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Claire Woods era tan seductora... pero estaba completamente fuera del alcance de Tag Campbell. Aunque cuando lo necesitó, él acudió en su ayuda. Ella le hacía anhelar cosas que pensaba que había dejado atrás. ¿Cómo sería tenerla... esperándolo... cada noche? Tag Campbell la obsesionaba. Como un pirata, la capturó y le declaró su amor en apasionados susurros. Claire tenía que tomar la decisión de su vida... un papel tranquilo en la buena sociedad, o una aventura amorosa y salvaje con un hombre que era poco apropiado...
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Seitenzahl: 168
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Ann Major
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Fantasía nocturna, n.º 1001 - junio 2019
Título original: Midnight Fantasy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total oparcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-419-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
«¡Largo de aquí, maldito bastardo!»
La furgoneta viró bruscamente y salió del asfalto. Un estruendo de sacudidas y traqueteos hizo volver en sí al prisionero que estaba en el suelo. Una luz opaca y gris se filtró a través de la venda de sus ojos.
Vio la cara de su padre, llena de rabia.
«¡Tú no eres hijo mío!»
Se había dado media vuelta y se había ido, sabiendo lo que siempre había sentido en el fondo, que él no era nada. Había salido del fango. Ahí es donde debería haberse quedado.
La fetidez del aire le produjo escalofríos.
Dios, tenía miedo. Mucho miedo.
Habían llegado al pantano, a aquel inquietante reino primitivo de cipreses, aguas estancadas, caimanes de cabeza huesuda y barro suficiente para tragarse a un hombre entero.
Estaba atado de pies y manos, tirado encima de apestosas cajas vacías de comida rápida, vasos de plástico y envoltorios de caramelos.
El conductor de tez amarillenta y con el tatuaje de la araña conducía más deprisa de lo que lo hacía en Nueva Orleans.
–Vas a ser comida para los caimanes, chico.
Una nueva oleada de miedo sacudió al cautivo.
Otra voz:
–Sabes lo que hacen los caimanes, ¿verdad? –una bota golpeó a la cadera del prisionero–. Te arrastran hasta su guarida bajo tierra, y allí te van arrancando pequeños trozos de carne durante días.
El terror se apoderó del hombre con los ojos vendados, y se removió sobre la basura. Justo el día anterior, había estado sentado con su padre en el mejor restaurante del barrio francés. Tragó saliva con cuidado, intentando no asfixiarse con el grasiento trapo que lo amordazaba y el sabor metálico de su propia sangre. Intentaba no respirar porque cada vez que lo hacía era una tortura para su nariz rota.
El camino se hizo más abrupto, más húmedo; el hedor de las aguas negras y la vegetación podrida se hizo más fuerte.
Las grandes ruedas se detuvieron con un chapoteo.
–Vamos a tirarlo aquí. Le echaremos encima esos bloques de hormigón, para que se hunda.
Las puertas de atrás se abrieron de golpe. Sus finos zapatos italianos se cayeron cuando lo agarraron por los tobillos y tiraron de él violentamente, arrastrándolo por encima de la basura, herramientas, y maderas. Lo arrojaron sobre el suelo embarrado, y se golpeó la cabeza con un tronco podrido. Cuando recobró el conocimiento estaban con el agua hasta la cintura, sumergiéndolo.
Él forcejeó, intentando mantenerse de pie en el barro, pero una bota lo hizo caer al agua. El pánico se apoderó de él cuando unas grandes manos lo agarraron por los hombros y lo hundieron.
Luchó. Le ardían los pulmones con el feroz deseo de respirar. Empujó con fuerza y se sorprendió cuando la mano que tenía en el cuello se soltó milagrosamente. Su cabeza salió a la superficie, y tosió, atragantándose con el agua mientras oía que cargaban un arma. Se oyó un disparo. Entonces todo se quedó en calma.
Cayó de espaldas, moviéndose desesperadamente mientras se hundía. Extrañamente, mientras empezaba a hundirse, muriéndose, su terror cesó.
Todo era paz y oscuridad.
¿Fue así como se sentía ella cuando su despertador sonaba y no podía levantarse?
De nuevo era un niño asustado, temblando con el pijama mojado. Con el osito debajo del brazo se dirigió a la oscura habitación de su madre. La luz del sol iluminaba su negro cabello enmarañado. Perdida entre las sombras, su cuerpo yacía desplomado medio dentro, medio fuera de la cama.
Su despertador seguía sonando. Él llevaba un buen rato escuchándolo. Estaba mala la mayoría de las mañanas. Mala toda las noches. Él vivía esperando esos raros momentos en los que ella intentaba ser agradable, cuando le leía cuentos que él sacaba de la biblioteca.
Como siempre su habitación apestaba a tabaco y alcohol.
–¡Mamá! Lo… Lo siento… Me… me he mojado…
La llamó por su nombre después de su confesión y le prometió como hacía cada mañana que no volvería a hacerlo.
Pero ella no despotricó. Ni lo tomó en sus brazos, aferrándose a él como si lo quisiera mucho, como hacía a veces. Siguió allí tendida.
Finalmente, se acercó a ella y la sacudió.
–Abre los ojos. Por favor, mamá.
Le tocó la mejilla. Estaba rígida y fría… como el cristal de su ventana en invierno. El despertador seguía sonando.
Hacía años que no pensaba en esa mañana. Y ahí estaba, su último pensamiento.
Después del funeral sus tías lo habían llevado a casa de su padre. Un hombre de cabello negro y violentos ojos grises abrió la puerta. Sus tías lo empujaron dentro justo cuando la puerta se cerró de golpe.
Había ido de una casa a otra, con parientes lejanos que tenían demasiados hijos. También había pasado tiempo en casas de acogida con otros deheredados como él. Había tenido problemas en el colegio. Entonces, milagrosamente, su padre había cambiado de opinión y lo había adoptado. Él había hecho todo lo posible por complacer a su padre, y con el tiempo, incluso se metió en negocios con él.
Entonces una noche que se había quedado tarde a trabajar, abrió un archivo que no debía en el ordenador.
El agua empapó el trapo de su boca, bajó por su garganta, subió por la nariz, abrasándolo, estrangulándolo. Estaba muriéndose cuando unas manos brutales lo agarraron por la cintura y lo sacaron a la superficie, tirándolo sobre el lodo de la orilla.
Una voz áspera lo maldijo, y unos dedos retorcidos le arrancaron la mordaza empapada, y la venda de los ojos.
–Jesús.
El aliento de su salvador apestaba a ginebra y a tabaco mientras le palmeaba la espalda. El agua le salió a borbotones por la boca.
–Maldita sea –se quejó él.
La dura mano se paró en seco.
–¡Ja! ¡Así que estás vivo! –lo giró y le alumbró el rostro con una linterna–. No tienes muy buen aspecto.
–¡Maldita sea! –él agarró la linterna e iluminó a su salvador.
El desconocido tenía la piel arrugada, el pelo blanco y los ojos negros y fríos.
–Tampoco tú tienes muy buen aspecto.
Unos dientes amarillos asomaron en una irrespetuosa sonrisa.
–Me llamó Frenchy –Frenchy recuperó su linterna negra y la apagó–. Frenchy LeBlanc –le quitó el esparadrapo de los tobillos–. ¿Quieres que te lleve a tu casa? ¿Al hospital? ¿A una comisaría de policía?
–Estoy bien.
–Te han dado una buena paliza –Frenchy le tendió la mano y lo ayudó a ponerse de pie–. ¿Tienes nombre, chico?
Él vaciló. Entonces, sin más, un nombre surgió de su infancia. Su voz sonó ronca cuando la utilizó.
–Tag…
–Tag. ¿Tag qué?
Claro. Claro. Un apellido.
–Campbell… Tag Campbell.
–¡Demonios! –la sonrisa amarilla se iluminó–. ¿Eres de Texas…Tag?
Tag sacudió la cabeza.
La mirada del viejo evaluó su alto y musculoso cuerpo.
–Tienes las manos delicadas para ser un tipo tan grande… y un rostro duro… aunque los ojos no te pegan mucho. Y ese traje, aun destrozado, parece bastante caro.
Tag no dijo nada.
–Un trabajo de verdad podría venirte bien…
–Maldita sea… si vas a insultarme…
–Yo pesco. Podría necesitar un marinero.
Tag se dio media vuelta con impotencia, y se quedó mirando las tenebrosas sombras de los cipreses. «Marinero. Salario mínimo». Llevaba años en la vía rápida. Su educación. Su carrera. Sus prometedores planes para la empresa de su padre. Pero no podía volver.
–Siempre he trabajado en una oficina, pero levanto pesas en el gimnasio todas las tardes. Nunca he tenido tiempo para pescar.
Frenchy asintió con la cabeza.
–No te culpo por rechazar un trabajo tan duro y poco agradecido.
–No he dicho que no, viejo… pero tendrías que enseñarme.
Frenchy le dio una palmada en el hombro.
–El trabajo es tuyo.
–Gracias.
La voz de Tag sonó ronca. Le desagradó que pudiese delatar entusiasmo y gratitud. No era tan tonto como para creer que ese vulgar desconocido, su despreocupada oferta y su amabilidad de esa noche significasen algo.
Había terminado con la ambición, con sus sueños, con las falsas esperanzas. De nuevo volvió a ver los fríos ojos grises de su padre. También había terminado con la familia y con los sueños de cariño verdadero.
Un marinero. Un trabajo infame para un tipo infame como él.
«Largo de aquí, maldito bastardo».
–Gracias, Frenchy –repitió Tag en un tono más frío.
Cinco años después…
«Quédate conmigo, Frenchy. Te necesito».
Eso fue lo más cerca que Tag había estado de decirle a su mejor amigo que lo quería.
Aunque tal vez Frenchy lo sabía.
Tag lo había estrechado entre sus brazos mucho después de que los ojos de Frenchy se hubiesen vuelto tan vidriosos como el agua de la bahía, mucho después de que su piel se hubiese vuelto tan fría como la de su madre muerta aquella horrible mañana, cuando el despertador no dejaba de sonar.
«Quédate conmigo, Frenchy».
Con la canosa cabeza de Frenchy en su regazo, Tag había puesto rumbo a casa.
«Quédate conmigo Frenchy».
Pero los ojos de Frenchy habían permanecido cerrados.
Era medianoche. La luna llena brillaba a través de las retorcidas ramas de los robles, proyectando fantasmagóricas sombras sobre la tumba de Frenchy. Tag estaba completamente solo en ese pequeño y pintoresco cementerio situado en una colina que dominaba la bahía de Rockport.
–¡Esto no tenía que haber sucedido! Maldito seas, Frenchy, por dejarme como todo el mundo… pero sobretodo, maldito seas por haberme salvado. Debería ser yo el que estuviese muerto.
Habían enterrado a Frenchy junto a su hijo, el hijo que había perdido justo antes de salvarle la vida a Tag.
Tag se alegraba de que el cementerio estuviese desierto. No quería que nadie viese cuánto le afectaba la muerte de Frenchy.
Unos oscuros círculos rodeaban sus ojos inyectados en sangre; su barbilla estaba ensombrecida con barba de varios días. El estómago le rugía dolorosamente de haber ingerido demasiado alcohol y muy poca comida.
La luna brillaba alto en un cielo despejado. La brisa marina olía a tierra seca y hierba recién cortada. Era el tipo de noche preferido por Frenchy. Habría gambas a montones. Pero Tag no podía ni pensar en pescar bajo la luna llena sin Frenchy.
Su enorme moto negra estaba aparcada cerca de la tumba de Frenchy, bajo un roble. Tag estaba arrodillado delante de la tumba. Como una plegaria, su voz profunda susurró:
–Vuelve, Frenchy. Maldita sea, vuelve. Quédate conmigo.
–Tú no necesitas un viejo. Lo que tú necesitas es una mujer, muchacho –había declarado Frenchy en ese exasperante tono suyo de sabelotodo, unas noches antes.
–Extraño consejo de un hombre que ha fracasado cuatro veces en el matrimonio.
–No hay nada como una mujer bonita para dar esperanza a un hombre. La vida es un círculo, que se repite constantemente. Eres joven. Pero te harás viejo. Te morirás. La vida es corta. Tienes que enamorarte, casarte, tener hijos, repetir el círculo.
–Hay lugares de mi círculo por los que no quiero volver a pasar.
–No eres el tipo duro que finges ser. Eres de los que les va el matrimonio.
–¿De dónde demonios has sacado eso?
–Tienes muy malas pulgas.
–¿Y eso es lo que te hace pensar que sería un marido encantador?
–Tú no encajas aquí. Tu corazón no está en los bares, ni en las peleas, ni en el juego… ni siquiera en la pesca. Ni en acostarte con esas chicas ricas y alocadas que vienen a Shorty buscando un rápido revolcón en el asiento trasero de su coche con un tipo duro como tú.
–¿Y si te dijera que me gusta lo que me hacen? ¿Y si te dijera que no necesito corazón para nada, viejo?
–Diría que mientes. Tienes corazón, muy grande, lo quieras o no. Solo que está hecho pedazos igual que tu bonita cara. Pero una mujer adecuada puede reparar el daño.
–Te estás poniendo muy sentimentaloide, viejo.
–¿Crees que puedes seguir muerto para siempre?
La brisa marina le recordó las largas horas del brutal trabajo en el barco. Pero el trabajo lo entumecía. La belleza del mar lo reconfortaba. Igual que esas mujeres y lo que le hacían en sus coches; hacían su vida más soportable. Aunque siempre que se iban esas mujeres, se sentía más apesadumbrado, como si todo lo que hubiese de bueno en él se hubiese consumido.
Tag se arrodilló en la blanda tierra y examinó la foto de un Frenchy más joven en un plástico resquebrajado en medio de la lápida.
–Eres un cobarde por huir de lo que eres y de lo que quieres, Tag Campbell… un cobarde, ni más ni menos.
Tag había saltado de la silla tan rápido, que la había tirado.
–¡Tú qué sabes, ignorante! Cada vez que bebes, tu bocota salta con esa maldita cantinela.
Frenchy se rio.
–La vida es un círculo…
–No empieces con esa estupidez del círculo.
Tag había salido de la casa de la playa dando un portazo, había desamarrado el barco, y había pasado el resto de la noche en el mar bañado por la luz de la luna. No se disculpó cuando vio a Frenchy esperándolo en el muelle.
Unas horas después Frenchy se había desplomado en el barco, cuando estaban echando las redes.
La culpabilidad invadió a Tag. Nunca le había agradecido al viejo nada de lo que había hecho.
El viento rugió en la bahía, murmurando en las ramas de los robles, burlándose de Tag mientras sus ojos plateados miraban la tumba. Lo asaltaron sentimientos de dolor, de culpabilidad, pero los suprimió como había hecho siempre.
El aspecto peligroso del hombre arrodillado ante la tumba de su amigo no se parecía mucho al joven elegante y apuesto que era antes de que lo golpeasen, de nariz aguileña y mirada cálida y amistosa.
Ese hombre estaba muerto. Tan muerto como Frenchy.
El corpulento hombre arrodillado junto a la tumba tenía la piel quemada por el sol. Los puños habían convertido sus perfectas facciones en una composición brutal, con la nariz aplastada, y una ceja partida. Y tenía un aura de violencia a su alrededor. Tal vez su aspecto de forajido era lo que lo hacía mortalmente atractivo, al menos para mujeres de cierta clase. A tales mujeres les importaba muy poco sus heridas internas. Lo único que querían era utilizar su cuerpo.
Sus cautelosos ojos plateados bajo las cejas oscuras no confiaban en nadie. Y menos en tales mujeres… mujeres que lo encendían, pero que lo dejaban más frío y más solo cuando acababan con él y volvían en sus lujosos coches a sus grandes mansiones con hombres seguros.
Tenía los músculos fuertes del trabajo duro. Llevaba botas altas negras, pantalones vaqueros ajustados, una camiseta blanca raída, y una cazadora de cuero negro.
Frenchy.
Solo con sus demonios, sin Frenchy que lo gritase y lo distrajese, Tag necesitaba una pelea en un bar o una mujer. Casi deseó haberse quedado en el funeral con los demás amigos de Frenchy.
Pero todos se habían puesto furiosos cuando se leyó el testamento de Frenchy, y descubrieron que, el muy idiota, había dejado a ese perro, Tag Campbell, todo.
Todo. Barcos. Restaurante. Casetas de pesca. Muelles. Hasta la casa de la playa que casi era un hito histórico.Todo.
Campbell.
¡Ese bastardo! ¡Si ni siquiera le gustaba pescar! Sin embargo, era el mejor pescador que ninguno hubiera visto.
Todo era suyo.
Había muchos comentarios furiosos.
–¡No es justo! Frenchy murió en ese barco, estando solo con ese mentiroso de Campbell.
–Yo creo que el bastardo lo mató.
–Ya has oído al juez. La autopsia dice que ha muerto de un ataque al corazón. Que Frenchy fumaba y bebía demasiado. Y que es un milagro que haya vivido tanto.
–Y yo digo que lo han matado. Frenchy estaba rebosante de salud. Si hace solo dos noches estaba bailando encima de la mesa con Mabel, borracho como una cuba.
Rusty y Hank, dos rudos marineros que Tag había despedido por vagos y mezquinos, y que habían acabado esa noche en la cárcel, habían jurado que en cuanto los soltasen, vengarían a su amigo Frenchy.
Frenchy tenía mucho más dinero que lo que los pescadores sospechaban. Elsheriff pasó a decirle a Tag que sería sensato que abandonase la ciudad.
Al ver el coche del sheriff delante de su casa, Tag hizo una mueca. No era de extrañar que ese hombre diese miedo. Su figura impresionaba con el uniforme y sus gafas plateadas. Tenía duras facciones, hombros cuadrados, y un arma enorme colgada de su cinturón.
Tag se las había visto más de una vez con esos tipos armados de uniforme. La ley, se llamaban a sí mismos. Con su aire de superioridad, se creían los dueños del mundo.
En cuanto el sheriff Jeffries golpeó la puerta con su potente puño y llamó a Tag, el sudor empezó a correrle bajo la camisa.
–Acabo de soltar a Rusty y a Hank. Dicen que eres un asesino.
La furia abrasó la garganta de Tag, pero sonrió como si le importase un bledo, y saludó al hombre con una botella de whisky.
–Tienes una declaración judicial…
–A veces lo más inteligente es marcharse.
Tag miró su reflejo en las gafas plateadas y abrió la puerta del todo.
–No voy a huir.
El sheriff se plantó sobre sus fuertes piernas y se apoyó en el marco de la puerta. Tag añadió:
–Jeffries, a esos tipos les gusta mucho hablar cuando están seguros entre rejas, pero son como perros que ladran desde dentro de una valla. Suéltalos, y estarán lamiéndome la mano como cachorros.
–Solo es una advertencia amistosa, Campbell.
–Gracias, amigo.
Sin embargo, Tag había abierto un cajón, había cargado su automática y se la había metido en la cintura de los pantalones antes de salir en su moto.
Aturdido examinó la tumba de su amigo, con su nombre y la fecha de su nacimiento, y una simple frase grabada en la parte de abajo de la piedra: Fue divertido mientras duró.
Lentamente Tag bajó la mirada. En vez de flores, había un montón de latas de cerveza y gorras de béisbol apiladas sobre la tierra.
A Tag le ardieron los ojos. Frenchy se habría sentido muy orgulloso.
Con un agujero de dolor en el pecho, Tag se levantó lentamente y se dirigió hacia su moto. Se puso la cazadora de cuero, y se subió la cremallera. Luego los guantes, y su casco negro. Saltando sobre su gigantesco monstruo negro, arrancó el motor, haciendo suficiente ruido como para despertar a los muertos.
Pero tal vez esa era su intención. Ya en la puerta, se volvió y miró al cementerio.
«Quédate conmigo, Frenchy».
De pronto, la luna se hizo más grande. Luego adoptó la forma de un enorme huevo rosa en el cielo oscuro. Las estrellas saltaron como fuegos artificiales. Durante segundos sintió que realmente podía haber un cerebro allí arriba.