos, hay quienes genuinamente los aman, te hablan del rendimiento y los caballos de fuerza; y están los que se compran una fiera y no saben ni qué traen, pero lo tienen por otras razones que me parecen patéticas.

Me da mucha tristeza la gente que se hace cirugías plásticas. Como estoy en el medio de equipo médico enfocado en cardiología y anestesia, sé el peligro que representa una cirugía, te enteras de casos terribles. Qué puedes tener en la cabeza para correr el riesgo de dejar huérfanos a tus hijos. La belleza la vamos construyendo de dentro hacia fuera. Pero la sociedad exige mucho de la mujer: tiene que ser delgada, inteligente, estudiosa, con buen puesto, simpática, cosas que no se les exigen a los hombres, en eso no hemos progresado un ápice. Pero está en nosotras no ser partícipes de este juego.

¿Cómo cuidas tu cuerpo en cuanto a alimentación, apariencia y ejercicio?

También esto me viene de la casa. Por constitución genética soy muy delgada, así que un día que me vio mi papá con un vestido escotado de la espalda me dijo: “Estás muy huesuda, haz pesas”. He hecho ejercicio desde siempre; trato de hacerlo tres o cuatro veces por semana, o cumplir cuatro horas a la semana. Me llevó tiempo la búsqueda del ejercicio que me gustara: correr no me fascinaba, tampoco las pesas, tengo dos pies izquierdos y por eso los aerobics no se me dieron y del ballet, me corrieron. Así que iba haciendo lo que iba encontrando. Recién casada me inscribí a un club, me metí a clases de pilates y natación, y en 2000 el club tuvo disponible spinning, y lo amé, pues me desfogaba. Mi alto sentido de responsabilidad me ha llevado a sufrir estrés, así que el ejercicio siempre ha sido mi aliado. Poco después empecé a combinarlo con yoga y fue perfecto para mí. La meditación se me complica; hasta la fecha, mi mente brinca para todos lados. Me impresiona que haya gente que se pueda quedar dormida en plena clase haciendo meditación.

En la adolescencia tuve muchos problemas de acné, mi mamá me llevó a diferentes clínicas y cuando por fin dimos con un médico muy bueno, me recetó medicamentos, pero junto con una dieta estricta: no podía comer enlatados, embutidos, envasados ni fritangas. Traigo buenas costumbres alimentarias de la casa, buen metabolismo. El tema del cuidado de mi cara me hizo entender toda la porquería que trae la comida procesada.

Además, tuve cuadros de reflujo muy severos; en una ocasión me fui a Puebla para una reunión de trabajo, y de regreso no podía hablar, se me había quemado el esófago. En un programa de radio, Joaquín escuchó hablar a un trofólogo, Eduardo Hinojosa. Investigué de qué se trataba esto y él me trató tres meses; comprendí las combinaciones que debía hacer y los cambios en mi rutina alimentaria. El resultado es que llevo tres años sin tomar antiácidos y sin dolor de cabeza. Nunca me permito subir de peso, como bien, tomo mucha agua. Desde que fui con el trofólogo, me he dado a la tarea de leer mucho sobre el tema de la nutrición, analizar todo lo que consumimos, qué nos ponemos en la piel, saber leer en las etiquetas qué contiene cada producto que usamos.

El cultivo de tu espiritualidad es algo importante para ti. ¿Cómo llevas esa parte?

La lectura me gusta muchísimo, el enriquecimiento de platicar con la gente. Esto me ha vuelto empática y sensible a las relaciones humanas y sentimientos. A lo largo del tiempo he aprendido a quererme, a aceptarme, a reconocerme. Sigo en la búsqueda de no ser prejuiciosa. Si alguien está de malas, me sensibilizo para saber si tiene algún problema. También trabajo sobre la paciencia, que no es algo que se me dé. Disfruto estar sola, perderme en mis libros; a través de ellos me alimento y me pierdo en el laberinto de autores: uno me lleva a otro, y así, una cadena infinita.

¿Qué es para ti el sentido de hogar y familia?

Un oasis, tiene que ser tu fuerte, al enemigo lo tienes afuera, no dentro. Dentro debe haber paz. En casa de mis papás siempre había gritos, azotones de puertas, el drama con mi hermano, que generaba situaciones terribles. Yo no quiero que así sea en mi casa. Claro, hay momentos difíciles, pero es la forma de enfrentarlos lo que hace la diferencia.

¿Qué es para ti la gratitud?

Reconocer y agradecer lo que la gente que me rodea hace por mí, lo que la vida me ha dado: familia, salud, amigos. Agradezco tener la oportunidad de ayudar.

¿Qué son la libertad y la plenitud?

No depender de nadie, saber que puedo ver por mí, por mis padres y mi familia, que puedo reinventarme las veces que sea necesario para salir adelante, que tengo la capacidad de encontrar diferentes caminos para estar bien en el interior. No tener apegos. A raíz de que mi mamá se hizo mayor, tuve que desmontar su casa y me impresionó ver la acumulación de cosas inservibles. ¿Por qué guardamos tanta porquería, qué apego tenemos a lo material? Sentirte satisfecho con lo que tienes, sentirte feliz por los demás; no envidiar, no odiar, esos sentimientos no te permiten ser libre. Estaba leyendo que el odio y el amor son sentimientos muy parecidos, que te atan a las personas.

¿Cómo cambia tu criterio cuando vas creciendo? En este momento de tu vida, ¿te sientes en esa plenitud, con todos los elementos para discernir lo que quieres y no quieres para ti?

Te voy a ser honesta: de los cuarenta para acá, ya tengo muy claras las cosas, te puedo decir lo que no quiero y con quién no quiero estar. Tengo esa libertad de no ir a eventos por flojera. No me gusta bailar, me gusta tomar una copa con amigos. Ya no tienes que fingir que te gusta estar en una discoteca, ya tienes libertad y congruencia. Espero que Emilia pase rápido por ese aprendizaje.

© Cristina Quintanilla

8Artista visual, usa sus memorias auditivas y recuerdos como inspiración para pintar, dibujar y recomponer esas imágenes en un espacio pictórico y darles nueva forma, balance y vida.

¿Cuál es el momento de tu vida que haya hecho que jamás volvieras a ser la misma?

FUE EN EL TERCER AÑO de mi primer matrimonio cuando mi marido y yo enfrentamos una crisis muy fuerte, que no pudimos resolver. Mi decisión fue hacer lo “correcto” y tratar de salvar nuestro matrimonio. Quería ver las posibilidades de podernos reinventar, y le aposté a que lo podríamos superar. Desafortunadamente no fue así. Regresé a México y nunca más fui la misma. Era de las primeras divorciadas de mi entorno y, a juicio de los demás, lo que había pasado no se veía nada bien.

¿Qué crees que generó la crisis?

Creo que nos pasa a muchos que nos vamos a estudiar fuera de México, muy emocionados de estar fuera, estudiar en una universidad importante, y entonces perdemos piso y nuestras prioridades cambian. Yo creo que su perspectiva de vida y sus valores se vieron amenazados en el momento en que se encontró dentro de su sueño dorado: estudiar dos maestrías en Estados Unidos. Eso se volvió su prioridad y mi ego se vio lastimado porque ya no éramos los de antes. El estrés emocional fue el principio y el detonante de la enfermedad.

¿Qué edades tenían?

Yo tenía veintinueve y él treinta cuando nos casamos, y treinta y dos y treinta y tres cuando nos separamos.

Iban juntos a este sueño de que él estuviera en otro lugar haciendo lo que quería, ¿no?

Sí. Pero fue más bien su sueño, no sentí que fuera nuestro. Lo acompañaba, pero yo me sentía sola, desplazada, y no sabía bien a quién acudir. Traté de platicarlo con él varias veces, pero él no entendía qué me pasaba. Me parecía que él se sentía el importante, y yo estaba ahí para apoyarlo a él. Y claro que lo apoyé económicamente para abrir una cuenta y que pudiera entrar el dinero del préstamo americano, vendí mi coche para que pudiéramos vivir los primeros meses allá, apliqué para una visa de estudiante para poder estar con él; él era residente. Viví cuatro meses sola hasta que pude irme a Estados Unidos.

¿Y habías pensado algo para ti?

Me metí a una maestría en francés en la Universidad de Illinois en Chicago para estar juntos. Además tomaba clases de dibujo, pintura y escultura. Pensé que era temporal: estudiaba mientras él terminaba sus estudios. Mi error fue ése, pensar que tenía tiempo.

Los dos estudiábamos al mismo tiempo, fue pesado. Siempre he sido muy sensible y necesitaba de la atención, el cariño, la presencia de mi marido: no me sentía casada. Pero no supe expresar bien mis sentimientos para que él pudiera también comunicar los suyos, ni tampoco logré transmitir mi propio valor.

Me gané una beca que consistía en dar clases de francés para principiantes, mientras yo estudiaba la maestría. Así pude pagar la universidad. Quizá lo mejor hubiera sido hablar con él antes de que todo pasara. Pero en ese entonces yo no tenía la madurez emocional ni la facilidad de comunicar mis sentimientos de manera que él me escuchara. Hasta la fecha, me cuesta mucho la comunicación, la intimidad. Yo no tenía las herramientas, y estaba segura de que él no lo iba entender.

Tal vez no sabemos asumirlo porque también es cierto que pertenecemos a generaciones incapaces de hablar de esas cosas, ¿no?

Sí, he aprendido que, para tener intimidad con alguien, tienes que saber comunicar tus sentimientos y tus emociones. Para esto necesitas saber cómo identificarlos. Conocerte. Para reconocerlo, hay que aceptarlo y luego, con humildad, comunicarlo. No es tan fácil.

¿Cómo aceptaste que la relación ya no funcionaba?

Fuimos con tres diferentes psicólogos de pareja. Insistí en que lo arregláramos, aun así no se pudo superar. Entonces, me hice la valiente y me quedé un año más allá, sola. Estudiaba cine y video. Me estresé muchísimo dando clases, así que pensé que si cambiaba de universidad me iba a calmar. Pero ya había empezado con los síntomas de un episodio maniaco, dormía de tres a cuatro horas, pensaba aceleradamente, tenía delirios de persecución. Entré en mi primera crisis y por primera vez me diagnosticaron trastorno bipolar 1.

Gracias a Dios, yo tenía una tía abuela que residía en Evanston, muy cerca de donde vivíamos mi ex y yo. Ella se dio cuenta de que yo no estaba bien y llamó a mi mamá. Entonces mi mamá vino por mí y me ayudó a regresar a México.

¿Cómo llegó el diagnóstico? ¿Tenías algún antecedente?

Pueden diagnosticarte en cualquier momento de la vida. Lo que sí me diagnosticaron a temprana edad fue principios de anorexia y tendencia a la depresión, esto fue en mis veintes… Pero hasta los treinta y cuatro años, me diagnosticaron trastorno bipolar.